Ava

Monasterio de Santa María de Obarra

Azud del Lobo (Huesca)

Era 1103. Año vulgar de 1065

Ava se levantó de su catre con dolor de espalda, no era para menos puesto que el día anterior había limpiado de abrojos los campos de trigo para preparar la sementera y, renqueando, se sentó en el poyete de la puerta de su casa y miró al cielo antes incluso de desayunarse.

Observó lo que había: a lo lejos negros nubarrones y cerca una bandada de cornejas volando alocadas a la siniestra, en perfecta alineación de tres en tres. Quedóse paralizada, puesto que las aves eran de mal agüero, y algo le querían decir los pájaros, puesto que llevaban nueve días presentándose ante ella al alba y al ocaso, sin faltar, seguramente avisándole de lo que más temía, de que sus tres hijos hubieran muerto a manos del sarraceno bajo los muros de Barbastro. Y no atinó a sopesar si era mejor que viniera nublado o claro, ni volvió a alzar sus ojos para contar las avecicas por si el número le desvelaba cuántas jornadas llevaban enterrados, más que nada para comenzar a llorar; ni a observar el correr del sol ni a recorrer los labrantíos con sus ojos, lo que le servía de consuelo. Estuvo un tiempo como alunada y, luego, entróse en su casa como si la persiguiera un diablo, se tumbó en el catre y se tapó con las mantas hasta la cabeza, como si quisiera desaparecer de este mundo.

Ah, pero sus pensamientos parecían torrentes bravos y no la dejaron encontrar solaz durante toda la jornada, la acuciaron, le vinieron a la mente sin pedirle permiso, y eso que Ava los quería apartar, que por eso trabajó tanto en el día de ayer quitando abrojos hasta que le dolió terriblemente la espalda.

Porque, ¿qué sería de sus siete cahíces de tierra blanca, sin hombres en casa? Lo que le dio a su difunto marido don Atón, abad del monasterio de Santa María de Obarra, en el lugar del azud del Lobo, cuando llamó a la población y otorgó carta, para que los labrara, segara, trillara y habitara con sus hijos e hijas y ganados por todos los tiempos, debiéndole pagar con la mitad de los frutos para el día de san Miguel de septiembre, con sendos pares de gallinas para la fiesta de Nadal y, para las tres Pascuas del año, sendas cargas de leña del monte, y, para marzo, un dinero por cada cabra u oveja, y, para el mismo mes, sendos dineros por colmena… Considerando que si parte de la tierra la dividía entre sus hijos, habría de abonarle tres sueldos por cada quiñón… reservándose el abad la explotación del molino y del horno, según se acostumbraba por aquellas vecindades… Y, además, había de darle para la Santa Iglesia diezmos y primicias… ¿Qué sería de ellos si sus hijos, los herederos de la tierra, hubieren fallecido ante las murallas de la ciudad mora de Barbastro, como le decían las cornejas?

Ay, el año había venido desastroso, se lamentaba la dueña revolviéndose en el catre… La cosecha fue mala y hubo helada para san Juan; las abejas huyeron a otras heredades para la Virgen de agosto y, luego, el cerdo enfermó de mal rojo y los canes de moquillo, y el río trajo avenida, y cayó lluvia, mucha lluvia, se decía moviendo las manos como queriendo quitarse una mala visión.

Y, además, fray Grimaldo, el prior, que sustituía al abad en las cosas de la guerra, se había llevado a sus tres hijos, que eran mozos, engatusándolos, diciéndoles que iban a una batalla en la que, por el solo hecho de participar, les serían perdonados los pecados y que, a más, conseguirían grande botín. Y se los llevó a la ciudad de Barbastro, de soldados, y ellos se fueron contentos a buscar otro pan, un pan que no proviniera de aquella tierra cicatera… Mala tierra la de Ava… Malos vientos corrían por allí… mala sombra daba la luna, y demasiada lluvia, ¡maldita lluvia!…

Además, el ecónomo de la abadía la amonestaría el día de san Miguel por llevarle tan poco grano, como si lo viera… Ella aguantaría el chaparrón… Todo porque Mingo, su marido, no quiso marchar a tierras del conde de Urgell, que bien pudieron ir puesto que el noble apretaba al moro por el sur y lo hacía retroceder, consiguiendo tierra para muchos cristianos, cuando, a más, era hecho conocido que el conde trataba mejor a las gentes y no pedía tanto, que se conformaba con menos. Porque ellos, ella, su marido y sus descendientes, eran libres, en efecto, tal le tenían que agradecer a Dios, pero era como si no lo fueran puesto que habían de dar casi todo y les quedaba apenas lo justo para comer, y habían de trabajar tanto y cuanto para sembrar, cosechar, segar, hacer las fajinas, acarrearlas, echar las parvas, trillar, aventar, cribar y meter el cereal en talegas, y eso en el tiempo adecuado y con el viento propicio. Que sin aire nada y con mal aire nada también.

Y ella, Ava, había dado con Mingo, su esposo, homenaje de boca y de mano a don Atón, cuya vida guarde Dios, reconociéndolo como señor natural para siempre jamás… Un día en el que el abad, rodeado de sus claustrales, los recibió con mucho boato en el refectorio del cenobio quince años atrás. Él, como un rey, sentado en un rico sitial, ellos en pie para arrodillarse enseguida ante su señor. Él comiendo una pata de cordero, ellos viéndole comer y apenas oyendo lo que el escribano leía, ya que hubieran aceptado lo que fuere con tal de cultivar aquellas tierras y de que las heredaran sus hijos y los hijos de sus hijos. Él despidiéndolos, ellos dejándose despedir. Ellos recibiendo la bendición del fraile y abandonando el lugar camino de sus tierras…

Después Mingo taló y aserró árboles para levantar una casa y, cuando hubo hecho acopio, a la salida de misa, pidió ayuda a los vecinos para asentar los maderos maestros y alzarla; y roturó los campos. Ella sacó agua del pozo, cosió colchones, guisó, lavó en el río, fregó, ayudó en los trigales y atendió a sus tres hijos, el mayor de cuatro años. Cuatro años casada, tres hijos vivos y uno muerto. Tres hijos, y otros que vendrían para bendecir su matrimonio, que crecerían sanos y fuertes y harían las labores hombro con hombro con el padre…

Pero su marido murió de calentura en el año quinto de su matrimonio, y sus hijos se fueron hace unos meses con don Grimaldo, el prior de Obarra, de peones, a hacer la guerra del rey Sancho Ramírez de Aragón, a luchar contra los moros. Le aseguraron que volverían ricos, lo que les había dicho el fraile, sostuvieron que los sarracenos de Barbastro guardaban grandes tesoros y que éstos serían del primero que les echara mano, que ellos estarían despabilados y prestos, ya que, cuando después de un asedio más o menos largo, los cristianos entraban en una ciudad, los habitadores huían llevándose lo que podían, casi siempre poco, lo que les cabía en las alforjas o en las manos, y dejaban todo abandonado y corrían y corrían hasta que encontraban refugio en otras ciudades musulmanas… Le dijeron además palabras difíciles de entender: que de la guerra del rey Sancho volverían con el alma limpia, sin pecado alguno, porque el papa de Roma, don Alexandre II, había dictado bula —bula cree recordar que la llamaron—, concediendo el perdón de los pecados a todos los participantes, ya fueran caballeros o peones… Y ella, Ava, pese a que no comprendió el negocio, pese a que era madre y le doliera en sus entrañas que sus hijos partieran hacia una guerra, los dejó ir sin oponerse, mayormente por aquello de que el Señor Dios, por boca del papa, perdonaba los pecados, y aun recortó un trozo de su sayal y se lo entregó a su hijo mayor para que lo llevara en el jubón, pegado al pecho, por si también a ella, que estaría al pie de las murallas de Barbastro con el pensamiento, le eran perdonadas sus faltas. Y, por si acaso sus hijos habían exagerado o entendido mal lo que les contara el prior sobre aquella guerra, volvió a coger su tijera y partió en tres trozos la única reliquia que tenía: el retalito que había comprado en el mercado de Graus pasado por el cuerpo incorrupto de san Urbez, y repartió un cacho para cada uno.

Pero nada sabía de sus descendientes. Nada se comentaba en las heredades del monasterio de la guerra del rey de Aragón, ni del prior ni de los mozos que fueron con él, y eso que Ava casi todos los días —hoy no, hoy no iría, no se podía mover—, se presentaba en el convento a pedir noticias y a platicar con otras comadres, para que le explicaran qué era aquello que le venía perturbando, qué era aquello de ir a la guerra y volver sin pecados y a preguntar a los frailes por qué no se admitía a mujeres, puesto que ella hubiera ido, a otras mujeres que no fueran cantineras o de otras raleas, como putas sabidas; a mujeres honradas, como ella. Y se lamentaba de que no las dejaran presentarse en la ciudad mora para limpiarse el alma, puesto que bien podía hacer de lavandera y de cocinera porque tenía suficiente experiencia acumulada. «Pues, ¿cómo puede ser que el papa de Roma haga distingos entre hombres y mujeres a la hora de perdonar los pecados y de franquear la puerta del Cielo?». De todo eso y más platicaba Ava con las comadres del monasterio. De lo que no hablaba era de las cornejas que, de un tiempo acá, recibían el día y la noche volando a la siniestra de la puerta de su casa.

Y, de tiempo atrás, los frailes guardaban silencio y las comadres no sabían qué responderle, y eso que eran lenguaraces; hasta que, ante su insistencia, la despedían de mala manera por meticona, por hacerles dudar de los beneficios de aquella guerra, y ella se retiraba a sus soledades con el gesto amargo, con una lágrima a punto de brotar de sus ojos… No sabían contestarle o no querían hacerlo, aunque su demanda bien que les daba a pensar, porque lo que discurrían entre todas, que no era de razón que el papa diera ocasión de salvación eterna sólo a los hombres y no a las mujeres también, cuando todos los habitantes de la tierra eran hijos del Criador, cuando era Dios el que perdonaba los pecados, cuando las mujeres podían desarrollar labores de intendencia en el campamento cristiano mientras los hombres hacían lo que habían hecho desde la creación del mundo: la guerra, la guerra sin cuartel, en este caso una bendita guerra contra los enemigos de Dios. No obstante, las comadres llegaron a la conclusión de que tal vez fuera mejor del modo que lo había hecho Su Santidad puesto que muchas mujeres honradas que, presumiblemente, fueran a ayudar y a salvar el alma en la conquista de Barbastro, como la carne es débil y el seso más, podrían encontrarse en un brete y llegar a perder su virtud; y no, no… Ya se ganarían ellas el Cielo donde siempre: en casa, al pie del figón, cuidando de los hijos y trabajando en los campos.

Claro que Ava temblaba, acaso tuviera fiebre, pues estaba acalorada, no fuera que llegaran nuevas del sitio de Barbastro, precisamente hoy, o que un viajero pidiera cama y comida en la alberguería del convento, e informara al abad y a sus gentes lo que ella imaginaba: que los cristianos rodeaban la ciudad con enormes máquinas de guerra, torres de madera tan altas como las almenas, pero que los moros no las dejaban acercar. De que el rey Ibd Hud de Zaragoza llamaba a la guerra santa (las comadres de la aldea, y ella misma, supieron de boca de un fraile que la guerra santa de los musulmanes, encerraba también grandes promesas: si un moro fallecía en el campo de batalla, iba derecho, derecho, al Paraíso, otro Paraíso que el cristiano, y era servido para toda la eternidad por las huríes, especie de ángeles femeninos, sin duda, mujeres de mala reputación), y que se alistaban muchos hombres de toda Al-Ándalus. De que había muerto en una algara el conde Armengoll III de Urgell o el señor rey, en buena hora porque irían derechos al Cielo. De que los cristianos se habían pintado en las vestes cruces que les partían el pecho —algo se oía o imaginaba de ello—, y en los avances caminaban todo cruces por el campo de batalla enfervorizando los corazones de los sitiadores y mermando, poco a poco, la resistencia de los sitiados, que se preparaban para el duro invierno con escasas reservas de alimentos. De que habían venido gentes de muchas naciones de allende y aquende los Alpes Pirineos. De que los cristianos ni perdían ni ganaban, que, sencillamente, asediaban la plaza. Y hasta de alguna noticia de don Grimaldo, el prior, y quién sabe si de los hijos de Ava.

Cuando Ava coligió que el presumible viajero, aunque hablara largo del sitio de Barbastro, nada diría de sus descendientes, porque con tanta gente sería más que improbable que los hubiera conocido, lloró amargas lágrimas, se tapó todavía más con la manta y no le importó quedarse en el camastro. Y así estuvo uno, dos y hasta tres días, dispuesta a no presentarse con sus talegos ante el abad el día de san Miguel, tan cercano ya, para abonarle lo que le debía, poco, en efecto, por causa de la extemporánea helada de la primavera. Y de esa guisa permaneció en su lecho, con los ojos muy abiertos, sin comer ni beber, devanándose el cerebro pensando en Dios, en el papa de Roma, en el perdón de los pecados de los que sitiaban la ciudad musulmana de Barbastro y en las cornejas que seguían volando fuera, hasta que las mujeres de las casas del convento la echaron a faltar y le llevaron comida y algunas hasta la escucharon, no atentas, pues, cómo podían prestarle atención si ella, al verlas a su lado, se inició en una plática que amenazaba con no acabar nunca, en un chorro de palabras sobre unas cornejas que volaban a la siniestra, y no dijo que estuviera enferma ni que le doliera nada.