Báhar

La-Shala, en la provincia de Xantamariyat

Al-Xark. Año 408 de la Hégira

Por Alá, siempre único, que el viaje había sido horrible, pensóse el general Al-Nahr, y menos mal que estaban llegando y que grandes fastos les aguardaban como bienvenida, aunque ahora venía la parte peor, su señor Hudayl ibn Racin, príncipe de La-Shala, que Alá proteja y colme de dichas, tenía que ver con sus ojos y escuchar con sus oídos y apreciar con sus otros sentidos la maravilla por la que había pagado la locura de tres mil dinares.

Para expresión de rostro, vive Dios, la que púsole el médico Ibn Al-Kinani de Córdoba, ese charlatán negociante que se llamaba maestro, cuando aceptóle el precio por la que él llamaba la única estrella del firmamento que supera en belleza y en gracia a la luna, la esclava Báhar. Hermosa sí que era, pardiez, esa Báhar, nunca había visto hembra igual, ni hubo escuchado voz más melodiosa y hechizante, ni hubo sentido antes que la sangre le quemaba por dentro desa manera al contemplarla bailar. Era ésa la mujer especial que su amado Hudayl, de la noble dinastía bereber de los Banu Racin, buscaba desde que fuera proclamado príncipe de La-Shala en la provincia llamada de Xantamariyat Al-Xark en el año 403, y se jurase a sí mismo crear el gineceo más hermoso de todo Al-Ándalus, el paraíso que reyes y príncipes envidiarían, el lugar sagrado para el gozo y el culto a los placeres de la existencia, con permiso de Alá, siempre todopoderoso y benigno.

Ella era, sin duda, la más misteriosa mujer que jamás hubiera conocido el buen Al-Nahr. Siempre recordaría sus ojos infinitos de color miel, irisados por el verde intenso de las esmeraldas más preciosas, atravesándole, mirándole con el desdén inmutable de la hembra que elige, cuando entró en la escuela de Ibn Al-Kinani, famosa por tener las esclavas mejor enseñadas y mejor dotadas para las artes del placer, enviado personalmente por el príncipe de La-Shala y dispuesto a gastar la fortuna que su señor le confiara comprando lo mejor, ésa era la única condición, para que a su regreso él conservara la vida.

Al-Nahr no lo pudo evitar, él, un hombretón curtido en muertes de otros, y escaramuzas militares, y guerras civiles continuas en los últimos veinticinco años y siempre al servicio de los reyes Ibn Racin, no pudo evitar que un frío estremecimiento recorriera su dura espalda recordando que, a pesar del mucho cariño que se tenían, su señor no dudaría en sacrificarlo si consideraba que había hecho mala compra y que él no se rebelaría contra el castigo, mas sacudió enseguida su inquietud, imposible que Hudayl, hombre culto, refinado y astuto, el más brillante y el más inteligente de los de su dinastía, imposible que no apreciase el exquisito diamante que le llevaba, esa mujer, Báhar, graciosa como la brisa, de piel blanca como las arenas del desierto, delicada y leve como la noche después de la fiesta…, pardiez, qué le estaba pasando, diríase que estaba en demasía impresionado por ella, él, que nunca aceptó tomar esposa, se avergonzaba por descubrirse a sí mismo recordando las danzas de la esclava y sus habilidades con los sables, las lanzas y los puñales afilados, excitado al verla jugar con la muerte como si no tuviera nada que perder, esa esclava, por Alá, propiedad de su señor.

El naqib que portaba el estandarte de la expedición se acercó al general, interrumpiéndole para su fortuna, en sus pensamientos, para decirle que la esclava Báhar deseaba hablar con él. Al-Nahr extrañóse profundamente, pues, desde que salieran de Córdoba en luna llena y estaba entrándose la siguiente, no se dignó mirarlo ni una sola vez, ni había pronunciado palabra alguna, ni consintió en tañer el laúd ninguna de las noches, ni permitió que la miraran al rostro, de tal modo que se cubrió por entero y él se había temido en algún momento ser víctima de alguna de esas estafas que cuentan que organizan algunos mercaderes de Córdoba, compinchados con las esclavas que luego resultan no ser lo que decían, o que huyen, o que son libres y pueden demostrarlo y se han repartido el dinero con el vendedor, y otras felonías así, pero en este caso no podía ser, pues la reputación de la escuela del médico Ibn Al-Kinani era intachable y por todos reconocida, y aun la de la esclava, pues ya era famosa en toda la ciudad por su ciencia y su sabiduría, y aun su belleza y su distinción eran comparadas a las de la propia princesa Wallada, que si hubiese tenido precio, a ella habría comprado para su señor.

Báhar había atravesado la cuenca de tierras cálidas del Guadalquivir y luego la del Guadiana, sin hablar más que con una muchacha que la asistía, incluida en el precio, que era quien transmitía sus órdenes y necesidades. La expedición de doscientos hombres que Hudayl había destinado a la misión de traer para su palacio doce esclavas escogidas entre las más perfectas y una más que superara en todo a las otras, además de un enorme cargamento de marfiles tallados en los talleres de Córdoba, maderas nobles para combinar con aquéllos, cerámicas, mosaicos de azulejos y lozas doradas para la decoración de las estancias privadas del príncipe, y también diversas piezas de bronce, como candiles y lámparas y aldabas y varios surtidores con formas de animales para los patios del palacio, libros necesarios para el cultivo del espíritu y por fin, varios instrumentos musicales, había tenido que dar un pequeño rodeo para evitar posibles encuentros con ecos de las guerras fronterizas en tierras de Balansiya, aproximándose a Toledo, en donde los príncipes de la familia Dul-Nuníes, afines a los Banu Racin por sus orígenes bereberes, mantenían la misma independencia política que su señor Hudayl en La-Shala, lo cual favorecía el intercambio de comercios y los pasos entre territorios y otros negocios ventajosos para los que saben mantener la paz en tiempos de guerras. Desde Toledo habían seguido el cauce del hermoso y grande río Tajo hasta su nacimiento en tierras muy próximas a Xantamariyat, para su suerte, pues las calores apretaban y habíanse tenido que detener al fresco de sus orillas más veces de las previstas porque las mujeres se agotaban, y las bestias se paraban, y los hombres protestaban y vociferaban porque ellos éranse militares y no amas de cría y habíanse preparado para las guerras y para las luchas contra hombres armados y no para soportar el lento ritmo que imponían a la tropa las necesidades de unas pocas mujeres, y el excesivo equipaje, y los cuidados que exigían las literas y la tozudez de las mulas que portaban las jamugas, demasiado tranquilas para tanta calor, por lo que los caballos estaban impacientes y ellos hartos, también, deso y de los cobertores y las telas y las cortinas de los palanquines que, para mayor fastidio, ni siquiera dejaban ver a las esclavas ni aun a las sirvientas. Así las cosas, el general Al-Nahr, acompañado del capitán del estandarte, de paso hacia la litera de Báhar, se entretuvo comentando con los cinco oficiales y el nazir de la escuadra que conducía la especialísima carga de la esclava, que rezaba a Alá misericordioso para que la misión acabara pronto, y que ya llegaban, y que todavía habría tiempo de asistir a alguna revuelta política para ejercitar las armas antes de que llegase el invierno, en el que tendrían que permanecer recluidos, y así, sin pensar que iba a verla, habíase llegado hasta su tienda y entonces comprendió que la esclava Báhar le daba miedo, y que a su señor, Alá no lo quiera, podríale pasar lo mismo. Háblame de tu dueño, le dijo Báhar con una voz igual dulce que firme. Y él obedeció explicándole el noble origen bereber Hawwara de Hudayl ibn Racin, príncipe de La-Shala, una de las personas más importantes de la Frontera, que era hermoso de rostro y de porte bien parecido, agradable al trato, de buen natural y afable, que gozaba de buenas relaciones políticas por su inteligencia y sagacidad en los asuntos entre los otros reyes y príncipes de Al-Ándalus y que decían de él que no habíase conocido otro de semblante más agradable, ni más distinguido por su facilidad de palabra y por su talento para obtener lo que necesitaba gracias a su gran poder persuasivo. También dijo de Hudayl que amaba la música por encima de otras ciencias, y que por eso habíale encargado a él, sumiso y fiel ayudante desde hacía muchos años, la compra della.

El general recordó este episodio cuando, ya en audiencia con su amado señor en el salón principal de palacio, rodeados de gran boato e importancia y con varios chambelanes y otros nobles, y varios sirvientes y esclavas que servíanle licores dulzones en bellas copas de plata para solaz de su paladar, él hiciérale la misma solicitud. Háblame de mi esclava, dijo, aguardando la ceremonia en la que Báhar sería presentada a su dueño, junto con las otras doce joyas, como una de las mayores riquezas de su reino, y Al-Nahr contó, por tanto, lo que sabía de la esclava, que nadie conocía su origen cierto, ni siquiera su anterior dueño, el propio Ibn Al-Kinani, que años atrás había adquirido en el mercado de Córdoba una partida de cautivas jóvenes, varias de ellas encinta y con algún niño de leche, que provenían de tierras del norte, quizá francas o gallegas, por el cual grupo tuvo que pujar fuertemente frente a otros postores pues las cautivas eran a cual más bella y bien conformada, de piel fina y blanca como los nácares, muy apreciada por los vendedores de esclavos para obtener mejores precios por ser las preferidas de los árabes de buena cuna, y de cabellos y ojos claros, y que con el lote adquirió igualmente varios esclavos para servirle como eunucos, que los eligió de piel negra, originarios de Sudán, porque eran más sumisos. La madre de Báhar murió en el parto, alumbrando una niña pálida como la luna y con la piel delicada como el narciso, y por eso fue llamada Báhar, que significa, en árabe, narciso. Al-Kinani, famoso por su habilidad para despertar la inteligencia en las piedras y, con más razón, la de las personas por más zafias que éstas sean, según sus propias palabras, descubrió en la niña Báhar unas cualidades excepcionales para la música y el baile, igual que para el canto, pues la voz della entra por el oído hasta el corazón trayéndole la dulce dejadez de la nostalgia, ésa que Báhar debía sentir desde que nació, y así fue que el médico la tomó especialmente a su cargo con el fin de crear, Alá todopoderoso lo perdone, la creatura más perfecta sobre la tierra, la más exquisita flor de todos los jardines, la perla más excepcional nunca antes encontrada, y vive Dios que consiguiéralo, y encariñado con ella y con su obra, púsole el más alto precio que pensara él jamás daría un comprador por ella, y así fue que al tener que venderla para mi señor Hudayl, Alá sea con él y lo colme de dichas, Al-Kinani lloraba por despedirse de su maravillosa esclava y por no haberle puesto un precio todavía más alto, y anunciaba a grandes voces que ella sabía de medicina, de historia natural y anatomía y de otras ciencias en que sabios del momento le eran inferiores, que nunca cometió falta al escribir o cantar, que su caligrafía era sin igual, y su dicción pura, y que todo su saber resultaba, sin embargo, oscurecido, por la habilidad fantástica de Báhar en el juego con los sables y los puñales, y en la cuerda floja con escudos en la mano, y aun en la lucha. Y túvole que separar de los pies della, arrastrado por los suelos como las plañideras, y ordenar la partida, porque si no, se temía el oficial que hubiese tenido que retrasar el viaje o pagarle más dinares.

El gran salón donde se hallaban reunidos los hombres importantes del reino de Hudayl, que estaba decorado con columnas de mármol, bellos frisos esculpidos en bronce, espejos, sillas con enrejados de maderas de Oriente, arquetas y mosaicos, e incrustaciones de nácar y marfiles y otras exquisiteces, retumbó de pronto con un redoble agudo de tamboril y, sin más preámbulo, la música inundó la gran sala. Las doce esclavas permanecían ocultas detrás de las celosías, organizadas como orquesta femenina, tan de moda entre los señores andalusíes. La sitara de esclavas estaba compuesta por cinco laúdes, un adufe, una ajabeba y otra flauta similar más corta, un rabel, una chirimía que llamaban zammara, dos mandolinas y el tamboril, instrumentos todos ellos construidos en los talleres de Sevilla, delicadamente tañidos, y en verdad que el espíritu de los presentes se regocijaba con tan hermosa audición. En una pirueta extraordinaria, con un salto imprevisto como una ráfaga de viento rojo, apareció en medio del salón Báhar, provocando la sorpresa y la admiración de los reunidos. Sostenía en la mano derecha una pequeña pandereta que simulaba el silbear de la serpiente en las contorsiones más comprometidas de su danza, consiguiendo el mismo efecto hipnotizador que aquélla. Báhar poseía una belleza extraordinaria, que al danzar parecía resplandecer y multiplicarse, y elevarse por encima de su cuerpo, llenando la estancia de un magnetismo único que la envolvía a ella misma y a los presentes y hacía hervir la sangre y los deseos más escondidos. Su rostro expresaba una felicidad sin par, la más cautivadora sonrisa, la más hechizante mirada, dichosa para sí de saber que su danza procuraba a otros la alegría, y su cuerpo era el más hermoso sueño nunca antes contemplado, cubierto levemente por un velo de seda roja que permitía volar los brazos y las piernas de la esclava, ceñido a la cadera con una cinta de brocado dorado moviéndose al ritmo de sus contoneos enloquecedores, en una armonía con la música tal que ni los arrayanes de los jardines, ni los abedules, ni los ramos de jazmines se balancean así con la brisa, pareciendo que la propia música anidara en ella, en su cintura, en sus hombros, en sus manos y, súbitamente, la orquesta calló y el tamboril comenzó a sonar a un ritmo creciente, mientras Báhar seguía con su vientre los golpes del kabar y acompañaba el compás con el sonido metálico de su pandereta, realizando un complicado baile en el que pudo mostrar las habilidades contorsionistas de su espléndido cuerpo y que levantó gritos de júbilo, y copas de vino, y exaltó los ánimos y las envidias de todos los invitados hacia Hudayl. Sólo por lo visto y lo sentido valía la pena la bolsada entregada, y Al-Nahr, no sólo conservaría su cabeza, sino que, habida cuenta de la buena compra efectuada y en justo agradecimiento, que tomase nota su secretario allí presente, el príncipe de La-Shala donaríale una propiedad cercana para aumentar sus rentas.

La fiesta estaba en su apogeo. Las doce esclavas músicas salieron también al gran salón y siguieron deleitando con su trato y su belleza y su música a los invitados, el vino corría, Báhar seguía mostrando su esplendor y su gracia y sus artes inigualables con los sables, y ese desafío a la vida jugando con los filos y rozando con su piel los puñales hasta el límite, y esa insolencia con el riesgo más desnudo, hizo que Hudayl deseara todavía más vivamente a la esclava, y no queriendo esperar más, ordenó a sus sirvientes que la fiesta continuara sin él y sin que faltara nada a sus invitados, y que condujeran a Báhar a sus aposentos, pues requería su presencia exclusiva para él.

A solas, la esclava era todavía más embrujadora, Hudayl ardía por dentro, con un deseo no sólo del cuerpo, sino también de su alma y de su mente, y no obstante sintió miedo, no de ella, sino de sí mismo, y precisó asegurarse de su poder, al máximo, y sólo le dijo a Báhar que ella era suya, y la esclava, sin mediar otro saludo, y sin dejar de mirarlo ni de sonreírle, le había contestado que, mi señor, sólo es tuya mi vida, porque lo demás yo te lo regalo, y él se había vuelto loco de placer, y se había acercado a ella henchido de deseo pero ella le había detenido, con una mirada de gacela que le había penetrado hasta el alma, pidiéndole permiso para adiestrarlo en el amor enlarguecido, el calmo y profundo que no permite que se escapen los placeres, el amor perfecto y auténticamente placentero que ella conocía, y que no tiene igual. Y así fue que durante tres días y tres noches no salió Hudayl, apenas, de sus aposentos, despachando brevemente con su secretario personal, sólo por descansar della, y volviendo, embriagado de pasión a seguir comprobando los saberes de su esclava, sus bien haceres y sus secretas habilidades, pues, si ciertamente le había informado su oficial de la sabiduría de Báhar, él, por fortuna, y Alá siempre grande lo perdonara, había descubierto su más importante ciencia, la del amor, y tuvo que reconocer, con gozo y alegría y entusiasmo por su parte, que jamás había conocido placeres tan intensos y deliciosos como los vividos desde el primer momento amoroso con Báhar, y pensó que nunca le iba a poner precio a esa esclava, para no poder venderla nunca.

Contento de su posesión y durante un tiempo, Hudayl convocó fiestas a menudo en su palacio, para lucimiento de su espléndida esclava, siendo la envidia y el comentario de todos los señores del reino, mas poco a poco iban complaciéndole menos las algarabías vociferantes sobre la belleza de Báhar, al tiempo que iba añorando cada vez más la presencia a solas della, llegándose a sentir angustiado y en profunda desazón si algún día pasaba que no podía verla, por lo que decidió reservarse un tiempo diario para la intimidad con ella, cosa fácil en la época de fríos que ya se acercaban, y vino el día en que, profundamente enamorado de Báhar, no siéndole bastante ser su dueño, y verla danzar tantas veces como quisiera, y escucharla tañer dulcemente el laúd o sonar con gracia la pandereta, y ejercitar sus habilidades con el sable, y conversar con ella sobre materias de elevado conocimiento, y ser la envidia de cualquier mortal por estar cerca della, pidióle que aceptara convertirse en su esposa, y ella, acariciándolo con la punta de sus dedos, y con sus ojos y con su interminable sonrisa, le contestó con voz de seda que bebiese licor dulce de su copa, y que ya hablarían deso otro día, y que ahora le permitiese cantar en su honor.

La noche siguiente, tras el amor embriagador con Báhar, Hudayl de nuevo le pidió hacerla su primera esposa, y le habló de no pocos señores que nombran primera esposa a esclavas favoritas sin precisar linaje, o que las hacen libres para que puedan amasar propiedades y se casan con ellas, que él iba a complacerla en cuanto ella desease, y que acataría las condiciones que le pusiese, que nunca había sentido un amor y una angustia tan iguales, y que de sólo pensar en ella lo embargaba una melancolía que sólo se curaba si ella lo abrazaba, y entonces Báhar le habló dulcemente y le cantó canciones que cantaban las mujeres en las plazas de Córdoba y en las orillas del río, y le hizo sonreír con sus juegos y le dijo que ya hablarían deso otro día.

Noche tras noche durante todo el invierno, Hudayl habíale pedido como reina a Báhar, y ya era comentado en todo el palacio y aun fuera de él y más allá de las fronteras del reino, la deshonra del príncipe Hudayl, conduciéndose de tal humillante modo además de desacostumbrado, pues sabido es que los señores tomaban y dejaban a sus mujeres, esclavas, libres o esposas sin más miramientos, y que siempre había sido la esclava la que había conspirado para lograr convertirse en esposa de su señor y nunca se había visto que un dueño se arrastrase ante una esclava y menos aún que ella lo rechazase. Por lo que, aconsejado por sus nobles y convertido el amor del príncipe por Báhar en asunto de Estado, se vio éste obligado a zanjar la cuestión con su esclava esa misma noche, transcurrida ya la fiesta del Nayrûz del primero de año, que había traído gran nevada y presagiaba cambios, y pues además, él se sentía languidecer de un extraño mal, que era mal de amores, pero además, sin razones.

Cuando la esclava contestárale ya hablaremos deso otro día, como decía cada noche a la misma solicitud del príncipe, éste apeló a sus derechos de señor y dueño y ella, sinceramente sumisa, le dijo que, pues era de él la vida della, hiciese con tal prenda lo que mejor le pareciese, que lícito había de ser, pues alto precio hubo pagado y título de propiedad a su nombre se halla, pero él, desesperado, se arrojó en sus brazos explicándole que la necesitaba como al sol del alba, que no podía pasar sin ella, que no quería poseer su vida, que la quería a ella, que deseaba que Báhar se entregase a él, y que por eso precisaba que aceptara por sí misma convertirse en su esposa, y ella le dijo que nadie podía aspirar a eso, y él, tragándose el llanto y sacando el orgullo, le respondió que él era el rey de esas tierras, el señor andalusí más rico de la Frontera, y entonces Báhar contestó llena de dulzura y con su voz maravillosa que un rey había de ser poco para ella.

«Pero antes de ordenar mi muerte, amado príncipe mío, que Alá te proteja todos los años de tu existencia, escucha mis argumentos, que has de entender por qué digo lo que digo, pues mi vida está en la música, y siendo tu esclava complazco a tu gusto complaciendo el mío, pues es tanta mi dicha al hacer danzar mi cuerpo en armonía con ella, que sólo de tal manera es posible causar disfrute en los ánimos ajenos, y viendo y sintiendo el gozo de quien me contempla, aumenta mi propio placer y mi felicidad, poderoso señor mío Hudayl, al que amo con todas las fuerzas de mi ser, pero al que no puedo entregarme, si no es con el precio de mi vida, pues, convertida en tu esposa, habrías de recluirme en el harén familiar, oculta a la vista de todos y prohibiéndoseme ya para siempre dedicarme a bailar y a cantar, y mi señor, yo sé que sin ello moriría; por tanto y pues es cierto que mi vida te pertenece, haz con ella lo que designes, que bien hecho ha de estar y al rechazarte me gano igual la muerte que si te acepto, sabiendo que si sólo mi vida es tuya, sólo la vida me quitas, y que allá donde quiera Alá reservarme una morada, seguiré danzando para ti y para el mundo, pues es mi sino no saber de dónde procedo y no saber adónde Él me lleva, y entretanto, mostrar las maravillas de Dios a través de mi persona».

Hudayl escuchó atentamente sin decir nada, aunque sintió el ánimo tranquilizado, y aquella noche logró dormir con reconfortante sueño. Al amanecer, dio cuenta a la corte, que aguardaba la resolución del casamiento del príncipe.

Al insistir en su negativa, todos los nobles recomendaron la condena a muerte de la esclava como castigo a su desobediencia, y tal estaba así ordenado en la ley, a lo que Hudayl contestó, con una leve sonrisa, que ya hablarían deso otro día.