Joyera
Sevilla. Año 434 de la Hégira
Ah, si su padre Yusuf Abu Abd Ahmad, hijo primogénito del hijo del fundador de la kunya omeya de los Abd Ahmad, que Alá siempre guarde, si su amado padre que tanto deseó para ella una vida fácil y regalada, la viese ahora. Ah, la vida es dura para la mujer, siempre a las órdenes de los miembros varones de la familia, pero más puede serlo si éstos faltan. Y si no, que se lo dijeran a ella, que, nacida de noble cuna, de familia emparentada con Al-Mustain Sulayman Al-Hakam, señor de Córdoba y de Sevilla, y educada con esmero en las cuestiones femeninas y aun en otros conocimientos que se reservaban al hombre, había tenido que buscarse acomodo y ganarse la vida como bien pudo, cuando no le quedaron varones de su kunya que velasen por ella, Alá los haya perdonado.
Mal año, aquel 414 de la Hégira, en que Alá todopoderoso trájole su infortunio. Los cordobeses primero, y los sevillanos después, habíanse sublevado contra el señor Al-Mustain, cayendo en desgracia las familias afines a su mandato. Los bienes de su padre, otrora querido y respetado y muy recordado, habían sido confiscados por el nuevo gobierno de Sevilla, sus hermanos desterrados con su descendencia y su esposo encarcelado.
Loado sea Alá, ya habían pasado veinte años de aquello, pero a Mu’mina seguía doliéndole en el alma, porque siempre pensó que su destino tenía que haber sido otro. Su esposo no salió nunca de prisión; no volvió a saber de él, y ella en vano reclamó sus posesiones frente al nuevo gobernador, Ben Abbad, que no quiso reconocerle título ni linaje, ni le devolvió las propiedades y los dineros retenidos, ni le permitió siquiera entrar en su propia casa a recoger alguna cosa. Mu’mina tenía diecisiete años y dos hijos, un zagalillo de dos años pegado a sus piernas y una niña de pecho que llevaba en un hato colgado por delante de la cintura. Ah, de dónde sacó ella fuerzas para salir adelante, ay, Alá que todo lo sabe, podría explicarle a ella cómo no se tiró al río, su hermoso Guadalquivir, que tantos desesperados había acogido en tiempos de guerras y rebeliones, cómo no puso fin a su vida, en ese momento en que se le venía encima el terror al hambre y a la soledad, y esos dos hijos suyos, que ninguna culpa tenían… ay, Alá siempre presente, sabrá por qué se le ocurrió a ella acudir, en buena hora que acudió, al taller de un orfebre que le había trabajado a su padre, y el buen hombre, que Alá tenga en su regazo se apiadó de la muchacha y de los niños y les dio cobijo en su casa y durante un tiempo mantúvolo en secreto hasta que todo se hubo calmado, y fue así que ella, viendo trabajar al viejo y a su mujer, fue así que aprendió poco a poco el oficio y les empezó a ayudar en agradecimiento y compensación por su buen trato, y ya no marchó de aquella casa pues no tenía otra donde ir y el matrimonio, que no tenía hijos, se había encariñado con los suyos, y al cabo, Alá lo querría así. Mu’mina trabajaba rápido y bien, y aunque a veces lloraba en silencio recordando los tiempos de su infancia, enseguida se alegraba porque su suerte podía haber sido peor, y sus hijos le vivían los dos, y comían todos los días y crecían bien, y luego se sonreía de pensar que esas manos suyas que habían aprendido las artes del bordado y de la caligrafía y que habían tañido una cítara y que habían cortado flores, que esas manos suyas eran hábiles y veloces y poseían gran destreza para el oficio de la orfebrería, quién se lo iba a decir a ella, pues si hasta empezaba a gustarle ese trabajo.
Decidió acatar su suerte y olvidar el pasado, pues no era la primera persona de alcurnia que tenía que ponerse a trabajar para vivir, ya que había hijos de políticos destituidos que veíanse sumidos en la misma adversa oscuridad e igual se metían a aprendices de oficios. Fueron transcurridos doce años desde su llegada al taller del joyero cuando le vinieron al encuentro los recuerdos. Leyó un oficio público donde se reconocían las muertes de varias decenas de hombres encarcelados de antiguo, en cuya lista se hallaba el nombre de su esposo. Mu’mina había ocultado su kunya todo ese tiempo, convirtiéndose en una artesana del pueblo llano y nadie parecía recordar que sus hijos habían tenido padre, por lo que, sabiéndose ya oficialmente viuda y no cambiando en nada su situación, siguió callando y a nadie reveló esa circunstancia, que sólo podía remover viejas querellas, ahora que por fin, nombrado califa Hixam Al-Muayyad, parecía que se restablecía la situación política y renacía la paz. La dueña de la casa había muerto, bendita sea; el maestro joyero había depositado en Mu’mina su confianza y ella era una buena operaria. Los encargos más especiales y las piezas más difíciles, sólo eran dirigidos por ella. A los trabajos más comunes como el fundido de metales ordinarios para hacer las bandejas y las copas, o el plateado del cobre de los vasos, sumó la fabricación de piezas ornamentales en oro y plata con repujados y filigranas tan delicadas que pronto hicieron famoso el nombre del anciano orfebre, y también el empleo de otras técnicas avanzadas como el sobredorado de la plata, el pulimento especial de las doraduras con hematites y más diversas maneras de trabajar los metales preciosos.
Mu’mina guardaba entre sus recuerdos preferidos la peregrinación a los lugares santos de Arabia, que realizó con su familia, cuando ella contaba apenas doce años de edad. Había supuesto una larga ausencia y un viaje peligroso, pero, como obligación fundamental para los musulmanes, su padre había decidido visitar el sepulcro del Profeta y que sus hijos lo hiciesen también, para ganarse el favor del Profeta y de Alá, el único Dios, y porque también era un signo de distinción social entre los nobles del momento, que denotaba una situación económica desahogada.
Tuvieron que atravesar toda la cuenca mediterránea, por tierra y por mar, hasta llegar a Oriente, y a pesar de lo dificultoso del tránsito, lograron cumplir en los lugares mismos los ritos sagrados, y conocieron sabios y maestros orientales, visitaron bellísimas ciudades, santas y otras, atravesaron regiones llenas de misterio y fueron recibidos a la vuelta de La Meca con honores de embajadores, pues el padre había aprovechado para establecer diversas relaciones económicas y comerciales que le proporcionaron cierta posición de ventaja. Fuera del orgullo de vanagloriarse por su peregrinación a La Meca delante de las muchachas de otras familias nobles de su entorno, Mu’mina no recibió de aquel viaje otro privilegio, ni sintió que su persona se hallaba más cerca del cielo. En cambio, su padre hacía gala dello y, junto a su dote, fue un valor añadido a la hora de encontrar esposo. Ah, qué buen mozo era su esposo, qué bien lo eligió su padre entre los pretendientes de las familias afines, qué hermoso pelo cobrizo tenía, abundante y ensortijado, y aquella sonrisa de gacela, y aquellos ojos verdes, penetrantes, destellantes como las esmeraldas que ahora manejaba tan diestramente entre los dedos. Loado sea Alá, le había prometido protegerla y amarla siempre, qué pudo pasarle, si parecía que nada en el mundo pudiera hacerle daño; no, no quería pensar, esa cabeza suya no la dejaba en paz, pero, hubiera deseado tanto saber si le dedicó a ella su último suspiro, ah, que Alá lo haya guardado por siempre, y a ella, a ella que le apartara de la mente ideas que le emponzoñaban el ánimo y le entristecían el corazón.
Ahora miraba a su hija ya mocita y con la misma edad que ella tenía cuando fue a Tierra Santa, y le contaba otra vez el viaje, casi con cada luna se lo contaba todo otra vez, las dificultades que había superado toda su familia, los peligros, los detalles de una ruta llena de lugares exóticos y hermosos donde había visto las telas y los muebles y las joyas y los adornos más fascinantes y bellos que nunca pueda alguien imaginar y que ella tan acertadamente reproducía en ciertos trabajos de encargo, y reflexionaba Mu’mina en que su hija no tenía más familia que ella y el hermano, y que éste, pronto se marcharía, pues quería conquistar propiedades al servicio de algún señor de las ciudades de Al-Ándalus, y que no había conocido más padre que el viejo artesano, que, fuera de permitirle leer sus libros de astrología y de piedras preciosas y de ciencias de la alquimia y de mezclas de los metales, no tenía influencias para encontrarle un buen esposo, ni para darle formación de muchacha noble. Suspiró de nuevo, como siempre lo hacía, con un resoplo que le salía del corazón, y sacudió la cabeza, ah, para qué preocuparse de lo que no tiene remedio, las vueltas que da la vida, mira yo, sin poder imaginarme por dónde iban a salirme las cosas, pues igual puede pasarle a mi niña, que la suerte es caprichosa y no le gusta que le adivinen la intención. Había seguido engarzando los últimos detalles de una caja de marfil destinada a guardar joyas, que tenía los soportes y terminaciones en oro e iba encofrada en una exquisita aleación de oro y plata. Ah, pasaban por sus manos tan bellos objetos para el placer, estuches, tallas, arquetas, brazaletes, collares, anillos, copas, fruteros, objetos que tenían que haber sido suyos pero que entregaba a otros, respetuosa y perfectamente acabados con piedras preciosas que vivificaban el objeto, sin un asomo de resistencia. Ah, ese pobre esposo suyo, tan bello y tan noble, qué corta vida la suya, y qué sola la había dejado a ella, y qué desamparada, y la familia venida abajo, y él muerto, loado sea Alá, que rige los destinos de los hombres.
Desechando estos y otros muchos pensamientos, habían pasado otros ocho años. Su hija ya tenía veinte, ya era una mujer de ojos grandes con un hermoso cabello rojizo que la hacía muy deseable, pero ella no ansiaba hombre alguno. Vivía entregada al lenguaje de las piedras preciosas y a la experimentación con los metales. Corría el año 434 de Alá, y no terminaba de haber paz; paz, lo único que deseaban las gentes sencillas, vivir en paz en la tan bella Sevilla, y que quizá por ser tan bella, disputábansela los señores principales.
El hijo de Mu’mina había muerto en una de las últimas revueltas, cuando el señor de Granada había venido a atacar Sevilla porque la ambicionaba y el gobernador Ismail ben Abbad había salido para hacerle frente, y los ejércitos volvieron derrotados, con muchos muertos, el propio gobernador había caído, sí, pero su hijo también, y ella, que había visto tanto, ya no sabía qué más podía quedarle por ver, otro dolor más condenado al destierro de su pensamiento, otra herida que tendría que soportar, obligando al corazón a olvidarla.
El joyero, que era viejo y sabio, dejó en manos de Mu’mina la dirección del negocio. A cambio de alimento y cobijo la había metido en su casa, veinte años atrás, y ahora, a cambio de cuidados y cariño en su vejez, le había pedido que ya nunca se marchara. Mu’mina nombró dos oficiales, contrató varios aprendices más, montó escuela de orfebrería, amplió los hornos para la aleación de metales, hizo reformas, renovó las instalaciones, puso comercio de puertas abiertas en el patio de la casa y afianzó los contactos con los proveedores de piedras preciosas, que le aseguraban los mejores jacintos rojos de Málaga, el lapislázuli más puro y el cristal de roca de Lorca, los hematites de las montañas de Córdoba, las marcasitas de Úbeda, las perlas de Barcelona y los granates, tan solicitados, de las cercanías de Lisboa, además de introducirse en la relación con ciertos importadores de prestigio que le facilitaron las cornalinas y las esmeraldas, los crisolitos y turquesas y aguamarinas, las piedras más caras, que al ser incorporadas al taller, le atrajeron clientela noble que buscaba distinguirse con muestras de su poderío económico.
Todavía no llevaba un año el nuevo rey de Sevilla, Al-Mutadid, y el taller casi no podía abarcar tanto trabajo, pues el nuevo señor era gran amante de las exquisiteces y el taller de Mu’mina era uno de los más prestigiosos de toda Sevilla.
Poner tienda en el patio de la casa fue todo un acierto, porque la clientela podía ver y tocar lo que quería comprar sin necesidad de encargarlo, y aun los que entraban sin intención de compra, se marchaban con algo que Mu’mina y su hija le habían vendido, pues todo lo expuesto era bello y apetitoso para la vista, y las dos mujeres eran simpáticas y alegres y expertas en el oficio y sabían explicar gratamente los detalles de la fabricación de los objetos que vendían, y el origen de las piezas, y otros detalles que gustaban mucho a los clientes, porque se marchaban siempre convencidos de que lo que se llevaban era único y especial.
A Mu’mina le gustó mucho más estar en el ambiente exterior del negocio que dentro en el taller, por lo que tuvo la idea de prepararse un mostrador de trabajo, donde los interesados podían adquirir piezas de joyería que ella tallaba y repujaba y engarzaba y soldaba con gemas, a su vista, con las inscripciones y dibujos y detalles que el cliente prefiriese. Trabajaba rápidamente los anillos, los brazaletes, ajorcas para los tobillos, pendientes, gargantillas y collares, los colgantes, los cinturones, prendedores y empuñaduras para puñales y espadas, jarrones, fundas para libros, copas, joyeros, arquetas, tableros de ajedrez, y un sinfín de objetos no muy grandes de esos que gusta regalar a la gente y que gusta recibir, y cuya belleza y perfecta hechura garantizaron la asistencia continua de compradores en su patio.
Sobre el mostrador se exhibía además un fantástico muestrario de gemas, piedras preciosas, semipreciosas, geodas y figuras de animales de diferentes tamaños esculpidos en oro, plata, aleación de ambos, oro rojo y platino. La hija de Mu’mina iba informando de las propiedades de las diversas piedras, y respondía a las preguntas del cliente, le aconsejaba la elección de tal o cual gema, según el objeto de su deseo, recomendaba cómo y dónde llevarla, si en un dedo, o en el cuello, o en el pecho, o en el vientre, y el cliente elegía la piedra preciosa, seguro de su poder añadido a su belleza, y la madre la engarzaba con graciosa destreza en la pieza elegida, o también sucedía que el cliente fuese aconsejado sobre una u otra piedra según el signo del zodíaco al que perteneciese, y entonces se combinaba con el animal que simbolizaba el signo y se eslabonaban ambos elementos, constituyendo un precioso talismán, o se buscaba el planeta regente del comprador, o el planeta cuyo favor se pretendiese, y se combinaba la piedra preciosa correspondiente del mismo con la fabricación de un objeto que simbolizase el deseo que el cliente pretendía conseguir, o se hacían conjuntos de gemas que atraían las cualidades que representaban, sobre soportes de metales nobles, imitando formas delicadas como flores, estrellas, ojos, o rostros, o se elegían aquéllas por el color, buscando las propiedades especiales de los colores y su conexión con los astros y los elementos y las estaciones del año. El zafiro era una de las más buscadas, porque atraía la fidelidad, la castidad, la gentileza y la humildad en la mujer, aunque también la perla solicitábase mucho, porque posee las virtudes de la Luna y de Júpiter, y si el cliente era perteneciente a los signos de Libra o Acuario, la perla engastada en plata se le vendía como un potente talismán protector de los celos y de los problemas financieros.
Mu’mina y su hija se convirtieron en personajes célebres y su ciencia era tan solicitada como su arte, pero lo mejor de todo para Mu’mina es que disfrutaba enormemente al lado de su hija. Todavía alguna vez se preguntaba qué pudo ser de su desdichado esposo, y cómo había sido que lo habían mantenido encarcelado hasta su muerte, pues se habían sucedido tantos gobiernos y tantas revueltas y tantos intentos de conquista y tantas luchas entre príncipes y nobles, y muchos dellos habían sido de la misma tendencia que su esposo y seguían vivos y manteniendo sus privilegios; de tal manera ello era así que ahora, el mismo Al-Mutadid tenía a su servicio a generales que habían batallado junto al esposo difunto, pero, oh, que Alá se apiadase de ella, él estaba difunto, eso mismo, y ella tenía que dejar de pensallo, que ella era viuda de toda la vida, y a qué cuento venía seguir empeñándose en intentar comprender lo que no tiene remedio.
Al-Mutadid, contento con una sillería que había encargado al taller orfebre de Mu’mina, y más satisfecho todavía con el espléndido trabajo que sus artesanos habían realizado en una de las paredes del gabinete privado de palacio, mandó que Mu’mina y su hija fuesen invitadas a la fiesta real que con motivo del Mihrayân, el solsticio de verano, habíasele apetecido celebrar al rey, como obsequio a su esclava favorita, la bella Al-Abbadiyya, a orillas del Guadalquivir durante todo un día y toda su noche.
Loado sea Alá, qué misteriosos son sus designios, decíase la joyera, haciendo los preparativos para asistir al festejo, volver a compartir privilegios nobles que nunca debiéronme arrebatar las circunstancias, pero así es la vida, y quizá mi hija tenga oportunidad de encontrar marido entre los príncipes que acudan, pues bella y graciosa es más que muchas esclavas principales, y es inteligente y culta como la primera, ah, si quisiera Alá que ella encontrara alguien de su agrado, que eso es lo más difícil, que esta muchacha es ya mujer demasiado libre para ser sumisa, que además de lo otro, es lo que antes prefiere un hombre.
Las joyeras habíanle enviado a la esclava Al-Abbadiyya un magnífico collar de siete vueltas, hecho con piedras preciosas de los siete colores del arco iris en señal de comparación con su belleza, engarces en oro rojo, simbolizando la pasión que su rey sentía por ella y terminaciones en perlas y rubíes, denotando la pureza de su alma y su corazón. El collar habíale complacido tanto a la esclava, que húbolo enseñado a unos y otros, y dicen que se lo dejó puesto varios días seguidos sin quitárselo para dormir, y pronto se hicieron coplas del collar de Mu’mina que se cantaban por las calles de Sevilla, narrando la alegría de la esclava, y que, viéndola el rey dormida con el collar, le había parecido tan hermosa que se despertó en su pecho el deseo de hacer poesía y, decían las coplas, que por eso Mu’mina recibía la honra del rey y también la de los poetas.
El día de la fiesta, el pueblo llano se arremolinaba cercano al río intentando ver algo de los festejos reales, pero innumerables guardias de palacio custodiaban el paraje y hacían imposible que nadie que no fuese invitado pudiese acceder a la zona preparada para los privilegiados. El Guadalquivir lucía gran belleza bajo el pleno sol del día, sus orillas orladas de olmos albergaban jardines y bosquecillos de plantas de diversas y raras especies; varias barcazas se habían puesto al servicio de los invitados y realizaban paseos río arriba y luego volvían, sólo por placer, y hombres y mujeres se turnaban en esas vueltas sobre el agua, antes de la comida, y los barqueros tenían mucho trabajo. Sobre la gran explanada a la sombra de los olmos más altos y más viejos, se extendieron los doseles, los asientos, las alfombras y las mesas. Incontables servidores se afanaban en agasajar a los más de doscientos invitados del rey, sirviendo comida y bebida sin límite, aireando las calores de los grupos con grandes abanicos de plumas, y acudiendo a la llamada de cualquier capricho de los señores. Había varias orquestas, repartidas en zonas estratégicas, cantores, saltimbanquis, prestidigitadores y bailarinas, que no dejaron de actuar en todo el día, siempre solícitos a los deseos de diversión del rey.
Mu’mina estaba disfrutando mucho. La joyera había perdido de vista a su hija poco después de la hora de la comida, y se regocijaba para sus adentros, pues la sabía con el grupo de muchachas nobles familiares del rey que habían estado toda la tarde recorriendo el río con las barcas, y miraba hacia allá, y hasta le parecía verla riendo bajo las sombrillas. Alá sea por siempre alabado, ese día valía por todos los años de penurias que se había visto obligada a sobrellevar, y a Él le rogaba que se acabaran en ese mismo día para su hija, que ella merecía otra vida mejor, y quizás a partir de ese momento la dicha se abriría para la muchacha. Mu’mina sentía que no había desentonado entre tanto noble y elegido; se había acercado a saludar al rey, y la esclava la había abrazado con zalamería, quizá quería otro collar más, o unos zarcillos, pensó la artesana, pero aun así, le había recibido el cariño con agrado, y sobre todo, el rey la había llamado por su nombre, y eso era un honor. Ah, qué hermoso día, qué sorpresas guarda la vida, ahora empezaban a encender las hogueras que durarían toda la noche, ya habían llegado carros con más comida y bebida para seguir la fiesta, los saltimbanquis danzarían alrededor del fuego, y seguro, harían pruebas de saltos, ah, empezaba a sentir cierto cansancio, pero cómo decirle a su hija de marcharse a casa, no, aguantaría hasta bien entrada la mañana del día siguiente, como tenía que ser, pues su hija estaba disfrutando tanto…
Caminaba la joyera hacia una de las colinas donde preparaban la primera hoguera, a la que seguirían las otras con que se coronaba la fiesta del Mihrayân, en la noche más corta del año, cerca del grupo de señores principales más distinguidos entre todos los invitados. Al llegar junto al grupo, una figura le resultó familiar, un hombre que ella reconocía, su mismo pelo cobrizo, la anchura de sus hombros, la leve inclinación ladeada de su cabeza. Sintió que de un golpe la devolvían veinte años atrás, ella era joven entonces, y aquel hombre era su esposo. Obedeciendo un extraño impulso lo llamó con el nombre de aquél: Abu-l-Qasim… y él se volvió hacia ella enfrentándole sus ojos verdes como las esmeraldas que ella tallaba, su sonrisa de gacela, su belleza ahora engalanada por veinte años más.
Mu’mina se tragó el corazón destrozado de toda una vida y sacudió la cabeza, loado sea Alá, casi llega a tirar su historia por la borda, sí, la historia de su vida, la verdad de su vida, esos veinte años en que se había hecho dueña de sí misma, veinte años de supervivencia, de trabajo, de preguntas sin respuesta, de miedo y de amor frustrado. Detuvo de nuevo, como tantas otras veces, al pensamiento, detuvo el respingo del corazón en la garganta; no, no, ella era viuda de siempre, y todo tenía que seguir igual, y continuó caminando hacia la hoguera.
La noche transcurría alegre. El fuego embellecía las siluetas de los danzantes y avivaba los otros fuegos interiores; las parejas de amantes yacían ya sin pudor albergadas por los permisos de la luz nocturna al pie de los árboles, entre los matorrales floridos de los jardines, detrás de las tiendas, junto a los doseles, mientras las copas corrían, la música no cesaba de sonar y los ánimos se rendían a la embriaguez de todo tipo. Alguien abrazó de improviso a Mu’mina; era su hija, radiante y alegre, que venía a decirle que ése había sido el día mejor de su vida, que había conocido al hombre de sus sueños, que se había enamorado y él la quería tomar como concubina, que era noble, señor principal, galante, cortés y hermoso, madre, gentil como el amanecer y de anchos y varoniles hombros, y que lo quería, que tenía el pelo cobrizo, como ella, los ojos verdes, como las esmeraldas que en su taller ellas ensartaban en los anillos más caros y una sonrisa de gacela, madre, cautivadora y amante, y que por la edad bien pudiera ser su padre, pero que a ella eso no le hacía importancia, porque ya él le había declarado su amor y le había jurado quererla y protegerla para siempre.