Aunque Eugénie, emperatriz de los franceses, debía de tener unos cuarenta años de edad, ohn Hay la encontraba tan atractiva como encontraba repelente al emperador Napoleón III. En la recepción para el cuerpo diplomático del 1 de enero de 1867, en el palacio de las Tullerías, Hay permaneció en el espléndido salón donde recibía Eugénie, evitando el recinto majestuoso donde el emperador y sus ministros aguardaban a sus invitados de pie junto a un elaborado trono dorado en que el emperador no se sentaba nunca.
El pelo de Eugénie había sido rojo oscuro natural, y aún lo era; la tez había sido siempre pálida, y aún lo era. Los ojos tristes eran grises. Llevaba un vestido de terciopelo rojo rubí con un escote bajo que revelaba una explosión de collares de diamantes. Hay hizo todo lo posible por no mirar, sin poder apartar los ojos de la emperatriz. Después de todo, había pasado cuatro años en Washington, donde todas las mujeres la imitaban; ahora podía contemplar el original con admiración. La emperatriz nacida en España, debajo de un cuadro de tamaño real de su predecesora, María Luisa, la esposa del verdadero Napoleón, utilizaba un abanico de marfil para comunicarse sutilmente con otras personas. Hay la miraba con el mismo placer con que hubiera mirado una espléndida salida de sol o quizá —considerando la crónica fragilidad del sistema político francés— un ocaso.
En todo el salón incrustado de oro se movían los diplomáticos incrustados de oro, mientras los miembros del personal de palacio, con uniformes violeta, trataban en vano de mostrarse útiles. A intervalos regulares, había miembros de la guardia personal del emperador, en posición de firmes, como estatuas azul y oro. Aunque todavía había luz en el exterior, las arañas estaban encendidas y ardían fuegos de leña en todos los hogares de mármol. A Hay le complacía llamar la atención por sus ropas sencillamente negras; era más que nunca un devoto republicano, y un enemigo implacable de los déspotas, incluso de un déspota cuya esposa era un maravilloso poniente.
El ministro americano saliente, John Bigelow, se acercó a Hay. Acompañaban a Bigelow un anciano robusto, de mejillas sonrosadas, y una hermosa muchacha, decididamente más amanecer que ocaso.
—Mr. Hay es mi primer secretario —dijo Bigelow al anciano, el historiador americano Charles Schermerhorn Schuyler, y a su hija Emma, princesa d’Agrigente, famosa por su salón, donde jamás se encontraba a su marido, heredero del gran mariscal de Napoleón. Aunque Hay no conocía previamente a la bella princesa, nada ignoraba acerca de su infortunado matrimonio; sabía también que absolutamente nadie la compadecía, en esa ciudad donde los matrimonios infortunados eran la regla. El príncipe vivía en otro sitio con su amante. La princesa vivía con sus hijos, como una viuda de gran fortuna, sin que la hubiera tocado nunca el menor escándalo, cosa que no era en modo alguno la regla en París.
Emma era extraña, pensó Hay, cuando ella volvió hacia él sus ojos oscuros y dijo con leve acento extranjero:
—Soy una verdadera americana, pero jamás he puesto el pie en los Estados Unidos.
—Ha sido por mi culpa —dijo el amable Mr. Schuyler—. Me fui de NuevaYork en el treinta y seis, para ser, como usted, diplomático. Sólo que en Italia, donde me casé y…
—Nunca has vuelto a casa —dijo Emma—. Y yo estoy impaciente por ir.
—También yo —dijo Bigelow—. Extraño Nueva York.
—Y nosotros lo extrañaremos aquí —dijo Mr. Schuyler—. Después de todo, si no hubiera sido por usted, Mr. Seward nos habría metido en una guerra con Francia.
—Oh, exagera usted. —Bigelow era modesto, como correspondía. Pero, Hay lo sabía, aunque no hubiera evitado una guerra con Francia por México, Bigelow ciertamente había alejado una crisis.
En noviembre, Hay había decodificado personalmente el ultimátum de Seward a Napoleón; exigía el retiro de las tropas francesas de México, tal como se había acordado previamente, aunque eso significara la muerte del infortunado títere de Francia, el emperador Maximiliano. Bigelow había decidido reemplazar la arenga de Seward por una nota cortés, muy aceptable para los franceses, que la atendieron debidamente. Mr. Schuyler había escrito acerca del golpe diplomático de Bigelow en el Atlantic Monthly. Ahora Bigelow retornaba al hogar, y su puesto sería ocupado no por su Satánica Majestad James Gordon Bennett, que prefería imperar en el infierno de Nueva York y no en el paraíso de la diplomacia, sino por el general John A. Dix, el mismo general que, ante la insistencia de Stanton, había desestimado los cargos contra el senador Sprague.
Dix tenía perfecta conciencia de que Hay lo sabía todo acerca del asunto Sprague, y esto había ensombrecido su primera entrevista. Durante la segunda, Hay ofreció su dimisión y se decepcionó cuando fue aceptada de inmediato. Pero Seward había acudido al rescate, y Hay volvería ahora a Washington como asistente especial del secretario de Estado. Nico seguía comparativamente seguro en el consulado, pero había insistentes rumores de que el presidente Johnson deseaba que un hombre elegido por él ocupara las suntuosas habitaciones del número 47 de la Avenue des ChampsElysées.
Bigelow se apartó y dejó a Hay con la espléndida princesa y con su padre.
—Parece usted muy joven —dijo ella— para haber sido secretario del presidente.
—Lo soy… o lo era entonces. —Hay estaba acostumbrado a que lo consideraran joven. Cuando fue presentado al emperador, Napoleón le preguntó en inglés: «¿No es usted muy joven para ser coronel?», refiriéndose a su rango militar honorario. Y la emperatriz lo había mirado con sus ojos casi tan bellos como los de la princesa d’Agrigente y había repetido: «¿No es usted muy joven para ser coronel?». La corte imperial era notoria por su ingenio; y el emperador podía hacer, en ocasiones, bromas devastadoras. Personalmente disgustado por los edificios que se estaban construyendo para la gran exposición mundial, había dicho del salón central: «Parece un gasómetro».
Padre e hija interrogaron largamente a Hay acerca de Lincoln. ¿Qué clase de hombre era? Se asombraron cuando Hay declaró:
—Era un hombre muy seguro de sí mismo. —Mientras hablaba, Hay pensó en el inseguro pequeño emperador del salón vecino—. Desde un principio supo que era el primer hombre del país, y que conseguiría su objetivo, si vivía.
—Me sorprende usted —dijo Schuyler—. Siempre se lo considera un hombre… humilde.
—Los hombres humildes nunca se elevan a tal altura, ni hacen tanto.
—¿Quién lo mató? —preguntó la princesa, con franqueza enteramente americana.
—El actor Booth —respondió Hay con sencillez—. Con la ayuda de un grupo de necios que había reunido. Después lo mataron en un establo de Maryland, y todos los necios fueron colgados, inclusive una señora llamada Mrs. Surratt, que probablemente era inocente. En ese momento, Stanton colgaba a todos los que estaban cerca. De todos modos, Booth había hecho una especie de confesión en una carta a su hermana.
—No puedo creer —dijo la princesa, con suspicacia enteramente francesa— que fuera sólo un actor y algunos necios. Sin duda los sureños respaldaban el plan.
—Ellos lo niegan, y yo les creo. No tenían nada que ganar con la muerte de Lincoln, y mucho que perder. Sólo Lincoln podía refrenar a los radicales del Congreso. Mr. Johnson —Hay recordó que era un diplomático— ha tenido grandes problemas con los radicales.
—¿Qué fue de Mrs. Lincoln? —preguntó la princesa, cambiando de tema para demostrar a Hay que su respuesta diplomática no la arredraba.
—Vive en Chicago. El presidente le ha dejado una fortuna de casi cien mil dólares. Por supuesto, ella gasta mucho dinero. Para sorpresa de Hay, no fue la hija sino el padre quien volvió al tema de la conspiración.
—¡He oído tantos rumores intrigantes de mis viejos amigos! —dijo—. Por ejemplo, me han sugerido que el actor, Booth, era sólo el instrumento de ciertos elementos radicales del Congreso.
Hay sonrió.
—Si eso pudiera probarse, ¿no cree usted que Mr. Stanton se apresuraría a colgar al senador Wade, o al senador Chandler, o al general Butler, los tres conspiradores más probables?
—Pero yo he oído —dijo Mr. Schuyler, casi excusándose— que también Mr. Stanton estaba implicado. Y que a eso se debía la premura, y el secreto, con que los aliados de Booth fueron juzgados por la propia corte militar de Stanton, y colgados de inmediato.
Hay creía haber oído todos los rumores posibles acerca de la muerte de Lincoln; pero éste era nuevo. Sin duda, Stanton era el hombre más compulsivamente sinuoso que Hay había visto nunca. Estaba, además, muy próximo a los radicales del Congreso. Y por ese motivo había gran tensión entre él y el presidente Johnson, que seguía la política moderada de Lincoln respecto del Sur, a pesar de las eternas cortapisas del secretario de Guerra. Si Lincoln hubiera vivido, quizás habría disputado con Stanton, políticamente. Pero como todo lo que Stanton había llegado a ser se lo debía a Lincoln, Hay juzgaba muy improbable que hubiera conspirado nunca para matar al presidente. Ciertamente, Hay jamás podría olvidar la escena que había visto en el Salón del Este, mientras se velaba al presidente.
Durante todo el día la gente había desfilado junto al ataúd sobre el negro catafalco. Hay estaba junto a la puerta, sosteniendo a Tad de la mano, cuando entró Stanton y Tad —con insólita claridad— le preguntó: «Mr. Stanton, ¿quién mató a mi padre?». Stanton lanzó una especie de grito; y salió deprisa de la habitación. En verdad, Stanton había sentido tal furia y desmoralización por el crimen que había ordenado la clausura definitiva del Teatro Ford, un gesto excéntrico para muchos, pero típico de ese hombre raro y huraño a quien se mencionaba ahora como posible cómplice del asesinato de, quizás, el único hombre a quien jamás había querido.
Hay intentó explicar a Mr. Schuyler cómo era Stanton; pero nunca era fácil explicar cómo era Stanton. Afortunadamente, Hay logró hallar la forma de alimentar el amor europeo a las intrigas.
—Un detalle interesante podría vincularse con lo que usted ha oído. Sabemos ahora que había una segunda conspiración en marcha. Sabemos también que Booth se enteró de esto, y abrigaba el temor de que otros dieran el golpe antes que él.
—Pues bien —dijo Mr. Schuyler—, ésa podría ser la solución.
—¿Cree usted que los elementos radicales del Congreso serían capaces de una conspiración semejante?
—Oh, sí. —A Hay le encantaba la perspectiva de un futuro juicio a Wade, Chandler, Butler, y también Sumner. ¿Por qué no? Que los colgaran a todos—. La hija de un senador radical era íntima amiga de Booth; y realmente fue ella quien le dio una entrada para asistir a la asunción del mando.
—Oh, debe escribir acerca de todo esto, Mr. Hay. —Ahora la princesa había recibido el estímulo correspondiente.
Probablemente lo haré, con Mr. Nicolay, el otro secretario de Mr. Lincoln.
—¿En qué posición —preguntó Mr. Schuyler— situaría usted a Mr. Lincoln entre los presidentes de nuestro país?
—Oh, en la primera.
—¿Por encima de Washington? —Mr. Schuyler parecía asombrado.
—Sí —respondió Hay, que había meditado mucho acerca del puesto del Tycoon en la historia—. Mr. Lincoln se enfrentó a una tarea mucho más grande y dificil que la de Mr. Washington. Los estados del Sur tenían todo el derecho de retirarse de la Unión. Pero Lincoln dijo no. Lincoln dijo: «esta Unión jamás podrá romperse». Era una terrible responsabilidad para un hombre solo. Y él la asumió, sabiendo que debería soportar la guerra más grande de la historia humana. Soportó y ganó esa guerra. De modo que no sólo ha reconstruido la Unión; ha creado un país enteramente nuevo, a su propia imagen.
—Me sorprende usted —dijo Mr. Schuyler.
—Mr. Lincoln nos sorprendió a todos.
—Creo realmente —dijo Charles Schermehorn Schuyler a su hija— que deberíamos visitar ese nuevo país, que evidentemente en nada se parece al que dejé en los tranquilos días de Martin van Buren.
—Debería ir usted pronto —dijo Hay—. Porque, ¿quién sabe qué puede ocurrir después?
—En estos últimos tiempos he estado escribiendo acerca del canciller alemán. —Mr. Schuyler estaba pensativo—. Lo conocí en Biarritz el verano pasado, cuando él vino a visitar al emperador. Es curioso: ha hecho en Alemania lo que usted dice que ha hecho Mr. Lincoln en nuestro país. Bismarck ha construido con todos los estados alemanes una sola nación centralizada.
Hay asintió; también él había advertido el parecido.
—Bismarck dio también el voto a personas que nunca habían tenido ese derecho.
—Creo —dijo Mr. Schuyler a la princesa— que es un gran tema: Lincoln y Bismarck, y los países nuevos en reemplazo de los antiguos.
—Será interesante ver cómo concluye su carrera el canciller Bismarck —dijo Hay, más convencido que nunca de que Lincoln, de algún modo misterioso, había elegido voluntariamente su propio asesinato como una forma de expiación por esa cosa grande y terrible que había hecho al dar un renacimiento tan sangriento y absoluto a su país.