Tres días más tarde, Lincoln se reunió con todo el gabinete, excepto Stanton, cuya enfermedad empezaba a despertar alarma. Lincoln había vencido en todos los estados menos tres: Nueva Jersey, Delaware y Kentucky. Con su medio millón de votos, era, aunque el margen era pequeño, presidente por la mayoría de votos populares.
Seward estaba eufórico. No podía dejar de hablar; hubiera querido pero sufría una especie de ataque.
—Aunque hemos ganado en Nueva York por cuatro mil votos, y no por los cuarenta mil que creíamos, ha sido un éxito extraordinario, dadas las fuerzas que se nos oponían, desde la prensa hasta el gobernador y los Cabezas de Cobre.
Entró Hay.
—Señor, un mensaje de Nicolay, desde Illinois. Ha vencido usted por veinticinco mil votos. —El gabinete aplaudió. Lincoln miró el mensaje y luego rió—. Veo que he perdido en mi condado natal, Sangamon. Y también ha ganado McClellan en mi estado, Kentucky. Es obvio que soy menos popular cuanto mejor me conocen.
—Sin duda, eso explica su triunfo en Nevada —dijo Seward.
Hay entregó también al presidente los últimos despachos del Departamento de Guerra. El Tycoon anunció:
—El general McClellan ha renunciado a su cargo de mayor general del ejército y parte de inmediato a Europa, de vacaciones.
Hubo nuevos aplausos del gabinete. Mientras tanto, Lincoln entregó a Hay un papel plegado y sellado.
—¿Recuerdan, señores, que el verano pasado les pedí que firmaran en el dorso de una hoja plegada cuyo contenido no revelé? Pues bien, aquí está. —Lincoln la sostuvo en alto y se la dio a Hay—. Ahora, Mr. Hay, vea si puede usted abrirla sin desgarrarla. —Hay buscó un cortapapeles y, como un cirujano, hizo varias complejas incisiones. El Tycoon había pegado los bordes en dobleces arbitrarios.
Cuando la hoja quedó desplegada, Lincoln la leyó en voz alta:
—«Esta mañana del 23 de agosto de 1864 parece muy probable, como desde hace varios días, que esta administración no será reelegida». —Lincoln miró a Seward, que se vio obligado a asentir—. «En ese caso, será mi obligación cooperar con el presidente electo de tal modo que sea posible salvar la Unión entre la elección y la toma de posesión, puesto que el presidente electo habrá ganado las elecciones con una plataforma que le hará imposible salvar la Unión posteriormente». —Lincoln depositó el documento en la mesa—. Escribí esto aproximadamente una semana antes de que McClellan fuera designado candidato. Como estaba bastante seguro de que él ganaría, resolví que lo invitaría a venir aquí y le diría: «Tenemos casi cinco meses antes de que usted asuma el mando. Yo conservo el poder ejecutivo, y usted posee la confianza del pueblo. Llamemos entonces a las tropas que sea posible reunir y terminemos juntos esta guerra».
Los miembros del gabinete escucharon gravemente; Seward dijo:
—El general hubiera dicho «sí, sí»; y al día siguiente hubiera agregado «sí, sí», y jamás habría hecho nada.
—Pero al menos —respondió el Tycoon— yo habría cumplido con mi deber y mantenido mi conciencia limpia.
—No necesitamos preocuparnos por Little Mac —dijo Fessenden, que acababa de regresar de NuevaYork—. Me dicen que le han ofrecido la presidencia del Illinois Central Railroad, con un salario anual de diez mil dólares.
—Se apresurará a aceptar —dijo Seward.
—También lo haría yo —dijo Lincoln—, si estuviera en su lugar, donde creí en agosto que estaría.
Gideon Welles se refirió, complacido, a la inminente partida de Washington del ahora exsenador Hale, hombre corrompido que había creado graves problemas al Departamento de Marina. Quizá le correspondía un castigo mayor, o una investigación a cargo del fiscal general. Pero Lincoln alzó una gran mano y dijo:
—En política el plazo para la acción legal debe prescribir muy pronto.
Como Seward nunca había conocido un buen político que no fuera vengativo, Lincoln debía de ser o un mal político o una anomalía. Seward se inclinaba a pensar que era una anomalía.
Después de la reunión de gabinete, Lincoln recibió a Francis P. Blair.
—Pensará usted, señor —dijo el Viejo Caballero, ahora realmente muy viejo, pero con toda su fogosidad, y también su caracterización, jacksoniana—, que estoy aquí en nombre de Monty, que merecería ser el próximo juez supremo.
—Sospechaba que podía usted pensar en eso —dijo el presidente, mirando el truncado obelisco a Washington—. Ciertamente, yo lo he pensado.
—Si es así, no diré más. Usted ha hecho ya bastante por los Blair para merecer eternamente nuestra gratitud y la de nuestros descendientes. —La vehemente afirmación produjo gotitas de saliva que el anciano secó reflexivamente, los ojos clavados en el retrato de su amigo Jackson—. Pero me trae otro asunto.
—Como usted sabe, yo tenía, en otros tiempos, buenas relaciones con Jefferson Davis.
—Lo sé —dijo Lincoln.
—Quiero ir a Richmond. —El Viejo Caballero era directo: jacksoniano—. Quiero hablar con él. Y terminar esta guerra.
—¿Cómo?
—Quiero persuadirlo de que firme la paz, de que retorne a la Unión, y se una a nosotros para expulsar de México a los Habsburgo y a los franceses.
Lincoln no se comprometió.
—Ése es también el sueño del gobernador Seward. Pero ¿es el de Mr. Davis?
—Permítame que lo averigüe. Tengo una excusa perfecta para ir a Richmond. Esos bastardos que saquearon mi casa se llevaron todos mis papeles, y deseo recuperarlos. Davis lo comprenderá. Me dejará ir a Richmod. Y allí le diré mi plan.
Lincoln asintió, con aire de profunda reflexión. Luego dijo:
—Espere hasta que caiga Savannah. Entonces vuelva y le daré un salvoconducto a City Point, o a dondequiera que esté Grant en ese momento.
—¿Sólo entonces? —El Viejo Caballero parecía algo decepcionado.
—Creo que debernos apretar un poco más la soga. Y para ese momento también debería de estar resuelta la cuestión de la esclavitud. Pienso que este Congreso pedirá un enmienda de la Constitución para abolir de una vez por todas la esclavitud. Cuando esto ocurra, Mr. Davis sabrá, para bien o para mal, cuál es, exactamente, su situación.
David conocía con toda exactitud su situación en la farmacia Thompson. Le habían dado la patada, como dirían los gamberros; ¡echado!, despedido.
—Durante algún tiempo, David, he sentido que no estabas del todo presente cuando estabas presente; y muchas veces he necesitado tu ayuda y no estabas presente de ningún modo. —Mr. Thompson parecía triste; estaba de pie delante de la larga hilera de brillantes frascos de porcelana con inscripciones en latín. Las rizadas letras góticas de oro resplandecían a la clara luz de la mañana—. He tratado de pasar por alto tus ausencias, por amistad a tu madre. Además, debo decirte que he visto en ti desde el comienzo las dotes de un excelente farmacéutico. Cualquiera que pueda aserrar un tronco es capaz de ser doctor en medicina; pero un artista en la combinación de medicamentos nace, no se hace. Nosotros somos científicos verdaderos; y en nuestros polvos y elixires, y en sus sutiles mezclas, está la salud y está Dios. Ruego porque reflexiones acerca de esto antes de que sea demasiado tarde. —Mr. Thompson sacó su billetera—. Tu salario hasta el día anterior de las elecciones, que era festivo, aunque nuestra tarea nunca se interrumpe.
—Pero ayer trabajé todo el día… —David logró arrancar otros cinco dólares a Mr. Thompson. En cierto sentido, le alegraba marcharse. Pasar la vida entera en la trastienda era aún peor que en la parte delantera, recibiendo a todo el mundo, como hacía Mr. Thompson. Durante el año anterior, tantas veces había dicho a Mr. Thompson que no se sentía bien que se le habían acabado las enfermedades. Durante cierto tiempo, David había trabajado algunas horas en una farmacia del Astillero, cerca de la casa de su madre. Mr. Thompson había hablado con su colega, y durante una de las varias «convalecencias» de David, ambos habían acordado que le convendría trabajar más cerca de su casa. Pero eso terminó cuando los dos farmacéuticos se reunieron y comprobaron que, muchos días, David no había trabajado para ninguno de los dos. Ahora, pensó David dramáticamente, el telón caía para siempre sobre su carrera de preparador de recetas. Por suerte había mucho trabajo en los teatros; y lo que era aún mejor, su amigo wilkes había regresado a Washington.
Por última vez, David cerró la puerta de la farmacia Thomp son y oyó por última vez el repique de la campanilla atada al picaporte en el interior. Hombre libre ahora, echó a andar por la calle Quince. La lluvia había cesado y el cielo estaba claro. La brisa olía a invierno. El barro había vuelto a convertirse en tierra dura, y los cerdos de los callejones parecían más alerta que de costumbre. De excelente humor, David fue por la avenida de Nueva York hasta la casa de los Surratt en la calle H.
La ciudad estaba colmada de exesclavos desocupados, y también, veía David con mirada dura, de blancos del Sur que habían prestado el juramento y no tenían trabajo ni un sitio adonde ir. En los terrenos vacíos hacían hogueras de desechos y bebían alcohol de maíz. No debían estar armados, pero todos llevaban cuchillos y los usaban a la menor provocación. Había partes de la ciudad adonde ni siquiera David se atrevía a ir por la noche.
Un regimiento de caballería pasó por la avenida, interrumpiendo el tránsito. David ya no reparaba siquiera en las tropas yanquis. Como todos los verdaderos habitantes de Washington, sabía que se encontraba en una ciudad ocupada por el enemigo y nada podía hacer al respecto aparte de ocuparse de sus propios asuntos, el principal de los cuales era secuestrar al presidente Lincoln y pedir como rescate cien mil soldados confederados prisioneros.
Justamente antes de las elecciones, toda la familia Surratt se había trasladado a la casa de la calle H. Mrs. Surratt había alquilado la casa de Surrattsville a un hombre llamado Lloyd por quinientos dólares anuales. Como John no trabajaba ya en el correo, no había ninguna razón para que se quedaran en el campo, cuando podían vivir en la ciudad y Mrs. Surratt podía ganar algún dinero convirtiendo el 541 en una casa de pensión. John no quería abandonar sus tareas de jinete nocturno. Pero Mrs. Surratt lo había convencido de que el futuro de todos estaba en la ciudad, y no en un cruce de caminos rurales de Maryland. Annie era la que estaba más complacida.
David entró en la casa; en el salón donde había muerto el anciano Mr. Surratt estaba ahora la muy viva Mrs. Surratt, que recibió a David con afecto y premura.
—Annie está afuera, dando clases…
—¿Está John?
—Aquí estoy. —John entró en mangas de camisa. Llevaba ahora una barbita puntiaguda en el mentón, a la manera de Jefferson Davis—. Soy el criado para todo —se quejó.
—¿Has encontrado trabajo?
—Trabajo, sí. Uno adecuado, no. Hay una vacante en la Adams Express Company. Me he presentado. —Se echó en el sofá—. Querría volver a Surrattsville, donde podía servir para algo.
—Puedes hacer muchas cosas aquí —dijo David, significativamente. Pero nada que dijera sonaba significativo, como lograbaWilkes sólo con bajar la voz. De todos modos, nadie tornaba en serio a David E. Herold, y nadie escuchaba con atención o respeto sus palabras excepto Wilkes, cuando trazaban sus planes por la noche, muy tarde. La chica rubia de Booth había ido a la farmacia el día después de las elecciones. «Está en el National Hotel», había susurrado. Luego se había marchado, presumiblemente a la avenida de Ohio, donde su hermana tenía una casa de chicas. David había sabido por Sal que Ella Turner estaba enamorada de Booth, quien pagaba a la hermana para que mantuviera a Ella relativamente pura. El sueño de Ella era casarse con Booth algún día.
David encontró a Wilkes desasosegado por la elección.
—¿Para qué sirve ahora matar al tirano, si le sucederá otro nuevo tirano, en la repulsiva forma del traidor Johnson? —Muchas veces, en el restaurante de Scipione Grillo, Booth hablaba como si representara una tragedia. David encontraba esos momentos fascinantes, sobre todo si él figuraba en el reparto—. Nuestra última oportunidad fue el 13 de agosto, cuando tú debías darle la bebida fatal; yo grabé la fecha con un diamante en la ventana del fonducho de Meadville donde me alojaba, feliz ante la idea del glorioso tiranicidio que, por desgracia, fracasó. —David se había disculpado extensamente. Era cierto. Una vez más se había planeado que David envenenara al presidente; y en esa ocasión se sabía por anticipado la fecha en que actuaría el veneno.
Lincoln no había dormido durante una semana. El 12 de agosto por la tarde, el médico del presidente había pedido a Thompson un somnífero que debía entregarse a la mañana siguiente para que Lincoln lo probara por la noche. Era el momento, declaró Sullivan. David estaba de acuerdo; Booth lo respaldaba en Meadville; detrás de Booth estaba el gobierno confederado de Richmond, y la historia los respaldaba a todos…
Pero David no se había atrevido. La mañana del 13 de agosto, se envió a la Casa Blanca láudano puro, y esa noche el Viejo Abe gozó de un sueño reparador. David fue igualmente aclamado por Sullivan como un soldado valiente, aunque infortunado, cuyo fusil había fallado por segunda vez.
Por el momento el presidente no corría peligro de muerte. Andrew Johnson, el renegado de Tennessee, era considerado aún más peligroso que Lincoln. Pero la Confederación vacilaba ahora por el impacto de la demoledora estrategia de Grant. Casi no quedaban hombres para pelear.
Aparece en escena John Wilkes Booth, a la hora undécima.
Aparece en la puerta una pareja, Mr. y Mrs. Holohan.
—¿Dónde está tu madre, Johnny? —pregunta la mujer.
—Está arriba, preparando sus habitaciones, Mrs. Holohan.
—Dijo que subieran ustedes en cuanto llegaran. —La pareja desapareció en la escalera—. Pensionistas —dijo John con tristeza—. También se aloja aquí una amiga de Annie. Y un compañero mío del seminario, que duerme en mi habitación. Cama y comida, treinta y cinco dólares. Es todo. ¿Por qué no vienes tú también? En esa cama caben tres.
David movió la cabeza.
—Ahora estoy viviendo en casa. Acaban de despedirme. De modo que no sé cómo haré para subsistir, aunque de vez en cuando trabajaré en los teatros.
—Entonces, somos dos sin nada que hacer.
—No te apresures. —David le habló luego de un amigo, cuidando de no decir el nombre, que tenía un plan para salvar a la Confederación. Al principio, John se mostró escéptico.
—La ciudad entera es un cuartel. ¿Cómo vas a secuestrar al jefe de todo esto en mitad de su ejército y de su marina? Matarlo de un tiro no sería dificil. Pero secuestrarlo… —John movió la cabeza.
—Habla con mi amigo. Tiene buenas relaciones. Es rico. Sólo necesita una persona que conozca bien los caminos de Maryland. Por eso he pensado en ti. Yo quería que lo conocieras el mes pasado, pero él tenía que viajar a Mountroyal.
—¿Adónde? —John parecía bruscamente interesado.
—Es una ciudad de Canadá. Pues bien, cuando estaba en Mountroyal…
—Montreal —corrigió John. Se puso de pie—. Desde allí vigila a los yanquis nuestro servicio secreto. ¿Dónde se aloja tu amigo?
En el vestíbulo del National Hotel, Wilkes Booth estaba en un sofá de crin junto a Bessie Hale, que lloraba discretamente detrás de un pañuelo. Booth parecía consolarla. Mientras ella se Sonaba la nariz, él advirtió a David. Booth hizo un gesto para indicar que John y David lo esperaran junto a las ventanas. Mientras ellos iban hasta la gran palmera debajo de la cual habían conspirado alguna vez Wilkes y David, Booth llevó a Miss Hale hasta la escalera principal. Ella empezó a subir lentamente.
Booth atravesó la muchedumbre del vestíbulo hacia la palmera.
David presentó a John Surratt sin mencionar el nombre de Booth. Arrimaron tres sillas a la ventana que daba a la populosa calle Seis. La corrección obligó a Booth a explicar la presencia de Miss Hale en el vestíbulo de su hotel.
—El padre no ha sido reelegido en el Senado, de modo que han dejado su casa y se alojan aquí. Pobre muchacha. No soporta la idea de regresar a Rochester, Nueva Hampshire. Estaba tratando de darle ánimos. —Se volvió a John—. ¿Es usted de los Surratt de Surrattsville?
—Sí. Sólo que ahora vivimos en la calle H, cerca de aquí.
—Han servido bien a su país —dijo Booth—. He oído hablar de ustedes en muchos lugares interesantes. Quisiera comprar una granja por allá.
—Las conozco todas, en esa zona.
—Me gustaría que estuviera en un camino, retirado pero bueno, a Richmond.
—Conozco todos los caminos que llevan a Richmond. Booth clavó sus ojos del color de la miel oscura en Surratt, y luego pareció que había llegado a una conclusión.
—Subamos a mi habitación y compartamos las especialidades de la casa: el ponche de leche y los puros.
La mañana del 6 de diciembre de 1864 William Sprague entró en el bar medio vacío del National Hotel. Estaba ansioso por una ginebra, y algo menos ansioso de encontrarse con el hombre que en una nota sin firma se identificaba como «un amigo de Harris Hoyt, con noticias urgentes».
Sprague eligió el rincón más oscuro del bar y pidió su ginebra; luego examinó el orden del día del Senado. El fiscal general, Mr. Bates, había dimitido a fines de noviembre. Lincoln había nombrado a James Speed, de Kentucky. Como James Speed era hermano de Joshua, un amigo de Springfield del presidente, la comisión judicial del Senado había decidido que podía ejercer un efecto saludable sobre el presidente recientemente reelegido verse obligado a esperar unos días mientras los senadores averiguaban quién era Mr. Speed. Por otra parte, los radicales no veían con placer que en un cargo tan importante hubiera un hombre de un estado de frontera, Kentucky, que había votado por McClellan. Sprague no pensaba participar en ese asunto. Sprague no se interesaba por los fiscales generales. Sprague se interesaba por el algodón.
Un sureño de tez oscura, vestido como un sacerdote baptista en gira, se sentó al lado de Sprague.
—Senador, me alegro de conocerlo. Mr. Hoyt habla muy bien de usted. Como Mr. Prescott. Y Mr. Reynolds. Y su primo Byron.
—Es natural que Byron hable bien de mí —dijo Sprague. El sureño pidió ron. Permaneció en sacerdotal silencio hasta que el ron pasó, de un solo trago, a su estómago. Luego dijo:
—Usted sabe que el Sybil cayó en manos de la marina hace dos semanas.
—Sí —dijo Sprague—. Lo sé muy bien. —El Sybil era un barco británico que navegaba desde Matamoros hacia Nueva York. Las bodegas estaban llenas de algodón para Sprague y sus asociados. Como de costumbre, no había a bordo un registro que indicara el destinatario del cargamento, consignado sencillamente a la Aduana de Nueva York, que presidía el cordial Hiram Barney. En el pasado, cada vez que llegaba una remesa, Byron o Reynolds o Prescott visitaban a Barney, que les entregaba el algodón. Pero en los últimos tiempos había habido dificultades. En respuesta a acusaciones de irregularidades y sobornos, una comisión parlamentaria estaba investigando los procedimientos aduaneros. Como probablemente la guerra terminaría mucho antes que la investigación, Sprague no estaba demasiado preocupado. Además, la Aduana era una prebenda republicana; y el Congreso era decididamente republicano, así como el presidente. No había motivo de alarma. Pidió su segunda ginebra.
—Supongo que entonces sabrá usted también que nuestro amigo Mr. Charles L. Prescott ha sido arrestado por las autoridades militares de Nueva York.
Sprague estaba boquiabierto. Los quevedos cayeron sobre la mesa; una lente se quebró.
—Se le han roto las gafas —dijo el portador de malos presagios.
—¿Cómo…? —fue todo lo que Sprague logró decir.
—No lo sabemos. Quizás el ejército haya descubierto la procedencia del cargamento por medio del propietario del barco, que vive en Londres. O también puede ser que alguien de la Aduana les haya dado la información. De todos modos, conseguí hablar con Prescott. Está aterrorizado. Cree que Hoyt lo ha engañado. Está dispuesto a hacer una confesión completa.
—¿Completa? —Los ojos miopes de Sprague bizquearon como si su vida dependiera de distinguir el contorno del peligro inminente.
—Le explicará al general al mando del departamento del Este toda la historia.
—Dix.
—¿Quién es, senador?
—El general John A. Dix. Lo conozco. Yo no dirijo la empresa. Es Byron quien lo hace. Yo no me ocupo de negocios. Y no lo hago desde el sesenta y uno. He sido el primer voluntario de esta guerra. No sé nada de algodón. No me importa.
—Quizás a usted no le importe, senador. Pero a otros les importa… su propia piel. Prescott lo ha nombrado.
—No puede. —Sprague era presa del pánico. Se puso los quevedos rotos—. Iré a ver a Dix. ¿Dónde está Hoyt?
—Creo que en Nueva York.
—Búsquelo —dijo Sprague, arrojando unas monedas a la mesa—. Yo no sé nada. Lo que se hacía en Texas era ayudar allí ala gente de la Unión. Eso es todo. —Sprague estrechó la mano del mensajero y salió.
Había una multitud ante la puerta de Seis y E. Dos policías se acercaron a Sprague, que estuvo a punto de huir. Pero los dos hombres saludaron, sonrientes, y uno dijo:
—Felicitaciones, senador.
Sprague entró. Kate, que no le hablaba desde hacía unos días, le echó los brazos al cuello.
—¡Lo mejor posible, a falta de otra cosa! —exclamó—. Al menos, por ahora.
—¿Qué?
—Padre es juez supremo. El presidente envió el mensaje al Senado esta mañana. —De pronto, olió la ginebra en el aliento de Sprague—. ¿Por qué no has ido al Senado?
—Tenía una reunión de negocios. —Sprague se acercó a su radiante suegro—. Felicitaciones, señor.
—¡Querido muchacho! —Feliz, Chase abrazó a Sprague. Sumner y Wade aplaudieron. Kate se les unió. Dijo a Sumner, burlon.
—Usted tiene la culpa de esto, por aceptar que padre se retirara de la competición. Pero aún no hemos dicho la última palabra.
—Kate —dijo Chase—, si no hay crema, nos contentaremos con leche.
—Más vale que sea juez toda la vida —dijo Wade—, y no presidente por cuatro años, sin hacer más que en las próximas elesciones, como cierta persona que no quiero nombrar…
—Y que, sin embargo, ha visto la luz —dijo Sumner—. No es tonto. Lincoln comprende que usted deberá afrontar dos monetaria des cuestiones: la abolición constitucional de la esclavitud, que ya está planteada, y la defensa de nuestra política mon durante la guerra, que usted mismo ha creado.
—En cierto modo ad hoc —respondió Chase, quien empezaba a preguntarse si podía o no anular, como juez supremo, lo que había hecho como secretario del Tesoro. Fuera como fuese, era aquél un momento de perfecta alegría para él. Kate podía pensar que lo habían retirado de la carrera presidencial; pero ninguna ley prohibía que un juez supremo fuera presidente. Cuatro años no era un tiempo muy largo. Después de aclarar perfectamente sus posiciones en el estrado olímpico, podía, si lo deseaba, descender al campo de batalla y apoderarse de la presa máxima.
El viernes por la mañana el Senado confirmó por unanimidad a Chase como juez supremo. Por la tarde, Chase y su familia fueron al Capitolio para la ceremonia del juramento. Chase llevaba una toga flamante de seda negra, regalada por Sprague pero elegida por Kate. Justamente antes de que entraran en la cámara de la Corte Suprema, donde estaba todo el esplendor de Washington reunido, Mr. Forney los detuvo en la rotonda. Debajo de la nueva cúpula pintada de blanco y lila, Forney dijo:
—Lo siento, Mr. Chase, pero aún no tenemos fiscal general, y si él no firma el certificado, no podernos tomarle el juramento. Sólo cuando la comisión judicial apruebe a Mr. Speed.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó Kate.
—Supongo que mañana. Sí, con seguridad mañana a mediodía.
—Muy bien —dijo Chase, mirando de reojo su propia imagen en el espejo que cubría un enorme cuadro de Pocahontas. Ciertamente, la toga negra causaba un majestuoso efecto. Juez supremo de los Estados Unidos, se dijo en voz muy baja; luego canturreó, desafinando, un himno a esa antigua roca que tan milagrosamente se había hendido ante él.
Aunque al día siguiente no había aún fiscal general, la muchedumbre se volvió a congregar. Pero esta vez avisaron a Chase que no acudiera al Capitolio. La ceremonia se posponía hasta el lunes 12.
Ahora había una procesión permanente de visitantes a Seis y E, hasta poco antes una casa evitada por los ambiciosos. Todos los abogados conocidos de los Estados Unidos consideraban necesario felicitar personalmente al heredero de Jay, Marshall y Ta ney.
Desde el nacimiento del país, sólo había habido cuatro jueces supremos; y dieciséis presidentes. De las tres ramas equivalentes del gobierno —el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial— sólo este último, cuyo supremo escalón era la Corte Suprema, era vitalicio; y sólo la Corte Suprema podía determinar el significado misteriosamente elástico de la Constitución. Ése era el poder definitivo en una república, pensó Chase. Sin embargo…
El sábado por la mañana, Sprague recibió un telegrama de un amigo de NuevaYork. Por orden del general John A. Dix, el jefe de policía había arrestado a Byron Sprague y a William H. Reynolds «por proporcionar ayuda y apoyo al enemigo». Los dos hombres residían en el mismo hotel de la ciudad de Nueva York. Ahora estaban en la fortaleza Lafayette, con Prescott.
Un segundo telegrama, media hora más tarde, comunicaba el arresto de Harris Hoyt. ¿Podía ser arrestado un senador? Ese era, para Sprague, el tema constitucional de más agudo interés. Cuando se lo preguntó casualmente a su suegro, que resPondía su correspondencia, Chase, ausente, dijo:
—No, nunca. Por supuesto, hay dos excepciones: homicidio…
—Chase sostuvo en alto una carta.
—¡Un autógrafo de Mr. Whitittier! ¡Por fin! ¿Dónde estaba? Ah, sí. Homicidio y traición. Katie Sprague fue deprisa a su propio estudio, en el otro extremo de Seis y E, donde escribió doce versiones de un telegrama destinado al general Dix. La idea central: no haga usted nada hasta que reciba mi carta de explicación. Evidentemente, él sería el próximo arrestado.
Esa tarde, ya despachado el telegrama, Sprague se hallaba sentado ante su escritorio, escribiendo al general Dix que su único interés en ese asunto era político y, desde luego, familiar. No tenía vinculación con el negocio del algodón desde el principio de la guerra, en la que había sido el primer voluntario. La empresa estaba en manos de su primo Byron, y por eso escribía. Pensaba que una reunión entre él mismo y el general Dix aclararía un asunto evidentemente intrincado. Estaba seguro de que su primo no había infringido ninguna ley. En cuanto a los asociados de Byron, no podía responder por ellos. Era innecesario agregar que las ramificaciones políticas eran de tal magnitud que convenía proceder con cautela para no crear dificultades añadidas al presidente o al nuevo juez supremo. Sprague tuvo buen cuidado de excluir toda referencia a Harris Hoyt.
A las cinco en punto, la carta estaba terminada. Ya había dispuesto que un amigo la llevara en tren a Nueva York. También había dado a su amigo instrucciones verbales para Hoyt, que constituía el único peligro real para él. Si Hoyt decía que el único interés de Sprague en el asunto había sido ayudar a la Unión, Hoyt recuperaría la libertad. Sprague no decía cómo. Sprague no sabía cómo. Pero Hoyt no debía decir lo que sabía, por lo menos hasta después del lunes. Chase debía prestar juramento antes.
Kate entró en el estudio, con un periódico plegado en cada mano.
—¿Qué has hecho? Los periódicos… Lo único que no ponen es tu nombre.
—Nada. Es una confusión. Han arrestado a Byron. A Reynolds. Y a Prescott. Algo relacionado con que recibían algodón de Texas, un disparate. No sé nada. —Sprague selló la carta con mano temblorosa.
Kate advirtió el temblor.
—Tú lo sabes.
—No. Lo sabré. Le he escrito al general Dix, pidiendo una explicación.
Kate leyó en el Providence Press:
—«Nuestras calles están llenas de rumores acerca de la participación de ciertos ciudadanos prominentes en un contrabando con los rebeldes». Esto es traición.
—No se refiere a mí. No puede ser. Yo gobierno el Providence Press.
—¿Y también el New York Times, que dice…?
—¿Desde cuándo crees en los periódicos? Mira lo que escriben acerca de tu padre…
—Byron está en la prisión. Tu propio primo. El hombre que tú has elegido para dirigir la empresa, tu empresa. Oh, sí, estás metido en esto.
Sprague se puso de pie.
—Si estoy metido en esto, también lo está Mrs. Sprague.
—¿Qué quieres decir? —El rostro de Kate estaba rojo de furia. Sprague fue glacial.
—Que eres mi esposa. Para lo bueno y para lo malo. Pues bien, aquí está lo malo. Sí, he recibido algodón de Texas. ¿Cómo crees que he mantenido en marcha las hilaturas? Tu padre no me quiso dar un permiso. Entonces, traje ilegalmente el algodón por la Aduana de Nueva York, con la ayuda del amigo de tu padre, Mr. Hiram Barney.
—Eres… —Kate respiraba con fuerza, como después de un tremendo esfuerzo físico—. ¡Eres un traidor!
—Ése es el término legal. Pero no me van a colgar si puedo evitarlo.
Kate lo miró como si él hubiera dejado bruscamente de existir para ella como marido e incluso como conocido. Luego dijo con toda deliberación:
—Pero mereces que te cuelguen.
—No me gusta eso, Kate. —Sprague escribió su propio nombre en la carta, para franquearla—. Es una ingratitud. He hecho mucho por ti. Por tu padre…
—¡Por ti mismo!
—Bueno, ¿por qué no? ¿No puedo ser tan egoísta como vosotros dos? Siempre habéis hecho planes con mi dinero.
—¡Dinero! —Kate lanzó la palabra como si fuera el desafio definitivo—. ¡Maldito sea tu dinero!
Desde el alejado salón, Chase oyó la asombrosa frase gritada por su hija. Afortunadamente, nadie más podía oírlo. Estaba solo, leyendo el juramento que debería recitar el lunes.
Chase se dirigió deprisa hacia el estudio de su yerno; no quería oír más, pero era incapaz de no oír más.
—Es un poco tarde para maldecir algo que has gastado en abundancia. Yo pagué la campaña por la presidencia. Pagué esta casa. Yo pago todo. Y bien, cuando pago, espero algo a cambio. Así son los negocios.
—Quieres que te protejamos, ¿verdad? ¿Que el juez supremo te proteja…?
—Todavía no es juez supremo; y si esto se sabe antes del lunes, nunca lo será… —Chase, inadvertido por ambos, estaba en la puerta del estudio. ¿Por qué disputaban? Sonaba todavía peor que la explosión de Narragansett el verano pasado. ¿Y qué tenía que ver él con nada que se supiera?
—Has sido nuestra ruina —dijo Kate, como asombrada de que algo tan insignificante como Sprague pudiera causarles a ellos tanto daño.
—Quizá. Quizá no. —Sprague tocó la campanilla para llamar al criado.
Chase eligió ese momento para entrar.
—Creí oír palabras irritadas —dijo con suavidad—. En un momento tan feliz.
—No es nada, padre. —Chase dirigió la mirada, por la fuerza de la costumbre, a los periódicos que tenía Kate en las manos. ¿Qué nuevos horrores desencadenaba la prensa? Pero Kate arrojó los periódicos al fuego como si fuera ésa la única razón de su visita al estudio de su marido.
Apareció el criado. Sprague le dio la carta y le indicó adónde debía llevarla. Luego Sprague se sirvió una copa de coñac.
—Hablábamos de dinero —dijo a Chase—. Un tema tedioso. —Vació la copa sin pestañear.
—Lo sé. Lo sé. —Chase sintió repentina inquietud. Ocurría algo. Algo muy grave. Se excusó y se retiró a su propio estudio, esperando que Kate lo acompañara. Pero ella no lo hizo, y él ordenó que la llamaran. Mientras tanto examinó su ejemplar de uno de los periódicos que ella había arrojado al fuego, el New York Times, y leyó el último despacho de Providence. A Chase le pareció no tan escandaloso como sorprendente que Sprague hubiera sido tan torpe. En la peligrosa jungla donde ambos habitaban, el primer deber era cubrir las Propias huellas.
—Kate había estado enferma, por épocas, desde el verano. Había perdido peso; estaba pálida; tosía de un modo que sugería alguna forma de asma. Desde el martes había recuperado su antigua luz. Pero ahora había vuelto a perderla.
—¿Qué ocurre, padre?
—Dímelo tú, Katie. —Empujó hacia ella el periódico sobre el escritorio—. Pero creo que ya lo sé. Kate asintió.
Hubiera querido que no lo supieras, especialmente ahora.
—Me alegro de saberlo, especialmente ahora. ¿Te ha dicho si es culpable?
—«Ayuda y apoyo al enemigo» es la descripción de lo que ha hecho.
Chase sintió un leve dolor de cabeza.
—Traición.
—Sí. —Mientras Kate narraba la historia, el dolor de cabeza se convirtió en una brecha en el cráneo. Cuando terminó, Chase casi no podía hablar.
—No prestaré juramento el lunes.
—¡Debes hacerlo!
—No puedo. He sido acusado de corrupción, falsamente, por Blair. He sido acusado, falsamente, de vender permisos de comercio.
—No le has dado ni le has vendido uno a mi marido…
—¿Quién lo creerá? He apoyado, equivocadamente, ahora lo veo, a Hiram Barney en la Aduana, aunque es más amigo de Mr. Lincoln. —Chase se puso de pie—. Iré a ver al presidente. Debo rechazar el cargo.
—¡No! Hemos trabajado muy duro para llegar hasta aquí…
—¿Hasta aquí? Al abismo caeremos si presto juramento al mismo tiempo que mi yerno es acusado de traición.
—Tú no lo sabías en el momento de la designación…
—Pero lo sé ahora. No hay nada que hacer, Kate.
—¡No! —Esta vez la voz era un grito—. Si no aceptas, no volveré a hablarte. De verdad. Somos una misma cosa, tú y yo. Él no es nada. Olvídalo. Que lo cuelguen. No tiene nada que ver con nosotros. Nunca ha tenido. Yo lo he odiado desde el principio… —Entonces, para absoluta sorpresa de Kate y horror de su padre, vomitó. Ambos de pie, frente a frente, ella trataba de contener el brusco torrente con las dos manos.
—¡Dios mío, Katie! ¿Qué te ocurre?
Pero la náusea cesó tan súbitamente como había comenzado.
—Ella se limpió la cara con un pañuelo.
—No, padre, no estoy enferma. Estoy embarazada de tres meses. Debía habértelo dicho.
—Oh, Dios. —Esta vez Chase no sintió que estuviera pronunciando el nombre de Dios en vano. Era más bien una plegaria en voz alta por tres almas inmortales. Y entonces, finalmente, aceptó seguir adelante y prestar el juramento.
Aparentemente, Sprague controlaba la situación. Esperaba, dijo, «buenas noticias» de Nueva York. En cuanto a Chase, estaba muy cerca del derrumbamiento. Había pasado su vida al servicio de los principios morales. Ahora debía simular ante el mundo, y peor, ante sí mismo, que ignoraba los delitos de su yerno. Afortunadamente, se dijo con amargura, la justicia es ciega. En un platillo de la balanza, el honor; en el otro, tres vidas.
A mediodía del lunes, cuando se disponían a salir hacia el Capitolio, donde había una gran muchedumbre, Mr. Forney avisó que todavía no se había designado al fiscal general; pero que al día siguiente se procedería al juramento sin más dilación. Lo único que podría hacer Chase era leer los periódicos buscando en ellos alguna noticia sensacional de Providence, Rhode Island.
La mañana del martes, la tensión en Seis y E había llegado casi hasta la histeria. En cinco ocasiones se había congregado la multitud en el Capitolio para asistir al juramento del primer juez supremo después de Taney, que había asumido su cargo en 1836; y en las cinco, se había enviado la concurrencia a su casa. La gente no hablaba de otra cosa. Y sin embargo, peo saba Chase, todavía no hablaban de Sprague. Cada mañana, después de sus oraciones, se prometía enviar la renuncia al presidente. Cada mediodía, después de ver a Kate, olvidaba su promesa. Lo esencial era la felicidad de Kate, y la de su nieto. Pero vivía hora tras hora en el terror a la prensa y a Sprague, que demostraba inusitado tacto. No aparecía nunca en las habitaciones de Chase, y rara vez en las propias. Sprague, según parecía, intentaba persuadir al general Dix con todos los recursos a su alcance.
El martes por la mañana Hay se encontraba en el despacho de Stanton por encargo de Lincoln. Hay cumplió con su cometido y se dispuso a marcharse. Stanton lo detuvo.
—Un momento, mayor. Tengo aquí un asunto que me gustaría… compartir con usted.
Desconcertado, Hay se sentó ante el escritorio de Stanton, su fortificación privada. Era insólito que el reservado Marte compartiera nada. Stanton abrió un archivador; lo miró con sus ojos acuosos.
—El general Dix ha arrestado a cuatro hombres acusados de comercio ilegal de algodón con el Sur. Uno es Byron Sprague.
Hay asintió; también él había leído los velados informes de los periódicos.
—He conocido a Byron Sprague. Cuando yo estudiaba en Brown. Dirige los negocios del senador Sprague.
—Stanton miró pensativo a Hay.
—Es un asunto delicado, como le he dicho al general Dix. El primer conspirador apresado ha hecho una confesión completa, en que involucra a los otros tres, y también al senador Sprague. Un segundo conspirador, arrestado posteriormente, afirma que el senador Sprague no está implicado, conscientemente. El general Dix quiere saber si debe formular cargos contra el senador Sprague. Hay sentía gran desasosiego. Stanton, deliberadamente, le daba participación en ese asunto a él, y no al presidente. Hay sacó su reloj.
—Dentro de una hora Mr. Chase será el juez supremo.
—Sí —dijo Stanton; y esperó.
—Evidentemente, si esto fuera del conocimiento público, no podría ser el juez supremo.
—No —dijo Stanton; y esperó.
—Una vez que haya jurado, quizá, si su yerno fuera acusado de traición, estaría obligado, o se sentiría obligado, a renunciar.
—Sí —dijo Stanton; y esperó.
Hay era una de las pocas personas en Washington que conocía el viejo sueño de ser juez supremo de Stanton; éste había llegado, incluso, a hacer que amigos comunes intercedieran por él ante el Tycoon. Pero Lincoln quería a Stanton donde estaba y, lo que era aún más importante, allí lo quería también Grant. Cuando Stanton comprendió que no tenía posibilidades, trabajó esforzadamente a favor de Chase; y no fue un esfuerzo pequeño. Si alguien en el mundo provocaba el disgusto del Tycoon, era Salmon P. Chase. Lincoln había dicho en una ocasión: «Me tragaría ese sillón de crin antes que nombrar a Chase». Pero el Tycoon había cedido ante la presión radical, y ante Stanton.
—Concretamente —dijo Hay, pensando con toda la velocidad posible—, la administración necesita a Mr. Chase en la Corte Suprema. Se debe considerar la enmienda constitucional de la esclavitud, y además…
Hay se interrumpió y miró a Stanton, que lo miró a los ojos.
—Tal como yo lo veo —agregó con gran cuidado Hay—, el problema inmediato consiste en decidir si se cree en la confesión del primer hombre o en la del segundo. —Stanton asintió de modo apenas perceptible—. Como esto impone una decisión tajante al general Dix, sospecho que él debería inclinarse por la segunda confesión hasta que descubra toda la verdad, lo que puede exigir cierto tiempo. Mientras tanto, acusar de traición a un senador de los Estados Unidos, un senador republicano, en mitad de la guerra —Hay estaba encantado con su propia y sublime piedad—, no beneficiará al interés público, en particular si se compromete también al juez supremo y al presidente que lo ha nombrado.
Stanton asintió y cerró el archivador.
—Aconsejaré al general Dix que mantenga fuera de esto al senador Sprague hasta que sepamos más de lo que sabemos ahora.
—¿Se lo dirá usted al presidente?
Hay respondió en el mismo tono imperioso de Stanton.
—¿Se lo dirá usted?
—No. No me parece indispensable —dijo Stanton—. Ya tiene bastantes preocupaciones.
—Entonces nada diré, exactamente por la misma razón. Con dificultad, Hay logró deslizarse a la pequeña pero elegante cámara de la Corte Suprema, donde, en otros tiempos, se reunía el Senado. Se amontonaban en la cámara y en la galería no sólo los elegantes de Washington sino también el contingente íntegro de los jacobinos del Congreso. La Corte Suprema llevaba a cabo sus tareas sobre un estrado, en el ábside situado frente al público, sentado en un semicírculo entre delgadas columnas de mármol. Hay se situó junto a una de esas columnas, donde estaba Charles Sumner, muy agitado.
—Es el día más grande en la historia de la Corte —anunció Sumner.
—Es un gran día —dijo Hay con reserva, buscando con la mirada hasta que encontró a Kate, muy pálida pero espléndida con su vestido morado, entre Sprague y Nettie. El rostro pálido de Sprague parecía algo enrojecido. ¿Ginebra o coñac?, se preguntó Hay. ¿Miedo a un arresto durante la ceremonia?
En el estrado apareció un ujier; dijo en voz baja y eclesiástica:
—Los honorables jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos. —Se abrió una puerta lateral y entró el juez de mayor edad, cogido del brazo de Chase. Los seguían los otros siete jueces, entre ellos un viejo amigo de Lincoln, el enormemente grueso juez Davis de Springfield, responsable del desastroso acuerdo que había convertido a Cameron en secretario de Guerra. Sin embargo el Tycoon había perdonado a Davis, pensó Hay, y lo había llevado a ese alto cargo.
Cada uno de los jueces se situó ante su propia silla, y se inclinó hacia la derecha y hacia la izquierda. Luego Chase se adelantó al centro del estrado, donde el anciano juez le entregó un folio que él tomó con mano temblorosa.
Hay miró fijamente a Chase mientras leía:
—«Yo, Salmon P. Chase, juro solemnemente que, como juez supremo de los Estados Unidos, administraré justicia igual y exacta a los pobres y a los ricos…».
—Hay miró a Sprague, a Kate, a Chase. Los tres tenían conciencia del peligro común. Eso era, verdaderamente, valor, pensó Hay; o locura colectiva. ¿Qué voluntad, se preguntó, era la que había prevalecido?
—«… de acuerdo con la Constitución y las leyes de los Estados Unidos, según mi mejor capacidad». —Chase entregó el folio al juez; luego respiró hondo, alzó la mirada al cielo y proclamó—: Y con la ayuda de Dios.
—Y de Abraham Lincoln, añadió Hay para sus adentros, en tanto que Ben Wade, sentado muy cerca, decía en una voz que todos pudieron oír:
—«Señor, permite ahora a tu siervo marcharse en paz… porque mis ojos han visto tu salvación».
Al lado de Hay, Charles Sumner dijo:
—Amén.