Poco antes de la medianoche, el 13 de mayo, John Hay terminaba una anotación en su diario cuando se abrió la puerta del dormitorio y apareció el Anciano en su camisa de dormir.
—Vi la luz encendida —dijo.
El Anciano había adquirido el hábito de errar por la Casa Blanca de noche, muy tarde; a veces con una vieja bata, otras con un abrigo, o sólo con su camisa, que ahora llevaba recogida en la parte posterior y le daba el aspecto de una especie muy cómica de avestruz con largas patas huesudas y atezadas.
El Anciano se instaló cómodamente en un ángulo de la cama, con los habituales despachos del Departamento de Guerra en la mano.
—Pues bien, los rebeldes acaban de abandonar Spotsylvania y Grant sigue avanzando. Nunca he visto nada igual; avanza y avanza, pase lo que pase. —El rostro del Anciano se oscureció al agregar—: Y sean sus pérdidas las que sean.
Diez días antes, Grant había empezado a desplazarse por la región conocida como los Llanos de Virginia. Había sufrido tremendas pérdidas. Unos treinta mil hombres de la Unión estaban muertos o heridos. Pero Lee había sufrido bajas comparables; y él tenía menos hombres. Si Grant no podía ganar una batalla, ganaba por el número y la resistencia. El país estaba excitado y horrorizado por esa terrible forma nueva de guerra; aunque ni el país ni el presidente gozaban de la confianza de Grant. En cierto momento, Grant y su ejército de ciento veinte mil hombres simplemente se habían desvanecido sin dejar rastro. La dificultad para respirar de Stanton se tomó entonces más prounciada e incluso contagiosa, porque hasta el Anciano quedó sin aliento. Ahora los informes se habían reanudado. Había habido un choque frontal entre Grant y Lee en Spotsylvania. Grant tenía una ventaja de dos a uno. Después de graves pérdidas de ambos lados, Lee se había retirado.
—Una característica del general Grant es que nunca vuelve atrás —dijo Hay, cerrando su diario.
Lincoln asintió.
—Creo que si cualquier otro general hubiese estado al mando de ese ejército, después de esas bajas, se habría retirado ya a la margen opuesta del Rapidan. Pero él continúa su avance; y cuando se apodera de un pedazo de terreno se conduce como si lo hubiera heredado. Pobre Wadsworth —dijo, y cerró los ojos. Entre las bajas de los Llanos estaba el general James S. Wadsworth, un buen amigo del Anciano. Wadsworth había dejado el ejército para presentarse como candidato republicano a gobernador de Nueva York. Derrotado por Horatio Seymour, había retornado al ejército—. No hay… No había nadie como él. No estaba en el ejército en busca de gloria o de adelanto personal. Sólo porque pensaba que era lo que correspondía: que era su obligación. En este mundo de Yagos calculadores, era verdaderamente noble. Y fue el único general que deseaba perseguir a Lee después de Gettysburg, pero Meade… —El Anciano se interrumpió; que eso se convirtiera en historia antigua—. Usted es un poeta, John.
—¡Oh, señor! Si tan sólo fuera cierto…
—No. Me gustó el poema que escribió sobre Key West. —El Anciano se apoyó sobre las almohadas, y Hay, mareado de fatiga, Comprendió que, como el Anciano Marino de Coleridge, se Proponía recitar poesía—. Mientras esperaba noticias de Grant pensaba en Hamlet. Ahora está de moda admirar el «Ser o no ser» de Hamlet, pero a mí nunca me ha gustado mucho, salvo la última parte: «Esa ignorada región», que es escalofriante.
—Siempre he preferido «Oh, mi delito hiede…».
Lincoln dijo el discurso íntegro. Luego procedió a demostrar que la mayoría de los actore no comprendían la ironía y la amargura de Ricardo III. «Ahora es el invierno de nuestro descontento…». Representaba Shakespeare con bastante más sutileza que la mayoría de los actores, al menos los textos que le agradaban. Pasó media hora. ¿Ya no dormía nunca el Anciano? Hay intentaba mantener los ojos abiertos, pero no lo consiguió. Había perdido la mayor parte del monólogo de Ricardo III, «Sentémonos en el suelo, y contemos tristes historias de muertes de reyes». El Anciano se echó a reír y se levantó de la cama.
—Vaya a dormir, Mr. Hay. Yo creo que he olvidado cómo se hace.
—Sin embargo, señor, parecería que sus soportes han mejorado.
Hay indicó las piernas, algo menos flacas que inmediatamente después de la enfermedad de Lincoln.
Lincoln asintió.
—Ahora peso ochenta y un kilos. —Y así, pensó Hay, el «Honesto Abe» finalmente le había mentido—. Buenas noches.
En Seis y E, el apodo «Honesto Abe» era a la vez un epíteto odiado y una horrible ironía. Chase estaba solo en su estudio, esperando noticias de Cleveland, donde una convención formada sobre todo por sus admiradores radicales intentaba minar la convención regular del partido republicano, en la que Lincoln esperaba ser designado nuevamente candidato si no se presentaba de algún modo el nombre de Grant. En lo que concernía a Lincoln, la furia de Chase —no había otra palabra, aunque él le había hablado a Jay Cooke de «exasperación»— era absoluta, así como el control que tenían los Val sobre el presidente. Desde luego, los aliados de Chase habían cometido una torpeza en el asunto de Frank Blair. Las «pruebas» de la corrupción de Blair enVicksburg habían sido fraguadas de modo bastante chapucero, como el mismo Blair dijo en un discurso en la Cámara en que atacó a Chase y a sus servidores y procedimientos. Y entonces, curiosamente, el presidente, en lugar de apoyar a su antiguo amigo, lo hizo llamar, le reprochó que hubiera dado «un puntapié a la colmena» y lo envió de regreso al frente como mayor general.
Los aliados habituales de Chase hablaban cada vez más de Grant para reemplazar a Lincoln. Para asombro y aflicción de Chase, habían tomado su retiro de la carrera con mucha más seriedad de lo que correspondía a un amigo leal. No le agradaba que le dijeran que debía aguardar a la muerte del juez supremo. Además, incluso esa macabra espera podía mostrarse inútil. Como sus relaciones con Lincoln eran tensas en extremo, Lincoln era ahora perfectamente capaz de nombrar a un hombre inferior. Por una vez, Chase estaba de verdad dispuesto a renunciar al gabinete. Desgraciadamente, Lincoln lo necesitaba, y por eso la incómoda relación continuaba. Cuando Lincoln fuera reelegido, Chase sería excluido, si no había conseguido ser juez supremo o había regresado a su hogar en Ohio. Sólo era posible soportar la injusticia de la vida, pensaba sombríamente Chase, mediante la abstraída contemplación de la agonía del Señor.
Kate abrió la puerta para anunciar:
—Han designado a Frémont. Sólo hubo unas cuatrocientas personas en el Cosmopolitan Hall. Se han vuelto todos a sus casas.
—Esperemos que luche por la buena causa. —Chase estaba asombrado de su propia indiferencia.
—Dice Mr. Sumner que todo ha sido una broma.
Sumner entró en el estudio. Chase se puso de pie para saludar al amigo y aliado cuyos olímpicos consejos —tan acertados desde el punto de vista moral como desastrosos desde el político— habían ayudado a destrozar la carrera de Chase.
—Yo desconfio de todos los generales —dijo Sumner—. Pero Grant podría ser designado en Baltimore.
—Si está de acuerdo —dijo Kate—. Y no lo estará. Y de todos modos, ahora parece atascado en Virginia, como McClellau. Se encuentra a unos quince kilómetros de Richmond, pero Lee no quiere pelear.
—Sin embargo, Grant es el hombre del momento —dijo Sumner, que jamás se preocupaba por los detalles inconvenientes—. La gente común lo admira y confia en él.
—Pero ¿debernos nosotros hacer lo mismo? —preguntó Chase en un tono más seco del que solía emplear con Sumner—. ¿Quién es Grant? ¿Qué piensa acerca de la abolición? ¿Qué piensa acerca de la readmisión de los estados conquistados?
—Yo he señalado solamente que podría derrotar a Mr. Lincoln —dijo Sumner—. Si es posible atraerlo al partido republicano.
—Eso ya no existe —dijo Kate—. ¿Sabe usted cómo piensan llamar a la convención de Baltimore?
Sumner frunció el ceño.
—Seguramente será la convención del partido…, bueno, la convención nacional del partido republicano, ¿verdad?
—No, Mr. Sumner. La palabra «republicano» no será utilizada, a causa de todos nosotros. Mr. Lincoln ha decretado…
—Los Blair, Katie —dijo Chase.
—Los Blair —se corrigió Kate— han dado nuevo nombre a nuestro partido. Ahora es el Partido Nacional de la Unión.
—¡Es intolerable! —Sumner apartó de sus ojos un mechón de pelo color de paja—. Eso significa que ahora estarnos absolutamente obligados a organizar nuestra propia convención… Una convención republicana.
Durante algún tiempo, los aliados de Chase habían analizado más o menos especulativamente la posibilidad de separarse del partido de Blair y Lincoln. La convención Frémont había sido fútil, aunque sólo fuera por el mismo Frémont. Pero una gran convención de verdaderos republicanos, apoyada por el gobernador Andrew de Massachusetts y el gobernador Curtin de Pennsylvania, y dirigida por los miembros prominentes del Congreso bien podía eliminar al sector Blair-Lincoln. Ahora Sumner estaba verdaderamente inflamado.
—Esperaremos hasta que los demócratas se hayan reunido en Chicago. Eso será a fines de agosto. Entonces persuadiremos al pobre Mr. Lincoln a hacerse a un lado, y convocaremos una nueva convención a fines de septiembre. Debería ser en alguna parte de…
—Ohio —dijo Kate—. Yo diría en Cincinnati.
—¡Eso es! Y entonces —Sumner abrió los brazos como para abrazar a la vez a Chase y al mundo entero— ¡usted levantará nuestro estandarte caído!
Chase sintió el primer despertar de una esperanza en mucho tiempo.
—Podría ser —dijo— que, para ese momento, el país se volviera hacia nosotros.
—¡Oh, padre! ¿Adónde, si no? ¿A quién?
—In hoc signo —recitó Sumner— vinceremus.
—Presidente Chase, pensó Chase. Era de nuevo una posibilidad. Y muy próxima.
El presidente de verdad estaba ante su escritorio y leía un informe sobre la convención Frémont, que Seward le había entregado. Seward estaba alarmado. Pero Lincoln se había divertido; particularmente, como le dijo a Seward, al leer que se esperaba la concurrencia de miles de personas al Cosmopolitan Hall, y que sólo había habido unos cuatrocientos hombres que se decían delegados vagando por el gran edificio.
—Eso me recuerda algo, gobernador. —Lincoln hojeó la Biblia, guardada en el mismo casillero que la correspondencia de Horace Greeley, hasta que encontró lo que buscaba. Leyó en voz alta— «Y todo aquel que estaba desesperado, y todo aquel que tenía deudas, y todo aquel que estaba descontento se reunieron con él; y él se convirtió en su capitán; y los que estaban con él eran unos cuatrocientos hombres». —Lincoln cerró la Biblia; se quitó las gafas—. Me sorprendería que Frémont llegara a ser candidato. No, gobernador; más me preocupan esas reuniones que se hacen en Nueva York en homenaje al general Grant.
—Me pregunto qué homenajes harán cuando se enteren de lo que ocurrió ayer. —La administración estaba dividida acerca de si debían o no darse a conocer las cifras de la derrota que acababa de sufrir Grant enVirginia, en Cold Harbor. Había lanzado un ataque frontal contra las defensas del norte de Richmond, y había sido rechazado por Lee. Hasta el momento, la prensa sólo había dicho que Grant no había logrado apoderarse de Richmond. Stanton se había ocupado de ocultar al país las dimensiones de la derrota de Grant. En una sola acción, Grant había perdido cincuenta mil hombres, más de la mitad del ejército que había llevado a los Llanos. Si el pueblo se enteraba, había dicho Seward, ningún partido apoyaría como candidato a Grant. Pero Lincoln estimaba que la pérdida de la confianza en Grant socavaría a la administración y llevaría al gobierno a McClellan.
—Grant es nuestra última esperanza, gobernador. Además, le creo cuando dice que no quiere ser candidato.
—La delegación de Missouri se ha comprometido a votar por Grant en la primera votación.
—Pero los demás votarán por mí. —Lincoln no parecía preocupado por la exhibición de excentricidad blairiana de Missouvoy.
—¿Dirá la verdad acerca de Cold Harbor?
Lincoln se encogió de hombros.
—Espero que no sea necesario.
—Con los neoyorquinos que homenajean a Grant, me parece que será necesario.
—Entonces la dirá —dijo Lincoln, evidentemente dispuesto a ir más lejos en secreto qu e en público—. ¿Qué noticias hay de Nueva Inglaterra?
—Weed está trabajando. —En principio, Lincoln apoyaba la reiteración de la fórmula de 1860, Lincoln y Hamlin; por lo tanto, no apoyaba públicamente a ninguna otra persona. Pero, en privado, estudiaba con Seward, Weed y Cameron la posibilidad de no designar a Hamlin—. La delegación de Maine dará su apoyo a Hamlin, hijo favorito del estado. Pero Massachusetts se decidirá por Dickinson, que es, como yo, de NuevaYork. —Seward estaba más divertido que preocupado por la bizantina estrategia de los radicales para expulsarlo del gabinete: querían elegir vicepresidente a un neoyorquino, y afirmar luego que dos nativos del mismo estado no podían ocupar dos cargos tan importantes.
—Welles dice que Connecticut elegirá a Andrew Johnson. —Lincoln miró por la ventana el follaje verde resplandeciente del verano. El clima había sido extraño en los últimos meses. A fines de marzo la nieve había cubierto la ciudad y destruido las flores de primavera; nadie recordaba que eso hubiera ocurrido antes. Y ahora, el calor de junio era ecuatorial. El mundo está fuera de quicio, pensó Seward.
—Sumner es nuestro mejor aliado —dijo—. No lo sabe, lo que siempre es un placer. Desea que Hamlin abandone la vicepresidencia y que regrese a Maine, donde reemplazará a Fessenden, el enemigo de Sumner, como senador; mientras tanto, Dickinson, neoyorquino…
Lincoln suspiró.
—Sumner me fatiga. Pero una casa incendiada por vez. Debo tener un vicepresidente que concuerde con mis puntos de vista, y Hamlin no concuerda.
—Para decir lo menos. —Ni Lincoln ni Seward habían aludido jamás al tema de la posible corrupción de Hamlin. Algunos meses antes, presidente y secretario habían llegado a la conclusión, por separado, de que el próximo vicepresidente debía ser demócrata, unionista y sureño. Cameron coincidía. Por lo tanto, Cameron había sondeado a Ben Butler, a quien también quería Chase como compañero de fórmula.
Ben Butler había declinado el honor.
—A los cuarenta y seis años —dijo a Cameron—, soy demasiado joven para perder cuatro años aburrido hasta la muerte por los estúpidos discursos de los senadores.
La segunda opción era el gobernador Andrew Johnson de Tennessee. Había sido leal a la Unión. Concordaba con la política presidencial de admitir nuevamente a los estados rebeldes apenas el diez por ciento de la población jurara lealtad. Era popular en el Norte. Seward sabía que Lincoln había enviado a Dan Sickles a recorrer el Sur, y que Sickles había dado buenos informes sobre Johnson, cuyo violento odio a los propietarios de esclavos inquietaba a Lincoln.
—Naturalmente, yo no debo demostrar ninguna preferencia —dijo Lincoln por centésima vez.
—¿Qué ocurre si la decisión final recae en Dickinson?
—He dado a Lamon una carta que sólo debe mostrar a los delegados si es absolutamente necesario. Pero creo que con Weed y Cameron lograremos que sea Johnson sin demasiada dificultad. —Lincoln rió—. Por supuesto, nunca se puede confiar en nada, ¿no es verdad? Nunca olvidaré que fui designado en una convención en la que dos terceras partes de los delegados querían al otro candidato.
—A mí.
—A usted.
Nicolay entró en la habitación y dio un despacho a Seward. Lincoln preguntó por Lamon, que dos días antes había caído de un coche y se había roto varias costillas.
—Acaba de tomar el tren a Baltimore —dijo Nicolay.
—Está hecho de hierro —dijo Lincoln—. ¿Cuándo se marcha usted?
—Esta noche, señor. Con Mr. Cameron. —Nicolay salió de la habitación.
Seward alzó la vista.
—De México —dijo, con los ojos brillantes, como siempre que pensaba en esa presa—. El emperador Maximiliano tiene problemas.
—No será uno de ellos la versión de la Doctrina Monroe del presidente Polk.
—Usted sabe que los radicales de Baltimore piensan hacer de México una cuestión fundamental. Primero, Maximiliano es un títere de Francia. Segundo, Francia está de parte de los rebeldes. Y usted conoce mi sueño…
—Los Estados Unidos, amos de todo el mundo. Desde el Polo Norte hasta el Polo Sur. Desde China hasta España. ¡Todo nuestro! —Lincoln rió—. Cuando se trata de territorio, gobernador, Yo soy mucho más modesto. Lo único que quiero es Richmond, a sólo cien kilómetros de distancia.
—Habría una forma de terminar gloriosamente esta guerra.
Seward no pudo resistirse a compartir con Lincoln su último sueño.
—Compramos los esclavos, como usted ha sugerido, y los establecemos, como usted ha sugerido, en América Central. Estoy seguro de que el Sur estará de acuerdo en esto si, unidos, volvemos a formar una gran nación y nuestros ejércitos combinados, al mando de Grant y de Lee, desbordan el Río Grande, barren México y expulsan a los franceses de este hemisferio, y luego avanzan sobre América Central y del Sur, expulsando también a los españoles y a los portugueses. ¿No sería una maraviliosa solución americana de todos nuestros problemas?
Lincoln sacudió la cabeza con fingida consternación.
—¿Y cómo hago para convencer a Sumner y a Ben Wade y a Zachary Chandler?
—¡Fusílelos! —dijo Seward, exuberante.
—Siempre que usted firme la orden, gobernador, y que yo pueda demostrar mi total incapacidad en ese momento…
Hay apareció en la puerta.
—Señor, quiere verlo algo que dice ser la delegación de Carolina del Sur. Debe de ser un engaño, señor.
—Que pasen, John. A mí no me engañarán.
Cuando la delegación, que incluía varios negros, entró en el despacho, Seward se marchó a través de la sala del gabinete. Hablaba con toda seriedad de su solución para la guerra. Además, había enviado un mensaje a Richrnond, y sabía que los más importantes círculos confederados estaban estudiando con igual seriedad su idea. Grant y Lee; y después el mundo.
El mayor John Hay ostentaba complacido su uniforme en casa de los Eames.
—No debo combatir con él —dijo—, pero me siento como si pudiera hacerlo. —Hay y Mr. Eames se encontraban en un rincón de la sala, donde había colgado un crudo retrato de Simón Bolívar: un recuerdo de Venezuela.
—Debe usted dejar que otros combatan —dijo Eames—. La verdadera guerra está aquí, en Washington.
—Ciertamente, es una especie de guerra —dijo Hay; y advirtió que el antiguo y quizá futuro guerrero Chase acababa de entrar.
—El presidente debe de estar satisfecho con lo que ha ocurrido en Baltimore. —Eames rara vez planteaba las preguntas como preguntas; así permitía diplomáticamente que la otra persona no respondiera si no lo deseaba.
—Oh, sí. Está muy complacido de que el gobernador Johnson sea su compañero. No está del todo contento con la plataforma íntegra, pero nadie se preocupa mucho de las plataformas. —Nicolay había regresado de la convención, aburrido y fatigado. Había dicho a Hay que nadie había descubierto la mano del presidente en la elección de Johnson. Cameron había arreglado las cosas con su habitual destreza. Missouri había votado por Grant; y luego había entregado el voto a Lincoln, que había sido elegido por unanimidad. Los discursos fueron tediosos pero, piadosamente, cortos; hubo menos bebida que de costumbre. Los detalles de último momento de la derrota de Grant en Cold Harbor habían enfriado, dijo Nicolay a Hay con una sonrisa, el ardor de sus admiradores. En los últimos días, el presidente había oído tantas serenatas en la Casa Blanca que había llegado a la conclusión de que nada era más cruento para un orador que agradecer una serenata con un discurso insípido.
—¿Qué noticias se saben del general Grant? —Esta vez, Mr. Eames hizo una pregunta directa.
Hay respondió también de modo directo.
—Se ha desplazado al sur y al oeste de Richmond. Espera apoderarse de Petersburg. Si lo hace, podrá separar la ciudad de Richmond del resto del Sur.
—Pero lo han atajado.
Hay asintió. El Tycoon había recibido la noticia bastante bien. Sin embargo, Hay observaba que cada día Grant le recordaba más a McClellan, que se había quedado atascado en el mismo sitio. Afortunadamente, Grant no había establecido su cuartel general en Harrison’s Landing, sino en City Point, un puerto minúsculo en la ribera sur del río James, a unos quince kilómetros de la sitiada Petersburg.
—Mientras Grant se quede allí, Lee tampoco podrá moverse, o perderá Richmond. Y entretanto, nuestros generales del Oeste se mueven hacia el Este —dijo Hay cuando advirtió que Chase se acercaba a Julia Ward Howe, la celebrada poetisa que estaba en la ciudad desde hacía algún tiempo y que solia dar elevadas conferencias sobre «trigonometría moral» y otros complejos ternas. La ciudad hablaba mucho de ella. Había adquirido fama nacional por poner nueva letra a una vieja canción de borrachos, a la que se le habían unido por breve tiempo los versos de «John Brown Body». Ahora John Brown había sido arrancado de la melodía y reemplazado por la exuberancia poética del «Himno de batalla de la república», de Mrs. Howe, que causaba algunas risas en los círculos literarios de Washington, donde la frase «los rocíos y humedades del atardecer» era particularmente festejada. A Hay le gustaba, en cambio, la obra del escandaloso Walt Whitman, que aún estaba en la ciudad y se dedicaba a atender jóvenes heridos en los hospitales y a escribir en los periódicos ocasionales ditirambos en que el excelente poeta Walt Whitman era muy alabado por el autor, el mismo Whitman. Hay solía ver en sus noches libres a los literatos de Washington como John Burroughs y William O’Connor, ambos empleados del Tesoro y amigos de Whitman, abominable para Chase.
Sin embargo, en ese momento Chase estaba muy complacido con la compañía de una poetisa a la que podía admirar sin reservas.
—Como sabía, Mrs. Howe —dijo a la mujer pequeña, de rostro redondo y un moño que parecía de pelo de ratón—, que tendría el honor de verla esta noche, me he tomado la libertad de traer el primero de sus libros de poemas, con la esperanza de que me escribiera su dedicace.
—Con gran placer, mi querido Mr. Chase. —Julia Ward Howe tornó el pequeño volumen que Chase le ofreció, y juntos se dirigieron hacia un escritorio donde ella unió su propio nombre y el de Chase en la portadilla de Flores de pasión—. Es curioso el afecto, frecuentemente inmerecido, que sentimos por nuestro primer esfuerzo —observó Mrs. Howe, mientras secaba enérgicamente los nombres y devolvía el libro a Chase, quien sintió la peculiar alegría de los coleccionistas cuando adquieren una pieza largamente anhelada.
—No debe usted pensar que su afecto por estos poemas es inmerecido. Mi hija Katie solía leerlos en nuestras tertulias literarias de Columbia.
—Su hija es una dama del renacimiento, Mr. Chase. Hay en ella algo de la misma reina Isabel. Sí, de Gloriana. Tiene todos los dones… ¡y también la voluntad! Lo que hace toda la diferencia es una voluntad implacable, como demuestro en mi ensayo «Igualdades»…
Se reunió con ellos el secretario asistente del Tesoro, Maunsell B. Field, un inestimable auxiliar de Chase. Field era una especie de exquisito y llevaba raya en medio, cosa que Chase no aprobaba. Pero la devoción de Field a su jefe era absoluta. Field estaba además muy familiarizado con el mundo de las bellas artes: era él quien había redecorado el despacho de Chase, diseñado el tan envidiado cuarto de baño de mármol y elegido el dibujo de las alfombras de Axminster. Cuando Chase estaba en Nueva York, Field se ocupaba de que conociese a la mejor sociedad. Field había conocido a todos los visitantes notables de los Estados Unidos, desde el barón Renfrew —alias el príncipe de Gales— hasta Jenny Lind. Es innecesario agregar que estaba en excelentes relaciones con Julia Ward Howe, y esa formidable señora no lo privó de su disertación sobre la naturaleza de la voluntad.
Mientras Mrs. Howe hablaba, Chase meditaba acerca del mismo tema. El tesorero asistente de NuevaYork, John J. cisco, hombre muy capaz, acababa de dimitir. Chase quería nombrar a Field, que anhelaba abrir las alas, por así decirlo, en la atmósfera, más brillante, de la metrópoli. Chase prefería que se quedara en Washington; pero era conveniente que hubiera un hombre leal en NuevaYork, en particular después de la defección de Hiram Barney, que apoyaba ahora a Lincoln, quien, con gran ingratitud, deseaba que Barney renunciara para apaciguara los elementos moderados del estado.
Al principio no había puesto objeciones al nombramiento de Field, pero había insistido en que los dos senadores por NuevaYork debían coincidir en la elección, por tratarse de un cargo de gran importancia para el estado. El senador Morgan y Chase mantuvieron varias reuniones. Chase había sido impecablemente generoso y conciliador. Había concordado en designar a la primera persona que Morgan eligiera; pero esa persona declinó el honor. Luego había concordado en aceptar la segunda propuesta, pero nuevamente fue declinado el honor. Entonces Chase había escrito a Lincoln proponiendo a Field. Lincoln respondió que no podía aceptar la designación sin «gran embarazo», porque el senador Morgan se oponía firmemente a ella. Y como los neoyorquinos habían presentado otros tres nombres, sin duda Chase podría elegir uno de ellos. Esa misma mañana, Chase había resuelto el problema, aunque sólo temporalmente, persuadiendo a Cisco de que permaneciese tres meses más en su puesto. Al mismo tiempo, había recibido una turbadora carta de Lincoln, que se negaba a discutir el problema personalmente con Chase, como éste había sugerido. Lincoln escribía que no veía el sentido de esa conversación por la misterios, razón de que «nadie sabe tan bien dónde le aprieta el zapato como quien lo usa». ¿Soy yo, se preguntaba Chase, el zapato que aprieta? ¿O lo son los elementos de Nueva York a quienes Lincoln quiere apaciguar?
A Chase no le gustó nada el tono de la carta. Lincoln decía claramente que Mr. Field no era la persona adecuada para un cargo que el senador Morgan deseaba convertir en un engranaje político; y lo que era peor, se negaba a estudiar un asunto tan importante directamente con el ministro implicado. Chase respondió con serena firmeza. Lamentaba haber sido la causa de un «gran embarazo». Pero si así era, y tanto desagradaba eso al presidente, renunciaría a su cargo con verdadero alivio. En realidad, si debía dejar su cargo, ése era el momento. Las finanzas nacionales eran menos satisfactorias que nunca. El precio del oro estaba por las nubes. Sólo se podía hacer frente al costo de la guerra con impuestos; y el Congreso no deseaba exigir los impuestos necesarios en un año de elecciones.
Julia Ward Howe explicaba ahora la Revolución francesa a Mr. Field, que parecía arrobado. Chase fingía escuchar pero su mente atendía a otros asuntos, entre los cuales se destacaba la selección del tipo y calidad del cuero con que haría encuadernar Flores de pasión.
En el otro extremo del salón, Mr. Eames decía a Hay que había leído sus poemas y consideraba que era un verdadero poeta.
—Cuando termine usted sus actuales tareas, debe dedicarse a la poesía. Cualquiera puede ser un hombre de acción. Pero Casi nadie es capaz de escribir una linea que perdure a través de la historia.
—No tengo semejantes dotes —dijo Hay, casi con absoluta sinceridad. Sabía que sus últimos poemas eran buenos; también sabía que tenía talento para la poesía cómica, y nunca una línea cómica había pasado de una generación a la siguiente, y menos aún había perdurado a través de la historia.
—No sabrá quién es usted verdaderamente hasta que empiece a vivir por su propia cuenta y, por supuesto, casado. Sí: debe casarse. —Como Mr. Eames era feliz en su matrimonio, insistía fervorosamente en este tema, sobre todo cuando hablaba con satisfechos jóvenes solteros—. En verdad, cuanto antes se acostumbra un hombre al matrimonio, tanto mejor es para él. Una demora excesiva… —Mr. Eames sacudió la cabeza ante el horror que aguardaba a todo aquel que se casara demasiado tarde. Como el Anciano, pensó Hay bruscamente, quizá con cierta deslealtad.
La mañana siguiente, el tema de la Casa Blanca era la deslealtad. A las nueve, el Tycoon hizo llamar a Hay. El Tycoon estaba ante su escritorio, releyendo una carta que acababa de escribir.
—¿A qué hora se reúne hoy el Senado? —preguntó, sin alzar la vista.
—A las once, señor.
—Quiero que esté usted allí cuando abran la tienda. —Lincoln levantó la mirada y sonrió—. Esta vez es un pez grande. Un salmón, literalmente. Mr. Chase ha renunciado por tercera o cuarta vez… He perdido la cuenta… Y he aceptado su renuncia. Ya no puedo aguantarlo más.
—Hay estaba atónito. Chase parecía a tal punto parte del paisaje de Washington que parecía imposible que pudiera desaparecer de un plumazo presidencial. Era como si ya no se viera por la ventana el monumento inconcluso a Washington.
—¿Es por el asunto Field?
—Sí.
—¿Quién sucederá a Mr. Chase?
—Dave Tod. Es un buen amigo, con una gran cabeza llena de sesos. Además es un demócrata de Douglas.
—¿Pero sabe algo de finanzas?
—Ha sido un buen gobernador de Ohio, y ha ganado una fortuna con sus negocios. Estoy dispuesto a confiar en él. —Lincoln dio a Hay el mensaje para el Senado. Luego colocó la carta de Chase en el casillero marcado con una «C»—. Supongo que, tarde o temprano, tenía que aceptar una de sus renuncias.
—¿Por qué ha aceptado ésta, señor?
—¿Cómo podíamos seguir trabajando juntos después de lo que ha ocurrido entre nosotros? Y el sentido de esta carta es, a mi juicio: «Se ha portado usted muy mal. Si no me dice que lo lamenta, y me pide que me quede; si no acepta que yo tengo la razón absoluta y usted ninguna, me voy». Pues bien, ahora se irá.
Hay dijo a Nicolay lo que ocurría. Nicolay movió la cabeza, incrédulo. Luego dijo con cierto pesimismo:
—Si tuviera dinero, hoy compraría oro.
Hay fue al Capitolio en el coche presidencial. A pesar de que era aún temprano, el sol calentaba; y con cada desganada inspiración de aire, Hay evocaba los fantasmas de los millones de gatos que habían dado la vida para que el canal pudiera exhalar su olor característico.
—Hay aguardó ante la puerta del Senado. Mientras el capellán invocaba al Todopoderoso, los senadores se abanicaban incesantemente. La galería estaba desierta. Cuando el capellán pronunció un estruendoso «Amén», John Forney se dirigió a Hay.
—¿Un mensaje del presidente?
Hay asintió y se lo entregó.
—¿Es urgente?
—Mire y vea.
Forney miró y vio; y silbó. Hay volvió deprisa al coche, para no quedar atrapado en el vendaval que pronto se abatiría sobre el Congreso.
Cuando el coche pasaba por la calle Siete, Hay vio a Aza dia; salía de la casa de una modista. Se quitó el sombrero para ocultar el rostro, pero era tarde. Azadia sonrió e hizo una reverencia. El agitó alegremente el sombrero. Sabía que ella sabía quién era él. ¿Hablaría? Quizá Mr. Eames tenía razón. Tal vez debía casarse. ¿Pero con quién? Después de todo, en ese momento John Hay era el joven más importante de Washington, si no se contaba al Príncipe de los Raíles, que estaba en I-Harvard. Pero cuando concluyera el primer mandato del Tycoon, John Hay no sería nadie. Nicolay y Hay habían dicho al presidente que, después de esos cuatro años, convenía que estrenara nuevos secretarios. El Tycoon se mostró entristecido, pero no afligido. También él comprendía que para hacer sus propias carreras debían comenzar pronto. Ambos pensaban editar periódicos en pueblos pequeños, entregarse a la política. El mayor Hay todavía estaba a tiempo de ver la guerra de cerca, y luego podría volver a Florida y escoltar a ese exótico estado, como representante, en su retorno a la Unión. No había logrado ser elegido, pero no estaba desalentado, y tampoco el Tycoon, quien pensaba que valía la pena un nuevo intento.
En Seis y E, Chase ayudaba a Sprague a escribir su respuesta, algo tardía, al ataque de Blair. Sprague había guardado silencio durante el furor que sucedió a dicho ataque. Ahora, el Cuatro de Julio, Sprague tornaría la palabra en el Senado y respondería a todos los cargos, incluso el formulado contra él por haber recibido de su suegro un permiso de comercio. Chase releyó, satisfecho, el resultado de la tarea común.
—Creo que es una buena defensa —dijo—. Pero —citó las Escrituras—: «Oh, ¿cómo tener visión más clara y más fe? ¡Qué firme es la Ciudad de Dios! ¡Qué desordenada es la Ciudad del Hombre!».
La única respuesta de Sprague fue:
—Hubiera querido tener aquí a Fred Ives. Podía escribir un discurso como nadie.
Chase estimó que eso no demostraba gran delicadeza, puesto que él había escrito la mayor parte de ese discurso en particular. Kate se reunió con ellos en el estudio.
—Padre, el coche está listo. ¿No tomarás el desayuno?
—No, prometí que lo tomaría con el general Schenk y el general Garfield. —Aunque Chase no veía con claridad sus rasgos, podía advertir que Kate estaba pálida y delgada. Desde el fracaso de la campaña presidencial, parecía remota e indiferente. Ahora la única esperanza era la convocatoria, todavía no oficial, de los verdaderos republicanos, para el mes de septiembre. Si Grant no estaba interesado en la candidatura en ese momento, habría un vigoroso movimiento republicano para reemplazar a Lincoln. Como siempre, Chase estaba dispuesto a cumplir con su deber.
El deber, con los generales Schenk y Garfield, se cumplió durante el desayuno en el National Hotel. Luego Chase fue a su despacho, donde encontró un mensaje del senador Fessenden. ¿Podía acudir de inmediato al Capitolio? Chase atravesó en su coche el calor africano, canturreando en voz baja el lamento por la ciudad de Sión mientras leía un informe de Fessenden acerca de la revocación de la llamada Ley del Oro.
Solo, Chase pasó por la rotonda, donde dos soldados ponían a prueba el famoso eco cantando una marcha guerrera. Chase aguardó a que lo reconocieran y estrechó manos a su alrededor. Luego, dado su carácter de exsenador, entró en la Cámara, donde se desarrollaba rutinariamente la labor cotidiana. Como se Pondrían a votación varias leyes financieras, su presencia era natural. Chase estrechó más manos y luego se retiró al salón anexo, Un espacio largo y angosto donde se hacía realmente el trabajo del Senado, en cómodos sillones de cuero.
Un senador de Vermont acorraló a Chase.
—Fessenden todavía no ha llegado. No puedo hablar por él, naturalmente; pero estoy contra cualquier aumento de los impuestos. El pueblo no lo tolerará.
Mientras Chase hablaba en tono tranquilizador de la recesidad de los impuestos en tiempos de guerra, apareció Fessenden, que se unió a ellos. Pero antes de que pudiera empezar a hablar de la Ley del Oro, un mensajero se acercó y le dijo:
—Lo llaman a la Cámara, señor.
Fessenden se marchó, como el senador de Vermont. El mensajero miró a Chase con curiosidad. Luego preguntó:
—Señor, ¿ha renunciado usted?
Chase se asombró tanto que balbuceó y ceceó a la vez.
—He… He enviado, sí, mi dimisión. Pero no he tenido noticia de que fuera aceptada…
—Ha sido aceptada. Siento decírselo, señor. El presidente ya ha enviado al Senado el nombre del nuevo secretario del Tesoro.
—Y… y… —La humillación de Chase era completa. Se veía obligado a preguntar el nombre del sucesor a un mensajero del Senado—. ¿Qué nombre ha propuesto el presidente?
—El del gobernador Tod, señor. Lo siento mucho, señor.
—Un hombre distinguido y honorable —dijo Chase, a pesar del golpe recibido—. Y, por supuesto, un demócrata.
Había, en el suntuoso despacho del Tesoro, que pronto quedaría vacío, un pánico apenas contenido. Field se retorcía literalmente las manos, algo que Chase sólo había leído en los libros.
—¡Es una calamidad, Mr. Chase! ¡Y yo he sido la causa! —Chase estaba de acuerdo con el sentimiento y el análisis; pero decidió sobreponerse a la mera emoción.
—Mis días estaban contados desde que, en la convención de Baltimore, dejé de ser útil al presidente. —Luego, Chase leyó la carta de Lincoln: «La carta de renuncia al cargo de secretario del Tesoro que me envió ayer ha sido aceptada». Chase sintió que se desvanecía. ¿Era posible que finalmente esas terribles palabras vieran delante de sus ojos, escritas despiadadamente en esa estu letra tan familiar? «No puedo desdecirme de nada que haya dicho nunca alabando su capacidad y su fidelidad; pero usted y yo hemos llegado a un punto tal de dificultad en nuestra relación oficial que ya no parece posible superarlo dentro de las exigencias del servicio público». Era todo. Como se había negado a permitir que el Tesoro fuera parte del sistema de expoliación de los políticos de Nueva York, ahora era sacrificado. Chase escribid a Stanton, su único aliado, una nota en que expresaba su deseo de que no renunciara él también por solidaridad; lo que significaba, desde luego, que eso esperaba.
En la Casa Blanca, Washburne estaba al borde de la apoplejía.
—¡No podías aceptar su renuncia en peor momento! —Washborne recorría la habitación y agitaba los brazos, mientras el presidente permanecía mansamente sentado ante su escritorio—. No hay un programa de impuestos. La moneda se hunde. Un secretario del Tesoro debe saber hoy cómo reunir cien millones de dólares por mes; y Chase lo sabía. Grant se ha convertido en McClellan, y ruego que eso sea pasajero. Todas las noticias de la guerra son malas, y los jacobinos amenazan con una convención en septiembre para proponer su propio candidato, que será Chase.
Washburne tenía bastante más que decir; y lo dijo. Luego Hay anunció la presencia de toda la comisión de finanzas del Senado en la sala del gabinete. Desde las once de esa mañana, Hay había decidido que el Tycoon había cometido un grave error al permitir que Chase se marchara en un momento en que la economía nacional estaba en completo desorden y en que, aseguraba Washburne, su vacilante partido de la Unión podía fácilmente partirse en dos y permitir así la victoria del demócrata McClellan.
Finalmente Lincoln se puso de pie.
—No temas, hermano Washburne. Todo será para bien, creeme. Acabo de ver en la sala de espera a nuestro amigo HooPer. Yo no tendré hoy la oportunidad de hablar con el diputado Hooper, pero sé que tiene buena relación con Chase y contigo. Dile, por favor, que le agradecería que viera esta tarde a Chase; y le asegurara que mi estima por él sigue incólume a pesar de nuestras… embarazosas dificultades. —Lincoln sonrió—. También le dirá que yo recuerdo claramente una conversación con Chase en que él afirmó que el único otro cargo deseable para él en este mundo era el de juez supremo; y que, si muriera Mr. Taney, yo nombraría a Mr. Chase.
—El enfado de Washburne con Lincoln se disipó súbitamente.
—¿Lo harías?
Lincoln asintió.
—Si él piensa que lo designarás juez supremo, no me parece que haya muchas probabilidades de que compita contigo por la presidencia este año.
—Yo diría que ninguna. Entonces, ve a hablar con Mr. Hooper mientras yo escucho a los senadores que vienen a explicarme mi trabajo. —Lincoln abrió la puerta de la sala del gabinete. Washburne oyó los saludos y el ruido de los hombres que se ponían de pie. Luego buscó en la atestada sala de espera a Mr. Hooper, y empezó a tender las redes necesarias para atrapar a Salmon Portland Chase.
Si el Tycoon había cometido un error al permitir que Chase escapara del Tesoro en un momento desesperado de las finanzas del país, ciertamente no demostró la menor inquietud ante los cinco senadores de la comisión de finanzas. Fessenden estaba consternado.
—No puedo imaginar un momento peor —dijo, como un eco de Washburne— para dejar que se fuera. —La cara dura y fina, con los ojos poco afectuosos de Hay, la de una cabra mal parecía alimentada—. La Ley del Oro está en el Congreso. Y hay también varias propuestas comerciales e impositivas. Necesitamos el sabio consejo de Mr. Chase.
—Lo sé —dijo Lincoln cordialmente—, y estoy seguro de que él no los privará de ese consejo.
—Pero, como secretario del Tesoro, hubiera podido resolver nuestros problemas. Y usted lo ha dejado ir. —El senador Connes miró, iracundo, al presidente.
El Tycoon abrió ampliamente los brazos, como para demostrar que no tenía nada oculto en las mangas.
—¿Cómo podía impedirlo? Ésta fue la tercera o cuarta renuncia.
—Debería haber apelado usted a su patriotismo —dijo Fessenden.
—¿Debería? —dijo Lincoln, irónico—. Es deplorable que no los tenga a mi lado cuando los necesito, para que me digan qué debería hacer. Pero sea como sea, he elegido al gobernador Tod. Y ustedes tienen ahora la responsabilidad y la obligación de aprobar su capacidad.
Hubo una confusa conversación acerca de los méritos del gobernador Tod. Era evidente para Hay que la comisión no se atrevía a rechazar a un político tan poderoso, pero que Fessenden estaba disgustado. El Tycoon concluyó la reunión anunciando que no podía retirar el nombramiento de Tod.
Pero por la tarde Tod respondió por telégrafo que no podía aceptar el cargo a causa de su mala salud.
—Bueno, esto es inesperado —dijo el Tycoon, con preocupación.
Hay estaba ansioso.
—Creo que el Senado tiene hoy sesión nocturna, y se me ocurre que podrían rechazar a Tod. ¿No cree usted que yo debería…?
—Sí —dijo el presidente.
En el sector del Capitolio donde estaba el Senado resplandecían las lámparas de gas; en muchos rostros de senadores resplandecía el alcohol. Pero Fessenden, vestido de color verde parecía tan frío y austero como Robespierre.
—El gobernador Tod ha declinado el cargo. El presidente estima que usted debe saberlo.
—Eso demuestra que el gobernador no carece de buen sentido. ¿Quién es el próximo de la lista?
—No lo sé, señor.
A la mañana siguiente, a las diez y media, Fessenden estaba en el despacho de Hay cuando un ujier susurró a Hay que el presidente lo llamaba.
Hay encontró al Tycoon de excelente humor. La partida de Chase lo había rejuvenecido. El presidente entregó un sobre a Hay.
—Lleve el nuevo nombre al Senado, John. Creo que por una vez se sentirán complacidos.
—¿Quién es, señor?
—Fessenden. —Hay se sorprendió.
—Está justamente ahora en mi despacho.
—Qué oportuna coincidencia, ¿no es verdad? Me parece una elección inspirada, aunque sea yo mismo quien lo diga. Preside la comisión de finanzas. Conoce el problema. Es un radical, pero sin la petulancia y el divisionismo vicioso que caracterizan a la mayoría. Además, le costará conseguir que lo reelijan en Maine si Mr. Hamlin decide volver al Senado. —El Tycoon estaba verdaderamente encantado consigo mismo; y Hay pensó que tenía todas las razones para ello, si Fessenden aceptaba.
—Puede pasar, senador —dijo Hay al digno yanqui, que no tenía la menor idea de lo que le depararía el destino.
En Seis y E, se habían colocado fundas sobre los muebles, Y des baúles ocupaban parte del vestíbulo donde había brillado todo lo que brillaba en Washington. Kate se movía como un fantasma por las habitaciones calientes y polvorientas. Como Sprague había dejado de beber, por el momento, tendía a la hosquedad. Kate hubiera preferido una rápida retirada a Europa, pero Sprague pensaba que debían ir a Newport, Rhode Island, ahora que el Congreso había iniciado el receso. El discurso de Sprague en defensa de Chase había tenido gran éxito, aunque algo empañado por el hecho de que Chase había dejado de ser secretario del Tesoro cinco días antes. De todos modos, como Sprague preveía un cambio en las leyes referentes a la compra de algodón sureño, no se atrevía a marcharse al extranjero. Kate cedió más bien por debilidad física que moral.
El mundo se había tornado irreal, pensaba Chase, mientras iba entre los muebles enfundados hacia su estudio, donde lo esperaba el senador Sumner. Había pocos visitantes esos días. Sólo Stanton lamentaba, en el gabinete, que Chase se hubiera marchado, que hubiera sido borrado, por así decirlo, del poder y quizás incluso de los vetustos anales de la historia. Los demás ministros habían respondido con indecente júbilo. Pomeroy y Garfield seguían siendo leales; y Sumner, cuyo guardaespaldas se mantenía justamente fuera del alcance de la voz, en la antesala.
—¡Oh, amigo mío, amigo mío! —Sumner parecía tener lágrimas en los ojos.
—Este asunto ha terminado —dijo Chase, aspirando a la dignidad y la brevedad romanas. Por una vez, las eses eran eses y no zetas.
—¿Ha estado con Fessenden?
Chase asintió.
—Estoy haciendo todo lo posible para ayudarle. Creo que será capaz. Los dos pensamos que el pueblo americano se rebelaría si se le exigiera un impuesto a la renta superior al diez por ciento, y respetará esta norma tanto como lo he hecho yo mismo. Sumner asintió.
—¿Y adónde irá usted ahora?
—Adonde nací. A las Montañas Blancas de Nueva Hampshire. Tengo necesidad de pensar…
—Mientras se recupera, aquí trabajaremos para usted. Existe un plan para convocar una nueva convención a fines de septiembre. Y entonces… —Sumner aplaudió.
Pero Chase estaba desgarrado por la indecisión. Como verdadero candidato republicano a la presidencia, podría destruir a Lincoln. Pero ¿no lo destruiría a él McClellan, inutilizando además toda la obra realizada por los abolicionistas? Por supuesto, si no hacía nada, sería probablemente juez supremo. Pero ¿estaba bien no hacer nada para impedir la reelección de un presidente cuya estúpida idea de establecer a los negros fuera de Norteamérica no sólo era inmoral sino capaz de destrozar la economía nacional? ¿Estaba bien no oponerse a un presidente prosureño, que esa misma semana se había negado a aprobar la Ley de Reconstrucción, opuesta a la amnistía de los rebeldes? ¿Estaba bien dejar que Lincoln permitiera a los estados rebeldes, derrotados en la guerra, retornar a la Unión como si nada hubiera pasado, continuando o perdonando la esclavitud?
Chase imploró en silencio al Señor de los Ejércitos que le enviara un signo; lo único que percibió fue una analogía histórica del senador Sumner.
—De todos los gobernantes recientes que recuerdo, a quien más se parece Lincoln es a Luis XVI. La tormenta lo rodea Por todas partes, pero él no hace nada.
—Yo nunca lo había comparado con Luis XVI, pero es muy cierto que cuando dice, como suele, «mi política es no tener política», o «yo no gobierno los acontecimientos; los acontecimientos me gobiernan», realmente se parece a ese… monarca sin cabeza.
—Así como usted se parece al brillante ministro de Finanzas del rey, Necker. Y yo presiento que Lincoln tendrá que llamarlo de nuevo, como fue llamado Necker.
—Si Lincoln fuera rey, no diría que no —dijo Chase—. Pero no es un rey, sino un político. Y yo me he ido para siempre.