Elihu B. Washburne jamás había visto al presidente tan curiosamente pasivo. Estaba reclinado en el diván del despacho, el cuello desabrochado y la corbata floja. Había perdido, calculaba Washburne, de quince a veinte kilos. El pelo y la barba renegridos estaban llenos de canas, y el sol de Virginia había dado a su piel el tono cobrizo de los indios. Se quejaba, por una vez, de su salud.
—Siento las manos y los pies como si los hubiera tenido en una nevera todo el verano.
—No estarás enfermo, ¿verdad?
—No me parece. Si lo estoy, soy un enfermo feliz. —Lincoln sonrió despreocupadamente.
—A propósito de enfermos, ¿dimitirá Seward? —Algunos días antes, el secretario de Estado había salido despedido de su coche. Tenía un hombro dislocado y las dos mandíbulas rotas y, metido en una especie de corsé metálico, estaba aún delirante gran parte del tiempo.
—No lo creo. Espero que no. Los huesos se sueldan. Pensar que él y Welles son todo lo que queda de mi famoso, e infame, gabinete de coalición. —Lincoln rió—. Parece que hubiera pasado tanto tiempo… Ahora tenemos una serie de problemas completamente nueva.
Washburne asintió.
—Los jacobinos están decididos a castigar a los rebeldes.
—Habrá que hacer chascar un poco el látigo sobre Mr. Wade y sus amigos… —Lincoln se interrumpió; luego hizo algo que no había hecho durante largo tiempo. Simplemente se alejó del tema en mitad de la frase—. ¿Cuál es la deuda actual del estado de Illinois?
Sorprendido, Washburne movió la cabeza.
—No lo sé con seguridad. Sé que es considerable, gracias a tu Ley de Mejoras Internas.
—Más bien ha sido invención del juez Douglas que mía.
—Si es que se puede creer en tu biografia de la campaña.
—En 1860 Washburne se había asombrado porque Lincoln se negaba a asumir cualquier responsabilidad pública por las deudas de su estado. Sin embargo, como líder de la legislatura, Lincoln había votado con tal descuido caminos y puentes y canales que el Estado acumuló rápidamente una deuda de quince millones de dólares, mientras los bonos del Estado se vendían a quince centavos el dólar. Normalmente, el interés de los bonos superaba la renta total del Estado.
—He observado —dijo Lincoln, mientras recogía un periódico de Springfield— que el Estado empieza ahora a pagar intereses de esos bonos; y que para 1882 estarán completamente pagados. Y mientras tanto, hemos logrado mejoras internas espectaculares.
Washburne gruñó.
—Puentes que no tienen un río debajo, caminos que no van a ninguna parte…
—Meros detalles. —Lincoln se instaló en su silla—. Ahora estoy mirando hacia delante.
—Espero que sea con más realismo que antes. Nuestro estado casi llegó a la bancarrota gracias a la acción de la legislatura.
—Lo sé. Por eso he estado estudiando el asunto. Ninguno de los que hemos favorecido esos gastos puede enorgullecerse de lo ocurrido. Sólo que quizá tengamos que hacer otra vez algo parecido. ¿Sabes?, quiero pagar a los propietarios de esclavos…
—¿Todavía piensas en eso? —Washburne no lo podía creer. Como los rebeldes habían decidido resistir hasta el final, no veía ningún motivo para hacer nada por ellos.
—Sí. Me parece meramente justo. Y también será un medio rápido de llevar dinero al Sur para la reconstrucción. —Lincoln suspiró—. Y también se necesitará dinero para crear todas las colonias negras que sea posible en América Central.
Washburne movió la cabeza.
—Cuando te apoderas de una idea, ya no la sueltas, ¿no es verdad?
—No, mientras no encuentro otra mejor. ¿Puedes imaginar cómo será la vida en el Sur si los negros se quedan?
—Será dificil —dijo Washburne—. Pero no parece que quieran marcharse. Y si se van, ¿dónde encontrarás cuatro millones de blancos capaces de hacer el trabajo que hacían los esclavos?
—Mayor motivo aún —dijo Lincoln, razonablemente— para compensar a los propietarios de esclavos.
Hay apareció en la puerta.
—Está aquí Mr. Stanton, señor. Trae un mensaje para usted. Lincoln se irguió en su silla. Washburne advirtió la languidez de sus movimientos; era como un hombre que encuentra resistencia incluso en el aire.
—Es inusitado que Marte me traiga un mensaje, ahora que el mayor Eckert es nuestro Mercurio oficial.
Stanton estaba en la habitación. No saludó a nadie. Acercó una copia de telegrama a sus ojos enrojecidos y dijo:
—Llegó a las cuatro y media de la tarde. Es del general Grant. Leo: «El general Lee se ha rendido esta tarde con el ejército de Virginia bajo las condiciones que yo mismo he establecido. La correspondencia adicional adjunta incluye en su totalidad dichas condiciones». —Stanton entregó a Lincoln el telegrama. Durante un momento, todos guardaron silencio. Luego Lincoln se puso de pie y dijo, con un tono que a Washburne le pareció de asombro:
—Hemos cumplido nuestra tarea.
—Usted nos ha conducido —dijo Stanton, y estrechó la mano del presidente. Muy conmovido, Washburne hizo lo mismo. Era como si su viejo amigo hubiese dejado de existir enteramente como un ser humano, cediendo su sitio a una nueva nación, entera e indivisa, repentinamente encarnada.
Durante el resto del día y la noche una muchedumbre ocupó los terrenos de la Casa Blanca y la avenida. Todos los edificios públicos estaban iluminados, y en la nublada oscuridad brillaban las enormes transparencias. Algunas proclamaban: «U. S. Army, U. S. Navy, U. S. Grant». En la oficina de correos había una con un joven estafeta montado y la leyenda «Traigo noticias felices», en tanto que Jay Cooke & Company, con cierto exceso de autosatisfacción, anunciaban: «Tres abejas laboriosas: Balas, Bombas, Bonos», y también, «Gloria a Dios, que nos ha concedido la Victoria».
Mientras la multitud aguardaba la aparición del presidente, Tad los divertía agitando una bandera confederada capturada. Pero a su vez él fue capturado por Mr. Crook, que lo levantó de la ventana por los pantalones.
En un dormitorio del primer piso, Lincoln releía su discurso, acompañado por Hay y por Noah Brooks. Había trabajado varias horas en él. El texto le había dado mucho trabajo. Quería destacar la nota de triunfo; pero dar aún más importancia a la expresión de la forma en que se reconstruiría ahora la Unión. También deseaba ganar de mano sin demora a los vengativos jacobinos del Congreso. Aunque Noah Brooks escribía aún para un periódico de Sacramento, era de conocimiento público que tornaría el puesto de Nicolay, quien sería cónsul general en París apenas terminara de transferir la secretaría. Hay casi había decidido retornar a su hogar de Warsaw, Illinois, cuando Seward lo había hecho llamar para decirle: «Todo joven debería vivir algún tiempo en París, para mejorar su francés y fortalecer su moral, cosa que es más fácil en una capital donde el vicio no sólo está en todas partes, sino que es tan repelente que la tentación es imposible. Por lo tanto, he ascendido a Mr. Bigelow al rango de ministro (James Gordon Bennett ha declinado este honor), y le ofrezco a usted el antiguo cargo de Bigelow como secretario de la Legación. Tampoco me parece justo que se separe usted de Nicolay».
Hay había aceptado el cargo con regocijo. La idea de París hacía más tolerable la separación del Tycoon. Había pasado con Lincoln la mayor parte de su vida adulta. Hay había llegado a la Casa Blanca como un novato de ventidós años; ahora tenía veintiséis y no había nada que ignorase acerca del mundo político americano. Extrañaría al Tycoon, pero no a la mansión de las miasmas, como solía llamar a la destartalada casona infestada de ratas y termitas, recubierta de damasco y pan de oro con la vana intención de esconder su progresiva decadencia. Por otra parte, Nicolay y Hay no tenían muy buen concepto de Noah Brooks ni de los demás jóvenes que pronto los reemplazarían. En cierto momento, Hay había considerado la posibilidad de quedarse como asistente de Brooks. Brooks era diez años mayor que él, y un antiguo amigo de Illinois del Tycoon. Pero la idea de otros cuatro años con la Gata Montés lo decidió. La vida cotidiana se había tornado dificil en la mansión de las miasmas, y era hora de partir. Hay temía por el Anciano, atrapado en una casa encantada con una mujer que se había vuelto loca, y sin otra persona con quien hablar que el obsequioso Noah Brooks.
Brooks miró la multitud por la ventana.
—Creo que ya es hora —dijo.
Lincoln asintió. Luego, con un candelabro en la izquierda y el discurso en la derecha, las gafas sobre la nariz, Lincoln se acercó a la ventana. La muchedumbre lo aclamó. Mientras la figura alta y delgada se recortaba contra el brillo de las transparencias del parque, Hay vio a Lincoln como a una especie de pararrayos humano, que absorbía el fuego del cielo para todo su pueblo.
La ovación no cesaba, observó Hay, asombrado, como solía ocurrir antes de un discurso. Se tornaba, por el contrario, cada vez más intensa, e incluso violenta. Hay tuvo otra imagen. No era aquélla una multitud tanto como un mar tormentoso, cuyas olas rompían contra la Casa Blanca. Tad, sentado en el suelo a los pies de su padre, se cubrió las orejas con las manos. El Tycoon se mantenía muy quieto ante la ventana abierta, con el rostro grave iluminado desde abajo por el candelabro que sostenía en la mano.
Por fin, tan bruscamente como se acaba una tormenta, las aclamaciones se acallaron; y Lincoln empezó a hablar. Hay sabía que ése no era el discurso adecuado para una reunión tan exuberante. Pero Lincoln había insistido en que debía explicar sin demora su punto de vista acerca de los estados recuperados.
Lincoln leyó la primera página, llena de esperadas referencias a la victoria. Luego tuvo dificultades con el candelabro; y Brooks se adelantó para sostenerlo. Cuando Lincoln terminó la primera página, la dejó caer.
—Dame otra —dijo Tad, que la recogió.
El presidente expuso luego a la multitud, y al país que había detrás, sus ideas sobre la aceptación de Louisiana en la Unión, aunque pudiera haber objeciones a algún aspecto de la forma en que se estaba organizando el gobierno del estado.
—Concediendo que el nuevo gobierno de Louisiana sólo es, en relación con lo que debería ser, como un huevo comparado con una gallina, antes tendremos la gallina si empollamos el huevo que si lo rompemos. —Así respondía a los radicales del Congreso. Dijo también que Louisiana votaría a favor de la Decimotercera Enmienda, que abolía la esclavitud. Sobre el escabroso punto del voto de los negros, Lincoln dijo—: No satisface a algunos que no se otorgue al hombre de color el derecho electoral. Yo preferiría que por ahora se concediera a los más inteligentes, y a los que sirven como soldados a nuestra causa.
John Wilkes Booth y Lewis Payne estaban debajo de un farol en el borde del Parque del Presidente.
—¡Dios mío! ¡Dejará votar a los negros! —Booth estaba horrorizado. Susurró al oído de Payne—: Tírale.
Payne movió la cabeza.
—Ahora no. Es demasiado peligroso. Y está muy lejos.
El presidente concluyó su discurso. Hubo menos aplausos que al principio. La banda tocó hasta que empezó a llover, y la multitud se dispersó.
—Pues bien —dijo Booth, mientras corría con Payne por la avenida de Pennsylvania hacia el bar de Sullivan—, no pronunciará otro discurso. Porque ahora lo liquidaré.
Sobre el Capitolio había una leyenda en inmensas letras: «Ésta es la obra del Señor, maravillosa a nuestros ojos». Booth leyó en voz alta y rió.
—El Señor puede hacer todavía nuevas maravillas, con instrumentos que todavía nadie imagina.
David Herold y Atzerodt aguardaban en el fondo del bar. David nunca había visto tan excitado a Wilkes como estaba mientras les contaba el discurso del presidente.
—Es lo que todos temíamos desde el principio: pondrá a los negros por encima de nosotros.
—¿Dónde está John Surratt? —preguntó Atzerodt.
—Se ha ido a Canadá —dijo David—. Nos ha abandonado.
—No lo necesitamos —dijo Booth—. Nosotros, solos, somos suficientes para redimir nuestra causa.
A medida que fracasaban los sucesivos intentos de secuestrar a Lincoln, Surratt había considerado más críticamente a Booth. Después de la caída de Richmond, dijo a David que no veía la utilidad del secuestro. Y cuando Booth empezó a hablar de asesinato, Surratt dijo que eso no tenía para él el menor sentido; y para evitar todo ulterior compromiso con la conspiración, se marchó a Canadá. Por lo menos, ésa era la historia que John había deseado que David creyera. Wilkes guardaba silencio al respecto.
Mientras Booth bebía coñac y otros se dedicaban a la mejor cerveza de Sullivan —quien había ido a visitar viejos amigos en Richmond—, se planeó la última batalla de la Confederación, ante una mesa baja de pino, en el salón lleno de humo.
Booth tenía en vista dos representaciones: una en el Teatro Ford, otra en el Grover.
—El servicio secreto espera que el presidente y el general Grant vayan juntos al teatro a fines de esta semana. Si es el viernes, como supongo, será a la reunión patriótica del Grover, o a la función de Laura Keene en el Ford. Estaremos preparados para las dos opciones. —Booth miró a David con sus ojos de color miel oscura—. Yo me ocuparé del presidente y del general Grant. Lewis matará, exactamente en el mismo momento, a Mr. Seward, y Atzerodt al vicepresidente, en el Kirkwood House Hotel. Con un solo golpe fulminante, descabezaremos al gobierno. Luego escaparemos a Carolina del Norte y nos uniremos a los hombres de Johnston, que todavía combaten en las sierras.
—Si llegamos —dijo Atzerodt, el menos entusiasta de todos.
—Si no, igual da. Pero creo que llegaremos. En particular si van al Teatro Ford, donde ya tengo preparados dos caballos, al cuidado de Ed Spangler. Con David cruzaremos el río y, con su conocimiento de los caminos de Maryland, pronto estaremos con nuestros amigos de Richmond, a pesar de los yanquis.
Para ese momento, David se había convencido a sí mismo de que conocía todos los caminos a Maryland. En realidad, durante los últimos seis meses, había pasado bastante tiempo en Maryland con John Surratt, y estaba razonablemente seguro de que podía llevar a Wilkes a Richmond. Estaba sorprendido de sentir tan poco temor. Pero ¿acaso no había tratado de envenenar al Viejo Abe en dos oportunidades? Por lo menos, las personas que más le importaban lo creían, y eso era casi tan bueno como si fuera verdad.
Entonces Lewis Payne, con su voz suave, propuso que bebieran a la salud del capitán.
—Es el último de los héroes de nuestra causa, y el más inmortal. —Todos bebieron.
Mientras ellos brindaban por Booth y por la inmortalidad, Abraham Lincoln soñaba con la muerte. Como siempre, dormía con sueño ligero en la pequeña habitación anexa al gran dormitorio donde Mary dormía en la vasta cama de madera labrada.
De pronto, Lincoln despertaba a causa del silencio poco habitual en la vieja casa donde los tablones jamás dejaban de crujir ni las ratas de merodear. Abría los ojos en la oscuridad. Por un instante, se preguntaba si no estaba muerto y en la tumba. Luego oía sollozos. Salía de la cama e iba a la habitación de Mary. Las luces estaban encendidas; pero ella no estaba allí. En camisa de noche, salía al pasillo. No estaban Crook ni Lamon.
—Miraba en la habitación del secretario; la cama estaba vacía.
—Bajaba y encontraba igualmente desierto el salón principal: no había criados, ujieres, mensajeros ni porteros. Finalmente, entraba en el Salón del Este, repleto de gente. En el centro había, sobre un catafalco cubierto de terciopelo negro, un cuerpo envuelto en una sábana y con el rostro cubierto.
Personas de rostro sombrío desfilaban junto al cuerpo. Algunas lloraban; otras meramente miraban, horrorizadas. Lincoln se acercó a un soldado que montaba guardia en la entrada del salón.
—¿Quién ha muerto en la Casa Blanca? —preguntó.
—El presidente —dijo el soldado, mirando a través de él, como si no fuera visible—. Lo ha matado un asesino. —Entonces una mujer gritó junto al catafalco; y Lincoln despertó en su propia cama, cubierto de sudor. ¿Qué significa esto?, se preguntó. ¿Soy yo o es otra persona? ¿Los sueños son iguales al futuro o no lo son? Permaneció largo tiempo en la oscuridad, meditando.
El viernes 14 de abril de 1865, a las once de la mañana, se reunió el gabinete. Asistía el general Grant, y Fred Seward, en representación de su padre.
—En el despacho del secretario, el capitán Lincoln estaba sentado ante el escritorio de Hay y éste ante el de Nicolay, vacante mientras el futuro cónsul general recorría el Sur en misión encomendada por el Tycoon. Robert Lincoln había colocado sobre el hogar un bello retrato de Robert E. Lee.
—Se lo mostré a padre durante el desayuno.
—¿Le gustó?
—Dijo que Lee estaba hermosamente pintado, y que él se sentía feliz de que la guerra hubiese terminado.
—Ahora tenemos una nueva guerra con los radicales, y con Ben Butler.
Desde el discurso de Lincoln acerca del regreso de Louisiana a la Unión, los radicales estaban en plena actividad. Sencillamente querían derrocar al poder ejecutivo y dictar, en el Congreso, una paz muy dura para el Sur. El infinitamente ambicioso y deshonesto Ben Butler se había aliado con el otro Ben —Wade— y también con Chandler, Stevens, Sumner y demás fariseos. Hay estaba convencido de que intentarían alguna clase de golpe de Estado contra la administración. Pero cuando habló de sus temores al Tycoon, él se echó a reír.
—Tengo a mi lado al general Grant, al general Sherman y al general Sheridan. No veo qué puede hacer contra ellos el Congreso.
Pero Lamon estaba preocupado. Hablaba de conspiraciones para matar o expulsar al presidente. Incluso Hay consideraba improbable que Ben Butler llegara al extremo de intentar un golpe militar. Pero el Congreso era capaz de toda clase de artimañas legislativas, que recibirían el apoyo del juez supremo Chase quien, según Lamon, poseía todas las características de los perros excepto la lealtad.
—¿Dónde está Lamon? —preguntó Robert.
—Ha ido en misión a Richmond. —Edward entró en el despacho—. Ya está confirmado, esta noche, Tad y sus amigos…
—Que son legión —dijo Robert.
—Irán al Teatro Grover; y el presidente, el general Grant y sus esposas, al Ford. ¿Desea ir, capitán?
—¿Laura Keene?
—En Nuestro primo americano —dijo Hay.
—No, gracias. —Edward salió del despacho. Robert se volvió hacia Hay—. Podríamos explorar juntos las Marble Alleys de la ciudad.
—¿Por qué no? —dijo Hay.
—En la reunión de gabinete, el presidente hablaba de sueños.
—Es sorprendente con qué frecuencia se mencionan los sueños en el Viejo y en el Nuevo Testamento…
—Y en Shakespeare —agregó Welles, más familiarizado con ese autor.
Lincoln asintió, ausente. Luego se dirigió al general Grant, del otro lado de la mesa cubierta por un tapete verde.
Le pedía noticias de Sherman en Carolina del Norte porque creo que pronto nos enteraremos de una victoria importante. ¿Sabe usted?, antes de cada uno de los acontecimientos importantes de la guerra, he tenido el mismo y curioso sueño. Me encuentro en una embarcación singular, indescriptible, navegando rápidamente entre costas invisibles, y sin remos, y voy a la deriva. He tenido ese sueño antes de Sumter, Bull Run, Antietam, Gettysburg, Stone River, Vicksburg y Wilmington.
—Bueno —dijo Grant—, Stone River no fue ciertamente una victoria, gracias a Rosecrans, y nada bueno se ganó. En realidad, unos cuantos combates como ése nos hubieran llevado a la ruina.
—Podemos no estar de acuerdo —dijo Lincoln—, pero de todos modos tuve el sueño la víspera.
—En este momento —dijo Welles— el sueño no puede presagiar una victoria o una derrota, porque la guerra ha terminado.
—Aún quedan algunos rebeldes —dijo Lincoln, quien no quería abandonar la idea de una noticia militar.
—Quizá, señor —dijo Fred Seward—, tenga usted ese sueño antes de algún gran cambio o desorden, y siente usted una incertidumbre que penetra en sus sueños.
—Eso es posible —reconoció Lincoln.
Luego Stanton demostró la habitual impaciencia que sentía ante los sueños y las cosas intangibles en general. Entregó al presidente una copia de su propio plan para la reconstrucción de la Unión. También había preparado copias para los demás miembros del gabinete. Lincoln tomó el documento, lo miró y dijo:
—Éste es, por supuesto, el único gran problema al que nos debemos enfrentar, y lo antes posible. Antes de que el Congreso se reúna en diciembre. Nos quedan… nueve meses. —Sonrió—. Para dar a luz una nueva Unión.
—Algo que no podríamos hacer si Ben Wade y el Senado estuvieran en funciones —dijo Welles.
—Por eso presento esta propuesta —dijo Stanton—. Lo principal es la organización de Virginia. Una vez resueltas las cosas allí satisfactoriamente, tendremos un modelo para el resto de los estados rebeldes.
Welles no estaba de acuerdo.
—Virginia es una anomalía. Durante cierto tiempo hemos controlado algunos condados de frontera, y tenemos un gobernador pro Unión. Aunque no haya sido elegido por el resto del estado, pienso que deberíamos actuar como si así hubiera ocurrido.
Lincoln asintió.
—Los problemas empezarán, por supuesto, en diciembre. Si al Congreso no le agrada la forma en que hemos organizado esos estados, puede negarse a aceptar sus delegaciones. Yo no puedo controlar las acciones del Congreso. Pero tengo la facultad de mantener el orden en los estados, y de apoyar a sus gobernadores, y así lo haré.
—Apenas lo haga, el Congreso se volverá contra usted.
—Eso imagino. —Lincoln pensaba en voz alta—. Ciertamente, no quiero derramamiento de sangre, ahora que la guerra ha terminado. Nadie debe esperar que yo acepte que se cuelgue o mate a más hombres, ni siquiera a los peores de ellos.
—¿Ni siquiera a Jefferson Davis? —preguntó Fred Seward.
—Bueno… —Lincoln miró por la ventana, como si pudiera vislumbrar a su antiguo enemigo huyendo río abajo.
El jefe general de correos sugirió que el presidente seguramente no lamentaría que los líderes rebeldes abandonaran el país.
Lincoln asintió.
—No lo lamentaría; pero haría todo lo posible para asegurar que se marchen realmente.
—El gabinete concluyó la reunión a la una en punto. Fred Seward recordó al presidente que había llegado de Londres el sucesor de lord Lyons, quien deseaba presentar sus credenciales.
—Podría ser mañana —dijo Lincoln—. A las dos. En el Salón Azul. Pero antes quiero leer el discurso que usted me ha escrito. No conviene que les demos una mala impresión, si tropiezo en las palabras dificiles.
Luego Lincoln indicó al general Grant que lo acompañara a su despacho.
—Lamento —dijo— que no pueda venir esta noche. La prensa ha hablado mucho de que estaremos allí, juntos, y todo el mundo irá para verlo.
—Lo sé. Quiero decir, señor —Grant vaciló—, que irán para vernos a ambos, pero Mrs. Grant insiste. Debemos tomar por la tarde el tren a Baltimore. Los niños… —Grant se interrumpió.
—Comprendo. Pues bien, si no se puede hacer otra cosa… Yo sólo he dicho que iría por usted, por Mrs. Grant y por la multitud.
—¡La multitud! —exclamó bruscamente Grant—. Estoy harto de tanta exhibición. Nunca me han manoseado tanto.
—Haría mejor en acostumbrarse a eso, general.
—¿Usted cree?
—Sí, lo creo. —Lincoln le tendió la mano—. Adiós, general.
—Adiós, señor presidente. —Grant se marchó. Lincoln entró en el cuarto de baño y se lavó la cara, cuando entró Hay.
—He invitado al presidente de la Cámara para esta noche. Pero tiene otro compromiso.
—Bueno, busque a algún otro. Y pida el coche para las cinco.
—Sí, señor. Mr. Johnson está aquí.
—¿Quién? —Lincoln se secaba la cara.
—El vicepresidente, señor. ¿Lo invito a él para esta noche? Lincoln hizo un gesto negativo; y Hay salió.
Cuando Andrew Johnson entró en el despacho, Lincoln estudiaba el memorándum de Stanton. En privado, Johnson era más callado que en público: la visión del auditorio lo estimulaba en exceso. El hecho de que Lincoln y él apenas se conocieran tornaba algo embarazosa la relación, a pesar de los mesurados intentos de franqueza de Lincoln.
—Habría debido invitarlo a la reunión de gabinete de hoy —dijo el presidente—. Estamos estudiando la reorganización de los estados del Sur, tema en que es usted una autoridad. Pero debo confesarlo —Lincoln hizo un gesto cómico—: estoy tan acostumbrado a un vicepresidente que sólo muy de tarde en tarde venía a visitarme, que ahora deben recordarme su existencia.
—Haré todo lo que pueda, señor presidente. Yo no soy amigo de los propietarios de esclavos.
—Como es bien sabido. —Era notorio el deseo de Johnson de colgarlos a todos.
—Pero —agregó Johnson cuidadosamente— no deseo hacer daño a nuestros ciudadanos de a pie.
Lincoln asintió.
—Entonces desaprobará usted, como yo, esto debe quedar entre nosotros, el plan de Mr. Stanton, consistente en que la gente del Sur cumpla nuestras órdenes mientras queramos tratarlos como un pueblo conquistado. Yo quiero que retornen a la Unión, preferiblemente antes de diciembre, como ciudadanos libres y capaces de gobernarse a sí mismos. El general Grant está de acuerdo conmigo en este punto.
Lincoln miró fijamente a Johnson.
—Ciertamente estoy de acuerdo… con esto. Después de todo, estamos hablando del pueblo en cuyo seno he nacido.
—No es usted el único hombre del pueblo, Andy. —Lincoln eligió una manzana de una fuente y se la dio a Johnson; luego tomó otra para sí—. Y me alegro de que nos entendamos. Porque los gansos del Capitolio vociferarán largamente antes de que este asunto esté resuelto.
A las cinco en punto, el presidente y Mrs. Lincoln subieron a su coche.
—¿Estás seguro —dijo Mary— de que no quieres que pida a Mr. Johnson o a otra persona que venga con nosotros?
—No, madre; hoy sólo nosotros.
La tarde era clara y brillante, y las flores de primavera empezaban a aparecer allí donde había estado el campamento militar al pie del monumento a Washington, y en el terreno de la Institución Smithsoniana, recientemente arrasada por un incendio. Un destacamento de caballería acompañaba el coche. Ese mismo día, más temprano, Lincoln y Stanton habían discutido una vez más el tema de la seguridad. Lincoln pensaba que ahora, terminada la guerra, él era menos importante para los asesinos. Stanton afirmaba que ahora corría más peligro que nunca. Lamon hubiera dicho lo mismo; pero estaba en Richmond. Con todo, antes de marcharse había advertido al presidente que no fuera al teatro ni a ninguna parte donde su presencia se conociera de antemano.
—Quizá —dijo Lincoln mientras el coche corría por la calzada menos poblada de la avenida de Pennsylvania— podríamos quedarnos en casa esta noche.
—Pero es la última noche de Laura Keene; y ella cuenta con nuestra presencia. —Mary frunció el ceño—. No puedo sopor tar la grosería del general Grant. Ayer dijo que venía con nosotros; hoy dice que no.
—Supongo que Mrs. Grant desea regresar al lado de sus hijos. —El coche se detuvo ante una hilera de ambulancias que pasaban. Cuando Lincoln fue reconocido, los heridos aplaudieron; él se quitó el sombrero y lo tuvo en la mano hasta que pasó la última.
Mary estaba preocupada por Mrs. Grant.
—Sospecho que no se atreve a enfrentarse a mí después de la escena que hizo en City Point. Nunca he visto a nadie tan incontrolado. Es una ambiciosa. Y también él, para el caso. Yo estaba en la ventana cuando él regresaba al Willard. Tenía una enorme muchedumbre alrededor, como si fuera el presidente.
—Madre, no es el presidente pero sí es el general Grant, y eso es muy especial.
El coche siguió por una calle lateral hacia el Astillero.
—Aspira a la presidencia. Lo sé. Siempre lo sé.
—A veces aciertas. Puede ser. Yo se lo agradecería. Yo ya he tenido mi parte. Si quiere la presidencia, que la tenga.
—Cuatro años —dijo Mary—. Cuando yo era joven, eso parecía una eternidad. Ahora no es nada. Cuatro semanas. Cuatro días. El tiempo se deshace como los copos de nieve en el río.
—Cuando esto acabe —dijo Lincoln— quiero ir al Oeste. Quiero conocer California y el océano Pacífico. —Y yo quiero ir a Europa. A París…
—Ciertamente, Molly, París ha venido hacia ti. Estás llena de París, desde el sombrero hasta los zapatos.
—¡Oh, padre! ¡Compro tan pocas cosas ahora! Elizabeth Keckley se ocupa de todo. ¿Y dónde viviremos?
—En Springfield. ¿En qué otro sitio? Y yo trabajaré un poco con Herndon.
—Si lo haces, me divorciaré. —Mary estaba indignada—. Padre, ¿cómo podrías vivir en Springfield ahora? Y menos, trabajar con Billy…
—¿Qué otra cosa podré hacer? Tendré sesenta y un años y la necesidad de ganarme la vida de alguna manera. Eso significa trabajar como abogado…
—Entonces, en Chicago. —Mary ya tenía vista una hermosa casa nueva frente al lago, donde se estaban empezando a construir palacios.
—Si nos lo podemos permitir. Pero hoy me niego a preocuparme por nada. —El rostro demacrado de Lincoln era el de un hombre que acaba de salir de la prisión—. Hace muchos años que no era tan feliz.
—¡No digas eso! —Mary se alarmó. Le había oído decir antes exactamente las mismas palabras, y con terribles consecuencias.
—¿Por qué no? Es verdad.
—Porque… la última vez que dijiste eso fue justamente antes de la muerte de Eddie.
Lincoln la miró; luego miró el Capitolio, a la izquierda.
—Me siento tan… satisfecho, personalmente, ahora que tiene la cúpula nueva… Y también porque el Congreso ha partido de la ciudad, y ahora el edificio está desierto.
Después de la cena, Mary fue a cambiarse para el teatro mientras Lincoln se reunía en el Salón Oval con el nuevo gobernador y el nuevo senador de Illinois, a quienes leyó textos de PetroleumV. Nasby. Luego, Noah Brooks anunció al presidente de la Cámara de Representantes, Mr. Colfax, un hombre que sonreía constantemente, pasara lo que pasase.
—Querría saber, señor —dijo sonriente, con sus dientes tan amarillos como el maíz—, si se propone usted convocar una sesión especial del Congreso para considerar la propuesta de reconstrucción de Mr. Stanton.
Si Lincoln se sorprendió ante la referencia al memorándum de Stanton, que se suponía privado, no lo manifestó.
—No, no convocaré una sesión especial. Después de las tareas sobrehumanas del último período, creo que el Congreso merece un descanso.
Colfax expresó su desencanto, sonriendo.
—En ese caso, haré un viaje al Oeste que hace tiempo estoy postergando.
Lincoln habló con cierto interés de ese viaje por los estados de la montaña. Y luego recordó que cuando el senador Sumner había estado en Richmond, poco antes, había traído consigo el martillo del presidente del Congreso confederado.
—Sumner amenaza con dárselo a Stanton. Pero yo creo que usted es el custodio adecuado para ese especial despojo de guerra.
El júbilo de Colfax parecía el de una hiena.
—Nada me agradaría más.
—Puede usted decirle a Sumner lo que yo he dicho: creo que debe tenerlo usted.
Mary entró en la habitación, espléndidamente vestida para el teatro. Recibió unánimes cumplidos.
—Creo —dijo Brooks, consultando el reloj— que es hora.
—Pues yo —dijo Lincoln, mientras tomaba del brazo a Mary— preferiría no ir. Pero como dijo la viuda al predicador…
—Oh, padre, esa historia no. —Discutiendo en broma, descendieron y se acercaron al coche donde ya estaban la hija del senador Harris de NuevaYork y su prometido, el mayor Rathbone, la mejor compañía que pudo encontrar Hay en tan breve plazo.
Cuando Lincoln subió al coche, dijo a Crook:
—Adiós. —Entonces apareció en el portal un viejo amigo de Chicago, agitando el sombrero—. Lo siento, Isaac; vamos al teatro. Ven a verme por la mañana. —Acompañado por un oficial de la policía metropolitana, el coche partió por la avenida.
Una larga hilera de vehículos bloqueaba toda la acera de la calle Diez, excepto en la entrada principal del teatro, brillantemente iluminada, donde aguardaba el hermano menor de Mr. Ford. La obra ya había comenzado.
—Mientras Mr. Ford conducía a la comitiva presidencial por las escaleras al palco preparado a la izquierda del escenario, los actores reconocieron al presidente, y cambiaron levemente el diálogo, lo que permitió a la incontenible Laura Keene mirar al palco presidencial y exclamar «Ha entrado una corriente de aire», sacudiendo la cabeza hasta que sus admirados pendientes parecían a punto de desprenderse.
Así informado, el público empezó a aclamar al presidente y al general Grant. Pero sólo el presidente se puso de pie, un instante, y luego se sentó en una gran mecedora, oculto por una cortina que se corrió deprisa.
A las diez en punto, Booth, Herold y Payne estaban en la calle, montados y armados. A un gesto de Booth, David y Payne partieron hacia casa de Seward, mientras Booth se dirigía a la entrada posterior del Teatro Ford, donde Ed Spangler le ayudó a atar su yegua baya. Luego Booth caminó hasta la entrada principal, y saludó al portero.
—¿No querrá usted que compre una entrada?
El hombre dijo que no; y continuó contando entradas mientras varios aficionados al teatro miraban a Booth. El portero los presentó al astro más joven del mundo, quien pidió un poco de tabaco de mascar. Cuando subió, Booth advirtió que había una silla vacía junto al palco presidencial. El policía no estaba en su puesto. Un imprevisto detalle afortunado.
En la penumbra, Booth abrió la puerta y entró en la antesala del palco. El presidente estaba a pocos pasos; su silueta se recortaba contra las luces de carburo. A la derecha del presidente estaba Mrs. Lincoln, y a su derecha una pareja joven ocupaba un sofá.
Mientras la audiencia reía, Booth sacó del bolsillo derecho un derringer de bronce, y del izquierdo un puñal de hoja larga y muy afilada.
—Mary apoyaba casualmente el codo en el antebrazo de Lincoln; consciente de que eso era muy incorrecto, se irguió y susurró al oído de Lincoln:
—¿Qué pensará Miss Harris si me aprieto así contra ti?
Lincoln murmuró:
—No pensará nada especial, madre.
En ese momento, desde una distancia de un metro y medio, Booth disparó contra la nuca del presidente una sola bala. Sin un ruido, Lincoln cayó contra el respaldo de la silla y su cabeza se deslizó hacia la izquierda, donde la detuvo el tabique de madera. Mary no miró a Booth sino a su marido, mientras, desde bastidores, un actor miraba al palco, los ojos desorbitados. Había visto lo que ocurría.
El mayor Rathbone se lanzó contra Booth, quien dirigió el puñal hacia el corazón del joven. Pero el brazo de Rathbone desvió la hoja. Miss Harris gritó mientras Booth la hacía a un lado y trepaba al antepecho del palco. Luego, con la atlética destreza que tanto agradaba a sus admiradores de ese mismo teatro, saltó los cuatro metros que había del palco al escenario. Pero esos efectos solían ser más improvisados y atléticos que calculados y dramáticos; y en esa ocasión no advirtió la bandera de seda que adornaba el frente del palco. La espuela de una bota se enredó en la tela, y él, perdiendo el equilibrio, cayó sobre el escenario, donde se quebró un hueso del tobillo. Rathbone gritó desde el palco:
—¡Detengan a ese hombre! —Booth gritó algo ininteligible al público; y salió del escenario.
Ahora Mary estaba de pie, gritando. Miss Harris intentaba consolarla. Laura Keene entró en el palco, y sostuvo en el regazo la cabeza de Lincoln, inconsciente, hasta que llegó un médico a examinar la herida. La bala había entrado en la parte posterior de la cabeza por encima de la oreja izquierda, y luego había ido hacia abajo y hacia la derecha, deteniéndose justamente debajo del ojo derecho.
En la Casa Blanca, Hay y Robert Lincoln estaban cómodamente instalados en el salón del primer piso, bebiendo whisky, cuando irrumpió el nuevo portero, Tom Pendel.
—¡Han herido al presidente!
Mientras Hay corría detrás de Robert hacia un coche, tuvo la sensación, semejante a un sueño, de que ya había vivido antes ese momento. Pendel estaba histérico.
—También han matado a Mr. Seward. ¡Todo el gabinete ha sido asesinado!
—¿Quién? —preguntó el abrumado Robert, mientras se abrían paso entre la multitud que inundaba la calle Diez—. ¿Quién ha hecho esto?
—¿Rebeldes? —Hay no podía pensar.
En un pequeño dormitorio de una pensión que olía a coles, el Anciano estaba oblicuamente tendido en una cama que, no es necesario decirlo, era demasiado pequeña para él. Ésta es la última vez, se dijo absurdamente Hay, que estará tan incómodo.
Lincoln descansaba sobre la espalda, respirando pesadamente, mientras el médico intentaba detener con algodón la sangre que rezumaba de su cráneo destrozado. El ojo derecho de Lincoln estaba hinchado y cerrado; la piel de la mejilla derecha se volvía negra. Hay advirtió que los largos brazos desnudos eran sorprendentemente musculosos. En los últimos tiempos había llegado a pensar que el Anciano consistía únicamente en piel y huesos. Oyó los sollozos de Mrs. Lincoln en una habitación vecina. En ésta oía y veía el llanto del senador Sumner, de pie como una viuda en la cabecera. ¿Dónde estaba su guardaespaldas?, se preguntó Hay, que jamás había despreciado tanto como entonces a Sumner. En un rincón estaba Welles, viejo y desaliñado debajo de su peluca.
Los miembros del gabinete entraban y salían. Sólo Stanton permanecía, dominando absolutamente la situación. Cuando Robert preguntó: «¿Hay alguna esperanza?», Stanton respondió en lugar del doctor: «Ninguna. Simplemente se irá. El cerebro está destruido. La herida es mortal». Luego Stanton se dirigió a un asistente:
—Informe telegráficamente al general Grant en Filadelfia.
—Debe retornar de inmediato. Pero con un destacamento completo de guardias. —A otro asistente le dijo—: Vaya a casa del juez supremo. Le dirá qué ha ocurrido. Lo necesitaremos para el juramento del nuevo presidente.
Un funcionario del Departamento de Estado se acercó para dar las noticias.
—Un hombre entró en la Old Club House. El criado dice que parecía un fanático rebelde. Subió y apuñaló a Mr. Seward; pero el corsé metálico que llevaba lo salvó. Está absolutamente ileso. Pero Fred Seward tiene la cabeza partida; está inconsciente.
—Yo estaba con los dos hace menos de una hora —dijo Stanton, con asombro—. ¿El hombre escapó?
—Sí, señor.
Mary Lincoln entró en la habitación.
—¡Oh, Robert! —gritó—. ¿Qué será de nosotros? —Miró a su marido—. Háblanos, padre. No puedes morir así, no ahora. Es impensable. Robert, trae a Taddy. Le hablará a Taddy. No se dejará morir si Taddy está aquí.
Robert miró a Stanton, que movió la cabeza. Luego Mary lanzó un gran chillido y se arrojó sobre el cuerpo de Lincoln.
¡No nos dejes!
—Saquen de aquí a esta mujer —dijo Stanton, bruscamente brutal con una persona a la que había hecho durante largo tiempo todo lo posible para agradar. Ya no necesitaba agradarle, pensó Hay—. No le permitan regresar.
Sumner y el hombre del Departamento de Estado sostuvieron a Mary y se la llevaron, mientras el vicepresidente entraba.
—Señor —dijo Stanton, ahora deferente—, deseo que esté usted siempre custodiado (los soldados que le he asignado están en el Kirkwood Hotel) hasta que sepamos quién es el enemigo. Estoy seguro de que también piensan matarlo a usted.
—¿Va… a morir? —Johnson miró con asombro la figura en la cama.
—Sí, señor. Ya he hecho los preparativos necesarios. Mr. Chase ha sido avisado. Cuando llegue el momento, irá a su hotel y le tomará juramento.
—Hemos sufrido —dijo Johnson, sin gran énfasis ni su habitual grandilocuencia— un golpe tremendo.
—Sí, señor. Pero él ha sido afortunado. Pertenece ya a la historia, mientras nosotros estamos obligados a vivir en pleno naufragio.
Mientras la noche se convertía en madrugada, Stanton permaneció al lado de Robert, junto a la cama. Stanton apoyaba el codo izquierdo en la mano derecha, que sostenía aún el sombrero.
Poco después de las siete en punto, Abraham Lincoln aspiró profundamente; exhaló con lentitud y murió. Como un autómata, Stanton levantó el brazo derecho, se puso con precisión el sombrero en la cabeza y luego, con igual precisión, se lo quitó. Se puso de pie.
—El gabinete se reunirá ahora mismo —dijo— para ocuparse de la notificación y el juramento del presidente Johnson, y de la continuación ordenada del gobierno.
Mary entró en la habitación. Gimiendo suavemente, se inclinó sobre el cuerpo inerte; luego, por su propia cuenta, se incorporó, con los ojos secos de tanto llorar, y dijo, sin dirigirse a nadie en particular:
—Dios mío. Yo he traído a mi marido a su muerte. —Robert salió con ella de la habitación.
Hay miró fijamente al Anciano que parecía sonreír, mientras el médico le ataba una franja de tela bajo la barbilla para evitar que se le abriera la boca. Parecía exactamente como si su propia muerte le recordara una historia. Pero entonces Hay comprendió que el Anciano ya no le volvería a recordar una historia. Se había convertido en un recuerdo para otros.
David Herold esperó en la puerta de la casa de Seward todo el tiempo que se atrevió a esperar. Por los gritos, parecía que Payne estaba matando a toda la gente que había en la casa. Finalmente no pudo esperar más. Montó en su caballo y se alejó por la avenida de Pennsylvania, donde un hombre que salía casualmente de un establo le gritó:
—¡Es tarde! Te has quedado demasiado tiempo con ese caballo. Tráelo aquí.
La respuesta de David fue espolear al animal por la calle Catorce hasta que llegó a F, donde giró hacia el este. Sólo tenía una idea: encontrar a Wilkes.
En el puente del astillero, un centinela lo detuvo y le preguntó su nombre. «Smith», respondió David. Cuando le preguntó adónde iba, respondió que vivía en White Plains, más allá de Anacostia Creek. El centinela le permitió pasar, pero le avisó que en lo sucesivo el puente quedaría cerrado a las nueve de la noche. David le dio las gracias, y continuó la marcha. Por fin, en el camino de Bryanstown, David alcanzó a Wilkes, que había venido solo y al galope.
—¿Éxito? —preguntó Booth.
—Sí —dijo David.
—Yo también —dijo Booth.
Fue todo lo que se dijeron hasta llegar a Surrattsville. Allí David desmontó, y entró en la taberna que había sido de los Surratt y ahora pertenecía a John Lloyd. Tal como estaba planeado, Lloyd le dio un par de carabinas y una botella de whisky. David dio a Wilkes el whisky, que él bebió sin desmontar. Wilkes rechazó las carabinas.
—Me he roto el tobillo —dijo fríamente.
—¿Necesitan algo más? —preguntó Lloyd.
Booth dijo:
—Nada más. Pero le daré una noticia, si le interesa.
—No sé si me interesa —dijo Lloyd.
—Estoy bastante seguro —dijo Booth, espoleando su caballo— de que hemos asesinado al presidente y al secretario de Estado.
David y Booth se marcharon. Eso era lo que David había soñado desde que tenía memoria. Hacer algo heroico y cabalgar toda la noche, al lado de su verdadero hermano. Las palabras de Wilkes a Lloyd reverberaban sin cesar en su mente. «Hemos asesinado al presidente…». ¿Qué mayor hazaña podía cumplir un héroe confederado?
A las cuatro y media de la mañana llegaron a la casa de un médico amigo, que atendió el tobillo de Wilkes, roto de tal modo que los huesos habían quedado en ángulo recto. Luego Wilkes pidió una navaja y se afeitó el bigote.
Más tarde, ya a la luz del día, el nervioso médico dijo que deberían marcharse. Empezaba a correr la voz en la región, y en el mundo, de que John Wilkes Booth había asesinado al presidente. No había noticias, lamentó David, de Mr. Seward. De todos modos, lo único que importaba era que Wilkes pensara que él, David Herold, había hecho lo que se le había ordenado los; y que dos —amigos y hermanos de verdad— eran ahora inmortales.