Lupa

Alto del Cebrero (Lugo)

Era 1038. Año vulgar de 1000

A mediodía del primero de enero del año 1000, la extraña gente que vivió la primera noche del primer año del segundo milenio en el burdel del alto del Cebrero, acalló sus plegarias y respiró con alivio, antes de que algún malandrín apuntara que no había pasado nada —a Dios gracias—, pero que estaba todo por suceder. Por lo de la data, porque se equivocó Dionisio al datar, hecho que habían discutido abundantemente durante las largas horas de oscuridad.

Lupa, la «abadesa» de la mancebía, respiró con ansia, abrió mucho la boca, aspiró, expiró, se abanicó con las manos, puso cara de albricias y, entonces, invitó a vino a toda la concurrencia que estalló en parabienes y comentarios. ¡Qué noche, qué noche aquella primera del año 1000! ¡Miedo, terror! ¡No habían dejado de temblar! ¡Ah, Dios!, que no era cuestión de sufrir en carne propia las agonías del Santo Libro del Apocalipsis que predicaban los clérigos, que era mejor morir en un día cualquiera… Y los perros y las gallinas, que se despertaron por el jaleo, se sumaron al holgorio y comenzaron a ladrar y cacarear, lo que sabían hacer por su natura, pues que hacía tanto frío fuera que entraron a los bichos de la corraliza.

Bebieron todos; pues, por hacer penitencia y llegar con el alma limpia al Juicio Final, estaban ayunados, y también hicieron aprecio al queso y al pan que sirvió Lupa. De los dos eremitas que habían abandonado las pompas y vanidades del mundo, uno, el hombre se atragantó con un trozo de queso, y eso que era blando, del de tetilla, y le vino mucha tos; la mujer, que vivía en una casucha hecha de ladrillo con un ventanuco para que la buena gente, por Dios y su Santa Madre, le entrara un bocado, se manchó toda la ropa de vino, pero no le importó porque iba vestida de harapos. Las muchachas de Lupa, después de comer y beber sin tino, le preguntaron a su ama si hacían una «obra buena» con el cenobita, puesto que era un día especial, un día en el que todos los pobladores de la Tierra, o casi todos, porque hay personas que no se enteran nunca de nada, esperaban que se acabara el mundo y no se había terminado, no se había sumido en el abismo negro; al menos de momento.

Lupa respondió que dejaran al religioso, que ya se retiraba a su cueva seguido de la monja, que se iba a la suya y, cuando se quedó sola con sus mancebas, habló y habló hasta que durmió a todas.

Comenzó diciéndoles que sería bueno que continuase el terror causado por el inicio del nuevo milenio en todo el camino de Compostela, pues que así seguirían un tiempo sin hombres que atender, descansando de los agobios de la cama, tiempo que, sumado al que llevaban sin ellos por lo del año 1000, por lo del Juicio Final, por los vientos, la lluvia y la nieve que señoreaban en el Cebrero, les haría bien. Tanto bien que, cuando se presentaran los varones, ellas serían casi vírgenes, es un decir, aclaró, serían como mozuelas que se prestaban al gracioso contentamiento por vez primera.

Las muchachas se reían y hacían chanzas groseras. No habían dejado de rezar por la salvación de sus almas inmortales y de temblar por la suerte de sus cuerpos mortales, y ya hacían bromas soeces, y, lo que decía Lupa, que las mujeres de aquella casa no tenían solución, que eran lo que eran: hembras fornicarias; lo mismo con lo que las insultaban los dos eremitas del Cebrero. Vaya gente la que se juntaba en la cima del monte, dos religiosos que se habían retirado del siglo y seis putas sabidas. Ni aposta se encontraban unos habitadores más dispares.

Claro que por eso se habían llevado siempre mal entre ellos. Los clérigos, cuando Lupa se estableció, la quisieron volver a las tierras burgalesas de donde procedía; luego, el fraile pretendió confesarla y la monja se ofreció a tomarla de criada y a que viviera con ella en su casa de ladrillo. Y ya, después, cuando el santón la vio ligera de ropa e imaginó lo que hacía, la apedreó. Cierto que la enladrillada no intervino, y que Lupa respondió también a pedradas, terminando el hombre malherido.

Y lo que explicó Lupa al cenobita, que ni ella ni sus muchachas habían elegido ser rameras. Que cada una tenía su propia historia personal, pero muy común. A ver, en las historias, las más se lo habían encontrado al paso. Ninguna nació hembra fornicaria, por supuesto, sencillamente cada una por su cuenta tuvo hambre, no tuvo nada que comer, y se echó a la vida, al camino, al arroyo, se tumbó en el duro suelo o en una cama, se alzó la saya y, a cambio de un pan o de un boto de vino, o de un dinero o de una joya, se dejó hacer y, luego, se encontró en un mundo del que no podía salir, ganando, además, un buen dinero con bastante facilidad, puesto que no tenía que inclinarse en los campos ni que fregar, a cambio de lo mismo o menos.

Ella, Lupa, consiguió escapar de los moros con otra joven que sería su compañera durante varios años. Ambas tomaron el primer camino que encontraron hasta donde las llevó, hasta Burgos en concreto. En esta población, llamaron a varias puertas, incluso al castillo del conde, pero nadie les abrió ni les dio de comer; vaya, que no les prestaron socorro, y eso que las gentes habían comenzado las penitencias para pasar con más holgura las pruebas que habían de sufrir próximamente, pues que se conocía que llegaba el Juicio Final. Así que siguieron otro camino.

«¡Ah, los hombres!», exclamó la «abadesa». Antes de llegar a León, como en la vereda no había ninguna autoridad que pusiera orden, las violaron tres veces. A la cuarta, ya no sufrieron dolor ni pudor, optaron por cobrar el servicio, por volverse industriosas. Así cuando venía un hombre o varios por el camino, Lupa y su amiga enarbolaban el ramo de romero, que llevaban siempre a mano sujeto en el ceñidor, como si de una albenda se tratara, y ya el veniente sabía a qué atenerse, o abonaba el servicio o se marchaba, y ellas llenaban su faltriquera o no la llenaban, según el hombre fuera más o menos concienciado a ganar la indulgencia, pero se evitaban la violencia porque su profesión, el ser mujeres en común a muchos, estaba instituida de muy antiguo.

No acababa de decir Lupa lo que decía que se durmió Menda. La «abadesa» continuó explicando que en la ciudad de León, una alcahueta las entró en una acreditada mancebía, que allí aprendieron las artes buenas y malas de su oficio, y a limpiarse después del acto carnal: a bañarse, a aplicarse lociones en las partes bajas y a utilizar el irrigador para ahogar la semilla masculina antes de que se sujetase en el vientre femenino. ¡Ah!, pero su compañera y amiga, una buena hembra, muy válida para contentar el vicio de muchos, se infectó de bubas y falleció a los pocos días, apenas le reventaron los bubones, entre aguas purulentas. Mala suerte. Y es que no creía en los baños y menos en el irrigador. Tal avisó a sus muchachas para que lo aprendieran bien.

Y ya ella, Lupa, para quitarse la pena de la muerte de su amiga, partióse hacia Compostela, una ciudad que crecía a buen ritmo por la mucha gente que acudía para ganarse el Cielo. Pero no llegó…

A este punto del relato a Oria le cogió el sueño. Vaya, que Lupa se iba a quedar sin oyentes, aunque siguió como si nada, que llegó adonde iba porque algunas personas a las que ofreció sus entrañas en el camino le aconsejaron que no fuera, puesto que el Apóstol no quería putas, al parecer, y le aseguraron que el Santo la expulsaría de la ciudad, lo mismo que había hecho con varias mujeres de su condición.

Y ya entró en otra prédica; que había mucha diferencia entre los peregrinos que iban a Compostela y los que venían. Los yentes ocupaban la diestra del camino, iban muy bulleros y aceptaban de grado yacer con mujer; los venientes llenaban la siniestra, andaban recogidos en sí mismos entonando el mea culpa, sin alzar los ojos del suelo. Los primeros eran muy voceros y dados al vino; los segundos comían de caridad en los albergues y no gastaban dinero, ni miraban a las mujeres, es más, muchos las consideraban la reencarnación del demonio.

Aquí se durmió Nana. Aunque Lupa lo comentó, volvió a lo anterior, a su vida… Ante lo que le pronosticaban los viajeros, cuando pisó la cumbre del Cebrero y se quitó los sudores que le produjo la empinada cuesta por la que se accede a la cima, decidió quedarse en aquel lugar, lejos del señor Santiago, pues que tanta inquina demostraba a la impudicia, tomó posesión de una casa en ruinas, que tal vez tuviera amo, ajustó la reparación con hombres de Piedrafita, que le echaron paredes y tejado, pagó con su cuerpo y, a poco, ya abría casa de lenocinio en lo alto del monte y recogía a mozas que, como ella, andaban por los caminos sin gobierno de padre ni de madre, con gran disgusto del eremita del lugar, que la apedreó, como se ha dicho.

Se durmió Minga. Todas sus chicas se adormecían, y eso que Lupa tenía una voz cantarina. La «abadesa» siguió explicando que le respondió al santón con la misma vara de medir, con las piedras, y a la santona con su larga lengua; y le habló de Dios, le habló del Criador que hacía llover mismamente sobre justos e injustos, sobre ellos y sobre ella, y se prestó a darles de comer tanto a él como a la monja enladrillada, en lo duro del invierno, cuando la nieve llenara las quebradas del Cebrero y los lobos aullaran a las puertas de las casas.

Los cenobitas no aceptaron su ofrecimiento; adujeron que el monte, antes que de todos los seres vivientes, ya fueran hombres, pájaros o sargamantas, era de Dios, el amo de lo que se veía, de lo que se tocaba, de lo que olía. Que Él los había llamado a ellos, en exclusiva, para que rezaran por los pecados del género humano, lo que venían haciendo de tiempo atrás, pero que, a ella, no la había convocado, no le había dicho: ven Lupa, y ella se había presentado, no. Que ella, además, practicaba la coyunda ilícita, nada más ingrato al Señor y, tanto el hombre como la mujer enladrillada le pedían que se fuera y le decían: hembra fornicaria.

Cristina, la única de sus mozas que todavía la escuchaba, se durmió también, vaya. Lupa, por una parte, lo sintió porque venía lo mejor de su historia, pero, por otra lo agradeció, la joven la estaba poniendo muy nerviosa con tanto rascarse los sabañones; además se estaba haciendo una carnicería… A poco, la «abadesa» empezó también a cabecear e interrumpió su relato cayendo en un pesado sueño. Así que continúa la autora con él, como si fuera Lupa:

Pues, que hubo unos inviernos muy fríos, con heladas, vientos y lluvias, y unas primaveras peores, las del moro Almanzor, que su recuerdo amargue la boca, que asoló la tierra cristiana de Barcelona a Compostela. Cierto que por el Cebrero no pasó, que debió entrar en Galicia por la zona de Zamora. Y Lupa ayudó a los santones que se morían de hambre, y ellos dejaron de insultarla, de llamarla hembra fornicaria y la llamaron por su nombre. Le agradecieron el caldo o el pote, pero la evitaron, no hicieron migas con ella, y no valió que les dijera que en su burdel no admitía mujeres casadas ni viudas ni a las menores de doce años ni, en otro orden de cosas, a las zurdas ni a las que arrojaban olor fétido ni a las que padecían lepra. Los ermitaños elogiaron su generosidad, y vale.

Claro que meses antes del primer día del segundo milenio de la era cristiana, la paz que reinaba en la cima del Cebrero vino a troncarse porque comenzaron a pasar procesiones de flagelantes, gentes azotándose las espaldas y gritando: ¡Pecadores, arrepentíos, el fin del mundo está cerca!, y a Lupa y a sus mujeres se les revolvió el corazón y trataron de acercarse a los eremitas, que no quisieron platicar con ellas.

Naturalmente que se enteraron de adónde iban aquellas compañas de hombres y mujeres, que no iban a ganarse la vida eterna a Compostela, sino a Finisterre, puesto que decían los viajeros del flagelo que en aquel lugar, situado al oeste, al borde de la Mar Tenebrosa, se acababa la tierra, y defendían que en aquel sitio había de empezar el Fin del Mundo, y ya contaban que ellos querían ser los primeros en atravesar la puerta del valle de Josafat y coger buen puesto para tener la Eternidad lo más grata posible.

Lupa y sus chicas dudaron si sumarse a una procesión y encaminarse al Fin del Mundo, pero les entró pereza porque hacía un tiempo del demonio y nevaba por doquiera, y además estaban ganando muy buenos dineros con tanta parroquia. No obstante, consultaron con los ermitaños que las instruyeron en el problema de la data y les explicaron que Dionisio el Exiguo se había confundido pues que no contó el Año Cero, les dijeron que los años iban menos uno, cero y uno, y que el fraile se había dejado el cero; que, en consecuencia, el primero de enero comenzaría el Año Cero y que el Fin del Mundo sería el año próximo veniente y no el saliente y, para mayor confusión, añadieron que tampoco se sabía si Dionisio había datado con la Encarnación, con la Natividad, con el año vulgar o con la Era, y que si el monje había utilizado la fecha de la Era el Fin del Mundo tendría que haber sucedido hacía la friolera de treinta y ocho años, y no había ocurrido nada nuevo, pero que no era probable que Dionisio conociera la Era. Y acabaron diciendo que se dejaran de pamplinas, que el Reino llegaría cuando Dios quisiera, quizá dentro de otros mil años, y les instaron a velar y a orar, a estar vigilantes, como las vírgenes prudentes.

Las meretrices se quedaron ofuscadas y, como pasada la Pascua de Nadal, las gentes que coronaban el Cebrero luchando contra la ventisca, eran multitud y todas corrían hacia Finisterre, volvieron a dudar si emprendían el camino y hasta quisieron llevar con ellas a sus vecinos los eremitas para marcharse todos, pero los santones se negaron, dijeron que allí vivían y allí se quedaban, y que fuere lo que Dios quisiere.

Ellas vieron que ya no llegaban a ninguna parte y, el último día del año, el 31 de diciembre del 999, se llenaron los cabellos de ceniza y se azotaron las espaldas. Estuvieron, mientras hubo luz, mirando a la vereda, viendo pasar a los rezagados, que ya no corrían, que iban como almas en pena hacia el Finisterre. Observaron varias bandadas de pájaros volando en la misma dirección y oyeron al lobo aullar en la lejanía.

Cuando se hizo la oscuridad, Lupa y sus pupilas comprendieron que iba a suceder lo peor, y una comenzó a llorar, otra también; una a temblar, otra también y una se dio latigazos, y otra también, de tal manera que se contagiaron de pánico unas a otras, y el burdel de Lupa fue un horror, un rechinar de dientes.

Entonces optaron por llamar a los santones, que, de primeras, se negaron a ir con ellas, hasta que al filo de la medianoche se presentó el hombre pidiendo cobijo y la mujer enladrillada gritó, llamando que fueran, por Dios, a buscarla. Y se presentaron todos, rompieron con un pico la casita de ladrillo y la sacaron de allí. La santona respiró hondo al salir, dijo que hacía años que no respiraba aire puro, un aire que no proviniera de sus propias heces, y se fue contenta a la mancebía, puesto que en aquella última noche del mundo, todos los hombres, píos e impíos, necesitaban la compañía de otros hombres.

Pasaron mala noche, todos arracimados, entonando plegarias en común, flagelándose, temblando, creyendo que cada ruido que oían era el aviso del Fin del Mundo, incluso creyeron escuchar las trompetas del Apocalipsis, y, por fin, a mediodía del primero de enero, como nada sucedía, a Dios gracias, respiraron hondo, después de tanto espanto, y volvió cada cual a lo suyo.