Jammara

La tabernera de Elvira

Granada. Año 345 de la Hégira

Cuando Dios quiso que los vientos girasen de dirección, también les había dado la forma de adaptarse a ellos. Por eso, en casa de las taberneras se seguía ofreciendo el mismo vino, pero ahora se brindaba por Alá.

Jammara era entonces muy niña, pero recordaba que su madre, igual que la mayor parte de los convecinos de las tierras de Elvira, habíanse convertido al Islam, la religión de esos árabes venidos de otros lugares, para seguir conservando sus posesiones y sus modos de vida cotidianos. Por otra parte, esos árabes que se decían a sí mismos nómadas, y dueños del camino, y conquistadores sin fronteras, mostrábanse encantados con echar raíces en estas tierras donde el Paraíso tenía su morada, según cantaban sus poetas, y entre ellos mismos guerreaban, unos mudaríes y otros yemeníes, mientras a los antiguos pobladores los dejaban en paz y continuaban haciendo su vida acostumbrada.

La madre le había dicho a la niña que, a partir de ahora, llamaríase Jammara, que es el nombre árabe que significa tabernera, y porque a su decir sonaba a líquido entrando en el gaznate, y eso a ella le gustaba porque incitaba a la bebida, que con ello teníanse las dos que ganar la vida. Con eso y con la muerte de la madre acaecida tristemente sin terminar de crecer del todo Jammara, y por la necesidad de la supervivencia y por no tener a nadie que le hablara de tiempos pasados, la joven acabó por olvidar su verdadero nombre, y como tampoco encontrara diferencia en lo que al gusto del vino se refería, pronto se consideró a sí misma árabe, adaptada totalmente a los usos y costumbres islámicos.

Hallábase el despacho de bebidas en una preciosa vega a orillas del río Genil, a las afueras del pequeño centro urbano de Elvira y rodeado de una chopera muy agradable para pasear y para estar, y la hana de Jammara resultaba por ello muy visitada y constituía un negocio muy rentable, habida cuenta de lo benigno del clima de la zona, pues la primavera veíase prolongada sin excesivos calores y el invierno tardaba en llegar gracias al lento discurrir del otoño, y todos los vecinos de Elvira, sin excepción, gustaban de mezclar los placeres de los sentidos, disfrutando del vino y de los dulces bajo los chopos y añadiendo a ello el escuchar música y canciones, casidas, coplas y rissalas en boca de los poetas que también acudían.

Ahora ya era Jammara mujer entrada en años y en carnes, pero había sido hermosa, lozana y dicharachera, y mucha clientela había atraído con su desparpajuda belleza, pero aún más con su inteligencia, al haber sabido aprovechar sus dotes en el trato con las gentes en cuanto al hablar con gracia y al escuchar con paciencia, y con su benevolencia con las debilidades humanas y su discreción tan apreciada en callar lo que, conducidos por el vino, los hombres son capaces de hacer y de decir, y que ella había visto.

Se había casado, mejor dicho, había tomado de marido a un vidriero que había aprendido el oficio en el taller del maestro Abbas ibn Firnas, el descubridor de cómo se podía fabricar el cristal, y que el futuro marido de Jammara había dejado, deseando establecerse por cuenta propia, y llegándose a Elvira donde pretendía montar taller vidriero, que fue cuando la conoció a ella, y prendado, le prometió las grandes riquezas que él haría con su secreto. No mucho tiempo duró el matrimonio, y aun el poco fue demasía, porque el vidriero establecióse en la casa con Jammara y poca intención se le veía de abrir taller ni negocio, pero sí le cogió afición a mangonear los dineros de la taberna, y se compró una esclava y luego otra, que lo servían a él y le hacían las veces de esposas, y Jammara seguía sin verlo trabajar pero engordando y viviendo en demasiada holganza, y le dio por pensar que ella ya se ganaba la vida por sí misma desde antes de conocello, y que por tal no lo necesitaba, pero que tampoco lo quería, y que haber metido en su casa a un holgazán en nada la beneficiaba a ella, cuando además con sus dineros ganados de sol a sol en su hana, él se compraba esposas, que eran más bocas que alimentar y a ella era lo que menos gracia le hacía de los modos árabes, que su bienamado Alá la perdonara, pero ese hombre tenía que salir de su hacienda.

Jammara obligó a su marido a acompañarla a casa del juez y allí expuso ante testigos que su deseo era separarse de ese hombre porque vivía a sus expensas y ya no cohabitaban maritalmente (ni ganas que ella tenía, pero como razón de queja, valía), a lo que el vidriero alegó que él se estaba haciendo cargo de la administración del negocio de la taberna, y que él exigía que el juez le ordenara a la mujer obediencia absoluta, y que volvieran juntos a casa y que nunca más le protestara. El juez miró a su ayudante el faquí, y le preguntó qué le parecía el caso, porque, aun sabiendo el juez de qué pie cojeaba el marido, no podía emitir sentencia tan rápidamente, so pena de descubrirse a sí mismo como cliente de la tabernera, que aunque lo eran todos en Elvira, a unos les estaba más disculpado que a otros, y si él tenía que castigar a los borrachos según dictaba la ley, no estaba bien que se descubriese tan a la ligera conocedor de lo que dentro de la taberna pasaba, por lo que el faquí, respetuoso con las precauciones adivinadas en su señor juez, pasó a describir lo que él con sus ojos había visto en la hana de Jammara, un día no viernes que por casualidad se había llegado paseando por la alameda, con un grupo de hombres sabios y fieles al Corán mientras discutíanse sobre asuntos de religión, y que era cómo el marido dormitaba medio borracho en un rincón del interior del establecimiento junto a dos mujeres jóvenes que reían entre ellas y cuchicheaban haciéndose arrumacos y otras caricias, y bebían de un jarro, alegrándose cada vez más y escandalizando porque el líquido goteábales desde la comisura de los labios, por el cuello y hacia más abajo, mientras la dueña Jammara, llenaba toneles con licores, repartía las copas, limpiaba las jarras, atendía clientes, preparaba comidas varias, guardaba los dineros, organizaba comensales, daba órdenes a dos sirvientas y a una cocinera y repartía platos y vasijas, todo ello sonriente y sin malos humores con los visitantes, y que por casualidad también, en otras ocasiones habíase visto el mismo panorama, y que era ampliamente comentado en la ciudad que el marido de la tabernera no alcanzaba ni de asomo la diligencia y laboriosidad della, por decirlo de forma prudente.

El juez tuvo bastante con el relato, y otras cosas más que él mismo conocía por sus ojos, y además le vino en cuenta dar favor a la tabernera, porque la alcabala que entregaba anualmente como impuesto por el derecho a vender vino, buena falta hacía al municipio y buena bolsada le suponía y, por otra parte, también convenía que ella estuviera contenta, para seguir callando nombres de árabes ilustres que eran asiduos de embriagueces y orgías y fiestas a deshora en su casa y en la chopera, y de otras indignidades no permitidas en el Corán que habían de tolerarse, porque más desorden podía causar prohibirlas, pero que transcurridas en la taberna parecíanse no transcurridas, y así todos en paz y contentos.

Como intuyera el vidriero que el juez inclinábase en favor de la mujer, arremetió diciendo que no la dejaría libre si no era a cambio de una indemnización, y así que el faquí consideró que se ajustaba a la ley, el juez le preguntó a Jammara qué bienes llevaba encima y ella contestó que había traído una ánfora llena de nabid, el vino que se prepara con dátiles de Levante, pero que ella sabía hacer y muy rico, con uvas frescas y aun con pasas. Y el juez determinó que esa ánfora sería el precio que el marido cobraría por separarse de la tabernera, y que las esclavas eran de propiedad della, y que podía darse por concluido el matrimonio. Entonces Jammara, mirando sonriente por su victoria al juez, le contestó que, pues esa ánfora de nabid pensaba ella regalársela al juez, sabedora de lo mucho que a él le gustaba ese sucedáneo del vino, quedaba en deuda con él y lo esperaba a no tardar mucho en su casa, donde le organizaría el agasajo que se merecía, como persona y como juez, y que ansí podría él mismo llevarse su ánfora de nabid, o bien de vino, si cambiaba de opinión. Fue entonces que Jammara ya se regresó soltera a la hana, donde siguió con su labor y recompuso el orden en el negocio y vio aumentada su servidumbre con dos esclavas que puso enseguida a trabajar en tareas tan necesarias como lavar y remendar las ropas, hacer y llevar y traer recados y otros mandados y de ayuda en la cocina, y sintióse más segura de cara al futuro, y, llegándose un día el juez a su establecimiento para aceptar el agasajo ofrecido, fue que ya nunca perdieron relación, siendo correspondientes amigos y haciéndose y devolviéndose favores.

Claro, que no pocos amigos hizo Jammara sirviendo vino, y no poco alabada fue en rissalas y casidas de poetas que se dejaban las melancolías y las penas de amores en los vasos.

Y más de bastantes veces la habían despertado con el rocío del alba los gritos de algún hambriento de consuelo y ella igual lo dejaba pasar y lo atendía, cubriéndose como podía, procurándole una compañía de corazón amable que escuchaba sus cuitas y una copa o dos de buen vino donde ahogarlas. Y era tal su consideración, que igual la apreciaban árabes que cristianos, ya que éstos tenían menos pudores todavía que aquéllos en beber, y aun la querían considerar como una dellos, por recordar que su abuela y su madre, y aun ella de muy chica, habían nacido cristianas, y como quiera que su taberna quedaba muy cerca de un convento de monjas, donde iban a parar doncellas de familias pudientes de la comarca, que era muy visitado por parientes y amigos y otros familiares y otras relaciones más licenciosas, igual entraban en ella los cristianos de paso y se unían a las algaradas con los árabes hasta bien entradas las noches. Toda su vida pensó, viéndolos beber, que en poco se diferenciaban unos y otros, y que en mucho los unía el vino, igualando grandezas y miserias y necesidades y aun idiomas, que borrachos, todos hablaban igual. Aunque también momentos menos lucidos tuvo de vez en cuando la tabernera, con los malos tragos de alguno que tenía el vino belicoso, pues sabido es que la embriaguez, al hombre proclive a la ternura lo ablanda y le suelta la lágrima, en cambio, al proclive a la amargura lo envalentona y le suelta la rabia, y hasta llegó a ver a uno que desenvainó su sable contra sus propios amigos en el transcurso de una discusión regada con vino, y tuvieron que llamar a los guardias, y al faquí, y llevarlo preso una noche como escarmiento y ponerle multa después, porque de vez en cuando había que recordar que el vino está prohibido en el Corán, alabado sea, aunque Alá lo tolere, por bien de los corazones, pero a condición de no llegar al extremo de causar desórdenes.

Además del vino común desas tierras, dorado como el sol, una variedad seco y otra afrutado que le procuraban labradores conocidos a buen precio, y de un vino fuerte y algo amargo que ella misma sacaba de las viñas de su finca, y además del nabid tan solicitado, que siempre vendió como de Oriente aunque los dátiles fuesen recogidos en Levante sólo por no traicionar las ilusiones de los clientes, Jammara consiguió hacerse traer vino dulce de Málaga, que alegraba el ánimo especialmente, y lo proclamaban medicinal, y también estableció contrata con el convento vecino para vender en su taberna el vino que se hacía en él. Pues, decíase Jammara, que había de aguzar el ingenio, ya que en Córdoba así se hacía aun teniendo el mercado de vinos de Samara, y que por más motivo tenía ella que aprender de sus tratos.

En la hana de Jammara, adornada con hojas de parra y embellecida con los colores naturales de las estaciones del año, se celebraban las fiestas particulares de las gentes de cualquier condición social de Elvira, los nacimientos, las bodas, las circuncisiones, los matrimonios y aun funerales, pero con el tiempo, y siendo ya Jammara lo suficientemente vieja como para necesitar compañía, se decidió a abrir su casa para celebrar de puertas afuera las dos fiestas más importantes de la religión islámica, que eran la fiesta del final del Ramadán que marcaba la ruptura del ayuno anual y que era de mucho interés comercial para ella, además del sentimental, porque los hombres de Elvira saciaban su sed contenida durante un mes como si hubiera sido la de todo el año, y en cuya celebración se embolsaba grandísimos beneficios en el espacio de noche que mediaba entre la última oración del último pasaje leído del Corán como conclusión del Ramadán y el alba del día siguiente, y la otra era la fiesta de los Sacrificios, donde había que cumplir con el antiguo rito árabe de sacrificar al menos un cordero, y en ella Jammara se permitía el lujo de compensar las ganancias anteriores, sacrificando varias piezas bien engordadas en nombre de familias humildes de Elvira que no podían permitírselo, y granjeándose así agradecimientos y amistades sinceras, adeptos, clientes y favores, aunque en esto lo que de verdad buscara fuera el calor y el afecto de la familia que nunca llegó a tener. Y en algunas noches que ella compartió mesa y copa con clientes amigos, solía decir que lo único que le diera su malhallado marido habían sido las primeras copas de cristal que trajérase de la corte, y que luego las había tenido a cientos, porque por fin se montó taller de vidrio en Elvira, pero no del marido, y además, aquéllas ya se habían roto, y que ella hubiera querido un hombre de verdad para amarlo y respetarlo y algún hijo para criar y que la quisiera en su vejez, pero así era la vida, y se echaba un buen trago confortador, y Alá es quien designa los destinos, y a ella le había tocado el de servir consuelos sabrosos al paladar y puentes para el olvido, ella, que tanto deso necesitaba, y que si así debía ser, pues que lo haría, en copa de plata y en copa de cristal, y entonces brindaban todos, con grandes choques y se bebían el vino y el olvido, hasta la última gota, y se animaban unos a otros y tiraban luego las copas.

Cuanto más vieja y más sabia se hacía, más vocacional era su trabajo, y más perfeccionaba el servicio prestado en su taberna, sabiendo que con ello honraba y cuidaba al espíritu y al corazón del hombre, por lo que, pensando en mejorar la hana, plantó en la parte alta de la chopera junto al pozo y a la alberca, un corredor de macizos siempre verdes y bienolientes y árboles de hoja perenne, y más allá hizo sembrar un jardín con higueras y almendros y cerezos y otros frutales para diversión de sus clientes que cogían sus frutos como entretenimiento y con gran alborozo, además de rosales de todas las clases, plantas trepadoras y arrayanes que rodeaban la parte del pabellón cubierto con toldos y preparado con asientos donde se bebía y se comía y se compartían las madrugadas, y lo completó todo con un palomar sobre una pequeña torre que se convirtió casi en un emblema de la casa, y el zureo de las palomas se hizo familiar e imprescindible. Incluyó entre las atenciones del establecimiento una pequeña orquesta de cinco mujeres músicas que manejaban un tamboril, una mandolina, una chirimía, una trompa y una pandereta, porque, entre las muchas cosas que cristianos y árabes intercambiaban a pesar de las diferencias políticas, estaban el gusto por los placeres y por las cosas paganas, y la música resultaba embriagadora como el vino, sólo que no nubla el entendimiento, y era también mágica y aun religiosa, y poco a poco lo estricto de la ley coránica se iba abriendo a permitirla. La orquesta femenina ayudó a que el otoño de aquel año 307 de la Hégira los nobles ricos de Elvira celebrasen la fiesta de la vendimia en la casa de Jammara. Se establecieron todos ellos con sus familias varios días en un improvisado campamento que se montó con tiendas y literas y palanquines en la chopera y vestidos con sus mejores galas, y entregáronse a la música y al baile, y a la bebida y a comer las tortas de queso blanco, los buñuelos, las sopas y los platos de aves en sazón, los pasteles de nueces, las pastas de miel y de pistachos y de avellanas, y todas las variedades culinarias que Jammara tuvo a bien ordenar elaborar a su cocinera. Fue en esa fiesta donde se enteró que pretendían los nobles ziríes construir una gran ciudad, al estilo de Córdoba y de la que se intuía iba a ser como Sevilla, y que embellecerían los alrededores con jardines, y estanques, y palacios, y que la rodearían con una gran muralla y que estaría repleta de monumentos importantes, para designarla la capital zirí por excelencia, y que era en la Torre Bermeja del recinto de la ciudadela de Elvira donde planeaban construir un grandísimo palacio que perduraría por mil años y que, en menos de cuarenta, esa nueva ciudad que querían llamar Granada, oscurecería a Elvira, que ya empezaba a decaer y no terminaba de cuajar como ciudad exquisita de Al-Ándalus.

Mucho tiempo era eso para ella, pensó Jammara, que dejábase deslizar muy a menudo por las delicias de la melancolía, y más ahora, sabedora del poco tiempo que debía quedar para sus huesos, ya tan cansados, y se dijo que no llegaría a ver semejante maravilla, y un aire frío le entró por el costado y tuvo que levantarse y entrar en sus habitaciones a por un chal, porque el otoño venía ventolero o es que ya estaba nublada por el vino, o es que era esa angustia rara que estos últimos días se le venía al pecho sin aviso.

Fue en la noche del día siguiente cuando Jammara tuvo un extraño sueño, un extraordinario palacio se levantaba entre jardines abarcando el espacio entre el río Darro y el Genil, con arcos, y puertas, y hermosos adornos, y más allá casas, y plazas, y todo de gran belleza y ella se alegraba en el sueño y buscaba su taberna, que tenía que estar allí, muy cerca de ese palacio… y miraba, y vuelta a mirar, hasta que descubrió en uno de los más bellos jardines junto al Genil que pertenecían al impresionante palacio de mármoles rosas y marfiles y filigranas de oro, descubrió el palomar de su taberna, con las palomas igual, volando, entrando, saliendo, y el zureo inconfundible, sólo que en lugar de la taberna había una mezquita de maravillosa factura, con cinco naves y un patio alrededor pavimentado con mármol rojo como el vino y una fuente interior de exquisita presencia, cuyo fluir continuo, cayendo de nuevo sobre los platos de mármol del color de la luna, producían un sonido de honda abertura, como el del líquido amable cuando pasa por el gaznate, un sonido que era como su nombre, Jammara… La mujer despertó de un salto y salió al patio de la casa para ver la luna, vieja compañera, aunque ya no tuviera menstruaciones que ofrecerle, pero esa noche no había luna, y Jammara supo que algo iba a ocurrir. Al otro día recibió noticia de las revueltas que asolaban Sevilla por los conflictos entre facciones de hijos de árabes conversos y los árabes viejos, los que se decían a sí mismos conquistadores, y se negaban a que los antiguos cristianos sólo por declararse árabes pudieran conservar privilegios y propiedades que a ellos, como dueños de la tierra doblegada, les correspondían, y las revueltas se estaban extendiendo y llegaban a Elvira, por lo que Jammara ordenó sacar los mejores líquidos de su bodega, y prepararse a reconciliar los ánimos, como tantas otras veces, gracias al vino. En pocos días llegaron los ecos de las guerrillas y emboscadas que a Jammara se le antojaban peleas de hermanos, pero por ello justamente, de más difícil acuerdo, y un atardecer extraño en que ya tendría que hacer frío pero que estaba tan quieto que daba miedo, y corría una brisa queda y cálida como de otro mundo, vio Jammara acercarse unos estandartes palpitando en el horizonte y caballos de buena raza y hombres con sables y lanzas y flechas, y un redoblar de tambores que le anunciaba el fin. Mandó a las sirvientas que se escondieran en las bodegas hasta que todo pasase, y ordenó a los hombres que tuviesen valor para ello que se quedasen en pie con ella, y por el otro lado llegaron los del otro bando, con escudos y banderas y tambores y lanzas de hierro, y le pareció todo tan absurdo a Jammara, que pensó que otra muerte hubiera querido ella, pero que si Alá no le había dado hijos ni familia, sí le había dado una buena vida y amigos, y una tierra a la que amaba con todo su corazón y, pues así estaba escrito, a la tierra devolvería lo prestado con la misma bravura con que habíala vivido, y alzó sus brazos y colocóse en medio de los dos bandos que venían allí a encontrarse, gritando que pararan la lucha, que ninguna guerra es buena, que el sol brilla igual para todos y Alá también es el mismo, que ella sabía que los hombres en poco se diferencian, y que ella misma era ejemplo de árabe viejo y árabe nuevo, y que los invitaba a vino y carne de membrillo hasta que se vaciasen las tinajas y los aljibes y los toneles, y sintió Jammara que un pájaro atravesaba su alma y creyó que todavía soñaba, pues se vio fluir del pecho un rojo líquido, hermoso como el vino que llaman negro, y se dejó abandonar por aquella brisa calma y cálida que le olía a su madre y le traía lejanas melancolías, y sólo le pidió a Alá que todo mal se acabara con su muerte.

Sentidos funerales se hicieron por Jammara, aunque tardasen algunos días hasta quedar solventados los conflictos entre árabes y muladíes, y nadie abrió de nuevo la taberna de Jammara, que no dejaba herederos y sí demasiados recuerdos, y, como las tierras pasaran entonces a ser administradas por el hijo sucesor del juez que había sido amigo della, y que era además noble zirí cuyo linaje tenía pretensiones para el futuro, por ahí y en ellas empezaron a construir la nueva ciudad de Granada y el fastuoso palacio que se llamaría de La Alhambra.