Floria

Sahagún (León)

Era 1026. Año vulgar de 988

Floria, la dueña de la taberna llamada La Peregrina, situada en la ribera del Cea, en los aledaños de Sahagún, echaba una última mirada a lo que fue su casa, ahora destruida por Almanzor, quemada y reducida a los cimientos. ¡Peste de moro! Se decía que no iba a mirar más, que no iba a lamentarse más, que nada ganaba con ello, y daba unos pasos camino de Burgos, tornaba, daba otros hacia León y regresaba porque no podía decidirse a abandonar lo que fue suyo —pena muy honda se lo impedía—, pero, el caso es que debía marchar, que el rey Bermudo II, antes de refugiarse en Galicia, había ordenado desalojar todas las poblaciones del reino y sus arrabales porque el sarraceno atacaba la Hispania cristiana por los cuatro puntos cardinales, dejando la tierra quemada y a los hombres y a las mujeres muertos donde los encontrare.

La tabernera miraba ora hacia Sahagún, donde todavía humeaba el monasterio de San Facundo y San Primitivo, ora a los despojos de su casa, alzaba los ojos al cielo y maldecía: «¡Peste de moro!», pero ni una lágrima salía de sus ojos. No obstante, andaba descompuesta, ¿qué había sido de su oro? ¿Quién se lo había llevado, el musulmán o sus criadas? ¿Adónde se encaminaba, a León o al reino de Navarra? Lo mismo le daba… Había escapado con vida y, ¿para qué, qué hacía con su vida? Además, iba en bragas, como quien dice, en bragas. Se tapaba con un sayal color pardo, el de faena, y bajo él las bragas, no tenía nada más, los moros le habían quitado todo. Y daba vueltas a la desolación, y aquí levantaba un madero, y allá otro, y allá se quemaba con un rescoldo, y el oro que había guardado, no aparecía.

Y es que había enviado por delante a toda la gente de su casa, a criadas y esclavas, para quedarse sola y desenterrar del hoyo que había practicado en la arboleda, aledaña a su casa, el saquete de oro de buena ley que había juntado, dinero a dinero, joya a joya, desde que abrió su establecimiento, para salir corriendo, pero le falló el cálculo. De pronto, oyó la algara, las flautas, los tambores y el galopar de los caballos que anunciaban el combate, se encomendó al Criador, se introdujo en el aljibe, en un entrante oculto, y allí estuvo tres días completos, temblando de miedo, temiendo por su vida y por su oro, quieta, sin cantearse, sin comer ni beber, orinando lentamente en el agua de beber para que no la oyera la tropa musulmana que se comió y se bebió todo lo que tenía, quemó su casa y se le llevó el ajuar, las cosas buenas y las malas. Y del oro nada, pues lo buscó y lo buscó incluso antes de empezar a lamentarse, sin hallar ni rastro, ¡peste de moro!

Y, vaya, mientras Floria contemplaba la devastación del caserío de Sahagún y de su hacienda, se estrujaba el cerebro preguntándose quién sería el ladrón del oro y, tras mucho pensar y discurrir, en su seso o fuera de seso, dedujo que había sido el Criador el que le había arrebatado el preciado metal por obra de un moro de larga mano, para salvarla o para enloquecerla, puesto que Dios hace cosas contradictorias con sus criaturas. No obstante, pese a que tenía su vida, un sayal y unas bragas, se dejó llevar por el temor de Dios que todos los hombres llevan en su corazón y sonrió al cielo dándole las gracias al Hacedor de esta guisa: «Muchas gracias, Señor de todo lo visible y lo invisible». Pero lo hizo sin fe, sin esperanza, sin gana e incluso dudó para qué lo hacía, pues se encontraba en un mal momento, no sabía qué hacer con su vida, y hasta, a ratos, dudaba si pecar de impiedad y quitársela para acabar con tanto dolor, Dios la perdone, aunque se fuera derecha al Infierno. Pero, como le vinieron temblores, respiró con fatiga y se asustó mucho, por si acaso, pues quién sabe, decidió amigarse con Dios, por eso entendió o inventó, en su sesera, que el Señor le mandaba personarse en Compostela y ganar la indulgencia para que sus muchos pecados fueran perdonados.

En efecto, debía ir a Santiago de Galicia pues había infringido múltiples veces la Ley de Dios y la de los hombres que, pese a no estar escrita, es sobradamente conocida por todos los nacidos pues los padres la dicen a los hijos y cometido delito con reincidencia. El Señor la castigaba quitándole el oro y le recordaba su turbio pasado antes de llamarla para que abandonara este mundo. Tal discurrió o imaginó, Floria, en cuanto se fue el ejército enemigo y le fue posible abandonar el aljibe, desentumecer sus huesos y descubrir que su oro había desaparecido.

Ya resignada a la pérdida del precioso metal, Floria se arrepintió de tanta maldad que cometiera durante los treinta años en que ejerció el oficio de tabernera. Pues nunca lo había hecho, ni de lejos, ni le pasó por mientes hasta que estuvo quieta, quieta, en el entrante del aljibe, cuando se puso a pensar, entre rezo y rezo. ¡Quiá, maldad, pecado, un grande pecado! ¿Pues no había bautizado su vino, ya fuera albillo, doncel, de lágrima o arropado, no le había echado sosa y cal para espesarlo? Y más, y más, además, había cambiado dinero a la mitad de su valor; había vendido cirios hechos de grasa de cabra como si fueran de la mejor cera; había tenido en su casa putas sabidas durante una larga temporada hasta que doña Elvira, la regente del reino de León, lo prohibió y envió soldados y prestes por toda la ruta de Compostela con el mandado de que se cerraran los burdeles; y, además, había robado a los peregrinos mientras dormían.

Floria, temblona, no sabía si por el enojo que le causaba la pérdida del oro o porque acababa de arrepentirse y no encontraba sosiego, levantaba la vista al cielo y, como si hablara con el Señor, gritaba en su descargo que no siempre actuó mal, que no siempre fue pecadora… que, aunque había robado de mil maneras, luego, cuando se retiró doña Elvira, la regente, a su convento y fueron toleradas las casas de solaz otra vez, ella, que había cerrado la suya, continuó sólo con la taberna abierta, no quiso nada con hembras del común a muchos, por los problemas que le ocasionaban pues eran mujeres bulleras que siempre andaban peleando entre ellas.

Y, en esta guisa, se lamentaba: «¡Ah, ah!», y se arrancaba los cabellos, alborotando la vereda y el lugar de Sahagún, llamando a Dios para que fuera a ayudarla. Y en esto observó que un hombre, vestido de ropas talares, venía por el camino de la parte de León, derecho hacia ella. Naturalmente, contuvo su lengua, se cobijó entre las ruinas y esperó. De tanto en tanto alzaba la cabeza para contemplar al sujeto, pero había de entornar mucho los ojos porque la imagen del hombre le iba y le venía, es más, le daba la sensación de que por momentos le desaparecía de la vista, tal vez la visión fuera negocio de su mente puesto que no era de razón que viera y no viera lo que tenía al alcance de los ojos: un hombre que andaba a paso rápido, alta la cabeza, fija la mirada en el horizonte, que no llevaba equipaje, al parecer, ni esportilla ni bordón como traían los peregrinos, que no era peregrino, vaya, ni moro, a Dios gracias, sino una criatura espléndida ataviada de blanco purísimo, bella como las estrellas del cielo. Así lo contempló hermoso como la luz del sol, cuando el hombre, era varón porque carecía de bultos femeninos en el pecho, recorrió la vera de la casa pasando muy cerca de ella, tan cerca que lo observó a sus anchas, perfectamente, y quedóse anonadada.

Y había de tomar una determinación rápida, si llamaba al hombre o le dejaba continuar su camino, si lo seguía o si se quedaba agazapada donde estaba, y no sabía qué hacer, pues, aunque el caminante no parecía peligroso podía llegar a serlo. Una mujer en un paraje solitario resulta siempre un bocado tentador para los incontinentes, que son multitud, cierto que ella era vieja ya, pero a falta de fémina joven se toma la vieja mejor que nada, ¿o no? Bueno, lo seguiría de lejos.

El hombre se entró en Sahagún, ah, que sería algún vecino, algún monje del monasterio que regresaba a su casa, y se encaminaba al convento. Floria lo seguía a cierta distancia, escondiéndose detrás de los árboles por si el caminante volvía la cabeza, pero el sujeto no miraba atrás, sabía a lo que iba, pues se puso a revolver en el suelo de la pequeña iglesia ayudándose de pies y manos, a separar los tablones, a limpiar la renegrida losa, y Dios, Santo Dios, que no se manchaba sus ropas inmaculadas, que trabajaba con frenesí, con la fuerza de diez hombres, que, en esto, la tabernera quiso verle volar, que el sujeto saltó al aire, pero no saltó, voló, que lo vio Floria, y apartó un madero colgante que amenazaba con caerse del techo, y ya se aplicó en el suelo buscando las tumbas de los santos mártires de Sahagún, que asesinaran los romanos.

La tabernera no pudo moverse durante un tiempo, atónita, observaba la labor de aquel hombre que levantaba pesadas losas sepulcrales, las que habían respetado los moros que abrieron también las santas tumbas en busca de botín, y se maravillaba de lo que veía, puesto que el hombre o ser sobrenatural, sobrenatural había de ser, saltaba y saltaba, es decir, volaba sin esfuerzo, como si el hecho de volar fuera connatural a su persona, como si fuera Dios, vaya.

Y claro que era Dios, ¿quién había de ser si no? Además, ¿no lo había llamado Floria, no le había hablado como si lo tuviera delante de ella? Pues había venido. ¿Qué otra cosa podía hacer el Señor con una cristiana que se había arrepentido de sus pecados y que estaba dispuesta a personarse en Compostela para conseguir las perdonanzas?

A la tabernera no le cupo duda ninguna de que el sujeto que tenía ante sus ojos era el Criador. A ver, era hermoso como las estrellas, tenía la fuerza de diez hombres, no se manchaba sus blanquísimos avíos y, lo nunca visto, volaba… ¡Era don Jesucristo! Que, primero, atendía a los santos mártires y, luego, se ocuparía de ella, y le hablaría mismamente como hizo con santa María Magdalena, otra pecadora arrepentida.

Floria se restregó los ojos con furor, cuando se le retiró el nublado no vio nada, no vio a Dios, o a quien fuere, en el suelo ni en el aire, hasta que, ah, tornó a verlo, que estaba escarbando entre las piedras, que no lo había visto, vaya. Se holgó tanto de que el ser volador estuviera presente que no pudo contener una exclamación y gritó: «¡Ah!», y, aunque se tapó la boca casi al unísono, le resultó imposible enmendar su necedad.

Y claro, Dios o el hombre, o quien fuere, se volvió y la vio. El sujeto la miró pero no cambió de acción. Volaba y continuó volando, como hacen las aves de Dios, y no se sorprendió del grito de la mujer ni se asustó, pues en tal caso, quizás, hubiera podido abandonar la horizontal, perderse en el ancho cielo o precipitarse de pechos en el suelo, eso sí luego avanzó lentamente hacia la tabernera, se posó en la rama de un árbol, encima de ella, y empezó a juguetear con las hojas.

A Floria le palpitó muy fuerte el corazón, cayó de rodillas y, durante mucho tiempo, fue incapaz de aunar sus pensamientos que corrieron locos tratando de dirimir si el sujeto del árbol era Dios o un ángel o un diablo o acaso la Muerte. Porque el Señor de todo lo visible e invisible no era, no, pues, ¿no le acababa de arrojar un manojo de hojas a la cabeza y ella sin atreverse a levantarla? De ser Dios sería una persona, persona no, un ser, serio y grave de lo más, ¿o no…? La Muerte tampoco era, pues no llevaba guadaña ni era un esqueleto… Acaso fuera un ángel o un diablo niño… ¡Ah, que lo estaba fabulando todo! ¿Acaso no había demostrado imaginación suficiente para inventar esa historia de Dios que estaba presenciando, y otras semejas mientras ejerció el duro oficio de tabernera? ¿No había contado y oído miles de cuentos en La Peregrina, millares de mentiras? Y ¿ella y sus huéspedes no habían vivido los cuentos, es decir, las mentironas o mentirijillas que relataban unos y otros como si fueran sucesos verdaderos, y llorado y penado y reído de los bulos y fábulas? Pues eso, estaba imaginando lo del ser volador, que no era ave ni mosca, y allí, sobre su cabeza, en las ramas del árbol no había nadie y en la iglesia tampoco nadie había surcado los aires. Lo estaba imaginando todo… ¿Imaginando? Y, ¿las ramas y las bellotas que el ser sobrenatural le arrojaba, una lluvia de hojas, ramas y frutos del árbol?

Que ya empezaba a colmarse la paciencia de Floria, que Floria era mujer brava, cómo si no hubiera podido regentar con éxito una taberna en el camino de Compostela, que sacaba el mal genio cuando era menester, ah, que necesitaba un trago de vino para encararse con el hombre, o lo que fuera, con el del árbol, ah, que no tenía vino ni orujo ni sidra que llevarse al gaznate. Ah, que había de sobreponerse, alzar la cabeza y hablar con el ser sobrenatural que no cesaba de incomodarla con su lluvia de bellotas…

Floria levantó la cabeza y quiso la mala fortuna que una bellota le diera en el ojo, lastimándoselo, pero no se achantó. Preguntó al sujeto que veía sentado en una rama: «¿Quién eres?». Y siguió: «¿Qué has venido a hacer a Sahagún? ¿Qué quieres? Te he visto volar… Oye, ¿eres Dios? Si me llevas contigo te prepararé —y ponía voz melosa, sacando sus artes de tabernera, como cuando recitaba a los peregrinos lo que tenía para comer—, te regalaré con una opípara comida, te serviré grandes soparios con caldo de ajo, pan, berza, nabos y tropezones de cecina y de tocino; fabada con morcilla; anchas bandejas con truchas del Valderagüey y barbos del Cea; cuencos con lomo adobado, perdiz en escudilla, cordero asado, y para postre, natillas… Todo ello sin escatimar y regado con vino que mando comprar en Covarrubias, con vino negro de esta tierra, ambos sin cristianar por un día, y con sidra. Comeremos los dos y las sobras las echaremos a los perros».

La dueña volvió a repetir los platos que le serviría, como tentando a la extraña criatura con ellos, como si el Hacedor, el ángel o el diablo, pudiera tener hambre, como si el ser sobrenatural fuera a comer una escudilla de perdiz encebollada cuando, además, no había allí nada, ni perros había, e, insensata, continuó mucho tiempo, con riesgo de su vida, pues gritaba mucho y podía presentarse el sarraceno otra vez, sin avisar, y terminó diciéndole: «Mira, Dios, que te aderezo una gran mesa, saco mi mejor loza, la roja, busco en el arca las manutergas, esos lienzos que sirven para limpiarse las manos y los labios cuando se come, que no se ven en las casas, pongo velas y, luego, platos vacíos para los santos mártires de Sahagún aquellos que trajo el río Cea y que fueron asesinados por los romanos, los siete hermanos de Facundo y Primitivo, santos todos e hijos de santo y de santa, los que fueron quemados dos veces, arrancados sus ojos, sometidos a mil horrores y arrojados al río. Los que hace tres días, descansaban en paz en el convento, que, hoy, no lo sé. Te gustará comer con ellos…».

El ser sobrenatural, Dios, o quién fuere, un ángel tal vez, no respondió a la tabernera.

A Floria no le cupo duda de que era un ser de otro mundo, entornó los ojos, lo miró con estupor y observó que llevaba algo en la mano y que se disponía a marchar, pues se arreglaba las vestes y miraba al cielo. En esto le pareció que el ser sobrenatural llevaba uno de sus saquetes de oro entre las manos, y no le extrañó que el talego hubiera ido a dar a aquella parte del convento de los frailes, pues estaba viendo y viviendo, o imaginando, cosas de otro mundo, tantas que no se le hizo raro, y le palpitó el corazón fuertemente, y su oro, o lo que llevara el ser volador la llamó quizás, o todo lo inventó, a saber, el caso es que, cuando el ser sobrenatural se echó a volar, la tabernera corrió hacia él, hacia el personaje existente o inexistente, como alocada, como si la impeliera un viento detrás de él a la carrera, sin tiempo de mirar lo que había en el suelo, con el corazón arrebatado…

Y que el misterioso sujeto se detuvo, pues la vio venir y la miró a los ojos y, Señor, Señor, le enseñó el saquillo de los dineros, y ella, Floria, fue a arrancárselo de las manos, pues lo quería y, corriendo ciega, tropezó con alguna piedra, o fue el ser sobrenatural que le impidió llegar hasta él, el caso es que se dio de bruces con un madero, quedando muerta al instante.

Sucediera lo que le sucediera, imaginara Floria o viera lo que realmente hubo, las gentes que volvieron para levantar la población de Sahagún no llegaron a saber nada de su aventura, ni conocieron que estuvo Dios o un ángel o un hombre cualquiera en el monasterio de San Facundo y San Primitivo en aquellos días del moro Almanzor revolviendo entre las ruinas, buscando alguna cosa. Cuando llegaron, el cadáver de la tabernera estaba irreconocible, los vecinos la enterraron sin más, en una fosa común con otros muertos y, como hicieron con los demás, le rezaron varios responsos.