Once

Era la segunda visita de Mary Todd Lincoln al cabo Stone, de Lexington, Kentucky, anterior integrante del ejército rebelde. Ella lo conocía desde la infancia. Tenía la misma edad que el pequeño Aleck. Mary estaba sentada en una silla junto a su catre, en el extremo del salón principal de exhibición de la oficina de patentes. Una compleja maquinaria protegida por cristales, patentada en otro tiempo, los amparaba de miradas curiosas.

El cabo Stone era pelirrojo y hablaba suavemente; había perdido las dos piernas en Chancellorsville, en Virginia, donde el ejército de la Unión, al mando de «Fighting Joe» Hooker, había sido rechazado por el general Lee hasta el Rappahannock.

—Pero fue duro para nosotros perder así a Stonewall Jackson.

—Al general Jackson lo había matado accidentalmente uno de sus propios exploradores.

—¿Conocía usted al general Jackson? —Mary arregló el pequeño ramo de rosas de invernadero en una jarra, sobre una mesa. Trataba de sentir sólo el olor de las rosas, y no el de los orinales que aparentemente nunca se vaciaban.

—Lo he visto. Pero jamás hablé con él. Era un hombre extraño, muy religioso. —El cabo Stone sonrió; le recordó a Aleck. Mary devolvió la sonrisa y trató de no llorar—. Un chico herido, aquí, estaba con él: dijo que cuando Dios envió a sus arcángeles a buscar a «Stonewall» para llevarlo al cielo, no pudieron encontrarlo. Regresaron, y él ya estaba en el cielo. Se les había escapado por el flanco.

—Nuestros hombres pelean bien, ¿verdad? —dijo Mary, distraída.

—¿Quiere usted decir los confederados, Madam? —El cabo Stone la miraba un poco asombrado.

—Quería decir… nuestros hombres de Kentucky —dijo Mary—. Sólo eso. No debería, porque soy leal a la Unión.

—En casa dicen que usted está secretamente con nosotros.

—No, no es así. Pero lo que nos ha ocurrido a todos pesa en mi corazón. Y he perdido a dos hermanos. Y puedo perder más.

—Yo he perdido dos hermanos, dos tíos y ahora… dos piernas.

—Es trágico.

—Bueno, yo sabía lo que hacía, y cómo podía terminar. Yo estaba en el Phoenix Hotel…

—Donde siempre se alojaba Mr. Breckinridge. —Mary se preguntó dónde estaría el primo John. Había estado en Shiloh, y ahora era general. El marido de la pequeña Emilie, Ben Helm, servía a sus órdenes. En los últimos tiempos no había tenido noticias de ninguno de ellos.

—… recuerdo que era la noche del 19 de septiembre de 1861, un jueves. Los primeros soldados yanquis llegaron a Lexington. Mientras pasaban por delante del hotel, uno de nuestros exaltados hizo fuego desde una ventana. No, no era yo, Mrs. Lincoln. Pero enseguida fui a unirme a las fuerzas de John. Hunt Morgan.

—Los Lexington Rifles. Creo que Morgan está emparentado con nosotros.

—Somos todos parientes, y quizás ése es el problema. Como sea, cincuenta de nosotros, de Lexington, a las órdenes del capitán Morgan, fuimos por Versailles Pike hasta el río Verde, y allí estuvimos combatiendo hasta ahora; y desde entonces Lexington está bajo la ley militar yanqui y ni siquiera su madrastra se atreve a decir nada contra los yanquis.

—Lo dudo —dijo Mary, con leve truculencia; no le agradaba la segunda esposa de su padre, sin duda una mujer muy resuelta—. He oído decir que, cuando mataron en Shiloh a su hijo Sam, medio hermano, un simpatizante de la Unión, se quejaba de que John Morgan se hubiera unido a los rebeldes con los chicos de Lexington, y Mrs. Todd declaró en una gran reunión: «Desearía que hubiera diez mil hombres como el capitán John Morgan».

—Bueno, ella es una Todd —dijo el cabo Stone, riendo.

—Supongo que ahora sí. Y todos conocíamos a John Morgan. Elizabeth Keckle y se acercó. Mary se puso de pie.

—Trataré de enviarlo a su casa cuando mejore.

—Bendita sea, Mrs. Lincoln.

Una funcionaria de la Comisión Sanitaria se reunió con Mary y con Elizabeth. Las guió a través de los salones de la oficina de patentes, que era ahora un enorme e incongruente hospital. Inmóviles invenciones estaban donde habían estado siempre en exposición permanente, rodeadas por la nada permanente carne de los hombres heridos. Mary repartía flores y frutas, y hablaba con uno y con otro.

La funcionaria estaba llena de quejas. El hospital estaba repleto después de la derrota de Chancellorsville.

—Yo creí, en diciembre, que Fredericksburg amenazaba con destruir todo nuestro sistema. Pero esto es peor. Los heridos llegan sin cesar. —Era una mujer gruesa, de Nueva Inglaterra—. Ya no tenemos sitio. Estamos tratando de conseguir uno o dos pisos en cada uno de los hoteles, pero los políticos se oponen.

—Ojalá estuvieran ellos aquí —dijo Mary con amargura— y todos estos chicos sanos y en sus casas.

—Pienso lo mismo, Mrs. Lincoln. Y querría, si usted me perdona, que el presidente acabara esta guerra antes de que perdamos a todos los jóvenes del país.

—Podemos perder a todos los del Sur —dijo Mary. Se habían detenido ante un enorme arado de hierro, inventado, si ésa era la palabra adecuada, por el general Washington—. Son menos que los del Norte.

—Aquí los tenemos mezclados, como habrá visto. Se supone que debernos mantenerlos separados. Pero no es posible. Son demasiados. Me pregunto cuánto más durará esto, que nos derroten todo el tiempo.

—Mi marido necesita un general. Por desgracia, los mejores están en el otro lado. —Mary sonrió—. No debería decir eso. Supongo que el New York World me acusará de traición, pero he perdido todo interés por la prensa vampira.

—Ojalá ellos pierdan su interés por usted, Madam —dijo Elizabeth Keckley, mientras acompañaba a Mary a la puerta.

La búsqueda de un general estaba a punto de recomenzar.

—Mientras Mary estaba en la oficina de patentes, el general Hooker se entrevistaba con el presidente en la Casa Blanca. Una vez más Lincoln se sentó en el alféizar de la ventana mientras «Fighting Joe» recorría la habitación. Pero sus pasos no eran firmes ahora. Hooker estaba a la defensiva, y Lincoln parecía fatigado.

—Estoy seguro… —empezó Hooker, aunque no demostraba gran seguridad: una granada confederada había dado contra un pilar de la galería en que se encontraba; luego el pilar había caído sobre él, que había estado inconsciente varias horas. Después de recuperarse había dejado la bebida, y sin ella, todos lo decían, no era ya «Fighting Joe» Hooker, sino sólo un nuevo general incompetente de la Unión, llamado Hooker, cuyo cuartel general, según el hijo militar del embajador americano en Londres, era un burdel. En realidad, Hooker y su plana mayor eran tan adictos a la carne que el ejército de prostitutas de Washington había empezado a recibir el nombre de «chicas de Hooker» y, más brevemente, hookers—. Estoy seguro —repitió Hookerde que puedo volver a cruzar el Rappahannock, y atacar Richmond antes de que Lee haya terminado de reorganizarse.

—Yo lo apoyaré, por supuesto —dijo Lincoln—. Pero, por el momento, me gustaría más que simplemente se quedara donde está, manteniendo a raya al enemigo, hasta que hayamos trazado algún nuevo plan general. Pero he ido en dos ocasiones a visitarlo en su campamento. He hablado con varios jefes, y lo que temía empieza a ocurrir. Así como Burnside perdió el apoyo de sus comandantes, y usted era uno de ellos, ahora usted empieza a perderlo.

Hooker se detuvo. Miró al presidente con sus ojos claros: eran más bien los de un conejo asustado que los de un beligerante animal depredador.

—¿Quién le ha hablado mal de mí?

—No puedo decírselo. Pero he oído numerosas críticas.

—¿Quiere usted reemplazarme? Lincoln movió la cabeza y se puso de pie.

—No tengo la costumbre de arrojar a un lado un rifle porque ha fallado una vez. Pero, por el momento, preferiría no disparar contra ningún blanco.

—Creo, señor, que debería consultar usted a todos los generales, y no sólo a mis rivales del ejército del Potomac. —Hooker era de nuevo un combatiente—. Hallará que me tienen en alta estima.

—Como todavía conserva usted el mando, es evidente que tampoco ha perdido usted la mía. —Lincoln tocó la campanilla—. Estaremos en contacto, general.

El bronceado John Hay entró en el despacho. Acababa de retornar de Carolina del Sur, donde había visitado a su hermano Charles, enfermo, y de Florida, donde había estudiado la situación militar y política, por encargo del presidente. Con la bendición de Lincoln, Hay había considerado la posibilidad de aspirar a un escaño en el Congreso cuando hubiera elecciones en el este de Florida, nuevamente dentro de la Unión. Lincoln estaba ansioso por traer a los Estados Unidos a los estados del Sur, o a las zonas recuPeradas, de modo que enviaran representantes republicanos lea les al Congreso. Si no los había entre los resentidos nativos, se debería enviar una cantidad de personas como John Hay a las diversas regiones, y favorecer su elección.

—En los últimos meses se había convertido en asunto de cierta urgencia la regularización de los estados o fragmentos de estados recuperados, porque los republicanos radicales tendían a considerar que los estados rebeldes estaban fuera de la Unión y debían ser tratados como las provincias conquistadas de una nación enemiga.

Pero la línea de Lincoln era inflexible. La Unión era absolutamente indivisible. Ningún estado podía salir de ella; por lo tanto, ninguno había salido. Ciertos elementos rebeldes habían juzgado preferible hacer la guerra al gobierno central; pero cuando esos elementos fueran derrotados, todo volvería a ser como siempre, y los estados del Sur enviarían representantes al Congreso, como habían hecho en el pasado. Thaddeus Stevens se oponía abiertamente a esta política, y nuevas tormentas amenazaban, como veía Hay, al presidente. Cuando Hooker se marchó, Lincoln miró la puerta por donde había salido el general. Luego dijo:

—¿Sabe, John?, se dice que si ese pilar que cayó sobre él en Chancellorsville lo hubiera matado, la guerra se habría acortado. —Lincoln sonrió—. Naturalmente, yo jamás hubiera dicho algo tan malévolo.

—Desde luego, señor. ¿Lo reemplazará?

Lincoln movió la cabeza.

—No tiene sentido… en este momento.

Hay entregó al presidente la 663 última serie de despachos del Departamento de Guerra. El rostro de Lincoln se iluminó casi de inmediato.

—Oiga esto. Grant está ahora justamente al sur de Vicksburg. Halleck le ha enviado la orden de reunir sus fuerzas con las del general Banks, que está más al sur. En realidad, no fue Halleck sino yo quien tuvo esa idea; me gusta otorgar el crédito a los demás. Les agrada. Pero ahora Grant le dice a Halleck que eso retrasaría sus operaciones contra Vicksburg, y agrega: «No puedo perder ese tiempo». Aquí hay una lección. Cuando elijo a un general y lo pongo aquí, en el jardín delantero, nada marcha bien. Y en el Oeste, donde casi no me ocupo de nada, las cosas marchan como un incendio. Debo reflexionar sobre esto.

Hay encontró que otros reflexionaban sobre lo mismo.

—Llegó a casa de Chase poco después de que se marchara el general Hooker. Aparentemente, Hooker había ido directamente de la Casa Blanca a casa de su mentor político.

—Se quedó el tiempo indispensable para felicitar a Kate por su compromiso con Mr. Sprague; luego pasó una hora en el estudio de Mr. Chase y se marchó. —La viva mirada de Mrs. Eames veía todo; también comprendía lo que veía. Mrs. Eames y Hay se hallaban en una sala llena de flores de mayo. Hay observó que Kate estaba más delgada que de costumbre, y mucho más pálida. Kate, decorosamente, pasaba de un grupo a otro, como el senador Sprague. Lo hacían por separado.

—Estaban todos los notables de Washington, y una cantidad de hombres de empresa, entre ellos los hermanos Cooke, que eran abiertamente el centro de la campaña de Chase para la presidencia. Como Lincoln sabía que su secretario del Tesoro trataba de conseguir la designación del partido, había momentos en que Hay consideraba la paciencia del Tycoon con Chase muY superior a la de Job con Dios. Por otra parte, sabía que Lincoln prefería tener cerca a sus enemigos para vigilarlos. Pero ¿no le importaba que así ellos también podían vigilarlo?

—Creo que hacen buena pareja —dijo Mrs. Eames—. En todo sentido.

—Hay la miró, y percibió la delicada sonrisa irónica.

—Se complementan —dijo juiciosamente Hay—. La belleza de ella y el dinero de él.

—El padre de ella y el dinero de él.

—El dinero parece el elemento clave —dijo Hay.

—Bueno, eso es un matrimonio. Y —añadió Mrs. Eames— aquí estamos en Washington.

—Para Sprague, el dinero era un interés acuciante. En el comedor, ante el buffet, escuchaba a un antiguo parlamentario de Texas que le decía:

—Acabo de recibir una carta de nuestro amigo Harris Hoyt. Sprague miró al hombre con intriga.

—¿Nuestro amigo… quién?

—Usted debe de haberlo conocido en alguna parte, puesto que le ha dado una carta de recomendación para el general Butler en Nueva Orleans.

—Di muchas cartas así cuando era gobernador. Amigos de amigos. ¿Algo que ver con el negocio del algodón? —Sí, señor.

—¿Y dónde está ahora?

—Bueno, me dice que salió en barco de La Habana. Iba a Galveston pero los yanquis llegaron allí primero. Entonces desembarcó en Matamoros, en México, y de allí fue a Houston, de donde me escribe. Dice que ha instalado una desmotadora de algodón Y que está ganando dinero.

Sprague parecía sombrío.

—Me gustaría tener un poco de ese algodón.

—Sin duda, su futuro suegro puede darle un permiso del Tesoro.

—Puede, pero no lo hará.

Chase repitió una vez más que, después de la proclama de marzo del presidente, no podía haber comercio con el enemigo. Chase y Sprague se dirigieron al estudio de Chase.

—El algodón es más útil para nosotros que el dinero para ellos. —Sprague encontró una botella de oporto, y llenó un vaso. Chase no ignoraba que Sprague solía beber más de lo que debía, pero pensaba que eso se debía a su juventud sin un padre y a su posterior celibato—. Voy a comprar esto —agregó Sprague.

—Comprar… ¿qué? —Chase miró con ansiedad la botella, heredada del obispo Chase.

—Esta casa. Seis y E. Lo he pensado con Kate. Ella no quiere separarse de usted. Así no tendrá que separarse.

Chase estaba atolondrado por la felicidad.

—Pero —dijo por fin— no puede mudarse a casa de su suegro al principio mismo de su matrimonio.

—No lo haré. Usted viene a vivir con nosotros. Es decir, se queda donde está. La única diferencia es que no tendrá que pagar el alquiler. Haré un sencillo trato con el propietario.

—Querido muchacho… —Chase estaba auténticamente conmovido. Había temido ese matrimonio durante veintitrés años. Finalmente, cuando supo que debía ser ahora o nunca, había tratado de acostumbrarse a la idea de una casa más pequeña, cerca de la Casa Blanca, donde podría por lo menos tratar de competir con Seward por la atención del presidente. Y ahora todo cambiaba maravillosamente, porque nada cambiaba.

Sprague hizo una incursión en el terreno filosófico.

—Creo que sabe usted que yo tengo mis defectos. Sabe Dios que Katie también lo sabe. Hemos tenido algunos problemas estos dos últimos años. Madre piensa que Katie es demasiado buena para mí. Pero ella piensa que cualquiera es demasiado buena para mí.

—En Providence, Chase había conocido a Fanny Sprague. La matriarca más formidable de Nueva Inglaterra. El desprecio de Fanny por su hijo era terrible. Pero la admiración que profesaba a Kate equilibraba en cierto modo la balanza, a juicio de Chase.

—Es una madre… muy exigente.

—Es tremenda. Pero de todos modos, mis defectos proceden de la bebida. Todo lo que puedo haber hecho de malo en mi vida parte de eso. He tenido una vida excéntrica y excitada. Lo sé, Pero ahora, con Katie, he encontrado el remedio. Con buena salud y buena disposición, tengo más esperanzas en el futuro de las que nunca sentí.

—Había verdaderas lágrimas en los ojos de Chase, mientras Sprague concluía su soliloquio y la botella de oporto.

—Sé que ambos serán felices —dijo—. Me agrada su viril reconocimiento de sus debilidades. También ella las tiene, como todos nosotros. Y no espere hallar perfección en Kate. Su vida ha sido inusitada, con un vínculo inusitado con su padre, y ningún otro vínculo, hasta ahora. Ella es la bella durmiente. Usted es el príncipe. Pero, después del despertar, llegan… el desayuno, la vida ordinaria, los deseos conflictivos. Si la comprende usted como se comprende a sí mismo, los dos serán felices. —Chase estaba muy satisfecho de su inspirada comparación con la bella durmiente del bosque. Después de todo, era en cierto modo verdad. Kate nunca había querido y ni siquiera creído querer a nadie aparte de su padre que, con todo egoísmo, la había mantenido hechizada. Ahora, generosamente, permitía que se marchara. Él estaba aún a tiempo de casarse con Adele Douglas. Tendría necesidad de un ama de casa en la Casa Blanca. Y también de comPañía cuando Kate se asentara en su matrimonio y en la maternidad y en una vida que, eventualmente, se alejaría de la vida de su padre.

Jay Cooke entró en el estudio.

—Lo siento, Mr. Chase —dijo cuando vio a Sprague—. Creí que estaba solo.

—No, no, Mr. Cooke. Adelante.

—Me parece que Katie no tiene buen aspecto —dijo Sprague, con el ceño arrugado—. La llevaré al Norte.

—Mrs. McDowell nos ha invitado a todos a Troy, NuevaYork —dijo Chase.

—No es un bonito lugar —dijo Sprague, mientras se marchaba.

—Un joven inesperadamente juicioso —dijo Chase, enderezando el marco de la carta de la reina Victoria. Originariamente, había pensado situar el autógrafo de Emerson entre los de Longfellow y Tennyson; pero luego reflexionó y pensó que no podía conservar una carta valiosa que no estaba dirigida a él, sino al secretario del Tesoro; de modo que, con el corazón triste, la donó al archivo del Tesoro, así como ahora entregaba a Jay Cooke un cheque a nombre, no del secretario del Tesoro, sino de S. P. Chase, un hombre que debía estar siempre, por el bien del país, más allá de toda sospecha—. Este dividendo, Mr. Cooke, proviene de acciones de las que no soy, en realidad, propietario. Por lo tanto no puedo aceptarlo.

—¿Cómo lo hacía en el pasado? —Jay Cooke recibió el cheque—. ¿Tiene un nuevo banquero?

—No, no, Mr. Cooke. Nuestra relación continuará. Usted será mi banquero, como siempre. Y también confiaré en usted para mantener a flote la nave del estado, financieramente. Pero ahora las apariencias son esenciales.

—Cooke asintió con gravedad.

—¿Debo dejar de reunir dinero para su campaña el año próximo?

—Yo no había comprendido bien hasta qué punto estaba usted comprometido —dijo Chase, algo incómodo. La verdad era que nunca había discutido los detalles con Jay Cooke.

—Estamos trabajando muy activamente, quiero decir, nuestro grupo. Queremos que sea usted elegido, y en estos tiempos eso cuesta dinero.

—Naturalmente, considero que cualquier suma reunida para es, fin es un asunto público y no privado.

—Muy bien. —Cooke plegó el cheque y lo guardó en el bolsillo—. Este dinero no me pertenece. Así que lo dejaré de lado para resolver en su momento. Mientras tanto, supongo que el senador Sprague se ocupará de sus necesidades habituales.

Chase sintió calor en sus mejillas.

—Yo mismo atenderé a mis necesidades habituales. Acabo de vender el último de mis campos en Ohio. Como el senador Sprague piensa adquirir esta casa, no tendré que pagar alquiler, que es un gasto considerable. Pero éste es el limite de su amabilidad.

—Posee veinticinco millones —dijo Jay Cooke, respetuosamente.

—¿De veras? Nunca hemos tocado el tema con tanta precisión. Reunámonos con los invitados.

—Un joven representante de Nueva York, que no había sido reelegido en el pasado mes de noviembre, interrogaba a Hay.

—¿Cómo es ella, realmente? —era la pregunta esencial. A Hay no se le ocurrió una respuesta interesante.

—Creo que en este momento está un poco triste. —Los dos miraban a Kate, atareada con la gran tetera metálica.

—No me parece —dijo Roscoe Conkling— que le pueda gustar a nadie casarse con un tonto como Sprague. ¿La conoce usted bien, Mr. Hay?

Hay movió la cabeza.

—La he visto mucho desde que ambos llegamos a Washington. Pero no sé cómo es en el fondo.

—Me fascina —dijo Conkling.

—Llega tarde, diputado.

—Eso parece. Y tampoco ayudaría que yo haya encabezado la oposición de la Cámara al plan de banca de su querido padre. —Ciertamente es su querido padre.

—Y tiene una memoria de elefante. —Mientras Conkling se alejaba, Hay se preguntó si era o no cierto el rumor de que Conkling era miembro de la junta parlamentaria secreta que trataba de impugnar y eliminar del gobierno a Lincoln. El Anciano sólo una vez le había hablado a Hay de esta conspiración, y en forma elíptica. «Tendrán como presidente a Harnlin durante un año, ¿y después qué?». Nicolay recordó que Simon Cameron, que acababa de llegar de Rusia lleno de rencor, también estaba implicado. Pero hasta el momento, no habían actuado abiertamente; el trigésimo octavo Congreso había concluido sus sesiones y no volvería a reunirse hasta diciembre, para alivio de todo el inundo. En cuanto al inefable Horace Greeley, insistía en que sólo la presidencia del general Rosecrans podía salvar al país.

Hay fue a despedirse de Mr. Chase. A medida que se deterioraban las relaciones de Lincoln con Chase, aumentaba la apariencia de calidez entre el ministro y el joven secretario. Chase discutía con Thaddeus Stevens, quien se apoyaba pesadamente sobre su bastón.

—¡Ah, Mr. Hay! Mr. Stevens no cesa de atormentarme con los billetes de banco.

—Mr. Chase, sus billetes no tienen nada de malo. Son de un excelente color verde; y usted, señor, es el mejor hombre de nuestra vida pública, y el más honesto. En verdad, cuando veo su rostro increíblemente joven mirándome desde un dólar, me siento seguro. Pero luego recuerdo la promesa del Tesoro a los prestamistas; la nueva Ley Nacional de Banca, que sus amigos del Congreso han aprobado por encima de mi cuerpo destrozado, promete el reintegro en oro, oro precioso, del capital de bonos, y yo tiemblo, porque usted ya ha favorecido demasiado los infortunados prestamistas, espantados de que el deudor deve pa gar de algún modo más fácil su deuda. Diga, Mr. Hay, no tengo razón.

—Yo siempre digo que usted tiene razón, Mr. Stevens —respondió Hay al hombre que muchos consideraban el jefe de la junta secreta.

—Es usted un joven sensato. Y también podría decir, Mr. Chase, que si se requieren ciento setenta de sus dólares para comprar cien dólares oro, me siento ansioso y tiendo a mesarme los cabellos. —Delicadamente, tocó su peluca de color castaño.

—Pero la guerra, señor, debe continuar hasta que la rebelión sea aniquilada, de modo que continuaremos emitiendo papel moneda hasta que el desayuno cueste mil dólares.

—En lo que se refiere a la rebelión, estoy de acuerdo. Hay se despidió de Kate en la puerta. Por un instante, estuvieron solos.

—¿Eres feliz? —preguntó Hay, sorprendiéndose a sí mismo por su osadía.

—No se supone que deba ser feliz, creo. —Ésa fue la asombrosa respuesta a su impertinencia. Y luego ella le dirigió su célebre sonrisa maliciosa—. Padre es feliz; y eso es todo lo que quiero.

Hay estaba a mitad de camino por la calle E cuando pensó que no era Kate quien gobernaba a Chase, como todo el mundo suponía, sino Chase quien gobernaba a Kate; y que Chase, en su codicia por la presidencia, había inducido a su hija a un matrimonio sin amor para disponer, él, del dinero de Sprague.