Seis

El 2 de agosto de 1864 Seward, vestido para los trópicos con una camisa ligera que excedía en dos tallas la correcta e informes pantalones de algodón, arrugados, estaba con el presidente en el húmedo despacho de Stanton, escuchando los informes de Pennsylvania. El 30 de julio el ejército de Jubal Early había reaparecido en Chambersburg; había ocupado la ciudad y pedido por ella un rescate de doscientos mil dólares oro. Como no se le dio el dinero, incendió y arrasó Chambersburg. El mismo día, Lincoln, ignorante de lo que ocurría, fue a encontrarse con Grant en la fortaleza Monroe. Ese mismo día —enteramente desastroso— un elaborado túnel que había construido Grant bajo las fortificaciones de Petersburg voló por los aires, causando escasos daños a los rebeldes pero tres mil quinientas bajas a la Unión. Grant admitió ante Lincoln que el proyecto no había sido inteligentemente concebido. Seward sospechaba que nadie había estado bien inspirado ese infausto día. Y ahora, entre los tumultos provocados por la leva —Lincoln acababa de pedir medio millón de hombres— y el éxito de los incursores rebeldes a la vista del nuevo domo del Capitolio, la fortuna de la Unión, incluso en el sentido económico del término, había tocado fondo.

Desde un principio, Grant consideraba erróneo que Lincoln concentrara el mando total de los ejércitos en Grant, que no quería abandonar el sitio de Petersburg, cerca y al oeste de Richmond. Aunque Grant era un excelente general en el campo de batalla, no se podía esperar que comprendiera la confusión de mandos superpuestos ni la incompetencia militar de la capital, donde el Viejo Cerebro pensaba viejas ideas y Stanton actuaba como el conductor frenético de un tren sin frenos a toda marcha. No había un general capaz de lidiar con un hombre lleno de recursos como Early, que además operaba muy lejos de Grant y del grueso del ejército.

Cuando Washington estaba en peligro, Grant se había negado firmemente a acudir a la capital porque Lee habría interpretado eso como un debilitamiento del cerco de Grant. Como Halleck no tenía autoridad y Lincoln había jurado no interferir con las decisiones de Grant, Early había escapado del general Wright, a quien sólo se le había ordenado rechazarlo de Washington.

—Creo —dijo finalmente Lincoln que debemos llamar al general Grant. Debe estudiar nuestra situación y decidir lo que conviene. No podernos pedirle todo el tiempo que nos preste hombres. Es menester que tengamos aquí un ejército adecuado.

—Y también un general adecuado para mandar ese ejército —dijo Stanton—. Grant insiste en enviar a Meade.

Lincoln frunció el ceño.

—Sin duda piensa que, como Meade es totalmente impopular en el ejército del Potomac, bien podría venir a buscar más impopularidad aquí.

—Mis espías me informan —dijo Seward, con el mentón apoyado en el marco de la alta ventana situada detrás del escritorio de Stanton— de que el general Grant está ebrio desde el 27 de julio a mediodía.

Lincoln y Stanton miraron a Seward como si realmente hubiera ido demasiado lejos.

—Yo no he oído nada parecido —dijo por fin el presidente—. Y puedo asegurar que el 31 de julio estaba sobrio, aunque algo deprimido. Y por una vez, no es una broma.

—Aunque tiendo a no tenerlo en cuenta, ese rumor no cesa —dijo Stanton—. ¿Quién se lo ha dicho, gobernador?

—Yo debería saberlo, como dicen. Pero si es cierto, y creo que al menos el día 27 era cierto… Me preocupa.

—Sí —dijo Lincoln—. También a mí.

Llegó un mensajero con una comunicación de City Point, como si el espíritu de Grant —un espirituoso espíritu, a juicio de Seward— asistiera a esa conversación. El general se proponía viajar a Washington pasando por Monocacy Junction, donde se estaban reuniendo fuerzas, con cierto desorden, para atacar a Jubal Early. Mientras tanto, Grant proponía que hubiera, primero, un mando unido de todas las fuerzas de la capital y, segundo, un solo jefe que asumiera la misión de destruir a Jubal Early y limpiar el valle de Shenandoah. Grant ya había enviado a Washington al único oficial capaz de cumplir esta labor.

—El general Meade —dijo Seward, apartándose de la ventana.

—No —dijo Stanton, mirando el telegrama entre sus párpados inflamados—. El general Philip Sheridan.

—Es un niño —dijo Seward.

—No —dijo el presidente—. Es joven, que quizá sea lo que conviene. Grant dice que es nuestro mejor oficial de caballería.

—Es demasiado joven —dijo Stanton—. Debemos disuadir al general Grant.

—O permitir que nos persuada.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Seward.

Stanton volvió las páginas de un cuaderno hasta que encontró el nombre.

—Treinta y tres años, dice aquí, pero…

—La edad de Nuestro Señor. —Lincoln miró piadosamente a Seward, quien se santiguó como el arzobispo Hughes—. El único problema, me parece, es su escasa estatura. Sheridan es treinta centímetros más bajo que yo, y parece un chico flaco que se ha puesto una barba postiza.

—En el Mercado Central, un joven —que no llevaba una barba pegada, pero que quizá lo habría hecho para disfrazarse, a tal punto estaba inquieto— escuchaba, entre los cadáveres de un regimiento de pollos, la descripción de Mr. Henderson del próximo atentado contra la vida del presidente. Desde la supuesta casi muerte de Lincoln por envenenamiento, David se veía tratado con nuevo respeto en el bar de Sullivan y en todas partes. El hecho de que la tentativa fallara no desalentaba a los sureños. Después de todo, un hombre sólo podía hacer lo posible. El curonel mismo había felicitado a David por medio de Sullivan. Y Sullivan había recibido algunas cartas crípticas y sin firma para David. Algunas llevaban el sello de correos de Canadá. Wilkes Booth no se había olvidado de él.

Con gran destreza, Henderson limpiaba un pollo.

—Ahora el plan es disparar contra él a la primera oportunidad.

—Pero ¿para qué molestarse si de todos modos perderá las elecciones? —David sentía creciente afecto por ese hombre al que estaba convencido de haber casi envenenado.

—El coronel dice que es muy astuto. Aún podría ganar. Pero muerto, no podrá ganar. Tenemos un arreglo con McClellan, ¿sabes?

—Lo sabía —dijo David, cuya principal fuente de información era lo que oía decir. Cuando parecía que el viejo Jubal Early estaba a punto de tomar la ciudad, David había recibido la orden de unirse a un grupo de jóvenes en Lookout Point; en el preciso momento en que Jubal entrara en la ciudad, ellos debían Cargar contra la estacada que encerraba a los prisioneros. Pero Early no había logrado pasar del fuerte Stevens; y diecisiete mil soldados confederados estaban todavía enjaulados como… gallinas, pensó David, escuchando atentamente el cloqueo apenas audible de Mr. Henderson mientras las amas de casa se amontonaban alrededor de los Henderson, toqueteaban las aves y se quejaban del precio. David miró su reloj. Era su mañana de reparto de medicinas. Debía volver a la farmacia a mediodía.

—Ahora no podemos dejar nada librado al azar, dice el coronel. Las cosas marchan mal para nosotros. Casi no nos quedan hombres, y los yanquis ya no hacen canjes de prisioneros. Contábamos con eso. —Mr. Henderson miró el hígado de pollo que tenía en la mano como si fuera una joya de gran valor.

—Y entonces, ¿por qué no secuestramos al Viejo Abe y pedimos rescate? —A David siempre le había intrigado esa posibilidad. De todos los planes hipotéticos, éste era el que le parecía más sensato y apropiado. Los yanquis darían una buena cantidad de soldados confederados a cambio del Viejo Abe.

—El coronel piensa que Seward no haría un canje por Lincoln. Le parece inútil. Y en Richmond dicen que eso no agradaría a los extranjeros, y que necesitamos que los ingleses sigan ayudándonos con barcos. No sé. Pero lo mataremos pronto. Lo que quiero saber es cómo son ahora sus movimientos.

—Bueno, ha vuelto a tomar Masa Azul —dijo David, aunque Mr. Henderson no demostró percibir la broma—. Está casi todas las noches en el Hogar del Soldado. Mrs. Lincoln, los hijos y la negra están fuera de la ciudad, como Johnny Hay. El Viejo Abe está solo la mayor parte del tiempo. Sale a caballo o en coche del Hogar del Soldado a la salida del sol y vuelve de noche. Pero ahora siempre va rodeado de tropas.

—¿Y Mr. Lamon?

—Muchas veces lo acompaña. Pero no siempre. —Como Lamon era el jefe de policía de Washington, Mr. Henderson lo miraba con más temor y respeto que a ningún presidente. En estos últimos días, cuando el Viejo Abe se queda por la noche en el Departamento de Guerra, vuelve sin Lamon. Es hombre de cuidado, ¿verdad? Lamon, con todos esos revólveres…

Mr. Henderson asintió. Se limpió las manos con un trapo ensangrentado.

—Vigila bien durante los próximos días. Si descubres que el Viejo Abe volverá tarde una noche, o te enteras de que Mr. Lamon no estará con él, o de cualquier otro dato útil, avisa a Sullivan, que nos lo dirá.

David pensó que eso estropearía sus noches. Poco antes había conocido a una muchacha que hacía los paquetes de la librería Shillington. Era huérfana y vivía con su tía, de modo que era tan libre como el aire, e igualmente ligera. No tenía inconveniente en que él la llevara a cenar a sitios respetables, donde ella comía mucho y hablaba despectivamente de las muchachas que salían con soldados yanquis o iban a sitios donde había borrachos. David tenía la esperanza de invitarla a la habitación trasera de la señora de los jamones, donde dormía, pagando en dinero y no en especie. Pero ahora tendría que acechar noche tras noche la Casa Blanca y el Departamento de Guerra, hasta que elViejo Abe decidiera irse a dormir, lo que, algunas veces, no hacía. Cuando había una batalla, solía pasar la noche en el Departamento de Guerra.

Mr. Henderson, como si comprendiera sus problemas y se compadeciera de él, dijo:

—En el establo de la Casa Blanca trabaja un joven llamado Walter. Él fue quien, por error, provocó aquella caída de Mrs. Lincoln. Le dirás que me conoces. Y le pedirás que te diga cuándo debe tener preparado un coche, o mejor aún un caballo, por la noche, tarde. Eso nos servirá de aviso.

—Así era mucho mejor.

—Me parece que puedo vigilar a Lamon desde la farmacia: Se ve a todos los que entran y salen de la Casa Blanca. Pero ¿qué importa Lamon? No podría detener una bala, ¿verdad?

Mr. Henderson estranguló una gallina vieja con tal velocidad que el animal no tuvo ni un instante de angustia premonitoria.

—Lamon es cuidadoso. El Viejo Abe no lo es. Lamon se ocupa siempre de que el Viejo Abe esté rodeado por una muralla de tropas, lo que hace dificil acertarle. Cuando está solo, el Viejo Abe no se cuida.

David estaba de acuerdo. Así era. Una vez el presidente había entrado, solo, en la farmacia. Mr. Thompson estaba muy emocionado. ¿Qué podía hacer por Su Excelencia? Pero elViejo Abe se había limitado a decir: «Nada, Mr. Thompson. Sólo he entrado porque me gusta el olor».

Ahora Mr. Henderson desplumaba la gallina tan rápidamente que una nube de plumas ocultaba sus manos y el ave.

—También tratamos de ajustarle las cuentas al general Grant cuando estuvo aquí la semana pasada. Pero no pudimos acercarnos.

—Lo vi —dijo David—. Parecía que había bebido. Llegó al galope tendido con ese tipo bajito, Sheridan, a su lado. —A David le había impresionado la juventud de Sheridan. Pero por joven y valiente que fuera, Sheridan no podía competir con el viejo Jubal Early, el primer héroe confederado desde la muerte de «Stonewall» Jackson.

—Pusimos una bomba en el cuartel general de City Point. Estalló el mismo día que regresó desde aquí. —Casi con ternura, Henderson depositó a la gallina sobre la blanca mesa de mármol—. Si hubiera entrado cinco minutos antes… —Mr. Henderson movió la cabeza. Cualquiera que los observara, pensó David, creería que Mr. Henderson rezaba una plegaria por el alma de la gallina muerta.

En el bar de Sullivan, una cantidad de bebedores de media mañana recibió a David. Él quería hablar con Mr. Sullivan para establecer una forma rápida de transmitirle información; pero el irlandés no estaba y el camarero no sabía cuándo volvería.

David estaba al lado de un jinete nocturno; ambos tenían un pie apoyado en la barra de bronce. El jinete dio a David un trozo de tabaco de mascar, que David masticó. Cuando tuvo la boca llena de saliva cargada de nicotina, escupió hacia la escupidera más próxima, a un metro de distancia, e hizo un blanco perfecto.

—Buen disparo —dijo una suave voz sureña con un dejo irlandés. David dio la vuelta y vio a un joven andrajoso de los que abundaban en la ciudad. Un trozo de cuerda sostenía los pantalones, desteñidos pero del inconfundible gris confederado.

—¿Has prestado el juramento? —preguntó David. Esa temporada, era el saludo cortés de rigor en el Sullivan’s Saloon.

—Los yanquis me capturaron y me encerraron. Yo me dije, bueno, de todos modos soy irlandés, así que juré. Mr. Sullivan ha sido muy bueno conmigo.

Aunque el jinete nocturno no pensaba mostrarse amable con un soldado confederado que había renunciado a la sagrada causa, David no pudo dejar de pensar que, si no hubiera sido porque el azar le había dado su trabajo en la farmacia Thompson, él podría ser ahora un joven como él, que buscaba empleo y vivía de lo que le daban. David lo invitó a beber cerveza; se llamaba Pete Doyle. Hablaron un poco de la guerra, pero Pete había perdido todo interés que hubiese podido tener en ella.

—Estoy buscando trabajo —dijo—. He estado en la compañía de tranvías de caballos. Dicen que pronto tendrán algo. Pero no sé. Hay tantos como yo en la ciudad… —Echó atrás su abundante pelo rubio rojizo. Si Pete no hubiera olido tan mal, David lo habría invitado a casa de la mujer de los jamones.

Pero en ese momento apareció en el bar una figura alta y desgarbada. Los clientes de Sullivan lo conocían bien, y habían pensado que era un espía de Pinkerton hasta que Sullivan dijo que no: a pesar del acento yanqui y las maneras excéntricas, era William de la Touche Clancey, editor de un pequeño periódico confederado en NuevaYork, que había eludido allí la persecución militar. David lo había visto varias veces en el bar. Sullivan lo toleraba, pero había advertido a David que se mantuviera a prudente distancia de él; si no, «te asediará como si fueras una gloriosa muchacha recién venida de Cork». Y en efecto, una cantidad de jóvenes sin un centavo habían sido asediados de ese modo, y algunos con éxito. Uno de ellos aún usaba ungüento de copavia y se quejaba de que Clancey le había contagiado la enfermedad. Sullivan no lo compadecía: él había puesto lealmente sobre aviso a todo el mundo, o sea que la culpa era del chico.

—Hola, David mío —silbó Clancey, que conocía los nombres de todos los habituales.

—Cuidado, Pete —susurró David.

Pero Pete se limitó a sonreír cuando Clancey le pasó el largo brazo esquelético por el hombro y pidió cerveza para su nuevo amigo Pete. El jinete nocturno se alejó con disgusto.

—Es maravilloso conocer a alguien que ha pasado indemne por el fuego de una guerra justa. —Clancey, que había abandonado toda esperanza con David, miró el rostro inocente de Pete, donde no crecía aún verdaderamente la barba.

—No vi mucho fuego antes de que me capturaran y prestara el juramento.

—¡Y eres modesto! Es mi virtud favorita después del amor a la patria. —Llegó la cerveza—. Bebamos —dijo Clancey, con los ojos fijos en su tierna presa— por la muerte de Lincoln y por la victoria inevitable. —David bebió también, y como era ya más de las doce, salió del bar. A Mr. Thompson no le gustaba que le hicieran esperar.

Tampoco al senador Sumner. Había enviado un mensaje a Nicolay: ¿podía ver de inmediato al presidente? Sumner estaba dispuesto a encontrarse con Lincoln en cualquier parte, excepto en la Casa Blanca, donde los periodistas podrían verlos juntos. Con cierta malicia, Lincoln sugirió que el sitio más conveniente era la Old Club House del gobernador Seward. El senador aceptó, siempre que el encuentro fuera en privado. Cuando Lincoln preguntó a Seward si podía usar su casa, Seward se había divertido mucho.

—Me quedaré en mi escritorio, peleando contra el emperador Maximiliano y sus artimañas, mientras ustedes dos conspiran con Pericles como único testigo.

Lincoln asintió, mientras tornaba el huevo duro solitario que había en mitad del gran plato blasonado, en su escritorio. Era la comida que había pedido. Seward sospechaba que Lincoln dejaría enteramente de comer si no fuera por Mrs. Lincoln. Cuando ella estaba ausente, como ahora, él no intentaba disimular su absoluto desinterés por la comida. Su único vicio era el agua. Durante el día, hacía varias visitas a la fuentecilla del pasillo, y bebía vaso tras vaso como si fuera el vino más exquisito.

—Mr. Sumner probablemente tratará de competir con Pendes —dijo Lincoln mientras terminaba, con un esfuerzo, el huevo.

—¿Cree que mencionará la bien conocida reunión secreta de Nueva York?

—Creo que no hablará de otra cosa. —Lincoln se sirvió otro vaso de agua de la brillante jarra de cristal de Waterford. Seward se preguntó si el presidente tenía alguna idea de la cantidad de dinero, público y privado, que estaba gastando su mujer. Los periódicos seguían cuidadosamente la huella de sus visitas a las tiendas de Nueva York y Filadelfia. Pero Lincoln no leía esas cosas. La prensa comentaba ampliamente esos días que Lincoln, mientras miraba los muertos en un campo de batalla, había pedido a Lamon que le cantara canciones obscenas. La historia era particularmente repugnante; y por esto muchos la creían. Lincoln no quiso leer ninguna versión y mucho menos responder. «En política», le había dicho a Seward, cuando se habló del tema, «como usted sabe, el buey suelto bien se lame. Y la prensa es libre de fantasear a su antojo. Ahora bien; o yo he conseguido mostrar claramente una personalidad que hace de esto una mentira, o no lo he conseguido. Si no lo he conseguido, éste es el fin».

El fin parecía acercarse, pensó Seward, mientras miraba cómo Lincoln se secaba los labios con una servilleta. Por primera vez en varios meses, bueno, horas, Seward se preguntaba qué habría ocurrido si él, y no Lincoln, hubiera sido elegido en 1860. Sin duda, la guerra ya habría terminado, a causa, aunque sólo fuera ésa, de la astucia superior de Seward. Él habría seducido al Sur a retornar a una Unión más voluptuosa, aunque no perfecta. No podía imaginar a qué precio. Ciertamente, si hubiera tenido que soportar lo que Lincoln soportaba, quizás habría dimitido y regresado a Auburn. Había momentos en que Lincoln le parecía una sustancia que ardía de modo rápido y brillante y que, una vez encendida, no se apagaba hasta extinguirse enteramente, dentro de los límites temporales de su peculiar naturaleza.

—¿Publicará Horace Greeley la correspondencia entre usted y él?

Lincoln movió la cabeza.

—He insistido en que se supriman algunos pasajes. Le he dicho que si da una imagen demasiado sombría de nuestra posición, por no hablar de la posición de los demócratas, tan sólo ayudará a los rebeldes. Ha dado un paso atrás. Y no creo que quiera publicarla. Esas cartas demuestran, más que nunca, que es un tonto. Hay me escribe que la reunión de Niágara fue una comedia. Los supuestos negociadores no tenían autoridad, y Mr. Davis no está dispuesto a aceptar ninguna clase de condiciones. Como de costumbre, Greeley ha hecho perder inútilmente el tiempo a todo el mundo.

—Estuvo la semana pasada en la reunión secreta. —Lincoln sonrió.

—¿Sabe usted quién entraba cuando Johnny Hay salía del despacho de Greeley en el Tribune?

—¿Chase?

—Tiene usted buena premonición, gobernador. Pero no le doy importancia ahora que Mr. Taney está en su lecho de muerte, aunque respirando interminablemente, desde luego.

—Pues bien, yo no quisiera ser como Casandra (Mr. Blair siempre logra despertar al amante del clasicismo que hay en mí), pero, si usted me perdona, creo que ha caído en una trampa. Yo no creo que Greeley tuviera verdaderamente interés en esos dos rebeldes de Niágara. Yo creo que intentaba hacer que se revelara usted como un abolicionista, y que lo ha conseguido. Le ha obligado a afirmar, más claramente que nunca, que si el Sur no abandona la esclavitud, la guerra continuará. Como consecuencia, ha habido tumultos en Nueva York. El arzobispo Hughes se está mesando los cabellos o, para ser exactos, la mitra, y mis electores irlandeses dicen que jamás pelearán por la libertad de un negro.

—De todos modos, han peleado bastante poco. —La mandíbula de Lincoln se endureció—. De todas nuestras tropas, son las más indisciplinadas y cobardes. Lo único que quieren es una paz inmediata y mal planteada, con IcClellan. —Lincoln apartó su silla de la mesa—. Supongo que tiene usted razón acerca de Greeley; sin duda, quería que yo me descubriera. Pero ya me he descubierto con la proclama de reconstrucción, el último mensaje al Congreso y la respuesta a Wade.

—Nunca había dicho antes que si el Sur se acercaba a usted y le decía «abandonaremos las armas y volveremos a la Unión», no le permitiría hacerlo si no liberaba antes a los esclavos.

—Si el Sur vuelve a la Unión, sus esclavos ya son libres. Yo los he liberado.

—Por necesidad militar. Y esa necesidad habría desaparecido.

—Desde luego, habría que reunir una convención o algo parecido si regresaran como usted dice. Y yo siempre he estado a favor de compensar a los propietarios de esclavos. Todo el mundo lo sabe.

—Yo comprendo lo que usted quiere decir. ¿Pero lo comprenderán los feligreses del arzobispo? Greeley lo ha situado entre los abolicionistas, y eso le costará muy caro.

Lincoln sonrió apenas.

—Estoy muy acostumbrado a esas tretas, gobernador. —Lincoln apartó el plato—. Yo he admirado siempre a Greeley. Él me ayudó a llegar aquí, lo que quizá no favorezca la alegría general ni, para el caso, la mía propia. Pero ahora es como un zapato viejo e inservible. Cuando yo era joven, en el Oeste no había buenos zapateros; entonces, cuando un zapato estaba muy usado el cuero se pudría y se rompían las costuras y había que tirarlo. Pues bien, Greeley está tan podrido que no se puede hacer nada con él. No sirve; tiene todas las costuras rotas.

En el estudio de Seward, Sumner, inmaculado, aguardaba junto al hogar lleno de flores. La ubicua guardia saludó al presidente en el vestíbulo, mientras entraba solo en el estudio.

—Me parece extraño verlo aquí, Mr. Sumner, en terreno enemigo, y no en casa de Mrs. Lincoln. —Lincoln mostraba amabilidad; Sumner, reserva.

—Señor, nada me entristece tanto como verlo aquí, ahora.

—Bueno, el gobernador Seward es a veces un hombre profano, y la templanza no es para él un deleite; pero usted sabe que no es el diablo.

—No quería decir eso, señor. De ningún modo. —Sumner alisó la chaqueta celeste; los botones de plata brillaban a la luz del verano como flamantes monedas. Lincoln llevaba, como siempre, el pelo revuelto—. A propósito, he recibido unas líneas encantadoras de Mrs. Lincoln, desde Saratoga Springs. Posee una consumada gracia epistolar, es una perfecta dama. Debo confesarle que acudo con todo gusto a su salón, y no por mera obligación.

—Esperamos verlo mucho más durante los próximos cuatro años, en que, según pienso, los asuntos exteriores, su especialidad, nos ocuparán más que los internos. —Lincoln era fríamente provocativo.

—Oh, señor, ahí está el asunto. —Sumner estaba frente a Pericles. Un bucle de pelo rubio canoso caía sobre la sien igualmente marmórea de Sumner. Parecía tan histórico como Pericles, y esto no era extraño: una vez había declarado que, incluso a solas, en la intimidad de su propia casa, no adoptaba una sola pose que no pudiera mostrar ante la nación en el Senado.

—Tarde o temprano habrá que ocuparse de los franceses en México. Naturalmente, seguiré, como siempre, el criterio de su comisión de asuntos exteriores. Y también está el problema de España…

—¡Derrota! —Sumner pronunció cada sílaba como si fuera en sí una terrible palabra capaz de abrir el cielo y atraer un rayo que los fulminara.

—Lincoln se había instalado en el sillón de Seward.

—¿Se refiere usted a la elección de ayer en Kentucky?

—No, señor: a la de nuestro partido y nuestra causa en el próximo mes de noviembre.

—Admito que las cosas no van precisamente bien…

—Y menos en lo que concierne a nuestra causa. Señor, no se trata sólo de política. Si fuera eso únicamente… —Sumner trazó con la mano una línea horizontal para expresar su desdén Por toda pequeñez humana—. Pero hay algo más grande. La moral y la justicia de nuestra causa. Para muchos de nosotros, la liberación de los esclavos ha sido la obra de toda la vida. Ahora esa obra podría perderse, si no para siempre, al menos por una generación, porque McClellan hará la paz a cualquier precio, y ya sabernos cuál es ese precio. La libertad para el negro, la dignidad humana para el negro… —La famosa voz del orador resonaba en el pequeño estudio.

Lincoln interrumpió antes de que esa voz se sustrajera a todo control.

—Un momento, Mr. Sumner, no salte por la borda, como le dijo el capitán del barco a la viuda. El general McClellan todavía no ha sido elegido.

—Pennsylvania le dará una mayoría de cien mil votos. —Sumner podía ser tan ágil político como cualquiera—. Me lo ha dicho un partidario de usted, Cameron.

—Hoy podría ser. Pero faltan cien días para las elecciones. Las cosas pueden cambiar.

Sumner apoyó las manos en las rodillas y se mantuvo muy erguido en su silla.

—Sí, eso es lo que todos queremos: que las cosas cambien. Varios líderes republicanos me han encomendado que le pida, con todo respeto, y en mi caso con todo afecto, que se retire usted como candidato de nuestro partido, para que podamos unirnos a alguien que pueda ganar la elección, para la que faltan, en verdad, menos de cien días.

—Con su media sonrisa, Lincoln miraba distraídamente a Sumner; éste hallaba dificil conservar su pose monumental porque sus gruesos muslos se apoyaban sobre el borde cortante de la silla.

—Por supuesto —dijo el presidente—, me he enterado de la reunión en Nueva York…

—A la que yo no asistí. —Sumner se echó atrás en su silla.

—Pero sí Greeley, y varios otros abolicionistas influyentes, así como el yerno de Mr. Bryant. Meimagino que el deseo de ellos, y también el suyo, Mr. Sumner, es convocar una nueva convención nacional el mes próximo para elegir un nuevo candidato republicano.

Sumner no se dirigió a Lincoln sino a Pericles.

—Es obvio que si se hiciera usted a un lado voluntariamente, y nos permitiera unirnos a otra persona, sin duda alguna derrotaríamos a McClellan, cuyo principal apoyo proviene de elementos irreflexivos que, sencillamente, están hartos de la guerra y no tornan en consideración su aspecto moral. —Sumner se volvió hacia Lincoln.

El párpado izquierdo de Lincoln había subido tanto que ahora el ojo izquierdo estaba tan abierto como el derecho. Cuando este fenómeno ocurría, la habitual mirada soñolienta se convertía en la ardiente mirada de cazador, que ahora se dirigía de lleno a Sumner, quien se echaba bien atrás en su silla como para, por prudencia, aumentar la distancia entre ambos.

—No estoy de acuerdo con su lógica, Mr. Sumner. Si elige usted a un declarado radical republicano como Mr. Chase, o como usted mismo, dividirá este partido de dos cabezas que yo he tratado de mantener unido durante años. Los moderados, entre quienes me cuento, no votaremos por usted; y los pacifistas a toda costa votarán contra usted y a favor de McClellan.

Sumner sacó de la manga un blanco pañuelo de hilo, perfumado, y tocó sus sienes, ahora levemente brillantes.

—No puedo hablar de la elección probable de una convención todavía no convocada. Pero estoy razonablemente seguro de que mi amigo Mr. Chase no sería elegido. Después de todo, queremos derrotar a McClellan; y eso se podría lograr con algún militar importante, como Grant, Butler o Sherman, y un candidato a la vicepresidencia como el almirante Farragut.

Los ojos grises, ahora luminosos, miraron fijamente a Sumner, que se estremeció un poco.

—No soy un experto en estas cosas. —La voz de Lincoln era serena—. Pero en el pasado, desde George Washington hasta Andrew Jackson y Zachary Taylor, los generales sólo han accedido a la presidencia después de obtener victorias y de ganar sus respectivas guerras. Esta guerra continúa. McClellan puede ganar porque el pueblo no puede soportar un día más de guerra. Ésa es una posibilidad. Pero no puede imponerse como héroe militar, porque no lo es. Simplemente es un general fracasado, a quien yo me he visto obligado a descartar.

—Señor, el general Grant habría podido ganar por aclamación en la convención que lo designó a usted en Baltimore. Lo único que hubiera debido hacer era presentarse.

—Pero fue propuesto. Por Missouri, y no tuvo otros votos. —Usted dirigía esa convención…

—¿Qué otra cosa puede hacer un hombre que sólo ha cumplido a medias su tarea? Por supuesto, controlé la convención. Después de todo, soy el líder de nuestro partido.

—De un ala…

—La mayor, Mr. Sumner.

—Lo sé, señor. Por eso le pido que se retire usted, un acto patriótico por el que será siempre recordado, y nos permita ganar las elecciones, por ejemplo con Grant.

—Entonces, es Grant. —La media sonrisa había desaparecido, pero no el brillo de los ojos—. No creo que él acepte. Todavía no ha terminado su tarea principal. Y ciertamente no se presentará contra mí.

—Señor, entonces hay aún mayor motivo para que se retire usted, y usted mismo designe a Grant. Y cuando tenga usted asegurado su puesto en la historia, nosotros podremos terminar la obra. —Sumner se detuvo bruscamente. El único ruido de la habitación era el tañido musical del reloj del salón. Hasta las moscas estaban quietas.

Finalmente, Lincoln habló.

—Fui designado en Baltimore por el voto unánime de nuestro partido. Ahora usted quiere que yo me retire de la competencia y ceda el sitio a un hombre mejor. Desearía poder hacerlo. Con absoluta sinceridad, Sumner. Porque estoy seguro de que hay muchos hombres mejores que yo. Pero yo estoy aquí, y ellos no. Pero imaginemos que encuentran ustedes ese hombre mejor, y que yo me retiro. ¿Podrá él, apoyado por sus republicanos, huecos aunque puros, unir al partido, y luego al país? Me parece muy improbable. Los grupos que se oponen a mí empezarían a luchar entre sí; y los que ahora desean mi retirada para dejar sitio a un hombre mejor elegirían a uno que la mayoría quizá no aceptara. Mi retirada probablemente causaría una confusión peor que todo lo que hemos visto. Sabe Dios que, por lo menos, me he esforzado duramente por cumplir mi deber, por no hacer mal a nadie y bien a todos. Hay quienes dicen que yo prolongo la guerra porque codicio el poder. Eso es un disparate, como usted sabe. Quizás alguna vez he querido, e incluso codiciado, el poder, pero eso se ha disipado por completo. No queda nada de mí. Pero aún queda el presidente. Se le debe permitir que concluya la tarea para la que ha sido elegido. Así que déjenme ustedes en paz. Cuando esa tarea esté cumplida, ustedes y ese hombre mejor ocuparán mi sitio con mi beneplácito. E incluso pueden asistir a mi funeral, porque hace tiempo sé que cuando este conflicto termine, también yo llegaré al fin.

El presidente se puso de pie. También Sumner. Y Midge, el Perro de Seward, que había estado durmiendo, inadvertido, debajo del escritorio de su amo.

—Lo siento —dijo Sumner, mientras estrechaba gravemente la mano del presidente.

—También yo, Sumner. Pero en estos tiempos abundan las aflicciones.

Seward estaba sentado en un banco, en la plaza Lafayette. Apenas vio partir al senador y a su musculoso guardaespaldas, volvió deprisa a su casa, donde halló a Lincoln tendido en el sofá del estudio, los ojos cerrados. Midge saludó tan ruidosamente a Seward, que Lincoln abrió los ojos y dijo:

—Me han pedido que retire mi candidatura.

—¿Por qué motivos?

—Patrióticos, creo. Los argumentos eran apropiadamente vagos.

—¿A quién nombrarán?

—Tratarán de conseguir a Grant.

—Seward se sirvió coñac.

—Son unos necios insoportables.

—Insoportables, desde luego. ¿Necios…? —La voz de Lincoln se quebró, como de fatiga.

—Reconozco que podríamos perder —dijo Seward—. Pero mientras nuestro ejército ocupe los estados de frontera, y los estados rebeldes reconstruidos, alcanzaremos a ganar…, me parece. Después de Kentucky, no estoy tan seguro.

—Eso no es exactamente lo que yo quería decir cuando hablaba de gobierno por el pueblo. —Lincoln, súbitamente divertido, se incorporó en el sofá, y los enormes pies golpearon el suelo con gran ruido.

—Quizá no sea por el pueblo, pero sin duda es para el pueblo, ya que insiste usted en usar esa tríada retórica, aunque sólo Dios sabe qué significa del pueblo, pues ningún gobierno puede ser otra cosa, a menos de que los tigres y los leones prevalezcan.

—O la raza de las águilas… —murmuró Lincoln, mitad para sí mismo, mitad para nadie.

Como Seward no comprendió a qué se refería, no pidió una explicación. Odiaba profundamente que le dijeran cosas que no sabía; tanto como le gustaba averiguarlas.

—El único peligro, tal como lo veo yo, es que Grant decida presentarse.

—Yo creo que no hay ninguna posibilidad, salvo que ocupe Richmond; y en ese caso yo seré como aquel hombre que no quería especialmente morir, pero si era indispensable, bueno, pues así le gustaría marcharse. —Midge apoyó el morro en una rodilla de Lincoln. Él le rascó las orejas, como se le pedía que hiciera—. Pero observé una cosa extraña cuando Grant estuvo aquí. No sé cómo, hablamos del terna de las elecciones. Y cuando le dije que hacíamos un excelente equipo, él y yo, no dijo nada.

—Eso es peligroso. —Seward sabía que en política las palabras más importantes son las que se callan—. ¿Cree usted que él no lo apoyará?

—Sé que no lo hará. Oh, puedo comprender por qué. Si soy derrotado, él tendrá que entenderse con el próximo presidente. No querrá tener un enemigo en la Casa Blanca, aunque no creo que Grant dure ni un día con McClellan en la presidencia. —Lincoln se dispuso a marcharse—. Pero me dolió un poco que no respondiera.

—Todavía hay tiempo —dijo Seward, tranquilizador.

—No, gobernador. No queda un momento. O, mejor dicho, éste es el momento. Bueno, debo ir a trabajar.

—Y yo debo hacer que Midge me lleve a dar mi paseo de la tarde.

En la Casa Blanca, Thaddeus Stevens se mostró fríamente vehemente.

—Estamos complacidos con Andy Johnson; no lo estamos con ninguno de los Blair.

Zachary Chandler fue todavía más lejos.

—La única manera de que se pueda persuadir a votar por usted a los verdaderos republicanos, y no por Frémont o por cualquiera que presenten en Cincinnati, será eliminando a los Blair de la administración.

—Pero sólo hay un Blair en la administración —advirtió Lincoln razonablemente.

—Debe marcharse antes de la elección —dijo Simon Carneron— si deseamos mantenernos en Pennsylvania.

—¿Mantenernos? —repitió Lincoln.

—Es decir, no tener un fracaso estrepitoso —aclaró Stevens; la rígida peluca encuadraba su dura cara blanca como un marco de roble.

—No estoy convencido, Mr. Stevens, de que mi reelección dependa de que haya o no un Blair en mi gabinete. —Lincoln, de pie, dominaba con su elevada estatura a los tres hombres sentados en el sofá, frente al hogar.

—Digamos entonces, señor —dijo glacialmente Stevens—, que la presencia de Mr. Blair afectará la energía con que los líderes del partido trabajan para usted en Pennsylvania.

Lincoln estaba divertido.

—Hay una energía útil y otra inútil, Mr. Stevens, como usted sabe muy bien.

Todos advirtieron esta referencia a la tentativa de Stevens de transferir Pennsylvania de Lincoln a Chase, y todos la apreciaron excepto Stevens, que dijo:

—Sin nosotros dos, Mr. Cameron y yo, juntos, por más peculiar que pueda parecer esta asociación al ojo inocente, si es que existe, usted no ganará en Pennsylvania; y si no gana en Pennsylvania, no ganará las elecciones.

—Eso mismo pienso yo —dijo Cameron, mirando a Stevens con familiar disgusto.

—Debe librarse de Blair. —Chandler hablaba con dureza—. Ahora mismo.

—¿Quieren ustedes imponerme un gabinete? —Lincoln parecía más sorprendido que enfadado—. ¿Significa esto que yo soy ahora un títere? ¿Que una vez elegido, merced a esa peculiar asociación, serán ustedes quienes gobiernen?

—Sin duda no será usted un títere por librarse de un insignificante Blair —dijo Stevens.

—Se trata más bien de una negociación —dijo Cameron, bostezando.

—Yo lo veo de otra manera, señores. Durante cuatro años una u otra facción ha intentado gobernarme, y ninguna lo ha conseguido. Naturalmente, deseo ser reelegido, puesto que no he concluido lo que me proponía hacer. —Lincoln se volvió a Cameron—. También soy capaz de negociar, como ustedes saben. —Cameron asintió, complacido; era totalmente incapaz de turbarse incluso ante un reconocimiento tan directo del medio por el cual él había accedido al gabinete—. Pero no permitiré que ninguna facción me ordene quién debe formar parte o no de mi administración, o que haga o no haga ciertas cosas.

—Esperábamos que fuera usted menos inflexible —dijo Carne-ron, con el ceño fruncido—. Usted sabe que no tenemos, verdaderamente, un partido político. Somos una miscelánea más o menos unida para apoyarlo.

—Entonces espero que serán más unidos; porque si lo fueran menos, todos perderíamos. De todos modos, señores, antes de aceptar los deplorables términos que desean ustedes imponerme, yo preferiría renunciar.

—Entonces, eso es todo —dijo Stevens, mientras se ponía de pie.

—Sí —dijo Lincoln—. Es todo.

Los dos pennsylvanianos le estrecharon la mano; Stevens sombrío, Cameron triste. Chandler se quedó atrás.

—Hay algo que ellos no saben —dijo.

—¿Qué es, Mr. Chandler? —El sol se ponía detrás del monumento, y los ojos de Lincoln se desviaban constantemente al centelleo de nubes rosas y amarillas en el cielo.

—He hablado con el general Frémont. Me ha dicho que no presentará su candidatura, si excluye usted a Monty Blair.

Lincoln estudió el enorme y familiar rostro de Chandler, donde multitud de venillas rotas por el whisky habían dejado su recuerdo en la forma de una red rojiza.

—No lo olvidaré, Mr. Chandler.

Chandler asintió y se retiró.

Estaba oscuro cuando Lincoln montó a caballo. En el centro de una compañía de caballería, se dirigió hacia el Hogar del Soldado por la calle Quince, donde una enorme transparencia proclamaba: «La estrella de Canterbury nunca se pone». Stanton había organizado las salidas a caballo del presidente de tal forma que, a causa del volumen físico de los jinetes, nadie podía ver al presidente desde las aceras.

Al pie de la pequeña elevación donde estaba el Hogar del Soldado, Lincoln se detuvo y despidió a su escolta. Durante un momento, caballo y jinete fueron parte de la oscura quietud del bosque y de la cálida noche sin viento ni estrellas. Cuando cesó el ruido de cascos de la escolta, sólo se oían grillos y sapos. Lincoln aspiró profundamente, varias veces, el aire fragante del verano.

Luego, de mala gana, subió el sendero hacia el portal de piedra del Hogar de Soldado. Cuando estaba a mitad de camino, se oyó el disparo de un rifle; el caballo se lanzó, aterrorizado, al galope. En un bosquecillo de cedros donde chillaban los pavos reales un soldado aferró las riendas y tranquilizó al animal.

Mientras desmontaba, Lincoln dijo:

—Estaba mordiendo el freno antes de que yo pudiera tirar de las riendas. Me alegro de que lo haya sostenido, Nichols; era una caída segura.

—¿Algo lo asustó, señor? —preguntó Nichols; ya hacía tiempo que custodiaba al presidente.

—No, no. —Lincoln se pasó la mano por el pelo.

—Ha perdido su sombrero, señor.

—Es verdad. Buenas noches; gracias.

Lincoln entró en la casita de piedra donde lo recibió el ordenanza asignado. Lincoln le pidió té, un pedido inusitado. Luego se sentó en el pequeño salón y empezó a leer, bajo una lámpara de petróleo, un libro de Artemus Ward. Pero antes de que pudiera esbozar una sonrisa y menos una risa, apareció Nichols con el sombrero de Lincoln.

—Lo he encontrado en el sendero, señor.

—Ah, muy bien. Déjelo en el vestíbulo.

—Señor. —Nichols sostenía el sombrero de tal modo que Lincoln podía ver claramente dos pequeños agujeros redondos, justamente debajo del borde de la alta copa—. Por aquí entró la bala, y por aquí salió —dijo Nichols.

—Oí un disparo de rifle. —La voz de Lincoln era neutra—. Pensé que podía ser un cazador de mapaches en el bosque: —Sí, señor: era un cazador.

—Es el segundo buen sombrero que pierdo de este modo.

—Es extraño que siempre apunten a la cabeza y no al cuerpo, que es un blanco mucho más fácil. —Lincoln entregó el sombrero a Nichols—. No diga esto a nadie. Y en particular, no se lo diga a Mr. Lamon.

—Con una condición, señor: que no despida a su escolta antes de estar dentro del portal.

Lincoln sonrió.

—¿Un trato? Bueno, hoy ha sido un día de negociaciones, es natural que termine con otra. Está bien, Nichols, le concedo su deseo. Ahora eche ese sombrero al fuego. No quiero que nadie lo vea.

—Sí, señor. —Nichols se marchó.

En la reunión de gabinete de la mañana siguiente, Seward encontró distraído al presidente. Aunque el equipo Seward Weed no quería que Roscoe Conklin retornara a la Cámara de Representantes, Lincoln lo apoyó y Seward cedió. La mañana era excesivamente húmeda y caliente incluso para la Capital Africana, como Seward llamaba a Washington.

El presidente caminaba sin cesar por la habitación. Seward estaba hundido en su silla. Stanton se peinaba la barba con dos dedos, descubriendo siempre algún nuevo nudo interesante, y aun gordiano, pensaba Seward. Blair no parecía presente, anticipándose sin duda a su futura ausencia real. Fessenden, el chico nuevo, estaba muy erguido y atento a todo. Nicolay entraba y salía. Bates ya había anunciado que volvería a su casa después de la elección, fuera cual fuese el resultado. Usher estaba presente pero, para Seward, invisible. Welles tomaba notas. Se rumoreaba que el antiguo escritor llevaba un elaborado diario con el que destrozaría a todos los miembros del gabinete.

Fue Fessenden quien aportó la última mala noticia.

—Acabo de saber que el general Butler presentará su candidatura acompañado por Ben Wade. —Seward saboreó la desaprobación de Fessenden hacia su antiguo colega del Senado; a Seward siempre le agradaba contemplar el espectáculo, tan familiar en política, del leopardo que cambia de manchas. El senador jacobino era ahora un ministro leal.

—Ben Butler —empezó el presidente, y terminó. El tema le fatigaba. Seward se preguntó, ociosamente, si había habido un presidente bizco, como Butler, o tan espantosamente feo. En verdad, el Viejo Abe era Apolo mismo en comparación con ese general político bajo y grueso que había conquistado el apodo de «Cucharillas» Butler, por haberse apoderado de todos los objetos valiosos que podía cuando estaba en Nueva Orleans.

—Si los republicanos radicales eran tan estúpidos como para elegir a Butler y a Wade, ese partido improvisado seguiría el camino de los whígs, pensaba Seward; y McClellan vencería.

Hubo un intercambio general de información política; todas las noticias eran malas. Weed había dicho a Seward que si hubiera elecciones ese día, el 23 de agosto de 1864, Lincoln perdería en Nueva York por cincuenta mil votos; y eso sin Butler en la carrera.

Lincoln leyó una nota enviada por Washburne desde Chicago: Illinois estaba, por el momento, perdido. Blair observó con amargura que, con Cameron y Stevens a cargo de Pennsylvania, también se podía dar por perdido ese estado clave.

Lincoln suspiró.

—Es curioso. Todavía no tenemos un adversario, y ya no tenernos amigos. Supongo que es una situación única. —Ocupó su sitio en el centro de la mesa; y miró una carta—. Mr. Raymond, del New York Times, cree que me identifico ahora con los abolicionistas. Supongo que debo agradecer esto a Horace Greeley. Cree que sólo puedo ganar de una manera: si ofrezco de inmediato la paz a Mr. Davis, con la única condición de que reconozca la supremacía de la Constitución. Todo lo demás, incluso la esclavitud, debe resolverse mediante una convención nacional.

—Una vergüenza —dijo Stanton, que desprendió violentamente los dedos de su barba y sofocó un gemido.

—Se comprende su punto de vista —dijo Bates—. Usted ha hecho de la abolición de la esclavitud una condición absoluta de la paz con el Sur. Quizás hubiera sido mejor no hablar del tema.

—Yo sólo he liberado a los esclavos por necesidad militar. —Lincoln estaba ahora a punto de cambiar toda una serie de manchas muy negras, y Seward esperaba devotamente que concluyera la metamorfosis. Pero Lincoln dejó caer el asunto; se vió hacia Nicolay—. ¿Tiene el memorándum?

Nicolay entregó al presidente una hoja de papel, plegada por la mitad y sellada.

—Me gustaría pedirles un favor, señores —dijo Lincoln—. ¿Querría cada uno de ustedes poner su nombre al dorso?

—¿Qué es lo que comprometernos? —preguntó Seward— ¿Nuestras vidas y nuestro sagrado honor?

—Nada tan inapreciable —dijo Lincoln—. Es sólo por si… —Pero no dijo por qué. Como se les pedía, los siete hombres firmaron.

El 29 de agosto, el presidente sin amigos tuvo, al menos, un adversario cuando el partido demócrata eligió candidato a presidente a George B. McClellan, en Chicago. Lincoln y Seward estaban en la oficina telegráfica del Departamento de Guerra cuando llegó la noticia. De vez en cuando se reunía con ellos Stanton, que no podía ver sin llorar ni respirar sin sofocarse.

Mientras el repique del telégrafo traía la noticia de la designación de McClellan, todo el mundo esperaba, al menos, un chiste pro forma del presidente. Pero no hubo ninguno. Lincoln estaba sentado en una silla de madera tan baja que las rodillas le tocaban el mentón y las enormes manos podían rodear los tobillos.

Finalmente, Seward rompió el silencio.

—Pienso que quizá se hayan condenado al permitir que Valandigham tuviera un papel tan visible y destacado. Después de todo, es lo más parecido a un traidor que ha producido la guerra.

Lincoln asintió, pero nada dijo. Era obvio que esa mente extraña estaba en otra parte, tejiendo un laberinto que llevaba, en el mejor de los casos, a juicio de Seward, a un gran rebañu de minotauros. Seward ya estaba preparando, en su mente, menos extraña pero de ningún modo menos sutil, una serie de ataques contra los demócratas por aceptar como delegado al traidor desterrado Vallandigham, que había escrito para McClellan, el guerrero, una plataforma de paz a cualquier precio.

El telégrafo anunció que el gobernador Horatio Seymour entregaría la notificación oficial al general McClellan. La convención estaba ansiosa por conocer la respuesta de McClellan. Por primera vez, Lincoln sonrió.

—Espero que no decidan quedarse en Chicago hasta que el general responda. En ese caso, harían mejor en buscar alojamiento permanente.

Seward rió, más de alivio porque el presidente era nuevamente él mismo que por diversión.

—Los demócratas —dijo Seward— están todavía más divididos que nosotros. Los neoyorquinos y McClellan piensan continuar la guerra por la Unión, olvidando el asunto de la esclavitud; y la gente de Vallandigham quiere una paz inmediata. Sospecho que el partido se dividirá en dos mucho antes de la elección.

—¿Como está ocurriendo ahora con el nuestro? —dijo Lincoln con humor.

—El grupo que se reunió hace dos semanas en NuevaYork, con el deseo de convocar a una nueva convención, debía volver a reunirse mañana. Mis espías me dicen que no piensan hacerlo. Sospecho que hasta Horace Greeley ha aceptado que no tenemos a nadie aparte de usted.

Lincoln no respondió.

Cuatro días más tarde, David Herold miraba por la ventana de la farmacia Thompson. En la trastienda, Mr. Thompson intentaba crear un nuevo tónico para el gobernador Seward, cuyos malestares matutinos no cedían ya ante la mezcla habitual de corteza de olmo y bicarbonato. Los polvos de Seidlitz habían sido abandonados mucho antes.

Mientras miraba, David vio la figura familiar del presidente, que iba desde el Departamento de Guerra hacia la Casa Blanca; lo acompañaban Gideon Welles y Mr. Lamon. David pensó con tristeza en la oportunidad perdida por pocos centímetros, si lo que le había contado Mr. Sullivan era cierto. Era muy curioso, pensaban todos, que fuera tan dificil matar a un hombre que se movía tan libremente como el presidente. Sin duda alguna, el Viejo Abe era un hombre afortunado. David no sabía hasta qué punto era afortunado Lincoln. El presidente sostenía en la mano la copia de un telegrama típicamente árido de Grant, desde City Point: «Reciente despacho del superintendente de telégrafos del departamento de Cumberland anuncia la ocupación de Atlanta por nuestras tropas. Debe de ser el vigésimo cuerpo, que Sherman dejó en el Chattahoocha mientras avanzaba con el grueso de sus fuerzas hacia el sur de la ciudad». En la esquina de la avenida de Pennsylvania, los tres hombres se detuvieron mientras pasaba el tranvía. Varios pasajeros reconocieron al presidente. Hubo una mezcla de vítores y abucheos.

Alegremente, Lincoln se descubrió.

—Hasta el último de ellos lo aplaudirá mañana —dijo Lamon, mientras una solitaria hoja rojiza revoloteaba ante ellos en la fresca brisa otoñal.

En el portal de la Casa Blanca, los alcanzó un mensajero a caballo. Entregó al presidente una nueva copia de telegrama.

—Mr. Stanton dice que le gustará ver esto, señor. —El mensajero saludó y se alejó.

Lincoln miró el mensaje, y mostró una gran sonrisa.

—Es de Sherman. Dice: «Atlanta es nuestra y bien ganada».

—Pues bien, Neptuno, creo que declararé un día de acción de gracias en honor de Sherman.

—No olvide al almirante Farragut. La marina ha ocupado el puerto de Mobile.

—Neptuno será tan honrado como Marte.

—¿Y Júpiter? —preguntó Welles, mientras se acercaban al pórtico—. ¿Cómo se siente Júpiter?

—Júpiter —dijo Lincoln— acaba de recuperar sus rayos.

—Nicolay salió a su encuentro. También él había oído las noticias. Estrechó la mano del presidente como si no hubieran estado juntos durante toda la mañana.

—¡Será elegido por unanimidad! —Excitadísimo, Nicolay había hablado con fuerte acento germánico; era de nuevo el chico de seis años, de Baviera, que acaba de llegar a América.

También el Viejo Edward estrechó la mano del presidente.

—Arriba hay una cantidad de periodistas —dijo—. Les he dicho que está usted demasiado ocupado ganando la guerra para verlos.

—Yo les diré exactamente lo mismo —replicó Lincoln—, y repitió en voz alta la frase mágica: «Atlanta es nuestra y bien ganada».