Elihu B. Washburne no fue elegido presidente de la Cámara de Representantes, a pesar de la secreta ayuda de Lincoln. Un opositor a Lincoln, Schuyler Colfax, un hombre sonriente de honestidad imperfecta, obtuvo el cargo; y Washburne hizo todo lo posible por mostrarse filosófico, como convenía a un estadista. Apenas perdió, él mismo incluyó el nombre de Colfax en la votación final, que fue, así, unánime. Había ahora mucho que hacer, y varios miembros nuevos que ayudarían; entre ellos, un elocuente periodista de Maine llamado James G. Blaine y el mayor general James A. Garfield, el héroe —o un héroe— de la batalla de Chickamauga.
Pero el centro de la atención fue, en el Congreso, la llegada del mayor general Frank Blair, junior, el 12 de enero. A consecuencia de los esfuerzos de Stanton en el Departamento de Guerra, y de Thaddeus Stevens en la Cámara, Frank Blair había dejado de ser general, pero era aún miembro del Parlamento. Alto y delgado, con barba y bigote pelirrojos, Blair hizo una dramática entrada en la Cámara, mientras la galería estallaba en aplausos y Garfield apartaba la vista. Blair vestía aún de uniforme, en tanto que Garfield llevaba el traje negro de los hombres de Estado. La sesión se interrumpió durante diez minutos. Blair felicitó al nuevo presidente de la Cámara, quien dio la bienvenida a Blair, así como varios representantes de los estados de frontera. Los demás abrieron sus periódicos o se ocuparon de su correspondencia sobre sus mesas de roble. Thaddeus Stevens se marchó, cojeando, para no ver el triunfo de Blair, por perecedero que fuese.
Washburne acompañó a Blair hasta uno de los sofás que rodeaban el recinto semicircular. Mientras se reanudaba la sesión, Washburne empezó a trabajar para el presidente. Lincoln conocía bien la capacidad de los Blair para dividir a los demás. Como presidente de la Cámara, Blair le habría sido muy útil a Lincoln; ya que no lo era, mejor sería que volviera al ejército. De todos los generales políticos, era el único que había inspirado cierta admiración a Grant y a Sherman, los dos soldados profesionales que ahora se destacaban por encima de todos los demás.
—No hay nada que temer de Grant —dijo Blair, estirando ostentosamente sus piernas y sus botas sobre la nueva alfombra de la Cámara. Washburne advirtió que Blair no se había quitado las espuelas, y que éstas hacían agujeritos en la alfombra.
—¿Temer? —Washburne fingió no saber de qué hablaba Blair. En realidad, casi no pasaba un día sin que la prensa y los políticos interrogaran a Washburne, representante del estado de Grant, si el general no aspiraba a la presidencia. Ciertamente, si Grant fuera el candidato republicano, derrotaría a McClellan. Pero, como Washburne se complacía en recordar a los radicales, Grant era demócrata y había apoyado a Douglas. Mucha gente pensaba que si Grant se oponía a McClellan en la convención demócrata, ganaría. Lincoln también lo pensaba. Y también que Grant podía lograr, si lo deseaba, la nominación republicana. Lincoln creía que probablemente perdería en cualquier confrontación con Grant. En esos momentos, la prensa ensalzaba la figura de Grant, que no había hecho comentario alguno.
—Sólo quiere pelear. Lo último que se propone Grant es ser un político. —Blair era muy concreto. Siempre era muy concreto.
—Me cuesta creerlo —dijo Washburne. El Congreso empezaba a llenarse de generales; pero la guerra no había terminado, ni mucho menos. Y Washburne muchas veces se sentía un impostor cuando se hablaba de Grant. Por ser representante de su estado, todos lo consideraban una autoridad en el terna; y lo cierto es que apenas conocía al general. Afortunadamente, al comienzo de la guerra, lo había propuesto como brigadier general, simplemente porque era graduado de West Point y porque vivía, casualmente, en Galena, la ciudad natal de Washburne. Grant había estado siempre agradecido a su diputado, y aún lo estaba. Poco antes, a petición de Lincoln, Washburne había convocado a un amigo de Galena que tenía estrecha relación con el general. El amigo había informado al presidente que Grant apoyaría su reelección. Lincoln había sentido alivio. Pero el New York Herald continuaba su campaña por «el candidato del pueblo, Ulysses S. Grant».
—¿Qué desea el presidente que yo haga? —preguntó Blair.
—Eso depende de usted —respondió, con tacto, Washburne.
—Creo —dijo Blair— que debería volver al ejército, si Stanton me lo permite. Me han dicho que hay una nueva ley, y que he perdido mi rango militar sólo por venir aquí hoy.
—Es verdad. Pero el presidente está dispuesto a darle un nuevo nombramiento cuando usted lo desee, de modo que podrá volver a su unidad.
—¿Lo hará? —Blair miró con dureza a Washburne. Washburne asintió.
—Hablo en nombre de Mr. Lincoln.
Blair quedó satisfecho.
—Entonces trabajaré aquí un poco; y volveré. Supongo que darán a Grant el mando del Este.
—No lo sé. Sé que el presidente quiere darle el mando de todos nuestros ejércitos.
—¿Y el Viejo Cerebro?
—Servirá a las órdenes de Grant.
Blair silbó.
—Habrá problemas. ¿Y Meade?
—Supongo que el presidente deseará que Grant mande directamente el ejército del Potomac, que está inmóvil, como de costumbre.
—Grant quiere quedarse en el Oeste. Usted conoce su plan. Golpear en Atlanta y Savannah. Y después avanzar hacia el norte, hacia Richmond.
—Sherman puede ocuparse de eso mientras Grant ataca a Lee en Virginia. Pero ignoro qué decidirá el Departamento de Guerra. —Washburne se volvió hacia Blair, que miraba ahora fijamente la parte posterior de la peluca de Stevens: su dueño había retornado a su escaño—. Todos sentimos gran curiosidad acerca de una cosa. ¿Por qué Grant no telegrafió a Stanton la conquista de Vicksburg? ¿Por qué debimos esperar tres días para enterarnos, y eso por medio de un almirante?
Blair sonrió.
—Porque los cables entre el cuartel general de Grant y Washington estaban cortados.
—No era dificil reparar los cables, particularmente después de la dispersión de los rebeldes.
—Pero Mr. Washburne, ¿no sabe cómo somos en el Oeste? No fueron los rebeldes quienes cortaron los cables a Washington: fue el general Grant.
Washburne estaba estupefacto.
—¿Grant…?
—Sí, por supuesto. Como jamás sabemos qué órdenes absurdas pueden enviarnos Stanton, Halleck, o el Viejo Abe, bendito sea, cada vez que hay un combate importante, como el de Vicksburg, Grant corta todas las comunicaciones hasta que termina.
—No se lo diga al presidente —pidió Washburne.
—Oh, se lo diré, o se lo dirá Grant. El que no debe saberlo nunca es Stanton. Nos fusilaría a todos.
Más tarde, Washburne habló del tema principal.
—Su discurso en St. Louis el otoño pasado causó alguna sensación aquí, como sabrá usted.
—Ataqué de frente la cuestión de los negros. —Blair parecía sombríamente satisfecho consigo mismo; una expresión habitual, pensó Washburne, que siempre trataba con los Blair, en singular o en plural, como con un tonel de dinamita que rezuma nitroglicerina un día caliente de verano—. El problema no es la esclavitud, que ya se está acabando, y se habría acabado igual sin la guerra. El problema es que los negros deben salir del país.
—Por supuesto —dijo Washburne, que no tenía mucho interés en los puntos de vista raciales de Blair—. Pero causó sensación, como el discurso de su hermano Monty cuando habló en Rockville durante las elecciones. —Montgomery Blair había ampliado las observaciones de su hermano. También él pensaba que la colonización era la única solución del problema racial. Había denunciado a Sumner y a todos los abolicionistas, que se oponían a la expulsión de la población de color, pintando un cuadro horrendo de un país de híbridos mulatos si el Norte no hacía causa común con los sureños blancos leales y castigaba sólo a los esclavistas y a los turbulentos políticos sediciosos. «No ha cometido traición ningún estado», dijo Monty Blair, repitiendo lo que decía Lincoln en privado, «sino los individuos que utilizaron los estados e intentaron desmembrar el gobierno».
—Yo sé que nosotros somos los portavoces del presidente —dijo Blair— y casi nadie, aparte de nosotros, se atreve a oponerse a Sumner, a Greeley y a los demás.
—Pero ustedes sí. Usted sí. —Washburne empezó a calafatear, por así decirlo, el tonel de dinamita—. Creo que muchas perronasnas hallaron interesantes sus sospechas acerca de ciertos agentes del Tesoro de Missouri…
—¿Sospechas? Tengo pruebas, Mr. Washburne. Están hundidos en la corrupción hasta los ojos. Y también el mismo Chase, que vende permisos para comerciar con el enemigo.
—Es muy interesante —dijo rápidamente Washburne, porque la dinamita ya estaba lista para su uso controlado lo que pueda decir usted de Mr. Chase. Quizá con mayor precisión. Y así se encendió la mecha.
Chase miró a su alrededor el despacho amueblado a medias y se sintió a medias complacido. La alfombra gris perla de sus primeros días como ministro, cubierta de escupitajos de tabaco de mascar desde hacía tiempo, había sido eliminada. Ahora un flamante suelo de baldosas de mármol esperaba una alfombra de Axminster, que se estaba tejiendo especialmente. Aunque los muebles de madera de teca, restaurados, estaban todavía en su sitio, un ebanista de Filadelfia, muy ensalzado por Jay Cooke, estaba construyendo un mobiliario nuevo, dorado. A juicio de Chase, lo más satisfactorio era el recién terminado cuarto de baño de mármol adyacente al despacho. Era único en Washington por su belleza y utilidad, y muy envidiado por la primera dama, que solía aludir a él; con eufemismos, naturalmente, porque no se trataba de un tema del que se pudiera hablar.
El joven periodista y corresponsal de guerra de Ohio, Whitelaw Reid, estaba sentado en el sofá debajo del retrato de Hamilton, con un ejemplar del elegante libro de Chase, Volvamos a votar en la mano. Durante cierto tiempo Reid había estado colaborando con Chase en sus discursos. Cuando Chase hizo su gira triunfal por el Oeste, en octubre, en representación oficial del Partido republicano, Reid lo acompañó para escribir artículos que hablaban del estadista en los más elevados términos, yclel hombre en los más hogareños y atractivos.
Reid describía la forma cariñosa en que la muchedumbre aclamaba a Chase como el «Viejo Dólares», nombre que le parecía mucho más interesante y sonoro que «Viejo Abe». Para competir con la imagen, elaborada con astucia, del «Viejo Abe, el peón de raíles», un tal John T. Trowbridge había escrito otro libro sobre Chase: los conspiradores jamás usaban la peligrosa expresión «biografia para la campaña». Como a los doce años, y en más de una ocasión, Chase había llevado pasajeros en bote de una margen a otra del río Cuyahoga, Trowbridge había tenido la inspirada idea de combatir la imagen del peón de raíles con la de ese niño humil de que trabajaba duramente. El resultado estaba ahora sobre el escritorio de Chase. El libro, titulado El chico del bote y el financiero, ponía algo incómodo a Chase. Aunque él nunca mentía, prefería decir de la verdad sólo aquello que era útil. ¿Podía competir su ocupación de unos días a los doce años con el trabajo de Lincoln en la construcción de los ferrocarriles, en gran medida mítico pero adulto? Se había hablado mucho, y se hablaría, de que, entre todos los presidentes, sólo Lincoln había trabajado con las manos para ganarse la vida cuando ya era un hombre. Pero la obra de Trowbridge estaba impresa; y no se podía alterar.
El senador Pomeroy de Kansas ocupaba una silla al lado del escritorio del secretario. Pomeroy encabezaba la comisión, hasta ese momento secreta, que debía hacer de Chase el candidato republicano. Se decía que formaban parte de ella, además, los senadores Sumner, Wade, Sherman y Sprague, y el diputado Garfield; entre los grandes directores de periódicos de la nación, Horace Greeley apoyaba a Chase, en tanto que el abolicionista William Cullen Bryant no lo hacía.
—Mr. Greeley piensa que con Hiram Barney en la Aduana tendrá usted toda la delegación de NuevaYork. Le parece fácil. —Roy era una criatura escurridiza que a Chase no le gustaba nada. Se creía que había obtenido su escaño en el Senado mediante la corrupción. Pero era un espléndido organizador político, según sumner y Wade. Chase no pensaba decir a Pomeroy o a Greeley que Hiram Barney, designado por él, favorecía ahora a Lincoln.
—Nada es fácil, senador —dijo Chase, volviendo a su silla.
—Mr. Lincoln piensa lo mismo. Está preocupado por usted y por Grant. Le ha dicho a un amigo mío que si «los elementos adversos del partido», en sus palabras textuales, «concordaran en un solo candidato», él sería derrotado. Pues bien: Grant no es candidato, y usted…
—No, no. Yo no soy, en el sentido ordinario, un candidato…
—Está bien. Está bien —interrumpió Pomeroy—. Sea como fuere, estamos tratando de reunir a los elementos adversos, que son prácticamente todos. Y yo creo que deberíamos obrar como sugiere el panfleto de Sherman, La próxima elección presidencial…
—Ha sido muy criticado por enviarlo aprovechando su franquicia postal —dijo Chase, contemplando su propio rostro que le miraba, con toda su seducción, desde las páginas de El chico del bote y el financiero.
—Es verdad, y no le importó un comino, si usted me permite. Pero escribía contra Lincoln, y no a favor de usted. Nuestra comisión piensa hacer algo de mayor peso, exponiendo sus puntos de vista, Mr. Chase. Y después dejaríamos, por así decirlo, que se filtrara a la prensa.
—Por supuesto, no quiero verlo por anticipado —dijo Chase— yo soy todavía miembro de la administración. Pero creo, y lo diré francamente en cualquier sitio y en cualquier momento, que se debería respetar la norma de estos últimos treinta años. Ningún presidente debería servir dos mandatos.
—Me comprometeré a ser un presidente de un solo mandato.
—Eso será muy admirado, señor —dijo Whitelaw Reid.
Un empleado abrió la puerta y anunció a Mr. Henry Cooke. Henry D. recorrió con la mirada a los presentes. Cuando vio que sólo había personas leales, dijo:
—Pues bien, Frank Blair ha hecho su jugada.
—¿Cuál? —preguntó Pomeroy.
—Acaba de pedir una investigación en el Departamento del Tesoro. Quiere que una comisión de cinco miembros investigue una supuesta lista de delitos y sospechas de delitos cometidos por funcionarios del Tesoro y por… —Sin aguardar a que lo invitaran, Henry D. se sentó en el sofá junto a Reid.
—¿Por mí? —Chase estaba complacido de su propia frialdad ante lo que era, después de todo, una descarga de fusilería tan real como la que podía afrontar cualquier soldado.
—Por usted, señor —dijo Henry D.
—¿Qué se supone que he hecho? —Chase trató de recordar un pasaje apropiado de las epístolas de san Pablo a los Efesios, pero no lo halló.
—Estoy seguro de que Frank habrá sido muy poco concreto —dijo Pomeroy, que había soportado varias acusaciones parecidas, aunque, contrariamente a Chase, como la parte culpable.
—Sí, acerca de los detalles. Pero dice que tiene motivos para pensar que usted ha dado, o vendido, permisos para comerciar con el enemigo, secreta e ilegalmente, a varios hombres de negocios; y que si esto se prueba y el enemigo ha recibido ayuda, debe ser usted impugnado y juzgado por traición.
Chase sintió, por un instante, que iba a desvanecerse de furia. Luego intentó consolarse con la maravillosa ironía de la situación. En algún momento podía haber llegado al límite de la corrección; pero jamás lo había transgredido. En cuanto a los permisos de comercio, su conducta había sido impecable, como podía atestiguar, amargamente, su yerno.
—Creo —dijo Chase, enfocando su furia— que es indispensable ahora destruir a Mr. Frank Blair, unior, y a toda su infernal familia, de una vez por todas. —Chase tocó la campanilla para llamar a su secretario. Cuando el hombre apareció, le dijo—: Tráigame el archivo especial de Frank Blair, el de Vicksburg y el especial de Montgomery Blair. —El secretario desapareció. Chase se dirigió a Pomeroy—: Nos ocuparemos de que el general Blair sea acusado de defraudar al gobierno en Vicksburg. También investigaré, uno por uno, a sus dudosos socios de Missouri. En cuanto a Montgomery Blair…
Pomeroy alzó la mano.
—Refrenemos los caballos. Estoy de acuerdo, Mr. Chase, con que prepare usted toda la munición que pueda. Pero no la usemos todavía. Mantengamos la pólvora seca. —Pomeroy se volvió hacia Henry D.—. ¿Dice usted que Blair ha pedido una comisión investigadora?
—Si, senador. Todavía no se ha votado. Pero…
Pomeroy sonrió.
—Si no ha habido votación, es asunto terminado. —Se dirigió a Chase—. En privado, el presidente de la Cámara se opone a la reelección, y lo apoya a usted. Públicamente desaprueba a los Blair, ¿quién no? Entre el presidente de la Cámara y el general Garfield lograrán que nunca haya una investigación. Puede considerar usted que esa resolución está muerta. Sé cuántos votos tendremos. Unos setenta y algo a su favor contra aproximadamente sesenta.
—En cierto sentido, Chase sintió alivio. Pero, en otro…
—¿Qué impresión tendrá el pueblo si mis amigos bloquean una investigación en mi departamento?
—Ninguna, Mr. Chase. Como el viento de ayer sobre una pradera desierta.
—Sería bueno que se desestimaran los cargos… —empezó.
—Pero no que se estudie el asunto de los permisos de comercio —terminó Henry D.—. Usted no ha hecho nada ilegal, Mr. Chase. Pero nosotros nos hemos ocupado de que, en general, recibieran esos permisos únicamente personas que apoyan con lealtad su candidatura. Eso es lo que Blair espera revelar, por lo menos.
—Estoy de acuerdo —dijo Pomeroy—. No parecería bien, aun que ayudar a los amigos no tiene nada de ilegal. —Pomeroy estaba de pie—. Empezaré a hacer circular nuestros puntos de vista. —Sostenía en la mano el manuscrito como si fuera Excalibur.
A juicio de Chase, el panfleto estaba muy bien hecho: era obra de un periodista de NuevaYork llamado Winchell. Planteaba con dignidad y solidez el ataque contra la reelección de Lincoln. Primero, Lincoln perdería ante las combinaciones demócratas. McClellan sería un candidato formidable. Si Grant entraba en liza como demócrata, no cabía dudar del resultado. Segundo, otro período de vacilaciones podía llevar al país a la bancarrota, mientras la guerra se arrastraba. Tercero, el nepotismo estaba fuera de control; sólo las presidencias de un único mandato podían resolver este problema. Chase dudaba un poco de la eficacia de este argumento, puesto que él mismo había aumentado la cantidad de personal de su secretaría más que cualquier otro ministro, incluso el de Guerra. Pero sus partidarios pensaban que sonaba bien. Cuarto, Chase era el mejor hombre, el mejor administrador, el más puro en el manejo de los asuntos públicos. Chase suscribía sin reservas esa estimación de él mismo; y por eso las acusaciones de los Blair eran tanto más irritantes y peligrosas. Quinto, cuanto más trataran los partidarios de Lincoln de apoyar su reelección, tanta más oposición habría, dado el escaso éxito de su administración. Por todos estos motivos, los partidarios de Chase habían creado una organización nacional, con una Comisión Nacional Ejecutiva Republicana establecida en Washington, cuyo presidente era el senador Pomeroy.
—Enviaré esta circular a todos los rincones del país —dijo Pomeroy.
—Trate de que llegue rápidamente a Pennsylvania —dijo Henry D. Cooke—. Mi hermano me ha dicho que Simon Carneron está solicitando adhesiones a Lincoln a todos los miembros republicanos de la legislatura, que él domina.
—¿No está trabajando para nosotros Thaddeus Stevens? —Ese hombre irritable e irritante, pero absolutamente honesto, había gurado que podía proporcionar a Chase el apoyo de ase Pennsylvania.
—Desde que Mr. Stevens se negó a decir que Mr. Cameron no era capaz de robar una estufa al rojo, hay guerra entre ambos.
Chase recordó la noche en que había encontrado una elegante salida del gabinete para Cameron. Pero la perfidia de los hombres ya no le sorprendía.
—Hubiera creído que Mr. Cameron aún estaba enfadado con el presidente por retirarlo del gabinete.
—Está convencido —dijo Henry D— de que se debió a usted y a Seward.
—¡No volveré a hacer una buena acción! —exclamó Chase.
—Volverá, volverá, Mr. Chase —dijo Pomeroy desde la puerta. Agitaba en alto la circular. Ahora, como una antorcha que alumbrara el camino de la historia—. Y como presidente.
Seward y su hijo leían la circular con incredulidad. En el National se publicaba el texto completo.
—Tendrá que renunciar —dijo Fred Seward.
—Pero no lo hará —dijo su padre, mientras encendía con manos temblorosas el primer cigarro del día. Las ruinas del desayuno estaban delante de él, pensó, como Troya. Sopló el humo sobre la corteza del jamón: era Ulises.
—Quizá no lo sabía —dijo Fred.
—Oh, los políticos nunca saben nada. Pero no comprendo la razón. Cameron ya nos ha dado Pennsylvania. Sprague no puede persuadir siquiera a Rhode Island; y Ohio, el estado de Chase, no es seguro. Por supuesto, siempre está Horace Greeley. Amén.
—Amén —dijo Fred, como correspondía.
Seward fue directamente a la Casa Blanca, y Fred al Departamento de Guerra. Como siempre, tuvieron que trepar por encima de los bloques de mármol y las láminas de hierro destinadas al nuevo anexo del Tesoro. Enfrente se levantaba, en toda su flamante gloria de mármol blanco, el banco de Jay, Cooke & Company, separado del Tesoro por la avenida de Pennsylvania, por cuyo centro de barro a medias helado rodaban estrepitosamente los tranvías de la Washington Horse-Car Company, financiada por Jay Cooke. A falta de algo mejor, pensó Seward, Chase era afortunado en amigos.
Seward encontró a Nicolay solo en el despacho. Hay, recientemente nombrado con el rango de mayor en el departamento del furriel general, estaba en Florida tratando de conseguir un escaño en el Congreso, con la bendición del presidente. En la mesa de Nicolay estaba el National intelligencer.
—¿Él lo ha visto? —preguntó Seward.
—No, señor. Se lo llevé. Le dije qué era, y respondió que prefería no leerlo.
—¿Eso es todo?
—Bueno, tuvo anoche un sueño curioso que no le revelaré, porque esta mañana se lo está contando a todo el mundo. —Nicolay miró el reloj—. Ahora no se permite la entrada de las hordas hasta las nueve, lo que le da un par de horas para pensar y escribir.
El presidente no escribía ni, aparentemente, pensaba, cuando Seward entró en el despacho. Estaba sentado en su gran sillón ante el fuego recién encendido, los pies sobre el guardafuegos y los ojos cerrados. Todavía no había recuperado su peso anterior a la viruela. Pero tenía un color normal, y su energía había retornado.
—Siéntese, gobernador —dijo, abriendo los ojos y cerrándolos enseguida—. Anoche tuve un sueño muy cómico y estaba tratando de volver a dormir para ver si soñaba otro parecido. En general, mis sueños tienden a ser horribles.
—¿Cómo era? —Seward arrimó una silla para apoyar sus pies en el guardafuegos, esto significaba que debía estar casi un metro más cerca del fuego que el presidente.
—Soñé que estaba en el Salón Azul y recibía visitantes, como es mi obligación constitucional y placer incalculable, cuando la gente presente empezaba a hacer comentarios ofensivos acerca de mi aspecto.
—¡No se atreverían!
—Sí que se atrevían. Uno dijo en voz muy alta: «El Viejo Abe es un hombre de aspecto muy común». Todo el mundo reía, y tuve que afrontar el desafio. Dije entonces: «Las personas de aspecto común son las mejores del mundo: por eso el Señor crea tantas». Seward rió.
—No está mal para un hombre dormido.
—Un buen argumento, pensé.
—Y además me alegra que, al menos en sus sueños, aparezca el Señor de los Ejércitos.
—Ya ve usted de qué materia están hechos mis sueños. Sí, gobernador, me han hablado de la circular. No, no la he leído ni la leeré.
—Supongo que ahora Chase renunciará… otra vez.
Seward estudiaba el rostro de Lincoln fascinado, como siempre. Fascinado porque ese rostro casi nada decía de lo que pasaba por la mente.
—Me ha escrito una carta, que he leído. —Lincoln dio la carta a Seward—. No creo que él la considere una comunicación privada.
Seward leyó rápidamente; vio la admisión de la culpa en la frase: «Ignoraba la existencia de esa circular». Chase reconocía después que, si bien se había reunido varias veces con personas que deseaban proponer su candidatura, él no los había alentado ni desalentado. Sin embargo, agregaba: «Si hay algo en mi conducta que, a su juicio, puede perjudicar los intereses públicos confiados a mi cuidado, le ruego que me lo diga. No quisiera, ni por un día, administrar sin su entera confianza el Departamento del Tesoro».
—Es una renuncia.
—No exactamente. Quiere que yo se la pida.
—¿No lo hará?
Lincoln suspiró.
—Supongo que lo comprendo. Usted sabe, gobernador, que es terrible ese gusano presidencial que devora a los hombres.
—Así me han dicho, señor presidente —dijo Seward, mirando con la cabeza ladeada al hombre que lo había desplazado definitivamente.
—Me lo imaginaba. Sabe Dios que yo lo sé de primera mano. Se puede llegar a este despacho por casualidad; pero no si no se desea llegar.
—¿Qué le responderá?
Lincoln sonrió.
—Creo que lo dejaré cocerse un rato. Le he enviado una nota prometiendo que, cuando disponga de tiempo, le explicaré mis puntos de vista.
—Estoy seguro de que esta mañana reina la oscuridad en Seis y E. —Mientras Seward se ponía de pie para marcharse, un ujier abrió la puerta a Frank Blair, ahora vestido de paisano. Seward fingió alegría al ver al más deslumbrante villano del clan Blair. Blair fue igualmente insincero. Seward se marchó.
Blair tenía en la mano una copia de la circular de Pomeroy.
—Sí —dijo Lincoln—. La he visto.
—¿Qué hará?
—Eso depende, general. Eso depende. —Lincoln indicó a Blair que ocupara la silla que Seward acababa de dejar libre. Blair la apartó del fuego para sentarse al lado del presidente, que observó—: No creo que consiga formar su comisión investigadora.
—No —dijo Blair—. La gente de Chase es demasiado fuerte. Pero eso no me impide hablar.
—No hay duda. —Lincoln miró reflexivamente el fuego—. Anoche tuve un sueño sumamente cómico… —empezó.
—¿Tenía algo que ver con la perfidia personificada que yo veo en Mr. Chase?
—No. Era algo muy diferente. Se lo contaré en otro momento. ¿Cuáles son exactamente sus… pruebas de los delitos cometidos por Mr. Chase y sus agentes?
—Ya he dejado una copia de mis notas a Mr. Nicolay. Existen otras pruebas que prefiero reservarme por el momento.
—Comprendo. —Lincoln limpió sus gafas con el dorso de un guante de cabritilla que había aparecido, misteriosamente, en el bolsillo de su chaleco—. Es muy grave, Frank, sugerir que el secretario del Tesoro es culpable de corrupción.
—Lo sé. Por eso pienso que ahora debo presentar un informe completo y detallado al Congreso.
—Naturalmente, eso perjudicará a Mr. Chase.
—Ése es el objeto. —Blair señaló la circular, que había dejado caer al suelo—. A la luz de esa traición, ¿se opondría usted?
—Digamos que hoy me siento más inclinado a estudiar esa acusación que ayer. —Lincoln miró a través de los cristales, ahora limpios, de sus gafas—. Frank, una cosa es dar permisos legales de comercio a los amigos y partidarios; y otra venderlos y guardar el dinero. Lo primero es desleal y poco ético, pero no es ilegal. Lo segundo es un delito. ¿Ha cometido un delito Mr. Chase?
Blair asintió.
—Creo que sí, en varias ocasiones. Debo admitir que no es fácil probarlo. Si Jay Cooke le da cinco mil dólares para apoyar su campaña, y recibe a cambio una comisión superior por los bonos de guerra que vende, ¿es eso corrupción?
—Es cuestionable, Frank. Usted quería saber si yo pensaba que debía regresar al Congreso o quedarse en el ejército. Yo dije que, si usted podía ser presidente de la Cámara en lugar de Colfax, lo primero me parecía muy bien. Pero en caso contrario, usted es más valioso en el campo de batalla.
—Pero eso ya está resuelto. Stanton me ha quitado el mando. Ya estoy fuera del ejército.
Lincoln elevó su ceja izquierda, con lo que el pesado párpado quedaba a la altura normal.
—Si yo firmo un pedazo de papel usted será nuevamente mayor general al mando de un cuerpo de ejército.
—¿Lo haría?
—Creo que debo hacerlo. Una vez que se resuelva este problema.
—Entonces lo mejor será que presente al Congreso mis cargos contra Mr. Chase.
—Si piensa usted que puede sostener esos cargos, creo que es su obligación, por embarazoso que sea para la administración.
—Oh, apuntaré cuidadosamente a Chase. No se preocupe usted.
—Por desgracia, me han empleado para que me preocupe por todo. Pero considero que Mr. Chase, con esta circular, hace bastante más comprensible tanto su acusación como mi embazazo. Al permitirse tan furtivamente esta campaña se ha distanciado de mi…
—¿Distanciarse? ¡Le ha clavado un puñal debajo de la quinta costilla!
—Sí. —Lincoln se volvió y miró, pensativo, a Blair.
—Lo comprendo, señor presidente —dijo finalmente Blair.
—Sí —dijo Lincoln—. Creo que me comprende usted, Frank. De pronto, Blair sonrió.
—Según Monty, usted quería que yo volviera al Congreso para destruir a Chase.
—Es curioso que ustedes, los Blair, sólo vean los motivos más tenebrosos, cuando yo sólo deseo no apartarme del bien y de la verdad. —La ceja izquierda descendió bruscamente, obligando al párpado a cubrir el ojo. El efecto no se podía parecer más a un guiño deliberado.
En el Departamento de Estado, Seward había cerrado los ojos, con insólita expresión de sorpresa. Dan Sickles estaba estirado en el sofá, con el muñón apoyado sin mayor elegancia en el cojín que solía usar Seward como almohada para sus breves y frecuentes reposos.
—¿Qué es —dijo Seward, abriendo los ojos— lo que dicen las cartas?
—No las he visto. Pero Isaac Newton afirma que son tres, y que en las tres Mrs. Lincoln manifiesta claramente que ha recibido o espera recibir dinero a cambio de determinados favores politicos.
—Dios del cielo —susurró Seward a una deidad que, sin duda alguna, era capaz de todo.
—Han sido inteligentes —dijo Sickles—. Han esperado hasta que sólo faltan cuatro meses para la convención; y ahora piden dinero, sabiendo que el presidente no tiene tiempo de maniobrar.
—¿Lo sabe él?
—No lo creo. El infame Watt conoce a Mr. Newton porque ambos son granjeros. Como Mr. Newton está ahora al frente de la Oficina Agrícola, y tiene acceso al presidente, Watt se dirigió a él. Newton me ha preguntado qué debe hacer. Dado que Watt vive ahora en Nueva York, le dije que hablaría con usted.
Seward asintió.
—Ha hecho usted muy bien. Debemos mantener al presidente al margen de esto.
—Si es posible. Después de todo, él tendrá que pagar.
—¿Cuánto?
—Veinte mil dólares por las tres cartas —dijo Sickles—. De otro modo, serán publicadas antes de la convención, y entonces será designado Mr. Chase.
—Seward empezó a silbar suavemente; un silbido muy impreciso porque su caído labio inferior no coincidía exactamente con el superior. Luego preguntó:
—¿Lo sabe Mrs. Lincoln?
—No.
—Eso es providencial. Dan, quiero que vaya a Nueva York. Y que hable con Mr. Watt. ¿No se suponía que debía estar en el ejército?
—Estaba. Pero ahora no. Posee un invernadero. Piensa que ha sido maltratado en el caso Wikoff.
—Es probable que sea peor tratado en este caso. —Seward estaba ya decidido a hacer una jugada de considerable envergadura. Si perdía, la administración podía tener rápido fin—. Cuando llegue a Nueva York, visitará usted a mi amigo Simeon Draper. ¿Lo conoce?
Sickles asintió.
—Es el hombre de Seward-Weed en la ciudad.
—Es una forma de decirlo, supongo. Pero es conocido públicamente como el recaudador del puerto de Nueva York. Yo me valgo de él para asuntos delicados. Por ejemplo, cuando me veo obligado, en mi carácter de secretario de Estado, a ordenar el arresto y detención en el fuerte Lafayette de alguna persona sospechosa de traición, Mr. Draper arregla silenciosamente las cosas con el jefe de policía, y el traidor se desvanece hasta que yo decido concederle la libertad, en este caso, después de las elecciones.
Sickles apoyó la muleta en el suelo. Sonrió y se retorció los bigotes como un actor.
—Supongo que llevaré en el bolsillo la orden de arresto de un tal John Watt, quien, durante el cumplimiento de sus tareas en la Casa Blanca, sustrajo documentos oficiales y los entregó al enemigo.
—La tendrá usted apenas se seque la tinta —dijo Seward, escribiendo rápidamente en un folio con el sello de la secretaría.
—¿Y si Mr. Watt ha entregado a otras personas copias de las cartas?
—Sólo serían copias… o falsificaciones. Nada prueban. Lo único que nos interesa es el original. —Seward firmó con su nombre y una rúbrica—. Debe hacer usted que Mr. Watt le entregue los originales.
—¿Y si se niega?
—Dan, ¿ha estado usted en el interior del fuerte Lafayette?
—No, gobernador. Me alegra decir que cuando estuve arrestado por homicidio sólo conocí las celdas de Washington, plagadas de insectos pero muy civilizadas.
—Pues bien, el fuerte es un sitio espantoso. Pida usted a Mr. Draper que se lo describa con gran detalle a Mr. Watt. Además —Seward hizo girar un cigarro entre las palmas de las manos—, en uno de esos calabozos oscuros, húmedos, repugnantes, sin esperanza, un hombre puede morir muy pronto de fiebre. Es sorprendente qué fácil es enfermar y… morir, en esa viscosa humedad que todo lo impregna.
—Sí, gobernador. —Sickles, complacido, guardó la orden de arresto en su chaqueta.
Cinco días después de la publicación de la circular de Ponleroy, Frank Blair se puso de pie en la Cámara de Representantes e inició un ataque a los que él llamaba los jacobinos de su estado natal de Missouri. Pero mientras hablaba, y la poderosa voz de Blair resonaba en todo el recinto, el ataque fue más allá de los abolicionistas de Missouri.
—Digo aquí, con toda mi responsabilidad como representante, que jamás ha existido bajo ningún gobierno una administración más disoluta del Departamento del Tesoro; que la corrupción y los fraudes de sus agentes infectan todo el valle del Mississippi; que los «permisos» para comprar algodón son un bien de compraventa, como el mismo algodón; que determinados políticos y otros favoritos llevan esos permisos para comprar algodón a St. Louis y otras ciudades del Oeste, y los venden al mejor postor, sea o no secesionista, en un momento en que se niegan permisos a los mejores hombres de la Unión en esas ciudades.
Washburne, desde su escaño en la primera fila, vio que varios senadores habían venido desde la otra cámara para oír la voz de Blair denunciando a Chase. Uno de ellos era Sprague, que estaba en la puerta y escuchaba atentamente.
Ahora Blair atacaba las así llamadas tiendas generales, que Chase había creado en las partes de los estados secesionistas que habían sido ocupadas por las tropas federales.
Estas tiendas generales se entregan a partidarios políticos que comparten las ganancias con los hombres que les proporcionan el capital; Mr. Chase proporciona el capital a sus amigos y partidarios en la forma de permisos y privilegios que les permiten monopolizar el comercio en ciertos distritos.
Chase estaba sentado ante su escritorio y leía el discurso de Blair con la sensación de que podía explotar bruscamente. «Algunos de ellos, supongo, se dedican a distribuir esa circular estrictamente privada que apareció hace pocos días, donde se anuncia que los amigos de Mr. Chase han formado en secreto una organización para apoyarlo en todo el país y que acusa de corrupción a la administración de Mr. Lincoln. Nadie sabe mejor que los amigos de Mr. Chase dónde está la corrupción, como tan claramente lo demuestran sus esfuerzos para sofocar esta investigación».
—Es monstruoso —dijo Chase a Jay Cooke, quien miraba la ligera lluvia que caía entre el Tesoro y su banco—. No hay acusaciones específicas de ninguna clase. Sólo… —Chase no pudo terminar; su corazón latía con fuerza; acababa de cumplir cincuenta y seis años de edad y tenía la sensación de que la vida podía huir volando de su cuerpo envejecido en cualquier momento.
—Verdaderamente, la circular de Pomeroy no ha sido una gran ayuda —dijo Cooke—. Eso es indudable. Pero a su tiempo, colgaremos a Mr. Blair, y en ese mismo sitio.
—¡Pero el daño que esto me hace! Cuando este discurso se difunda por el país, a nadie le importará si es verdadero o falso.
—Debo dimitir.
—¿No cree que debería esperar a oír lo que diga el presidente? —Chase sabía que Jay Cooke no era partidario de anticiparse a las dificultades. Pero Cooke no sabía cómo se comunican entre sí los políticos.
—Mr. Cooke —dijo Chase, dejándose caer en su trono de Madera de teca, del que debería abdicar sin duda muy pronto—, ya hemos visto la respuesta de Mr. Lincoln.
—¿Le ha escrito?
—No, no me ha escrito. Ha enviado el mensaje por medio de Frank Blair.
—Jay Cooke movió la cabeza, incrédulo.
—¿Domina él a Frank Blair?
—Mr. Lincoln, con su estilo extraño, voluble, débil, domina a casi todo el mundo. Ya ve usted por qué no puedo quedarme.
—Espere esa carta, Mr. Chase.
El presidente había terminado esa carta y la estaba releyendo cuando Robert, de regreso de Harvard, entró en el despacho. Lincoln le dio la carta y dijo:
—¿Qué te parece? Es para Mr. Chase, quien piensa que debería dimitir a causa de la circular de Pomeroy.
—Ciertamente debería. ¿No lo crees? —Lee. Robert leyó; después preguntó con cierto asombro:
—¿No has leído la circular?
—No. Hay cosas que, por lo general, es mejor no conocer.
—A mí me movería la curiosidad.
—Creo que no siento esa urgencia —dijo su padre. Robert terminó la carta.
—¿Lo mantendrás en el gabinete?
Lincoln asintió.
—De modo incidental. Creo que Frank Blair le ha cortado las alas a Mr. Chase. Ya no podrá obtener el triunfo en la convención. Busca un mensajero y envía esto al Tesoro.
Robert tomó la carta y salió del despacho. Seward entró desde la sala del gabinete.
—Pues bien, gobernador. Acabo de responder a Mr. Chase.
—Después de ordenar su decapitación en el Congreso.
—Bueno, usted conoce a los Blair. —Lincoln miró por la ventana el inconcluso monumento al primer presidente, de un blanco sucio contra el oscuro cielo invernal.
Seward respiró hondo; y luego informó al presidente sobre John Watt y sus tres cartas. Se congratulaba, además, de afirmar que Sickles había tenido éxito. Amenazado Watt con el fuerte Lafayette, el precio había descendido de veinte mil a mil quinientos dólares, que Sickles había pagado. Seward tenía las cartas en su poder. Mientras prosiguiera la guerra y el habeas corpus estuviese suspendido, Watt no podría hablar. Cuando la guerra terminara, ya no tendría importancia.
Mientras Seward hablaba, Lincoln se inclinó sobre el antepecho de la ventana; su rostro no cambió de expresión; pero como ese rostro, en reposo, era siempre melancólico, le pareció a Seward una imagen esculpida del dolor. Cuando Seward concluyó, Lincoln dijo:
—¿Tiene usted las cartas?
—Seward le entregó las tres cartas a Lincoln, que las arrojó al fuego de inmediato, sin leerlas. Se convirtieron rápidamente en cenizas. Luego Lincoln fue hasta su escritorio, firmó un cheque personal por mil quinientos dólares y lo entregó a Seward.
—Pague a Sickles o a quienquiera que sea que haya pagado realmente esa suma.
—Sí, señor.
—Hubo un largo silencio mientras Lincoln miraba el fuego y Seward examinaba, una vez más, el rostro furioso del viejo Andrew Jackson, tan parecido, por su expresión, al de Mr. Blair, senior. Finalmente, Lincoln dijo:
—Usted sabe, gobernador, que nunca hablo con nadie de asuntos personales, puesto que tienden a ser dolorosos para mi y no veo ninguna necesidad de compartir el dolor. Pero ya que ha llegado usted a estar tan íntimamente comprometido con mi familia, pienso que debo decirle cuál es mi punto de vista acerca de todo esto. Y es que… los caprichos de Mrs. Lincoln, estoy seguro, son el resultado de —Lincoln pasó por delante de sus ojos el revés de la mano, como si no quisiera ver lo que iba a decir— una demencia parcial.
Como nada que pudiera decir sobre el tema serviría de algo, Seward respondió sencillamente:
—Me alegro de que hayamos podido ayudar. El episodio ha terminado.
—Sí, este episodio ha terminado.
En el salón de Seis y E los partidarios de Salmon Portland Chase acababan de aceptar, sombríamente, el fin de un episodio crucial. Se había abandonado toda pretensión de que Kate no estaba implicada en política. Era ella quien estaba apoyada contra el hogar como el director de una orquesta, mientras Chase se hundía en su silla habitual y los hermanos Cooke ocupaban juntos un sofá. Sprague se servía coñac de una botella. Durante los cinco meses de su matrimonio había dejado de beber definitivamente varias veces. El senador Pomeroy plegaba y desplegaba un pañuelo como si fuera la sagrada bandera de los Estados Unidos.
—No puedo creer que Ohio nos abandone. —Kate estaba pálida de ira.
—Pues así ha ocurrido —dijo Henry D.—. Yo dije siempre que uno de nosotros debía ir allí a hablar con los legisladores…
—Pero padre estuvo personalmente en octubre. Nunca he visto multitudes semejantes, y ahora todos se han vuelto contra nosotros.
—Le he escrito a mi amigo Mr. Hall, de Toledo, una carta donde digo que ya no deseo que mi nombre sea considerado. —Chase no encontraba dificil creer que sus antiguos amigos y aliados se hubieran apartado de él. Ésa era la naturaleza de la política. Lincoln era el presidente; y el presidente controla el aparato del partido. Seis meses antes, cuando las noticias militares eran malas, Chase podría haber vencido. Pero como ahora la guerra marchaba bien, los republicanos no deseaban cambiar de caballo en mitad del río de la historia. Por otra parte, era probable que el pueblo se inclinara a votar, en noviembre, a un demócrata. Aunque algunos demócratas prominentes habían sugerido a Chase que McClellan no contentaba a todos en el partido, Chase sabía que se requeriría un milagro para que los demócratas lo designaran candidato; y no había grandes reservas de milagros en Seis y E.
—Hemos hecho lo posible, Mr. Chase. —Pomeroy plegó su pañuelo una vez más—. Por supuesto, no estamos vencidos. He hablado con muchos líderes republicanos; creen que debemos guardar silencio por el momento, y favorecer al grupo de Frémont. De ese modo, en la convención, podríamos atajar a Lincoln. Y una vez que él sea eliminado, ¿quién más queda sino Mr. Chase?
—Eso parece acertado —dijo Jay Cooke; se volvió hacia Chase—. ¿Cuál fue la respuesta del presidente a su carta?
—Esperó hasta después del ataque de Frank Blair; luego me escribió que estaba de acuerdo conmigo en que ninguno de nosotros dos podía controlar a sus amigos, y que yo debía permanecer en el Tesoro. —Chase había querido romper la carta, pero no se había atrevido. Tendría que quedarse donde estaba y soportar públicamente la humillación de quien ha tratado de suplantar a un rival que, públicamente, ha demostrado ser más listo. Tres días después de la publicación de la circular, Lincoln había logrado que los republicanos de la legislatura de Ohio renegaran de su coterráneo Chase y apoyaran unánimemente al Presidente. Cinco días después de la publicación, Lincoln había insPirado a Frank Blair para que acusara de corrupción a su propio secretario del Tesoro. Dos días más tarde, Lincoln había escrito a Chase una carta amistosa, aunque para Chase eminentemente condescendiente de victoria.
—¿Es cierto lo que ha dicho Frank Blair sobre los permisos de comercio? —preguntó de pronto Sprague.
—Por supuesto que no. —La mujer de Sprague respondió en nombre de Chase—. Que la gente compre y venda los permisos es algo que padre no puede controlar. Ciertamente, él no se ha beneficiado.
—Ahora tenemos una acusación sólida contra Frank Blair —dijo Henry D. Cooke—. La presentaremos el mes próximo. En la Cámara.
—Demasiado tarde —dijo Kate.
—Nunca es tarde para la venganza —dijo el senador Ponleroy con una dulce sonrisa—. También demostraremos su complicidad con Lincoln para atacar a Mr. Chase. Algo bueno saldrá de eso, sin duda.
Chase escuchaba la conversación de sus amigos como si estuviera, de algún modo, presente en su propio funeral. Ahora todo era pretérito. Henry D. partía a Europa a descansar, o para no resultar implicado en el caso Hurtt. Jay Cooke debía cerrar los últimos asuntos de la campaña por Chase, en la que se habían invertido unos noventa mil dólares. Sprague continuaba financiando Seis y E, pero era menos generoso cuando se trataba de contribuciones políticas. Como Chase había temido, no se llevaba bien con Kate. Kate era demasiado inteligente; él demasiado obtuso. Además, ella estaba demasiado preocupada por el futuro político de su padre para dar a Sprague la atención que él necesitaba. Mientras Chase escuchaba las remotas voces funerales, compuso su propio epitafio político: «Prefiero que la gente se pregunte por qué no he sido presidente, y no por qué lo he sido».
Mientras tanto, Washburne contemplaba al único hombre de los Estados Unidos que podía ser elegido presidente por aclamación, enterrando a Lincoln y a todos los demás. Ese hombre, bajo y delgado, estaba en la mesa de recepción del Willard. Washburne salía de la barbería cuando oyó que el general Ulysses S. Grant decía al empleado:
—Quiero una habitación. Para mí y para mi hijo. —El hijo era un chico espigado de catorce años, que miraba el vestíbulolleno de gente con cierto asombro.
El empleado dijo sin interés:
—Lo siento, señor, pero sólo tenemos una habitación pequeña en el último piso.
—Está bien, tomaremos lo que haya. —Grant llenó la tarjeta de registro. El empleado la miró brevemente; luego dijo, sin el menor cambio de tono:
—Tendrá la suite presidencial, general Grant. Estará preparada dentro de una hora, si no le molesta esperar.
—No —dijo Grant—. No me molesta. Comeremos algo.
—Lo acompañaré —dijo Washburne.
—¿Cómo sabía que yo estaba aquí? —preguntó Grant, con una sonrisa apenas visible detrás de la densa barba castaña.
—Lo ignoraba. Yo estaba en la barbería. ¿Dónde se encuentra su escolta?
—No tengo. Sólo me acompañan dos miembros de mi estado mayor, que se han quedado en el National. Éste es mi hijo, Fred.
Washburne estrechó cálidamente la mano del chico; le alegró ver que no había heredado los ojos bizcos de su madre. Mientras atravesaban el vestíbulo, Grant dijo:
—Como no había nadie del Departamento de Guerra en la estación, simplemente llamarnos un coche y vinimos aquí. Entraron en el gran comedor. Washburne dijo al camarero que deseaban un rincón tranquilo, y lo encontraron. En ese salón inmenso, ruidoso y con olor a carne asada, nadie prestó la menor atención al que probablemente era el menos elegante del centenar de oficiales de la Unión presentes. Incluso las dos estrellas de las hombreras pasaron inadvertidas: Washington estaba llena de mayores generales.
Pero Grant estaba a punto de ser nombrado teniente general; y Washburne cumplió a conciencia su papel de representante por el estado del general más importante de la Unión.
—He conseguido, finalmente, que la Cámara apruebe el restablecimiento de ese rango. No ha sido fácil.
—Me imagino que no. —Grant no parecía demasiado interesado. Los ojos azul claro eran despiertos, pero estaban algo enrojecidos. Washburne se preguntó si el general había bebido en el tren durante el viaje desde Nashville. Por el momento, bebía cantidades de agua y comía pan mientras aguardaban a que el camarero trajera la sopa del día. Fred se mordía las uñas y contaba los generales que había en el comedor.
—No existe desde los días de George Washington. Winfreld Scott fue teniente general, pero con carácter… ¿emérito?
—Honorario —dijo Grant con precisión.
—Ésa es la palabra. Garfield consideraba que era un reconocimiento excesivo cuando la guerra todavía no había terminado.
—¿De veras? —Grant sonrió y comió pan.
—Así es. De todos modos, la Cámara ha dado su aprobación y mañana el presidente le entregará su nombramiento. No pensamos que puedan surgir dificultades en el Senado.
—Tengo una condición —dijo Grant—. No estableceré aquí mi cuartel general.
Washburne se sorprendió.
—Pero tendrá el mando de todos los ejércitos… —Llegó la sopa.
—Puedo hacer eso desde el Oeste. —Grant procedió a tomar la sopa como un hombre que excava una zanja. La cuchara estaba para vaciar el plato, y así fue usada, y vaciado el plato. Era, como soldado y como hombre, de una sola pieza, pensó Washborne.
—Usted sabe que se hacen muchas conjeturas acerca de usted. —Washburne hizo una pausa para que Grant preguntara cuáles pero el general simplemente miraba la cuchara, ahora en el centro del plato vacío—. Conjeturas acerca de si se dejará tentar para presentarse como candidato presidencial en otoño. Sin duda alguna los demócratas lo designarían, y quizá también los republicanos. —No era, pensó Washburne con tristeza, el planteamiento político más sutil que había hecho en su vida. Pero Grant no era hombre de sutilezas políticas.
—Ya he dicho que no quiero el puesto. —Grant levantó la vista—. Odio esta ciudad. Sherman me puso en guardia contra Washington. —Bajó la voz para que Fred no le oyera—. Peor que Sodoma y Gomorra —dijo—. Además, me gusta lo que hago. Diga a Mr. Lincoln que nada tiene que temer de mí.
Era casi demasiado directo para el gusto de Washburne.
—No sé qué quiere decir exactamente el general Sherman con esa caracterización de Washington; pero, desde luego, ésta es una ciudad dedicada a la política y, con las elecciones en fecha tan próxima, más fétida que de costumbre.
Grant rebanaba ahora en su totalidad un bistec, antes de comérselo. Fred informó que en el comedor había cinco mayores generales y dieciocho brigadieres.
—Pero tú tienes más rango que nadie, papá.
—Si el presidente lo quiere y el Senado lo acepta. Si no, no. —Grant no pensaba tentar al destino.
—El presidente siente curiosidad por saber si la política le interesa. Usted sabe… quizá, después de la guerra…
Washburne estaba asombrado de su propia torpeza. Era obvio que el carácter llano y concreto de Grant despertaba en él cierta crudeza.
—Bueno —dijo Grant, hablando y masticando al mismo tiempo—. Tendré un interés político después de la guerra. Si salgo vivo de la guerra, me presentaré como candidato a alcalde de Galena; y si me eligen, haré arreglar las aceras entre mi casa y la estación.
De pronto se oyó una exclamación: «¡General Grant!». Para sorpresa de Washburne y desagrado de Grant, la mitad de la concurrencia convergía hacia su mesa. Grant había sido reconocido. Se puso de pie donde estaba y estrechó manos hasta que comprendió que no le permitirían terminar su comida. De pronto dijo:
—Vámonos, Fred. —Y con esto, el general, seguido por Fred y por Washburne, atravesó la multitud y llegó al vestíbulo, donde dijo a Washburne—: Creo que ahora me esconderé en mi habitación.
—Pero verá al presidente por la noche, ¿verdad?
—No he sido invitado. —Ausente, Grant continuaba estrechando manos extendidas, sin alzar una sola vez la vista para saber a quién pertenecían.
—Es la recepción semanal. Todo el mundo está invitado.
—Ah. —Grant pareció reflexionar un instante. Luego preguntó—: ¿A qué hora?
—Pasaré a buscarlo a las nueve y media. Iremos juntos a pie.
—¿Puedo ir, papá?
—No —dijo el general Grant.
A las nueve y media, los dos edecanes de Grant lo esperaban en el portal de la Casa Blanca. Uno de ellos dijo:
—Ha corrido el rumor de que vendría usted aquí. Hay una muchedumbre.
Grant miró a Washburne, como preguntando qué debía hacer. Luego entró en la Casa Blanca.
En el vestíbulo se apretujaban los invitados. Al principio, la llegada de tres oficiales, con gastados uniformes, y un conocido miembro del Congreso no interesó mucho a nadie. Por otra parte, en materia de ofrciales de alta graduación, la capital estaba acostumbrada a comandantes de pelo blanco o al menos gris. A los cuarenta y un años, el pelo de Grant era enteramente castaño, y todo de su propiedad, no como el de Gideon Welles, quien fue el primero en reconocer a Grant mientras se abría paso al Salón Azul, donde el presidente y Mrs. Lincoln recibían a la concurrencia. Welles se inclinó ante Grant, quien lo saludó. Grant insistió en quedarse en la larga fila alineada ante el Salón Azul. Cuando Washburne sugirió que pasara directamente, Grant dijo «No». Washburne decidió que a Grant le encantaba ese monosílabo.
Cuando llegaron al salón, Lamon empezó a preguntar su nombre a Grant para hacer la presentación, pero Lincoln reconoció a la pequeña figura.
—¡Aquí está el general Grant! —dijo el presidente, con una amplia sonrisa de blancos dientes, y le estrechó la mano con gran calidez—. Es un gran placer para mí.
Mientras Grant murmuraba alguna respuesta, Lincoln indicó a Mary que se adelantara, y también ella estrechó con auténtico interés la mano del general.
—Hace mucho tiempo, señor, que esperábamos verlo.
En ese momento la fila se deshizo y todo el mundo irrumpió en el Salón Azul. Washburne fue empujado a un lado, y sólo el formidable Lamon logró evitar que los Lincoln fueran físicamente atropellados, mientras la mente veloz de Seward salvaba a Grant de ser pisoteado.
Seward acababa de materializarse súbitamente al lado de Grant. Aunque era muy pequeño, Seward parecía ocupar mucho espacio meramente con sus gestos; y en este caso, abrió espacio suficiente para él y para Grant. Moviendo los brazos como un molino, Seward gritó: «¡Por aquí, general! ¡Al Salón del Este!». Luego empujó a Grant hacia la puerta, y ambos salieron, seguídos por todos los demás. En un minuto, los Lincoln se quedaron solos con Lamon.
—Nunca he visto nada igual. —Mary estaba verdaderamente asombrada.
—Es la primera vez que ven a un general de éxito —dijo Lincoln—. Algo así ocurrió con Tom Thumb. Desde el Salón del Este llegaban las aclamaciones.
—Vamos, madre, también nosotros podemos ver el espectáculo.
Los Lincoln llegaron a la puerta del Salón del Este justamente cuando Seward lograba que Grant, con la cara roja, se sentara en un sofá, algo vacilante, a la vista de todo el mundo.
—Padre —dijo Mary, alarmada—, quiere ser presidente.
—Él ha dicho que no tiene tan viles intereses, madre.
—Todos dicen eso. —Mary no podía creer que el presidente fuera completamente ignorado en la Casa Blanca, mientras el que parecía un empleado de tienda recibía en un sofá recién tapizado en rojo el aplauso del público. Todos querían estrechar su mano, y Seward parecía más que nunca un loro excéntrico saltando alrededor del héroe del momento—. Lo designarían candidato, ¿verdad? —Mary estaba espantada.
—Si ganara la guerra antes de junio, por supuesto. Pero sólo faltan cuatro meses; no creo que pueda derrotar tan pronto a Lee. Naturalmente, si lo consigue, ayudaré a que lo elijan.
—¡No digas eso! —La idea de que Lincoln no fuera reelegido era el peor de los terrores nocturnos de Mary. Debía casi treinta mil dólares; y ahora que no estaba John Watt para ayudarle a reunir dinero en Nueva York, no sabía cómo hacer para pagar sus cuentas personales, algunas de ellas varios años atrasadas. Mientras pareciera que sería la primera dama por cuatro años más, podría intimidar a sus acreedores. Pero al primer indicio de una posible derrota de Lincoln, se precipitarían sobre ella como lobos. Elizabeth Keckley le había pedido que se lo dijera al presidente; pero ella no podía. Él ya había soportado suficientes problemas por su culpa. ¿Podría ella separarse de los pendientes nuevos, de perlas y diamantes, que llevaba puestos? Habían costado tres mil dólares. Tocó uno de ellos con el índice. Y pensó en el broche que hacía juego, y que no había comprado. Ella podía ser austera, lo sabía. Y por otra parte, alguno de los republicanos que tanto debían a Lincoln se lo podría comprar. Como tantos hombres nombrados por él habían hecho fortuna, era justo que la ayudaran si tenía problemas financieros. Uno de ellos, William Mortimer, acababa de regalarle un broche de oro y esmeraldas con cuarenta y siete brillantes. Aún le quedaban amigos. ¿Los conservaría si el presidente no era reelegido? Sintió un escalofrío.
Seward pedía ahora tres hurras al vencedor de Vicksburg, y mil voces resonaron en el Salón del Este, incluida la de Lincoln, aunque no la de Mary. Luego Grant se puso de pie. Mientras la multitud intentaba estrecharle la mano, el general retrocedió visiblemente.
—No me parece que se presente como candidato por ahora. —La mirada avisada de Lincoln evaluaba la escena—. Tiene demasiado miedo de la gente. Pero apenas aprenda el truco para manejarlos, no habrá quien lo detenga.
—Esperemos que eso no ocurra hasta después de noviembre.
Lincoln asintió.
—Espero que así sea. Porque en este mundo nada es más inútil que un general con aspiraciones a la presidencia. En ese tema, soy la mayor, y la más triste, autoridad del mundo.
Seward pensaba lo mismo. Evidentemente, Grant era tan ambicioso como los demás; y como todos los grandes hombres, y muchos no tan grandes, carecía de modestia. Se hablaba de él como candidato presidencial desde la batalla de Lookout Mountain. El público americano tenía una curiosa preferencia por los jefes militares en política; y aunque Seward tendía a deplorarla, la alimentaría si era necesario. Si Grant ganaba la guerra, sería necesario prepararlo. La pregunta era si Grant verdaderamente comprendía su situación.
—Lincoln parecía creer que sí. Los dos hombres se encontraban en el despacho presidencial. En la sala vecina, empezaban a reunirse para la investidura de Grant como teniente general al mando de todos los ejércitos de los Estados Unidos, los miembros del gabinete y algunas otras personas.
—Grant parece un hombre sensato —dijo el presidente, mirando una copia en yeso del curiosamente feo medallón de oro que el Congreso había hecho grabar en honor del general.
—Todos son sensatos hasta que…
—Hasta que el gusano presidencial los devora. —Lincoln dejó a un lado el disco de yeso—. No hablé mucho con él anoche, pero creo que comprende que me necesita como presidente tanto como yo a él como militar. Ha obtenido victorias. Y también derrotas. Yo lo apoyé después de Shiloh. Para que sea… lo que él desea ser —qué típico de Lincoln, pensó Seward, no revelar su propio concepto de Grant— debemos apoyarnos mutuamente. Gracias a mí posee el rango de Washington. Ahora debe ser digno de él.
—Debe ganar la guerra, por supuesto —dijo Seward, y añadió cuidadosamente—: y debe ganarla él mismo, y no algún otro general. ¿Será eso un problema?
Lincoln sonrió.
—Vamos, gobernador, me hace sentir usted como si yo fuera Napoleón y tuviera a mi disposición cien brillantes mariscales de campo, cuando sólo tengo un general y medio.
—¿El medio es Sherman?
Lincoln asintió.
—Grant lo admira más que yo. Anoche Grant estaba impaciente por regresar a Nashville y continuar con su plan de atacar Mobile y Atlanta, pero lo convencí de que no lo hiciera. El corazón de la rebelión está en Richmond, y la victoria final se debe conquistar combatiendo contra Lee. Ahora lo comprende.
—¿Se instalará aquí? —preguntó Seward.
Nicolay apareció en la puerta.
—Todo está preparado, señor.
—Iré enseguida. —Lincoln cogió una hoja de papel—. Quiero que esto sea exactamente comprendido por ambas partes. Anoche le di una copia de mi pequeño discurso, y le dije que debía escribir una respuesta porque los servicios telegráficos informarán de todo lo que digamos. Le sugerí que dijera algo para que los demás generales sientan un poco menos de envidia.
—Tendrá que hablar varias horas.
—«Algo breve», le dije. Y también le aconsejé que elogiara al ejército del Potomac, puesto que es nuestra principal… arma.
Como se comprobó luego, Grant no siguió ninguna de las sugerencias del presidente. Lincoln lo puso formalmente en posesión de su cargo, tras un «con la ayuda de Dios» agregado por Seward, y luego Grant leyó, con dificultad, un papel en que había escrito a lápiz varias líneas. Grant invocó a la Providencia, y no a Dios; y elogió a los ejércitos, pero no a sus comandantes. Seward se sintió decepcionado.
Chase apenas escuchaba; su mente estaba en otra parte. Grant era el general de Lincoln, y jamás sería el de Chase. Como su Propia carrera parecía concluida, no le interesaba la estrella ascendente de nadie más. Trató de consolarse con una homilía de san Pablo, pero en su mente sólo resonaba el acento de Jeremías.
Cuando la reunión terminó, Lincoln presentó al general Grant y a su hijo Fred todas las personas presentes. Luego Grant, Lincoln y Nicolay pasaron al despacho presidencial. Si Stanton o Halleck se sentían heridos por verse excluidos, no lo revelaron.
Lincoln fue directamente al asunto.
—Ahora, el objetivo es Richmond, y la derrota del general Lee. Yo sé que usted preferiría estar en el Oeste, pero está demasiado lejos para que usted pueda ocuparse personalmente de tan gran empresa.
—Estoy de acuerdo. Querría que Sherman ocupara mi puesto en el Oeste.
Lincoln asintió; luego dijo:
—El general Halleck ha renunciado a su cargo de general en jefe. Así que ahora también lo tendrá usted.
—Me gustaría que se quedara —dijo Grant—, si él lo desea, como jefe de mi estado mayor. Puede coordinar las cosas aquí mucho mejor que yo, que no estaré mucho en Washington.
La ceja izquierda de Lincoln se elevó.
—Entonces, ¿no ocupará una casa en la ciudad?
—Buscaré algo para Mrs. Grant y los niños. Ellos tendrán que trasladarse aquí. Pero yo me iré a vivir con el ejército del Potomac.
Lincoln aplaudió, con la mirada dirigida a Dios o a la Providencia.
—He esperado durante tres años que algún general dijera eso. Grant pasó por alto ese momento de éxtasis providencial.
—Dejaré al general Meade donde está.
Lincoln frunció el ceño.
—La comisión conjunta quiere reemplazarlo. Por Hooker, porque Hooker es un buen abolicionista.
Grant dijo:
—Lo mejor será que vaya a hablar ahora mismo con el general Meade.
—Lo haré llamar.
—No, iré yo. Además, quiero dar un vistazo al ejército del Potomac. ¿Si esto es todo…?
Lincoln estrechó la mano de Grant.
—Sólo le haré una sugerencia, general. Allí donde esté el ejército de Lee, debería estar también usted.
—Pienso lo mismo, señor. —Grant salió del despacho. Cuando se cerró la puerta tras el nuevo teniente general, Lincoln dijo a Nicolay:
—Por lo menos, no se parece a ninguno de los otros. —Y agregó, cauteloso como siempre—: Independientemente de lo que demuestre que es.