No había en la capital un salón más agradable y estimulante para Seward que el de Mr. y Mrs. Charles Eames. Mr. Eames había sido, en otros tiempos, director del Union, un periódico demócrata de Washington desaparecido mucho antes. Luego había desaparecido el mismo Mr. Eames, con su esposa, durante los cuatro años en que fue embajador de los Estados Unidos en Venezuela. La pareja había retornado a Washington en los últimos y dorados días secesionistas de la administración Buchanan; y gracias al encanto de Mr. Eames y al ingenio neoyorquino de Mrs. Eames mantenían ahora el único salón —en el sentido europeo— de Washington. Visitar a la familia Chase era una experiencia de mayor importancia; pero su casa era simplemente el elegante cuartel general del próximo presidente, y las listas de invitados a Seis y E contenían demasiado cálculo para ser divertidas, como veía, con diversión, Seward. Pero sólo recibían invitaciones a casa de los Eames las personas divertidas o inteligentes o, como en el caso de William Seward, las dos cosas.
Cuando Seward entró, Mrs. Eames le dedicó una sonrisa jubilosa y una pequeña reverencia.
—Monsieur le Premier —murmuró respetuosamente.
—Levántese, querida mía. Ya sé cuánto le impresiona verme así, irradiando energía por la punta de los dedos. Pero debe usted vencer su natural espanto. —Seward la tomó del brazo y examinó la habitación, donde había ya una veintena de invitados. Observó complacido—: No hay un solo uniforme. Debo decir que es un alivio.
—Los únicos militares que conocemos, gobernador, viven sólo para combatir. O están en el campo de batalla, o heroicamente seguros debajo de él.
—¿Conoce usted realmente a algún hombre así?
—Sí. Y todos son políticos demócratas. Y aquí está su reina.
Se unió a ellos Mrs. Stephen Douglas, viuda del último líder del partido demócrata unido. Impresionó a Seward el encanto, decididamente sureño, de Mrs. Douglas. Y como se había comentado mucho en los últimos meses que si Kate Chase se casaba con el gobernador Sprague, Mr. Chase lo haría con Mrs. Douglas, Seward se sintió libre de preguntar si era verdad.
—Oh, no lo creo. —Mrs. Douglas se apartó un poco, de modo que Seward pudo apreciar mejor el famoso perfil; esa frente alta y curvada y esa nariz recta y perfecta habían inspirado a multitud de periodistas alusiones clásicas, generalmente equivocadas, como había advertido Seward. Luego Mrs. Eames se alejó para saludar al barón y a la baronesa Gerolt, y a su hija Carlota, bella a pesar de sus enormes proporciones.
—Mr. Chase y usted harían una magnífica pareja —dijo Seward, gozando del delicado rubor del perfil.
—Siento gran estima por Mr. Chase —dijo ella.
—¿Y no es gloriosa Miss Kate, su posible hija politica? —A Seward nada le gustaba más que mostrarse ligeramente malévolo.
—¿Es ésa la palabra justa? —Mrs. Douglas lo miró de frente, con toda su sonrisa. Seward advirtió que sus dientes no eran tan regulares como los de una diosa griega. También era cierto que no tenía por qué comer mármol—. Gloriosa —repitió ella en voz suave—. Sí, sin duda sueña con la gloria.
—¿Quiere usted decir que la busca o que le falta? Nuestras viejas palabras tienen tantos significados…
—Y usted los conoce todos. —Pero Mrs. Douglas no estaba dispuesta a dejarse arrastrar al peligroso tema de Kate—. Mr. Cha-se fue a visitarme un día que yo no estaba en casa. Entonces me dejó, a manera de tarjeta, medio billete de un dólar con su retrato.
—¡Qué elegancia! —Seward evocó, encantado, al ponderado Chase, lleno de himnos religiosos y de citas bíblicas, monomaníaco en lo que se refería a sí mismo y a la presidencia, desgarrando billetes de un dólar para dejarlos como tarjetas de visita en casas de bellas mujeres. Debía contárselo al presidente, que no tenía gran cosa de qué reír desde el principio del tercer período de sesiones del trigésimo séptimo Congreso de los Estados Unidos, el 1 de diciembre de 1862. En los últimos días se había sentido todo el rigor del retroceso republicano en las elecciones. Los radicales reclamaban ahora la cabeza de Seward; y Chase los incitaba, no muy secretamente. Cuando Seward dejara la Secretaría de Estado, Chase la ocuparía, con la bendición del Congreso y la aquiescencia del débil y debilitado Lincoln. El estado de ánimo de Seward era sombrío mientras sonreía a Adele Douglas; pero ella le devolvió la alegría con la respuesta que había dado a Chase.
—Le devolví su inusitada tarjeta de visita con una nota en que le decía que no acepto dinero de caballeros.
Seward rió de buena gana. Mrs. Douglas, complacida, agregó:
—Ya que es usted los ojos y los oídos, y también el carcelero, del gobierno, ¿sabrá qué ha sido de mi pobre tía, Mrs. Greenhow?
—Hace algún tiempo, ella y cierta cantidad de señoras espías fueron canjeadas…
—Lo sé. Y se lo agradecí profundamente, Mr. Seward. Sólo que me pareció mejor no escribirle a usted. Sé que la envió a Richmond, sí. Pero luego, ¿qué ha sido de ella?
—¿No lo sabe usted? —Seward se preguntó si Mrs. Douglas mentía. En algunos momentos sentía que, aparte de algunos cientos de políticos forasteros, como él mismo, Washington era la verdadera capital de la rebelión.
—Si lo supiera, Mr. Seward, no se lo preguntaría —respondió ella dignamente.
—Según mis espías…, ésos son, literalmente, espías, Mrs. Greenhow reside ahora en París, donde rinde homenaje a la emperatriz e intriga para conseguir que los franceses reconozcan a la Confederación y, de lo contrario, que ocupen todo México, país que es hoy el dique de contención entre M. Mercier y yo.
—Mi tía es tan… vehemente. —Mrs. Douglas movió la cabeza.
Luego abrazó a la baronesa Gerolt mientras el barón saludaba a su viejo amigo Seward.
—Hoy, gobernador —dijo Gerolt con fuerte acento germánico—, he escrito a mi gobierno que la guerra concluirá de un modo u otro antes de fin de año.
—De un modo sí, barón; pero ¿por qué del otro? —Seward tomó la taza de té que le ofrecía una criada.
—Berlín me impone neutralidad.
—Desearía que Londres pidiera lo mismo a lord Lyons. La legación británica merecería el nombre de legación rebelde. Probablemente tiene usted razón —añadió Seward en voz baja—. Aparentemente, nos estamos preparando para una confrontación definitiva en Virginia. Lee y todo su ejército están en Fredericksburg, o al menos eso he leído en los periódicos.
Gerolt rió.
—Sé, por nuestros periódicos, que nuestro jefe de gabinete admira profundamente la forma en que arresta usted a periodistas; pero que no se atreve a hacer lo mismo en Prusia porque, al contrario que usted, es un acérrimo defensor de la libertad de prensa.
—Mr. Bismarck es un hombre de sutil ingenio.
—Pienso lo mismo, entre nosotros. Y también entre nosotros: está fascinado por esta guerra.
—Puede venir a llevársela esta misma semana, el día que desee, querido barón. Es toda suya.
—Le transmitiré la propuesta. Mientras tanto, le he enviado su último libro. —Seward acababa de publicar sus discursos y cartas como secretario de Estado. Había sido muy criticado por hacer esto en tiempo de guerra, y mientras cumplía sus funciones. Incluso había sido acusado por Sumner de ligereza, cinismo e indiferencia hacia la causa abolicionista.
John Hay se inclinó ante Seward.
—Premier —dijo.
—Buenas noches, joven. —Seward devolvió la reverencia con un floreo de su larga y pálida mano.
—Barón. —Hay estrechó la mano del prusiano, quien sonrió bondadosamente—. Miss Carlota me hace el honor de aceptar mi invitación al teatro, si nos da usted su consentimiento.
—Telegrafiaré a Berlín.
Mientras Hay charlaba con Gerolt, miraba a Seward, quien inspeccionaba el salón con su habitual aire de perplejidad. Hay se preguntó hasta qué punto conocía Seward la conspiración destinada a derribarlo. Aunque era inteligente y estaba lleno de recursos, cada vez estaba más alejado de sus antiguos colegas del Senado, donde residían los jefes del movimiento anti Seward.
Poco después del relevo de McClellan, los senadores Wade, Hale y Fessenden habían visitado al presidente para felicitarlo. La reunión había sido más bien agradable; pero se habían hecho varias referencias al escaso celo de Seward en cuanto a la abolición. Lincoln había ignorado, desviándolos, esos comentarios. Pero ahora algo se tramaba en el Capitolio. Aparentemente, Wade había dicho que jamás se ganaría la guerra si Seward no era eliminado y si no se ponía al frente de la nación a un teniente general, un verdadero republicano, con el carácter de dictador. Wade no había dicho quién podía ser ese hombre. Pero Chase era una figura mágica para los senadores de la comisión parlamentaria conjunta de guerra.
Mrs. Eames se llevó al embajador prusiano. Seward se volvió a Hay.
—A veces me pregunto para qué sirve envejecer. Se aprende algo sobre los hombres y las cosas; pero nunca hasta que ya es demasiado tarde para aplicarlo. —Seward suspiró teatralmente. Ya le había dicho a Hay casi las mismas palabras como prólogo a sus quejas sobre la última locura humana que había descubierto: los celos de los militares. Le escandalizaba, en ese momento, que McClellan, envidioso de Pope, lo hubiera abandonado en Bull Run. Ahora hablaba de algo no muy distinto—. Apenas he empezado a comprender lo que puede hacer con un hombre la ambición.
—¿Se refiere a Mr. Chase, señor?
—¡Johnny! —Seward simuló una protesta—. Jamás hablaré mal de un colega, ni de nadie. Tengo el hábito de hablar sólo en prudentes generalizaciones, que ocasionalmente adorno con algún aforismo de los que tanto molestan al senador Surnner. Pero creo que Mr. Chase es en este momento un frecuente visitante del Capitolio. Verá usted: mientras se decoraba el edificio, como se ha hecho con tan buen gusto y a semejante costo, pude observar su ansiedad por controlar el empleo del dinero del Tesoro. Pero ahora parece que pondrán una cúpula permanente en el Capitolio, y pienso que él muestra cierto sentimiento de propiedad, incluso de parentesco ya que esa cúpula se parecerá necesariamente a su noble cabeza; pero entonces, ¿por qué está tan cerca de los jacobinos, que detestan nuestra administración? ¿Y por qué se miraba ayer al espejo de marco dorado del despacho del presidente de la Cámara y, creyéndose a solas, decía solemnemente a su reflejo: «Señor presidente Chase»?
Hay se echó a reír. Seward sonreía, malévolo. Había dicho todo lo que deseaba acerca del asunto, y además había enviado una señal a Hay. Seward era una de las pocas personas que sabían que Hay solía escribir anónimamente relatos de Washington para los periódicos de Nueva York. La especialidad de Hay era la información interna de la administración; al principio parecía escandalosa pero siempre demostraba ser sutilmente favorable al presidente. Muchas veces publicaba en el World, un periódico notorio por su odio virulento a Lincoln. Daba gran placer a Hay saber que el editor del World ignoraba que era manipulado por el mismo secretario del presidente. Además, Hay y Nicolay se habían ocupado de que periodistas de toda clase recibieran cargos civiles y militares en distintas partes del país, para que eventualmente escribieran artículos favorables a la administración en sus antiguos periódicos.
Durante el primer año en la Casa Blanca, Hay había juzgado conveniente que el Anciano no conociera sus artículos. Pero como Thurlow Weed y Seward lo sabían —Weed mismo había hecho los arreglos necesarios con el World y el journal— no pasó mucho tiempo antes de que se enterara el presidente, quien había sentido cierta preocupación.
—¿Es correcto? —le había preguntado a Hay.
—¿Es correcto, señor —había respondido Hay—, que jamás podamos responder a quienes nos critican en esos periódicos?
Lincoln había abandonado sus preocupaciones al respecto, y Hay había continuado su carrera periodística secreta. Le había divertido saber por Seward que el hijo del embajador americano ante la corte de St. James, Henry Adams, estaba haciendo exactamente lo mismo; y sólo Seward lo sabía. Era natural: probablemente, sólo Seward sabía todo lo que valía la pena saber en el mundo, pensó Hay.
—Me pregunto —respondió Hay a Seward— si eso interesará a los lectores del World. Estoy seguro de que el director, Mr. Marble…
—Es un hombre terrible, Manton Marble. —Seward, tan inescrutable como Ignacio de Loyola, atravesó la habitación para torturar a M. Mercier a propósito de México. Hay ya había recibido sus instrucciones. Debía revelar la conspiración de Chase contra Seward, y, en última instancia, contra el presidente.
—Mr. Eames se reunió con Hay ante el hogar. El carbón ardía y silbaba en la rejilla. El salón estaba caliente; pero Hay sentía frío todo el tiempo. Estaba de espaldas al fuego mientras su anfitrión lo cumplimentaba por el mensaje presidencial al Congreso, que en esa oportunidad Nicolay había permitido entregar personalmente a Hay.
—Pienso que en parte era poético —dijo Eames—. Mucho.
—¿Shakespeariano?
Eames sonrió.
—Eso quizá sería demasiado. Pero las últimas líneas tenían ecos muy particulares. —El Tycoon había trabajado durante semanas en ese mensaje, el primero desde el traspié electoral de su partido en noviembre. El final era hermoso:
—«Conciudadanos: no podemos escapar a la historia. Nosotros, los miembros de esta administración y este Congreso, seremos recordados aunque nos pese. La significación o la insignificancia personal no nos excusará. El duro juicio a que seremos sometidos nos iluminará, con honor o deshonor, hasta la última generación».
Pero habían sido abundantes las objeciones al tema principal del mensaje: la adquisición de los esclavos por el gobierno, que los radicaría luego en algún otro sitio. Hay pensaba que Lincoln estaba algo obsesionado con el tema de la colonización; Mr. Eames entendía que Lincoln sufría una especie de alucinación acerca de la naturaleza misma de la guerra.
—Tenga usted en cuenta que soy un antiguo periodista demócrata, y por eso veo las cosas con medio ojo sureño. Pero cuando el presidente cree que la rebelión concluirá si compensamos en dinero a los propietarios de esclavos, parece ignorar realmente el motivo de esta guerra.
—¿Cuál es, entonces? —Hay se lo había preguntado muchas veces. Ninguna explicación le había parecido enteramente plausible. Era como la fiebre: venía y se iba sin ninguna razón.
—Al principio, pensé que Mr. Lincoln lo comprendía mejor que nadie. Era el principio de que la Unión jamás puede disolverse.
—Pero se había disuelto antes de que él asumiera el mando.
—Entonces inició la guerra para reunir la Unión. Ése es el verdadero motivo. Pero ahora parece haber desplazado el motivo al asunto de la esclavitud, y en eso, a mi humilde parecer, se equivoca. Nos dice que, durante los treinta y ocho años que faltan hasta 1900, el gobierno venderá bonos para pagar a los propietarios de esclavos. Quizá sea así. ¿Pero por qué piensa que algún sureño depondrá las armas si el gobierno le paga sus esclavos? El Sur no combate por la esclavitud, Mr. Hay. El Sur combate por su independencia. Si les compran ustedes todos sus esclavos, tomarán el dinero. Pero sólo por la fuerza retornarán a la Unión.
—¿Cree usted que las cosas han ido tan lejos? —Hay nunca había oído a un partidario de la Unión capaz de exponer de modo tan claro y plausible las razones del Sur.
—Oh, Mr. Hay, ¡el costo! Piense en toda la sangre derramada y en la que se derramará; y pregúntese luego si algún hombre dirá nunca que ha luchado en una guerra tan terrible sólo Por el derecho a tener esclavos. No; dirá que ha luchado por la libertad de su patria; y dirá la verdad.
—Ciertamente, eso decía John Surratt mientras cruzaba con David la avenida de Pennsylvania, entre arremolinados copos de nieve. John describía lo ocurrido el día anterior en el Rappahannock.
—Yo debía venir aquí directamente. Pero en ese momento estalló el infierno: empezó el sábado, con esa terrible niebla, y siguió hasta que ayer los yanquis se retiraron pasando de nuevo el río. Perdieron tres veces más hombres que nosotros. Lo sé. Vi buena parte del combate desde cerca de Marye’s Hill donde estaba emplazada nuestra artillería. Le preparamos una trampa a Burnside, y él cayó en ella.
Los dos jóvenes entraron en el bar de Sullivan, justamente al salir de la avenida, invadida ahora por las ambulancias. Aunque el dueño del bar había nacido en Irlanda, era decidido partidario de la Confederación. Pero Sullivan prácticamente no decía nada sino en forma de bromas, y los hombres de Pinkerton no le habían creado mayores problemas; en tanto que él había creado toda clase de problemas al servicio secreto, transmitiendo informaciones falsas, en particular sobre los desmesurados efectivos de los ejércitos confederados.
David y John se sentaron en el fondo del bar, junto a la estufa. El suelo estaba cubierto de serrín convertido en barro por las botas mojadas, la cerveza volcada y los escupitajos de los mascadores de tabaco. Aunque era mediodía, las lámparas de gas silbaban agradablemente, suspendidas del bajo cielo raso, mientras servía la comida un camarero mulato, tan leal como su empleador a la Confederación. David tomó un huevo duro mientras Sullivan les traía personalmente sus jarras de cerveza. La parte delantera del bar estaba repleta de lo que parecía gente de campo, como la que vendía sus productos en el Mercado Central. Muchos de ellos lo eran realmente, pero había también dos jinetes nocturnos que bebían whisky y conversaban en voz baja. Sullivan se sentó con John y David y escuchó fascinado el relato de la derrota del ejército de la Unión en Fredericksburg.
—Y ahora, ¿qué ocurrirá? —preguntó Sullivan en una pausa de John Surratt, que parecía feliz y quizás algo asombrado de lo que él mismo contaba.
John se encogió de hombros.
—Supongo que el general Burnside se quedará empantanado hasta la primavera. O retrocederá hasta aquí. —John movió la cabeza—. Hace un año estaban casi en Richmond, y ahora ni siquiera pueden cruzar el Rappahannock, a cien kilómetros de Richmond.
—No pueden luchar, lo que es afortunado para nosotros —dijo David, repitiendo lo que decían siempre sus amigos.
—Sí que pueden —dijo John—. Tú no has visto cómo una ola tras otra subía la colina sólo para que los cañones los destrozaran. No tienen un buen general; eso es lo afortunado. Y tampoco tienen jinetes nocturnos como nosotros. Ahora tenemos tan mal informado a Pinkerton que está verdaderamente convencido de que el general Lee dispone de un millón de hombres y de que nos proponemos secuestrar a Lincoln.
—¿Y por qué no lo hacemos? —preguntó David.
—No tiene sentido. Estamos ganando. Lee entrará en Filadelfia en el verano. Cuando eso ocurra, se acabará la guerra. Sullivan asintió. Ausente, limpió la áspera madera de la mesa con un trapo.
—En el pasado mes de agosto, un matón disparó contra el Viejo Abe desde la calle Siete; cuando el coronel se enteró, se puso furioso. —David conocía la existencia de ese coronel sin nombre, pero nunca lo había visto. Era el enlace entre Richmond y los agentes confederados de Washington. A veces David Pensaba que Sullivan podía ser el coronel; citaba con frecuencia sus palabras y parecía conocerlo.
—¿Por qué? —preguntó John—. Sería perfectamente justo matar al hombre que intenta liberar a nuestros negros.
—Quizá sea justo, pero el coronel dice que mientras el presidente siga conduciendo esta guerra, es como si ya la hubiéramos ganado.
John se echó a reír.
—Puede ser. Pero cuando llegue el momento de matarlo, dejaremos que Davie lo haga.
—¿Yo? ¿Cómo?
—Poniendo veneno en sus medicamentos. No puede ser más sencillo.
—Pero Mr. Thompson sabrá que he sido yo. —En realidad, David había pensado muchas veces qué fácil sería envenenar al presidente, o a cualquier persona que comprara sus medicamentos en la farmacia Thompson. Seguramente varias muertes prematuras se debían a algún descuido suyo o de Mr. Thompson durante la preparación de las recetas. Por suerte, como solía decir Mr. Thompson de los médicos, «aparte de nosotros los farmacéuticos, sólo a los médicos se les permite enterrar sus errores».
—Sea como sea —dijo Sullivan—, por ahora Mr. Lincoln es la mejor arma del Sur. Debemos cuidarlo como un tesoro.
El tesoro del Sur había estado despierto casi toda la noche. Echado en el sofá de su despacho, había recibido una serie de visitantes. Hay estaba presente cuando, hacia la medianoche, apareció el gobernador Curtin, de Pennsylvania. Curtin venía directamente de Fredericksburg. Lincoln se puso de pie para saludarlo. Hay nunca había visto al Anciano tan viejo, frágil y desesperado.
Mientras el excitado Curtin recorría la habitación, Lincoln estaba apoyado a medias en el hogar. Hay observó que, en esa posición, la cabeza de Lincoln y el retrato de Andrew Jackson estaban juntos, y que se parecían: el Viejo Abe era tan anciano como el Viejo Achicoria.
—He visto hombres deshechos ante mis ojos. Y seguían avanzando. Jamás he visto valor comparable. Ni una carnicería comparable.
—Lo sé. Lo sé. —Lincoln se frotó los ojos de pura fatiga—. ¿Cuántas son las bajas hasta ahora?
Curtin sacó un papel del bolsillo.
—El asistente del general Burnside me ha dado esto. Son las bajas estimadas de cada una de las divisiones. La del general sumner: aproximadamente quinientos muertos. Unos cinco mil heridos.
—¡Díos mío! ¿En una sola división? —Lincoln tenía el color del fuego apagado que había detrás de él.
—Unos ochocientos desaparecidos. —Curtin continuó—. La división del general Hooker. Más de trescientos muertos. Y tres mil heridos. Y ochocientos desaparecidos.
—Es demasiado, gobernador. Demasiado. El país no puede soportar pérdidas semejantes. Yo no puedo soportarlas. ¡Oh, ha sido una locura! —Lincoln golpeó la repisa del hogar con el puño—. Atacar. —Golpeó nuevamente—. En invierno. —Y otra vez—. Desde la margen opuesta del río. Con todo el ejército enemigo atrincherado y esperando. Ha sido una trampa. —Lincoln se apartó del hogar—. Ahora lo veo. Antes no lo vi. Burnside insistió. ¿Comprende? Halleck y Stanton y yo cedimos. Hay que ceder ante un general que está luchando…
—Señor, está luchando pero no piensa. No es un hombre competente. Peor: sabe que no tiene competencia para mandar un gran ejército. Le pidió a usted, me lo ha dicho, que no lo designara.
Lincoln recorría la habitación como si buscara una puerta hasta entonces nunca vista para escapar. Hay recordó el relato de Herndon acerca de la ocasión en que Lincoln se había vuelto loco. ¿No podía repetirse?
Mientras Lincoln se movía frenéticamente a lo largo de la pared, palpándola como un ciego, Curtin continuó leyendo las cifras de los muertos y los heridos y los desaparecidos. Hay trató de acallarlo, con un gesto de «no». Curtin lo ignoró. Tanbién él parecía al borde de la locura.
—De modo, señor, que esta derrota nos cuesta en total unos quince mil hombres entre muertos, heridos y desaparecidos. Vi heridos de uno de nuestros regimientos de Pennsylvania. He visto chicos de quince años con las vísceras colgando. He visto…
—¿Usted ha visto, señor? —Lincoln abrió la puerta de la sala del gabinete y la cerró violentamente—. Piense en lo que yo veo. Piense que yo debo mirar toda esta sangre que llena la habitación y está a punto de ahogarme. Usted no tiene la responsabilidad, señor, no tiene un juramento registrado en el cielo. ¡Y yo sí! —La voz de Lincoln era tan alta que se quebró en el «sí». Hay se puso en pie de un salto.
—Señor presidente —dijo, tratando de hablar de modo sereno, pero también a él se le quebró la voz de emoción. Los tres hombres formaban, como sonámbulos, un círculo en el centro de la habitación.
Lincoln miró un momento a Curtin, que retrocedió, como alarmado por lo que veía en los ojos del presidente.
—Lo siento, señor. Siento haberle causado tal aflicción. Sólo quería responder a sus preguntas. Estoy abrumado, me temo. Por lo que he visto. Ciertamente, daría cualquier cosa para librarlo de esta guerra espantosa.
—¿A mí? —Lincoln sacudió la cabeza como un hombre que despierta de una pesadilla—. Yo no tengo importancia, gobernador. He elegido una tarea concreta; debo hacerla y luego me iré. Pero necesito ayuda. Eso es indudable. —La cara del Anciano se iluminó, como su ánimo. Hay advirtió que estaba a punto de narrar una historia, y sintió profundo alivio—. Esto me recuerda, gobernador, a un viejo granjero de Illinois que tenía dos hijos traviesos llamados James y John. O quizá John y James. No importa; el granjero compró un cerdo campeón de mal genio, lo instaló en su pocilga y dijo a los chicos que no se le acercaran. Por supuesto, al día siguiente James sacó de su encierro al animal, que inmediatamente trató de morder a James en la parte posterior de sus pantalones. El chico sólo pudo salvarse aferrando la cola del marrano. Y así giraron ambos una cantidad de veces alrededor de un árbol hasta que el valor del chico flaqueó y le gritó al hermano: «Ven pronto y ayúdame a que este cerdo se suelte». —Lincoln rió—. Pues bien, gobernador; ése es exactamente mi caso. Quiero que alguien me ayude a que este cerdo se suelte. —Con esas palabras características, Lincoln se despidió de Curtin.
Cuando el gobernador se marchó, Lincoln se quedó mirando los restos del fuego.
—¿Pido que vuelvan a encender el fuego? —preguntó Hay.
—No, John. Váyase a la cama. Edward custodiará la fortaleza. Todo marcha bien. Es decir, todo marchará bien. Es así. Si ellos y nosotros perdiéramos la misma cantidad de hombres que hemos perdido hoy, mañana, y pasado mañana y día tras día, terminariamos por ganar la guerra. Porque tenemos más vidas para dar que ellos, y seguiremos dando esas vidas nuestras, hasta que… sí, hasta que todos ellos mueran, si es preciso.
Antes de retirarse a su habitación, Hay se dirigió a la del matrimonio Lincoln, que custodiaba Lamon, armado hasta los dientes y profundamente dormido.
—Mr. Lamon —susurró Hay. Lamon alzó primero el derringer, luego los párpados—. Diga a Mrs. Lincoln que lleve a la cama al presidente. Está exhausto.
Lamon asintió. Golpeó suavemente tres veces la puerta. Desde el interior se oyó la voz completamente despierta de Mrs. Lincoln.
—¿Sí, Mr. Lamon?
—Pensamos que debería hacer que se acueste el presidente.
—Sí —dijo la voz. Hay fue a su habitación, donde Nicolay roncaba con suavidad.
Mary abrió la puerta del despacho presidencial. Lincoln estaba estirado en el sofá, leyendo un libro.
—¿Qué haces levantada tan tarde, madre?
Por la voz de su marido, Mary comprendió que estaba al cabo de sus fuerzas.
—Ven a la cama, padre. No es bueno que pases la noche en vela.
—No puedo. Recuerda que vienen a verme desde Fredericksburg, y debo escuchar a todos.
—No. Padre, no es necesario que te quedes. Ya has escuchado a demasiados. La batalla ha terminado. No habrá más noticias esta noche. Ven.
Lincoln se puso de pie. Dejó el libro.
—Es de Artemus Ward —dijo—. Muy divertido.
—Lo sé, padre. —Le tomó del brazo y lo acompañó por el pasillo mal iluminado. Edward estaba en su escritorio—. Váyase a casa, Edward —dijo Mary.
—Sí —dijo Lincoln—. Cerramos la tienda por esta noche. —Buenas noches, señor presidente.
Cuando Lincoln y Mary pasaron ante el guardia de servicio, él saludó al presidente y dijo:
—Buenas noches, señor. Que duerma usted bien.
—Gracias. Gracias, hijo.
Pero apenas marido y mujer estuvieron en su dormitorio, Lincoln movió la cabeza y dijo:
—Será mejor que me quede despierto.
—Es una tontería. Si apenas puedes mantener los ojos abiertos de cansancio…
—Es cierto, pero no me atrevo a dormir.
—¿Tienes malos sueños?
—Sí, madre. Muy malos.
Pero finalmente Lincoln durmió; y fue Mary quien permaneció despierta para consolarlo, si era preciso. Mary conocía el horror de los sueños.
Chase leyó el artículo del periódico frunciendo los labios. Luego se lo devolvió a Ben Wade.
—Temo que, a pesar de todas sus buenas cualidades, el presidente carece de dignidad.
—¡Dignidad! —Wade arrojó el periódico a la escupidera de bronce que había junto a su silla—. Imagínese usted, comparar su posición con la de un chico que sujeta a un marrano por la cola, un día de tragedia como el de Fredericksburg. Bueno, yo estoy a punto de ayudarle a soltar el marrano. El Senado también. Acabamos de celebrar la convención republicana.
—¿Con qué resultado? —Chase simulaba no conocerlo.
—Bueno, nuestro grupo ha ganado. Los moderados desean que se retiren tanto Seward como Stanton. Pero nosotros creemos que con que se marche Seward es suficiente por ahora. Así se podrá reorganizar el gabinete.
—Seward es demasiado político para mi gusto. —Chase dispuso ordenadamente los papeles de su escritorio, alineados con el secante—. Ejerce sobre el presidente una extraña influencia que me parece peligrosa. Constantemente… hacen bromas.
—Sí, es muy bromista el gobernador —dijo Wade—. Pero no me molesta eso tanto como su manera de obrar por su propia cuenta, sin consultar con el presidente, como cuando escribió a Adam en Londres esa carta en que se burlaba de nosotros los abolicionistas. O cuando publica ese estúpido libro.
—Cuando Sumner le mostró esa carta a Lincoln, el presidente dijo que jamás la había visto, y que no reflejaba su propia política. Y eso es muy grave.
—Seward hace lo que quiere. Pero también muchos otros ministros del gabinete. Nuestras reuniones son una ficción. Quienes deciden verdaderamente las cosas son Lincoln y Seward en la Old Club House, bebiendo coñac. Rara vez nos consultan a los demás. Y lo peor, me parece —dijo Chase, dirigiéndose al fondo de la cuestión—, no es tanto que Seward gobierne a Lincoln. Después de todo, alguien debe hacerlo. No, el problema es mucho más serio, Mr. Wade; Mr. Seward no cree en esta guerra. Por eso sufrimos una derrota tras otra. Él siempre ha creído que, de un modo u otro, los estados del Sur retornarán. Ahora que se presenta la posibilidad de una guerra con Francia por México, tratará de cambiar la guerra civil por una guerra externa.
Wade asintió:
—También yo lo pienso, Mr. Chase, y por eso le he pedido que nos reuniéramos en el mayor secreto. Ya hemos puesto por escrito nuestros términos, que presentaremos esta noche a Mr. Lincoln. —Ben Wade parecía totalmente complacido consigo mismo—. Estoy seguro de que esto será una gran sorpresa para Mr. Seward.
—Pero Seward ya había tenido esa sorpresa. El senador por Nueva York Preston King había salido de la convención antes de que concluyera, y le había llevado directamente a Seward las noticias. Seward había actuado sin perder un instante.
—No permitiré que le creen dificultades al presidente —dijo, y escribió de inmediato en una hoja de papel: «Señor, renuncio por la presente a mi cargo de secretario de Estado. Ruego a usted que esta renuncia sea aceptada con la mayor premura». Luego Seward llamó a su hijo, que estaba en la habitación contigua—. ¡Fred!
—¿Sí, padre? —Frederick Seward apareció en la puerta.
—Renunciamos los dos. Escribe tu dimisión, y entrégasela al senador King.
El joven hizo lo que se le decía; era tan frío como su padre.
—Después, King se dirigió a la Casa Blanca y le entregó las renuncias al presidente. Le explicó lo que ocurría. Lincoln se lo agradeció cortésmente. Pero apenas King se marchó, Hay vio que el Tycoon estaba a punto de conducirse exactamente como debe conducirse un Tycoon.
—Quieren que me vaya —dijo—. Tengo la mitad de la tentación de aceptar.
—¿La mitad de la tentación, señor?
Lincoln miró a Hay como si fuera la primera vez que reparaba en él ese día.
—Algo menos de la mitad. Veré a los senadores a las siete de la tarde. Luego convocará usted una reunión de gabinete para mañana por la mañana.
—Sí, señor.
Seward esperaba al presidente. En realidad, estaba sentado ante la ventana de su estudio, mirando la fría y fangosa extensión de la plaza Lafayette, esperando que la figura alta y encorvada la atravesara desde la Casa Blanca hasta la Old Club House, acompañada por dos soldados de la compañía K del 150.º regimiento de Pennsylvania, conocida como «Colas de caballo», y ahora asignada permanentemente a la custodia presidencial. Justamente cuando se encendían las farolas de gas de la avenida, el presidente apareció.
Seward abrió personalmente la puerta, y guió a Lincoln al estudio. El presidente se quitó el sombrero de copa y lo puso en la cabeza de Pericles, un busto de mármol sobre una columna que adornaba un ángulo de la habitación.
—Pues bien, nuestros amigos del Capitolio se han puesto a trabajar. —Lincoln se sirvió un vaso de agua de una jarra de cristal, y una manzana del aparador donde Seward guardaba numerosas botellas para restaurar su ánimo. Después el presidente se sentó junto al fuego y miró a Seward, quien advirtió que Lincoln había envejecido una década en el último mes; era obvio que debían añadirse ahora una cantidad de duros años adicionales. Midge apoyó la cabeza en la rodilla del presidente y lo miró con profunda solicitud.
—Quizá muchos encuentren dificil creerlo —dijo Seward—, pero usted sabe que estoy impaciente por regresar a Auburn y a la vida privada. Lo que hacernos aquí no es una alegría para mí.
—Eso está muy bien para usted, gobernador. Pero yo soy como el pajarillo del cuento de Sterne: «No me puedo escapar».
—¿Qué hará?
—Todavía no lo sé con certeza. Como es natural, escucharé a los senadores. Ya he tenido el placer de ver a Thaddeus Stevens; cree que solamente usted se interpone entre nosotros y una victoria en la guerra.
Seward movió la cabeza con verdadero asombro.
—Yo soy el autor del notorio y seguramente revolucionario concepto de que existe «una ley más alta que la Constitución»; y aunque nuestra Constitución permite la esclavitud, esa ley más alta la prohíbe. Y ahora nuestros jacobinos me consideran indiferente al asunto y, secretamente, prorebelde.
—Mr. Seward, la incapacidad que tienen los hombres de comprender una verdad evidente es una constante en la vida política. Yo paso la mayor parte del tiempo explicando lo que debería ser obvio para cualquiera. Ahora es obvio para mí que usted no molesta particularmente al Senado. Yo sí. Quieren eliminarme; y como no saben de qué modo hacerlo, lo atacan a usted.
—Bueno, yo ya me marcho. Entonces, cuando le digan esta tarde que debe prescindir usted de mí, podrá decir que el gobernador, con la gracia y amplitud de espíritu que lo caracterizan, se ha retirado a los campos de sus antepasados en Nueva York, desde donde elevará incesantes plegarias al cielo para que la Unión vuelva a ser como era antes.
Lincoln rió.
—No ha perdido usted su capacidad forense.
—No —dijo Seward—, y bien quisiera presentarme en el Senado, como Cicerón, para arrojar a la noche a esos Catilinas.
—Creo que no será necesario. —Lincoln estaba a punto de decir algo más, pero no lo hizo.
—Ahora, Seward sentía intensa curiosidad.
—¿Qué dirá a los senadores?
—Creo que escucharé bastante. En particular la voz de Chase.
—La oirá. Él y Ben Wade son los principales conspiradores.
—Lo sé. A veces pienso que la presidencia enloquece un poco a Mr. Chase. Bueno… —Lincoln apoyó los pies en la reja del hogar. Los zapatones negros del presidente siempre hacían pensar a Seward en ataúdes infantiles—. Me parece muy poco probable que me reelijan, gobernador. Hemos sufrido un desastre tras otro, y se me considera, con toda razón, responsable. —Midge dio la espalda al presidente y se acurrucó ante el fuego.
—Pero eso puede cambiar rápidamente. Una o dos victorias, y será usted nuevamente un héroe. —Sin embargo, Seward coincidía interiormente con el cálculo de Lincoln. Como fuerza politica, el presidente estaba quemado, y nada volvería a encender el fuego. La caída de Burnside en el fango de Virginia era el fin de la administración. El hecho de que un Senado pusilánime se atreviera a dictar condiciones al presidente era la señal de que la autoridad real había desaparecido.
—Parece evidente que McClellan será el candidato demócrata; y sospecho que, si lo es, será presidente; y si lo es, toda esta costosa y sangrienta empresa habrá sido inútil porque él hará una rápida y vergonzosa paz con el Sur, y porque la esclavitud perdurará.
Seward asintió.
—En este momento, en Nueva York, los líderes del partido demócrata preparan su candidatura. Si triunfa, lo que dudo, será como usted dice.
—Si las cosas continúan en el sesenta y cuatro tan mal como ahora, ni siquiera trataré de obtener la designación de mi partido. Eso significa que designarán a Chase.
—No lo permita el cielo.
—Según mi experiencia, el cielo no es muy digno de confianza —dijo Lincoln—. De todos modos, hay hombres peores que Chase. Pero como el país jamás aceptará sus puntos de vista extremos acerca de la esclavitud, McClellan lo derrotará.
Seward buscó una botella. La intriga política lo estimulaba a tal extremo que necesitaba las propiedades tranquilizadoras del oporto.
Mientras Lincoln miraba el fuego de leños, Seward lo examinó cuidadosamente. Cualesquiera que fuesen las carencias de Lincoln como conductor de una guerra, era un político magistral. Se necesita uno, pensó Seward mientras bebía oporto, para comprender a otro. Pero Seward no estaba preparado para lo que vino a continuación.
—Hábleme de Horatio Seymour.
—Seymour derrotó con bastante ventaja a nuestro candidato en NuevaYork. A Thurlow Weed le gusta, aunque es dernácrata. Weed piensa que no será un mal gobernador. Y por supuesto, es un firme partidario de la Unión. ¿Por qué?
Lincoln continuaba mirando el fuego.
—Tengo la intención de apoyar la candidatura a la presidencia de Seymour en el sesenta y cuatro.
Seward depositó su copa con tal violencia que el cristal casi se quiebra.
—¿La candidatura de un demócrata?
—Si nuestro partido no gana la guerra, el partido demócrata triunfará en las elecciones. Como McClellan sería tan desastroso presidente como general, debemos ocuparnos de que los demócratas propongan a un defensor de la Unión, un hombre a quien podamos apoyar, secreta o abiertamente.
—¿Lo ha pensado usted bien?
—Por lo menos, desde el 4 de noviembre.
—¿Ha hablado de esto con alguien más?
Lincoln asintió.
—Con Stanton, en el mayor secreto. Él es demócrata. McClellan le gusta aún menos que a mí. Podría usar el Departamento de Guerra para apoyar a Seymour mientras yo aprovecho mi plazo hasta el último instante, y luego apoyo también a Seymour.
—Me sorprende usted, señor.
—Ésta es una época sorprendente, gobernador. Hable usted con Weed acerca de esto; pero con nadie más. —Lincoln se puso en pie—. Ahora debo prepararme para escuchar. —Dio una palmada en el hombro de Seward—. Se ha comportado usted noblemente, gobernador. Esto no ha terminado todavía.
—Le aconsejo que recuerde eso mismo, señor, antes de empezar a hablar de apoyar a Seymour.
—Bueno, tenemos que mirar adelante, ¿no es verdad? Para eso nos ha contratado el pueblo. —Lincoln hizo una pausa; luego sonrió—. Por supuesto, espero que Seymour se ocupe de que Nueva York cumpla con su cuota de reclutamiento.
—¿Quid pro cuota? —A Seward le fascinaba la exquisita artesanía política de Lincoln.
—Gobernador… —murmuró el presidente, con una sombra de reproche, y se marchó.
Hay nunca había visto al presidente tan sumiso como parecía mientras nueve senadores lo arengaban acerca de los errores de su administración.
Incluso Sumner censuró el manejo de la política exterior, por no hablar de la ignorancia presidencial de las cartas de Seward al embajador americano en Londres. Y peor aún: en mitad de una guerra, Seward había publicado en forma de libro su correspondencia diplomática, llena de observaciones maliciosas acerca de los abolicionistas, y sembrada de alarmantes asteriscos allí donde se habían escrito originariamente palabras aún más graves, ahora eliminadas.
El Anciano respondió humildemente que Seward le leía todas esas cartas, pero que no podía, de improviso, recordar alguna en que Seward formulase las observaciones que Sumner consideraba poco respetuosas acerca del Congreso. Lincoln estaba de acuerdo en que la publicación de ese libro no era un gesto de buen gusto. En realidad, Hay estaba razonablemente seguro de que Seward había mostrado a Lincoln muchas de sus observaciones, y de que Lincoln las había encontrado acertadas. Por otra parte, el Anciano no era muy sincero al afirmar que Seward le leía todos los despachos. Desde hacía largo tiempo, Lincoln dejaba la correspondencia extranjera en manos de Seward, excepto en los asuntos más importantes. Al principio de la administración, Lincoln había insistido en leer todas las cartas, que se enviaban en su nombre; ahora ignoraba en gran medida el vasto caudal de papeles que pasaba por su despacho.
Después de tres horas, el presidente se puso de pie y terminó la reunión. Tomó de manos de Ben Wade el memorándum.
—Lo estudiaré cuidadosamente, por supuesto. Y nos veremos mañana, a alguna hora. —Los senadores salieron de la habitación, razonablemente satisfechos. Luego Lincoln entregó el memorándum a Hay—. Póngalo en la caja fuerte, John.
—¿No necesitará estudiarlo, señor?
—Oh, está grabado en mi corazón. —La media sonrisa de Lincoln convenció a Hay de que preparaba un contraataque. Como dijo Hay a Nicolay, mientras le describía la reunión, «Han cometido un error contra el que Maquiavelo ponía siempre en guardia. Si golpeas a un príncipe, el golpe debe ser mortal».
—Incluso así, me pregunto —dijo Nicolay, más aprensivo que Hay— cómo hará para salir de ésta.
A las siete y media de la tarde siguiente, los senadores, con excepción de Wade, regresaron a la Casa Blanca a invitación del presidente. Mientras tanto había sido convocado también el gabinete, con excepción de Seward. Al final de la tarde el memorándum de los senadores fue retirado de la caja fuerte, y el Tycoon lo estudió cierto tiempo. Hay podía ver cómo se movían sus labios, siguiendo no las palabras escritas, sino la respuesta a esas palabras.
Un senador anciano y moderado, Collamer, presidía la delegación, que Hay guió al despacho presidencial. El gabinete estaba reunido en la sala contigua, custodiada por Nicolay. Más temprano, Lincoln parecía al fin de sus fuerzas; Hay le había oído decir a un amigo que nada le había consternado más que ese ultimátum de los senadores. Pero ahora Lincoln parecía sereno, y extraordinariamente cortés, mientras recibía a los senadores. Edward había traído ya sillas extra al despacho.
El Tycoon invitó a sentarse a los senadores, mientras él permanecía de pie ante el hogar, con la ceñuda imagen de Andrew Jackson encima de su hombro derecho. Hay advirtió que el hosco y delgado Fessenden, de Maine, contaba las sillas, evidentemente desconcertado por su cantidad.
—Señores, este asunto ocupa mi mente desde anoche. —El Tycoon recogió el memorándum de la repisa del hogar—. Me Parece que el argumento principal no está en las críticas al gobernador Seward y a mí, sino que es el siguiente. —Lincoln se puso las gafas y leyó—: «La teoría de nuestro gobierno y su interpretación inicial aceptada es que el presidente debe disponer de la ayuda de un consejo de gabinete, que acuerde con él la teoría política y la política general, de modo que todos los nombramientos y las medidas públicas importantes sean el resultado de sus deliberaciones. Nosotros y el público creemos que no existen en este momento esas condiciones evidentemente necesarias, sin las cuales ninguna administración puede tener éxito…».
Lincoln hizo una pausa y miró por encima de sus gafas, como si pensara añadir una observación propia. Pero luego continuó leyendo, con el fantasma de una sonrisa en los labios:
—«… y, por lo tanto, deben hacerse los cambios del gabinete indispensables para la unidad de acción y finalidad del país, en todos los asuntos esenciales, muy especialmente dada la crisis actual de los asuntos públicos».
Lincoln depositó el documento en la repisa y se quitó las gafas.
—Ahora bien; yo podría decir, por supuesto, que la Constitución en ninguna de sus partes obliga al presidente a escuchar a su gabinete, y ni siquiera a tener un gabinete si no lo desea. Naturalmente, los departamentos del gobierno deben ser dirigidos por funcionarios; y el presidente suele elegir a esos funcionarios para que le ayuden a cumplir con su mandato. Pero la idea de que esos funcionarios constituyen un consejo supremo al que el presidente debe obedecer es enteramente ajena a nuestra Constitución y a nuestras prácticas.
Fessenden carraspeó.
—¿Sí, senador Fessenden? —Lincoln era la amabilidad misma.
—La naturaleza del gabinete, como tantas otras cosas, no está completamente definida en la Constitución; pero le recuerdo que el presidente John Quincy Adams sometía siempre al voto de su gabinete las cuestiones importantes.
—Sin duda, eso es lo que prefería Mr. Adams. Pero ningún otro presidente ha considerado al gabinete como otra cosa que un grupo de hombres que le sirven a su voluntad. A veces, quiere su consejo; a veces no. Cuando…
—Pero, señor —interrumpió Fessenden, para irritación de Hay, aunque no, al menos visible, de Lincoln—. Como decirnos en el memorándum, ésta es una época extraordinaria. Estamos en mitad de una guerra terrible. Debernos lograr unanimidad en todo.
—Estoy absolutamente de acuerdo, senador. En verdad, el hecho de que estén ustedes aquí esta noche es una prueba de lo grave que es el momento. En un momento normal, si se presentaran ustedes al presidente con la imposición de que reorganizara su gabinete y se sometiera luego a sus decisiones, se les mostraría directamente la puerta, aparte de un ejemplar de la Constitución. Hablando con precisión, nada tienen ustedes que decirme en un asunto que concierne sólo al poder ejecutivo, y de ningún modo al legislativo. —El Tycoon mantenía su amable sonrisa. Los senadores estaban tiesos en sus sillas—. Pero estarnos en una crisis. Creo que vienen ustedes aquí con buena fe y con el deseo de ayudar, y por eso responderé. —Lincoln se volvió a Fessenden—. Yo sé que usted, personalmente, prefiere el sistema parlamentario británico al nuestro; y que le agradaría que los miembros del gabinete acudieran al Congreso a responder a sus preguntas. Ese método puede ser mejor que el nuestro; pero no podemos adoptarlo sin mantener antes una Convención Constituyente, algo que no sería demasiado práctico en las actuales circunstancias.
—Pero, señor —dijo resueltamente Fessenden—, sin llegar a tales extremos, no parece una imposibilidad un gabinete al que usted consulte.
—Yo diría que es una realidad —dijo Lincoln con suavidad—. Yo sé que se ha dicho y repetido que soy gobernado por mi «premier», Mr. Seward; también que rara vez consulto al gabinete en los asuntos principales, y demás. Pues bien, he decidido aceptar sus puntos de vista, senador Fessenden. A usted le gustaría que, como ocurre en el parlamento británico, fuera posible interpelar a los ministros. Está bien. He pedido al gabinete en pleno, con la excepción de Mr. Seward, que se reúna con ustedes. Podrán preguntar ustedes lo que deseen, mientras yo escucho y aprendo. —Lincoln tiró del cordón de la campanilla. Luego se volvió hacia Fessenden—. Estoy seguro de que su comisión no se opondrá a esta reunión extraconstitucional.
Hay comprobó que Fessenden estaba demasiado desconcertado para hablar. Fessenden miró a Collamer, que se encogió de hombros. Fessenden miró a Lincoln y asintió. Mientras tanto, Nicolay había abierto la puerta de la sala del gabinete, y Chase, seguido por los demás ministros, entró en el despacho presidencial. Ahora los senadores estaban claramente incómodos. El gabinete conocía la confrontación desde esa mañana. Chase había hecho todo lo posible para evitarla; el legalista Bates estaba profundamente molesto.
Apenas todos estuvieron sentados, Lincoln pronunció un pequeño discurso sereno. Se había dicho que el gabinete no se reunía con suficiente frecuencia; que se ahogaban los puntos de vista contrarios a los del presidente y de Mr. Seward; que jamás se procuraba la unanimidad.
—Ahora bien; yo tengo la impresión de que, como nos reunimos dos veces por semana, y estudiamos todos los asuntos, somos verdaderamente una unidad. El hecho de que no siempre estemos todos de acuerdo es la razón de que haya elegido este gabinete. Algunos senadores exigen que yo designe un gabinete de hombres que piensen como los senadores presentes. Esto no me parece prudente. Un presidente debe oír todos los argumentos. Debe atender a la mayoría moderada tanto como a la minoría radical. —Lincoln miró con aire soñoliento a Fessenden, que tenía la vista clavada en el suelo y el ceño fruncido. Lincoln hizo el resumen final—. Entonces, revelemos nosotros, el presidente y el gabinete, cómo trabajamos, para que lo sepan los senadores.
Blair se lanzó al ataque. Con todo el hiriente desdén de que su clan era capaz, puso en duda el derecho de los senadores para hacer la más mínima pregunta al respecto. El ejecutivo y el legislativo estaban definitivamente separados. Ciertamente, si su viejo amigo el presidente Jackson estuviera ejerciendo su mandato, los senadores estarían ya en la calle. Pero como era presidente un hombre menos altanero, él, Blair, aseguraba a los senadores que todos los miembros del gabinete eran siempre invitados a exponer su opinión, cualesquiera que fuesen las habladurías a que hubiese prestado crédito esa comisión. Miró directamente a Chase, que tenía los ojos cerrados, como para oír mejor algún íntimo himno celestial.
—Personalmente —concluyó Blair—, estoy en desacuerdo con el gobernador Seward en casi todos los asuntos; pero decir que él no apoya resueltamente la continuación de esta guerra es una mentira indigna.
Los senadores mostraron nerviosa agitación. En los labios de Chase apareció una sonrisa seráfica. Dentro de la cúpula escultural de su cabeza, pensó Hay, no sólo debía de haber un coro celestial sino por lo menos un arcángel que lo elogiaba por combatir junto al Señor en tantas batallas del mundo.
—Sea como fuere, señores —dijo Blair mirando con furia a Fessenden—, no puede haber en este país un poder ejecutivo plural. Hay un presidente que es también el comandante en jefe; y ha sido elegido por el pueblo; y si pretenden ustedes desafiarlo en el ejercicio de su legítimo mandato, lo hacen ustedes por su cuenta y riesgo.
Aunque Fessenden manifestó extensamente sus disensiones, no logró imponerse, para sorpresa de Hay, al viejo Bates, un conservador que desaprobaba casi todo lo que hacía Lincoln. Pero Bates era lo más parecido a un abogado constitucionalista entre los presentes; y destrozó cada uno de los argumentos y precedentes mencionados por Fessenden, para confusión de Sumner, que había venido armado con su elocuencia habitual, pero prefirió, dadas las circunstancias, el silencio.
—En una palabra —resumió Bates—, lo mejor que podría hacer esta comisión es no inmiscuirse en estos asuntos.
Finalmente, el Tycoon estaba listo para el coup de grace. Alzó, por así decirlo, el hacha del verdugo.
—Creo que, para complacer a la comisión, el gabinete debería responder a la principal acusación presentada: que yo no consulto a sus miembros. —Con gran dulzura, pensó Hay, el Tycoon se volvió hacia Chase, que ahora tenía los ojos bien abiertos, y apenas un distante recuerdo de la música celestial—. Mr. Chase, pienso que sería útil que usted, el miembro de más alto rango del gabinete, explicara a los senadores cómo manejamos nuestros asuntos.
No se oía el menor ruido en la habitación. Todos los presentes sabían que era Chase quien había inflamado a los republicanos radicales con sus revelaciones acerca de la siniestra influencia de Seward sobre un presidente demasiado débil y evasivo para permitir la libre discusión de los asuntos esenciales. Ahora, pensó Hay, Lincoln había terminado de armar su elaborada trampa; dijera Chase lo que dijese, la trampa se cerraría sobre él. Si decía a los senadores ante el gabinete lo que les había dicho en privado, los miembros del gabinete no lo llamarían solamente mentiroso, sino también traidor al presidente y a la administración. Si negaba ante el gabinete lo que había manifestado en privado a los senadores, perdería el apoyo y el respeto de los republicanos radicales, que deseaban verlo en la presidencia. En materia de capacidad política pura, Hay nunca había visto algo igual. Con una sola atrevida confrontación, el Tycoon había desarmado a su rival.
Hay tuvo que reconocer, sin embargo, que Chase respondió con dignidad y se defendió lo mejor que podía.
—Yo no he venido esta noche a ser juzgado por una comisión del Senado.
—No es ésa nuestra intención —dijo Fessenden, irritado—. No hemos venido a juzgarlo. Hemos venido a ver al presidente. Esta reunión insólita —Fessenden miró a Bates y lo citó a su modo— e inconstitucional, a juicio de algunos, ha sido una sorpresa para nosotros. Es obra del presidente.
—Es verdad —dijo Lincol—. Me pareció la única forma de despejar la atmósfera, aunque tuerza un poquito la Constitución, que nos reuniéramos todos. Ahora, Mr. Chase —la mirada soñolienta de Lincoln era totalmente desmentida por la dureza de la ancha boca—, ¿piensa usted que alguna vez se ha tratado un tema importante, relacionado con su departamento, que yo haya decidido sin su consejo? ¿O que haya permitido decidir a otra persona?
—No, señor. En lo que respecta al Tesoro, he sido apoyado por usted en todo momento. Sólo… —Chase empezaba a recobrarse, pero Lincoln interrumpió.
—Estoy seguro —dijo el presidente— de que aliviará a la comisión saber que el mejor secretario del Tesoro desde Gallatin no se ha visto sometido a arbitrarios caprichos presidenciales.
—Pero, naturalmente, en otros temas, siento que a veces no hemos sido suficientemente consultados…
—¿Por ejemplo? —dijo Blair.
—Es decir, que nuestras discusiones no han sido a fondo.
—¿Podría recordar, Mr. Chase, alguna medida importante que no hayamos discutido extensamente todos nosotros? —El tono de Lincoln era tan conciliador que, si no hubiera conocido tan bien al Tycoon, Hay habría pensado que era el abogado defensor y no el fiscal.
Chase empezó a tartamudear.
—Quiero decir una discusión a fondo, señor; que dada la urgencia de los acontecimientos a veces no hemos tenido, así como no se ha preguntado la opinión de los miembros con detenimiento, quizá por la urgencia, en todos los casos…, quiero decir, absolutamente en todos…
Hay miró a Fessenden, que miraba, con la boca abierta, a Chase. Luego Hay dirigió su mirada a Sumner, quien había puesto una mano sobre los ojos, como para ocultar de su clara y noble vista toda huella de vanidad y locura humanas; a Collamer, que parecía viejo, fatigado y no del todo sorprendido; a Trumbull… que estaba furioso con Chase.
Después de dar a Chase toda la cuerda necesaria para que se colgara, Lincoln dejó caer el tema; y Chase volvió a cerrar los ojos, seguramente, pensó Hay, para rezar.
—Creo, señores, que ahora tendrán ustedes una idea más clara acerca de la forma en que funciona el gabinete. Quizá no sea la unidad monolítica que ustedes quieren; pero no es un sitio donde yo, o Mr. Seward, tomamos decisiones.
—Acepto —dijo Fessenden— que un presidente no necesita indispensablemente consultar con el gabinete, señor. Pero en tiempos de guerra, como ahora, debe haber un mayor nivel de consulta.
—Y con distintos consejeros —dijo Trumbull.
—¿Han pensado ustedes, quizás, en un gabinete ideal que yo debería designar? —Lincoln se sentó en su silla, evidentemente fatigado después de estar tanto tiempo de pie.
—Creemos que Mr. Seward debe retirarse —dijo Fessenden.
—¿Creemos? —Lincoln afectó sorpresa—. Entonces, quizá, nosotros, y uso ahora el nosotros presidencial, deberíamos votar entre todos, senadores y miembros del gabinete, si Mr. Seward ha de retirarse. Mr. Sumner: ¿cuál es su voto?
Fessenden se apresuró a evitar la votación.
—No me parece correcto discutir los méritos o los fallos de un miembro del gabinete en presencia de sus colegas.
—Pues eso es lo que hemos estado haciendo durante varias horas —dijo Lincoln.
Chase aprovechó, agradecido, el movimiento táctico de Fessenden.
—Estoy de acuerdo con el senador Fessenden, señor presidente. Y sugiero que permita usted retirarse al gabinete para que la comisión pueda discutir más… cómodamente la composición del consejo presidencial. —Chase se levantó majestuosamente. Lincoln asintió, con despreocupación; y los miembros del gabinete se retiraron. Hay observó con cierto interés que el supuesto eterno conspirador, el secretario de Guerra, no había dicho una palabra.
—El derrumbe de Chase ante el interrogatorio del presidente había concluido con ese ataque a la administración. Aunque los senadores… pensaban aún que Seward debía renunciar, las acusaciones contra él parecían vagas e infundadas. Lincoln concluyó la reunión agradeciendo a los senadores su patriótica preocupación y sus valiosos consejos.
Era la una de la mañana, y el Anciano mostraba señales de fatiga. Era, pensó Hay, como esos toreros que conocía por los libros. O más exactamente, como un toro que había derrotado al matador y a los picadores.
Mientras los senadores se preparaban para salir, Hay oyó que Trumbull murmuraba al oído del Tycoon, indignado:
—Chase nos había cantado una canción muy diferente. —Lincoln sonrió, y nada dijo.
Fessenden se quedó atrás mientras los demás salían. Hay se tornó invisible en su mesita junto a la puerta.
—Señor presidente, me ha preguntado usted mi opinión acerca de la destitución de Seward. En realidad, no respondí porque corre el rumor de que ya ha dimitido; y si así es, no hay más que hablar.
—Pensé que le había dicho anoche que Mr. Seward había dimitido —dijo Lincoln—. Tengo la renuncia en el bolsillo. Pero no la he hecho pública, y no la he aceptado.
—Entonces, señor presidente, la pregunta es si piensa usted pedirle o no que retire la renuncia.
—Sí —dijo el presidente; su cuerpo, habitualmente inquieto, estaba inmóvil en su silla.
—Usted nos ha oído. Como Seward desea retirarse, si usted lo retiene será bajo su responsabilidad exclusiva. Seward había perdido mi confianza mucho antes de que usted lo designara; si me hubiese consultado usted, yo habría aconsejado que no fuera elegido.
—Así es —dijo Lincoln, meditativo—. No tuve oportunidad de consultarlo.
—Lo comprendo, señor. Pero usted conoce mi punto de vista, el nuestro, por las palabras de Mr. Trumbull. Nosotros dábamos por seguro que nos consultaría usted antes de formar el gabinete, pero no fue así. Ahora bien: ¿desearía usted que consultara ahora con mis colegas si debería usted aceptar o no la renuncia de Mr. Seward?
—No —respondió el presidente. Se desenroscó de su silla y se irguió en toda su estatura por encima del pequeño senador de Nueva Inglaterra—. Yo quiero mantener buenas relaciones con el Senado. Por eso esta noche he hecho una cosa que ningún presilente ha hecho nunca, y espero que ninguno se vea obligado a hacer en el futuro. He invitado a los senadores a entrar en el corazón del poder ejecutivo, para que nos vean tal como somos. Pero eso es lo más que puedo hacer para demostrar mi buena fe.
—Usted sabe, señor, que una mayoría de nuestro caucus desea que Mr. Chase esté al frente de un gabinete formado por nuevos miembros, que proseguirá la guerra con una sola voluntad.
Lincoln miró a Fessenden. El ojo izquierdo desaparecía debajo del párpado, por la fatiga; pero la voz fue muy clara y muy dura:
—Eso es quizá lo que desean usted y sus amigos, Mr. Fessenden. Pero no es lo que tendrán. Porque —Lincoln sonrió sin la menor amabilidad, como un lobo que muestra los dientes, pensó Hay— aquí yo soy el que manda. Buenas noches, Mr. Fessenden.
El apabullado Fessenden se inclinó y dijo:
—Buenas noches, señor presidente.
—Cuando Fessenden se marchó, Lincoln cayó sobre el sofá como un árbol abatido.
—A veces desearía estar muerto. —Suspiró—. Por ejemplo, ahora.
—Ha sido una magnífica victoria, señor —dijo Hay, con entusiasmo—. Mr. Chase no pudo articular palabra.
—Pero las victorias agotan al vencedor; y todavía no he terminado. Mañana… «Y mañana y mañana». —Mientras el Anciano recitaba su pasaje favorito de Shakespeare, Hay supo que Mr. Chase y sus compañeros de conspiración tendrían aún más sorpresas.
Chase estaba solo en su estudio, debajo del autógrafo enmarcado de la reina Victoria escribiendo su dimisión al gabinete. Lincoln lo había hecho pasar por tonto ante sus aliados del Senado. Chase había sabido por Stanton que Seward ya había dimitido; y que Stanton mismo pensaba hacer lo mismo, aunque se tratara de una renuncia pro forma. Era evidente que, para reorganizar el gabinete, presumiblemente con Chase a la cabeza, todos los ministros debían retirarse por su propia voluntad. Mientras Chase firmaba con una florida rúbrica, se encrespó sin poder evitarlo al recordar la forma en que Lincoln lo había obligado a retroceder y a contradecirse. Pero la verdad era la que él había expresado a los senadores. Los ministros no eran consultados siempre, ni mucho menos; y las reuniones eran de una ligereza que rozaba la incoherencia. Pero Lincoln sabía que Chase no se atrevería a decir esto ante sus colegas; ninguno de ellos lo apreciaba, con la excepción del poco digno de confianza Stanton. Todos habrían negado cualquier cosa que Chase hubiera dicho. Le latían las sienes mientras sellaba la carta.
Éstas no habían cesado de latir cuando acudía a reunirse con Stanton y Welles en el despacho de Lincoln. Chase se sentó junto a Stanton, en un sofá, ante el vivo fuego. Welles estaba sentado en otro sofá. Los tres hombres hablaron de banalidades, con cierto embarazo. Stanton había visitado a Seward.
—Parece satisfecho de sí mismo. Tenía un ejemplar del Herald: dice el periódico que yo seré el próximo en marcharme a causa de lo ocurrido en Fredericksburg. Aparentemente, si no fuera por mi hostilidad a McClellan, ya habríamos ganado la guerra. Y me niego a apoyar a Burnside porque soy demócrata… —Stanton continuó en ese tono de autocompasión, para disgusto de Chase. El futuro político de Edwin Stanton era, quizás, el aspecto menos importante de esa crisis; en tanto que la situación de Chase estaba indisolublemente unida a un asunto moral básico: la abolición de la esclavitud. Había entre ellos dos una profunda diferencia, pensaba Chase, mientras miraba con dureza a Welles, quien, como de costumbre, parecía desaprobarlo.
Nicolay anunció al presidente. Los hombres se pusieron de pie. Lincoln no parecía más descansado que a la una de la mañana de ese mismo día. Arrimó una silla al fuego.
—Pues bien, Mr. Chase, todos soportamos anoche una dura prueba.
—Ciertamente yo la soporté. —Chase había jurado no demostrar su indignación, pero cedió a ella—. No esperaba ser interrogado ante el mundo entero.
—No era el mundo entero —dijo Welles.
—Nuestro mundo conocerá todas las palabras que hemos dicho. Aunque no se ha dicho nada —agregó Chase— de que ninguno de nosotros pueda avergonzarse. Yo hablé de todo corazón.
—En tanto que el senador Fessenden habló en nombre de una especie de conspiración —dijo Lincoln—. Esto es lo que más me ha perturbado. Si me obligaran a dejar ir a Seward, perdería a la mayoría de nuestro partido, que es moderada, como Seward, y como yo. Si retuviera a Seward y usted, Mr. Chase, se marchara, perdería a los elementos radicales del partido, que son también los más brillantes. Debo tener ambos elementos en el gabinete. Y además me he sentido siempre satisfecho con usted y con Mr. Seward, y con el equilibrio que ambos me han proporcionado.
—Entonces, señor, le restituiré ese equilibrio. —Chase estaba muy rígido, consciente de la pesada respiración de Stanton a su lado—. He preparado mi propia dimisión.
Para sorpresa de Chase, el presidente se puso en pie de un salto.
—¿Dónde está? —preguntó, sin una palabra de pena, sorpresa o cumplido.
—La he traído conmigo. —Chase sacó lentamente el sobre del bolsillo.
Lincoln prácticamente se la arrebató.
—Démela. —Lincoln leyó en voz alta las dos dignas frases de la renuncia, con la firma de S. P. Chase. Luego aplaudió alegremente—. Muy bien. Esto corta el nudo gordiano.
Stanton había empezado a balbucear, y después a hablar.
—Señor presidente, como le dije anteayer, también yo estoy dispuesto a presentar mi renuncia…
—Qué disparate, Marte. No quiero la suya. Vuelva a su trabajo y traiga aquí a Burnside. —Agitó el papel en el aire—. Esto es todo lo que quiero. Esto es todo lo que necesito. Ahora sí tengo el peso bien equilibrado, como dijo aquel granjero cuando puso la segunda calabaza en la silla de montar.
—No comprendo —dijo Chase; sólo comprendía que el presidente había vuelto a ganarle de mano de algún modo oscuro.
—Han renunciado tanto usted como Seward. Por lo tanto, el gabinete no se inclina demasiado hacia ningún lado. Así le gusta a los granjeros que esté su silla de montar. Así me gusta a mí.
Chase se puso de pie con lo que, según él esperaba, era dignidad romana.
—Ha sido un honor, señor presidente, servir en estos terribles tiempos y…
Para total desconcierto de Chase, Lincoln había arrojado su digna dimisión al fuego. Luego el presidente recogió de la repisa del hogar otra hoja de papel, que también echó a la lumbre. Mientras los cuatro hombres miraban cómo los bordes de los papeles se enroscaban y ardían con llamas rojas y amarillas, Lincoln dijo:
—Usted y Mr. Seward son, ambos, soldados en una guerra. Yo soy el comandante en jefe. ¿Quiere usted desertar?
Aunque Chase apenas podía hablar, logró extraer de su garganta la negativa exigida por el presidente, que lo había derrotado, por el momento, de modo tan absoluto.