Sarakusta. Año 438 de la Hégira
Ni una mala camisa de repuesto trájote tu madre, y el manto que llevas está raído, tendré que encontrar uno mejor para ti, que en esta ciudad se viste bien, aunque seas de baja condición, y es que cuando corre el viento se te lleva de frío, como un demonio, además, ya pronto habrás de usar un jimar para cubrirte el rostro, hija mía, que dejas de ser una niña, y aun seguro que tendré yo que asistirte a tu primera sangre, mírame, ¿sabes de qué te hablo? La muchachita alzó sus ojos oscuros a punto de derramar lágrimas, mirando a aquella mujer alta que iba de un lado para otro revolviendo arcones, apartando vasijas y cuencos, que le faltaba un ojo y hablaba con voz quebrada como para sí misma. Ay, por Alá el más grande y su profeta Mahoma, que los dos me abandonan a mi suerte, qué vas a saber de qué te hablo, si eres un animalillo con susto, y yo te acojo en mi casa porque me falta el seso, además de un ojo, y se me enternece el alma con cualquiera cosa, y tu madre me da lástima de tantos hijos que tiene y no os puede alimentar, y tampoco tiene marido, y digo yo, que sigue teniendo hijos, y que algún hombre habrá por medio, pero claro, quién ahora la marida con tanta boca con hambre, y va y me dice que tú estás señalada por Alá, y que tengo que enseñarte mi ciencia y que darte de comer, que la boca sólo para entrarte te sirve, que della nada te sale, porque tu lengua es muda, y digo yo que no sé si me entiendes, sólo faltara que tu mal fuese sordera, anda, deja de llorar, creatura, y dime si me oyes, Nawar, que ya que eres mi ahijada, hazme señal de que no hablo en vano… Y la pequeña enjugóse las lágrimas y movió la cabeza de arriba abajo varias veces, dejándola tranquila de saber que sí, que oír, oía la aprendiza. Anda pues, no llores y come esta sopa que te hará bien al cuerpo, mientras busco unas alpargatas para calzarte, que tienes que tener los pies ateridos de frío con lo que ha llovido, y no me extrañará que un día destos caiga nieve, que algún año lo hace en estas fechas y es que viene señalado, y seguro que éste trae novedades, y si no, mírate, más novedad que tú, para mí, que toda mi vida me las he visto sola y ahora con ahijada para enseñarle lo que no sé cómo yo lo he sabido, y a más, que no sé cómo tú harás para contallo luego. Pero Alá lo sabe todo, y Él marca los caminos, y a mí me marcó el mío cuando nací con el sol del primer día del año cero desta cuarta centuria de su Hégira, y que tantas guerras y luchas y divisiones y traiciones ha alumbrado, y si no lo sabes, es ésa la noche solemne para la consumación del matrimonio, ya ves, yo que no casé, y con quién lo hubiera podido hacer, faltándome un ojo, pues ésa es la noche sagrada de la fiesta del Nayrûz, que los cristianos tanto celebran también, y en ella dispuso Alá que yo naciera, y que faltándole leche a mi madre para mantenerme la vida, quiso también Alá que una doncella de las que hacen los bollos y los dulces con que se regalan unos a otros en ese día, quiso Alá quella me pusiera en la boca azúcar del que llevaba en los dedos y así recuperé el aliento y el llanto por hambre y pudieron darse cuenta que al pecho de mi madre moría, y que con la harina pura de los dedos de una virgen vivía, y dijéronse que era señal de Alá que yo venía al mundo con ciencia, y más cuando vieron que faltábame el ojo derecho debajo del rebujo de piel que tenía en la cara, y que por tanto sólo habría de ver con el ojo izquierdo, que es el de lo interno, el ojo que ve lo de los adentros y lo de antes del ahora. Y algo deso debía haber y era verdad, puesto que ya siempre adiviné las dolencias de mis parientes, aun siendo muy chica, y siempre gusté de buscar remedios y llegué a conocer las hierbas, y escuchaba embelesada a los curanderos ambulantes y les preguntaba desto y de lo otro y ellos me contestaban creyéndome instruida o sabedora de sanamientos. Y por eso fue que mi madre, como la tuya te ha hecho, me fue encomendando a todos los que pudo encontrar en esta tierra de Sarakusta para que me pasasen la ciencia de la medicina y de la curación, que la de la adivinación ya la traía yo, y aun para tenerme lejos della, que algo de miedo debían darle mis poderes, desde que le dije que un hijo le salía muerto y así fue, y que le ponía las manos en la cabeza a un demente y se calmaba, y que jugaba a hacer emplastes y ungüentos y manejaba las hierbas y el lodo y al que se los ponía sanaba, al punto que tenía diez años o menos y venían de los arrabales de Cineja y aun desde la puerta de Toledo a hacer cola para que yo los viera, y también venían judíos en secreto y cristianos, que desos nunca me han faltado ya desde entonces, y mi madre cogió más miedo y me llevó de sirvienta a casa del grande médico Abú Allá Al-Kattaní, y allí tenía yo el mismo llanto que tú tienes ahora, Nawar, hija, come y ponte estos calzones que te abrigarán por dentro, y estas almadreñas de piel de oveja, ya te crecerán los pies, descuida, y nos vamos mientras haya luz a comprar unas cosas que me faltan, y el médico resultó buen hombre, ya verás, como yo te querré también, hija, y me permitía ayudarle con los enfermos, y me contaba los tratamientos y me hablaba mucho, como yo te hablaré a ti, muchacha, deja de llorar, de los remedios para reparar los cuerpos y las almas, que muchas veces van parejos, de reconocer los síntomas verdaderos y no dejarse engañar por lo que se ve de afuera, de distinguir las plantas medicinales y de saberlas aplicar y de muchos secretos para hacer sanar, y me decía, Sîbawayh, qué nombre tan bonito tienes, puesto que el olor de manzana, queso significa mi nombre, hija mía, también cura muchas penas del alma, Sîbawayh, escúchame bien y abre mucho los oídos, que aunque no sepas leer y yo no tengo tiempo de enseñarte, aprenderás lo que te hace falta, y lo importante es que tú puedes curar con tu ciencia y con la mía, ay, el buen médico Al-Kattaní, que Alá haya guardado siempre, y es verdad que me enseñó mucho, pero cuando le adiviné una desgracia, tuve que marcharme de su casa para no decírsela, ya que las cosas malas no es bueno sabellas antes de hora, y es que Alá ya quería para mí otros aires, que ya tenía dieciséis años, y es Él quien manda, anda y ahora vamos, que aún han de venir pacientes luego.
Sîbawayh colocóse encima una túnica de lana y un chaleco de piel de cordero, pues sus carnes nunca fueron abundantes y ahora hacía frío, y aun le dio una manta de lana a la muchacha para cubrirse la espalda, pues en esa Sarakusta Albaida, si soplaba ventolero, en este mes de kanûn hacía mucho frío. Se encaminaron a la puerta de Bab Al-Qibla, en dirección al arrabal, parándose antes en la mezquita mayor, que desde la ampliación que realizara Mundir Al-Tuyibí, que Alá haya confundido, lucía más esplendorosa que antes y estaba siempre repleta de visitantes, y en sus alrededores se situaba el mercado mejor provisto de víveres y comercios de los alrededores. Te cuento, Nawar, hija mía, para que sepas dónde estás por si te pierdes un día, Alá no lo quiera, y puesto que te trajo tu madre de las almunias que hay más al sur deste río Ebro, questa buena capital se llama Sarakusta Albaida y le dicen «la blanca» por las murallas de piedra blanca que la rodean, pero también te digo que es lugar signado, porque le dicen la de los dos soles, y es que de día la luna se queda blanca y redonda en el cielo y festeja con el sol, y por eso es tierra de amores y alegrías, que aquí a todos les gusta mezclarse, sobre todo a los cristianos, que andan igualándose a nosotros y lo mismo los ves viviendo junto a la puerta del puente, que en el arrabal de Cineja, que en el de los Curtidores o el de la otra orilla del Ebro, y aun en el campo de Al-Musara, cerca del alcázar, y hasta dicen que pocos árabes puros quedan, que aquí todo son permisos para mezclarse y no es cosa mala, Nawar, que lo mejor de todo es la paz, los judíos es otra cosa, son más suyos, y ésos viven todos juntos en su barrio, al sur de la muralla. Mira, salimos por la puerta de Al-Qibla porque vamos al arrabal que mejor huerta tiene, cerca del cementerio nuestro y de una cripta muy antigua que le crecen flores únicas y me interesan, no te inquietes, que noto que te asustas, hija mía, no pasa nada, y te enseñaré a adivinar con las hojas caídas en la cripta, que barrunto que algo ha de pasar.
Pero a medio camino las paró una mujer que le dijo a Sîbawayh que la andaba buscando, y que tenía que ir con ella a casa de sus amos, y en ese momento aulló un perro y supo que un niño estaba naciendo a pesar de que su madre no quería. Vamos corriendo, dijo a la mujer, y cuando veas una rosa de las silvestres junto a la muralla, traémela. Así lo hizo la otra, extrañada de la rareza del encargo, pero sin decir nada, puesto que ella sabía las artes adivinatorias de la curandera, y seguro que algo sacaría dello. Sin detener el paso, Sîbawayh pasó la mano por la rosa invernal y luego abrió la palma para leer en los pétalos que se habían desprendido, viendo que ese niño era fruto de amores ilícitos y que si no llegaba pronto, la madre iba a ahogarlo nada más nacer. Llegaron a una hacienda de cristianos acomodados en el arrabal cercano al río Warba, pero no pasaron a la casa, sino a los establos, y allí se encontraron a la parturienta, una muchacha joven y de carnes bien alimentadas, sofocando los gritos, sollozando y envuelta en la sangre y los líquidos del parto. Sîbawayh temió que su ahijada Nawar reaccionase con miedo o con susto, que todo era posible sin haberla podido enseñar en cuanto a los partos, pero la niña se mantuvo entera, y la curandera vio en ello señal de buen augurio. Junto a la parturienta estaba la madre, llorosa y dándose golpes en el pecho, y rápidamente Sîbawayh le dijo que trajera paños abundantes y sábanas y algo para hacer fuego y calentar agua, se levantó las sayas para arrodillarse y se remangó los brazos hasta los codos, situándose en medio de las piernas de la cristiana para palpar cómo llegaba el niño, porque se intuía que había de ser niño, y ya le vio asomando la cabeza, y metiendo la mano por la abertura hasta cogerlo por la nuca, le decía a la joven que empujara cada vez que respirara, y con la otra mano en la parte alta de su vientre, ella misma arremetía para que el niño se abriese camino, mientras le gritaba a la sirvienta de la cristiana que cogiérale las manos a ella para que no se hiciese daño a sí misma, hasta que tuvo la cabeza del niño casi afuera y al volverlo para sacarle un hombro, se dio cuenta que llevaba alrededor del cuello la cuerda por donde se alimentan los hijos dentro del vientre de la madre y llamó a Nawar para que lo sujetara, que ella tenía que desenroscarle el tubo de carne y ya estaba morado el crío de no respirar, y en cuanto húbole quitado la molestia, sin tener que decille nada vio que su ahijada tiraba hacia sí del niño sacándole un hombro y luego el otro, y que luego le cogía por debajo de los bracitos y terminaba de extraerlo, entre riadas de sangre sucia y la bolsa de dentro rota y otros líquidos y mocos, que hay que ver cuánta perdición se traen los hombres al nacer, y dejando tranquila a la madre, que dio un largo suspiro de quitarse el dolor dencima, y Sîbawayh sacó entonces la daga que siempre llevaba con ella para cortar plantas, hierbas y otras cosas, y pudo darle un tajo seco a la cuerda, que sacó más sangre, loado sea Alá, y ató enseguida con un nudo al vientre del recién nacido que Nawar sujetaba embelesada entre los brazos, sólo que cuando rompió a llorar para despertar a los pulmones que ya les llegaba el aire, casi lo tira del susto, y entonces aprovechó Sîbawayh para envolverlo en un paño y limpiarle un poco el rostro y dárselo a la sirvienta, que le parecía de momento más seguro que a la madre, que no paraba de llorar, esta vez de tristeza. La cristiana mayor había llegado con agua y había hecho fuego en unas piedras, y le explicó, en el medio árabe en que se entendían unos y otros, que por favor, que todo tenía que ser secreto, que su marido el señor de la casa nada sabía de todo ello y que los mataría a los dos, a la hija y al nieto, de enterarse que la pobre desgraciada había quedado encinta del cabrero de la finca, que el niño se lo daban a la sirvienta, que ya tenía varios hijos y al amo no le extrañaría uno más, y que buen servicio les había prestado y que al otro día le iría una de la casa a pagarle como se merecía. Está bien todo eso, dijo la curandera, y por mi parte, en mí queda el secreto, y más en mi aprendiza, que es muda, pero el niño necesita la leche de su madre y ahora no le sale todavía porque ella tiene rechazo a la creatura, y vas a hacer lo que yo te diga, porque si no, lo cuento todo, que al crío hasta mañana le vas a poner en la boca agua con azúcar, que lo mantendrá vivo aunque llore, y a tu hija le vas a dar leche de cabra en abundancia, y que te la ordeñe el cabrero hasta que se desolle los dedos, que es el padre y algo tiene que poner además del badajo, y entre medida y medida de leche, le preparas a tu hija una infusión de mejorana silvestre, hinojo, tomillo del que aquí abunda tanto, manzanilla de la secada en casa y amapola, y que la beba, que le calmará la mente y el cuerpo y dejará que le broten los pechos como fuentes por el bien de su hijo, y mañana te hago traer un preparado con ramas de ruda, nueve escropulas de enebro, una nuez, un higo seco y un poco de sal, y que se lo coma tu hija de inmediato, que eso le ha de procurar una muy buena salud para criar a tu nieto, y no protestes, que tu nieto tiene madre y ha de quererlo y aun tu marido lo querrá, que sé lo que me digo, asín que para calmarle las furias de la deshonra, has de frotalle en la nuca mientras duerme con las tripas de un caracol aplastadas en tu mano, y le cuentas lo del parto cuando despierte, y que vea al crío, y verás que haréis bodas con los chicos, que no es la primera ni la última vez que una virgen bien guardada burla los cuidados del padre, que la carne es la carne, y si más de una vez folgó tu hija con el cabrero, es que se gustan, y de ahí a quererse, es un paso. Mientras esto decía, fue preparando con agua, harina, sal, tierra, cenizas y trozos de los palos quemados al fuego, un emplaste que envolvió en un trozo de tela de lino y se lo colocó a la parturienta allí donde arden los infiernos y se abren los cielos, según decir della misma, para ayudarla a que terminase de echar los restos del parto y que la herida cerrara pronto, y al punto la muchacha quedó plácidamente dormida. Haz todo lo que te he dicho, y cuida a la creatura, que es carne de tu carne y ha salido con todo lo que tiene que tener, recomendó a la abuela, y ahora nos vamos, Nawar, a casa, que se echa la tarde y barrunto más lluvia, ya iremos a la cripta mañana, y muy bien te portaste, muchacha, vas a ser buena discípula, por Alá. Fue la primera vez que vio sonreír a Nawar, y se alegró.
Ya en casa, encendió el fuego y sacó el pan del horno para comer algo y para meter en él varias cataplasmas que tenía que aplicar pronto a algunos pacientes que tenían que irle.
Mira, muchacha, este libro de plantas y flores medicinales me fue entregado por el grande Ibn Yanah, médico de Córdoba que se vino a vivir a Sarakusta porque el viento de aquí y las aguas del Ebro le beneficiaban a su mal, pero a lo que vino fue a morir, porque le había llegado su hora, y Alá así lo quiso que yo lo conociera y me viera curar una herida muy difícil hecha con un hierro y que supuraba y que muchos decían que había que cortar el brazo, y yo que eso se curaba con baños de infusión tibia de lavanda y manzana seca y hojas de té, y como así fuera, se admiró y me halagó grandemente y me regaló ese libro, que aunque no lo sé leer, las plantas me las conozco todas y ya me aprendí de memoria para qué servían, pero él murió y pocos ya se acuerdan de aquello y no me tienen por médico, que como mujer, prefieren tenerme por charlatana que cura, o por partera, o por amortajadora, o por alcahueta que tiene remedios para males de amores y conjuros para atraerlos, porque, ay, Nawar, ya aprenderás, que por ser mujer te atraes el aprecio de los hombres para dentro del lecho, si eres hermosa, y el desprecio de los mismos para su afuera, si eres sabia, y en mi caso, que encima de ser sabia soy fea, pues el doble menosprecio, que si fuera hombre, con la mitad de lo que yo sé y he conseguido y he demostrado, sería tenida por médico, y de los buenos, y dictaría sentencias y me harían reverencias, y no que así, ya ves, contenta he de estar con que me dejen vivir en paz mi pobreza y mi sapiencia, pero no hagas caso de mis quejas, que Alá todopoderoso no crea que reniego de mi destino, pues curo los males y hago los bienes, y eso ha de ser bastante.
No habían acabado de comer unas borrajas y castañas calientes con pan, cuando llegóse uno de los pacientes que Sîbawayh obligaba a ir todos los días a verla. Lo mandó sentar y lo trató con confianza, pero el hombre tenía cara de disgusto, a pesar de que sus palabras eran afables. Mira, Nawar, el color amarillento de su rostro y, a ver, las palmas de las manos, ¿estás viendo?, eso es muestra clara de que el hígado no está bien y que ha sido cargado con más trabajo del que podía hacer, y que este buen hombre ha comido y ha bebido en demasía y muy seguido y no se ha limpiado por dentro convenientemente, y como además el hígado acusa mucho los disgustos y los humores adversos que no se saben pasar por alto, llega un momento que se hincha y ya no deja comer más y que en vez de darle tú el disgusto a él, él te lo da a ti, y por eso mi vecino tuvo que venirse con grandes dolores y este color amarillo por todo el cuerpo, para que aprendiera a cuidarse de una vez, y aunque le veas la cara contrariada, no es por mí, que a mí me aprecia, eso es porque sabe que tiene que beberse ahora este jarabe que lleva macerando todo el día en esta tina, y que le sabe muy mal al gusto, pero que es muy bueno para su hígado. Y dicho esto y sin más preámbulo, tapóle con dos dedos a modo de pinza las narices al hombre, por lo que éste tuvo que abrir grandemente la boca para respirar, aprovechando lo cual le vertió en la garganta un vaso lleno de un brebaje verduzco y espeso que el hombre tragaba despacio y gimoteando como un zagal. Cuando hubo terminado hasta la última gota, grandes náuseas le venían del estómago, por lo que la curandera le mantenía la boca cerrada con las dos manos, aguantando hasta que se pasasen las arcadas y prometiéndole que bebería agua enseguida para enjuagarse la lengua. Mira, Nawar, ahora se va a tender en el lecho y le vas a subir la camisa hasta el cuello, pero caliéntate las manos antes, para evitar el sobresalto, mientras yo me embadurno las mías con aceite de oliva y grasa de cordero joven para darle un masaje en la zona de la dolencia y quédate cerca de mí, para que aprendas a hablarle al hígado enfermo, que todas las partes del cuerpo tienen su boca y sus oídos, y hablan mandando señales afuera y escuchan recibiendo nuestras atenciones, y lo que pasa es que cuidamos poco al cuerpo, que si hablásemos con él más a menudo, menos enfermedades habría, porque el cuerpo avisa siempre de lo que necesita y de lo que le sobra.
El hombre, tendido en el lecho y con el gesto todavía descompuesto, se dejaba hacer sumiso, y en cuanto la sanadora le hubo puesto las manos sobre el hígado, relajóse como un niño y hasta le entró somnolencia y ya no parecía que hubiese tenido dolores, pues Sîbawayh le amasaba con los dedos esa parte, primero suavemente y luego más firme, y el otro no protestaba ni se quejaba. Le digo al hígado que suelte los líquidos emponzoñados y que filtre la amargura, que ella es causa de todo mal, y le digo que su dueño va a amarlo mucho y que yo lo encomiendo a Alá misericordioso para que le dé larga y alegre vida, y créeme, Nawar, que el hígado me escucha, pero no te preocupes, que cuando tú te pongas a sanar, bastará con que lo pienses y también a ti ha de escucharte cualquier otro hígado.
Llegó con grandes voces un vecino que decía que venía del otro lado del río, y que en el puente le había cogido grande lluvia y decía que habría crecida del río, y que venía dándose furiosos golpes en el rostro, queriéndose parar unos dolores terribles por dentro de la boca al final de la mandíbula y que le llegaban hasta el oído. Anda hija mía, calienta vino en este cuenco y echa unas gotas desto, sólo tres gotas, que es milenrama y me cuesta mucho encontrarla y luego tarda varios días en secarse, pero calma pronto el dolor y este hombre está bramando por dentro, y por fuera, que ya lo ves, anda y que lo beba, que ahora voy con él. Terminó Sîbawayh el masaje y con amigables palabras despidió al hombre del hígado enfermo hasta mañana, a la misma hora, insistiéndole en que siguiera con la dieta que ella le había recomendado días atrás, que la mesura en la comida y la buena combinación de los alimentos es muy importante para mantener la salud y ahora a él le hacía mucha falta comer con cordura y comprendiendo para qué le servían los alimentos, y el otro escuchaba atentamente, cabeceando adelante y atrás y sonriéndole agradecido a la mujer. Cuando se hubo marchado, ella se acercó al que aullaba de dolor y le mandó abrir la boca, viéndole una de las muelas infectada sin remedio, y chasqueó la lengua, porque el único bien que se podía aplicar a ese mal era quitarla, y era muy doloroso, y ese hombre era muy corpulento, y ella menuda, pero, Alá así lo quería, se puso manos a la obra, sin perder más tiempo, que los berridos del hombre la ponían nerviosa. En el mismo cuenco del vino, añadió corteza de canela que adormece los dolores, hoja de tila que calma los miedos, raíz de hierba carmín que baja la inflamación y hierbabuena que le da buen sabor a la mezcla, y le dijo que tragara una parte del líquido y mantuviera en la boca la otra parte, y que cuando sintiera bajar el dolor, que levantara una mano para hacérselo notar a ella. Mientras tanto, fue a buscarse las tenazas para arrancar muelas, suspirando y rezando para que Alá le enviase fuerza suficiente para sacar esa muela y parar los golpes del hombre, que, a buen seguro, iba a sentir mucho dolor a pesar del brebaje y, para asegurarse, le ató las manos a la espalda y le mandó cerrar los ojos, para que no viera la tenaza y saliera corriendo de la casa. La extracción fue una batalla campal, y las dos mujeres no podían con el hombre y con la muela, aferrada a la encía con la misma furia con que él agitaba las piernas y pretendía sacudir la cabeza, pero al final, sudando y jadeando y amoratada de los puntapiés del hombre, Sîbawayh arrancó de cuajo la maldita muela enferma, y rápidamente le metió en la boca, tapando el agujero, un pequeño emplaste envuelto en una gasa, hecho con ortiga, flores secas de árnica y aceite de clavo, para que lo mordiera con fuerza, que le ayudaría a cicatrizar y le quitaría el dolor, aunque le daba este frasco de infusión fría de lavanda y pulsatila, porque el dolor volvería y con ese jarabe mezclado con un poco de agua o de vino si lo prefería, podría dormir hasta que ya se le fuera del todo, pero, que lo que más y mejor le haría sería lavarse todos los días la boca, con agua de apio y también de salvia, que la higiene es lo más importante y lo que previene de futuras molestias en la boca y en el cuerpo, y que era mejor cuidar antes que curar después. El hombre agradeció sinceramente el trabajo a la curandera y le pagó con una tinaja de olivas negras, que buenas le eran, y un conejo muerto en el día y limpio, que lo asarían al otro día para comer las dos como hacía tiempo que no comían.
Pronto aprenderás, hija mía, sobre todo a sacar muelas, que yo ya no estoy para tanto esfuerzo. Coge el mortero y maja los dientes de ajo que hay dentro, para ir preparando ungüentos, que siempre vienen bien para los imprevistos. Hoy espero a la pajarera, que busca un filtro para enamorar a un hombre que no se le decide, pero ay, las cosas de amores sólo están en manos de Alá, y yo en esos casos sólo puedo dar remedios para el alma, y en esto, miró a su ahijada y sonrió ampliamente, cogiéndole la cara por la barbilla y levantándosela para contemplarla, y diciéndole con cariño, tú no has de tener problemas para encontrar hombre, que tienes unos ojos hermosos y una piel bonita, y encima eres muda, que eso les gusta a muchos, y además yo te daré preparados para no caer encinta y no tener que andar luego con perejiles y vinagres para provocar las malas sangres y deshacer lo que ya se ha hecho, ah, pero esto está lejos, ahora dale al mortero que yo guardaré las olivas.
Pero la pajarera no vino, y en su lugar, apareció una esclava al servicio de la esposa principal del rey Sulaymán, agitada y con grandes prisas, que venía a buscar a la curandera, que su señor el rey se hallaba enfermo y que ninguno de los médicos acertaba con el mal, y que su señor el rey mandaba llamarla.
Cogióse en un hato los ungüentos y los elixires y los instrumentos de urgencias que solían ir bien para casi todo y hacia el palacio que partieron, corriendo. Llovía de nuevo, mala noche hacía, fría y sin luna, y esa cosa que le atenazaba la garganta y no había podido consultar a las almas de la cripta, en fin, que ya llegaban al alcázar, sobrio y desamparado, tan lejos de la vida real de Sarakusta, ah, sus piernas, ya le protestaban por la humedad, y ahora las entraban por el patio principal a la cámara del rey; no tengas miedo, muchacha, que cuando hay enfermedad el más, poderoso se olvida de su poder y se iguala con el miserable, y aquí nada va a pasarte, y llegaron a los aposentos reales donde Sulaymán hecho un guiñapo, más anciano de lo que tenía que ser por la edad, yacía entre sus hijos principales, tiritando de angustia y con el gesto quebrado de dolor. Sîbawayh pidió un candil para ver de cerca el rostro del rey. El primogénito Al-Muqtadir estaba lloroso y se lo acercó él mismo, y le rogó que salvara la vida de su padre, que era preciso para la política, y ella miró a los ojos de Sulaymán y vio la sombra de la muerte que se había instalado ya en él, y en un susurro el rey le decía que su hora había llegado, tú lo sabes, adivinadora, lo has leído en mis ojos, y no me resisto, Alá así lo quiere, pero dame algo que me quite los dolores y mi alma se marchará agradecida contigo, y cuando llegue a la derecha de Alá he de enviarte parabienes y días de dicha, dejaos, rey mío Sulaymán, que bastante dicha has traído por siete años a esta ciudad blanca, y Alá me manda a compensarte por ello con una muerte dulce, y así ha de ser, y la curandera púsole sus tres dedos de la mano derecha en la parte más alta de su cabeza y al punto se tranquilizó el rey, pudiendo dar largos suspiros para recuperar el aliento. Con la otra mano extendida, Sîbawayh recorrió el rostro, el pecho y el abdomen del rey, localizando el mal en un pulmón, el cual se había extendido como las ramas de una enredadera por el resto del cuerpo y ya no iba a remitir. Nawar, mezcla en este pomo los ajos majados y esta semilla, que es lúpulo, con el agua de rosas, y agítalo muy bien y muy fuerte y luego dámelo, ojalá tuviera mirra, que es más rápida, pero con eso ya está bien, tráelo, echa en mi mano, que voy a ponerle en la frente, así, muy bien, y ahora el resto pónselo en la boca al rey bajo la lengua, que le ayudará a dar el último respiro en paz. Al-Muqtadir, ¿cuál de vosotros es? Se acercó el primogénito a su lado, yo soy. Escúchame, Alá reclama a tu padre, grandes cambios se acercan y tú responderás dellos, el buen rey no quiere seguir viviendo y se merece respeto, y yo ahora soy su voz que me llega a la mano desde su cabeza y oigo lo que Alá le está ordenando, que tú te llamarás Pilar de la Dinastía de tu familia Banu Hud y reinarás en Sarakusta Albaida durante treinta y cinco años, ampliando sus fronteras y trayendo gran esplendor en su nombre, favoreciendo las artes y las ciencias, y que harás levantar sobre este alcázar oscuro un palacio que llamarás De La Alegría en su honor y en memoria de tu padre, que ése es su deseo, de gran belleza y hermosura, y ahora besa su mano, que así lo pide tu padre, y dile a los otros que se despidan sin llanto, para ayudarle al rey a hacer el tránsito en paz y sin impedimentos. Sulaymán se quedó dormido, con el rostro de un joven que descansa, y la sanadora se incorporó y cogió de la mano a su ahijada y sin mediar palabra, salió de los aposentos, sin esperar recompensa, ni agradecimiento, ni otro reconocimiento, diciéndole a la muchacha que caminara rápido que hacía frío, ya ves, Nawar, que igual se merece la vida que la muerte y el hombre igual para nacer que para morir necesita unas manos que le indiquen el camino, y al alba ya todos sabrán que el rey ha muerto, pero que nadie se entere que hemos estado tú y yo aquí, me oyes, nadie ha de saber que el rey me ha pedido que lo mate y yo le he obedecido.