Doce

Una de las muchas economías de Mary consistía en tener una vaca en el jardín delantero de la Casa Blanca. Pero en el verano de 1863 esa vaca, aunque demostraba buena salud y apetito, dejó de dar leche; y Mary yWatt solían visitar el pequeño corral en un ángulo del jardín para analizar el estado del animal.

Una cálida mañana de junio, mientras la compañía K se adiestraba ante la Casa Blanca, y Mary, Watt y un lechero contemplaban la vaca, un coche que traía al anciano Mr. Blair, a Mrs. Blair y a su hijo Montgomery entró en el camino de acceso. Cuando Mr. Blair vio a Mrs. Lincoln, ordenó que el coche se detuviera. Los Blair saludaron a la primera dama; y Mrs. Blair, una vigorosa señora de pelo blanco, saltó del coche y anunció dramáticamente:

—¡Nos hemos fugado de Silver Spring!

—Dios mío, ¿qué ha ocurrido?

—Los rebeldes han entrado en la zona —dijo, desolado, el Viejo Caballero—. Algunos dicen que se proponen avanzar contra Washington…

—Y por eso hemos escapado. —A Mrs. Blair parecía ir agradarle la imagen de ella misma en plena fuga—. Yo quería venir en mi nuevo caballo para las cacerías de zorros, pero Mr. Blair dijo que no. Así que algún rebelde montará ahora el mejor caballo de caza de todo Maryland.

—¿Está el presidente? —preguntó Montgomery Blair. Mary asintió.

—Suba a decírselo. Yo iré enseguida.

Washburne estaba con el presidente desde la hora del desayuno; se disponía a partir a Illinois con una gran cantidad de mensajes de Lincoln para diversos fines políticos. Washburne se Preguntaba si volvería a ver al presidente. Durante los últimos seis meses su viejo amigo se había vuelto delgado como un espectro. Tenía el rostro hundido, y un extraño temblor en una mano El párpado izquierdo estaba casi siempre a medio cerrar, como en un curioso guiño.

—Ya no puedo dormir —dijo—. El general Lee me ha robado el sueño por completo.

—Toma láudano. Toma algo.

Lincoln movió la cabeza.

—Incluso cuando duermo y no tengo sueños, lo que ocurre raras veces, me despierto fatigado. Hay una parte de mí que ya no descansa. Qué extraño… —Lincoln miró el retrato de Jackson—. Tú me conoces bien. Sabes que durante casi toda la vida quise estar aquí. Quería ser presidente. Creo que lo tenía en la sangre y en los huesos desde que nací. Quería estar aquí para ayudar a construir un país ya fundado pero que aún necesita tantas cosas.

—¿Las «mejoras internas» de Henry Clay? —Washburne no conocía a ningún político que tuviera la menor influencia sobre Lincoln, aparte de Clay, y ésta tampoco había sido grande.

—Harry del Oeste tuvo la bendición de no estar aquí, y en particular en un momento como éste. Yo soy presidente de parte de un país, con un fuego al frente, la guerra, y otro fuego a mi espalda, el Congreso y los Cabezas de Cobre. Lo que tengo es un penco.

—Bueno, tú siempre has querido montarlo —dijo Washburne, con menos simpatía de la que sentía.

—Sí, y lo montaré hasta el final. —Lincoln recogió una hoja de papel del escritorio—. Una petición. Me dicen que debo per… mitir el retorno de Mr. Vallandigham, y que el destierro no es americano.

—El antiguo representante había sido arrestado por el general Burnside, comandante del departamento de Ohio. Lo acusaban de predicar la traición. Aunque Washburne consideraba que todo el asunto era profundamente embarazoso para el partido republicano, Lincoln había defendido el arresto con una pregunta: «¿Debo fusilar a un simple soldado que deserta, pero no tocar un pelo del astuto agitador que lo induce a desertar?». Más tarde, Lincoln había ordenado que Vallandigham fuera envíado al Sur.

—Oiremos hablar más de Mr. Vallandigha —dijo Washburne.

—Sin duda —respondió Lincoln—. Por otra parte, el destierro, aunque sea poco americano, es probablemente mejor que un pelotón de fusilamiento, destino habitual de estos casos en tiempos de guerra.

Hay anunció la presencia de tres Blair en el salón familiar y Lincoln y Washburne fueron a saludar a los refugiados.

—Washburne se asombraba de la infinita paciencia de Lincoln con el Viejo Caballero. Era siempre deferente con él, quizá porque era el último amigo y asesor vivo de Andrew Jackson, y estaba siempre dispuesto a asesorar a los sucesores del gran hombre.

—Es evidente para mí que el general Lee se propone atacar esta ciudad en cualquier momento —dijo el anciano—. ¿Qué momento mejor? Hooker está en Manassas. Lee está en el valle.

—No es exactamente así, Mr. Blair —dijo Lincoln—. Si todo marcha bien, Hooker cruzará el Potomac en Edward’s Ferry Y se dirigirá a Frederick. De modo que el ejército del Potomac se encuentra entre nosotros y los rebeldes, que se dirigen ahora hacia Chambersburg.

—¡Chambersburg! —Mr. Blair parecía sorprendido—. Pero eso está en Pennsylvania.

—Sí; y siempre ha estado allí. —Lincoln estaba impasible.

—Entonces, ¿es una incursión en nuestro territorio? —Lincoln movió la cabeza.

—No, señor. Esto es una invasión en gran escala. Por lo que sabemos, que no es tanto como quisiéramos, Lee se propone ocupar Harrisburg y luego Filadelfia.

—Eso será el fin, ¿verdad? —Mrs. Blair estaba muy erguida en su silla.

—El fin, no. Pero Inglaterra y Francia reconocerán a los rebeldes. Los Cabezas de Cobre nos derrotarán en las elecciones del próximo año y harán la paz con el Sur, y todos nuestros esfuerzos habrán sido en vano.

—No parece posible —dijo elViejo Caballero y, por una vez, guardó silencio.

Esa noche a las ocho y media, Stanton hizo saber a Lincoln que le agradaría verlo en el Departamento de Guerra. Como de costumbre, Hay creía ver asesinos detrás de cada árbol; como de costumbre, Lincoln no se preocupaba de otra cosa que de sus propios pensamientos, que rara vez, por lo que Hay sabía, atendían a su seguridad personal.

Mientras Lincoln subía delante de Hay las escaleras del mal iluminado Departamento de Guerra, un joven teniente, que bajaba a la carrera, atropelló a Lincoln, que se sostuvo de la baranda, sin aliento. Cuando el teniente vio quién era, exclamó:

—¡Dios mío! ¡Mil perdones!

—Basta con uno —respondió Lincoln—. Y querría que todo el resto del ejército cargara así.

Stanton estaba solo en su despacho. Apenas Lincoln y Hay entraron, Stanton dio un telegrama a Lincoln. El Anciano lo miró y se lo devolvió.

—¿Por qué —preguntó— considera el general Hooker adecuarlo renunciar precisamente en este momento?

—A causa del general Halleck, supongo. Hooker quiere redrar la guarnición de Harper’s Ferry porque piensa que Lee lo supera en número. Y Halleck le ha dicho que no debe dejar sin defensa Harper’s Ferry.

—De modo que, en mitad de una invasión enemiga, nuestro general en jefe abandona el ejército. Hay ocasiones, Marte, en que me gustaría fusilar a todos los generales de la Unión.

—Es un proyecto tentador, y probablemente abreviaría la guerra.

—¿Qué debemos hacer?

Lincoln dijo resueltamente:

—Primero, sorprender a Fighting Joe. Acepto su dimisión. Segundo, designar en su lugar el general George Meade.

—Sí, señor. —Stanton salió de la habitación. El presidente se mecía en su silla. Hay se preguntó qué reacción política despertaría Meade, que era demócrata y por lo tanto un enemigo para los jacobinos del Congreso, por no hablar del mentor de Hooker, Chase. Por otra parte, Meade era un militar competente, si existía semejante cosa en el ejército del Potomac; además, provenía de Pennsylvania, lo que podía inspirar en él el deseo de combatir decorosamente en su estado natal.

—Espero que el general Meade sepa pelear en su propio estercolero —dijo el presidente, sin mayor elegancia, en la siguiente reunión del gabinete. Seward admiró cómo ese mismo hombre, que con tal elocuencia había demostrado a una delegación del Senado que el gabinete era consultado en todos los asuntos, ahora exponía sin ninguna clase de discusión lo que ya había hecho. Chase empezó a hablar; enseguida lo pensó mejor. Seward se ocupaba ahora particularmente de seguir el rastro de las intrigas de Chase. El día en que Seward supo que una franca mayoría de senadores republicanos había perdido su confianza en i’ había abandonado todo posible resto de ambición de presentarse como candidato en 1864. Como su carrera política estaba acabada, se contentó con apoyar al presidente Lincoln. Y como prueba de su cargo, si no de su dependencia, resolvió hacer todo goza lo posible por la reelección de Lincoln. No era, por el momento, tarea fácil. El presidente había perdido la confianza del país, y los así llamados demócratas por la paz estaban en alza. Chase poseía inmensos recursos financieros, gracias a su futuro yerno y a Jay Cooke. Chase poseía también una magnífica organización. Casi cada uno de los miles de agentes del Tesoro en todos los estados había sido elegido por Chase con la vista puesta en la próxima elección.

Seward empezaba, pues, a conspirar con infinita sutileza mientras Stanton planteaba la necesidad de otra leva.

El personal de enrolamiento visita las casas. Sabernos dónde están los hombres. Sabemos, o sabremos, cuáles son aptos y cuáles no. Sabemos quién puede pagar los trescientos dólares a un sustituto. Creo que ahora podemos utilizar la invasión como pretexto para reunir un millón de hombres.

El presidente no parecía feliz. Seward preguntó a Stanton cuántos hombres habían entrado en las filas con el último llamamiento. Stanton frunció el ceño.

—Hemos tenido problemas con el gobernador Curtin. Nosotros queremos hombres que sirvan durante tres años, o por todo lo que dure la guerra, si es menos. El gobernador dice que no puede garantizar una leva en esas condiciones. Está dispuesto, ahora mismo, a llamar a cincuenta mil hombres por sesenta días, Para la defensa de Pennsylvania. Le he dicho que no. Eso no es suficiente.

—Pero es mejor que nada por el momento —dijo Seward. Una brusca brisa cálida agitó los papeles sobre la mesa. El viento había cambiado de dirección, y el hedor de excrementos, animales en descomposición y aguas estancadas del cercano canal abrumó al presidente y a su gabinete.

—Es una lástima —dijo Lincoln cuando Hay cerró las venta— que la guerra se haya opuesto a ese excelente plan de construir una residencia para los presidentes en las afueras de la ciudad, lejos del canal y las ciénagas.

—¿Qué haríamos con la Casa Blanca si el presidente se marchara, por ejemplo, a Silver Spring? —preguntó Seward.

—Sería un espléndido Departamento de Estado, algo que usted siempre ha querido; y dominaría el canal, lleno como está de objetos no identificados. —Lincoln se volvió hacia Stanton—. Negociaremos con el gobernador Curtin. Pidamos cien mil hombres de los estados de Pennsylvania, Maryland, Virginia del Oeste y Ohio, y por seis meses.

—Pero, señor, si retrocedemos en esto…

—No veo muchas opciones. Hable con el gobernador.

Chase aguardó hasta que la reunión acabó oficialmente; como siempre, había sido informal y poco seria. Cuando el presidente había dicho todo lo que deseaba, simplemente se ponía de pie y, o bien salía de la habitación, o bien se quedaba en un rincón con alguno de los ministros. En esa ocasión, Chase lo sorprendió en la puerta del despacho presidencial.

—¿Era indispensable aceptar la renuncia del general Hooker?

—Pues no sé qué otra cosa podía hacer, Mr. Chase. Si, por un momento me pregunté si no debía fusilarlo como desertor…

—Sin duda, su renuncia era una forma de atraer su atención a los desacuerdos existentes entre el general Halleck y él.

—Mi atención ya había sido atraída en ese sentido; para decir la verdad, varias veces por día. Mr. Chase: cuando el enemigo invade el país natal de un hombre, y todos estamos en peligro, ese hombre no puede proceder a tales manejos. Yo sé que estima usted al general Hooker, y no dudo de sus buenas cualidades; pero no puedo pasar por alto su egoísmo supremo. —Lincoln sonrió, pero eso de ningún modo mitigó la inusitada furia „que Chase podía advertir en él.

—Rezo porque el general Meade sea capaz de cumplir su misión —dijo Chase, alejándose física y figuradamente del presidente.

—Sospecho que muchos elevarán oraciones similares.

Durante la semana siguiente, el presidente vivió prácticamente en el Departamento de Guerra. La oficina telegráfica semejaba una mera extensión del comandante en jefe, como sus grandes orejas. Asombraba a Hay que Stanton, habitualmente frenético, presentara un aspecto compuesto y sereno. Por otra parte, el general Halleck parecía más que nunca el gerente de un banco al borde de la quiebra.

El Anciano estaba viejo y fatigado, pero tranquilo. Seguía los movimientos de Lee y Meade en un mapa de Maryland y Pennsylvania. A medida que llegaban los despachos, se movían de un sitio a otro los alfileres azules de la Unión y los amarillos de los rebeldes. Lee había desplegado sus tropas a través de Pennsylvania. La ciudad de York se había rendido. Lee se dirigía ahora, a toda prisa, a la capital del estado, Harrisburg: apenas la capturara, con nuevas armas y provisiones de los arsenales de la Unión, avanzaría hacia Filadelfia, presentando combate a Meade en el camino. Las órdenes que Halleck había dado a Meade eran, originariamente, que fuera en todo momento el escudo de Washington y el filo del ataque de la Unión a las fuerzas invasoras. Aparte de esto, Meade era más bien libre de hacer lo que deseara.

—¿Qué clase de hombre es? —preguntaba Lincoln de vez en cuando, mientras recorría la habitación y esperaba noticias.

Stanton no sabía gran cosa de Meade.

—Es de Filadelfia, de una familia importante, amigo de los Biddle —dijo Stanton, siempre impresionado, pensó Hay, por la aristocracia—. Lo llaman «Tortuga que muerde». Dicen que tiene muy mal genio.

—Un general de los que a usted le gustan, Marte.

—Sufre del estómago —dijo Stanton—. Mi mal genio se debe a los pulmones, pero el general Meade es dispéptico.

—Las vísceras de los generales. —Lincoln procedió a analizar los efectos directos e indirectos de la diarrea crónica de Burnside sobre la guerra.

El miércoles primero de julio los alfileres amarillos se reunían en Cashtown y Gettysburg, Pennsylvania, y los azules estaban en Pipe Creek, Maryland, a unos veinticinco kilómetros de Gettysburg. A mediodía del primero de julio Halleck entró en el despacho de Stanton. Por su expresión Hay supo que empezaban a suceder cosas.

—Los dos ejércitos se han encontrado en Gettysburg —dijo Halleck—. El combate ha comenzado.

El 2 de julio, Lee trató de romper la izquierda de la Unión y fracasó. El presidente estaba cada vez más excitado. Cuando los senadores lo visitaban, explicaba la situación en términos serenos. Y apenas se marchaban, volvía a la angustia y a recorrer el despacho, y expresaba sus temores. Al atardecer, Madam se detuvo allí mientras se dirigía al Hogar del Soldado.

—¿Continúa todavía la batalla? —preguntó, mirando el mapa.

—Sí, madre. Más violentamente. Hoy hemos tenido muchas bajas.

—Éstas son las tropas del general Sickles, ¿verdad? —Hay observó que, muy rápidamente, Madam había absorbido cierto grado de ciencia militar. En abril había insistido en acompañar al presidente a visitar al general Hooker y el ejército, en Falmouth. Había hecho mil preguntas y recordaba por lo menos novecientas respuestas. Y como todo el mundo en Washington, Madam era en cierta medida una estratega.

—Sí, madre. Son las tropas de Sickles, o al menos allí creemos que deben de estar. Él ha sido herido.

—¿De gravedad?

Lincoln asintió. Stanton entró con una cantidad de despachos que entregó a Lincoln, quien examinó el primero y luego sacudió la cabeza como si así pudiera librarse para siempre de la información que acababa de recibir.

—¿Qué es, padre?

—Una estimación de las bajas. Hasta ahora, diez mil hombres. Y en su mayoría, pertenecientes al cuerpo de Sickles.

Mary miró a Lincoln, y se preguntó qué lo sostenía. Había visto cómo la guerra lo desgastaba día a día. Pocas veces comía o dormía y, lo que era peor, raramente reía. Luego miró el mapa.

—Esa ciudad es importante por las carreteras, ¿verdad? Stanton se sorprendió. Se acercó al mapa y lo estudió cuidadosamente con sus ojillos acuosos.

—Es verdad, hay varios caminos.

—Mire —dijo Mary, con súbito interés. Ese tipo de detalles siempre le fascinaba; era como trabajar con una buena modista y un patrón complicado—. Aquí, el camino principal a Baltimore y otro a Filadelfia, y otro más a Harrisburg. Esa ciudad es el centro de todo en Pennsylvania.

—¿Sabes, madre?, creo que tienes razón. —También Lincoln examinó el mapa—. Y pienso que ninguno de nosotros, en el puesto de mando, habíamos visto otra cosa que un puntito llamado Gettysburg. —Lincoln se volvió hacia Stanton—. Debemos Pedir al Viejo Cerebro que estudie esto.

La respuesta de Stanton fue un resoplido.

—Si esa ciudad tiene importancia estratégica, es por casualidad.

—Pero alguien debía saberlo. —Mary estaba muy excitada con su nueva dignidad de guerrera—. Esos sitios no se eligen al azar, ¿verdad?

Lincoln rió.

—Tengo la impresión de que sí, madre. —Tocó el mapa con un largo dedo—. El general Meade estaba aquí abajo. Y Lee allí arriba. Y ahora se han movido y se han encontrado entre estos dos puntos. En Gettysburg.

—Espero que no perdamos esa ciudad esencial —dijo Mary, con importancia, mientras salía. Lincoln le dijo que trataría de reunirse con ella más tarde en el Hogar del Soldado.

Mientras Mary retornaba en el coche presidencial, pensó en el dinero. No había logrado conseguir uno solo de los veinte mil dólares anuales que los secretarios del presidente gastaban en papelería y otras cosas. El mayor French se ponía cada vez más dificil con los gastos, absolutamente mínimos, que ella hacía para la Casa Blanca. Watt era el brazo derecho de Mary; pero había sido llamado a filas. Sin Watt como intermediario, ella no disponía de nadie que pudiera recolectar dinero entre sus habituales fuentes de recursos de NuevaYork. Durante algún tiempo, Mary había logrado obtener suficiente dinero para mantener controladas sus deudas personales, a cambio de favores oficiales. En junio había pasado una semana en el Continental Hotel de Filadelfia, donde la había visitado Simon Cameron. Sin decir una palabra concreta, él había manifestado que podía ofrecer dinero a cambio de favores políticos. Ella no se había comprometido, pero sí había sentido tentaciones.

Por suerte, Lincoln nada sospechaba. Nunca le había reprochado el asunto Wikoff. Ella sólo se había enterado accidentalmente de que él había pedido a la comisión judicial que aceptara el testimonio de Watt. Horrorizada, arrepentida, le había pedido perdón a su marido, quien le había dicho: «Molly, hay tantas cosas horribles que nos preocupan, dejemos pasar ésta», pero ella nunca se había perdonado.

Ociosamente, Mary se preguntó qué habría sido del Chevalier, que tan hábilmente se había aprovechado de ella. Y hasta qué punto serían graves las heridas de su amigo Dan Sickles. Y por qué el conductor del coche permitía que los caballos trotaran a tal velocidad. Alzó la vista y vio que el asiento del conductor se desprendía del coche, proyectando al cochero al camino.

Mary se puso de pie para salir del coche. Pero ahora los caballos galopaban fogosamente. No se atrevió a saltar. Gritó pidiendo ayuda. Ya estaban en los bosques que rodeaban el Hogar del Soldado, y no había nadie a la vista.

Entonces el coche describió un veloz arco detrás de los caballos enloquecidos y chocó, con un gran sonido hueco, contra los árboles; y como el pabilo de una vela, la mente de Mary se apagó.

Seward estaba con Lincoln en la Casa Blanca cuando llegó la noticia de que Mrs. Lincoln, herida, había sido conducida a un hospital militar muy próximo al Hogar del Soldado. Por un momento, Seward se preguntó si no habría que llevar también al hospital a Lincoln. Se derrumbó en su silla, como si su corazón hubiera cesado de latir. Pero enseguida se recobró.

—Vamos, gobernador —dijo. En el despacho exterior, Lincoln anunció a Nicolay dónde estaría—. Pida a Stanton que me envíe todos los despachos al hospital.

Mientras el coche con su guardia de caballería repiqueteaba por la calle Siete, los soldados saludaban a su comandante en Jefe, y unos pocos civiles se quitaron el sombrero. Lincoln respondía con gestos de su mano derecha alternados con un breve toque al ala del sombrero.

—El destino no hace nada a medias, ¿no es verdad, gobernador? Estarnos en mitad de la mayor batalla de la guerra, mi esposa está inconsciente en el hospital, y tampoco yo me siento bien en la ciénaga ponzoñosa que es esta ciudad.

—Cuando ganemos la guerra, traslademos la capital al Norte.

Seward consideraba mejor hablar con ligereza. Ahora comprendía bien el carácter de su amigo. Aunque las depresiones de Lincoln eran profundas, una risa a tiempo lograba sacarlo de ellas. Propongo mi propia ciudad, Auburn. Clima saludable. No hay canales malolientes. No hay malaria ni fiebres biliares.

—¿Y qué le parecería —dijo Lincoln, sonriendo— Toronto?

—¡Ah, usted quiere colmar la felicidad de un anciano! —exclamó Seward, feliz de haber logrado esa sonrisa—. La anexión del Canadá sería un sueño convertido en realidad. Y si prometiera usted llevar allí nuestra capital, ¿qué canadiense pondría objeciones?

Mary estaba en el ángulo de una larga sala repleta de heridos. Habían rodeado su cama con cuerdas de las que colgaban sábanas para darle alguna intimidad. Lincoln y Seward entraron en la tienda. Elizabeth Keckley estaba sentada junto a la cama. Se puso de pie cuando vio al presidente.

—Aún está inconsciente.

—¿Molly? —le dijo Lincoln al oído; pero ella no se movió.

—Era desconcertante, pensó Seward, que tuviese los ojos abiertos y una sonrisa cortés en los labios. La venda blanca en forma de turbante que le cubría la cabeza le daba cierto parecido con el retrato de Dolley Madison de la Casa Blanca.

Lincoln se dirigió a Elizabeth Keckley.

—¿Qué dice el doctor?

—No es grave. Pierde la conciencia por momentos y luego la recobra. Todas sus facultades están bien. El único temor, dice el médico, es que se infecte la herida. Necesita una enfermera permanente. He llamado a Mrs. Pomroy.

Lincoln asintió.

—¿Cuándo podremos llevarla a casa?

—Quizá mañana.

—La presencia de Lincoln en la sala causaba considerable revuelo, y Seward pensaba que mejor era marcharse cuanto antes. Pero Lincoln dijo a Elizabeth que saliera a tomar el aire y descansara un rato.

—Yo defenderé el fuerte.

De modo que Seward se sentó a un lado de la cama y Lincoln al otro, mientras soldados con muletas se acercaban a la cortina de sábanas e intentaban espiar al presidente por las hendiduras. Lincoln y Seward conversaban en voz baja sobre la forma inconsciente de Mary.

—Ahora Meade está esperando el ataque de Lee —dijo Lincoln con dureza—. Nuestros generales siempre esperan a que los ataquen. No está en su naturaleza atacar primero.

—Está Grant. —Seward deseó que el médico no le hubiera prohibido el rapé: la atmósfera caldeada y maloliente de la sala empezaba a marearlo.

—Por ahora no se mueve. Se ha detenido en Vicksburg. En el pasado mes de abril, ¿sabe usted?, envié a Washburne a verlo. Aparentemente, los rumores son ciertos. Bebe de vez en cuando, pero tiene un asistente que lo reconviene seriamente cuando lo hace; y si la cosa es grave, llama a Mrs. Grant. Washburne está en estrecho contacto con el asistente, de manera que todo marcha bien. —Lincoln jugueteaba con sus gafas—. Me gusta Grant. No me fastidia. No gime pidiendo refuerzos todo el tiempo. Acepta las fuerzas que le podemos dar y hace con ellas todo lo que puede. Si ocupa Vicksburg…

Alguien raspaba las sábanas con las uñas. Un coronel del Departamento de Guerra entró de puntillas en la tienda improvisada. No sabía bien cómo comportarse; entregó unos despachos al presidente y se retiró. Lincoln leyó rápidamente.

—Lee ha iniciado el ataque. Meade se quedará donde está. No sabe si sus operaciones serán ofensivas o defensivas. —Lincoln suspiró—. Seguramente, las dos cosas.

—O ninguna. Debería descansar, señor presidente.

—No. Me quedaré aquí hasta que venga Mrs. Pomroy. Pero vuelva usted a su casa, gobernador. Después de todo, a esta hora del día, es usted quien necesita refuerzos.

Seward rió.

—Es una lástima que no se parezca usted más al general Grant y a mí.

—A veces pienso que, al menos en ese sentido, soy realmente digno de lástima.

Un joven médico militar entró en la tienda.

—Soy el médico, Su Excelencia. El capitán Rewalt. De Pennsylvania. Yo he vendado la herida. Hay cierto riesgo de infección…

Mientras Seward salía del edificio, el coronel del Departamento de Guerra lo saludó.

—¿Debo esperar al presidente, señor? ¿O regresar al despacho de Mr. Stanton?

—Le sugiero que lo espere. Tomaré prestado el coche de Mr. Lincoln y lo enviaré de vuelta enseguida. ¿Qué le ocurrió verdaderamente a Mrs. Lincoln?

—El cochero… se ha roto el brazo pero está bien… Dice que alguien retiró los tornillos del asiento del conductor y luego pegó con cola el asiento, sabiendo que con unos cuantos barquinazos se desprendería.

Casi todos los días Pinkerton llevaba a Seward algún rumor sobre planes para asesinar al presidente. En su mayoría, amenazas de matarlo de un tiro. Pero este atentado era insólitamente ingenioso, y había sido planeado en el interior de la Casa Blanca.

—Eso… ¿se hizo hoy?

—El coronel asintió.

—Entre el momento en que Mrs. Lincoln llegó a la Casa llanca, por la mañana, y el momento en que emprendió el regreso al Hogar del Soldado.

Seward dio las gracias al coronel y subió al coche. Era evidente que el autor del atentado tenía acceso a los establos de la Casa Blanca.

Al día siguiente Mary recobró la conciencia. La llevaron a la Casa Blanca, mientras el presidente se instalaba en la oficina telegráfica del Departamento de Guerra. Desde allí siguió la batalla de Pennsylvania. Aunque a veces los informes eran contradictorios, pronto fue evidente la enormidad de las bajas de ambos lados. Sin duda, no era una batalla ordinaria.

Hay estaba en constante movimiento entre la Casa Blanca y el Departamento de Guerra. Nicolay era el presidente de facto en tanto que el presidente de jure intentaba dirigir esa batalla de tres días desde la oficina telegráfica, cuyo suelo estaba cubierto por las copias de los telegramas, de finísimo papel amarillo. Stanton y Halleck se reunían de vez en cuando con el presidente. Impresionaba a Hay que los dos hombres parecieran totalmente carentes de dirección. A los mensajes de la ruidosa máquina respondían con gritos e interjecciones, gemidos y suspiros.

Lincoln tenía, por lo menos, un objetivo. El ejército de Lee debía ser destruido de una vez por todas. Lee estaba lejos de su base, y a juicio de Lincoln, contaba con efectivos menores, y lo mejor era que ahora cedía ante las fuerzas de Meade. El telégrafo mencionaba extraños nombres nuevos. Semi Ridge y Cemetery Hill cambiaron varias veces de nombre: hubo cargas en Cemetery Ridge y en Seminary Hill, y también en Culp’s Hill y en Round Top Mountain. Durante el largo día de calor, Hay trató de imaginar esos sitios, pero sin éxito. De todos los presentes, sólo Stanton había estado en una ocasión en Gettysburg; y recordaba únicamente el edificio de tribunales, donde había sido abogado defensor en un juicio por malversación de fondos.

Por la noche, Lee, rechazado, emprendía la retirada.

—¡Ahora lo tenemos! —Los ojos de Lincoln fulguraban. Se dirigió a Halleck—. Avise a Meade que debe perseguir al enemigo, y atacarlo antes de que llegue al Potomac.

Halleck se rascó el brazo; e hizo girar sus ojos acuosos.

—No creo, señor, que ningún general pueda iniciar una persecución a esta hora de la noche, después de días de duro combate, y con miles de bajas…

El telegrafista dijo con emoción:

—Mr. Lincoln, un mensaje del general Meade. Felicita al ejército del Potomac por la derrota, literalmente, señor, «de un enemigo superior en número y alentado por el orgullo de una invasión victoriosa, que intentó superar y destruir a este ejército».

—El tono es muy extraño. —Lincoln frunció el ceño—. Supongo que siempre conviene decir que el enemigo es superior en número, aunque no lo sea; ¿pero por qué hablar de una invasión victoriosa cuando ahora no lo es? Continúe.

—El telegrafista siguió leyendo:

—«El general al mando espera que el ejército haga nuevos esfuerzos para expulsar de nuestro suelo todo vestigio de la presencia del invasor».

—Lincoln saltó de su silla.

—«¡Expulsar al invasor de nuestro suelo!» ¡Dios mío! ¿Es eso todo?

—Es mucho, señor —dijo Halleck.

—Lincoln se enfrentó a Halleck; por un momento, Hay sorprendió un destello de pura violencia en los ojos del Tycoon; pero enseguida retornó el férreo control habitual.

—Cuando corresponda, es decir, mañana por la mañana, dirá usted al general Meade que debe perseguir a Lee. Los rebeldes están a nuestro alcance. Sólo debemos extender la mano para alcanzarlos. La guerra, general Halleck, debe terminar cuanto antes. —Después de esto, Lincoln dictó un mensaje de felicitación al ejército del Potomac. Y después se volvió a Hay y dijo—: Ahora puedo irme a la cama. Pero antes, Mr. Chandler —hizo un gesto al telegrafista—, envíe un telegrama a mi hijo. Tres palabras, «Ven a Washington». Fírmelo con mi nombre, y cóbreme el precio. Buenas noches.

Mientras atravesaban la avenida, el Tycoon estaba a la vez agotado y febril. No podía olvidar la frase «nuestro suelo».

—Naturalmente, Pennsylvania es nuestro suelo. Y también Virginia. Y las dos Carolinas. Y Texas. Son nuestro suelo para siempre. Éste es el sentido de esta guerra, y esos malditos estúpidos no lo comprenden, o no lo quieren comprender. Todo el país es nuestro suelo. No imagino cómo piensa esta gente.

Hay no pudo dejar de pensar que pocos hombres podían imaginar la pasión de Lincoln por la Unión, que era para él el emblema último de toda divinidad terrena y quizá celestial.

—Al día siguiente —era, auspiciosamente, el Cuatro de Julio, el día de la Independencia, que la capital había decidido celebrar como se debía— Stanton anunció que el ejército de Lee había sido rechazado en Gettysburg y que ahora se retiraba hacia el Potomac yVirginia, en dirección al Sur.

El presidente agitó la mano ante la multitud reunida frente a la Casa Blanca; miró los fuegos de artificio; hizo compañía a Mrs. Lincoln. Estaba muy molesto porque aún no tenía noticias de Robert.

—Se ha levantado una borrasca —dijo Nicolay a Hay— entre la Gata Montés y el príncipe de los raíles. —Ambos escribían respuestas a los numerosos telegramas de felicitación que empezaban a llegar a la Casa Blanca.

—¿Es la causa de ese empeoramiento del tiempo la hermosa Miss Hooper, hija del magnate de las telas de Georgetown, cuyos ojos refulgentes cautivaron a nuestro Robert durante las navidades pasadas, para ser más exacto, en el salón de Mrs. Eames, donde él, sotto voce, me confesó que le gustaría convertirla en la princesa de los raíles?

—¡No lo permita Dios! Eso mataría a Madam, si lo supiera. No, ha sido por los dos enanos que Mr. Barnum ha traído a la Casa Blanca.

—Tom Thumb y su esposa, que parece una Madam en miniatura. Quiero decir, el que se parece a Madam es Tom Thumb, y no su bella consorte.

—Pues bien, antes de la recepción a los Thumb —dijo Nicolay—, Robert dijo a su madre que no asistiría. Cuando ella le preguntó por qué, él respondió: «Quizá porque mi noción del deber es diferente».

Hay silbó suavemente.

—Eso es lo que hace Harvard con los chicos, Nico. Debían haberlo enviado a Brown. Se pondrá cada día más insoportable.

—Pero sea como sea —dijo Nico, cayendo en su lengua nativa—, Robert ist unser Prinz.

La reunión de gabinete del martes fue deplorable, a juicio de Chase. El presidente describió extensamente sus esfuerzos para conseguir que Meade persiguiera a Lee. Meade continuaba todavía en Gettysburg.

—Podría estar en Hagerstown en este momento. El ejército de Lee se encuentra todavía al norte del Potomac, que está en plena crecida. De modo que el grueso del ejército enemigo está atrapado entre nosotros y el río.

—¿Qué dice el general Halleck? —Durante algún tiempo Welles había insistido en que el presidente enviara al Viejo Cerebro al retiro. En este punto, Chase y Welles estaban perfectamente de acuerdo.

—El general Halleck es muy lacónico —dijo con tristeza el presidente—. Me dice que las tropas aún no están preparadas. Y que el general al mando es quien mejor conoce la situación. Y yo dejo caer el tema.

El nuevo secretario del Interior, Mr. John P. Usher, un abogado de Indiana, grueso y rubio, que había sido el secretario de su nada llorado predecesor Caleb Smith, preguntó por el progreso de la leva. Stanton fue bastante lacónico con él, pensó Chase.

—Todavía no tenemos informes completos. Pero poseemos millones de hombres capaces; y los rebeldes no.

—¿Nos permitirán ellos que enrolemos a esos hombres?

—Sean ellos quienes fueren, no tienen opción —dijo Stanton.

Seward se levantó del sofá donde había estado tendido durante toda la reunión de gabinete; un símbolo perfecto, a ojos de Chase, de la desidia general de la administración. Chase hubiera querido que Ben Wade estuviera allí, aunque invisible.

—¿Alguien tiene idea de nuestras bajas? —preguntó Seward.

—En Gettysburg han sido… —empezó Stanton.

Seward interrumpió.

—No, quiero decir, en todo este último año. Se ha combatido casi permanentemente desde la Península; y hemos sufrido grandes pérdidas. En Fredericksburg y Chancellorsville, en Antietam y ahora en Gettysburg. Hemos recibido duros golpes…

—También los rebeldes, y ellos tienen menos hombres. —Stanton tironeó de su barba encrespada y entrecerró sus ojos enroJecidos—. Calculamos que nuestras bajas son similares a las rebeldes, lo que es desesperado para ellos y no para nosotros.

—Incluso así —dijo Usher— ¿nuestras bajas no perturbarán las posibilidades de reclutar más hombres?

Chase miró a Lincoln, que en ese momento sólo estaba presente en la carne. Sus ojos eran los de alguien extraviado en un ensueño.

Stanton tosió irritado.

—Reclutar quiere decir reclutar, Mr. Usher. No hace ninguna diferencia que al hombre enrolado le perturben nuestras bajas. Bates, con una amable sonrisa, dijo:

—Mr. Stanton quiere decir que si alguien se resiste a la leva, será colgado; y que yo, como fiscal general, tendré que justificar las ejecuciones en virtud de la Ley de Reclutamiento.

Seward, sentado en el sofá, se peinaba, hábito que molestaba sobremanera a Chase, y no sólo porque él estaba, ahora, completamente calvo.

—Vuelvo a mi pregunta anterior, Mr. Stanton. ¿Cuántas han sido nuestras bajas durante este último año?

—Ciento diez mil hombres muertos, desaparecidos o heridos —dijo Stanton—. Pero no tengo las cifras completas del Oeste.

Lincoln se puso de pie y se despidió. Chase preguntó si podía quedarse a estudiar con él las nuevas emisiones de bonos. Los dos hombres entraron en el despacho presidencial. Chase halló a Lincoln tan poco concreto como siempre cuando se trataban asuntos financieros. Por suerte, siempre había concedido a Chase gran independencia en su sector. Pero en los últimos meses había habido problemas, y el precio del oro estaba ascendiendo. Chase temía que Gettysburg no fuera una victoria suficientemente decisiva para inspirar confianza al mercado financiero, para no hablar de las especulaciones con el oro. De pronto, Gideon Welles abrió de par en par la puerta del despacho. Los miró, sin aliento, con la cara roja y la peluca ladeada.

—¿Qué ocurre, Neptuno? ¿Ha visto usted algún terrible monstruo marino? —dijo Lincoln—. Siéntese. Beba un poco de agua.

Welles bebió el agua que Lincoln le sirvió. Luego anunció, entrecortadamente:

—Un mensaje. Del almirante Porter. En el Oeste. Ha caído Vicksburg.

—¿En manos de quién? —preguntó Lincoln, como si no pudiera creer en una buena noticia de semejante magnitud.

—Las nuestras. El Cuatro de Julio, después de un sitio de ochenta días. Grant permitió que la guarnición confederada, unos treinta mil hombres, se marchara a su casa, en libertad condicional, como les dijo. Luego ocupó la ciudad. El río Mississippi es nuestro.

—No lo comprendo. —Lincoln sacudía la cabeza.

—Yo siempre creí que tarde o temprano Vicksburg sería nuestra —dijo Chase, complacido y sereno—. Y que ganaremos la guerra.

—No, no, Mr. Chase. No es eso lo que quería decir. Lo que no comprendo es que el vencedor de la mayor victoria en esta guerra no me lo haya comunicado, ni lo haya anunciado a la nación. Normalmente, mis generales informan a la prensa cuando el combate aún no ha terminado. —Lincoln estaba de pie—. Vamos, Neptuno. Debemos dar la noticia al general Meade. Trataré de darle inspiración, así como Grant me la da a mí.

—Cuando el presidente y Welles aparecieron en la sala de espera, Hay y Nicolay aplaudieron al comandante en jefe, quien se inclinó con burlona solemnidad a izquierda y a derecha. Luego el Tycoon y Welles salieron deprisa hacia el Departamento de Guerra, dejando atrás a Chase, que dijo sin dirigirse a nadie en particular:

—Ésta es la prueba de la justicia de nuestra causa.

Mientras Chase se alejaba como un gran barco por el pasillo, Hay se volvió a Nicolay.

—¿Sabes lo que ha dicho Ben Wade de Chase? «Es un buen hombre, pero la teología no es su fuerte: cree que en la Trinidad hay una cuarta persona».

De un extremo a otro de la Unión las campanas de las iglesias repicaban, hablaban los oradores y los periódicos alababan al vencedor de Vicksburg. Para diversión de Hay, hubo un retorno masivo de los grandes políticos que habían abandonado la ciudad al final de las sesiones del Congreso, muchos convencidos de que la ciudad caería en manos rebeldes antes del nuevo período. Sumner y Fessenden y Chandler volvían a visitar la Casa Blanca. El general Sickles, menos una pierna, estaba en casa de un amigo en la calle E Cuando el general Hooker fue a consolar a Sickles, fue inmediatamente arrestado en virtud de una orden del Departamento de Guerra que prohibía a los oficiales superiores ir a la capital sin un permiso especial. Se decía que el Viejo Cerebro había dispuesto personalmente el arresto de su enemigo.

A la caída del sol, el presidente escuchó una serenata ante la Casa Blanca. Luego el Anciano procedió a pronunciar el que, a juicio de Hay, era el peor discurso que le había oído, con frases huecas y el extraño comentario de que tres presidentes habían muerto el Cuatro de Julio, asunto escasamente vinculado con la caída de Vicksburg.

—Está agotado —dijo Hay a Nicolay, mientras ambos iban a cenar al Willard a través de la muchedumbre.

—También yo —dijo Nicolay—. Pero yo estaré pronto en las Montañas Rocosas, respirando aire de verdad, mientras tú te sofocas con este calor.

—Me pregunto si Robert vendrá o no. —No había habido respuesta al primer telegrama. El Tycoon había enviado otro; era presumible que Robert estuviera ya en camino. Madam estaba con fiebre: la infección se había extendido.

Cuando se volvió a reunir el gabinete, el martes 14 de julio, la euforia de Vicksburg había empezado a evaporarse. Lincoln dijo fría y deliberadamente:

—El domingo por la noche, el general Meade, contraviniendo mis instrucciones, reunió un consejo de guerra para preguntar a sus oficiales qué debía hacer.

Seward estaba en la actitud habitual del presidente, con el mentón en las rodillas. Tenía otras ideas en la mente. Él ya había descartado a Meade. Los generales de la Unión designados para mandar el ejército del Potomac se convertían invariablemente en cobardes o algo peor.

Seward veía un peligro más grave e inmediato. El día antes, en Nueva York, una multitud bien organizada había dañado la casa del alcalde republicano; incendiado una docena de edificios, incluida la oficina de enrolamiento; asesinado a docenas de negros; ahorcado a un capitán de la guardia del estado, y herido gravemente al jefe de policía. Luego habían construido barricadas en la Primera Avenida entre las calles Once y Catorce, así como en la Novena Avenida. Todo para demostrar su indignación acerca de la Ley de Reclutamiento. Desde la madrugada, Seward había tratado, infructuosamente, de comunicarse con su amigo el arzobispo Hughes, el único hombre capaz de controlar a esa multitud, esencialmente irlandesa. Aunque muchos de los irlandeses acababan de llegar a los Estados Unidos, odiaban como un solo hombre a los negros y a la administración rePublicana. Normalmente, el arzobispo y el gobernador lograban mantenerlos en orden. Pero allí estaba actuando alguien muy sutil. Los revoltosos se habían lanzado a las calles poco después de que la milicia de Nueva York hubiese partido hacia Gettysburg. Muy pronto, los mil quinientos policías de la ciudad fueron desbordados; se ocuparon las oficinas telegráficas y se cortaron los cables; se interrumpieron las líneas de tranvías y del ferrocarril. La ciudad había sido cuidadosamente aislada del resto del estado y del país.

Seward no podía imaginar quién estaba detrás de aquella revolución tan bien tramada. Corría el rumor de que Vallandigham estaba en Nueva York; pero Seward dudaba de que ese demagogo Cabeza de Cobre tuviera capacidad para desarticular una ciudad tan grande. Pero entonces, ¿quién había sido?, ¿o era simplemente un levantamiento espontáneo de la ciudadanía inflamada por los periódicos como el Daily News y el World, que atacaban día tras día al gobierno, a los negros y el reclutamiento?

Seward pensó, algo sardónicamente, en el secreto acercamiento que Thurlow Weed y él habían procurado con el gobernador Seymour, el hombre a quien Lincoln había elegido como posible presidente demócrata. Por suerte, Seymour había revelado ser obtuso y vanidoso, una combinación a todas luces prescindible para Seward. Y lo peor era que el Cuatro de Julio Seymour había dicho, ante un gran público reunido en la Academia de Música de Nueva York, que el gobierno, con los arrestos a medianoche, los cierres de periódicos, la suspensión del habeas corpus y el derecho al juicio por jurados, estaba destruyendo las libertades ciudadanas. El gobernador había encendido la mecha, y la ciudad había estallado en llamas. Lincoln comparaba ahora al general Meade con McClellan, lo que era, conjeturó Seward, el principio del fin de Meade.

—Meade está cometiendo los mismos errores. Como por ejemplo convocar un consejo. Yo le advertí que nunca un consejo ha querido pelear; y me temo que éste no sea una excepción.

Stanton entró en la habitación.

—¿Puedo hablar con usted, señor?

Lincoln entró en su despacho, y Stanton lo siguió y cerró la puerta. Seward miró a sus colegas.

—Mantengamos un consejo informal a espaldas del presidente. En este momento, ¿cuántos están de acuerdo conmigo en que debíamos haber fusilado, o quizás ahorcado a Vallandi? —La respuesta fue tan sangrienta como correspondía. Incluso Chase se sintió compelido a condenar en duros términos la inexplicable clemencia del presidente. Intercambiaban chismes o noticias acerca de NuevaYork cuando Lincoln y Stanton regresaron.

Usher preguntó a Stanton si había malas noticias. Stanton masculló una negativa. Welles preguntó si era cierto el rumor de que Lee había atravesado ya el Potomac. Stanton respondió:

—No sé nada acerca de los movimientos de Lee.

—Yo sí —dijo Lincoln, mirando duramente a Stanton—. Si Lee no ha pasado aún el río con el grueso de sus hombres, pronto lo hará. —Lincoln se dirigió a Stanton—. Quiero ver a Halleck. En el Departamento de Guerra. —Sin decir palabra, Stanton salió de la habitación.

—En lo que concierne a los disturbios en Nueva York… —empezó Seward.

Pero Lincoln lo interrumpió.

—No creo que estemos en condiciones…, al menos yo no lo estoy…, de continuar esta reunión. Tengo en este momento dos volcanes en las manos.

—¿Cómo se propone —preguntó Bates— responder a la petición del gobernador Seymour de suspender el reclutamiento en Nueva York?

—No lo sé —dijo el presidente; y salió con Welles, que lo acompañó por el jardín cierto trecho.

Cuando Welles empezaba a alejarse hacia el Departamento de Marina, Lincoln se detuvo y lo tomó del brazo.

—Mr. Welles, aquí ocurre algo muy extraño. En alguna parte hay mala fe. Nosotros hemos urgido al general Meade a perseguir a Lee sin dejarlo escapar. Pero sólo uno de sus generales apoyaba un ataque inmediato. ¿Qué significa esto, Mr. Welles, por Dios, qué significa?

—¿Ordenó usted personalmente a Meade que atacara?

—Lo hice e insistí. Creo que también Stanton se lo ordenó. Halleck estaba permanentemente a la espera de noticias de Meade.

—Halleck estaba a sólo cuatro horas de Meade, por tren. ¿Por qué no fue a Gettysburg y le ordenó que atacara?

Lincoln no respondió. El sol brillante hacía parecer su rostro aún más demacrado y más cavernosas las cuencas de sus ojos.

—Señor, yo pienso que el problema es el general Halleck. En el mejor de los casos es inerte; en el peor, es incompetente. —Lincoln suspiró.

—Halleck sabe más que yo. Es un militar, ha recibido educación militar. Lo traje aquí para que me diera asesoría militar. Es verdad que sus puntos de vista difieren de los míos. Pero incluso así es preferible que ceda yo ante su criterio y no él ante el mío. Yo no soy militar.

Welles sacudió la cabeza.

—No estoy de acuerdo, señor presidente. Halleck no tiene una sola idea, que yo sepa. Él no puede iniciar nada. Usted tiene una visión global de la guerra en su mente, con todas sus ramificaciones politicas y militares. Nunca debe tener usted miedo de orientar a quien debe ser orientado.

Lincoln no parecía oír. Habló como para sí mismo.

—Cuando nos enteramos de que Vicksburg había caído, Y que el Potomac estaba desbordado, y que Lee esperaba ansiosamente que descendieran las aguas para poder cruzar, vi que la rebelión había terminado. Pero los generales votaron por no atacar, y la guerra seguirá y seguirá y seguirá.

Entonces Lincoln giró bruscamente y se dirigió, solo, al Departamento de Guerra. Welles fue al de Marina. La vaca de Mrs. Lincoln gimió. Un soldado le ordenó que se callara. El calor era intenso. Las moscas pululaban en el aire del verano.

Robert Lincoln entró en el despacho de Nicolay cuando éste se preparaba para partir al Oeste. Hay se había trasladado ya de su cubículo al despacho de Nicolay.

—¡El príncipe, al fin! —exclamó Nicolay.

—¿Qué te había pasado? —preguntó Hay.

—Quedé atrapado por los disturbios. Por el principio de los disturbios, al menos. Afortunadamente, un amigo que vive en el Fifth Avenue Hotel posee un coche. Me llevó hasta el ferry antes de que se interrumpiera el servicio. Y vine en el último tren que salió hacia. Baltimore. —Robert parecía tener treinta años, pensó Hay con cierta envidia, y hablaba como los elegantes de Boston.

—¿Dónde están?

—El presidente está en el Departamento de Guerra, como siempre —dijo Nicolay, entregando una llavecita a Hay—. Es la de la caja fuerte. No la pierdas. Y Mrs. Lincoln en el Hogar del Soldado. Dicen que está mejor. La infección se está curando.

—Aquí todo ocurre al mismo tiempo.

—Tratamos de no tener días ociosos —dijo alegremente Hay.

—¿No hay demasiada gente en la ciudad, si se tiene en cuenta que es verano? —Robert examinó la pila de periódicos. Estaban los de toda la Unión, inclusive Richmond.

—Vicksburg —dijo Nicolay, con cierta satisfacción—. Todos los políticos de corazón débil han venido a rodear al presidente victorioso.

Robert preguntó por los conocidos comunes, pero Hay ay sabía que sólo una persona le interesaba, la hija de cierto rn nate. De modo que respiró hondo y dijo:

—Miss Hooper se casa este mes.

Robert tragó saliva; preguntó si estaba Mr. Watt; le dijeron que Mr. Watt integraba ahora el ejército.

—¿Por qué empezó el tumulto? —preguntó Hay.

—¿Quién sabe? —dijo Robert con vaguedad; su mente estaba lejos, en Georgetown—. Parecía muy bien organizado. Los irlandeses estaban decididos a matar a todos los negros de la ciudad. Son unos animales.

—¿Los negros? —preguntó Hay con malicia.

—No, los irlandeses. Malditos papistas borrachos. —Robert era verdaderamente un bostoniano—. Dicen que ésta es la guerra del rico y la pelea del pobre.

—No se equivocan demasiado —dijo Nicolay—. No es justo que un hombre permanezca alejado de la guerra sólo porque tiene trescientos dólares para pagar a un sustituto. Eso debe de crear problemas.

—Los crea —dijo Robert—. Lo que está pasando allí es como la Revolución francesa, con gente colgada de los faroles. —Edward anunció que el coche esperaba a Robert—. Pues yo daría trescientos dólares para que me permitieran pelear.

—Si se los das a tu madre —dijo Hay—, podrás enrolarte enseguida. —Hay advirtió de inmediato que había ido demasiado lejos. Pero Robert se limitó a reír, y salió.

—No has tenido mucho tacto. —Nicolay fruncía el ceño.

—Lo siento. No lo pude evitar. De todos modos, no creo que conozca los misteriosos medios de Madam para conseguir dinero. Es curioso qué poco se parece a los dos.

Nicolay bajó el mapa de Pennsylvania, ahora libre de alfileres.

—Yo creo que es un Todd.

Hay recordó de pronto una conversación que había mantenido con Herndon durante su último viaje a Springfield.

—El viejo Herndon cree que los rumores de que el Anciano es hijo ilegítimo son falsos; pero dice que el Anciano mismo le dijo que la madre de él, de apellido Hanks, era ilegítima, e hija de un grande de Virginia.

—Herndon es incomparable cuando se trata de desmentir rumores que nadie ha oído nunca. —Nicolay no sentía simpatía por el anterior socio del presidente.

Hay reflexionaba.

—Yo no creo que mienta. Le gusta especular. Cree que el Anciano sabe quién era su abuelo, y que jamás se lo quiso decir. —Una demostración de prudencia.

—Herndon tiene la opinión de que el misterioso abuelo es nada menos que el gran defensor de la esclavitud, el aristocrático John C. Calhoun.

—¡Dios nos asista! —Nicolay estaba espantado.

—«Incluso se parecen», dijo Herndon, muy contento. ¿Lo pondremos en tu libro o en el mío?

—Hay y Nicolay habían tenido la idea de escribir, cada uno por su parte, una biografia de Lincoln. En los últimos meses habían considerado la idea de escribirla en colaboración.

Nicolay cerró su escritorio.

—Sobre nosotros dos, John, recae la noble tarea de decir al mundo quién es, realmente, Abraham Lincoln. Esto significa que debemos excluir a Billy Herndon.

—Pero Nico, ¿sabernos realmente quién es?

—Sabemos lo que sabemos, y me parece que no es poco.

—Me lo pregunto —dijo Hay—. El Tycoon es un hombre misterioso, y sumamente reservado.

—Eso se debe a que es más inteligente que nadie. Ningún misterio. ¿Dónde está la llave?

—En mi bolsillo.

—Cuídala bien. Y también a la república.

—Hasta la muerte, Nico.

—Hay estaba con el Tycoon en la sala del gabinete, esperando a que llegara Seward con la última delegación de NuevaYork. Lincoln estaba sentado en el alféizar, las gafas con montura de oro en la punta de la nariz, leyendo a Artemus Ward:

—«Un hombre nacido en Irlanda, que jamás ha visitado este país, no puede ser enrolado en el ejército, como tampoco nuestros antepasados». —Lincoln rió y miró a Hay por encima de sus gafas—. Es una frase de estadista. —Continuó leyendo—: «El término del alistamiento es de tres años; pero si un hombre ha sido enrolado en dos sitios tiene el derecho de alistarse por seis años. No están eximidos los hijos únicos de una viuda pobre cuyo marido está en California; pero sí todo hombre que posea acciones en el Vermont Central Railway». —Lincoln echó atrás la cabeza y rugió de risa. Hay se asombró del increíble poder de recuperación del Tycoon. Era imposible apagar el fuego que mantenía esa extraordinaria máquina en movimiento cuando lo alimentaba la risa—. «Así como los lunáticos permanentes, los oradores, las personas nacidas con pata de palo o dientes postizos, los ciegos y las personas que hayan votado deliberadamente por John Tyler». —Hay y Lincoln reían sin poder contenerse cuando Edward abrió la puerta y anunció, solemne:

—El secretario de Estado, el senador Morgan y Mr. Samuel J. Tilden, de Nueva York.

Seward había oído las risas; vio el libro de Artemus Ward.

—Quiero leerlo cuando usted lo termine —dijo Seward.

—Le aseguro que es un tónico. El presidente Tyler ha muerto, ¿no es verdad?

—El año pasado, en Richmond. Acababan de elegirlo para el Congreso. Señor presidente, permítame que le presente al senador Morgan, a quien ya conoce, y a Mr. Tilden, a quien no conocía. Lincoln estrechó las manos de ambos, y a Tilden —un hombre pequeño, delgado, afeitado, de unos cincuenta años— le dijo: —Usted era socio de Martin van Buren…

—Que murió hace ahora un año —dijo Seward, mientras se instalaba en su silla habitual.

—Lo sé, gobernador. —Lincoln se volvió hacia Tilden—. ¿Trabajaba usted con Mr. Van Buren?

—Lo ayudé tanto como pude durante su presidencia. Escribí varios informes para él. —Tilden sofocó un eructo. El senador Morgan había asegurado a Seward que la dispepsia aguda y crónica de Mr. Tilden le impedía asumir un cargo oficial, pero de ningún modo se oponía a que fuera un excelente manipulador entre bastidores.

—Yo no apoyé aVan Buren en el cuarenta y ocho; pero evidentemente era el mejor de todos, como luego se comprobó. Y en cierto momento estuvo a favor del sufragio de los negros, también. —Lincoln rió—. Cuando se lo leí al juez Douglas, hombre de Van Buren, creí que iba a darle un síncope. «¿Dónde dice eso?», preguntó el juez, ante una muchedumbre. Entonces le entregué el libro, abierto en la página donde estaba el pasaje, y el juez dijo: «No quiero saber nada de ese maldito libro», y lo arrojó al suelo.

Seward permitió algunas reminiscencias más a Lincoln, y luego planteó el tema de la reunión.

—El arzobispo Hughes y yo hemos logrado contener a las turbas el tercer día. —Seward sentía que merecía todo el crédito por haber bombardeado al arzobispo con telegramas a tal Punto que Su Eminencia no había tenido otro remedio que convocar a los fieles ante su casa de la avenida Madison. Allí había tranquilizado y reconvenido a una multitud de unos cinco mil hombres, en su mayoría irlandeses. Como resultado la ciudad estaba en paz. Por el momento.

—Ahora el peligro, señor presidente —dijo el senador Morgan—, es la reapertura de las oficinas de reclutamiento. El gobernador Seymour ha hecho lo posible por aplacar a los inmigrantes, pero están de un talante diabólico. Quiere que usted haga una declaración postergando el reclutamiento en la ciudad.

—Nunca la tendrá, senador. Si se posterga el reclutamiento en un estado, otros estados tendrán la idea de que también ellos pueden conseguir una postergación.

—Pero usted comprenderá, señor, que la ciudad volverá a explotar si intenta imponer el reclutamiento. —Tilden miró atentamente el rostro de Lincoln: un abogado medía a otro.

—Yo no impongo el reclutamiento. Es el Congreso, Mr. Tilden. La Ley de Reclutamiento fue muy pensada y debatida. No es perfecta. La Constitución tampoco es perfecta. Pero al menos, la Ley de Reclutamiento recibió un voto unánime. Es la ley; y yo debo hacer que se cumpla. —Seward pensó que Lincoln debía ahora suavizar su posición, como solía. Pero para su sorpresa, adoptó un tono aún más duro y legalista—. Para ese fin se encaminan ahora a Nueva York diez mil hombres de infantería, y varias baterías de cañones.

—¿Pondrá usted a la ciudad bajo la ley marcial? —sondeó Tilden.

—En efecto, Mr. Tilden, toda la Unión está en cierto modo bajo la ley marcial puesto que estamos en guerra. Ahora bien; sé que usted y el gobernador Seymour y muchos otros demócratas estiman que hemos transgredido la Constitución: Y sin embargo, simplemente estamos tratando de salvarla y de salvar la nación. —Para alivio de Seward, Lincoln llegaba finalmente al momento de la conciliación—. Diga usted al gobernador que le sugiero, en principio, continuar con el reclutamiento al mismo tiempo que aplica —Lincoln se detuvo para buscar una pala fuerte, y halló una que a Seward le pareció excesiva— medidas infalibles para evitar males mayores.

—¿Debe interpretarse eso —dijo Tilden, examinando el anzuelo— como si otorgara a Nueva York cierta libertad para la aplicación del reclutamiento?

—Yo no he dicho eso. Pero no puedo controlar todas las interpretaciones que se hacen de mis palabras.

—Bien —dijo Tilden, y asintió. Seward estaba complacido. Los dos distinguidos abogados se habían entendido perfectamente. Pero el senador Morgan no había entendido.

—¿Y qué diremos cuando los demagogos protesten por la venta de la exención a trescientos dólares? «El dinero del rico y la sangre del pobre», dicen. Usted sabe que abundan los sentimientos comunistas en la ciudad, y esto echa leña al fuego.

—Para tener un ejército se necesitan hombres. —Lincoln parecía razonable—. Lo ideal sería que fueran voluntarios. De otro modo, es indispensable el reclutamiento. Después de todo, existe en otros países, tanto monarquías como repúblicas. Y la exención me parece bastante justa. Al menos, aporta dinero al Tesoro, lo que ayuda al esfuerzo de guerra.

El senador Morgan no estaba satisfecho.

—¿Por qué no puede usted esperar a que la Corte Suprema determine si la Ley de Reclutamiento es o no constitucional?

—Porque no tengo tiempo, senador. La guerra es cada día más sangrienta. Los rebeldes reclutan a todo varón capaz de caminar; y los envían a la matanza como ganado. ¿Es nuestro pueblo tan degenerado que no puede, a pesar de su gran número, Poner en pie de guerra un ejército suficiente con un reclutamiento legal?

—Entonces, señor, usted se niega a esperar el dictamen de la Corte Suprema. —Morgan estaba muy tenso.

Seward miró a Lincoln; aunque no había motivos perceptibies, sonreía.

—Yo, señor, no esperaré a nadie. El tiempo de las discusiones ya ha pasado. Si esto no le agrada, tendremos que ver quién es el más fuerte.

Seward sintió en sus miembros un estremecimiento involuntario. Le sobrecogía la ironía de la ocasión. Durante casi tres años, mil voces, incluida la suya propia, habían clamado por un Cromwell, un dictador, un déspota; y en todo ese tiempo nadie había sospechado que en la Casa Blanca había un dictador desde el principio, un protector de la Unión por cuya sola voluntad se proseguía la guerra. Por primera vez, Seward comprendió la naturaleza del genio politico de Lincoln. Había logrado convertirse en un dictador absoluto sin que nadie sospechara que era algo más que un tímido y bromista abogado rural, proclive a la humildad ante los jactanciosos militares y los pavos reales políticos que lo rodeaban.

También los dos hombres de Nueva York parecían reconocer al adversario al que se enfrentaban, o que se enfrentaba con ellos. El senador Morgan calló, mientras Mr. Tilden eructaba suavemente. Luego el presidente leyó unas líneas de Artemus Ward para aliviar la tensión.

Finalmente, Tilden alzó la vista hacia Lincoln y dijo:

—Mr. Van Buren tenía el mayor respeto por su tenacidad, señor, y por su visión general de esta guerra. Lincoln no pudo evitar el chiste obvio.

—Mi visión «general» es bastante defectuosa. Pero soy tenaz, sí. Me alegro de que lo apreciara.

—Y también le divertía —dijo Tilden— recordar un adjetivo que una vez empleó usted para calificar la administración Van Buren.

Lincoln frunció el ceño.

—¿Cuál?

—«Monárquica», señor presidente. Le divertía que esa palabra la hubiera dicho usted. Mr. Van Buren pensaba, al fin de su vida, que estaba usted resuelto a superarlo en tal sentido.

Lincoln rió, mostrando sus blancos dientes.

—Si soy monárquico es porque estos tiempos me han puesto la corona a la fuerza en la cabeza. Pero cuando ganemos la perra, perderé muy pronto la corona, y probablemente, también la cabeza. Y con toda sinceridad, entre nosotros, estoy harto de ambas.

—¿Cómo hace un soberano como éste para abandonar el cetro?, se preguntó Seward, mientras descendía la escalinata principal de la Casa Blanca, con el senador Morgan a la izquierda y Mr. Tilden a la derecha.

—Mr. Lincoln parece —dijo pensativo Tilden— un hombre de buena voluntad.

—¡Mr. Tilden! —exclamó Seward—. De eso no tengo la menor duda. La voluntad de Mr. Lincoln es realmente muy buena. En verdad, lo único que tenemos aquí es esa voluntad.