Dos

En el último instante, Madam resolvió que no podía abandonar a Tad, todavía enfermo; y Stanton dijo que debía permanecer en el Departamento de Guerra para seguir el ataque de Grant a Chattanooga. De modo que, finalmente, Seward, Blair y Usher fueron los únicos miembros del gabinete que acompañaron al presidente. El ubicuo Lamon estaba, como siempre, al lado de Lincoln; y por una vez, Nicolay decidió que también él deseaba salir de su despacho, con lo que ambos secretarios fueron con Lincoln a Gettysburg.

—La mañana del 19 de noviembre de 1863 era tibia y tranquila. Acababa de comenzar el veranillo de San Martín. El celebrado orador Edward Everett había enviado ya al presidente un ejemplar impreso de su discurso.

—Dios mío, John —dijo el presidente, en el vagón especial del tren—, hablará durante dos horas. —Lincoln dio a Hay el voluminoso texto y se quitó las gafas.

—Supongo que eso se espera siempre que haga. —Hay prefería no leer lo que, de todos modos, debería escuchar.

—Un anciano magnífico. —Lincoln tenía en una mano un folio del papel borrador de la Casa Blanca, en que había escrito la mitad de lo que sería, dijo, «un discurso muy, muy breve» en el cementerio—. He oído hablar de Everett toda mi vida, y siempre ha sido famoso, y sin embargo jamás he podido descubrir por qué motivo.

—¿Nuestro máximo orador?

—¿Mayor que Clay o que Webster? —Lincoln sonrió—. No; es famoso, y eso es todo. Hay gente así en la vida pública. Están presentes, y nadie sabe realmente por qué.

Estaban presentes la mañana siguiente en Cemetery Hill.

Siete gobernadores, entre ellos Seymour y Curtin; muchos diplomáticos y miembros del Congreso. Se había erigido una plataforma con un alto mástil al lado. En el aire cálido e inmóvil, la bandera pendía inerte. Una banda militar tocaba. Se había reunido una multitud de unas treinta mil personas cuando a las diez apareció la comitiva presidencial y la banda militar empezó el «Saludo al Jefe».

Lincoln venía montado a la cabeza de la desordenada columna de notables. Estaba muy erguido en un alazán demasiado pequeño para él. Parecía una gran estatua, pensaba Hay, que iba más atrás, al lado de Nico. Era curioso que los principales hombres del país estuvieran también entre los más corpulentos, o al menos los más altos. No siempre: Seward parecía infinitamente desgarbado al lado del presidente. Los pantalones, levantados, revelaban unos arrugados calcetines grises. El premier era sublime en su indiferencia por su propio aspecto, o el de cualquier otra persona.

Esa mañana, más temprano, Nico había ido a la casa donde el presidente había pasado la noche, y había estado una hora a solas con él.

—¿Qué noticias? —preguntó Hay. La comitiva estaba detenida por una muchedumbre que cantaba «Aquí estamos, padre Abraham». Hay vio que Lamon gritaba furiosas órdenes, pero nadie lo escuchaba. La gente quería ver y tocar al presidente.

—Tad está mejor —dijo Nico.

—Eso conmoverá al mundo. ¿Qué más?

—Ha comenzado el combate en Chattanooga. Grant está atacando. Burnside está seguro en Knoxville; él no ataca.

—¿Cómo está el Tycoon?

—Hace una hora terminó de reescribir el discurso. Dice que siente mareos.

—Marinado, Hay se volvió a Nico.

—Dios mío. ¿Sabes?, en el tren me dijo que se sentía débil. Nico asintió.

—No está bien. No sé por qué.

Pero si el Anciano no estaba bien, el Tycoon estaba perfectamente, escuchando la conmemoración de los muertos atenienses de Pericles, en la versión de Edward Everett. Era mucho más extensa, pero reemplazaba la concisión ática de Pericles con toda la imprecisión de Nueva Inglaterra.

Mientras la hermosa voz de Everett proseguía y proseguía, Hay contempló el campo de batalla. Árboles desgajados por el fuego cruzado, el terreno fangoso arado por las granadas. Aquí y allá, caballos muertos sin enterrar. Como aún no se habían convertido en limpios huesos, el olor de la carroña mezclado al de la muchedumbre era a duras penas soportable. Bajo el sol de mediodía de ese día sin aire, Hay empezó a sudar.

Cuando Everett se sentó, Lincoln sacó su hoja de papel y se puso las gafas. Pero era menester soportar un intervalo musical, de modo que se quitó las gafas. El Baltimore Glee Club cantó un himno especialmente escrito para la ocasión. Se levantó un cálido viento, y la bandera americana empezó a chasquear como un látigo. Frente a la plataforma de los oradores un fotógrafo había construido otra más endeble para mantener su cámara enfocada en el presidente. No dejaba de moverse mientras quitaba el polvo de sus placas, o subía y bajaba la tela negra que protegía la parte posterior del aparato.

Por fin hubo silencio. Entonces Lamon bramó:

—¡El presidente de los Estados Unidos!

—Lincoln se irguió, con el papel en la mano y las gafas apoyadas en la nariz. Tenía un color horrible, advirtió Hay, pero la mano que sostenía el papel no temblaba, como siempre temen los oradores. Hubo un momento de cálido aplauso, aunque algo fatigado a causa de Everett.

Entonces la voz semejante a una trompeta resonó a través del campo de Gettysburg y treinta mil personas callaron. La voz de Everett había sido como la de un violoncelo; la voz de Lincoln era como el seco estallido de un relámpago de verano.

—Hace ochenta y siete años —dijo, lanzándose directamente al tema—, nuestros padres crearon en este continente una nación, concebida en la libertad y consagrada al principio de que todos los hombres nacen iguales.

Eso agradará a los radicales, pensó Hay. Luego advirtió dos cosas extrañas. Primero, el Tycoon no consultaba el papel que tenía en la mano. Era imposible que hubiera memorizado el texto anotado en su forma final sólo una hora antes. Segundo, hablaba con inusitada lentitud. Parecía que disparaba cada palabra sobre el campo de batalla…, ¿un saludo de fusilería a los muertos?

—Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil, poniendo a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y consagrada, puede perdurar largo tiempo.

Seward, a la derecha de Lincoln, empezó a escuchar. Había oído y pronunciado tantos miles de discursos en su vida que ya rara vez prestaba atención a uno, inclusive los propios. También él reparó en la nada común deliberación de Lincoln. Era Como si tratara de justificar —pensó Seward— ante la nación, ante la historia y ante Dios lo que había hecho.

—Nos hemos reunido en un gran campo de batalla de esta guerra. Nos hemos reunido para consagrar una parte de él al eterno reposo de los que han dado sus vidas para que esta nación Pueda vivir.

Seward asintió sin darse cuenta. Sí, ése era el motivo, el único motivo. La salvación de esa nación única formada por estados. Mientras tanto, el fotógrafo trataba de enfocar al presidente.

—Es absolutamente correcto y apropiado que lo hagamos. —Lincoln miraba ahora por encima de las cabezas de la muchedumbre hacia una colina donde se había colocado poco antes una hilera de cruces de madera. Por un instante, la mano que sostenía el discurso había caído junto al cuerpo. Lincoln se recobró y miró el texto—. Pero, en un sentido más amplio, no podemos dedicar, no podemos santificar, no podemos consagrar este suelo. Los hombres valientes, vivos y muertos, que aquí lucharon, lo han consagrado más allá de nuestro poder de quitar o añadir. —Lincoln hizo una pausa. Hubo una ráfaga de aplausos; y enseguida, para asombro de Seward, urgentes «shh» de silencio. El público no quería interrumpir la música hasta que terminara.

Seward estudió al presidente con un interés renovado, aunque sólo técnico. ¿Cómo lograba ese efecto mágico, a pesar de la voz singularmente poco meliflua y el duro acento del Medio Oeste?

Lincoln de nuevo miraba a lo lejos, soñador. Ahora, hacia el cielo. El fotógrafo, encapuchado, estaba a punto de tomar una foto.

—El mundo casi no advertirá ni recordará mucho tiempo lo que aquí decimos; pero jamás olvidará lo que ellos han hecho. —La mano con el texto volvió a bajar. Hay sabía que los ojos del Tycoon miraban hacia adentro. Ahora leía, en la plancha de mármol de su mente, un texto escrito literalmente con sangre—. Somos nosotros, los vivos, quienes debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que ellos tan noblemente realizaron. Somos nosotros quienes debemos consagrarnos a la gran tarea que aún queda al frente; recibir de los muertos a que honramos una mayor devoción a la causa por la que ellos dieron aquí. —Hay observó que la voz de trompeta se sofocaba; y que los ojos grises estaban llenos de poco habituales lágrimas. Pero el Tycoon continuó enseguida—… la última medida de la devoción; y quienes aquí tomamos la decisión suprema —la voz era ahora la de un clarín que llama a la carga— de que estos muertos no habrán muerto en vano; de que habrá en esta nación —después de esto hizo una pausa— con la ayuda de Dios… —Seward asintió: su consejo había sido aceptado.

Nico susurró a Hay:

—Acaba de añadirlo. Eso no estaba en el texto.

—… un nuevo nacimiento de la libertad; de que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no perecerá en esta tierra.

Lincoln miró pensativamente un instante a la multitud, que lo miraba a él. Luego se sentó. Hubo algunos aplausos. Hubo también risas porque el fotógrafo maldecía en voz alta: no había conseguido tomar la foto.

Lincoln se volvió a Seward y murmuró:

—Ha caído sobre ellos como una sábana mojada.

Lincoln estaba en la plataforma trasera del último vagón del tren presidencial. Saludaba con la derecha a la multitud reunida, mientras aferraba el brazo de Lamon con la izquierda.

Nicolay y Hay estaban justamente detrás del presidente. En ese vagón elaboradamente decorado había mullidos sillones rojos y verdes con fundas de encaje, un gran diván de crin, y, en todas partes, abundancia de madera incrustada, bronce y cristal. Una alfombra verde de Bruselas cubría el suelo, y una hilera de escupideras de bronce brillaba como el oro.

Los políticos invadían el vagón, ansiosos por atraer la atención del presidente. Como en sueños, Lincoln había asistido a una comida con el gobernador Curtin seguida por una recepción seguida por un sermón en la iglesia presbiteriana. Luego había subido al tren de las seis y media a Washington. Mientras el tren salía de la estación de Gettysburg, Lincoln y Lamon entraron en el vagón. El sudor corría por el rostro pálido y amarilleato de Lincoln; los ojos estaban desenfocados; la ancha boca tembiaba. Lamon parecía casi igualmente enfermo, de puro miedo.

—Chicos —susurró a los dos secretarios—, saquen de aquí a esa gente. No permitan que se acerquen al presidente.

Lincoln, sostenido por Lamon, seguía, inerte, los vaivenes del tren. Nicolay salió del vagón con el decepcionado Sirnon Cameron, mientras Hay pedía a Seward que persuadiera al resto de que se retirasen. El presidente tenía tareas urgentes, dijo Hay.

Había noticias de Stanton. Seward comprendió: había visto el rostro de Lincoln. Con repentina exuberancia, invitó a los políticos a un banquete en el vagón restaurante.

Cuando no quedó nadie, Lamon alzó en brazos a Lincoln, que no debía pesar más que un espantapájaros para un hombre tan vigoroso, y lo llevó al diván, donde lo tendió. Nicolay buscó una manta y cubrió la forma estremecida.

—¿Qué es? —preguntó Nicolay.

Lamon movió la cabeza.

—No lo sé. La fiebre, me imagino. ¿Malaria?

—Nunca la ha padecido —dijo Hay, víctima eterna de esa enfermedad recurrente.

—Supongo que siempre se está a tiempo —dijo Lamon. Lincoln tenía los ojos cerrados. Lamon mojó una toalla con agua y la puso sobre el rostro del Anciano.

De pronto Lincoln dijo en voz clara:

—Algo marcha mal. —Respiró hondo y se durmió; o se desvaneció.

Como habían acordado, David se encontró con Booth ante o pizarra de informaciones en el vestíbulo del National Hotel. Allí, como en el Willard, se anunciaban los despachos telegráficos a intervalos regulares, y no había un momento en que no hubiera una multitud reunida para leer las últimas noticias del frente, del Congreso y, ahora, de la Casa Blanca, donde el presidente había pasado los últimos días enfermo de escarlatina. No se le permitía a nadie verlo, aparte de la familia. Había rumores de que se estaba muriendo.

David no había visto a Booth desde su primer encuentro. Miss Ella Turner había acudido a la farmacia Thompson. Mientras pedía a David pastillas para la garganta, había susurrado:

—Dice nuestro amigo que lo busque a mediodía en el vestíbulo del National. —Luego se había marchado.

Booth estaba ante la pizarra. «Fighting Joe» Hooker acababa de ocupar un sitio llamado Lookout Mountain, en el valle de Chattanooga. Aparentemente, a las órdenes de Grant, Fighting Joe había aprendido por fin a pelear. Ahora el ejército rebelde estaba en retirada. Booth miró a David con el ceño fruncido. Pero cuando lo reconoció, el ceño fue reemplazado por una brillante sonrisa.

—¡Me alegro de verte, David! Hoy me marcho. —Booth condujo a David hacia una de las grandes ventanas del vestíbulo; desde los dos sillones de cuero se podía ver una fila de coches en la avenida de Pennsylvania. Caían suaves copos, curiosamente plumosos, de nieve. Como el Congreso estaba en sesión en ese momento, sólo de hallaban en el vestíbulo las palmeras en sus tiestos de cerámica. Por la puerta se veía a los barberos y los limpiabotas cumpliendo sus útiles oficios.

—¡Dios mío, David, eres un gran hombre en Richmond! Por un instante, David no pudo dar crédito a sus oídos. ¿Él, David Herold, un gran hombre?

—¿Cómo lo has hecho? ¿Qué le has dado? ¿O es un secreto? Si lo es, lo respetaré y no te preguntaré nada más.

David empezó a decir la verdad; y luego pensó que no había motivo para alterar su política habitual en estos asuntos. Desde que viera por última vez a Booth, sólo había tenido una oportunidad para envenenar al presidente. Dos días antes de que Lincoln fuera a Gettysburg, el Viejo Edward había acudido a la farmacia con una lista de recetas para la familia Lincoln. David había decidido ya que el sabor del cianuro, añadido a la Masa Azul, sería apenas perceptible, y de efecto rápido. Pero el Viejo Edward había dicho: «Basta de Masa Azul, Mr. Thompson. Mrs. Lincoln ha decretado que el presidente tome aceite de castor para ir de vientre. De modo que será aceite de castor». David, de improviso, no había podido pensar en nada que pudiese agregarse con seguridad a ese líquido claro y viscoso. Por supuesto, el sabor del aceite de castor podía neutralizar incluso la amargura del arsénico; pero la transparencia de la mezcla habría traicionado la presencia de un veneno granulado. De modo que el presidente había recibido aceite de castor inmaculado. Unos pocos días después, cuando el presidente enfermó, David creyó que había llegado el momento. Pero no se le permitió preparar ninguno de los medicamentos para la Casa Blanca porque el médico de Lincoln decidió trabajar personalmente con Mr. Thompson en la trastienda. Juntos prepararon una cantidad de mezclas con la esperanza de curar lo que era, al principio, una enfermedad misteriosa, que provocaba fiebre alta y una erupción semejante a la escarlatina, quizá causada por una intoxicación. El misterio se resolvió cuando se presentaron los síntomas de la viruela. Innecesario es decir que la Casa Blanca no quiso admitir que ésa fuera la enfermedad. Ya había suficientes rumores de que Lincoln se moría para determinar la inflación del precio del oro y la depreSión de las ventas de bonos de guerra. Y la escarlatina fue la enfermedad oficial.

—No puedo decir qué es… exactamente lo que usé —dijo David, tomando el cigarro que Booth le ofrecía—. Pero ¿sabes?, no tomó casi nada. Si lo hubiera hecho, habría muerto antes de llegar a Pennsylvania.

—Habrá otras oportunidades. ¿Nadie sospecha de ti?

—No —dijo David, con una sonrisa que esperaba resultara misteriosa, a pesar de sus dientes salientes, que convertían el gesto más delicado en una tonta mueca—. Nadie puede tener la menor idea porque me he valido de una medicina de marca registrada, es decir, que ninguno de nosotros la ha preparado. Además, los síntomas son muy parecidos a los de la viruela, que padece ahora media ciudad. Oí al médico cuando hablaba con Mr. Thompson —David estaba lleno de inspiración— y todavía existe la posibilidad de que muera.

—Eres un tesoro, David. Algún día te erigirán estatuas, te lo prometo. —Pero luego Booth frunció el ceño—. Es decir, si ganamos. Esta noche voy a Pennsylvania. Tengo allí unos terrenos petrolíferos que pienso vender. Luego iré al Canadá a hablar con los representantes de la Confederación. Si Lincoln muere entretanto, irás directamente a Richmond, donde me reuniré contigo. Pero si vive, quédate aquí y espera mis órdenes, o las del coronel.

—¿Realmente conoces al coronel?

Booth asintió.

Creo que lo conozco. De todos modos, puedo comunicarme con él, y él conmigo. —Booth se puso en pie de un salto. Siempre saltaba. David ya había advertido, con admiración, que Booth era siempre el mismo, dentro y friera del escenario—. Vamos al bar. Esto hay que festejarlo.

No había festejos en la Casa Blanca. Hay trabajaba en el mensaje presidencial al Congreso, que Lincoln y los cabezas de los departamentos habían bosquejado. Técnicamente, era un informe sobre el estado de la Unión durante 1863. Pero, a causa de su enfermedad, el Tycoon no había podido reunir todos los hilos. El informe de Stanton sobre la guerra estaba por separado, y era necesario reescribir el informe de Usher sobre el Interior. La única novedad era la primera referencia de Lincoln a la forma en que pensaba reconstituir el Sur. Desafiando a los radicales como Wade, Sumner y Stevens, pensaba otorgar plena ciudadanía a toda persona que jurara lealtad a la Unión. Cuando la décima parte de la población votante de cualquiera de los estados rebeldes resolviera aceptar la proclama de emancipación, enviaría una delegación al Congreso. En este aspecto, los radicales se disponían a atacar a Lincoln. Para ellos, once estados habían dejado de existir al retirarse de la Unión. Cuando fueran derrotados, se trataría a esos estados como territorio enemigo ocupado y se castigaría a sus jefes. Según el punto de vista de Lincoln, como antes habían sido parte de la Unión y como volverían a serlo, era una pérdida de tiempo casi metafísica preocuparse por saber dónde habían estado entretanto. Una vez aplastada la rebelión, él se apoyaría en el Artículo Cuatro de la Constitución, que facultaba al presidente a otorgar protección a los estados dentro de la Unión. Seward había puesto reparos a esta interpretación porque como todo el mundo —Lincoln inclusive— se había tomado ciertas libertades con la Constitución, suscitaba nuevamente la delicada cuestión de dentro contrafuera. A su pesar, Lincoln había estado de acuerdo en olvidar el Artículo Cuatro.

Mientras Hay ensamblaba el mensaje con ayuda de Seward y Bates, Nicolay era nuevamente el presidente de facto: recibía súplicas, contestaba la correspondencia y trataba de proteger tanto como era posible al Tycoon, que no estaba en condiciones de trabajar más de una o dos horas seguidas.

Stoddard estaba ahora a cargo de los recortes de periódicos, tarea importante porque se acercaba el año electoral. Aunque el Tycoon no había revelado públicamente sus planes, estaba decidido a participar nuevamente, estimando que, a pesar de los errores de su administración, probablemente era mejor no cambiar de caballo en mitad de la corriente, imagen que Hay encontraba poco majestuosa.

Desde luego, esa falta de majestad preocupaba mucho a numerosos críticos de Lincoln en la prensa. Stoddard leyó en voz alta a Hay y a Nicolay pasajes de los periódicos recién llegados. Charles Francis Adams enviaba desde Inglaterra un ejemplar del Times de Londres, donde se decía que la ceremonia de Gettysburg había sido «ridícula a causa de las ocurrencias de ese pobre presidente Lincoln».

Nicolay dejó la pluma.

—¿Había allí alguien del Times de Londres?

—¿Quién puede saberlo? —dijo Stoddard.

—O lo inventarían —dijo Hay, pensando bruscamente que, así como el presidente y los miembros del gabinete eran todos abogados, los secretarios eran los tres periodistas, y sin embargo no podían controlar, como hubieran debido, a la prensa, sin necesidad de arrestar a los periodistas, como encantaba a Seward.

—«No sería fácil obtener un producto más lleno de tópicos y aburrido», dice el Times del discurso del presidente.

—¿Qué dice el Times de Chicago? —preguntó Hay.

—¿Qué no dice? —Stoddard recogió un recorte de la mesa—. «Las mejillas de todos los americanos arderán de vergüenza cuando lean las necias y trilladas expresiones del hombre que debemos mostrar a los extranjeros inteligentes como el presidente de los Estados Unidos. Ni siquiera en esa solemne ocasión pudieron, él y Seward, contenerse de vociferar sus odiosas doctrinas abolicionistas». —Stoddard alzó la vista—. ¿Habló Seward?

—No —dijo Hay—. Pero debía hablar; y si hubiera hablado, eso es lo que, según el Times, habría dicho.

—El Chicago Tribune dice: «Las palabras consagratorias del presidente Lincoln perdurarán en los anales de la humanidad».

—Ese comentario es justo —dijo Hay—. ¿Saben que Edward Everett fue amigo de lord Byron?

—¿Y qué tiene que ver eso con nada? —Nicolay puso en un archivador todas las cartas que debía firmar Lincoln.

—Es muy interesante —dijo Hay, que se había sorprendido cuando, la víspera de la ceremonia, el anciano orador, ante el hogar de la casa de un magnate de Gettysburg, había fascinado a los presentes con sus insólitas memorias—. Lo conoció enVenecia hace cincuenta años. Decía que era encantador, aunque inmoral.

—Aquí hay algo curioso —dijo Stoddard, a quien no le interesaba Byron—. En el Ohio State journal

—¿El periódico de Henry D. Cooke? —Nicolay se volvió hacia Stoddard. En desorden la barba de Nico parecía la de una cabra al viento, se dijo Hay, tratando de pensar «trágicamente» (de la palabra griega que significa macho cabrío), como Byron.

—El mismo. Y del capitán Hurtt, que está ahora en la cárcel. El actual director, un tal Isaac J. Pillen, escribe: «Las frases serenas y sinceras del presidente durante un breve y bello discurso conmovieron las más profundas fuentes de la emoción y el sentimiento en los corazones de la vasta multitud; y cuando concluyó, había lágrimas en casi todos los ojos y sólo se oían sollozos sofocados». ¿Es eso lo que ocurrió?

—No —dijo Nicolay.

—Era natural que no se oyeran los sollozos, si habían sido sofocados —dijo Hay con pedantería—. Pero apuesto a que Mr. Allen será cónsul en Bangkok en lugar de ir a la cárcel.

La noche anterior, muy tarde, Seward había deleitado a varios de sus amigos y a Hay con las iniquidades de los propietarios del principal periódico de Ohio.

—Señores.

En la puerta estaba el presidente. Las ropas colgaban de él como si contuvieran, en vez de carne, un armazón de madera. Los tendones del cuello eran como sogas. El rostro estaba hundido y amarillento, pero los ojos despiertos y alegres.

—Me he levantado, como dijo el predicador al salir de la casa de la viuda.

Los secretarios recibieron con gran calidez a su jefe. Había estado tan pocas veces en su despacho durante las últimas tres semanas que las tareas de la presidencia empezaban a abrumar incluso a Nicolay, a quien ordinariamente le encantaba gobernar los Estados Unidos.

—Dice el médico que puedo moverme, sin olvidar que estoy hecho de cristal. Así que mantendré los visitantes reducidos al mínimo. Mr. Nicolay, querría el mensaje al Congreso.

—Sí, señor.

—¿Están todos vacunados?

—Sí, señor —dijo Hay.

—Me pregunto si servirá de algo. —Lincoln tomó de manos de Nicolay el extenso mensaje—. A propósito, no he tenido viruela sino varioloide, que es lo mismo pero suena más bonito. De todos modos, ha sido agradable, para variar, haber tenido algo que uno podía dar a todo el mundo. —Lincoln empezó a irse; luego se detuvo.

—Como sabrán, la media hermana de Mrs. Lincoln, Mrs. Emilie Helm, está en la casa. Como es la reciente viuda de… un general confederado —era la primera vez que Hay oía al Anciano usar la palabra «confederado»—, yo preferiría que no se dijera nada a la prensa.

—Está bien, señor.

—Es un consuelo para Mrs. Lincoln —dijo el presidente, y salió de la habitación.

Sin embargo, en ese preciso momento Emilie no era exactamente un consuelo para Mary. Aunque ésta había recibido pocas visitas desde que el presidente enfermara y llegara Emilie, hizo una excepción con su viejo amigo Dan Sickles, que acababa de llegar, golpeteando con su muleta el salón del primer piso, acompañado por Ira Harris, senador por NuevaYork. Mary los recibió, complacida, y los presentó a Mrs. Helm, que ahora parecía recuperada.

El mes anterior, Emilie Helm y su hija habían llegado a la fortaleza Monroe, donde ella había pedido un pase para retornar a su hogar en Lexington, Kentucky. De acuerdo con la ley, le dijeron que le darían el pase si firmaba el juramento de lealtad a los Estados Unidos. Como se negó, el comandante envió un telegrama al Departamento de Guerra, que a su vez preguntó a Lincoln qué se debía hacer con su cuñada rebelde. «Envíenla aquí», respondió. Mary estaba feliz. Las dos mujeres lloraron juntas, hablaron de sus muertos y evitaron los temas políticos. Mary pidió luego a Emilie y a su hija —tenía la edad de Tadque— pasaran el verano en el Hogar del Soldado. Emilie halló la idea tentadora.

Ahora Sickles miraba a la joven con curiosidad, y Harris con irritación. Mary comprendió que había cometido un error al presentarle a Emilie; y Sickles había agravado ese error al llevar a un senador no invitado y poco simpático a la residencia privada del presidente.

—Debe de haber pasado tiempos difíciles, Mrs. Helm —dijo Sickles, arrimando un taburete para apoyar el muñón.

—No es fácil —respondió Emilie— viajar con una niña durante la guerra. Pero el hermano Lincoln insistió en que nos detuviéramos aquí antes de seguir nuestro camino a Lexington.

Harris dijo:

—Creo que su marido sirvió a las órdenes de mi antiguo colega Breckinridge.

Emilie asintió.

—Sí, el general Helm acompañó al primo John… hasta el fin.

—¿Es usted prima de Mr. Breckinridge, además? —Harris parecía sorprendido.

—Mi madre lo era. No sé si «además». —La boca de Mrs. Helm empezaba a endurecerse.

—Mary intervino.

—El primo John fue una gran figura para todos nosotros. Y fue una tragedia que… —Mary calló. No podía decir nada que no fuera potencialmente embarazoso, en un sentido o en otro.

—Yo tenía muy alta opinión de Mr. Breckinridge —dijo solemnemente Harris—. ¿Cómo está, Mrs. Helm?

—No puedo saberlo. Mi marido murió hace tres meses, y no he tenido más noticias de quienes servían con él.

—Supongo —dijo Harris— que la vida es muy dura en el Sur, en estos momentos.

—Yo no he notado grandes cambios. —Elmilie estaba mucho más tranquila de lo que hubiera estado Mary ante un interrogatorio semejante.

—Pero el bloqueo debe de impedir que reciban ustedes toda clase de provisiones…

—Oh, nuestros barcos siempre atraviesan el bloqueo. —Emilie sonrió con dulzura—. El puerto de Charleston nunca ha estado más activo.

—¿Cómo está la querida Mrs. Sickles? —preguntó Mary rápida, demasiado rápidamente, puesto que por consenso general nunca se mencionaba a esa mujer; no tanto porque su marido había matado al que podía ser o no su amante, como porque el había regresado a ella y, lo que era peor, ella a él.

—Oh, Teresa está espléndida. En NuevaYork, en la casa de la calle Noventa y Uno —dijo Sickles con absoluta tranquilidad. ¿Cómo está el presidente?

—Levantado y mejor. La semana pasada asistió a una reunión de gabinete, aunque se fatigó mucho. No ha sido la viruela, como dicen los periódicos. Sólo varioloide, y fatiga general.

—Es una pena —dijo Emilie— que no puedas llevarlo a Lexington para que respire buen aire una o dos semanas.

—No creo que abandone la oficina telegráfica un solo día. Quiere saber de inmediato las noticias de la guerra.

—Seguramente se habrá alegrado por Chattanooga dijo Harris. —Miró, desafiante, a Emilie—. Los rebeldes huyeron como conejos.

—Emilie respondió de inmediato en igual tono.

—Si es verdad, senador Harris, será por el ejemplo que les dieron ustedes en Bull Run, Manassas, Chancellorsville y Fredericksburg.

Mary sintió el presentimiento de un severo dolor de cabeza. El senador Harris tenía la boca abierta, y los ojos claros de Sickles brillaban peligrosamente.

—No deberíamos hablar hoy de estas cosas. —Mary balbuceaba, y siguió balbuceando hasta que creyó pasado el mal momento. Pero no había pasado. Bruscamente, el senador Harris se dirigió a ella.

—¿Por qué no está en el ejército su hijo Robert? Tiene edad y aptitud.

—Está terminando sus estudios en Harvard…

—Debería dar ejemplo —dijo el senador, inexorablemente.

—A su tiempo lo hará. —Mary empezaba a sentirse débil—. Hace tiempo que quiere alistarse.

—Pues lo único que tiene que hacer… —empezó el senador, pero Mary lo interrumpió.

—Señor, no es un cobarde, como parece insinuar usted. Lo cierto es que he perdido un hijo hace muy poco…

—Pero no en la guerra, Mrs. Lincoln —dijo Harris—. Ahora bien: yo tengo un solo hijo, y está peleando por su país, con mi bendición. —Se volvió hacia Emilie—. Y si tuviera veinte, los veinte pelearían contra los rebeldes.

Emilie se puso de pie.

—Si yo tuviera veinte hijos, senador, le aseguro que derrotarían a los suyos, y con mi bendición. Mary también se puso de pie.

—Señores, les agradezco la visita —dijo. No ofreció su mano a ninguno de los dos hombres. Mientras se alejaban, dijo a Emilie—: Lo siento, hermanita. La vida aquí es muy dura.

—En todas partes es dura. Pero un instante después, Sickles volvió a la habitación.

—¿Podría ver un momento a Mr. Lincoln?

—¿No está en el despacho?

—Dicen que está acostado.

—Si Mr. Lamon le permite entrar en el dormitorio, podrá verlo, por supuesto.

Mientras Sickles se marchaba por el pasillo, Emilie dijo:

—No puedo quedarme, hermana Mary.

—¡Debes quedarte! No tomes esto tan en serio. Será diferente en el Hogar del Soldado, donde estaremos solas. Nosotros, tú, Willie, Aleck y Ben, también, aunque todavía no lo he visto. Pero los demás lo han visto y me han contado.

Emilie sacudió la cabeza, como si hubiese perdido el sentido del oído.

—¿Qué has dicho de Ben y Aleck? —Willie viene a verme todas las noches. Se queda al pie de mi cama. Está tan… lleno de luz. Me sonríe, y me habla de los que se han reunido con él. Ha visto a tu Ben, que se siente bien y es feliz. A veces Aleck viene con Willie, y el pequeño Eddie ha venido a ver dos veces a su madre. Me recuerda. ¿Te imaginas, Emilie? Me recuerda, después de tantos años, aunque era muy pequeño cuando se fue.

Emilie rodeó con sus brazos a Mary, como si fuera ella la hermana menor, la niña.

—Me alegro por ti —susurró—. Me alegro mucho de que veagan a visitarte.

Dan Sickles no estaba nada alegre. Mientras recorría apoyado en la muleta la habitación del presidente, describió la conversación con Emilie. Lincoln estaba, completamente vestido, en la cama. Cuando Sickles terminó de hablar y de moverse, Lincoln observó:

—Esa muchacha tiene la lengua de los Todd. No es prudente discutir con ninguno de ellos.

—Señor, no es prudente que tenga usted en su casa a esa rebelde. —Sickles golpeó con la palma el pie labrado de la cama. Lincoln se incorporó como si él hubiera recibido el golpe.

—No es usted, general Sickles, quien puede aconsejar a mi esposa o a mí a quién invitar a nuestra casa, como lo hemos invitado a usted, a pesar de las críticas.

—Lo siento, señor. No debería haber dicho eso, pero…

—No debería haberlo dicho. —Lincoln estaba glacial—. Y de todos modos, no es culpa de ella si está aquí. Yo tengo la culpa de eso, como de tantas otras cosas.

El 14 de diciembre, Lincoln firmó un pase para que Emilie Todd Helm y su hija Katherine pudieran retornar a Lexmgton.

—También he preparado el juramento de lealtad —dijo con una sonrisa— y el perdón.

—Nada he hecho que deba perdonarse, hermano Lincoln. La familia estaba sentada a la mesa del desayuno; por lo menos, Lincoln, Mary y Emilie estaban sentados. Tad y Katherine miraban por la ventana las cabras de Tad.

—Oh, por favor, firmalo, Emilie —dijo Mary—. No es más que un trozo de papel.

—No puedo. Aún soy leal a Ben; y a nuestro país.

—Mary movió la cabeza, alelada. Tenía nuevamente la sensación de la más completa irrealidad.

—¿Alguna vez —preguntó— despertaremos de esta pesadilla? Lincoln rompió el documento y dijo a Emilie:

—Cuando supe que Ben había muerto, me sentí como David, en la Biblia, cuando se entera de la muerte de Absalón: «¡Quién me diera que muriese yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!».

—Y ahora volverás a abandonarme —dijo Mary a Emilie—. ¿Es que se puede soportar la vida?

No hubo respuesta en la mesa. Luego Tad dijo a su prima, en voz muy alta:

—¡No! —Y gritó a su padre—: Ella dice que Jeff Davis es el presidente y yo digo que tú eres el presidente. Y no es posible que los dos lo seáis, ¿verdad? —La mente de Tad era con frecuencia legalista.

—No —dijo Lincoln, sonriendo—. No es posible. Y ése es todo el problema. Pero tú, Tad, sabes quién es tu presidente; y Katherine sabe quién es su tío Lincoln, y eso es suficiente.

Era más que suficiente para Mary, que huyó de la habitación. Había visto bruscamente un nimbo de fuego sobre la cabeza de su marido. Se estaba volviendo loca de nuevo; y esta vez quizá fuera sin retorno.