El domingo 10 de julio de 1864, poco antes de medianoche, Robert Lincoln se metió en la cama y despertó a John Hay.
—¿Qué ocurre? —fue la primera soñolienta pregunta de Hay.
—Stanton —dijo Robert sólo llevaba puesta la camisa—. Nos ordenó a todos que nos marcháramos del Hogar del Soldado. Los rebeldes están en Silver Spring. Por Dios, cómo odio este lugar. —Robert se volvió hacia su lado y se durmió; exactamente como su padre, pensó Hay, ahora despierto y desvelado. Durante toda la noche hubo suspiros y quejidos, tan distintos de los ronquidos familiares de Nicolay, regulares como la lluvia. Pero Nico estaba en el Oeste, irritando a los indios, y Robert ocupaba el sitio de Nico.
De madrugada, Robert saltó de la cama fresco y descansado, en tanto que Hay estaba exhausto.
—Mientras se afeitaban por turno ante el único espejo, Robert preguntó si las chicas de Canterbury seguían representando Las guerrilleras del Potomac, obra singularmente obscena de la que ambos habían disfrutado varios días antes. En realidad, gracias al virgiliano conocimiento que tenía Hay de los círculos de placeres infernales de Washington, habían salido a cenar con varias coristas. Hay sabía dónde se podía encontrar siempre al menos a una de ellas. Pero…
—Quizás hoy todos abandonemos la ciudad —dijo.
—No creo que padre tenga la menor intención de moverse.
Robert dio cuidadosamente forma a las puntas de sus largos bigotes.
—Mira —dijo Hay, señalando algo por la ventana. Había una cañonera amarrada detrás de la Institución Smithsoniana—. Es para evacuar la Casa Blanca.
—¿El insoportable Stanton? —Robert tendía a atribuir al secretario de Guerra la responsabilidad de no permitirle enrolarse en el ejército, cuando en realidad esto era obra de Mrs. Lincoln.
—Al menos, el Departamento de Guerra. Por una vez, Stantun no se está mesando los cabellos. Pero las cosas marchan mal. Ayer los rebeldes nos dieron una paliza en el puente de Monocacy.
—¡Pero eso es prácticamente aquí en la ciudad! —Robert frunció el ceño. Se había cortado. Una gota de sangre se formaba en la barbilla. Hay encontraba curioso que el Anciano no hubiese hablado a su familia de esa importante derrota en el Hogar del Soldado. Pero Madam se excitaba fácilmente…
Hay se dedicó a alarmar a Robert.
—Anoche se vieron avanzadillas rebeldes en Georgetown, y los Blair han vuelto a huir de Silver Spring.
—¿Sabes?, en cierto sentido sería espléndido que arrasaran hasta los cimientos esta maldita ciudad —dijo Robert, el elegante bostoniano. Con gran cuidado, secó su cara con la única toalla de Hay, dejando en ella una fina línea de sangre fresca—. Ha sido una idea absurda poner la capital del país en este pantano maloliente, y además en el Sur.
—Lo cierto es que hoy el pantano está muy fragante —dijo Hay, mientras la cálida brisa del verano traía a la habitación el hedor particularmente repugnante del canal estancado, mezclado Con el olor de los jazmines y los desechos del matadero—. De todos modos, pronto estarás en Saratoga —añadió Hay, plegando la toalla para ocultar la sangre regia. Robert acababa de graduarse en Harvard. Madam había asistido a la ceremonia. Y ahora se había matriculado en la escuela de derecho de Harvard, porque Madam había dicho que, si él entraba en el ejército, ella se volvería loca. Como nadie dudaba de su palabra, Robert era el más famoso y amargado «desertor» de la guerra.
—Por lo menos, padre me ha prometido que la semana próxima podré ir a la fortaleza Monroe a mirar la guerra.
Hay halló al Tycoon en su despacho, con el catalejo en la mano, buscando en el río alguna señal de los refuerzos enviados por Grant a City Point. Hay nunca lo había visto tan furioso.
—A veces me resulta imposible comprender lo que pasa por la mente de Stanton. Me obliga a huir del Hogar del Soldado en mitad de la noche, y ahora quiere que me vaya de la ciudad.
—Creo que eso fue idea del almirante Porter. Lincoln puso a un lado el catalejo.
—No puedo arrancar noticias al Departamento de Guerra.
—Nadie parece saber dónde están los rebeldes. Cuando le pregunto a Halleck…
Edward abrió la puerta al jefe general de correos, cuya furia blairiana transformaba la de Lincoln en excelente humor.
—En este momento, los hombres del general Jubal Early están incendiando mi casa de Silver Spring. La casa de mi padre. Y antes, esos bastardos robaron todo lo que encontraron a mano, desde la plata hasta los papeles de mi padre. Desde aquí se puede ver el humo.
—Parece que de nuevo nos ha ganado de mano —murmuró el Anciano.
—Es Halleck. Es un cobarde. Es un traidor. Habría que colgarlo. —Hubo bastante más folclore blairesco de este tipo, al que ni Lincoln ni Hay prestaron mucha atención. Mientras empezaban a llegar visitantes, Lincoln hacía lo posible por comprender lo que había ocurrido.
Aparentemente, Jubal Early y John C. Breckinridge habían recibido el mando de un ejército cuya fuerza nadie conducía. Habían atravesado velozmente el valle de Shenandoah, ocupado Harper’s Ferry y aislado por segunda vez la capital; luego, el sábado, habían derrotado al general Lew Wallace en Monocacy Junction, y puesto fuego a gran parte de Silver Spring. Ahora acampaban a tres kilómetros al norte del Hogar del Soldado, y sólo las débiles defensas del fuerte Stevens se interponían entre ellos y la calle Siete, en cuyo extremo estaba la Casa Blanca. Hay empezó a mirar con ojos más amistosos la cañonera.
—Se esperaba que llegaran tropas de Grant en algún momento de la mañana, pero nadie sabía cuándo.
—Si no están aquí a mediodía, todo habrá terminado —dijo Blair.
—No tenemos hombres suficientes para resistir. ¿Cómo —exclamó— es posible que esto haya ocurrido?
La respuesta de Lincoln fue esa curiosa sonrisa burlona que Hay había advertido en otros momentos de crisis.
—Creo, Mr. Blair, que primero deberíamos averiguar qué sucede. Para el cómo tenemos mucho tiempo.
Blair lanzó un brusco grito de ira.
—¡Los papeles de mi padre! ¡Las cartas de Andrew Jackson!
—¡Las de Henry Clay! ¡Todo perdido!
—Creo que también yo le escribí —dijo Lincoln, de nuevo en la ventana. Y agregó, resplandeciente: ¡Aquí están! Ya vienen las barcazas de City Point. Se volvió hacia el interior. Creo que bajaré a recibir a nuestros salvadores.
—Pero si el general Early ataca el fuerte Stevens… empezó Blair. Tendremos una verdadera pelea muy cerca, ¿no es verdad? El Tycoon indicó a Hay que lo acompañara, y a Blair que lo aguardara. En la antesala había un mensajero del Tesoro.
—Señor, antes de que el telégrafo dejara de funcionar, el oro estaba a doscientos ochenta y cinco dólares. Mr. Fessenden quiere saber qué debemos hacer.
—Yo, personalmente, fusilaría hasta el último de los especuladores. Pero ya que no me lo permiten, diga usted a Mr. Fessenden que hoy venceremos a los rebeldes, y el precio del oro caerá.
La avenida de Pennsylvania estaba llena de polvo y de mocas. Los tranvías no funcionaban. Por una vez, no se veían soldados. Todos los hombres aptos, y varios que no lo eran y habían salido apresuradamente de los hospitales, habían acudido a los diversos fuertes que rodeaban la ciudad.
—Esta ciudad nunca está más tranquila —observó el Tycoonque cuando la sitian.
—También contribuye el receso de las cámaras.
—Sí, ha sido providencial. —Para sorpresa de Hay, Lincoln estaba ahora menos preocupado por el peligro inmediato que por la ley de Ben Wade, aprobada en ambas cámaras. Era como si supiera instintivamente qué era peligroso y qué no lo era. Un ataque rebelde contra la capital era un problema. Lincoln no estaba, sin embargo, agitado como Blair. Aunque estaba decidido desde mucho antes a obtener la victoria definitiva en la guerra, aún no sabía en qué términos se reorganizaría la Unión. Sabía lo que él deseaba; pero no ignoraba que estaba en minoría frente a la vengativa mayoría de su partido en el Congreso.
Mientras se oscurecía el norte del cielo con el humo de Silver Spring, y las descargas de artillería y fusilería llenaban de ecus el espacio entre la calle Siete y el Capitolio, Lincoln se refirió a los parlamentarios radicales.
—Están tratando de obligarme a devastar los estados rebeldes, cosa que yo no haré. Por supuesto, castigaré a ciertos individuos rebeldes; pero no puedo castigar a todo un pueblo, ni lo permitiré. Por eso insisto en mi fórmula del diez por ciento.
—Pero el Congreso la ha rechazado.
—Entonces debo usar las armas que pueda. En tiempos de guerra, mis proclamas deben ser obedecidas. Como presidente, yo no hubiera podido liberar a los esclavos. No tenía el derecho, y tampoco el Congreso. Pero como necesidad militar, podía liberados, y lo he hecho. Ahora quiero una enmienda constitucional para abolir la esclavitud, lo que resolverá este problema de una vez por todas. Y estoy seguro de que en este momento tenemos gobiernos aceptables en Louisiana y Arkansas.
—El Congreso no lo está; y el Congreso puede impedir que las delegaciones de Louisiana y Arkansas ocupen sus escaños.
—Bueno, es un asunto muy curioso. Como yo acepto una parte de la ley de Ben Wade, no vetaré el total. Pero como no acepto el resto, no la aprobaré.
—Y entonces, ¿qué ocurrirá?
—Mientras yo no la apruebe, no es ley. Calculo que sencillamente me la guardaré en el bolsillo.
—¿Eso es constitucional, señor?
Lincoln sonrió.
—Por lo que sé, en nada se opone a la Constitución.
Hay estaba convencido de que la negativa de Lincoln a actuar directamente acerca de la Ley Wade era una no muy sutil declaración de guerra a la facción radical del partido, que seguramente propondría su propio candidato a la presidencia. Como Frémont era ya candidato republicano; y Lincoln también, por el partido nacional de la Unión, si se agregaba un candidato más.
Chase, quería el partido dividido en tres, y ganaría el demócrata McClellan, como presidente minoritario, así como Lincoln había vencido en 1860 por la división de los demócratas. Por una parte, Hay admiraba la formidable oposición del Tycoon al Congreso; pero veía con harta claridad que, si no había alguna extraordinaria victoria militar, Lincoln se uniría pronto a James Buchanan, a Franklin Pierce y a los demás mediocres presidentes de un solo mandato del Último tercio del siglo.
Ambos se detuvieron en el muelle de la calle Seis. La primera barcaza amarraba en ese momento al muelle. Lincoln trepó a una pequeña plataforma de revista, y las tropas empezaron a aplaudir. Lincoln se quitó el sombrero. Los hombres de la segunda barcaza se unieron a los de la primera en una clamorosa ovación. Como siempre, maravilló a Hay el efecto mágico que causaba Lincoln en las tropas. Los hombres no podían imaginar cómo era Lincoln excepto por medio de los periódicos que, a sabiendas o no, falsificaban su personalidad; y no era nada menos que milagroso el afecto que inspiraba elViejo Abe o el padre Abraham. Por supuesto, debía de contribuir el hecho de que se pareciese tanto a ese ambiguo personaje de historieta, el «Tío Sam».
Lincoln tenía ahora su sombrero en la mano izquierda. Muy erguido, con el rostro oscuro resplandeciente, sonriente la ancha boca, saludaba con la derecha a los hombres que bajaban por la planchada. De inmediato se le acercó el comandante del sexto cuerpo de ejército, el mayor general Horatio Wright, quien saludó y dijo:
—Listo para la acción, señor.
—Me reconforta usted, general —respondió el Tycoon.
Lincoln podría haber pasado allí toda la mañana si no hubiera aparecido el severo Lamon con la olvidada escolta militar del presidente.
—Si se escapa otra vez, señor —gruñó Lamon—, dimitiré.
—Lo siento, Lamon. Pero ni Mr. Hay ni yo podíamos quedarnos inmóviles en la Casa Blanca. —Lincoln se volvió hacia el general Wright—. Creo, general, que debería usted tomar posiciones tan pronto como sea posible en el fuerte Stevens.
—Ése era mi plan, señor.
—Si los rebeldes atacaran ahora, antes de que llegara usted allá, podría haber bastantes destrozos en el Capitolio, que apenas hemos acabado de arreglar.
Cuando el general Wright preguntó dónde se concentraba el grueso de las fuerzas rebeldes, el presidente respondió que nadie lo sabía, aunque se sospechaba que se encontraba en Silver Spring, a sólo cinco kilómetros al norte del fuerte Stevens. Mientras Lincoln y Hay, rodeados por la guardia presidencial, volvían a caballo a la Casa Blanca, Lincoln dijo:
—Ahora sólo hay un riesgo… —Se detuvo y miró, complacido, el nuevo domo del Capitolio.
—Los rebeldes robarán todo lo que no esté atornillado. —Hay sabía que eso era lo que ocurría: caballos, rifles, cuberterías, oro, comida… Las ciudades vecinas de Rockville y Tennalytown habían sido saqueadas; y los espantados habitantes habían huido a Georgetown, donde se veían obligados a dormir al raso.
—No —dijo Lincoln—. Los diecisiete mil soldados prisioneros que tenemos en Point Lookout. Eso es lo que Lee quiere más que nada, y lo que nunca debe conseguir.
El día siguiente las líneas telegráficas estaban cortadas, así como los ferrocarriles. Por segunda vez durante la guerra, la capital estaba aislada. Pero, en esta ocasión, había muy buen ánimo en la Casa Blanca. El presidente había visitado el fuerte Stevens el día anterior y había visto el tiroteo entre los hombres de Early y las tropas de la Unión. Era la primera acción de guerra que veía el Tycoon.
Después de una breve reunión de gabinete a mediodía, Lincoln pensaba retornar al fuerte, y el mayor Hay estaba ansioso por acompañarlo. Pero no fue Hay sino Madam quien asistió a la batalla la tarde del 12 de julio.
Aunque Mary sufría de un ataque biliar, la idea de una visita militar la había curado de inmediato. El presidente había dicho con gran firmeza que ella de ningún modo iría con él al fuerte Stevens; y Lamon había dicho que de ningún modo permitiría que el presidente retornara al fuerte. Ahora, los tres, que habían llegado finalmente a un acuerdo, iban juntos por la calle Siete, escoltados por una compañía de caballería con los sables desenvainados.
Para Mary la idea del combate era, por motivos misteriosos, un tónico. Muy misteriosos, puesto que el trueno más doméstico podía impulsarla a meterse chillando debajo de una cama. Y ahora Mary vería armas reales y balas reales. Desafiante, se había puesto un vestido rojo oscuro. «Para ocultar las heridas sangrientas», le había dicho a la boquiabierta Elizabeth Keckley.
Lamon no hablaba con el presidente ni con la primera dama. Furioso por el innecesario riesgo, se limitaba a mirarlos con irritación.
Un kilómetro antes del Hogar del Sodado, la calle se convertía en un camino y luego en un sendero polvoriento entre bosques dispersos.
—Aquí fue donde mi coche dio contra los árboles. —Mary recordó, sin pánico, aquella fugaz oscuridad mortal—. ¿Alguna vez se descubrió quién aflojó el asiento del conductor?
Lincoln movió la cabeza.
—Hay tanta gente que entra y sale del establo…
—Había —dijo Lamon.
Cuando pasaron ante el Hogar del Soldado, llegó hasta ellos el olor al humo de las casas incendiadas más adelante, y el peculiar ruido de portazos de los disparos de cañón.
Un carro cargado de muebles se cruzó con ellos; un enorme granjero y su esposa, aún más enorme, iban en el pescante. Detrás del carro, media docena de niños arreaban una procesión de ganado. El presidente saludó al granjero y a su mujer, que se limitaron a mirar inexpresivamente al causante de su ruina.
—Descorteses —exclamó Mary—. E ingratos.
—Maryland nunca ha sido el estado que más me quiere —dijo Lincoln, volviendo a ponerse el sombrero.
—¿Cómo ha permitido el general Grant que ocurra esto?
—Él está cerca de Richmond, madre. Éste es más bien el sector del general Halleck.
—Él también es una desgracia. —Mary nunca había podido comprender la tolerancia de Lincoln con los malos generales. Sus esperanzas acerca de Grant se derrumbaron cuando perdió en Cold Harbor una cantidad de hombres que nadie creía posible que se pudieran perder en tan poco tiempo. Ese hombre era un carnicero de sus propios hombres. Desde hacía cierto tiempo, Mary tenía su propia idea de cómo debía dirigirse la guerra, pero nadie la tomaba en serio. En cuando a Halleck, todo el mundo estaba de acuerdo en que era una desgracia, pero continuaba en el Departamento de Guerra con sus ojos acuosos y dilatados por la droga. Quizás otros sospechaban que Halleck usaba opio; Mary lo sabía. Poco era lo que ignoraba acerca de las drogas. Durante años los médicos habían ensayado varias cuando sufría migrañas.
En cuanto a Stanton, había revelado su verdadera lealtad. Había pedido a Chase que fuera padrino de su nueva hija. Y, lo que era peor, ambos cantaban himnos juntos. Mary estaba segura de que Stanton trabajaba secretamente en beneficio de Chase. ¿Por qué, de otro modo, marchaba tan mal la guerra? En los últimos tiempos, Mary había sentido que Lincoln empezaba a resignarse a una derrota en las próximas elecciones. La idea la ponía frenética. En ese momento, ella debía más que el salario anual del presidente, veinticinco mil dólares que, sin descontar los impuestos, importaban menos de diez mil dólares en oro, que Lincoln se negaba a aceptar. Que Lincoln fuera un expresidente, y por añadidura en bancarrota —por culpa de ella—, era algo que no podía soportar. Afortunadamente, estaba en sutiles tratativas con Mr. Thurlow Weed para conseguir que un amigo común, Abram Wakeman, fuera designado inspector del puerto de NuevaYork, un cargo por el que Wakeman estaba más que dispuesto a pagar a Mary. Entonces ella podría saldar sus cuentas con las tiendas de Nueva York, y en particular con A. T. Stewart, que tenía paciencia, pero no infinita. A cada revés de la Unión y cada presunción de que su marido podía no alcanzar la reelección correspondía un aumento en la urgencia y la insolencia de los acreedores. Pero una vez que Wakeman tuviera su cargo, ella pagaría enseguida la cuenta de A. T. Stewart. Además, estaba fascinada por un chal de la India, negro, de pelo de camello, que Stewart le había ofrecido a sólo tres mil dólares. Mientras el coche se acercaba al fuerte Stevens Mary se preguntó si con un poco de suerte no recibiría ese mismo día un tiro en la cabeza, fuente de todas sus angustias y dolores.
El fuerte Stevens no era tanto una fortaleza como una serie de terraplenes. Mary había imaginado algo con murallas de piedra, parapetos, torres, como la fortaleza Monroe. En cambio, el centro del fuerte consistía en un paredón de tierra semejante a un pan y sostenido con puntales de madera. Había cañones a ambos lados.
Como el fuerte se encontraba en una elevación, ella podía ver hacia el norte los uniformes grises de los rebeldes entre los pinares y en dos pequeñas granjas que hasta dos días antes habían sido parte de la Unión y ahora, gracias a Jubal Early, ya no lo eran.
Justamente detrás del pan de tierra recibió al coche presidencial el general Wright, que miró con cierto disgusto a Mary.
—Estamos rodeados de tiradores, señora.
—Como para confirmar sus palabras, hubo una brusca descarga desde las dos granjas, a la que respondieron las tropas federales. Mary observó que la mayoría de los soldados de la Unión procedían de Massachusetts.
—Me quedaré bien atrás, señor —dijo Mary cortésmente.
Luego acompañó al presidente hasta la parte superior de un terraplén protegido con maderos que formaban un parapeto irregular. Desde esa altura podían ver un paisaje verde y polvoriento debajo de un cielo gris y humeante.
—¿Sabes quién está a un kilómetro y medio de aquí? —Lincoln señaló los bosques que amparaban al grueso de los rebeldes.
Mary lo sabía.
—Mi primo John Breckinridge. Supongo que desea apoderarse de la Casa Blanca para dársela a los Davis.
—Pues ha llegado con un día de retraso, gracias al general Grant.
Un cirujano perteneciente a un regimiento de Pennsylvania les mostró las posiciones enemigas y dio su opinión.
—Me parece, señor, que esto es más bien una incursión. Una vez que lleguen todos los hombres enviados por el general Grant, se retirarán. Pero estoy seguro de que, si el general Wallace no los hubiera contenido un día entero, peleando como lo hizo en el puente de Monocacy, habrían llegado a la ciudad, porque nunca tuvimos fuerzas suficientes para… —El médico no terminó lo que prometía ser un extenso análisis. Se oyeron disparos de rifle. El cirujano lanzó un grito brusco y cayó a los pies de Mary. Para su propia sorpresa, ella no gritó. Miró al hombre, que tenía el rostro contraído por el dolor.
—¿Señor…? —empezó a decir Mary.
Aparecieron dos ordenanzas. El cirujano alzó la vista y dijo a Mary:
—No es grave. Ha sido en el tobillo izquierdo. —Y a los ordenanzas—: Ayúdenme. Perdón, Mrs. Lincoln.
—Por supuesto, señor. Lo siento. —Mary no estaba muy segura acerca de la etiqueta adecuada en el campo de batalla. Lincoln le rodeó los hombros con el brazo.
—Será mejor que vuelvas al coche.
—Oh, no, padre. Ahora no. Me gustaría que el primo John pudiera verme. ¿Recuerdas cómo le dije que antes de ocupar la Casa Blanca tendría que pelear conmigo? Dame un rifle y empezaré a disparar.
—Madre, me sorprendes.
Pero Mary estaba llena de excitación.
—Lo digo de veras, padre. Tiraba muy bien cuando niña. Podía matar una ardilla a treinta metros, y darle en el ojo.
—Eres muy sanguinaria. Pero… —Simultáneamente, los cañones federales dispararon a la izquierda y a la derecha, y el humo acre les llenó los ojos de lágrimas. Lincoln indicó a un joven teniente coronel de Massachusetts que escoltara a Mary hasta el coche. Medio enceguecida y ensordecida por los cañonazos, Mary no se opuso, aunque estaba decepcionada porque el primo John no la había visto tirando directamente contra él desde lo alto del parapeto.
Lincoln se quedó solo entre las dos defensas de madera.
Los tiradores enemigos cumplían desde ambos lados su letal tarea. El general Wright se movía de un lado a otro de la fortificación, dando órdenes. Era evidente que la presencia del presidente no lo hacía feliz. Lincoln hablaba con un teniente de rostro juvenil.
—¿Llegó usted ayer de City Point?
—Sí, señor —dijo el joven, con una sonrisa que se agrandó y se convirtió en una masa roja cuando la bala que había dado en el centro de su cara lo derribó hacia delante, muerto, a un metro del presidente. En ese instante, como si brotara de la nada, el oficial alto y joven que había acompañado al coche a rs Lincoln aferró al presidente. «¡Abajo, maldito estúpido!», gritó mientras empujaba a Lincoln hacia el suelo. Mientras aterrizaba sobre la base de su columna vertebral, el presidente respondió:
—Sí, coronel, ya que me lo pide así…
Ahora los tiradores habían ajustado sus miras. Había grandes probabilidades de que hubieran reconocido al único presidente de un metro noventa del mundo. Disparaban salvas a intervalos regulares. El joven permanecía en cuclillas al lado del presidente.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Lincoln.
—Holmes, señor. Y querría que nos dejara usted hacer nuestra tarea.
—Holmes. De Massachusetts. ¿Es usted pariente de Oliver Wendell Holmes?
—Soy su hijo, señor.
—¡Qué coincidencia! Soy un admirador de sus poemas.
Mientras continuaba la fusilería, Lincoln citó el poema Lexington de Holmes.
—«Verdes son los bosques donde mueren sus mártires. Sin tumba ni mortaja descienden al reposo…». Y después —dijo Lincoln, los ojos súbitamente nublados— me cuesta recordar lo que sigue.
—Yo nunca lo aprendí, señor. Y mi padre se cita mejor de lo que puedo yo, y con gran frecuencia; de modo que dejo que él lo haga.
—En un tiempo creí tener algún don para la poesía. Supongo que eso mismo creen todos los jóvenes en cierta época de la vida. Pero después los estudios jurídicos acaban con eso.
—También me pasará a mí, señor, si antes no acaba conmigo otra bala.
—¿Ha sido herido alguna vez?
—Sí, señor. En Ball’s Bluff.
Llegaron entonces, mientras el general Wright recibía a un general con una nueva brigada, Gideon Welles y el senador Ben Wade.
Lincoln, sentado como estaba, de espaldas al parapeto, presentó los dos estadistas al teniente coronel Oliver Wendee Holmes, junior.
—Hablábamos de la poesía de su padre. Pueden acompañarnos.
—Preferiría mirar el combate —dijo Ben Wade severamente.
—No es tan interesante —dijo el presidente con sencillez.
Wade adoptó una pose heroica entre los dos parapetos.
—Pero una súbita descarga de balazos en su dirección hizo que el bravucón Ben Wade, con un salto sorprendentemente juvenil, se apartara de la línea de fuego.
—Le dije que no había gran cosa que ver. —Lincoln sonreía.
Welles afirmó la peluca como si fuera un casco. El coronel Holmes se despidió y se marchó. Lincoln agregó:
—He estado allí arriba un rato, para ver cómo es que le disparen a uno. No me ha parecido una experiencia agradable. Sin embargo, Mrs. Lincoln, que me acompañaba, quería un rifle para devolver el fuego.
—Yo querría lo mismo —dijo Wade, recuperando su habitual estilo—. Sería magnífico matar a algún rebelde.
—Sin duda, el general Wright le prestará un fusil. —En ese momento dos ordenanzas ponían en una camilla el cuerpo del joven oficial muerto. El rostro no era ya un rostro. Mientras pasaban, Welles se estremeció y Wade frunció el ceño—. Yo estaba hablando con ese chico cuando lo mataron —dijo Lincoln—. Estaba frente a mí. En un segundo, era un joven espléndido. En el siguiente… era eso. —Ordenanzas y camilla se alejaron—. Señores, ésta es una empresa espantosa; me pregunto si la hubiéramos iniciado en el caso de saber, al principio, cuál había de ser el costo.
—Yo no tengo la menor duda de la justicia de nuestra causa, y tampoco de la perversidad de la causa rebelde —dijo Wade.
—Si no pensara que tenemos la justicia de nuestra parte, querría morir en este mismo instante —dijo el presidente—. Desde ruego, yo lo creo, Mr. Wade. Pero desearía tener su absoluta certidumbre acerca de la perversidad del enemigo.
—También yo desearía que usted la tuviera, Mr. Lincoln.
—Es usted impertinente, Mr. Wade —dijo Gideon Welles, cuyo temperamento era aún peor que el de Stanton, aunque más contenido.
—Bueno —dijo sonriendo Lincoln—, lo que dice es pertinente a su propia pasión, que consiste en castigar a todos los rebeldes.
—¿No lo haría usted, Mr. Lincoln? —dijo Wade, desafiante.
—Castigaría a algunos, y no a otros. Después de todo son, a pesar de este tremendo trastorno, ciudadanos de los Estados Unidos.
—Ya no son miembros de los Estados Unidos. Son extranjeros a los que debemos conquistar.
—Si no han estado siempre en la Unión, ¿dónde han estado? Si están verdaderamente fuera de la Unión, ¿por qué combatimos contra ellos? Temo que no podemos permitirnos esas interesantes dudas metafísicas, Mr. Wade, porque si cree usted que son extranjeros, entonces no existen los Estados Unidos; y si es así, no soy yo presidente ni usted senador…
La artillería ahogó el final del argumento. Cuando cesó el ruido, Wade dijo:
—Debemos hacer que cambie de idea, señor presidente. Lincoln se puso de pie.
—En ese punto, eso no es posible y, se lo advierto, tampoco prudente.
Se aproximaba el general Wright. Empezaba a oscurecer. Incongruentes luciérnagas brillaban entre los fogonazos de los disparos.
—Señores —dijo el general—, debo pedir que se marchen. Mrs. Lincoln ha regresado ya a la Casa Blanca con Mr. Lamon. Le he jurado, señor, que llegaría usted a su casa con toda seguridad.
—Cumplirá su juramento, general. Mis felicitaciones por este día de combate.
En el coche de Welles, Lincoln y su secretario de Marina se alejaron del campo de batalla, acompañados por un guardia armado. Ben Wade los seguía solo, a caballo.
—Supongo —dijo Lincoln a Welles— que ésta será la última incursión desde el valle; si el general Wright los persigue, podrá aniquilarlos antes de que crucen el Potomac. Y eso será el fin de Jubal Early.
Pero, como de costumbre, no hubo persecución. El 14 de julio, Jubal Early y John Breckinridge se habían retirado, y el ferrocarril funcionaba nuevamente, así como las líneas telegráficas, y el correo y los periódicos del país llegaban con normalidad a Washington. El Anciano expresó a Hay su desagrado por lo ocurrido, que compartía la prensa.
Por primera vez, Hay consideró muy probable que el Tycoon no fuera reelegido. Sin embargo, las cosas siempre podían ser peores, como dijo Montgomery Blair durante la siguiente reunión del gabinete. A causa de la incursión de John Breckinridge, la casa delViejo Caballero en Silver Spring había sido saqueada, en tanto que «Mi casa», dijo Monty Blair, «ha sido saqueada e incendiada». Esto era, en apariencia, un ajuste de cuentas.
—Nosotros incendiamos la casa del gobernador de Virginia.
—Ahora él incendia mi casa. Mañana quemaremos la de alguno de ellos…
—¿Cuándo terminará esto? —dijo Usher, que tenía predilección por las preguntas retóricas.
—Las Euménides lo saben —dijo Blair, buen clasicista, confundiendo a Usher y divirtiendo a Seward.
—Y Mr. Lincoln —dijo Seward— es nuestro Apolo.
—No —dijo el presidente—. Quien se ocupará de traer la paz será Horace Greeley. —Tenía en la mesa la mitad del contenido del casillero correspondiente a Greeley—. Después de repetir que no he llevado la guerra con suficiente rigor, ahora piensa que soy demasiado inflexible. Ha estado en comunicación con lo que él llama dos negociadores rebeldes bona fide; afirma que ellos querrían saber en qué términos haríamos la paz. —El Anciano suspiró. Hay sentía pena por cualquiera que se viese obligado a tratar seriamente con Horace Greeley, cuya voz era muy poderosa, pero estaba conectada con un cerebro que había dejado de funcionar mucho antes, excepto en bruscos espasmos de desesperación—. He decidido hacer el experimento de tratar con esos negociadores oficiales extraoficiales —continuó Lincoln—. He escrito una carta, dirigida «a quien concierna», que expone nuestros términos para una paz. —El Anciano se puso las gafas, empañadas por el calor; luego, entre el zumbido de las moscas y los suaves ronquidos del fiscal general, leyó—: «Toda propuesta que implique la restauración de la Unión, la integridad de la Unión y el abandono de la esclavitud; y que proceda de una autoridad capaz de controlar los ejércitos que actualmente están en guerra contra los Estados Unidos, será recibida y considerada por el gobierno ejecutivo de los Estados Unidos, que ofrecerá condiciones generosas en otros temas, sustanciales y colaterales, así como un salvoconducto para entrar y salir de nuestro territorio al portador o a los portadores de dicha propuesta».
El Anciano depositó la nota en la mesa y se quitó las gafas. En general, no parecía que el calor le afectara; pero, a pesar de la serenidad que había demostrado durante la incursión enemiga, se había tornado en los últimos tiempos más y más inquieto ante cada marea opuesta. Parecía, pensó Hay, que representaba mecánicamente el papel de presidente, como si supiera que dentro de pocos meses abandonaría el cargo y que las decisiones importantes las tomaría otra persona.
—Los negociadores reales o imaginarios, con Greeley jamás se sabe, están en Niágara, en Canadá. ¿Qué opina, gobernador? —Seward había abandonado la mesa del gabinete y estaba tan tendido como permitía su pequeña estatura en el sofá.
—Mejor será darle una oportunidad a Greeley. Hará que se calle por un tiempo. Y como probablemente hará una tontería, ¿por qué no ayudarle?
Fessenden miró la forma reclinada de Seward casi con la misma desaprobación que su predecesor. Hay y Nico pensaban que en el cargo de secretario del Tesoro había algo que daba a su ocupante gran importancia y formalidad.
—Señor presidente —dijo Fessenden—, ¿recibirá usted aquí a esos negociadores?
—Lo haré si vienen. Pero hay un inconveniente. Creo que Greeley quiere hacer méritos. —Lincoln miró el cielorraso. A pesar del calor y de la apariencia descuidada del Anciano, Hay veía que empezaba a urdir una de sus tramas—. No me parece mal. En realidad, yo le concedería todo el crédito público por esa misión de paz…
—Y todo el crédico público por su fracaso si los negociadores no representan a nadie o no tienen instrucciones o se oponen definitivamente a la abolición de la esclavitud. —Seward siempre podía leer la parte de la mente de Lincoln que más se parecía a la suya propia, la del político práctico.
—Sí —dijo Lincoln—, o algo por el estilo. De todos modos, enviaré al mayor Hay a Nueva York a tratar con Greeley. —Era la primera vez que Hay oía hablar de esa misión. El Anciano le dirigió un guiño intencionado de su ojo izquierdo encapuchado—. El mayor Hay se propone hacer carrera en el periodismo algún día, y he pensado que una o dos semanas con Horace Greeley le darán alguna instrucción en ese sentido, y quizá sen una especie de «sésamo, ábrete». Montgomery Blair no estaba complacido.
—Por primera vez plantea usted que la abolición de la esclavitud es uno de nuestros términos absolutos, sobre el cual no se admitirá negociación. ¿Es eso prudente, señor?
—Quizá no sea prudente, Mr. Blair. Pero concuerda con mi mensaje al Congreso y con mi propia proclama en respuesta a la Ley Wade. Y además he pedido una enmienda constitucional para abolir la esclavitud.
—Eso es hábil —dijo Blair—. Porque da usted a los estados rebeldes la oportunidad de acabar la guerra y retornar a la Unión; y luego esos once estados podrían negar a los abolicionistas la mayoría de dos tercios necesaria para enmendar la Constitución y abolir la esclavitud. —Blair hablaba en voz sonora para la historia; luego le dijo nerviosamente a Lincoln—: ¿Pero puede usted realmente hacer las dos cosas a la vez?
—Las dos cosas, una cosa, o ninguna cosa. —Lincoln movió la cabeza—. Por necesidad militar, he liberado a los esclavos de los estados rebeldes. No puedo volverme atrás.
De pronto, Stanton tosió. Durante toda la reunión había estado leyendo despachos de los distintos frentes. Pero no se le había escapado la última parte del diálogo.
—¿Qué dirán de esto sus adversarios políticos, señor? En este momento existe un poderoso movimiento de paz a cualquier precio en el país, sobre todo en el Norte y particularmente en Nueva York, donde la próxima leva podría provocar aún Peores tumultos. Y ahora parecería que usted quisiera prolongar esta guerra hasta que el Sur decida abolir voluntariamente la esclavitud, los demócratas se apoderen de todos los estados del Norte, y sólo nos queden los estados de frontera, gracias al ejército.
Hay se preguntó si se podían considerar seguros los estados de frontera. El primero de agosto habría elecciones en Kentucky Stanton estaba arrestando a todos los políticos demócratas por «deslealtad», y había arrestado incluso al candidato para un impor tante cargo en la justicia. Los demócratas habían respondido de e inmediato designando un nuevo candidato, y Lincoln había declarado la ley marcial en todo el estado.
El Anciano se secaba la cara con un pañuelo. Hay estaba preocupado por él; sentía piedad y terror. Se mascaba la tragedia. El ambicioso podía ser derribado por su propia hybris; si no por los dioses, por la vox populi.
—Yo he cambiado —dijo Lincoln—, como hemos cambiado todos durante este largo drama. Yo no he sido nunca abolicionista.
—Pero ahora todo nuestro partido, lo quiera o no, debe ser abolicionista.
—¿Realmente concedería usted el voto a los negros liberados? —preguntó Blair sin la menor ingenuidad.
—Usted sabe, Monty, que yo estoy, como usted, a favor de la colonización en el exterior…
—Pero ahora hay esclavos negros liberados en Louisiana. —Blair era inexorable—. ¿Les dará el voto?
—Supongo que a los negros inteligentes, sí. —Lincoln parecía cada vez más evasivo. No será reelegido, decidió Seward desde la comodidad del sofá. Él, Seward, volvería con auténtica felicidad a su hogar en Auburn. Pero ¿qué sería de ese hombre extraño y ambicioso? Seward apenas podía creer que el comandante en jefe de la fuerza militar más grande que había conocido el mundo imaginara defender una causa ante una Corte Suprema elegida por él mismo—. A los negros muy inteligentes —repitió Lincoln—. Y a los que han combatido en nuestro ejército. ¿Qué noticias hay —preguntó a Stanton— del general Sherman?
—Está sitiando Atlanta. Dice que el sitio será largo.
—Y el general Grant quiere más hombres en Virginia —dijo Lincoln, casi para sus adentros—. Es como hace tres años. Sólo que entonces yo no estaba tan cansado.
—Jefferson Davis está bastante más cansado —dijo Montgomery Blair; y por una vez, Hay aprobó esas últimas palabras.