Una fría tarde gris, David se presentó en la entrada posterior del Teatro Grover. Sufría, como se le había dicho a Mr. Thompson, de viruela, que en ese momento hacía estragos en la periferia de la ciudad y sobre todo en los barrios negros y alrededor del Astillero. En realidad, David gozaba de excelente salud; pero había decidido reservar para sí el mes de octubre. Había ahorrado algo de dinero. Vivía nuevamente en su casa, más tranquila desde que dos, ¿o eran tres?, de sus hermanas habían salido del hogar para entrar en el matrimonio o algo que lo parecía. Aunque la señora de los jamones estaba enfadada con él, siempre podía contar con que Sal Austin le pidiera alguna tarea en Marble Alley, donde le pagaban en especie. También trabajaba de vez en cuando en el teatro de Mr. Ford, y en el nuevo local de Mr. Grover, que se había inaugurado la semana anterior con gran revuelo: era un teatro flamante construido sobre las ruinas del viejo Teatro Nacional en la calle E entre las calles Trece y Catorce. Mr. Grover era un hombre agradable, a pesar de que era yanqui y procedía del oeste de Nueva York. Conocía de vista a David; no por su nombre como lo conocía Mr. Ford, que era de Maryland.
La entrada de actores se hallaba en un callejón, detrás de la calle E. Algunos decorados para la función de esa noche se encontraban aún en el carro que los había traído. Integraban el elenco estable dos actores a quienes David admiraba, E. L. Davenport y J. W. Wallack; y el punto culminante de la temporada sería una función de caridad en que Charlotte Cushman desempeñaría el papel de lady Macbeth en Macbeth, obra que disgustaba tanto a David como la famosa Miss Cushman, una actriz dramática que parecía una yegua vieja y siempre se alojaba en casa de Mr. Seward cuando venía a Washington. Si hubieran sido ella menos espantosa y él menos viejo, eso habría sido un escándalo. Pero tal como eran, a nadie le importaba.
El director de escena gritó a David que ayudara con el decorado del tercer acto, que aún no estaba montado. Una docena de tramoyistas preparaban el escenario, disponiendo sillas y mesas. Parecía un ambiente opulento y exótico. Lámparas de petróleo iluminaban, detrás del escenario, una jungla de cuerdas, altas y peligrosas pasarelas, telones de fondo, mobiliario. La costosa luz de gas sólo se utilizaba durante la representación.
Como en ese momento el telón de boca estaba alzado, David pudo distinguir el interior, recientemente remodelado, del teatro, fantasmal a esa escasa luz. Olía, como siempre, a cola de carpintero, a virutas, a pintura barata; durante la función el olor sería el de los actores sudorosos y las actrices perfumadas y el acre olor a oxígeno quemado de las luces de carburo, y el de ese polvillo que parecía cubrirlo todo. David nunca se cansaba de estar entre bastidores, ni tampoco le habría molestado, a buen seguro, encontrarse frente al público.
Para su sorpresa, vio allí a Edward Spangler, uno de los tramoyistas estables de Mr. Ford.
—Como aquí necesitaban ayuda, Mr. Ford hizo la vista gorda. —Spangler era de Maryland; hablaba despacio y, aunque tenía el rostro enrojecido por la bebida, era capaz y digno de confianza y sus servicios eran muy estimados.
David ayudó a Spangler a montar una glorieta de hojas de papel verde pegadas a un frágil enrejado de madera.
—¿Qué obra es? —preguntó David, que casi nunca leía los periódicos y que no había estado cerca de un teatro durante toda la semana anterior.
—La perla de Saboya, aunque no sé de qué trata. Sólo que hay nueve cambios de escena, creo. Y que quieren un caballo, aunque no creo que Mr. Grover lo permita después de lo que pasó hace unos días.
—¿Qué fue?
—Lo que ocurre siempre que metes un caballo en el escenario.
David rió.
—Vi uno en una obra de Shakespeare, cuando Forrest estaba aquí.
—Pues no lo verás esta noche. La heroína dirá: «¡Mirad ese corcel blanco recortado contra el poniente! Montaré en él ahora mismo», y se irá. Y no deberías dejar de verla. —Spangler silbó.
—¿Quién es?
—No sé, David, nunca sé sus nombres. Sólo si me gustan o no me gustan, según los casos. ¿Quieres trabajo en el Ford?
David asintió; puso cuidadosamente a un lado la glorieta.
—Me estoy tomando unas vacaciones en la farmacia. Thompson cree que estoy enfermo, y así es, de trabajar allí.
—No abandones eso —advirtió Spangler, para fastidio de David. Aparentemente, malgastar la vida preparando recetas en la trastienda de una farmacia de la calle Quince le parecía perfecto a toda la gente que conocía. Al menos sus amigos secesionistas sabían que llevaba una doble vida; pero Spangler, que también lo era, no sabía nada de los jinetes nocturnos, del coronel, de Mr. Henderson o de Surrattsville. Simplemente pensaba que David Herold tenía un buen empleo para su edad y que debía Conservarlo.
—¿Qué ponen en el Ford? —preguntó, deseoso de alejarse del sórdido tema de su trabajo y sus limitadas perspectivas.
—El hijo del viejo Junius Brutus trabajará allí dos semanas, a partir del primero de noviembre. Me gustaba mucho el padre. En realidad, yo construí la mayor parte de su casa de Cockeysville, cerca de Baltimore, cuando Johnny era un chiquillo.
—¿Es verdad que es el astro más joven del mundo? —preguntó David, mientras ambos llevaban un muro de rocas, cubierto de hiedra, hacia la derecha del escenario.
—No lo sé, Davie, ¿por qué?
—Eso decía el cartelón que pusieron allí la primavera pasada. Lo vi en Ricardo III. Pero no se podía ver si era joven con esas patillas y esa nariz.
—Supongo que sí, que es un astro. No como su padre. Pero el viejo Junius Brutus Booth era el mejor actor que he visto nunca, y ciertamente el más loco; y el joven Junius Brutos el administrador más tacaño. El verdadero actor de la familia es Edwin, y Johnny… no es más que Johnny. Debe de tener veintitrés o veinticuatro años.
De pronto, David sintió la eterna congoja que sentía cuando pensaba en lo que podría haber sido. Ésta era aún mayor cuando pensaba en los actores; no sólo conocían a las actrices y trabajaban con ellas, sino que todas las muchachas de la ciudad los miraban. En abril, John Wilkes Booth había tenido un gran éxito, y las mujeres de la ciudad no hablaron de otra cosa durante semanas, y compraban en la tienda la foto de su ídolo. Pero Spangler prefería hablar del viejo Booth.
No había otro como él en el escenario, y tampoco fuera de él. Era inglés, y se estableció aquí hace más de cuarenta años, cerca de Baltimore. Tuvo diez hijos y jamás mató una cosa viviente.
Spangler sacó del bolsillo trasero una petaca de whisky casero de maíz. David bebió un sorbo por cortesía, y sintió que le ardía la garganta. Spangler bebió a conciencia. Aunque nunca dejaba de beber, jamás estaba ebrio cuando trabajaba.
—El viejo Junius Brutus tenía en su granja toda clase de animales, pero ni siquiera mataba a las gallinas. Una vez, cuando estaba en el Oeste, encontró en el campo un montón de aves muertas, y contrató a un sepulturero para que las enterrara y a un predicador para que celebrara un funeral.
—¿Estaba realmente loco?
Spangler frunció el ceño; luego empujó a David hacia un lado porque una enorme puerta estaba a punto de atropellarlos. David miró para ver si había llegado alguno de los actores principales. Pero sólo estaban algunos viejos actores característicos, que se maquillaban al amparo de una lona.
Mientras ambos montaban una fuente italiana, Spangler dijo:
—Estaba loco parte del tiempo. Pero era un alma noble. Creía en ese viejo griego, Pitágoras; él decía que no había que matar ninguna criatura viva porque te pueden encantar o algo así. Ahora, cuando se emborrachaba en el teatro… —Spangler rió.
David recordó una anécdota del viejo Junius Brutus.
—¿No era él el que después de un rato de estar muerto en el escenario se levantó y preguntó al público: «¿Qué os ha parecido?»?
—Otelo. —Spangler asintió—. Y a veces, cuando tenía una espada en la mano, trataba de matar realmente al otro actor, y todos tenían que sentarse sobre él para tranquilizarlo.
—¿No decías que jamás mataba una mosca?
—Eso era cuando estaba sobrio. Borracho era temible. Una noche estaba tan mal que lo encerraron en el camerino, aullando por un trago. Y un amigo se acercó con una botella, y Junius Brutus pasó una pajilla por el ojo de la cerradura y se bebió el whisky.
—¿Era tan buen actor como su hijo Edwin?
—Bastante más raro. Una vez se hizo amigo de un ladrón de caballos en Lexington, Kentucky. Y no pudo salvarlo. Después de que lo colgaron, el viejo Junius Brutus se llevó el cadáver y le dio sepultura cristiana; pero antes le quitó la cabeza, que luego puso a hervir hasta que sólo quedaron los huesos. Y a partir de ese momento, ésa fue la calavera que usó siempre que representaba Hamlet.
David estaba estremecido y encantado.
—Eso es macabro…
Spangler asintió.
—Y también lo es que, hasta el día de hoy, cuando Edwin hace de Hamlet, usa él también la calavera del ladrón de caballos.
—En el vestíbulo del Teatro Grover, Hay y Kate Chase (que en menos de dos semanas sería Mrs. Sprague) aguardaban bajo las sibilantes lámparas de gas, entre damas con vastos miriñaques. Los colores de moda esa temporada eran vivos pero de tono oscuro: rojo borgoña, verde bosque, y el negro más profundo para las viudas que ya no llevaban luto entero, aunque no fueran todavía alegres. Kate llevaba terciopelo verde, y tenía el ceño fruncido. Hay había tenido una agradable sorpresa cuando ella le había pedido que la invitara al teatro y luego al Harvey’s Oyster Saloon.
—«Son mis últimos días de soltera», había dicho.
—Hay y Kate estaban junto a la pared, debajo de una copia de la copia del célebre cuadro de Mrs. Siddons. Cuando la gente se acercaba a cumplimentar a Kate, ella ostentaba su acostumbrado porte señorial. También Hay recibía el homenaje de hombres dos y tres veces mayores que él. En suma, era espléndido ser el segundo secretario del presidente durante una guerra, un momento en que todos los habitantes de la nación querían algo del gobierno. Las mareas de dinero que Chase había lanzado al mundo desde las prensas del Tesoro refluían ahora, como las mareas del plenilunio, a la capital, donde decorosos caballeros de rostro honesto, pelo y barba gris y sonrisas amables recogían con sus cubos todo lo que podían de ese mar de papel verde. Simon Cameron, el príncipe de la corrupción en persona, se acercó a ellos.
—Ah, Miss Kate, una espléndida unión…
Kate le dedicó una sonrisa oblicua.
—Cómo dice eso, general Cameron, con once estados.
Cameron se echó a reír.
—Usted sabe a qué unión me refiero. Es muy afortunado el gobernador Sprague.
—¿Vendrá usted a la recepción? —Como Kate era ahora una empresaria política de jornada completa, las invitaciones a Seis y E siempre obedecían a un cálculo deliberado. De todo el campo enemigo, sólo Hay era invitado regularmente. A Kate le agradaba hacerle bromas, y también a él devolvérselas. A veces ella intentaba tirarle de la lengua acerca del presidente, pero él nunca le decía nada que pudiera tener la menor utilidad. Por el contrario, deslizaba ocasionalmente alguna información errónea para confundir a la facción de Chase, encabezada ahora por un corrompido senador de Kansas llamado Pomeroy, además, por supuesto, del senador Sprague y los hermanos Cooke.
—Sólo he venido aquí —mintió Cameron con su fina voz susurrante— para celebrar su boda.
—Es usted muy amable. —Kate lo miró con toda la irradiación de sus ojos, claros como de ágata a la luz de gas.
—¿Qué noticias hay del Oeste? —preguntó Cameron a Hay.
—Sólo estuve allí dos semanas —dijo Hay. El presidente lo había enviado a Illinois y Ohio para vigilar las elecciones estatales. Ni Lincoln ni Stanton habían repetido el error de las desastrosas elecciones de noviembre del año anterior. Los regimientos de los estados dudosos fueron enviados con licencia a su hogar para la elección. Cuando el general Grant se negó a enviar los cuarenta mil soldados de Ohio que integraban sus tropas, Stanton logró algo sin precedentes: que votaran donde estaban. Es innecesario decir que los cuarenta mil votaron casi unánimemente por el partido republicano, y Ohio volvió a ser un estado republicano. Como todos los demás estados, excepto Nueva Jersey. Pero el Congreso, debido a las elecciones del año anterior, tenía aún fuerte oposición demócrata.
—Me alegro, Mr. Hay, de que el presidente haya escuchado mi consejo de traer parte de las tropas a sus hogares para votar. Podríamos haber perdido al gobernador Curtin de otro modo. Aunque eso —dijo ceñudo— tampoco hubiera sido, en sí, una gran pérdida. —Cameron desapareció entre la multitud.
El general Dan Sickles se acercó con sus muletas. En los últimos tiempos, se había desarrollado una relación amistosa entre Hay y él. Sickles estaba muy contento de ser un héroe de Gettysburg.
—No podré bailar en su boda, Miss Kate —dijo con los ojos brillantes—. Pero marcaré el compás con mi pierna.
—Y yo lo aplaudiré, general Sickles. Y le haré una guirnalda de laurel.
Mientras Sickles se alejaba, Hay dijo:
—Es sorprendente cómo ha cambiado su carácter desde que ha perdido esa pierna. Es como si todo el escándalo se hubiese borrado y él hubiera renacido como un héroe.
—Siempre ha sido un héroe. Para mí, todo hombre que mata al amante de su esposa es un héroe. —Kate ocultó con su abanico la parte inferior de su cara, de modo que Hay no pudo saber si lo decía en serio o no.
—Todo el mundo dice que Mr. Key no era el amante de la mujer.
—Lo que me interesa es la idea misma —dijo Kate—. Se aproximaron entonces, si no una pareja de amantes, al menos un y una mujer visiblemente enamorada de él. Aunque Besie joven Hale no había cumplido los treinta, parecía mayor. Era regordeta; tenía doble papada; se ruborizaba fácilmente pero no por un igual. El joven no era otro que el astro más joven del mundo, John Wilkes Booth. Kate y Hay lo habían visto representar en la primavera, en el Grover, y muy atléticamente, Ricardo III, junto a su padre y a sus dos hermanos. Todos consideraban osado que Wilkes, como lo llamaban, compitiera con la celebridad de su padre y sus hermanos mayores. Los conocedores pensaban que en realidad no competía, porque no alcanzaba la categoría del resto de su familia. Pero mientras él actuó se vendieron todas las localidades. Y aunque sólo fuera eso, la combinación del nombre famoso con una extraordinaria belleza habían hecho de él, quizá no el astro más joven del mundo, pero ciertamente un actor muy popular.
—Oh, Katie. —Bessie tenía la cara roja y blanca de excitación.
—De todas las chicas de Washington, era ella quien había apresado a esa deseada luminaria.
—Sin duda conoces a Mr. Wilkes Booth. Lo vimos aquí mismo, juntas. ¿Recuerdas?
—¿Cómo —dijo Kate con picardía— podría olvidar al hombre más guapo de América?
Booth se inclinó mucho sobre la mano de Kate. Era cierto, pensó Hay, irritado. El pelo era negro y encrespado, románticamente, como el de lord Byron. La piel era suave y pálida, y el bigote cortado como el de Hay; pero mientras éste era algo desordenado, el de Booth era suave y sedoso. La frente parecía labrada en marfil, y los ojos tenían el lustroso color de la miel más clara. La mano que estrechó la de Hay era sorprendentemente grande y musculosa para un hombre tan bajo; pero Booth era tan musculoso como un acróbata, y cualquiera que lo hubiera visto en el escenario podía atestiguarlo. En Ricardo III saltaba unos cinco metros desde la montaña hasta el valle del decorado en busca de un caballo a cambio de su reino. A Hay nadie le había disgustado más a primera vista, nunca. Pero Booth era un seductor; sedujo fácilmente a Kate y gradualmente a Hay. Habló de la obra que iban a ver, La perla de Saboya.
—Bien representada, tiene buenos momentos. La vi en Richmond, cuando yo actuaba allí.
—¿Richmond? —A Kate se le agrandaron los ojos—. Usted trabaja en la capital enemiga…
Los dientes de Booth eran blancos y regulares; ¿era totalmente perfecto?, se preguntó Hay.
—Eso era dos años antes de la guerra. Yo tenía sólo diecinueve…
—¿El astro más joven? —dijo Kate, inquisitiva.
—Bueno, yo era joven. Y tenía un papel importante. Pero ha sido Mr. Grover quien dio publicidad a eso la primavera pasada. A mí me gustaba Richmond porque el público me aceptaba. No como ocurre en NuevaYork, donde todos dicen que me falta madurez y que no soy tan bueno como mis hermanos o mi padre. Por lo que parece, debo esperar hasta la vejez, o a que mis hermanos se retiren. De todos modos, Miss Chase, es verdad que es usted la mujer más bonita de Washington. Como Miss Hale —se volvió con tacto hacia Bessie— me había advertido.
—¿No hacen una hermosa pareja? —susurró Bessie—. ¿Kate?
—¿Y yo? —preguntó Hay, inocentemente.
—No. Y Mr. Booth. Aunque usted, Mr. Hay —agregó Bessie, cuyo padre era hostil a Lincoln—, no carece de cierto sano encanto.
—Sano —murmuró Kate—. Ésa es la palabra.
—Quizá Mr. Barnum debería incluir a los dos en su circo —dijo Hay, sin poder contenerse—. Ambos juntos, como estatuas, en el escenario; y todo el mundo los adoraría.
—¿De veras lo harían? —preguntó Kate con todas las apariencias de la seriedad.
—¡Oh, sí! —dijo Bessie, con seriedad y sin celos—. Sin duda.
—¿Y pagarían para vernos? —insistió Kate.
—Barnum puede conseguir que la gente pague para ver absolutamente cualquier cosa —dijo Hay, advirtiendo que la perfección de Booth desaparecía en el dorso de una mano, donde tenía sus propias iniciales burdamente tatuadas con tinta.
—Yo estoy dispuesto, Miss Chase. —Los ojos de Booth brillaban—. Apareceríamos de blanco, como los dioses griegos.
—¿Tal como se representan en mármol o en yeso? —dijo Hay con gracia.
—No, John; como nubes del Olimpo —dijo Kate, encantada con su presunción, y también con su conquista.
Kate y Hay se instalaron en el así llamado palco presidencial, ocupado también por lord Lyons y miembros de su embajada. Lyons atendió a Kate con galantería y le cedió la mecedora del presidente, de donde se veía mejor el escenario, aunque incluso la mejor vista desde ese palco no era buena. Para no parecer monárquicos, tanto Grover como Ford habían construido, a la izquierda y a la derecha del escenario, en la primera galería, grandes palcos que podían dividirse por la mitad si era preciso. Se hallaban situados y protegidos por cortinas de tal forma que sus ocupantes no podían ser vistos por el público; sólo los actores podían ver desde el escenario quiénes estaban en los palcos, en tanto que los ocupantes mismos veían la escena al sesgo. Desde hacía poco tiempo, como había acabado el luto de Madam, los Lincoln concurrían asiduamente. Madam prefería la ópera; el Tycoon, Shakespeare y la farsa. Por eso, el presidente iba a veces solo o con Hay, en tanto que Madam asistía acompañada Por algún amigo —con frecuencia el senador Sumner— a representaciones de ópera italiana o de operetas alemanas. Era corriente que Lincoln, en el último momento, pidiera a Hay que preguntase a Grover o a Ford si admitirían que el presidente se deslizara secretamente en el teatro, lo que ambos empresarios se apresuraban siempre a aceptar. Lincoln aguardaba en una calle lateral hasta que se alzaba el telón, y luego subía deprisa al palco, acompañado por un policía. Con frecuencia, por Lamon.
—¿Qué encuentra en Bessie Hale —preguntó Kate apenas brotó la obertura del foso de la orquesta— el hombre más guapo de América?
—Adoración.
—Ah, eso —dijo Kate con frialdad—. Yo hubiera pensado que él dispone ya en exceso de esa mercancía.
—También podría ser un despierto intelecto. —Hay tuvo que retirar vivamente su pie, antes de que lo rebanara el brusco movimiento de la mecedora presidencial.
—Me parece un misterio —dijo Kate, mirando a su alrededor.
Lord Lyons creyó que la muchacha le hablaba.
—¿Qué es un misterio, Miss Chase? —preguntó su señoría, con su habitual pequeña sonrisa en las comisuras de los labios.
—La belleza masculina y su efecto sobre las mujeres. Y sobre las demás personas —dijo Kate, burlándose delicadamente de Hay. Pero lord Lyons no toleraba que lo dejaran de lado.
—Alude usted a mi belleza, por supuesto, y a su efecto devastador. Yo, personalmente, encuentro que es una carga. Pero, para un diplomático tiene cierta utilidad. Para servir a mi país, deslumbro deliberadamente.
—«Mis ojos deslumbran» —citó Kate, cediéndole el triunfo.
—Pero —dijo Lyons reconociendo la cita— él no murió joven, a pesar de Washington y sus fiebres.
—En marzo pasado, cuando lord Lyons había aparecido en uniforme de gala para anunciar el matrimonio del príncipe de Gales con una princesa de Dinamarca, el presidente había recibido con solemnidad la solemne noticia; y luego había dicho a lord Lyons: «Id vos y haced lo mismo».
Se elevó entonces el nuevo telón del Grover, que tenía pintado un busto de Shakespeare; las luces se oscurecieron. Hay siguió con atención la obra, muy romántica y grandilocuente. Durante una emotiva escena de amantes que se separaban, oyó un suspiro a su lado. Se volvió y a la media luz del escenario vio a Kate, con el puño apretado contra la boca, tratando en vano de ahogar los sollozos. Tenía el rostro bañado en lágrimas. Advirtió que él la miraba; movió la cabeza como para decir que no podía parar y que él debía apartar la vista, cosa que él hizo.
Más tarde, en el Harvey’s Oyster Saloon, debajo de los inmensos ventiladores inmóviles, Kate no hizo la más mínima alusión a sus lágrimas, ni tampoco Hay. En una mesa situada en un rincón comían ostras guisadas.
—Las primeras ostras del Rappahannock en dos años —dijo sonriendo el camarero, mientras servía el humeante contenido de una sopera de peltre en dos cuencos de porcelana gruesa. Los camareros iban y venían sobre el suelo de mármol blanco y negro; sus tacones repiqueteaban como los de las bailarinas españolas de Mr. Barnum. En una mesa vecina, el general Dan Sickles presidía una reunión de oficiales superiores y bellas damas; ninguna era su esposa, pero cada una era la respetable esposa de alguien. En varias salas del Harvey se obedecían ciertas normas de corrección muy refinadas, pero absolutas; en otras no era así, como había comprobado Hay algunas veces. En una ocasión había osado incluso llevar a Azadia al salón del primer piso; la presentó, a quienes lo conocían, como la hija del gobernador Seymour, de NuevaYork. Si el Anciano se enteró de esa ocurrencia, nada dijo a Hay. Era natural: en lo que concernía a las mujeres, el Anciano era siempre mudo, aunque nunca sordo. Le encantaban las bailarinas; y el Y Hay solían devorarlas con los ojos mientras aguardaban, en los bastidores, el momento de salir a escena. Una vez presidente y secretario habían coincidido en su admiración a cierta bonita bailarina, hasta que el Tycoon reparó en sus pies, que eran grandes. «Una araña», murmuró, «no tendría la menor posibilidad de salvación». La visión de los bastidores, nada obstaculizada ni inhibida, era la única ventaja del palco presidencial.
—¿Adónde iréis… después? —Ni Hay ni Kate aludían nunca directamente a la próxima boda.
—Iremos a Providence a ver a Fanny. —Kate pronunció el nombre de modo humorístico—. Mi futura suegra es una danta muy enérgica.
—Lo sé. Yo la veía con frecuencia cuando estaba en Brown. Es un dragón.
Kate no reconoció la dragonidad de Fanny.
—Luego iremos a Ohio, donde padre quiere que todos me vean. ¿Sabes cómo me llaman allí los periódicos? «Kate, la fierecilla». No sé por qué. ¿Soy una fierecilla?
—No me parece. Quizás —Hay bajó la voz hasta un murmullo conspirador— sea por envidia.
—¡Eso no puede ser! —Kate dejó caer con ruido la cuchara sobre la mesa manchada por varias generaciones de ostras guisadas—. Si soy sencilla, diáfana, insignificante…
—Y cursi —dijo Hay, pensando en Booth.
—Es verdad. Y tengo la nariz demasiado respingona, según el general Garfield.
—¿Te ha dicho eso?
—A mí no; a su mujer, que se lo ha contado a todo Ohio. —Es un bribón.
—¿Se lo dirás?
—Lo haré. Un bribón; y tiene miedo de ti.
—Me gustaría que me tuvieran miedo. —Kate frunció el ceño—. Nadie me teme.
—Yo si.
—Oh, tú. Y tú, ¿cuándo te vas a casar?
—Todavía soy muy joven.
—Los jóvenes crecen alguna vez.
—Si me hubieras esperado, yo me habría casado contigo.
—Hay no podía creer lo que había dicho. Pero Kate sí podía.
—Tú y yo nunca hemos tenido tiempo para nosotros mismos —dijo, pensativa—. Y no hay mucho tiempo para nadie, en realidad. Todos debemos ir tan velozmente hacia… nuestras metas.
El corresponsal en Washington de la Cincinnati Gazette se detuvo junto a su mesa. Kate logró una deslumbrante sonrisa para el amigo y partidario de su padre mientras Hay le guiñaba el ojo. Reid sólo era uno o dos años mayor que Hay, y aunque los dos jóvenes estaban en distintos campos, se llevaban bien. Después de los cumplidos habituales, Reid preguntó a Hay si Frank Blair, junior, regresaría al Congreso.
—El «impasse Blair», como lo llamaban en la Casa Blanca, era cada vez más impasable. Frank Blair, junior, se negaba a abandonar su escaño del Congreso, y también su mando en el campo de batalla. Servía como mayor general, y con gran distinción, a las órdenes de Sherman, en el Oeste. Como el mismo Blair jamás cedería ninguno de sus dos cargos, el presidente o el Congreso debían decidir por él.
—No tengo idea —respondió Hay, quien sabía que el Tycoon había tomado su decisión. Blair volvería al Congreso, Y ayudaría a organizarlo. Sería propuesto como presidente de la Cámara. Si era elegido, renunciaría al ejército y permanecería en el Congreso. Si no era elegido, se uniría nuevamente a Sherman y a Grant, que tenían gran estima por el único general político que «servía para algo» según la expresión de Sherman.
—Ciertamente, ha hecho bastante ruido. —Reid le sonrió a Kate—. Ese discurso de St. Louis…
—¡Ha sido infame! —Kate no era una lánguida novia sino una furiosa militante política—. Atacar a mi padre por permisos de comercio con el enemigo, cuando no ha hecho nada, absolutamente nada, por el gobernador Sprague, que está desesperado por conseguir uno… Oh, ¡cómo me gustaría ver a Mr. Blair en la horca!
Hay miró a Kate, y vio que hablaba en serio. Reid comprendió lo mismo, y se excusó. Kate se volvió a Hay.
—Los miembros de esa familia son peores que los rebeldes, y no puedo comprender por qué Mr. Lincoln les deja hacer.
—Son moderados como él.
—Yo creía que Mr. Stanton había relevado al general Blair y… —Kate se interrumpió bruscamente: se suponía que no debía conocer un curioso incidente entre el presidente y el secretario de Guerra. Después del discurso de St. Louis, Stanton había relevado de su mando a Blair. Lincoln había ordenado a Stanton que dejara la medida sin efecto. Esto había provocado cierta confusión y embarazo. Tanto Hay como Nicolay suponían que Stanton colaboraba secretamente con Chase. El Tycoon no dijo lo que pensaba, fuera lo que fuese. Pero se había enfadado con Stanton. Y los Blair, no es necesario decirlo, se habían levantado en armas. Habían jurado destruir a Chase, a Stanton y a todos sus demás enemigos. Si lo conseguían, había dicho Hay a Nico, Norteamérica sería nuevamente una floresta primigenia.
—Hubo un malentendido —dijo suavemente Hay—. De todos modos, el general Blair es todavía un general y un miembro del Congreso, y este invierno ocupará su escaño como los demás.
—Mi padre es un santo —dijo Kate, negándose a que el camarero le sirviera una segunda ración—. Perdona a sus enemigos.
—¿Y tú no?
—No.
—Porque no los tienes.
—Sí que los tengo. —La sonrisa de Kate era radiante—. Yo vivo
—Para mis enemigos.
—Mientras ellos terminaban sus ostras del Rappahannock, David Herold empezaba sus humildes ostras fritas del Chesapeake. No podía creer en su buena suerte. Después del teatro, había ido con Spangler al restaurante de Scala. Él y Spangler, en el extremo de una larga mesa, bebían cerveza y miraban al público cuando entraron Wilkes Booth y una muchacha rubia, delgada y bonita. Scala los recibió cálidamente y los condujo a una mesa apartada.
—No es la chica que estaba con él en el teatro. —David había visto a Booth durante la representación.
—Me imagino que habrá cambiado de corbata —dijo Spangler, con un diente roto en su sonrisa—. No he visto un chico como él con las mujeres o, mejor dicho, tantas mujeres para un solo chico. Incluso cuando era un adolescente se amontonaban a su alrededor. Siempre ha podido elegir lo que deseaba.
—Eso es espléndido, ¿verdad? —David miró al actor y a la chica rubia y se preguntó qué habría ocurrido si él, y no Wilkes, hubiese sido hijo de Junius Brutus. Seguramente no habría tenido que trabajar en una farmacia o como tramoyista. Habría sido también actor. Mientras miraba, advirtió de pronto que había cierto parecido fisico entre Wilkes Booth y él mismo. Ambos tenían pelo negro rizado y ojos claros. Podrían haber sido gemelos, si no fuera por los dos dientes levemente salientes de David, Y su piel rojiza, tan distinta de la palidez de alabastro del joven actor. No, gemelos no; pero podrían haber sido hermanos.
—Es secesionista —dijo Spangler, que también lo era, aunque no hasta el punto de actuar.
—Entonces, ¿por qué no vuelve al Sur a pelear?
—El mismo Booth contestó a la pregunta de David esa noche más tarde, en el bar de Sullivan. Cuando Booth y la chica rubía salían, Booth saludó cálidamente a Spangler y presentó a Miss Turner «el viejo Ed Spangler, que prácticamente me ha criado en Maryland». La chica, sonriendo, no había dicho nada. Cuando Spangler los invitó a beber, Booth dijo que debía acompañar a Miss Turner a su casa, pero que se reuniría más tarde con ellos. Cuando David mencionó el Sullivan’s Saloon, Booth asintió. Estaban en el fondo del bar; era muy tarde y sólo estaba lleno a medias. Sullivan reconoció a Booth.
—Un gran honor, señor. Sé que desea usted una mesa tranquila. —Sullivan indicó a un grupo de yanquis en la barra; dirigió a David una mirada de advertencia.
Spangler, Booth y David se sentaron a una mesa rodeada de tabiques de pino por tres lados. Booth pidió una botella de coñac francés y tres copas. David nunca había visto beber tanto a nadie, ni soportarlo tan bien. Él bebió con mesura, y Spangler se emborrachó.
—Prometí a mi madre no ir a pelear —dijo Booth, mirando con sus ojos levemente enrojecidos a David—. Y usted, ¿por qué no ha ido?
—Quieren que esté aquí. En la farmacia Thompson. Llevo medicamentos a la Casa Blanca, y al Departamento de Guerra, y a casa de Mr. Seward, y a la del general McClellan cuando estaba aquí. Averiguo lo que puedo para el coronel.
—¿Conoce al coronel? —Booth bajó su voz de un susurro teatral a un susurro real.
—No. Pero cuando es importante, él se comunica conmigo y yo con él.
—Tampoco yo —dijo Booth—. Me gustaría conocerlo. A veces pienso que sé quién es. Está en Canadá.
—¿En Canadá?
—Booth asintió.
—Allí están muchos de nuestros mejores hombres. Recogen información. Tratan con Inglaterra y Francia y con nuestros amigos de Nueva York.
—Spangler recorría con la uña del pulgar una profunda grieta de la mesa.
—Davie es un correo nocturno. Cuéntale a Wilkes.
David enrojeció. Alguna vez se había jactado de peligrosas misiones a través de las líneas yanquis, hasta Richmond. En realidad, nunca lo habían enviado hasta más allá de Fredericksburg. Pero no pensaba admitir ante Booth que había mentido a Spangler. Entornó los ojos con aire misterioso y dijo:
—No deberíamos hablar de eso. Y de todos modos, no salgo tan a menudo.
—¿Por qué camino?
La pregunta de Booth era inesperadamente concreta.
—Según. Pero por lo general he ido a través de Maryland pasando por… Surrattsville.
Booth asintió.
—He oído hablar de la familia Surratt. Conozco mucha gente de esa región, y algunos caminos. Pero no todos.
—Yo he estado allí para la Pascua. —Era verdad. Annie había invitado a David a pasar las fiestas con ella y su familia. La casa de los Surratt era también un bar, y una pensión, y allí estaba la oficina de correos donde trabajaba John, que sería jefe de correos hasta el 15 del mes próximo, noviembre, en que sería reemplazado. John había empezado a buscar trabajo enWashington. También habían pasado la Pascua con los Surratt varios miembros de la banda de la Marina, ardientes secesionistas.
—David contó a Booth una cabalgata de John a Richmond, agregando algunos detalles. Mientras hablaba, Booth se interesaba cada vez más, y bebía más coñac. David no podía creer que él, David Herold, de la farmacia Thompson, del Astillero, pudiera mantener la atención del más brillante actor de América. No debía de haber en Washington una muchacha que no estuviese dispuesta a dar su más preciosa posesión, o poco menos, por estar donde él estaba, frente al pálido y bien parecido Wilkes Booth, un espejo de David, aunque halagüeño y algo mayor.
Cuando David terminó, Booth se sirvió más coñac y dijo:
—Es lo que yo haría si fuera menos conocido. Pero todos hacemos lo que podemos donde estamos. El coronel tiene razón. Usted está en el mejor sitio posible, en la farmacia.
—Lo sé —dijo David, con tristeza. Había pensado en serio en dejar su empleo. Estaba harto del trabajo; y aunque le agradaba exagerar la importancia de la información que podía conseguir, sabía en el fondo que no servía de nada a la Confederación como John Surratt, que aún solía cabalgar de noche a Richmond.
—¿Sabe Thompson que es usted tramoyista?
David movió la cabeza, que le dolía un poco a causa del coñac.
—Cree que tengo viruela. Piensa que estoy en cama. —Muy bien. Entonces puede trabajar conmigo en el Ford. Empiezo a ensayar mañana. Estoy contratado por dos semanas.
—Nada me gustaría más, señor.
—Llámame Wilkes.
—Sí, señor. Wilkes.
—Yo le enseñé a tirar cuando era chico —dijo Spangler; señaló con un dedo vacilante a Booth; luego se le cayó el mentón sobre el pecho y se durmió.
—Es cierto que no tiro mal, gracias al viejo Ed. Mi padre lo quería mucho. ¿Así que realmente conoces bien los carvinos de esta parte de Maryland? —Luego, Booth le preguntó acerca de las diversas formas de llegar a Richmond. David le dijo lo que sabía y añadió con honestidad—: El que verdaderamente sabe es John Surratt. Vive allí, y va a Richmond muy a menudo, o iba hasta hace poco. Ahora está en Washington.
—Me gustaría conocerlo. —Booth sacó su reloj—. Una mujer rae espera.
—¿Es la que estaba en el teatro? —El coñac tornaba osado a David.
Booth rió.
—Mi cuerpo es el más maltratado desde la guerra de Troya, por lo menos, desde Byron hasta nuestros días. Pero todavía nunca me han violado por completo. No, Davie. La mujer del teatro es Miss Hale, hija del senador por Nueva Hampshire, que me dice muchas dulces naderías y algunos pocos hechos concretos acerca de los asuntos navales yanquis, ya que su padre es el presidente de la comisión correspondiente. Yo aprendo de ella cosas que nos conviene saber, y ella aprende de mí… algo acerca del amor.
—Entonces es la otra, Miss Ella.
—Es Miss Ella quien me espera en la habitación veintinueve del National Hotel. Y también tú vendrás al hotel mañana a las ocho de la mañana, a tomar el desayuno en el comedor. Booth concluyó el coñac. Ahora el marfil de su rostro era rosa coral, y los ojos estaban algo vidriosos. Pero la voz no se había tornado opaca ni confusa; más bien era grave y precisa cuando susurró a David: —Debes envenenar al Viejo Abe, y pronto.
—Es lo que dice John. —David tuvo un sobresalto; ¿conocía Booth a John? Y si así era, ¿por qué no lo decía?
—Conozco los argumentos en contra. —La voz de Booth era la de Yago o, más exactamente, la de su hermano Edwin en el papel de Yago—. Que nos conviene porque es un presidente ineficaz. Es verdad, desde luego. Pero los yanquis han empezado a tener ener algunas victorias en el Oeste.
—No como las nuestras… —empezó David.
—No como las nuestras. Pero disponemos de pocos hombres. Oye, David: la razón por la que hay que matarlo es muy simple. Si vive, será reelegido en noviembre; y la guerra se prolongará, y nos quedaremos sin hombres mucho antes que los yanquis.
—La guerra seguirá aunque el elegido sea cualquier otro. Booth movió la cabeza.
—Si Lincoln no es candidato, ganarán los demócratas; y el nuevo presidente, McClellan, hará la paz en nuestros términos.
—¿Es realmente de los nuestros? —David había oído decir durante años que McClellan era caballero del Círculo Dorado, una sociedad secreta de norteños que simpatizaban con el Sur.
—No lo sé. —Wilkes Booth se puso de pie—. Pero sé que si es presidente, nos dará lo que queremos. De modo que… —Booth alzó una ceja—. Buenas noches, Davie. Y también da las buenas noches a Ed cuando despierte. O más exactamente los buenos días.
—Buenas noches, señor. Wilkes. —Booth se había marchado. David se sorprendió de su propia calma. Había merecido la confianza del famoso astro, que le había pedido, con toda cortesía, que matara al presidente. En teoría, David estaba perfectamente dispuesto a sacar al Viejo Abe del valle de lágrimas en que todos habitamos. ¿Pero cómo? No se puede poner arsénico en un laxante. El presidente descubriría el sabor, y lo escupiría. Y si Lincoln lo tomaba y moría, todo el mundo sabría que alguien había envenenado la Masa Azul en la farmacia de Thompson. Por supuesto, David podía desaparecer después de entregar el medicamento. Y entonces, ¿adónde iría? No quería servir en el ejército confederado. La mitad de los jóvenes harapientos Y desesperados de Washington (y, desde luego, del Sullivan’s Saloon) eran desertores del ejército confederado o prisioneros liberados después del juramento de lealtad a la Unión. Por otra parte, si lograba envenenar a Lincoln, sería un héroe en Richmond. De modo que, algún día, quizás atravesaría las líneas enemigas para anunciar al presidente Davis que su rival había muerto, y a alanos de David.
—¿Cuál sería el mejor veneno?, se preguntó. Debía tener poco o ningún sabor, y actuar rápidamente. Y lo mejor sería que sus efectos se parecieran a los de alguna enfermedad común, como la fiebre biliar o la viruela…
—¿No cree que puede ser viruela? —Mary estaba junto a la cama de Tad, a quien el médico tomaba el pulso. El rostro de Tad estaba rojo de fiebre, y su extraño balbuceo habitual era incomprensible incluso para Mary mientras entraba y salía del delirio.
—Es muy pronto para saberlo, Mrs. Lincoln. Lo dudo. Lo sabremos mañana, si empiezan los síntomas, o mejor si no empiezan.
—Dios mío. Pobre Taddie.
—Lincoln apareció en la puerta.
—¿Qué es?
—¡La viruela! —exclamó ella.
—No —dijo el doctor—. Todavía no hay síntomas. Sólo un poco de fiebre.
Apareció Elizabeth Keckley.
—Vamos, Mrs. Lincoln, debe prepararse para la boda.
—No, no iré. Y tú tampoco, padre. No con Taddie tan enfermo.
—No es grave, Mrs. Lincoln —dijo el médico.
—¿Ha oído? —Elizabeth indicó a Lincoln que sacara del dormitorio a Mrs. Lincoln, cosa que él hizo. Elizabeth Keckley gobernaba cada vez más a Mary, con la connivencia del presidente.
—En el dormitorio, Lincoln se vestía para la boda, pero Mary no.
—Puedes decir que Taddie está enfermo. O que yo estoy enferma. O que todavía estoy de luto. Di cualquier cosa a los Chase.
—No me importa. No iré.
—Como quieras, madre. —Lincoln anudaba su corbata blanca ante el espejo.
—Y tú tampoco deberías ir. —Mary miraba el reflejo de su marido en el espejo. Estaba demasiado delgado; pero se negaba a comer. Esa noche había rechazado su plato favorito, el fricasé de pollo con salsa y bizcochos.
—Mr. Chase es mi secretario del Tesoro.
—Y tu rival en las elecciones. Y cada día hace algo para perjudicarte, afanoso como un… como un…
—Como una mosca verde, que pone los huevos en cualquier cosa deteriorada o podrida.
—Será designado candidato, padre. Y elegido.
—Quiera Dios que no tengamos un presidente peor —dijo ociosamente Lincoln. Cambió de tema—. No puedo averiguar nada sobre la pequeña Emilie. No está en Lexington. Supongo que estará en alguna parte del Sur.
Los ojos de Mary se llenaron de lágrimas.
—Pobre Ben. Pobre hermanita, viuda a esa edad…
—Hay muchas viudas jóvenes en estos momentos. Es una trágica moda.
—Mary ayudó a Lincoln a ponerse su abrigo.
—Yo he perdido a tres hermanos —dijo, con más asombro que pena.
Para Chase, aquél era un día de pena y asombro, y también de orgullo. Kate parecía irradiar luz. Vestía una túnica de terciopelo blanco y encaje de aguja, y un velo con flores de azahar entrelazadas. En la cabeza llevaba no una tiara, sino una coro na de perlas y diamantes, regalo de Sprague. Todo el mundo había observado que superaba en esplendor incluso a la emperatriz de Francia.
Había una cincuentena de amigos en el salón posterior, decorado en rojo, azul y blanco. Más tarde llegarían los quinientos invitados a la recepción. En las habitaciones del primer piso Gautier y sus camareros habían dispuesto un vasto buffet. Por última vez, Chase había excedido en cien dólares su crédito bancario. Desde ese momento en adelante, como había dicho claramente Sprague, éste se haría cargo de todos los gastos de Seis y E.
En el salón delantero, cerrado todavía, se había instalado un altar junto al hogar. Ante el sacerdote que llevaba todos sus ornamentos, estaban, a la izquierda del altar, Sprague y su primo Byron; Chase, del brazo de Kate, llevaba un chaleco francés de seda color granadina. Nettie, de blanco, era la dama de honor. En silencio esperaron hasta que las manecillas del reloj llegaron hasta las ocho y treinta minutos; en ese momento, los criados abrieron de par en par las puertas que comunicaban ambos salones.
Hubo aplausos de los invitados cuando vieron ese brillante cuadro. Kate tuvo un brusco estremecimiento. Chase la miró por el rabillo del ojo derecho, cuya visión periférica era perfecta. Ella parecía, como siempre, serena. Quizá sólo se trataba de una corriente de aire. Ciertamente, ése era un momento de felicidad para ella y para su marido, porque ahora ya nunca se separarían, al menos en este mundo.
El ministro procedió a casar a Kate Chase con William Sprague IV. Chase entregó su hija a Sprague; Byron entregó a su primo el anillo que éste puso en el dedo de Kate. Una vez concluida la ceremonia, fue Chase, y no Sprague, quien besó a la novia.
—Bendita zeaz, hija mía —se oyó cecear, horrorizado. Cuando la habitación se llenó de gente, la banda de la Mari, na empezó a tocar en el comedor la «Marcha nupcial de Kate Chase», creada especialmente para la ocasión.
Seward llegó con su nuera.
—Veremos —dijo con picardía— quién ha venido y quién no. Pero, para decepción suya, todo el gabinete había asistido, excepto Montgomery Blair, ahora enemigo declarado de Chase, y sus amigos. El presidente pensaba acudir, había asegurado Hay al premier, mientras ambos miraban a Kate que bailaba la cuadrilla con Mercier en el comedor. La banda de la Marina se apretujaba en un angosto recinto anexo.
—Es curioso —dijo Seward, empujado contra la pared por la multitud—. En Estados Unidos nos resistimos vigorosamente a reconocer que las grandes fiestas son ahora regla y no excepción.
—¿Quiere decir, señor —dijo Hay—, que no hay salas de baile?
—Exactamente. Vaciamos los dormitorios para instalar las mesas del buffet, y luego convertimos el comedor en sala de baile.
—Y el salón delantero —agregó Hay— en una capilla.
Seward rió, complacido.
—Así es. ¿Acaso el ministro del Tesoro de cualquier otra nación no tendría su propia capilla privada, con frescos de Miguel Ángel?
—Para asombro de Seward, Henry D. Cooke se le acercó como si fuera el mejor de sus amigos y no estuviera bajo una nube más oscura que un capote del ejército de la Unión.
—¡Mr. Seward! —Henry D. estrechó la mano nada entusiasta y absolutamente inerte del premier—. Hace tiempo que deseaba hablar con usted de ese disparate de Ohio.
—Sin duda, Mr. Stanton podría ser más… útil que yo, cuando se trata de algo que usted llama disparate y el mundo considera malversación de fondos.
Henry D. no se inmutó.
—Como no ha habido un juicio, Mr. Seward, aún no sabemos cómo calificar lo que ha hecho rea l mente misocio, pese a lo que digan los periódicos demócratas.
—En julio —dijo Seward, bruscamente preciso—, el general Burnside lo arrestó por malversación de fondos del gobierno. Lincoln había quedado estupefacto cuando se conoció enWashington el arresto de E W. Hurtt, propietario, conjuntamente con Isaac J. Allen y Henry D. Cooke, del Ohio State journal, un periódico favorable a Lincoln.
Ese mismo año, Hurtt había cedido la dirección del periódico a Allen; luego había sido nombrado capitán del ejército y destinado a Cincinnati. En su calidad de furriel del ejército, Hurtt había procedido a robar todo lo que tenía a la vista. Sin que Henry D. lo supiera, Seward había leído la correspondencia entre los socios. Y esas cartas revelaban claramente que Henry D. no sólo tenía plena conciencia de lo que ocurría, sino que quizás hubiera proporcionado fondos del gobierno a Hurtt. Afortunadamente, el escándalo no había afectado a las elecciones de octubre. Hurtt sería juzgado en febrero. Chase había pedido al presidente que interviniera, lo que complacía a Seward: si Chase aparecía como protector de Hurtt, allí terminaría la arremetida de Chase hacia la presidencia, cada vez más furiosa.
Henry D. dijo entonces al asombrado Seward:
—Nos parece una buena idea que nuestro socio, Mr. Allen, sea enviado por un tiempo al exterior. Como el consulado de Bangkok está vacante, mi hermano y yo nos hemos preguntado si no sería posible enviar allí a Mr. Allen.
Durante la mayor parte de su vida, Seward había estado aprendiendo a no dejarse desconcertar. Pero eso era vertiginoso.
—Mr. Cooke, en mitad de un escándalo que afecta sabe Dios a cuántas personas, ¿usted quiere que yo…, es decir, la administración, otorgue un puesto de honor —a Seward le encantaba la expresión, sobre todo referida a la cenagosa Bangkok— a de los principales implicados?
—Gobernador, no es tan terrible —dijo fríamente Henry No debemos olvidar que mi hermano está financiando con sus solas manos esta guerra.
—De la que no sólo obtiene desventajas. —No ignoraba Seward que Chase solía dar a Jay Cooke la noticia de victorias o derrotas militares antes de que fuera informada la prensa, de modo que la banca Cooke podía anticiparse al mercado comprando o vendiendo bonos y oro. Seward hubiese querido que Lincoln prohibiera esa práctica; pero el presidente había tomado el partido de no considerar ilegal lo que quizá no excedía los límites de una mera indiscreción. Pero, si Seward lograba demostrar que Chase recibía un pago por esas informaciones, la cosa era completamente diferente. Hasta el momento Seward no había encontrado ningún caso de franca deshonestidad por parte de Chase.
—Los negocios de Jay están abiertos a cualquier auditoría —dijo Henry D.—. Nada tiene que ocultar. Pero ése no es el punto. Somos todos republicanos. Tendremos suficiente dificultad con los demócratas el año próximo sin necesidad de un grave escándalo en Ohio. Si se retiran los cargos contra Hurtt, él se marchará al exterior. Y Allen puede ir a Siam.
—¿Y usted, Mr. Cooke? —Seward elevó una ceja—. ¿Quiere usted que lo nombre embajador en España?
—Me encantaría, gobernador. Pero tengo otros compromisos con… mi hermano.
—Y con Mr. Chase —dijo Seward, incapaz de contenerse.
—Pensamos lo mejor de Mr. Chase —dijo sinceramente Henry D. En ese momento, el mayordomo anunció en el vestíbulo:
—Señoras y caballeros: el presidente.
Lincoln apareció, alto y frágil, en la puerta. Muy elegante.
—Chase, acudó deprisa a recibir al primer magistrado. Pero Hay sintió que el Anciano no estaba nada bien. Chase dijo:
—¡Bienvenido, señor! Ahora nuestra alegría es completa. —Mrs. William Sprague y consorte comparecieron debidamente ante el presidente, que entregó a Kate un pequeñopaquete: ella lo abrió y encontró un abanico de marfil.
—Lo he traído personalmente porque alguien olvidó enviarlo con los demás regalos. —Lincoln sonrió a Kate, que desplegó el abanico y exclamó:
—¡Es muy hermoso!
Se formularon y recibieron felicitaciones. Se habló de los regalos de boda. Chase mismo estaba asombrado por su cantidad, para no hablar del valor; más de cien mil dólares, según la estimación de un empleado del Tesoro.
Luego Fanny Sprague, pequeña e imperiosa, cayó sobre el presidente.
—Yo votaría por usted —dijo— si las mujeres votaran. Pero supongo que concederá usted primero el voto a los negros que a nosotras. —Chase se mantuvo impávido, como el presidente, que observó:
—Cuando yo estaba en Illinois apoyé el voto femenino.
—Pero ahora ha cambiado. —Mrs. Sprague se dirigió a su hijo—. ¿Por qué no haces tú algo?
—No puedo, madre.
—Sí que puedes. Pero jamás haces nada bien. ¿Por qué hay tantas corrientes de aire?
Era obvio que la madre había transmitido al hijo su estilo, Pensó Chase. Por suerte, el presidente estaba divertido.
—Quizá daremos primero el voto a las mujeres blancas y luego a las negras. Y más tarde incluiremos el voto a los hombres de color.
Sprague abandonó a su nueva esposa y a su eterna madre; subió y halló lo que buscaba en el primero de los bien provistos salones de Gautier. Un camarero dio una copa de Viuda a Sprague, mientras se acercaba Hiram Barney, el recaudador de aduanas del puerto de NuevaYork. Barney era un abogado republicano que había reunido treinta y cinco mil dólares para la campaña presidencial de Lincoln en 1860, por lo que había sido recompensado con ese lucrativo empleo. Aunque Barney pertenecía al Departamento del Tesoro, aún no formaba parte del movimiento para llevar a Chase a la presidencia. Mantenía, sin embargo, excelentes relaciones amistosas con Chase, a quien incluso había prestado cinco mil dólares en una ocasión. Chase había amenazado con su renuncia si Barney era reemplazado. Lincoln había cedido, aunque temía que algún día la administración tuviera un problema a causa de Barney, cuya conducta en el cargo era dudosa, y cuyas ideas políticas eran radicales, y por tanto inaceptables para los republicanos de Nueva York.
—Barney era también amigo de Sprague y de Harris Hoyt.
—Ha huido —dijo Barney en voz baja, mientras permitía que un camarero cortara para él varias tajadas de un jamón de Virginia tan bien curado que era más negro que rojo—. El médico dice que no debo probar la sal —agregó mientras masticaba lentamente el jamón—. Pero yo no le obedezco. Está en Matamoros, México.
Sprague miró a Barney; y no dijo nada. Durante la primavera y el verano pasados, gracias a Hoyt, una buena cantidad de algodón de Texas había llegado a Rhode Island. Barney había ayudado a Hoyt a pasar sus rifles por la Aduana de NuevaYork. Oficialmente, las armas estaban consignadas al gobierno provincial español de La Habana. A su debido tiempo, los rifles, junto con una desmotadora de algodón, habían llegado a Texas después de pasar por La Habana y por Matamoros, un puerto situado justamente al sur de Galveston, que estaba en manos de la Unión. Hoyt se había presentado de inmediato al general Magruder, originario de Jamestown, y había obtenido un permiso para establecer su fabrica textil. Posteriormente, Magruder había pedido diez mil rifles más; a cambio de eso, Hoyt quedaría eximido del arancel por las dos mil balas de algodón que debía exportar a A, & W. Sprague and Company. Pero como Hoyt no tenía esos rifles, había decidido escapar con el algodón. Poco antes de la partida, Magruder había arrestado a Hoyt. Y ahora, según Barney, Hoyt había logrado huir, de alguna manera; Barney no dijo cómo lo sabía, pero agregó:
—Estará en NuevaYork este invierno.
—Maldito idiota —dijo Sprague, mientras terminaba el champán—. Ya era bastante malo que su barco fuera sorprendido por el bloqueo. Ahora se malquista con Texas. No puede volver. ¿Qué haremos?
—Esperar que la guerra termine pronto. —Barney no ayudaba mucho.
—Suerte que no había nada relacionado con nosotros en el barco capturado. ¿Cómo se llamaba?
—America —dijo Barney, con la boca llena de jamón.
—Bueno, hemos ganado el sesenta por ciento sobre nuestra inversión en Hoyt. —Sprague se animó un poco—. No está mal.
La concurrencia empezaba a invadir los salones del buffet.
Hay se encontró de pronto ante el pastel de bodas; allí estaban, también, Bessie Hale y el actor Wilkes Booth.
—Lo vi anoche —dijo Hay a Booth—. Usted era Romeo.
—Él es siempre Romeo —suspiró Bessie Libir.
—El mejor papel es el de Mercutio —dijo Booth con cierta amargura—. El de Romeo es imposible. Pero es el que agrada al público. —Hay había admirado la agilidad de Booth. El actor había trepado como una ardilla al balcón de Julieta. Después había saltado de un muro de tres metros, entre el aplauso del público.
—¿Por qué no actúa esta noche? —preguntó Hay, mientras observaba que el Tycoon estaba en el otro extremo de la habitación, con una copa de champán en la izquierda y repartiendo apretones de mano con la derecha.
—Esta noche soy sólo el productor. La obra se llama Dinero. El terna —agregó Booth, con una leve sonrisa— es si una muchacha debe casarse por dinero o no.
—¿Y por qué —preguntó Hay con sublime inocencia— se representa precisamente hoy esa obra?
—Porque —respondió Booth con igual inocencia— es la única de mi repertorio en que no actúo. Quería venir aquí, con Miss Hale, y observar…
—¿La realidad misma?
—Vamos, Mr. Hay —dijo Bessie—. Katie y Mr. Sprague forman una pareja perfecta. Booth miró hacia la puerta, donde estaba Lincoln.
—Lo vi hace algunas noches, y también a usted. En el palco. Hay asintió.
—Fuimos a ver El corazón de mármol. —En realidad, todos se habían aburrido un poco, y Mrs. Lincoln se quedó dormida.
—No fue una buena función —dijo Booth. Siempre sorprendía a Hay que los actores supieran instintivamente cuándo estaban bien o mal, o mejor, cuándo el público los acompañaba.
—Yo esperaba que el presidente viniera anoche. Dicen que conoce bien Shakespeare. —Hay no pensaba decir que, después de El corazón de mármol, en la Casa Blanca no había gran entusiasmo por ver al astro más joven del mundo. Además, al Tycoon no le agradaba mucho Romeo y Julieta.
—¿Le gustaría conocer al presidente? —preguntó cortésmente Hay.
Booth movió la cabeza.
—Parece demasiado ocupado y fatigado para hablar con un actor. ¿Qué piensa usted de las canciones?
Booth había agregado una innovación a las obras de su repertorio: canciones modernas sentimentales. Había recibido muchas críticas por hacer esto, sobre todo en Ricardo III.
Hay respondió con sinceridad:
—Las de anoche eran encantadoras.
—¿Has visto? —Bessie se volvió hacia Booth—. Te dije que no te preocuparas por el Sunday Chronicle, que además es prácticamente un periódico rebelde.
—Dicen que soy un actor de segunda —respondió Booth—. ¿Leyó el artículo? —Se dirigió a Hay.
Hay asintió.
—Debo leer todo. Pero por lo menos la prensa es más amable con usted que con mi jefe. En el periódico de Horace Greeley, decir que Lincoln es un presidente de segunda sería un gran elogio.
—Otros piensan —dijo Booth— que si Lincoln es reelegido será un nuevo Napoleón y se convertirá en rey.
Hay rió del absurdo.
—Debe de haber leído usted el Chicago Times. Booth asintió.
—Así es. Es curioso —dijo, con su mirada de ágata vuelta hacia Bessie—. El Times es el único periódico que prefiere mi Romeo al Mercutio de William Wheatley.
—Un periódico serio —dijo Hay.
—Booth sonrió de pronto.
—Un periódico serio —repitió.
—En el atestado salón delantero, Chase se ocupaba también de la seriedad de la prensa.
—No puedo imaginar de dónde salen esos rumores —decía a Ben Wade—. Yo no he alentado a nadie a que me proponga como presidente. Y, sin embargo, no cesan de imprimir esos cuentos como…
—Como dólares —dijo Wade.
Su habitual rictus desdeñoso era ahora un rictus amistoso en honor de la boda. Chase había contado siempre con Wade como aliado. Pero sentía, en los últimos tiempos, que Wade era reacio a comprometerse. Sin duda, ambos eran radicales en lo que concernía a la abolición y a la reconstrucción de los estados del Sur una vez conquistados. Ambos procedían de Ohio. Ambos despreciaban a Lincoln. Pero la actitud de Wade había cambiado sutilmente desde aquella confrontación de senadores y miembros del gabinete que no había sido, bien lo sabía Chase, su hora de mayor acierto. El senador Pomeroy había sondeado poco antes a Wade y a los demás poderosos radicales del Congreso. Todos preferían a Chase y no a Lincoln, pero sin embargo…
—Yo lo veo a usted en un puesto, y sólo en uno, Mr. Chase —dijo bruscamente Wade.
—Naturalmente —Chase inició su habitual manifestación de escrúpulos—, yo no me he propuesto…
—Naturalmente —interrumpió Wade—. Porque no puede.
Yo lo veo como juez supremo de los Estados Unidos.
—Oh. —Chase estaba absolutamente atónito. En sus momentos depresivos, también él se había visto en ese alto y aislado sitial, apartado de las veloces corrientes de la historia. Pero no podía creer que Wade le dijera eso precisamente cuando el partido no tenía otra alternativa que Chase, porque Lincoln de ninguna manera sería reelegido—. Ya hay —agregó débilmente— un juez supremo.
—Pero tiene ochenta y seis años. Y desde hace una década su vida se está extinguiendo. ¿Sabe usted?, durante la administración Buchanan elevé mi honesta plegaria por la vida del juez Taney y, por Dios, creo que he exagerado un poco.
Chase rió cortésmente del chiste favorito de Wade. Nadie del partido había querido que Buchanan designara un presidente de la Corte Suprema que estuviera a favor de la esclavitud y de los derechos de los estados. Por fortuna, el anciano había sobrevivido a la presidencia de Buchanan y ahora, si moría durante el año próximo, Lincoln nombraría al sucesor. Si Taney vivía más de un año, Chase, como presidente, haría el nombramiento. Chase respondió de modo directo.
—Con toda franqueza, Mr. Wade, siempre he pensado que, si yo tuviera que tomar esa decisión, el elegido sería usted. Wade pareció tan sorprendido como podía.
—Eso me conmueve, Mr. Chase. —Había recobrado su frialdad—. ¿Debo entender que es el principio de un acuerdo?
—Oh, no. —Chase estaba complacido con el giro de la conversación—. No busco ningún acuerdo, por supuesto. Sólo quería expresar un sentimiento personal que es, también, general.
El presidente se despedía.
—Creo que me he quedado dos horas —dijo a Chase, mientras Wade le sonreía—. Pero quería excusar mi solitaria presencia.
—Espero que Mrs. Lincoln se encuentre bien —respondió Chase, cortés.
—Tiene buenos y malos momentos. Todavía siente molestias por ese golpe en la cabeza del verano pasado.
Ben Wade dijo:
—Le estaba diciendo a Mr. Chase, señor, qué espléndido juez supremo podría ser.
Chase sintió que en el sótano que había debajo de sus pies acababa de estallar una carga de dinamita. Mientras temblaba, se preguntó por qué los demás no respondían a las vibraciones del suelo. Débilmente dijo:
—Y yo decía al senador Wade que él era mi elección privada para ese cargo.
—Pues bien, Mr. Wade —dijo Lincoln, con media sonrisa en sus labios—, no quedaría usted mal en ese estrado del Capitolio. Y Mr. Chase —Lincoln miró hacia abajo, a Chase, que alzaba ciegamente la vista como un niño que espera un beso— adornaría cualquier despacho de este país, inclusive el que por ahora ocupo tan… —Lincoln pasó la mirada del rostro alzado de Chase al de Ben Wade— indignamente.
—¡Oh, no, señor! —Chase se oyó caer en el tono de la obsequiosidad—. Nos inspira usted a todos.
—Entonces, venga conmigo la semana próxima a Pennsylvania, donde necesitaré toda la colaboración posible para ayudar a nuestro orador máximo, Edward Everett, a inspirar a la nación.
—¿Qué ocurrirá en Pennsylvania? —preguntó Wade.
Un criado ayudaba al presidente con su abrigo.
—Inauguramos un cementerio en Gettysburg, justamente en el campo de batalla. El gobernador Seward y Mr. Stanton vendrán conmigo.
—¡Si tan sólo pudiera! —dijo Chase. Cuando empezaba a describir sus ocupaciones de la semana próxima, el presidente recogió el sombrero y el bastón.
—Ya me he despedido de la joven pareja. Ahora me despido de usted, Mr. Chase. Mr. Wade…
—Desearía poder acompañarlo, señor —dijo Chase a la espalda del presidente.
—Dejad que los muertos políticos —dijo Wade en una voz que, sabía, Lincoln podía escuchar— entierren a los muertos.
—Escandalizado, Chase salió deprisa con el presidente a la calle donde, a pesar de que era tarde, cientos de personas miraban a los coches que llegaban y se marchaban.
—Cuando vieron la inconfundible figura de Lincoln recortada en la puerta, aplaudieron. Él se quitó el sombrero.
—Es por los vivos, Mr. Chase —dijo serenamente—, que honramos a los muertos. Éstos ya han encontrado el reposo, como a su debido tiempo lo encontraremos todos. —Miró a Chase y sonrió—. Políticos o no.
Luego Lincoln subió al coche presidencial y se marchó.