Albina

Castillo de Nájera (La Rioja)

Era 1067. Año vulgar de 1029

La reina doña Mayor estaba recluida en la torre alta del castillo de Nájera. No quiso a nadie con ella, salvo a Albina, su esclava, y despidió a todas sus damas. Había sido acusada por sus hijos de adulterio ante su marido, el rey Sancho Garcés III, el rex ibericus, el emperador que reinaba de Zamora a Barcelona.

«¡El rey Sancho, mi esposo, un crédulo, un botarate, un simple! ¿Por qué no consulta este hecho con don Oliba de Ripoll, que siempre le ha aconsejado bien…? ¡Mis hijos tres víboras que traje al mundo! ¡El caballo la reencarnación de Satanás, la estampa del Anticristo! ¡Desdichada de mí, más me hubiera valido no salir de Castilla y haber entrado en religión! ¡Acércame una daga, Albina! ¡Clávamela en el corazón!», gritaba doña Mayor mientras enormes lagrimones surcaban sus mejillas.

Y lo que pensaba Albina, escondiendo el puñal en lo más profundo de un baúl, que la dama voceaba y lloraba con motivo y trataba de consolarla: «Ea, ea, téngase la señora», y le besaba las manos y le acariciaba la cara. Pero la reina no paraba en su llanto. «¿Qué clase de marido tengo? ¿Acaso tuvo miedo de los sarracenos? ¿Qué hacía una bestia color canela en mi habitación? Una bicha que relinchaba, coceaba y ensuciaba el suelo con sus malas aguas ¿Qué tenía que ver yo con el caballo? Naturalmente que, cuando el infante García me lo pidió, se lo regalé en buena hora. Cierto que, luego, me retracté, puesto que ¿no le tenía el rey tanto aprecio al caballo?, pues que se lo diera él, a fin de cuentas di algo que no era mío, cometiendo así una imprudencia…».

Albina, su azafata, la camarera que le llevaba el cofre de los perfumes y las joyas, se afanaba en secarle las lágrimas desde hacía siete días, desde que los infantes acusaran a la reina de lo que no era, nada menos que de haber practicado la coyunda ilícita con un caballero —con el caballerizo concretamente—, que no hacía otra cosa que cuidar del bicho; y tenía mucho trabajo, porque la señora no cesaba en la llantina, a fe que parecía un manantial. Y ella había de recomponerle el rostro para que los señores que subían a la torre alta del castillo con noticias no la vieran llorar. Que la señora no quería que la vieran llorar. Tal le había dicho a Albina, pero la esclava no podía contener tanta lágrima y temía que el rostro de la reina comenzara a surcarse de arrugas.

Y es que llegaban los señores del reino de Navarra a la habitación de la señora y, a más de demandar por su salud y estado de ánimo, venían con contarellas, hablando a voz en grito, pues todos eran muy voceros, de la increíble historia de la emperatriz María Augusta, la esposa de Otón III de Germania, que se enamoró perdidamente de un conde y le pidió amores, pero el conde se negó y ella lo mandó matar; cuando se conoció el hecho, pues la viuda pidió justicia a don Otón, la emperatriz fue condenada a la ordalía del hierro candente y murió durante este acto. Y, aunque los señores hablaban desde la puerta y doña Mayor lo oía todo, Albina había de repetirle a la reina, una y mil veces, lo que decían, y a ella también se le ponía carne de gallina, le venían escalofríos y varias lágrimas luchaban por correr por su hermoso rostro.

En el aposento de la reina fue un llorar. Ni la alta dama ni su esclava se pudieron reprimir cuando oyeron de boca de una de las camareras que la condesa Uzea de Finisterre, hija del rey Bermudo II de León, padeció la prueba de los leños rusientes en sus carnes, porque su marido la acusó de adulterio, de lo mismo que a la señora de Navarra. No obstante, al conocer el hecho, respiraron un tantico más sosegadas pues la dama salió ilesa.

Albina lloró poco; un poco, lo justo para acompañar a su señora, puesto que no podía tener sus ojos llenos de agua sino muy despejados. Como la señora parecía mismamente un río, ella se afanaba en prepararle un compuesto de membrillo, harina de trigo y semilla de abrótano, todo muy bien cocido, para curarle los ojos inflamados poniéndoselo sobre ellos, en un apósito. Pero nada valía, de los ojos de la reina manaban más y más lágrimas y Albina no podía con ellas.

La esclava trataba de calmar a doña Mayor: «Ea, ea», le decía, le suplicaba y, para distraerla, quería lavarle la cara con sosa y aplicarle, luego, untura de albayalde y darle color a su rostro con palo de raíz de nogal y refrescar su cuerpo con perfume de alegría, y aviarla con todas las joyas, que de todo eso y más llevaba Albina en su azafate, en su cofre; y hasta vestirla con su mejor traje, porque se comentaba en el castillo que el rey estaba a punto de llegar a Nájera.

Albina apenas salía del aposento de su señora, acaso para personarse en las cocinas en busca de alguna vianda o de algún remedio para el rostro de doña Mayor. Bajaba la escalera y recorría el castillo con la cabeza gacha, sabedora de que las damas de la reina le habían tomado ojeriza, porque a todas las había despachado y se había quedado con ella, con una esclava, y con ella lloraba y penaba. Demasiado honor para una esclava… Demasiado no, el justo. La señora le tenía confianza, no en vano, se decía Albina mientras andaba por las estancias, le había llevado el azafate, el cofre de las joyas y los pomos, desde que tenía ocho años, desde que la entregara la condesa Ermessenda de Barcelona a la reina de Navarra, como regalo de bodas, y ya no se había separado del cofre. Había ido siempre con él, detrás de la señora, preparándola cuando fue menester y esmerándose todas las veces en que el señor rey la llamó a la cama. ¿Cómo no había de tenerle confianza la señora? ¿Cómo no había de quererla a su lado si no deseaba que la vieran llorar? ¿Algún otro de los habitadores del castillo de Nájera podía detener el torrente que manaba de los ojos de la reina?

«Mejor que le haya dado por llorar, se decía Albina, mejor; de otro modo, mi señora no arrojaría el disgusto que lleva dentro, sus lágrimas serían interiores y tanta agua le pudriría el corazón… Además, las lágrimas se llevan muchas cosas…». Si no que se lo preguntaran a ella cuando unos mercaderes de esclavos la arrancaron de los brazos de su madre, en una aldea del norte de Europa, entonces lloró y lloró tanto o más que su señora… No recuerda, no recuerda, Dios la perdone, ha olvidado nombres de personas, de lugares y el rostro de sus progenitores. Luego, después de mucho caminar, la compró la señora Ermessenda, en el mercado de Barcelona, y se la llevó con ella, para regalarla enseguida a doña Mayor, que la recibió con cariño y la mantuvo a su lado, hasta tal punto que no quería estar con otras camareras. Y pese a que recibía el favor de la reina, Albina andaba con la cabeza baja, sin mostrar su buen aire, sin enseñar su rostro perfecto. E iba apresurada, por eso entró en las cocinas como una flecha, tropezándose con la guisandera de viandas, que le pidió noticias de la reina, pero ella no le prestó atención, se encaminó a la botica y, mientras la otra parloteaba, recogía en un cestillo cantidad suficiente de anagalis, espuma de mar, piedra pómez (todavía de la que trajera de Córdoba la reina Toda Aznar, que repartió una porción por todos los fuegos de Navarra, puesto que cortaba la sangre), agallas, iris illérico, lycium índico y miel, para quitarle a su señora las manchas que le estaban naciendo en la cara. Y salió como había venido, deprisa, sin decir palabra.

Y, cuando Albina estaba a punto de terminar el emplasto, llegó el rey don Sancho al castillo de Nájera. Doña Mayor comenzó a temblar, su llanto se tornó compulsivo. Los tambores atronaron la fortaleza, aunque a la torre llegaran disminuidos. La reina se dejó poner el remedio contra las manchas en su hermoso rostro, creída de que su marido la visitaría en la cama. Pero no. Las dos mujeres supieron por los correveidiles que el señor de Navarra, el hombre que reinaba de Zamora a Barcelona, había escuchado de boca de sus hijos la acusación de adulterio contra su esposa y que volvió a darle crédito, decidiendo que la denuncia se haría pública al alba, ante toda la corte reunida. Cuando la reina conoció la decisión marital, dejó de llorar. Albina quedóse muda, pero lo agradeció después de tantos días de llanto; se dijo que a su señora se le habían terminado las lágrimas, como le sucediera también a ella en su época de adversidades, y le veló el sueño, un sueño muy tranquilo y sosegado.

A lo largo de la noche, la esclava tuvo tiempo de recordar tiempos pasados y de meditar, pues las horas de oscuridad corren harto lentas cuando se está velando a otro. Su pasado lo recorrió rápidamente, del rapto, viaje, venta, estancia en Barcelona e incluso de la condesa Ermessenda apenas recordaba nada; su memoria empezaba a clarear con su llegada a Pamplona, cuando don Gaucefredo, el embajador de la diputación catalana que llevaba los regalos de boda, le propinó un pescozón en la cabeza para que se arrodillara ante doña Mayor, cosa que hubiera hecho ella de grado, como venía haciendo desde que la raptaron los mercaderes de esclavos en un lugar del norte de Europa, puesto que desde entonces no valía nada, ni nombre tuvo, o lo olvidó con lo demás, hasta que la condesa de Barcelona mandó que la bautizaran y le pusieron uno, Albina, un nombre acertado pues tenía muy blanca la piel. El capitán le dio un pescozón porque era general que a los esclavos se les tratara mal, se les maltratara, de otro modo parecía que los amos no tenían autoridad. Claro que a ella, sus señoras, doña Ermessenda y doña Mayor, nunca la humillaron, nunca le pegaron, nunca se airaron con ella. La señora de Barcelona la miró de arriba abajo, de lo poco que recuerda bien, le sonrió y la entregó a sus camareras para que le enseñaran a bordar tejido fino, pero no aprendió porque estuvo escaso tiempo, unos meses. La señora de Navarra también la miró de arriba abajo, incluso le sonrió con sus grandes ojos y, de inmediato, le entregó el azafate, el cofre con sus joyas y unturas, le dijo que sería su azafata y le hizo una carantoña en la cara. Albina, que no sabía lo que era ser azafata, tomó la arqueta de cedro y no se separó de ella. Aprendió pronto a hacer ungüentos y fue la mejor servidora de la reina, la que mejor le pintaba el rostro, y a su lado creció en altura y en anchura, a su lado se hizo mujer… Suspirando dejó las cosas de su vida y analizó la situación de la señora, que dormía en su lecho con un sosiego que no había encontrado en siete días, y había dejado de llorar e incluso sonreía en sueños.

Desde que llegó el rey a Nájera la alta dama había cambiado de actitud. Ya sabía Albina por experiencia propia que las reinas tenían el carácter tornadizo, que tan pronto lloraban como reían, que eran caprichosas, y a saber cómo se despertaría doña Mayor, qué talante traería del mundo de los sueños, si volvería al llanto o si se crecería ante su desgracia, puesto que ¿no era una mujer que había construido un puente sobre el río Arga, en una población a cuatro leguas de Pamplona, dirigiendo a un maestro de obras, que a su vez mandaba a un tropel de operarios, y le había quedado magnífico? Lo extraño fueron los siete días de llanto que empezaron en la dominica anterior. Desde el primer instante, la señora supo que no debía llorar, que no era de reinas llorar, por eso expulsó a sus damas de la torre alta, para que no la vieran, y no les dejó traspasar el umbral de la puerta. Si corrieron amargas sus lágrimas, fue por debilidad, porque cualquier persona sufre momentos de debilidad… los reyes, las reinas, los hombres, las mujeres…

Y estaba la esclava en estos pensamientos, cuando, antes del alba, la reina doña Mayor pidió de desayunar y se levantó rauda. Llamó al preste para que la confesara y a todas sus camareras para que la bañaran y aderezaran. Tomó confesión, comunión, un baño de agua caliente y refrigerio, se dejó vestir con sus mejores galas y de sus ojos no salió ni una lágrima solitaria. Lo que había dicho Albina que la conocía bien.

La señora se hizo bajar al patio de armas en silla de manos, flanqueada por todas sus damas. Cuando llegó al lugar del juicio y sonaron los timbales, una mirada de enojo llenaba su bello rostro. Anduvo la reina con paso lento, a propósito, se detuvo frente al rey, levantó la cara en un imperioso ademán y no quiso sentarse en la rica silla que le ofreció su marido, ni se dignó mirarle a la cara y sus hijos, las tres víboras de Navarra, como si no estuvieran, y eso que estaban presentes: García, el primogénito, un fementido; Fernando, el segundogénito, un joven imberbe, y Gonzalo, un niño…

Don Sancho Garcés III de Navarra leyó los cargos: adulterio, y le preguntó a su mujer cómo se declaraba. Ella contestó: «¡Inocente!», sin que le temblara la voz, y ya habló el rey sentenciando que su inocencia o pecado se dirimiría en duelo, que, por un lado lucharían los hijos de ambos, los acusadores, y por otro los nobles que salieran valedores de la virtud de la reina. Pero no salía ningún hombre, ni noble ni plebeyo. El silencio era absoluto. Albina, que tenía un nudo en la garganta, entregó un pañuelo a su señora para que se secara las lágrimas. El rey se frotaba las manos y hacía gestos de malhumor. García y Fernando dejaban que sus escuderos les ajustaran la loriga. Sólo se oía el piafar de los caballos.

Albina se lamentaba de que ningún hombre se presentara a luchar contra don García, el próximo rey de las Hispanias, el que gobernaría de Zamora a Barcelona a la muerte de don Sancho, de que ningún hombre quisiera malquistarse con él, máxime por la reina, que era castellana.

Pero se equivocó de parte a parte. En un lateral del patio de armas se alzó una voz: «¡Yo salgo valedor de la reina!». Era el infante Ramiro, el hijo mayor del rey y de doña Sancha de Albar, el bastardo. Los vivas de nobles y villanos resonaron en el cielo. Doña Mayor miró hacia el lugar y respiró hondo. Albina hizo otro tanto. El señor rey platicaba con un preste que se había acercado a su trono y le contaba alguna cosa. Don Ramiro se vestía apresuradamente. Don García sonreía como una sierpe. Don Fernando hubiera querido desaparecer bajo la tierra, el pequeño don Gonzalo hacía tiempo que no estaba en el lugar de autos. El rey enrojecía por momentos. El preste gritaba para evitar el duelo y, quizás, el descrédito de doña Mayor porque a saber quién ganaba, que los infantes le habían dicho que todo era patraña, que la reina no era infiel, que se lo habían inventado todo. Don Ramiro apareció a caballo con los arneses de justar.

Don Sancho, azorado, suspendió el duelo y se retiró a sus aposentos. Iba muy contrariado.

Doña Mayor llamó a don Ramiro, al bastardo, le besó en la cara y, luego, como en un disparate, le rogó que se metiera bajo sus sayas y, como si lo pariera, le hizo salir y la partera exclamó: «¡Desde hoy, don Ramiro, será mi hijo y me ocuparé de que tenga parte del reino, pese a ser bastardo!», a García le espetó: «¡Maldito seas para siempre jamás!», y, un tanto acalorada, pero disfrutando de su triunfo, se fue con el mismo aparato que había venido y, en cuanto traspasó el dintel de la puerta de su habitación, comenzó a llorar. Albina le preparó el remedio contra las manchas de la piel.

Los hechos ocurridos se comentaron hasta la saciedad en Navarra y en todos los reinos de las Hispanias. Los abades Odilón de Cluny y Oliba de Ripoll reprendieron al emperador en sendas cartas. En Nájera el pueblo vitoreó a doña Mayor cada vez que salió del castillo.

A los pocos días, el infante García anunció que emprendía viaje a Tierra Santa para purgar su pecado. Se llevó el perdón de su madre, porque las madres no se pueden resistir: perdonan siempre.

Doña Mayor, entre lágrima y lágrima, se holgó con sus camareras y no quiso recibir al rey, hasta que, ante su mucha insistencia, no le quedó otro remedio que aceptarlo en la cama. Lo que comentó con Albina: «Si no lo dejo entrar, se solazará con otra mujer». Y su esclava preferida convino en ello.