Petra Conill

Panadera

Barcelona. Año XXVI del rey Enrique

Año de la Encarnación de 1055. Año vulgar de 1054

La noche en que se presentó don Ramón Berenguer en Barcelona con doña Almodis de la Marche, se conoció de inmediato que la dama era bellísima —y eso que no la había visto nadie porque venía en silla de manos con las cortinas echadas—, y que el conde se había maridado con ella.

Flores les hubieran echado los habitantes de Barcelona, flores, pero el señor estaba ya casado con doña Blanca de Rasés, su mujer legítima que lo esperaba en la Casa Condal, bordando, como hacen las mujeres honradas; además que no había consultado tamaño disparate con su abuela, la señora Ermessenda, ni con los vizcondes, sus parientes, por eso, y por lo que parecía suceder: un contubernio (puesto que el conde había enviado libelo de repudio a su anterior esposa y venía con otra), las gentes salieron a la calle, se apostaron a la puerta de palacio y, gritando, pidieron explicaciones a don Ramón, que no las dio.

Petra Conill, la tahonera de la Font del Pi, no encendió el horno ni amasó pan aquella noche, ni la siguiente. A la siguiente, ay, le salió el pan regañado, se le abrió todo con la fuerza del fuego, pues no atinó con la temperatura del horno y lo tuvo que dar a los pobres, y es que el asunto que llevaba a maltraer a Barcelona entera no la dejaba sosegar.

La población andaba confundida, tanto más la panadera que, de natural, era un manojo de nervios, y los condes, ah, los condes. Don Ramón había traído a la bella del sur de Francia y no se había ido a la cama con ella, tal decían los sirvientes que salían del castillo; la vieja Ermessenda, oh, había puesto a una de sus damas a escribir nada menos que al papa de Roma para pedir la excomunión de los dos adúlteros, de su nieto y de Almodis, de la cual, además, la anciana había dicho que era puta sabida, y lo sería, puesto que la dama no era de palabras groseras. Y, claro, todos estaban desazonados porque la abuela había iniciado otra de sus batallas con el nieto, ya sabían todos de aquellas guerras que eran de nunca acabar, pero que el primer señor de la Marca Catalana tuviera dos esposas a un tiempo era negocio nuevo, y para colmo de males el obispo oraba, retirado en el claustro de La Seo, y no hablaba. Y sólo se conocían las cosas que decía el personal, rumores de esto o aquello; nada cierto. Y de doña Blanca, la legítima, la más ofendida de todos, ¿qué? Y aquello de que la francesa llevaba mortíferos venenos en su azafate, ¿qué? Y eso de que había asesinado a sus tres maridos anteriores y de que había abandonado a sus hijos en el Languedoc, ¿qué? Y, doña Ermessenda encerrada en sus habitaciones sin querer recibir a nadie…

Ni a Petra quería recibir, ay, Dios. Ni a Petra que, de antiguo, le llevaba cada día un pan a la señora, un pan especial hecho de harina candeal, cocido aparte. Un pan que la panadera nunca cobró a la dama, pese a que ella se lo quiso abonar, pese a que discutían las dos a menudo por regalar y pagar.

Y lo que decía la panadera mientras la emprendía con la masa, que a pan duro diente agudo, que doña Ermessenda estaba haciendo lo que debía hacer, afrontando la situación, dándola a conocer a los señores del mundo y no consintiendo las veleidades de su nieto.

Las comadres que la oían se mostraban de acuerdo con ella y aplaudían la actuación de la anciana condesa, puesto que salía valedora de todas las mujeres catalanas, ya que no era de razón que un hombre, aunque fuera el conde, repudiara a su esposa a su antojo, por más que alguna apuntara que era mejor hembra doña Almodis que doña Blanca, que era muy menuda, demasiado menuda, imposible que le cupiera una criatura en las entrañas, imposible que le diera un hijo al conde, y que don Ramón necesitaba muchos hijos, no fuera a fallecer su heredero, don Pedro, el de doña Isabel, descanse en paz doña Isabel, la primera mujer de don Ramón Berenguer. Y ya se enzarzaban en discusión sobre las prendas de doña Blanca, de doña Almodis y de doña Ermessenda, las tres damas que tenían revuelta a la ciudad de Barcelona. Pero entre ellas, aunque hablaran con calor, no había disensiones. Las clientas de Petra Conill, ya fueran a cocer su propio pan o a comprar el que se vendía en la tahona, estaban a favor de la anciana señora. ¿Qué era aquello de que al conde o a cualquier otro hombre le ardieran las partes bajas y trocara a su esposa por otra?

Los vecinos estaban con el oído atento, ya que los agoradores predecían un futuro más que incierto y los agoreros, los que no tenían poder de adivinar y lo inventaban, lo destrozaban. Y, de los que seguían la marcha del asunto, a la puerta del castillo, quien más quien menos quería saber qué le tocaría a él de tanta desgracia por venir y, a más a más, enterarse de los sucesos por lo menudo para poder hacer comentarios razonados sobre lo que ocurría.

Al cuarto día, Petra Conill entró en la Casa Condal por la puerta grande, la misma que atravesó doña Almodis, contenta y ufana, con su pan de harina candeal debajo del brazo canturreando una canción, y ni criado ni soldado osó detenerla, pese a que nadie la había convocado. Llamó a las habitaciones de la condesa Ermessenda. Oyó: «¿Quién es?», respondió: «¡Petra Conill!», y, como si pudiera pasar cualquiera, consiguió lo que no había logrado ningún vecino de Barcelona en cuatro días: entrar en los aposentos de la señora.

A la par que las damas la saludaban con efusión, ya corría por toda la ciudad que doña Ermessenda había abierto su puerta, hasta hoy aherrojada con mil cerrojos, a la panadera, y un enjambre de personas se agolpó en el puente levadizo para escuchar a la dueña cuando saliera. Cierto que Petra tardó mucho tiempo en abandonar las habitaciones de la dama, cierto que sabedora de que una multitud la esperaba dejó la casa por un portillo, sin que la vieran. Y es que no podía hablar con nadie, es que, por encomienda de doña Ermessenda, debía personarse en la casa en que se recogió doña Blanca tras recibir la carta de repudio, allá en la canal del Rec, y decirle lo que se había aprendido de memoria durante todo el día de principio a fin, sin trocar las palabras, una detrás de otra, e iba muy concentrada en sí misma, repitiendo las frases de la carta que la dama abandonada debía escribir al papa de Roma para que Su Santidad dictara auto de excomunión contra don Ramón Berenguer y su mantenida, la Almodis de los mil diablos. Carta que llevaría Berengario Gaucefredo, el capitán de las tropas de doña Ermessenda, a Roma, muy pronto, pues ya estaba presto a partir.

A la mañana siguiente, en la tahona de Petra Conill no cabía un alfiler. Comadres, menestrales, soldados y varios marineros, que fueron a comprarle pan de guerra, lo llenaban todo, tanto, que la dueña aprovechó la ocasión y coció varias hornadas, vendiendo mucho y consiguiendo un buen dinero extra que decidió gastarse en el mercado, comprarse tela para una saya nueva y un ceñidor y, si le alcanzaban los dineros, una ajorca para adornar sus tobillos o un prendedor de plata para sostener sus cabellos y realzar su buen aire.

Y se disponía a atravesar la puerta del Obispo, cuando la gente del conde la detuvo y sin preámbulos le preguntó adónde había ido el capitán Berengario la noche anterior, puesto que había salido de la ciudad y no había regresado. Petra respondió lo que ya sabía toda Barcelona que iba a Roma con cartas de las dos condesas pidiendo la excomunión para dos pecadores, y no les puso nombre a los pecadores. Pero siguió hablando pan por pan, sin rodeos, lo mismo que hacía en su tahona con las clientas, que un hombre no podía repudiar a su mujer natural por un antojo y ya interrogó a los soldados sobre qué pensaría cada uno de ellos de su padre si hubiera repudiado a su madre y la hubiera trocado por otra.

Los hombres guardaron un momento de silencio como si no supieran qué contestar, como si las menciones de la panadera a sus padres y a sus madres les hubieran conmovido, pero su reacción fue bárbara, la emprendieron a golpes contra Petra, la zarandearon y la llenaron de cardenales, dejándola tendida en el suelo.

La atendieron los buenos vecinos que le dieron vino a beber. Cuando se recuperó, bebió poco, por lo que dijo: pan a hartura y vino a mesura, y habló y habló con los que la socorrieron en aquel trance, sin percatarse de que lo que le había sucedido era por hablar demasiado, siguió defendiendo la postura de doña Ermessenda y los que la oyeron convinieron con ella en que el oficio de panadera era el más importante de todos los existentes puesto que ricos y pobres comían pan, puesto que mil años después aún había por el mundo partecillas del pan que comió nuestro Señor en la última Cena. A la caída de la noche, la camarera mayor de doña Ermessenda le entregó una bolsa con buenos dineros para compensarla de los daños que sufriera.

En las semanas siguientes, Petra fue y vino de su tahona a la Casa Condal y llevó recados entre las dos condesas desafiando a don Ramón Berenguer que prohibió a la gente reunirse y hasta salir de su casa, salvo en horas de mercado. Lo que decía, que doña Ermessenda y ella eran las abanderadas de las costumbres cristianas en la tierra catalana. Con razón porque el obispo se había marchado en peregrinación a Compostela. Claro que la que más gritaba era ella, porque la condesa protestaba en silencio, encerrada en sus habitaciones, mandando escribir a sus camareras cartas y cartas, tantas que les dolía la mano, y mientras, esperaban que se presentara en Barcelona el legado pontificio con el auto de excomunión para los condes adúlteros, como Su Santidad había prometido al bueno de Berengario, cuyo viaje a Roma fue un completo éxito, puesto que no estaban en San Pedro del Vaticano por desoír pecados que pusieran en tela de juicio la estabilidad del matrimonio, sostén de la sociedad.

Cierto que durante este tiempo, mismamente como predijeron los agoradores y los agoreros, grandes desgracias comenzaron a azotar Barcelona: llovió de tal manera y con tanta fuerza que los campos se anegaron, se perdieron las cosechas y los animales de los corrales; las casas se inundaron y varias se hundieron con todos sus moradores dentro; el temporal rugió en la mar destrozando los muelles, hundiendo los barcos y llevándose la pesca lejos; y una plaga de ratas, como no se había visto otra, llenó la ciudad.

En este estado de los cielos, de la tierra y de la mar, la población vivió sobrecogida, con el alma en un puño, conocedora, además, de que, cuando un señor, un conde, un vizconde o un rey, era excomulgado todos sus súbditos eran condenados con él a la privación de sacramentos y, en consecuencia, al fuego eterno, gratuitamente, por el hecho de ser vasallos suyos.

Petra Conill achicó agua en su panadería, coció pan que se le enmohecía de tanta humedad y mató ratas a escobazos, por lo que andaba desesperada, como todos los vecinos, pero la tahonera padeció también infortunios privados. Los soldados de don Ramón Berenguer se personaron en su casa con un hombre aquejado de fuego de san Antonio, acusándola de haber vendido pan de centeno con cornezuelo y queriéndola llevar ante el conde para que respondiera y, en efecto, el hombre, que moriría al día siguiente, estaba todo morado.

Petra consiguió burlar a los soldados, se encerró en su casa, echó los goznes y se dispuso a esperar, pero los barceloneses se volvieron contra ella, por lo del cornezuelo, porque el morado de san Antonio mataba a chicos y grandes sin hacer distingos, porque había usado harina mala y, tal vez aprovechando el desconcierto, hasta hubiera sisado en el peso del pan, enriqueciéndose, dijeron, pues que se había comprado un manto, una saya y hasta calzas y bragas nuevas. Y, conforme arreciaban los insultos del gentío, los soldados iban retirándose más y más lejos de la Font del Pi porque el pueblo iba a realizar la tarea que el conde les encomendara a ellos, y mejor no mancharse las manos con la sangre de la panadera, que ya lo haría el pueblo, y estaría bien hecho, ni la señora Ermessenda se atrevería a pedirle cuentas.

Y, en efecto, el pueblo ya arrimaba maderos para quemar la tahona de Petra Conill. Los que fueron sus amigos dejaron de serlo, por esas cosas que hacen las gentes cuando se unen todas, sin preguntarle, sin revisar su harina, entre otras cosas porque el cornezuelo es imposible de ver con los ojos —sin considerar que la dueña podía ser víctima de una conjura para eliminarla, y que, en adelante, protestaría la señora Ermessenda en solitario.

Y ya prendía el pueblo barcelonés los troncos en la puerta de Petra Conill para llenarle la casa de humo y que saliera y poder ahorcarla, que eso querían, ahorcarla, y crepitaban las llamas, vive Dios, cuánta injusticia… Que ella no sabía nada del cornezuelo del centeno, que, al parecer, le vendieron harina echada a perder mezclada con otra buena, que el color violeta del hombre muerto era un accidente que ocurrió cuando ocurrió en mala hora, pero que pudo suceder en los días de la paz, antes de que llegaran los señores pecadores a Barcelona, antes de que la anciana condesa, la abuela del pecador, se opusiera a las trápalas de su nieto… A más, que le hubiera gustado cocer pan para los excomulgados, que no había hecho nunca pan conjurado y ver cómo terminaba todo aquel jaleo… «¡Señora Ermessenda, señora Ermessenda!», aullaba la panadera en su agonía, a duras penas ya, puesto que el aire de su tahona se hacía irrespirable…

La salvó Berengario Gaucefredo, el capitán de las tropas de la condesa que, a una orden de su señora, tomó unos hombres, cogió un látigo, montó a caballo, picó espuelas y se plantó como una tromba en la Font del Pi, donde repartió latigazos a todo lo que se movía, sin prestar atención a quién apaleaba, y rescatando a la panadera que, tras toser abundantemente y lavarse el rostro en la fuente, fue llevada ante doña Ermessenda, que no abandonaba a los suyos, que la tomó de criada para que dejara su oficio y, con el tiempo, le regaló una casa en el rabal de San Pedro de las Puellas, puesto que Petra continuó prestándole muy buenos servicios. Y junto a la señora y sus camareras recibió al legado pontificio que trajo la excomunión para don Ramón Berenguer y doña Almodis, que tuvieron hijos de la ganancia, gemelos, que no dejaron de vivir en concubinato ni aunque lo ordenó el papa ocho veces, pues ocho veces Berengario fue a Roma y ocho legados se presentaron en Barcelona dictando otras tantas excomuniones en la puerta de La Seo durante ocho largos años, ante una vecindad hastiada del engorroso asunto, que no acabó hasta que doña Blanca, la repudiada, recibió mucho dinero y casó con otro hombre, con un vizconde, y hasta que doña Ermessenda fue enterrada en la catedral de Gerona. Pero todavía hay quien afirma que la dama anda por el mundo, que no descansa en paz, por el negocio del nieto.