Mumisa, o prostituta
Balansiya, año 409 de la Hégira
El ilusionista llevaba refunfuñando varios días. Sus dos esclavas lo tenían desatendido y no querían ensayar con él los trucos y las habilidades de prestidigitación, pero tampoco le hacían caso como amo ni como hombre. Se decía que eso era la ruina, que lo único que le faltaba por ver, ya añoso y con el cuerpo muy viajado, es que esas dos creaturas que a él le debían todo, no se preocuparan más que de sí mismas, es decir, la una de la otra, que las dos eran amantes, y en Córdoba lo llevaban más en secreto, por decencia y por consideración a su amo, pero en cuanto habían emprendido este viaje tortuoso, les había dado lo mismo que el resto de los artistas ambulantes de la caravana lo supieran a las claras, y una cosa era relajarse en sus afectos, pero otra muy distinta ostentarlos, como venían haciendo ellas, a todas horas enlazadas como los matorrales de la ribera del Guadalquivir que habían seguido, y además, que él ya notaba que los otros, algunos por lo menos, se le reían a la espalda.
Adivinadora, consulta tus piedras, cuánto falta para llegar, si es que llegamos, y la vieja hechicera, en un árabe escaso, entrecortado y lleno de anacronismos, porque era egipcia y nunca se había adaptado a estas tierras ni a este endiablado temperamento andalusí, había dicho que sí, que llegaban a una comarca fértil y rica en agua y en sol, que tenía naranjos y limoneros en abundancia, y que sus gentes eran dadas a las altas voces y los cantos y los fuegos fatuos, y que también éranse algo pendencieras y guerreadoras.
Uno de los funambulistas de la caravana murmuró que, pues fácil era adivinar lo que ya se sabía, porque se dirigían a Balansiya desde hacía las dos lunas que llevaban andando y arrastrando carretas desde Córdoba hasta Murcia primero, y luego a Denia, subiendo por la costa en dirección a tierras de Tortosa, atraídos por los puertos y los mercados desas ciudades que tenían mar, donde se decía que se hacían grandes negocios, y ellos, caminantes, artistas ambulantes, faranduleros y transeúntes por forma de ser, querían arrimarse, que algo de bueno podrían sacar de tanto intercambio, pero ni las tierras de Murcia ni Denia les habían sido propicias, y desconfiaban por tanto de la suerte que aguardara en Balansiya.
Naysân, prostituta de oficio casi desde niña y compañera de Sihr desde algunos años atrás, volvía al campamento acompañada por uno de los funambulistas, enlazados por la cintura, sonrientes y luciendo en sus rostros el gesto de la satisfacción de quien ha holgado a sus anchas, y se acercó a Sihr, que recogía las cosas de la tienda que compartían, pues ya reanudaban la marcha.
Sihr le entregó su arpa, sin decir nada, pero la compañera le hizo un guiño y echóse a reír regocijada, susurrándole entre dientes que ese hombre la volvía loca, que se hacía ilusiones con él de establecerse en alguna de las grandes ciudades que conocían y abrir local de venta de algo, o de escuela de algo… pero la otra, envolviendo cuidadosamente su cítara en un pañuelo de seda bordada, le dijo que tuviera cuidado, que él y los otros dos equilibristas del grupo eran hombres acostumbrados a ganar fácil los dinares y a igual de fácil perdellos, y que habían tenido mujeres por doquiera que habían ido y a muchas dejaron maltrechas, sin seguridad y sin casa y a algunas con hijos, y ellos habíanse marchado igual que habían venido; que no se fiara de las buenas palabras que se dicen en los momentos de la pasión de los sentidos, que se acordara de que ella misma, cuando está cumpliendo con su oficio, dice esas cosas que gustan de escuchar los hombres y luego se olvida; que ella misma promete y jura, y asegura imposibles, y finge el más loco placer en el fragor de la relación carnal, para dejar contento a su cliente y cobrar más alto precio. La compañera se revolvió, diciéndole que su relación con el equilibrista nada tenía que ver con su oficio, pero Sihr comentó que, pues mejor haría en poner tarifa o tope a las citas, que al fin y al cabo, él es hombre y tú prostituta, como yo misma, y eso a la larga saldrá, que el hombre gusta de tener muchas mujeres para que lo sirvan y lo acomoden y lo agasajen y lo cumplimenten, pero por lo que más satisfecho se siente de tenellas es por pensar que son suyas y que ningún otro hombre las tienta ni ha de catarlas, mientras que no consiente en que sea la mujer la que tenga más de un hombre, aunque ése sea su oficio, y viva dello, y lo lleve con dignidad como nosotras, puesto que tampoco soporta saberse comparado con otros hombres o que sea la mujer la que elija, por tanto, cuenta que a éste le haces el servicio de compañía, dormida y placer gratis, y que buenos dineros se ahorra contigo, y que, pues está siendo largo el tiempo del camino, las ganas y las necesidades azuzan y a ti a mano te tiene, pero que para esposa, o esclava, o dueña de su casa, ha de tomar a alguna que no conozca otro varón para estar seguro de su poder sobre ella y que ella se crea que no hay otra cosa diferente a la de él, y mucho menos, mejor.
Sihr decidió no hablar más, porque leía en la mirada de la amiga que no quería seguir escuchando lo que no le gustaba oír, y además, no era ella quién para aconsejar a nadie sobre su propia vida, que ya tenía bastante con la suya; pero conocía a los hombres, que desnudos no tienen secretos, y sabía que ellos precisan poseer a la mujer para olvidar que se sienten poseídos por ella, y que una vez que consiguen su cuerpo, la desprecian para intentar recuperar de nuevo su alma y, sobre todo, conocía a uno, un hombre que jurándose enamorado, la maltrató porque lo hizo vulnerable, un hombre que prometió matarla porque su vida le pertenecía a él, y gracias al que ella se había comprendido libre y sin dueño.
Llegaban, al fin, a unas tierras fértiles atravesadas por interminables huertos con árboles frutales muy frondosos y repletos de naranjas, limones y peras. El verde y las flores emergían en jardines naturales, había agua en abundancia, hasta el punto de que una de las mulas se atascó las patas en el barro y hubo que empujarla para que siguiera avanzando. Acamparon junto a la puerta Bab Al-Hanás, que decían de la Serpiente, y en una amplia explanada montaron las tiendas del campamento, por una vez con suficiente distancia entre ellas como para quedar más independientes unos de otros. A mulas y caballos los dejaron atados a estacas en el suelo, y los carros, liberados de cargas y aparejos, fueron situados en círculo alrededor de las tiendas, apoyados en la tierra, dando sensación de límite, o de frontera, o de pequeña muralla protectora, y Sihr pensó que, entre eso y el fuego que estaban encendiendo en el centro mismo del campamento porque ya la noche se había echado, y la lumbre acompaña y templa los ánimos, y cuece el agua y llama al entendimiento, pensó enternecida Sihr, que habían formado un vecindario y que pintas tenía eso de apalancamiento, vaya, que se iban a quedar allí bastante tiempo.
El hambre azuzaba y querían ponerse a trabajar, por lo que la pandilla cogió los aparejos de sus oficios y salieron, al despuntar el día, a la búsqueda de clientes. Entrando por la puerta de la Serpiente, encontraron la ciudad de Balansiya ciertamente bella, provista de jardines espléndidos bajo un cielo de azul inmaculado sin rastro de nubes y mucho movimiento entre las gentes, bien vestidas, con panes, cestos con frutas, niños y casas con puertas abiertas, todo lo cual es señal de vida en la que no escasea el alimento, y se alegraron, porque allí harían negocio. El zoco se situaba junto al mar. Sihr sintió que la luz de esa costa era especialmente hermosa, y el color del mar al fondo apabullaba los sentidos, mezclado con las vestimentas llamativas de hombres y mujeres que zascandileaban por él. Ese día jueves era, además, de feria, y ganaderos y campesinos habían acudido a comerciar con animales y productos del campo, aparte de los habituales herreros y cuchilleros, estereros, drogueros y perfumeros, lecheros, vendedores de aceite, manteca y miel, fruteros y vendedores de hortalizas que tenían establecidos los puestos agrupados por productos, unos junto a otros y bajo vistosos toldos, desde donde pregonaban a porfía sus mercancías para atraer a la clientela, y el comprador podía comparar precios y regatear y quejarse ante uno de que el de al lado le había ofrecido mejor venta, y establecer así una polémica a voces.
El prestidigitador y las dos esclavas se situaron en un recodo junto al centro mismo del zoco, donde se concentraba la actividad transeúnte y se vendían salchichas, pasteles y frituras preparadas para comer al momento, y se organizaban ventas a voz alzada de animales y aparejos de campo, formándose círculos donde unos y otros hablaban y respondían, y se cerraban los negocios, y allí mismo se iba luego a protestar o a reclamar ante testigos, y pronto se formó un grupo de curiosos que se quedaban boquiabiertos tanto por las artes mostradas por el ilusionista como por los roces, arrumacos e insinuaciones obscenas que una y otra esclava se procuraban mutuamente. Más allá, junto a un patíbulo que exhibía los cadáveres de varios ajusticiados en la horca, se pusieron los equilibristas a ejecutar sus habilidades, aunque Sihr habíales dicho que era un tétrico lugar para compartir, pero lo cierto es que el macabro espectáculo atraía gran público y dello podíanse beneficiar los funambulistas. Sentados en el suelo había vendedores de hierbas y plantas medicinales, fabricantes de férulas y triacas, un preparador de ungüentos y galena que mezclaba las pócimas con gran habilidad y un médico que hacía la ruta de la comarca poniendo huesos en su sitio, curando males de piel y de tripas, ejecutando sangrías sin más aparatos que un cuchillo y una palangana y recomendando vino caliente para el dolor de cabeza, y próxima a ellos extendió su manta la adivinadora, sobre la que desplegó las piedras, cristales, cartas decoradas con símbolos antiguos, posos de té secos y otras piezas que utilizaba para sus artes de videncia, y comenzó a recitar, con voz llamativa y misteriosa, jaculatorias en lengua extranjera y oraciones antiguas y canciones de magia, incitando a hombres y mujeres a que se acercaran para conocer su futuro, que ella les diría la solución para sus males de amores, o les quitaría el mal de ojo, les leería la buenaventura en la palma de la mano o en la mirada, y les traería la buena suerte y las riquezas, les adivinaría el pasado y el porvenir y les interpretaría los sueños.
Entre las gentes se mezclaban los aguadores, ofreciendo agua de coco, y los perfumistas, que a cambio de algún dinero perfumaban a sus clientes con fumigaciones de incienso o de maderas aromáticas o con aspersiones de agua de rosas, y los lisiados, algunos dellos falsos, y los mendigos, los enfermos y otros personajes heridos que pretendían la atención y el dinero de los transeúntes. Todos ellos tenían espectadores y mirones y clientes y regateadores, y había un vocerío excitado que nublaba la razón, será este cielo y el mar abierto, y esta luz cegadora, pensábase Sihr, y la estación del año, queste mes de subat proclama el nacimiento del nuevo ciclo de la tierra y las nuevas flores y las nuevas frutas, pero aquí les gusta la pendencia, se les nota en la forma de dirigirse entre ellos.
En medio deste gentío, Sihr y su compañera comenzaron a tañer sus instrumentos graciosamente, acompañándose de movimientos insinuantes de sus caderas y gritos sonoros que pretendían estimular los oídos y los deseos ajenos, y pronto se formó alrededor dellas una gran expectación, sobre todo masculina. La compañera tocaba un arpa de mano y se acercaba mucho a ciertos hombres, los que veía con traza de campesinos bajados del monte a la feria, quesos seguro tenían dineros frescos, y sonreía provocadoramente, rozándoles con sus ágiles devaneos, lo cual hizo que muchas mujeres se marchasen de allí, llevándose hijos y maridos, renegando ellas y refunfuñando ellos. Sihr tañía la cítara empezando a dar algunos pasos del baile que era su intención ejecutar, hasta que hubo bastantes hombres agrupados como para dejar el instrumento en el suelo y comenzar una danza espectacular siguiendo la cadencia del arpa de la compañera y agitando certeramente una pandereta en su mano. Sihr vestía una chaqueta de seda y lino roja hasta los tobillos, en cuyo faldón había cosido figuras de caballos de madera que al bailar parecían luchar entre sí, y que era una danza muy de moda en Córdoba, de gran vistosidad y que Sihr ejecutaba con gracia, haciendo que los caballos se movieran a su antojo, al ritmo de sus caderas y con los golpes de la qadib. El baile acababa con una serie de giros vertiginosos sobre sí misma, que enervaban a los espectadores por el vibrar de la pandereta y el chocar de las figuritas, y por la belleza que se adivinaba en la mumisa debajo del faldón levemente elevado por los giros dejando ver sus piernas, hasta que, en un golpe seco, la bailarina paró lanzando la qadib al suelo y con un movimiento rápido de su mano abrió completamente su chaqueta bajo la que apareció totalmente desnuda, para regocijo de los presentes, que gritaban exaltados y vociferaban y se alegraban y la jaleaban; mientras algunos arrojaban monedas a sus pies, otros se unían atraídos por el jolgorio, otros pretendían acercarse demasiado y los más, contemplaban ansiosos el espectáculo. Luego continuó danzando a un ritmo más suave y cadencioso, siguiendo las notas más largas del arpa con pequeños pasos y contundentes latigazos de sus caderas, que hacían brotar nuevos gritos de júbilo de las bocas de los espectadores y más monedas de sus bolsillos. La compañera se iba a unir al baile según lo tenían acordado entre ellas, pero tuvo que intervenir la guardia del mercado para conservar el orden, a punto de alterarse por los ánimos excitados de la plebe, y les ordenó que se marchasen del lugar, por lo que recogieron apresuradamente las monedas y los instrumentos y se alejaron de allí; pero entonces ya habían hecho clientes que las siguieron fielmente hasta la playa.
Aisladas dentro de un grupo de palmeras que dotaban de cierta intimidad, las mumisas tuvieron trabajo abundante y cumplieron con los actos de amor urgente requeridos por clientes que pagaban bien por ver colmado su entusiasmo. También es cierto que el primer cliente fue el propio jefe de la guardia del zoco, y que a él se le regaló el servicio, y que contento con el mismo, fue a patrullar con más ánimo por otros sectores, más lejanos, del mercado. Hasta bien entrada la tarde hicieron visita a las dos mumisas muchos campesinos y carniceros y artesanos y otros hombres de la plebe, mientras ellas quisieron y si era aceptado el precio, y empezando a descender el sol detrás de la línea del mar, Sihr decidió que por ese día era bastante y que otra feria habría el martes siguiente, y que éstos volverían y traerían a otros y que muchos dineros harían, si seguía la buena estrella en el cielo, loado sea Alá. Además, tenía una sensación rara, juraría que uno de esos hombres a los que había prestado su cuerpo momentos antes, le resultaba familiar, pero su costumbre era no mirarles a la cara, no podía saber por tanto a ciencia cierta si su intuición era real.
Naysân marchóse a buscar al equilibrista, alegre y con ganas de contalle los buenos trabajos realizados y las buenas ganancias con ellos adquiridas, y Sihr rogó a Alá que el equilibrista no le partiera en dos el alma y la cara a la infeliz, pero la dejó ir, y ella, escondiendo los dinares en el hueco de la cítara, y envolviendo aquélla en su ropa, se desnudó amparada por el atardecer y se zambulló en el agua del mar, pareciéndole esa agua y ese mar y ese atardecer la mejor ganancia y el mayor placer que tuviera desde hacía tiempo. Todavía mojada, púsose la chaqueta de nuevo, abrochándola toda entera hasta los tobillos, y sin sacar los dineros de dentro de la cítara, se encaminó de nuevo hacia el mercado, por ver si encontraba a alguno de su pandilla y regresaban juntos al campamento.
Un grupo de soldados a caballo, en mal pensamiento Alá los tenga, pasaron a galope por su lado, levantando polvareda y alboroto, profiriendo gritos contra Mubârak, el rey eslavo de Balansiya, clamando justicia y reclamando la muerte para él. A los primeros siguieron otros muchos, blandiendo lanzas y sables, armados como de batalla, con escudos y mallas y espadas y látigos, que pasaron muy cerca de Sihr y a punto estuvieron de derribarla. Uno dellos hizo chasquear su látigo delante de sus pasos y ella hubo de detenerse bruscamente para evitar el daño, y entonces él le dijo que lo mirase al rostro, que lo reconociera, que a él le seguía perteneciendo su vida, y que llegaría el momento de cobrársela, que ahora se la perdonaba porque buen servicio le había hecho horas antes entre las palmeras, pero que la buscaría para cumplir su promesa y atravesarle el cuerpo y arrancarle el alma, y que la próxima vez no lograría seguir viva.
El hombre se alejó cuando ella empezaba ya a correr, y por los gritos de miedo y por el ruido de golpes y destrozos que ya se oían y por los latidos de su corazón que le alertaban del peligro y de algún mal imprevisto y por una agobiante sensación de terror, la mumisa corrió más deprisa, sabiendo que algo malo estaba pasando.
El centro del zoco estaba envuelto en llamas, había cadáveres de hombres y mujeres esparcidos por el suelo, los puestos y las tiendas y los tenderetes de utensilios y productos del campo se hallaban tirados por aquí y por allá, mientras multitud de personas corrían despavoridas para librarse de la carga indiscriminada de los hombres a caballo que atravesaban con sus lanzas todo lo que se moviese, gritando que venían a instaurar un nuevo reinado, que Mubârak era un traidor y había llegado su fin, que el señor Labib Al-Amirí de Tortosa, venía a imponer su mandato, y que todos los que no acatasen su poder morirían como aquél.
El pánico envolvió a Sihr como un negro manto, y pensó que ella no quería morir, todavía no, ni así, que esa violencia gratuita sólo servía al ánimo sanguinario de esos guerreros insatisfechos de la vida, y aun se le pasó por la cabeza que si muchos dellos conocieran los verdaderos goces del amor, aunque fuese pagándola a ella, no necesitaran, ciertamente, buscar el descargo de su potencia viril en guerras y en crímenes que desolaban desa manera la vida normal de un pueblo. Las lágrimas inundaron sus ojos, pero no podía llorar, porque antes tenía que sobrevivir, esconderse en algún sitio hasta que la revuelta pasase, y sobrevivir, y luego buscar a Naysân y al ilusionista, y a la adivina, poca adivina era esa que no había predicho tan mala suerte, y a los otros, ¿qué habría sido dellos?, y guardar sus dineros y su cítara y guardarse de esos hombres que iban y venían a caballo, dando vueltas y gritando, cortando cabezas y caras y brazos, incendiando los carros, saqueando las tiendas, llevándose lo bueno que encontraban y pisoteando bajo las patas de los animales el trabajo y el esfuerzo de tantos hombres y mujeres que nada tenían que ver con sus afanes políticos.
Se echó la noche cerrada y los soldados seguían destruyendo lo que encontraban a su paso, borrachos del vino que habían tomado y seguían haciéndolo para darse ánimos para la batalla, y Sihr llevaba ya varias horas escondida en el patio de un herrero, arrebujada entre las forjas y los hierros y los cobres y las piezas pesadas y los instrumentos del mismo, que por pesar tanto seguían allí sin ser tocados, y rezó a Alá para que pronto amaneciera y aquellos locos necesitaran dormir y viniese el señor dellos a tomar definitivamente Balansiya y dejara tranquila a la plebe para enterrar a los muertos y recuperar sus pertenencias, pero de haber sabido lo que la esperaba, no hubiéralo hecho, pues con los primeros rayos de luz, aventuróse a salir de su escondite, una vez se hubo asegurado de la marcha de los soldados y viendo que otros del mercado ya volvían tímidamente a sus puestos, y muy cerca de allí encontró el cadáver de su desdichada compañera, atravesado de un tajo y pisoteado de bruces sobre el suelo.
La mumisa sintió un penetrante dolor, una indescriptible amargura por la injusta muerte de la joven y la certeza de que aquel baño en las aguas del mar le había salvado la vida. También pudo encontrar los cuerpos del ilusionista y de una de las esclavas, y más allá, casi irreconocibles, los cadáveres de la adivinadora, tendida sobre sus piedras y su manta, y de los equilibristas, colgados con otros. Las lágrimas y los gritos de Sihr se mezclaban con el llanto de otros muchos que buscaban y clamaban a Alá, mientras se escuchaban a lo lejos rumores de batalla que anunciaban que las luchas por el trono continuaban en el palacio del rey eslavo y en las munyas de los señores nobles. Sin perder más tiempo, Sihr corrió hasta el campamento, con la intención de rescatar alguna pertenencia, sorteando los obstáculos entre los cadáveres desconocidos y los saqueadores miserables que portaban sacos para aprovecharse de la desgracia, y recordóse de aquella sensación que había tenido al llegar de que aquí venían para quedarse largo tiempo, y se dijo que era cierto, pues Alá había querido que se uniesen sus destinos, el de los otros, viniendo a morir a estas tierras, con el suyo, viniendo a nacer de nuevo, en este mes de Dhu-l-hicha, del año 409 de la Hégira. Decidió que aquí se instalaría, pues aquí era donde, librándose milagrosamente de una muerte cierta, le señalaba Alá que era donde tenía que hacer su trabajo, que a los hombres desta tierra mucho les hacía falta el desfogue del cuerpo para el desfogue de la mente y que dejaran de ingeniar tanto en la muerte del alma, y recordó impresionada cuando, tiempo atrás, cambió sus servicios amorosos por una profecía, la que habíale prometido que nacería del mar, ella, humilde y anónima, como lo hiciera la diosa Venus de los antiguos romanos.
Buscó una de las ventas de la ciudad, que es donde mejor se comercia con las ganas de amores, ya que los viajeros son clientes rápidos, discretos y olvidadizos y dejan dineros que luego no vienen a reclamar, y allí se presentó al ventero como lo que era, mumisa recién llegada, pidiéndole hospedaje y ofreciéndole a cambio compartir beneficios con él, quella alquilaba su cuerpo por las ganancias y no por el placer, tal como correspondía en mujer pública, que era soltera y libre de cualquier lazo y extranjera en esa ciudad, por lo que haría clientela más pronto que si fuera viuda local, y al ventero, que le hacía falta ayuda después de ese nuevo desastre, y que además necesitaba compañía de mujer y como Sihr le gustó, llegó a un acuerdo con ella y le dejó una habitación de las más humildes de la venta y le dio derecho a comer caliente una vez al día.
Pronto comprobó el ventero que no había errado, que la mumisa era mujer astuta y aplicada, que bailaba delante de huéspedes y comensales sabiendo levantar los ánimos y no había hombre de los que por allí pasaban que no alquilasen un rato las alegrías de su cuerpo. Además era limpia y aseada, queso siempre agrada, e ingeniábaselas con afeites y perfumes para parecello más; cumplía con las abluciones y las oraciones diarias que ordena Alá, reservando el tiempo preciso entre cliente y cliente, y tenía habilidades secretas y brebajes de hierbas y otros mejunjes y aguadas que ella misma se fabricaba para no preñarse, era callada y buena escuchadora, y poseía otras virtudes que al ventero bien le apetecía ir descubriendo, además de sentirse atraído por cierto halo de tristeza que todavía embellecíale más el rostro. Diríase que esa mujer tiene hechizo, que ya su nombre lo dice, Sihr, magia, y más de uno repite de vella, no sólo caminantes y viajeros, que también se vienen los locales, y esta venta ya tiene fama.
Todavía no había acabado ese año, y Sihr ya pudo dedicar dineros a hacer limosnas de relevancia, tal como se ordena en la Ley del Profeta y de Alá y, con su pecunia, había logrado levantar, en el cementerio, un pequeño monumento a sus compañeros de caravana muertos, donde iba a orar semanalmente, después de hacer sus compras en el mercado.
El ventero se había enamorado de ella, y sólo deseaba que siguiese viviendo cerca de él, por eso, cuando aquella tarde había llegado el soldado de palacio que decía conocella y ella lo había recibido alegre y animosa, y le había ofrecido comida y bebida y luego le había invitado a subir a su cuarto, gratis, decíale, para ti mi señor, ésta es la recompensa por tus favores y hoy hallarás la mayor dicha que Alá te haya reservado, y ella había bajado luego al comedor sola, agitada y sudorosa pero entera y con el gesto altivo, y el ventero le había preguntado por el soldado y ella le había contestado que ningún soldado había entrado en la venta aquella tarde, por eso, él había asentido, había dicho que era verdad, que ningún soldado había venido. Luego, habían seguido arreglando la bodega y el sótano, reforzando las esquinas, rellenando los huecos del suelo y encalando las paredes, sin hablar de esos sacos humedecidos de líquido sanguinolento que habían quedado emparedados y que nunca habían existido.