Deseo, señor, atravesar el Rappahannock en el punto que he marcado en el mapa. —Burnside cruzó los brazos y permaneció erguido como el monumento al desafio; el inconcluso monumento a Washington estaba detrás de él, a la distancia.
Lincoln miró el mapa; miró a Burnside.
—¿Se movería usted ahora?
—Tan pronto como fuera posible. Sólo una cosa me detiene.
—¿El clima? —Lincoln miró por la ventana la extemporánea llovizna tibia que caía sobre el mar de barro que había sido en un tiempo el Parque del Presidente. Era el primero de enero de 1863. El presidente estaba ya vestido para la recepción de ese largo día, que señalaría el fin oficial del luto de Mary.
—No, señor, no es eso. Se trata de mis oficiales, y en particular del general Hooker. No me apoyan. Hooker crea problemas. Dice que es necesario un dictador aquí en Washington, y otro en el campo de batalla.
—Al menos eso es una novedad. La mayoría de nuestros aspirantes a dictador prefieren que haya uno solo. —Lincoln apartó el mapa—. Mr. Stanton y el general Halleck se reunirán con nosotros dentro de unos minutos. Tengo ciertos temores acerca de un nuevo cruce del río con este tiempo…
—Si esos temores le parecen justificados, entonces, señor, creo que debería usted relevarme de un mando que nunca quise.
Burnside, muy agitado, no dejaba de cruzar y descruzar los brazos y de tironearse los enormes bigotes.
—Estoy seguro de que eso sería excesivo, general —dijo Lincoln con amabilidad.
Burnside no fue amable.
—Es evidente que no recobraré lo que he perdido: la estima de mis jefes. Propongo que se me releve. También propongo que se releve a Stanton y Halleck, que han perdido la confianza del país. Le digo todo esto en una carta. —En ese momento, Edward abrió la puerta a Stanton y a Halleck.
Burnside miró fijamente a Stanton y dijo:
—Señor, le he escrito una carta al presidente. —Burnside sacó la carta de su chaqueta—. Le pido que me releve del mando del ejército del Potomac. También expreso claramente mi creencia de que usted, señor, y usted, general Halleck, deberían abandonar sus cargos por haber perdido no sólo la confianza del país, sino también la del estado mayor del ejército.
Burnside entregó la carta a Lincoln. Stanton mantuvo una insólita calma.
—No veo, general, por qué su fracaso en Fredericksburg debe considerarse responsabilidad nuestra, aun cuando lo endosemos por ser sus superiores. Es verdad que hay en el país quienes desearían que nos marcháramos todos, incluso el presidente; pero dudo que sea una mayoría. Si lo es, a nuestro debido tiempo seremos relevados.
Mientras tanto, Lincoln leía cuidadosamente la carta de Burnside. El general se imponía un estado emocional aún más turbulento.
—Pienso, Mr. Stanton, que las diferencias existentes entre usted y el general Halleck bastarían para que al menos uno de los dos quisiera ver partir al otro, así como las rencillas entre el general McClellan y usted obligaron a retirarse al general.
Lincoln alzó la vista de la carta.
—Yo relevé a McClellan; no Mr. Stanton.
—Pero Mr. Stanton atacaba insidiosamente a McClellan; lo sabe todo el mundo en el ejército. Y no creo que al general Halleck le resulte fácil trabajar con Mr. Stanton que una vez, en California, llamó perjuro al general Halleck cuando era el administrador de la mina de mercurio de New Almaden.
—General Burnside —la voz de Stanton era baja y controlada—, sus conocimientos de historia antigua y arcaica son notables. Pero ahora nos proponemos hacer historia militar moderna. Aténgase usted a su tarea; y no se preocupe por las relaciones que hay entre el general Halleck y yo.
—Es un hecho, señor, que las relaciones personales tiñen todo lo que se hace; y ningún general puede estar seguro de que protege usted su retaguardia.
—Señores —Lincoln plegó la carta, y la devolvió a Burnside—, no aceptaré esta carta, escrita con ofuscación y con una comprensible angustia. Hagamos como si nada de esto hubiese ocurrido.
—¡Pero ha ocurrido, señor! —dijo Burnside, vehemente.
—Mayor motivo para pretender que no es así. Y de todos modos, no estoy dispuesto a perder a tres hombres que son tan útiles para mí y más aún para la nación. —Lincoln se puso en pie y alisó el mapa de Virginia, sobre la mesa—. Señores, el general Burnside desea cruzar cuanto antes el Rappahannock, debajo de Fredericksburg. Aquí. —Stanton y Halleck miraron el mapa. Burnside se miró en el espejo y ordenó las guías de sus grandes bigotes—. A mí me inquieta el clima en esta época del año. Pero le cederé a usted la decisión, general Halleck.
—Debo estudiar el asunto, señor. —Halleck parecía más lúgubre que de costumbre.
—Por supuesto. No es una decisión que deba tornarse en el momento. Espero, general Burnside, que venga usted a la recepción.
Pero Burnside prefería volver a su campamento.
—Ya conoce usted mis puntos de vista, señor —fueron sus palabras de despedida.
—Con todo detalle —dijo Lincoln. Cuando Burnside se marchó, Lincoln se volvió hacia Halleck—. ¿Qué piensa?
—Yo preferiría —dijo Halleck, cuidadosa y luctuosamente— que la decisión de cruzar el río no fuera mía.
Lincoln frunció el ceño.
—General Halleck, yo lo llamé aquí y lo nombré general en jefe únicamente para que pueda usted tomar en mi nombre este tipo de decisiones.
Los ojos acuosos de Halleck giraron hacia el presidente.
—Señor, si no está usted complacido con mi trabajo…
—¡Basta! ¡Basta! —Lincoln se apartó del mapa—. No quiero más renuncias.
—Es por el Año Nuevo —dijo Stanton reflexivamente—. Causa ese efecto sobre las personas. Pero traigo buenas noticias. Acaba de caer Galveston. Somos dueños de la costa de Texas.
—Me da usted ánimos, Marte. Vamos, señores, a la recepción de Mrs. Lincoln.
Seward y su hijo se preparaban para la recepción y para llevar al presidente la proclama de emancipación, que firmaría en algún momento ese mismo día.
Como secretario de Estado, Seward ya había firmado el documento: un bonito texto, pensó, aunque Lincoln había omitido nuevamente a la deidad en su manuscrito original. Pero, esa vez, había sido Chase quien lo había insertado, y no Seward. Chase había redactado el párrafo final: «Considerando sinceramente que éste es un acto de justicia autorizado por la Constitución, y una obligación impuesta por las circunstancias del país, invoco el juicio de la humanidad y la graciosa protección de Dios Todopoderoso». Lincoln había añadido la frase «dada su necesidad militar» después de la palabra «Constitución». Ni siquiera en ese momento quería Lincoln confundirse con los abolicionistas: la liberación de los esclavos era una acción militar y nada más, como demostró el presidente cuando eximió de cumplir la proclama no sólo a cierta cantidad de parroquias de Louisiana, como un favor a un parlamentario unionista de ese estado, sino también a siete condados de Virginia alrededor de Norfolk, donde los elementos unionistas habían persuadido a Lincoln de que mantuviera la esclavitud.
Seward había considerado que esa actitud de Lincoln era típicamente ilógica; pero no había protestado. Por otra parte, Chase había dicho ominosamente que no era de ningún modo seguro que el Congreso permitiera acceder a su escaño al amigo de Louisiana. Lincoln se había irritado mucho, y afirmado que no aceptaría imposiciones del Congreso. En consecuencia, aún florecía la esclavitud en las zonas de Louisiana yVirginia dominadas por la Unión, así como en todos los estados de frontera.
Los abolicionistas odiaban la incoherencia del documento. ¿Qué sentido tenía liberar a los esclavos en otro país y no en el propio? Muchos moderados lo desaprobaban porque temían disturbios entre la población negra en toda la Unión. Con todo, Seward pensaba que la proclama tenía más ventajas que desventajas. Y después de todo, tanto él como Lincoln habían previsto que ejercería influencia favorable sobre las potencias europeas.
—Fred, tráeme el Gran Sello de los Estados Unidos. —Seward se puso su frac. Luego padre e hijo, llevando la cajita de cuero del Gran Sello, atravesaron la avenida para ir a la Casa Blanca, donde había gran movimiento de coches.
El cielo estaba claro y el día era tan templado como de primavera. El Viejo Edward los invitó a pasar al vestíbulo principal, lleno de damas enjoyadas y condecorados diplomáticos.
—Dice el presidente si por favor quieren aguardarlo en su despacho. —Inclinándose cortésmente a izquierda y a derecha, Seward y su hijo subieron las escaleras. En el despacho presidencial encontraron a Hay. Un momento después acudieron Lincoln y Nicolay. El presidente se quitó sus guantes blancos y dijo mostrando su mano izquierda en alto:
—He estado estrechando manos durante tres horas, y estoy hinchado como un cachorro envenenado.
—Debe usted relajar sus dedos. Es una pena que no haya aquí un piano. Los ejercicios de digitación siempre han sido un alivio para mí después de participar activamente en la democracia —dijo Seward, mientras extendía el documento sobre la mesa, Fred retiraba el Gran Sello de su caja y Hay encendía una lamparilla de petróleo para fundir la cera roja del sello.
Lincoln describió con la pluma amplios gestos en el aire.
—Ahora —dijo, mientras apoyaba la pluma en el papel— la gente mirará esta firma reproducida en los periódicos, y dirá: «¿Vacilaba? ¿Estaba nervioso?», sin saber que tengo el brazo y la mano doloridos. De modo que debo escribir lenta y cuidadosamente. Así. —En efecto, escribió su nombre con tinta muy oscura, y frunció el ceño ante el resultado—. Parece algo trémula —dijo.
—Es espléndida, señor —dijo Seward—. Ahora el sello, Fred. —Como correspondía y engorrosamente, se vertieron gotas de cera roja y se aplicó el sello.
—Ahora es usted inmortal, señor —dijo Nicolay.
—Por lo menos, inmortal para una edición íntegra del New York Times —dijo Seward.
—Ya veremos lo que dice el Times de Londres. —Lincoln se volvió a Hay—. ¿Tiene ese recorte del Times, John, del día en que anuncié la proclama?
—Hay encontró el recorte en uno de los compartimientos del escritorio y leyó en voz alta: «¿No es Lincoln un nombre desconocido para nosotros como será conocido para la posteridad, que lo incluirá en el catálogo de los monstruos, los asesinos al por mayor y los carniceros?».
Seward rió.
—Tienen un estilo bastante corrosivo, nuestros queridos primos.
—Es evidente que el Times posee una ventana que da a la posteridad. Siga, John.
—Hay continuó. «La proclama de emancipación no privará a Mr. Lincoln del calificativo que compartirá con muchos necios e incompetentes reyes, emperadores, califas y sátrapas: Lincoln el Último».
Lincoln rió.
—No sé si eso significa que seré el último presidente americano o el último llamado Lincoln.
—¿Puedo entrar? —Robert estaba en la puerta.
—¡Mi heredero! —exclamó alegremente el presidente Lincoln—. Sin sobrenombres.
—¡Salve al príncipe de los raíles! —dijo Seward; y todos aclamaron al asombrado Robert, que luego se puso en manos de Hay para hacer la ronda de las fiestas de Año Nuevo de Washington.
La reunión más elaborada era la de Mr. Stanton, que saludó a los jóvenes con grave cortesía, así como su esposa, pálida y sin una sonrisa. Hay miró alrededor buscando la urna con las cenizas de la primera esposa, pero no vio ningún receptáculo adecuado para tan rica tierra. Robert estaba con Hay en un rincón del vestíbulo mientras la gente iba y venía; era más o menos la misma que había visitado al presidente.
—Quiero abandonar Harvard —se quejó Robert—, y alistarme. Pero cada vez que hablo del terna, mi madre… —No terminó.
—Me lo imagino —dijo Hay, que se lo imaginaba. La Gata Montés nunca había estado tan insoportable como durante las últimas semanas de duelo. Por suerte, le agradaba visitar los hospitales; y acompañada por Elizabeth Keckley y por Stoddard, pasaba horas lejos de la Casa Blanca, distribuyendo flores y frutas de los invernaderos de la Casa Blanca y, mientras tanto, la paz reinaba en la residencia presidencial. En Navidad había estado especialmente ocupada porque Mrs. Caleb Smith había decidido ofrecer a cada soldado del hospital una cena espléndida para despedirse deWashington: Mr. Smith había dejado el gabinete y se había convertido en juez. Smith había sido reemplazado en la Secretaría de Interior por su asistente John Usher, otra nulidad de Indiana.
Como en el distrito de Columbia había más de veinte hospitales, las señoras del gobierno trabajaban duramente como camareras, Madam incluida. Pero cuando estaba libre de esas actividades, provocaba borrascosas escenas en la Casa Blanca. Jamás había perdonado a Hay que no le permitiera embolsarse el salario del camarero. Y había logrado conservar a Watt, aunque no estaba ya en la lista del personal. Nicolay y Hay conspiraban para meter a Watt en el ejército; pero él, hasta el momento, había logrado evadirse de sus redes. Watt era propietario ahora de un invernáculo en la calle Catorce de NuevaYork, y desempeñaba misteriosas misiones para Madam.
Un hombre de color les llevó dos platos en una bandeja.
—Mrs. Stanton desea que prueben los pasteles de caza —dijo.
—Mientras comían los pasteles, entró lord Lyons acompañado por un joven delgado de traje negro que contrastaba con las plumas y trenzas doradas del embajador.
—¿Cómo está ella? —preguntó Robert, con la boca llena. Hay tomó dos copas de ponche de una bandeja que pasaba.
—Está muy ocupada visitando a los heridos. —Hay siempre era cuidadoso cuando hablaba de Madam con Robert.
—He oído decir que habla con Willie.
—Frecuentemente, y también con sus dos medios hermanos. Uno murió en Shiloh…
—Sí, Sam. Aleck murió en Baton Rouge. «El pequeño Aleck», lo Llamaba ella. Me decía que era su primogénito, como si no lo fuera yo. —Robert parecía resentido. Hay se preguntó si Robert sentía algún afecto hacia su dificil madre, aparte de cierta simpatía—. No es fácil para una mujer tan emotiva como mi madre una vida como la que lleva con mi padre.
—Yo pensaría que es la que ella quería. Además, él es notablemente bondadoso con ella.
—Sí, supongo que es cariñoso con mi madre.
—¿No lo es contigo? —Hay sentía verdadera curiosidad. La pasión del Anciano por el difunto Willie y por el omnipresente Tad creaba considerables tensiones a todo el mundo. Pero con Robert ocurría otra cosa. Pocas veces su padre hablaba de él; pocas veces estaba en la Casa Blanca.
—Padre es amable conmigo, como con todos. Pero yo creo que no le gusto.
Hay se asombró.
—No es posible.
—Todo es posible, Johnny. Él odia su pasado, y su anterior pobreza. Odia toda esa época de peón de raíles, aunque la usa para congraciarse con la gente. Se propuso que yo friera lo que él no había podido ser. Quería que yo estuviera en el Este, y en Harvard, y que no hablara con el acento del Oeste. ¿Sabes?, en la universidad se reían de él cuando fue a verme a Exeter y empezó a hablar con ese acento…
—Pero después lo aplaudieron. —Era legendario el éxito de Lincoln durante su gira por Nueva Inglaterra.
—Oh, sí. Puede conquistar a cualquier público. Pero no le gusta la gente sencilla. —Robert terminó su copa de ponche; parecía triste—. ¿Sabes?, ésa fue en realidad la única vez que hablamos de hombre a hombre. Me dijo que yo tendría todo lo que él había querido siempre, pero que quizá no me divertiría tanto como él…
—¿Divertirse? —Hay pensó en el Anciano después de Fredericksburg, casi enloquecido de ansiedad, pena y fatiga—. ¿Sabes cómo son sus días en la Casa Blanca?
—Él se refería a ese momento. Cuando era joven. Durante la gira. Empezó a decirme que él siempre había soñado… Pero nunca conocí ese sueño, porque algunos estudiantes nos rodearon, y él, por supuesto, tenía que actuar, y preguntó si alguien tenía un banjo; y alguien tenía uno, y él empezó a cantar canciones cómicas. Y después de eso, nunca volvimos a hablar de verdad.
—Está muy orgulloso de ti —dijo Hay, preguntándose si así era.
También Robert se lo preguntaba.
—No lo demuestra. Me trata como a un político menor de Massachusetts. Pero en ese sentido, él siempre ha sido frío.
—No lo es conmigo.
—Tú eres uno de sus brazos, Johnny. Nadie es frío con su propio brazo. Pero yo soy su reemplazante en el mundo; y gracias a lo que él ha querido, ahora somos totalmente diferentes.
Después de esas melancólicas palabras, los dos jóvenes se dirigieron a la casa de Chase, donde Kate, toda de blanco y con flores naturales en el pelo, hizo mil reverencias a Robert, quien respondió encantado mientras Hay oía al general Hooker, «Fighting Joe», que había venido a pasar el día y declaraba:
—El problema es Halleck. Siempre lo ha sido, en lo que a mí me concierne, desde que estábamos juntos en California. ¿Cómo puedo estar en el frente si Halleck me está minando en Washington?
Hay decidió que el famoso general estaba algo embriagado, pero las señoras presentes estaban fascinadas con su héroe, y hasta Ben Wade escuchaba al general con todas las apariencias de respeto.
En el otro extremo del salón, Chase cortejaba decorosamente a Mrs. Douglas, mientras vigilaba con cierto nerviosismo al general. Hooker había dedicado ese día a la vida social. Todos los oficiales importantes eran bien recibidos en las reuniones de Año Nuevo, según vieja costumbre en Washington. En tanto que Chase, como correspondía a un exponente de la austeridad en tiempos de guerra, no ofrecía comida ni bebida, y que en casa del presidente de la Cámara de Representantes sólo se servía prudentemente café, otras casas se especializaban en ponche y eggnog. Era evidente que Hooker se había permitido una cantidad excesiva. Por suerte, muy pronto Burnside sería reemplazado por el general de Chase. Poco tiempo antes, Chase había decidido que él y Hooker constituían un equipo ganador; Hooker se había comprometido en privado, por su exclusiva cuenta, a apoyar a Chase para la presidencia. Chase sólo hubiera deseado que el general hablara menos y fuera más discreto. Hooker criticaba sin cesar a sus superiores, una mala costumbre. Chase resolvió que le hablaría de esto cuando estuvieran a solas.
—¿Es ése el hijo de Mr. Lincoln? —preguntó Mrs. Douglas, señalando al joven de breve bigote que hablaba con Kate.
—Así es. Ha crecido muy rápido. Hay quien lo censura, por supuesto.
—¿Porque no está en el ejército? Bueno, si yo fuera Mrs. Lincoln, jamás lo permitiría.
—Pero usted tiene tendencias secesionistas, Mrs. Douglas.
Adele Douglas era la más bella mujer de su edad de Washington, pensó Chase, y no por primera vez. También con ella podía constituir un equipo ganador. Pero Kate había dicho que no. Por otra parte, si Kate se marchaba de su casa, ¿no estaría él obligado a casarse? Los hombros de Mrs. Douglas, advirtió, eran como los de la Venus de Medici, una copia de yeso de la cual lo había hechizado en su juventud, sobre todo porque le habían aconsejado no mirarla nunca de frente aunque la diosa se exhibía impúdicamente en el vestíbulo de un gran hotel de Cincinnati.
Thaddeus Stevens se acercó y pronunció un breve discurso ciceroniano.
—Supongo, Mr. Chase, que Mr. Lincoln y usted habrán celebrado cumplidamente la liberación de los esclavos que no podían liberar y el mantenimiento de la esclavitud de aquellos que podían liberar.
—Yo no lo he celebrado, señor. Me sorprendió la excepción de esos condados de Virginia. Porque —se volvió hacia la magnífica Mrs. Douglas— cuando recuperé Norfolk para la Unión, prometí allí a los negros, ante la Aduana, que todos serían liberados. Y nada ha cambiado.
—El presidente sólo es un leguleyo —dijo Stevens.
—Lo dice usted con demasiada dureza —dijo Chase, con desaprobación.
—Pero con exactitud —agregó Mrs. Douglas—. No me parece que un verdadero abolicionista, y yo no lo soy, tenga gran cosa que celebrar.
—Pero en la calle Doce norte, en el corazón del campamento negro, se habían encendido hogueras y se cantaban himnos en coro. David y John Surratt miraban las destartaladas cabañas y las frágiles tiendas que parecían aún más insustanciales a la luz de las hogueras. La mayoría de esa gente de color procedían de los estados confederados; se habían liberado. Eran, técnicamente, «contrabando», para utilizar el eufemismo en boga en el ejército. Más de mil, entre los diez mil de la ciudad, residían en ese campamento, al borde de la ciudad.
David y John estaban armados. Pero sólo para la defensa propia, porque, como decía John:
—Nosotros nunca tendremos que atacar a los negros, en tanto que los yanquis están decididos a matarlos. —Como la mayoría de los nativos de Washington, David se había sorprendido por el odio que sentían hacia los negros los soldados de la Unión. En general, los sureños se llevaban bien con los negros. Después de todo, habían crecido entre ellos, y apreciaban, y hasta querían, a los que se mantenían en su sitio. Pero los yanquis parecían odiar la idea misma de la piel oscura; lo que demostraba, a juicio de David, que eran algo dementes. ¿No era ése, acaso, el motivo de la guerra? ¿El hecho de que la institución de la esclavitud daba al Sur una ventaja sobre la mano de obra llamada libre, aunque mal pagada, del Norte? Sin embargo, casi no pasaba un día en que no fuera golpeado, o muerto incluso, algún negro. Y los convalecientes del Hogar del Soldado eran los más crueles en ese sentido; quizá porque eran los que más se aburrían.
—No podemos perder esta guerra —dijo John, mientras él y David se alejaban y los negros empezaban a cantar «Jesucristo me ha dado la libertad».
—¿Por qué? Aunque no tenemos muchas probabilidades de perder…
—Mira a estos monos. Piensa en todos ellos libres, como los de Washington, gracias al Viejo Abe. Dios mío, Davie, ¿no comprendes que son muchos más que nosotros en medio Sur?
—Pero si realmente se liberan, se irán todos al Norte. John movió la cabeza.
—Los yanquis son demasiado astutos. No dejarán que se acerquen a sus estados. No; somos nosotros quienes terminaremos viviendo con ellos; y ellos serán los amos. Ha ido muy lejos Mr. Lincoln —dijo John Surratt. De pronto, una docena de caballos salvajes se acercaron al galope por la calle de tierra. David y John corrieron a guarecerse en la galería de la casa de un granjero.
—¿Por qué —preguntó John en voz baja— no envenenas al presidente?
—Tú decías que era lo mejor que teníamos de nuestro lado. —Estoy cambiando de idea.
—¿Qué dice el coronel? —Tanto David como John hablaban del coronel como si lo conocieran.
—Dice que no. Por ahora. —John frunció el ceño—. Pero tiene que cambiar.
—Si lo hace, mataré al Viejo Abe. —A David jamás le había excitado tanto algo que hubiera dicho él mismo.
Pero Lincoln, inconsciente de la amenaza oculta en la vecina farmacia Thompson, seguía interesado en un oscuro coronel. El ataque de Grant contra la fortaleza rebelde deVicksburg había fracasado. Planeaba excavar un canal a través de la Península para que la flota pudiera rodear las baterías confederadas que hacían imposible el cruce del río enVicksburg. Y los rivales de Grant, en particular los generales políticos, lo acusaban sin cesar de ebriedad.
Lincoln llamó a Washburne a fines de enero. Washburne halló a Lincoln de sorprendente buen humor, y se lo dijo.
—Si es así, no es por ninguna razón sensata, hermano Washburne. Quizá mi cordura me ha abandonado. Dicen que cuando uno se vuelve realmente loco, no lo sabe.
Washburne carraspeó y se preguntó si Lincoln hacía bien en mencionar un tema tan personal y delicado.
—De todos modos, creo que ha llegado la hora de que vayas a Memphis a renovar tu relación con el general Grant, y me digas luego qué está haciendo, y si lo está haciendo sobrio o ebrio. Si está ebrio, distribuiré toneles de whisky entre todos mis generales. Si sobrio, sentiré alivio.
—Iré apenas termine este período de sesiones.
—El Congreso. —El presidente miró por la ventana las tiendas del regimiento de Pennsylvania, levantadas en el parque, de donde el césped había desaparecido mucho antes—. He oído que se piensa en un impuesto a los bancos…
—Bueno, ellos retienen todos esos billetes verdes con tu cara.
—Lo menos que podemos hacer es cobrar un impuesto.
—Tenemos una deuda de setecientos veinte millones de dólares. —Lincoln movió la cabeza—. No puedo imaginar semejante cantidad. Pero Chase no se inmuta. —Luego, Lincoln hizo preguntas a Washburne con cierto detalle acerca de un discurso pronunciado en la Cámara por Clement L. Vallandigham, un representante de Ohio que no había sido reelegido. Inicialmente, Vallandigham era un demócrata de Douglas. Pero, desde el comienzo de la guerra, era el líder de los demócratas opositores a la guerra, a quienes se llamaba Cabezas de Cobre. Sostenía que las medidas de guerra de Lincoln eran ilegales e inconstitucionales y, por lo tanto, peores que la defección de los estados del Sur.
—Fue un discurso tormentoso —dijo Washburne, que sentía cierta admiración displicente hacia ese osado y joven enemigo—. Dijo que también George Washington fue un rebelde, y que todos descendemos de rebeldes contra un gobierno tiránico y opresor.
Lincoln rió.
—Será interesante ver cómo trata la historia al gran tirano cruel James Buchanan, contra quien se rebelaron esos estados. ¿Qué otras maravillas reveló?
—Que la guerra no es tanto un problema de trabajo libre y trabajo esclavo como de dos actitudes distintas hacia la vida, Y que los sureños y los yanquis son como los cavaliers y los roundheads de Inglaterra, antagonistas de nacimiento.
Lincoln asintió.
Yo no estaría totalmente en desacuerdo.
—Dijo también que si al estado de Nueva Inglaterra tanto le disgusta la esclavitud, él debería abandonar la Unión.
—No le falta humor. —Lincoln afilaba un lápiz con su cortaplumas.
—Y una novedad. Dijo que si el Sur mantiene su independencia, el Noroeste íntegro se irá con él, y que juntos formarán una gran nación.
—Me pregunto si hay algún fundamento en eso. —Lincoln se sacudió las virutas del pantalón y guardó el cortaplumas.
—De todos modos, me alegro de que éste sea su último período.
—Oiremos hablar más de él —dijo Washburne. Nicolay apareció en la puerta.
—El general Hooker, señor.
—Que pase. —Lincoln se puso de pie—. Cuando acaben las sesiones, ve a Memphis y averigua qué ocurre.
—Muy bien. —Washburne se marchó mientras Hooker, con la mirada viva y las mejillas enrojecidas, entraba en el despacho y saludaba con elegancia al presidente.
—¿Le ha dado ya sus órdenes el general Burnside?
—Sí, señor. Pero quería hablar con usted antes de aceptar el mando del ejército del Potomac.
—Es razonable. —Lincoln se sentó en el alféizar de la ventana, con el cielo gris acero a sus espaldas.
—Yo sentía… siento gran estima por el general Burnside.
—Todos la sentimos. Ha soportado graves tensiones. Ayer estuvo aquí; quería retirarse del ejército. No se lo he permitido. Lo enviaré a Ohio.
—Naturalmente, he tenido algunas diferencias con él. —Hooker dejó la silla que Lincoln le había ofrecido y empezó a caminar de la silla a la ventana y nuevamente a la silla, tornándose más feroz a cada paso—. No sé si le habrán contado que, cuando censuré esa última locura suya, la llamada marcha del fanago en que casi liquidó al ejército, escribió una orden de relevo para una serie de oficiales superiores, ¡empezando por mí!
—Lo sé. No estaba en sus casillas. Nadie puede relevarlo, general, salvo el Departamento de Guerra o yo mismo.
—¿Y supo también que cuando alguien le sugirió que yo podía desobedecer, amenazó con colgarme?
Lincoln asintió con tristeza.
—También me lo han dicho. Entonces yo lo hice llamar, lo relevé del mando y le pedí que le entregara a usted sus órdenes como nuevo comandante.
—Yo creo que él está loco, señor.
—Pero usted siente también gran estima por él, ¿no es verdad? Como yo. —El tono levemente burlón de Lincoln no penetró en la marcial abstracción de Hooker.
—Afortunadamente se ha ido, y yo ocuparé su puesto, pero con una condición.
—¿Sí? —Lincoln parecía algo sorprendido—. ¿Qué condición? —El general Halleck debe retirarse, señor.
—¿Por qué?
—Porque hará todo lo que pueda para perjudicarme cuando yo esté en el campo de batalla. Eramos adversarios en California…
—Un estado turbulento, sin duda —dijo Lincoln. Pero Hooker no escuchaba al presidente; estaba concentrado en su retirada de la ventana a la silla.
—Ciertamente, perjudicó a McClellan y a Burnside. Me niego a ponerme en una situación que le permita clavarme un cuchillo por la espalda. —Hooker se volvió de cara al presidente Lincoln, dando su vulnerable espalda a la puerta.
—Está bien, general, pero no puedo relevar al general Halleck porque sienta usted animosidad personal hacia él. En cambio, haré que no trate usted con él sino directamente conmigo, desde el campo de batalla. ¿Es eso satisfactorio para usted, general?
—Sí señor. Acepto el mando.
—Gracias. —Lincoln se levantó, fue hasta el escritorio y tornó una carta que dio a Hooker—. Lea esto con tranquilidad, general. Ya que hemos mencionado la palabra «satisfactorio», debo decirle que en algunas ocasiones yo no he encontrado satisfactoria su conducta. He enumerado esas ocasiones. Y también expongo mis puntos de vista en varios asuntos.
—El rostro florido de Hooker se ensombreció.
—¿Mi conducta, señor? ¿Por qué?
—Usted habla demasiado —dijo el presidente con serenidad—. Sí, yo también; pero nunca digo gran cosa. Sólo cuento historias, hago ruido y me guardo mi opinión. De modo que en esa carta he registrado varios comentarios suyos que no me gustan y no quiero volver a oír.
—Estoy sorprendido. Y por mi honor, me ofende que piense usted… ¿Qué le han dicho?
—Sus constantes ataques a sus colegas no han caído en el olvido. Ha atacado usted al general Burnside por esa absurda tentativa de eliminarlo del ejército. Y a McClellan. Ahora, usted es el comandante, y temo que vuelva usted a esas viejas andadas. Debe usted reparar sus cercas, o como dijo aquel granjero.
Hooker no estaba dispuesto a oír una historia de Lincoln.
—Jamás he dicho a espaldas de un hombre lo que no le diría a la cara.
—Entonces me encantaría que me dijera usted por qué debo ser yo derrocado y por qué debe entregarse el gobierno a un dictador militar, como usted mismo. —Lincoln sonreía benignamente.
Hooker empezó a tartamudear.
—No he dicho eso. Al menos de esa forma. Y ciertamente, no he dicho que el dictador debía ser yo. O ningún otro general, por su nombre. Quizás he dicho que usted debía ser más fuerte, más como un dictador. Pero nunca…
Lincoln alzó la mano. Hooker calló.
—Sólo pueden llegar a dictadores los generales que consiguen victorias. Ésta es, aparentemente, una de las pocas leyes absolutas de la historia. Lo que le pido ahora es un éxito militar, y correré el riesgo de la dictadura.
—Señor, tendrá usted ese éxito militar. Se lo prometo. Y en cuanto a la dictadura…
—No tiene importancia —dijo el presidente, cordialmente, y envió a Hooker a ver a Stanton. Apenas el general se retiró, Lincoln entró en la sala del gabinete, donde Seward miraba por la ventana la matanza de cerdos en la base del monumento a Washington.
—Me he decidido por Hooker, gobernador.
—¿Le ha dado el mando del ejército del Potomac? —Lincoln asintió.
—Creo que es un general combatiente. No me gusta mucho su carácter. Ha intrigado contra McClellan y Burnside, y ahora persigue a Halleck…
—Yo pensaba que los políticos éramos vanos y traicioneros —dijo Seward, mientras se acomodaba en una silla—. Pero comparados con los militares, somos serafines y querubines.
—No me siento como un querubín hoy, gobernador. —Lincoln se apoyó contra la puerta y apretó fuertemente la espalda Contra la madera para aliviar los dolores y molestias de la vejez.
—Sin embargo, parece usted seráficamente alegre —dijo Seward, quien había observado realmente que el presidente no estaba tan desencajado como de costumbre—. No se le escapará que ha hecho usted este nombramiento sin consultar a su gabinete —dijo Seward maliciosamente.
—Pues sin duda he consultado al gabinete, llamado a votación y obedecido a la mayoría, como hago siempre —respondió Lincoln con igual malicia.
—Por lo menos —dijo Seward—, Chase no se quejará a Ben Wade. Hooker es el hombre de Chase.
—Eso pensaba. Eso pensaba. —Lincoln cerró los ojos y sonrió—. Debo decir que las ambiciones presidenciales de Mr. Chase son como un tábano en el cuello de un caballo de tiro. Le inducen a trabajar vivamente.
—Pero, aunque las aspiraciones presidenciales de Mr. Chase crecían en intensidad de día en día —faltaba sólo un año y medio para las elecciones—, en ese momento lo distraía de ellas otra pasión. Era funcionario del Tesoro William O’Connor, un joven escritor cuya novela abolicionista, Harrington, había agradado mucho a Chase. El día anterior, O’Connor había preguntado a Chase si no había alguna posibilidad de ofrecer empleo a un hombre a quien O’Connor, misteriosamente, consideraba un gran poeta.
—Trae una carta de presentación y recomendación de Ralph Waldo Emerson, señor. —Ante la mención de esa carta, Chase aceptó ver al infame Walt Whitman.
Esa fría mañana, mientras Chase estaba frente al fuego de carbones de su despacho, calentándose las manos, el poeta, de vasta estatura, barba gris, rostro sonrosado y ojos azules, vestido algo teatralmente como un plantador del Sur, entró en la habitación con O’Connor, que lo presentó y se retiró con tacto.
—Chase miró a Walt Whitman, que miró a Chase. Pocos años antes se había hablado mucho en Columbia de la inmoralidad de un pésimo libro de poemas de Whitman. Que Emerson apoyaya ahora a un poeta cuyo horrible interés por la sexualidad del hombre sólo podía compararse con su carencia de talento para versificar daba pie al rumor de que Emerson estaba senil. Pero senil o no, pensó Chase, lo mismo podía firmar.
—Mr. Emerson me ha hablado de usted con admiración. —La voz del poeta era grave y algo ronca; su acento, el típico de Nueva York.
—¿Es verdad que me ha escrito una carta —y Chase se oyó decir algo bastante ridículo— de su propia mano?
—Oh, sí. También me ha recomendado al gobernador Seward y a los senadores King y Sumner. He visto a los senadores. Mr. King me ha mostrado el Capitolio. Ni siquiera en el más loco sueño he visto tanto mármol, porcelana, oro, bronce, tantos dioses y diosas pintados…
—Muchas veces he pensado que la nueva decoración es demasiado pagana y desmesurada para una república protestante.
Chase se preguntó si Whitman habría traído consigo la carta de Emerson.
Whitman asintió.
—Me sorprendió un poco. Pero después pensé: la república ya no es tan joven, y ahora el interior del Capitolio es tan suntuoso como los salones de Taylor, en Broadway, que sin duda usted conoce.
Chase sintió un estremecimiento involuntario. Evidentemente, ese hombre era una bestia.
—Soy hombre de costumbres austeras, señor. Jamás he puesto el pie en un sitio semejante. Acerca de la carta de Mr. Emerson.
—Pocas veces he ido allí. Los poetas no podemos pagar esa tarifa. De todos modos, Mr. Sumner fue muy amable e insistió en que hablara con usted. También he estado en la Casa Blanca; aunque no vi a Mr. Lincoln, hablé con su joven secretario, un chico espléndido, Mr. Hay, que además es un poeta, y excelente. Me pidió que firmara su ejemplar de Hojas de hierba.
Chase había oído decir que John Hay solía concurrir a casas de mala reputación. Le alegraba que Kate se limitara a coquetear ociosamente con ese joven a todas luces disoluto.
Whitman describía ahora su empleo de horario parcial como copista en la oficina de correos.
—Sólo me lleva una o dos horas por día. Después visito los hospitales. Llevo a los heridos lo que puedo, y les escribo sus cartas. Trato de consolarlos. Mi hermano George fue herido en Fredericksburg. Por eso he venido aquí, a verlo. Además, me robaron todo el dinero que traía el día que llegué; luego conocí a Mr. O’Connor, y ahora vivo en su casa de huéspedes…
—¿Mrs. Whitman está con usted?
—No, mi madre vive en Brooklyn. No está bien. Por eso es importante que consiga empleo. Mr. Emerson piensa que debería continuar en el periodismo; pero no me bastaría con colaborar en la prensa local…
—¿Se refiere en su carta Mr. Emerson a lo que podría hacer usted en un puesto del gobierno? —Chase pensaba que este planteamiento era en extremo sutil.
—Bueno, aquí está —dijo Whitman. Dio la carta a Chase. En el sobre decía «Al honorable S. P. Chase». La carta, con fecha del 10 de enero, recomendaba cálidamente a Walt Whitman para cualquier cargo oficial, y llevaba, como vio Chase muy excitado, esa firma anhelada que aún no formaba parte de su colección: «R. W. Emerson».
—Haré todo lo posible por usted y por Mr. Emerson, señor —dijo Chase, que guardó la carta en un bolsillo desde donde parecía irradiar a todo su ser como una reliquia sagrada.
—Se lo agradeceré mucho. Y también Mr. Emerson, por supuesto. —Whitman estrechó la mano de Chase en la puerta y se retiró. Entonces Chase puso la carta en mitad del escritorio y pensó qué marco le convendría más.
Durante su feliz ensoñación entró O’Connor.
—Bien, ¿señor ministro…?
—¿Cómo? —Chase alzó la vista. Recordó de qué se trataba—. Debo decirle, Mr. O’Connor, que a mi juicio Mr. Whitman es tina persona de mala reputación, según lo que él escribe, refiriéndose, sin duda, a sí mismo.
—Oh, señor, es un hombre magnífico y original… y un gran poeta.
—No quiero contradecir, Mr. O’Connor, su opinión personal. Pero ¿qué diría aquí la prensa si se supiera que albergamos al autor de unas páginas que no se le podrían mostrar a una señora o incluso a un joven de carácter delicado? Mucho mejor es una página de Harrington que todas las hojas de hierba, como las llama él apropiadamente, de Whitman. De todos modos, hasta hoy no he tenido un autógrafo de Emerson, y me alegra conservar éste.
El secretario hizo pasar al despacho a Jay Cooke.
—Gracias, Mr. O’Connor —dijo Chase—. Pienso que seguramente Mr. Seward podrá encontrar algo para un miembro de su antiguo electorado.
—Cuando la puerta se cerró, Jay Cooke dijo:
—Señor presidente…
—Oh, no tiente usted a los dioses. Todavía es muy pronto para otra cosa que la esperanza.