Mary estaba sentada ante una mesa redonda de caoba. Al otro lado de la mesa estaba el emperador romano Constantino, en la forma regordeta de Mrs. Laury, de Georgetown. Constantino era el amigo personal de Mrs. Laury en el mundo de los muertos; y cuando no tenía otra ocupación, estaba maravillosamente dispuesto a transmitir mensajes entre el mundo luminoso donde él residía, y el mundo de oscuridad y dolor habitado por los seres vivientes.
—Esta misma mañana he visto a Willie —dijo Constantino, cuya voz profunda era completamente distinta de la aflautada de Mrs. Laury—. Quiere saber noticias de su caballo, y también si Tad ha aprendido a montar en él.
—Oh, sí. Tad necesita ayuda, naturalmente. Pero dígale que el caballo está muy bien, y que todos los días Tad sale con él, acompañado por Mr. Watt, para que no se caiga. ¿Le ha preguntado a Willie si ha visto al pequeño Eddie?
Mrs. Laury-Constantino asintió con gravedad. A la luz de la única vela que había en la mesa, Mrs. Laury parecía exactamente como debía parecer un emperador romano encarnado en una mujer madura de pelo rubio rojizo teñido.
—Al principio no se conocían. ¿Cómo hubieran podido? Pero en el mundo de la luz todas las cosas terminan por aclararse y, de pronto, los dos chicos se reconocieron, y estaban tan contentos y excitados… Oh. —La voz de Mrs. Laury-Constantino descendió a un registro aún más bajo—. Hay peligro.
—¿Qué peligro? —Mary se estremeció—. ¿Peligro para quién?
—Para el presidente. Hay una oscura nube encima de él. Una profunda oscuridad. Peligro.
Mientras las dos mujeres estaban en el salón pequeño de la casa de piedra próxima al Hogar del Soldado, Lincoln se dirigía a caballo, a solas, hacia el Hogar del Soldado. A la clara luz de la luna, era un blanco perfecto, y a esa hora la calle Siete era poco más que un camino rural desierto. Mientras el caballo —llamado también Viejo Abe— pasaba al trote junto a un bosquecillo de sauces, el viento agitó de pronto las ramas iluminadas por la luna. Unas sombras amenazantes bailaron. El caballo se espantó. Mientras Lincoln se inclinaba pra acariciarle el cuello, sonó un disparo. El sombrero salió volando de su cabeza. Lincoln, reflexivamente, se mantuvo agachado y espoleó el animal hasta que empezó a galopar. No hubo un segundo disparo.
Tanto el caballo como Lincoln respiraban agitadamente cuando llegaron a la casita de piedra. El sargento de guardia ayudó a desmontar al presidente.
—Ha corrido mucho, señor —dijo el hombre, con cierta desaprobación. Los flancos del caballo humeaban a la luz de la luna.
—Sí. Será mejor que lleve a dar una vuelta a Viejo Abe, hasta que se refresque un poco. —El presidente entró en la casa.
—¡Padre! —Mary lo recibió en la puerta del salón—. ¿Y tu sombrero?
—No sé dónde lo dejé. ¿Es ésa Mrs. Laury?
—Sí. Siéntate. Habla con ella. Aunque yo he estado hablando en realidad con el emperador Constantino. Ha estado con Willie, que ha encontrado finalmente a Eddie.
—Oh, eso debe de ser espléndido para los chicos. —Lincoln se sentó a la mesa.
—Mary frunció el ceño.
—Y dice que tú estás en peligro. Que hay una nube negra encima de tu cabeza. ¿No es así, Constantino? Mrs. Laury-Constantino asintió gravemente.
—Hay una conspiración para matarlo, señor presidente.
—Estoy seguro de que hay varias, emperador. Todos los días me entero de alguna por los periódicos. Usted sabe cómo es eso…, cómo era también en su época.
—¡Padre! No bromees. El emperador puede darte algunos buenos consejos. ¿No es así, señor?
Mrs. Laury-Constantino habló con voz severa.
—Debe reemplazar a un general que no quiere pelear. Debe reemplazar a un miembro del gabinete que aspira a la presidencia. Debe cuidarse de un hombre pequeño de gran nariz…
—Bueno, Mr. Chase es un hombre enorme de nariz muy chica, de modo que está eliminado… —empezó Lincoln.
—Mary lo interrumpió, irritada.
—Es Seward. ¿Quién sino él? Y no hagas bromas con estas cosas. El emperador Constantino piensa que Mr. Sumner sería un magnífico secretario de Estado, y yo también.
—¿Y Mrs. Laury?
—Mrs. Laury está en trance, y no recordará nada.
Ward Lamon estaba en la puerta del salón, con el sombrero de copa del presidente.
—Señor presidente, he encontrado su sombrero.
—Ah, muy bien. Perdón, emperador. —Lincoln salió al vestíbulo con Lamon—. Se me cayó en el camino, cuando el caballo se espantó.
—No, señor —dijo con dureza Lamon—. No se cayó. —Lamon sostuvo el sombrero en alto. Una bala había pasado de izquierda a derecha, a diez centímetros por encima del ala—. Esa bala le ha errado por poco.
—Llévese ese sombrero, Ward —dijo Lincoln en voz baja—. No se lo muestre a nadie. No diga nada.
—Con una condición, señor. Que no vuelva usted a salir a caballo nunca más, sin guardias.
Lincoln asintió sombríamente.
—Veo que tendré que hacerlo.
—Pinkerton dice que hay por lo menos tres conspiraciones.
—Si Pinkerton dice eso, seguramente son una y media. Tiene el hábito de duplicar el número de las fuerzas enemigas. —Lincoln metió el índice por el agujero de la bala—. Por el tamaño del agujero, yo diría que es uno de nuestros nuevos rifles. El problema, Ward, no es que me maten. Si eso tiene que suceder, sucederá de todos modos, y no hay forma de impedirlo. Yo soy fatalista en ese sentido. Pero no me gustaría que los rebeldes me capturaran para pedir rescate.
—Tanto más razón para que la guardia lo acompañe todo el tiempo, sobre todo cuando se sabe por anticipado adónde irá. Lincoln asintió.
—De acuerdo. Si puedo evitar que el gobierno pague rescate por mí, lo haré. Pero yo sé cómo sienten las personas. Pagarían igual, aunque yo quisiera lo contrario.
—¿Cuánto pedirían los rebeldes?
Lincoln sonrió.
—No es cuánto, Ward. Es cuántos. Los rebeldes quieren a sus hombres. Los que tenemos prisioneros. Tarde o temprano, se quedarán sin hombres. Algo que a nosotros no nos ocurrirá nunca; y por eso venceremos. Y cambiar a un presidente de segunda mano por cien mil soldados sería muy tentador para Jeff Davis, quienquiera que decida las cosas en Richmond. —Lincoln entregó el sombrero a Lamon—. Es curioso: el Viejo Abe, el caballo no yo, sabía que había un rifle apuntando contra nosotros. Si no hubiera sido por esa espantada…
En un caballo muy distinto, el presidente, en su carácter de coman dante en jefe, iba de visita a Harper’s Ferry, un punto situado en una dramática hondonada y no menos dramáticamente rodeado por las tiendas del ejército del Potomac. La ropa lavada de los soldados colgaba de cuerdas tendidas entre las tiendas. El ruido de la herrería era incesante. Un hombre con un banjo cantaba una canción triste que hablaba de una tal Juanita.
Ese mediodía de octubre era claro e intenso; y bandadas de aves atravesaban el aire azul brillante hacia el sur, dirección que Lincoln advirtió mientras cabalgaba al lado de Washburne.
—Espero que esos pájaros inspiren al Joven Napoleón a moverse hacia el sur.
Washburne rió.
—Tú eres el único pájaro bastante grande para inducir a Litde Mac a moverse.
—A Washburne le había encantado que Lincoln lo invitara a visitar con él el ejército en el río Antietam. Aparte de Stanton y de Mrs. Lincoln, nadie sabía que el presidente había salido de la ciudad.
—Ha sido un impulso repentino —dijo vagamente Lincoln, mientras iban en tren hasta Harper’s Ferry, acompañados por una docena de oficiales, en su mayoría del ejército del Oeste. Lincoln quería oír su impresión profesional acerca de lo que McClellan hacía o dejaba de hacer. Hasta ese momento, sólo el Oeste había proporcionado buenas noticias a la Unión; y Ulysses S. Grant, coterráneo de Washburne, era ahora el general favorito de Lincoln. Washburne había hablado a Lincoln de Grant con extremado tacto. Pero Washburne no podía explicarse él mismo el extraordinario éxito militar de un hombre que había sido durante doce años un fracaso como granjero. Había momentos en que Washburne se preguntaba si no había dos Grant. Uno era un hombre pequeño y algo grueso que ocasionalmente bebía demasiado, a quien él había conocido en Galena; el otro era el héroe de Shiloh y del fuerte Donelson.
Lincoln esperaba sorprender a McClellan, pero el general había sido informado de que el presidente se acercaba; y ahora los dos hombres, rodeados cada uno por una falange de asistentes, se acercaban por un campo de rastrojo de maíz cuyas hojas de vivos colores se agitaban al paso de los caballos.
El enorme Ward Lamon precedía a Lincoln y el pequeño detective Pinkerton estaba a su derecha. Washburne se mantenía a la izquierda del presidente cuando los dos grupos se encontraron en mitad del campo. McClellan y sus oficiales saludaron al presidente, que se quitó un instante el sombrero nuevo.
Washburne no había visto a McClellan durante varios meses. El general estaba algo más grueso que antes; y sus ojos parecían ansiosos, lo que no era raro. McClellan ocupó el sitio de Pinkerton a la derecha del presidente.
—El ejército del Potomac le da la bienvenida, Su Excelencia. —La voz era tan firme y autoritaria como siempre—. Querrá usted ver, por supuesto, el campo de batalla de Sharpsburg.
—Sí, me agradaría. —Aunque Lincoln estaba de buen talante, los dos hombres apenas hablaron. Washburne intentó oír lo que decían, pero no lo consiguió. En cierto momento, McClellan parecía describir su famosa victoria; y el presidente parecía escuchar.
El sol se ponía magníficamente sobre las sierras de Maryland cuando se sirvió la cena en mesas improvisadas delante de la tienda de McClellan. Se había previsto una tienda para el presidente solo; pero Lamon insistió en pasar la noche a su lado, con el derringer listo. En la tienda siguiente instalaron a Washburne con tres coroneles del ejército del Oeste. Respondieron directamente a las preguntas de Washburne acerca de Grant. Sí, ocasionalmente bebía. Pero si exageraba, se hacía llamar a Mrs. Grant y la bebida se acababa.
Cenaron a la luz de las estrellas, y Washburne comió el faisán que Lincoln había despreciado. Como de costumbre, el presidente comió frugalmente: una rebanada de pan y un trozo de buey chamuscado; y eso fue todo. Washburne encontraba a Lincoln demasiado frágil y delgado; sin embargo, cuando le tomó el brazo para ayudarlo a atravesar una quebrada cenagosa, halló que los músculos eran tan fuertes como cables de acero.
McClellan fue quien más habló durante la cena.
—No tengo, por ahora, caballos suficientes para perseguir a Lee. Los tendré dentro de una semana, a lo sumo. —Miró a Lincoln con el rabillo del ojo. Lincoln no respondió—. El problema ha sido siempre la cantidad de efectivos. Mi ejército rara vez ha sido tan grande como el de Lee. Creo que Mr. Pinkerton estará de acuerdo.
Pinkerton asintió, en el otro extremo de la mesa.
—Es verdad, general. Y hay una leva en el Sur actualmente. Recibirnos diariamente información de Richmond. Casi toda la población masculina está en armas.
—Ya ve usted el problema, Su Excelencia.
—Veo una cantidad de problemas, general. —Lincoln se echó atrás en el lujoso sillón que había pertenecido a una casa vecina. Washburne sabía que el ejército había tomado ahora la costumbre de requisar todo lo que deseaba a cualquier persona, fuera leal o rebelde. La guerra no mejora la conducta de nadie, pensó mientras probaba un guisado de ardilla particularmente exquisito. McClellan no vivía mal.
Pero Lincoln tenía otra cosa en la mente.
—El país siente que simplemente estamos empantanados aquí, y que Lee sería velozmente derrotado si este ejército avanzara… —Lincoln alzó la mano para detener las quejas habituales acerca de la escasez de personal y munición—. Yo sé que usted necesita muchas cosas para… su ejército —la delicada espina de ese su, era típica de Lincoln cuando estaba exasperado o enfadado—, pero en este momento tiene usted más hombres que Lee. Y el clima es perfecto. Hoy es sólo 2 de octubre. Dispone usted de cuatro semanas por lo menos, y quizá seis, de buen tiempo para expulsar a Lee del valle y obligarlo a retroceder hasta Richmond.
—Cuando esté listo, señor, lo haré. Supongo que Lee y yo nos encontraremos en Winchester, y que la guerra terminará con un solo combate.
Washburne dejó de escuchar a McClellan, y tuvo la sensación de que Lincoln había hecho lo mismo.
A la mañana siguiente, al alba, Lincoln despertó a Washburne, que dormía totalmente vestido en un catre. Le indicó que lo acompañara a dar un paseo por el campamento. Aunque McClellan aún dormía, los soldados ya estaban en pie. Algunos se afeitaban. Mientras Lincoln pasaba entre ellos, muchos le estrechaban la mano. Lincoln llevó a Washburne a la cumbre de una colina baja que dominaba el campamento. Cuando los primeros rayos del sol iluminaron la tierra roja, se elevó del suelo una niebla espectral.
—¿Sabes qué es todo esto? —Lincoln señaló las hileras de tiendas que llegaban casi hasta donde alcanzaba la vista.
—Supongo que el ejército del Potomac.
—No, hermano Washburne. La guardia personal del general McClellan.
—Entonces, ¿no tiene arreglo?
—Para nuestros fines, no. Tiene buenas cualidades. Es un excelente organizador. Pero no puede pelear.
—¿O no quiere? —Washburne pensaba que McClellan no quería derrotar al Sur por motivos políticos.
La mente de Lincoln seguía un camino parecido.
—Dentro de cinco semanas el país votará —dijo—. Si McClellan no se mueve en ese plazo, y si no obtenemos una victoria… —Lincoln se interrumpió.
Washburne concluyó la frase.
—Perderemos el control del Congreso. Y eso nos costará muy caro. ¿Crees que McClellan desea verdaderamente una victoria de los demócratas?
—No puedo leer en su mente. No sé. Confieso que por momentos siento sospechas de su mala fe. Pero no tengo pruebas. Y cuando estoy con él pienso que quizá lo subestimo.
—Señor —dijo Lamon, que apareció en lo alto de la colina, en tono acusador—, ¡se ha alejado de mí!
—Si no estoy seguro en mitad del ejército, entonces debemos olvidar toda idea de seguridad.
Mientras descendían, Washburne vio a un fotógrafo y a sus ayudantes disponiendo su equipo frente a la tienda de McClellan.
—Supongo que te harán una foto con Little Mac —dijo Washburne, y rió cuando Lincoln emitió un gemido cómico—. Justo castigo, mi querido presidente, por hacer que cada fotógrafo que pasaba por Springfield te tomara un retrato. Nunca he visto un hombre a quien le gusten tanto las propias fotos.
—Eso es injusto, hermano Washburne. Con una cara como la mía no se puede ser vanidoso.
—Entonces debes de estar haciendo alguna penitencia, con tantas fotos en todo el país.
Lincoln rió.
—Bueno, además de presidente soy un político. A los políticos nos gusta que la gente vea nuestros retratos, para comprobar que no tenemos cola ni cuernos.
Pero ese día, más tarde, Lincoln se vio obligado a convencer a una cantidad de hombres —directamente y no a través de una fotografía— de que él no era el diablo. En la ciudad de Frederick, McClellan había reunido una división del ejército para que la revistara el presidente. Washburne consideró un buen presagio que las tropas parecieran complacidas de ver al presidente; sintió también que Lincoln tomaba demasiado seriamente las constantes referencias de McClellan a «mi ejército». Que McClellan inspirara lealtad a sus hombres era parte de su tarea. En cuanto a los recurrentes rumores de un golpe de Estado, Washburne jamás les había dado demasiado crédito; pero Burnside había dicho a un amigo, quien lo había contado a Stanton, que algunos de los edecanes de McClellan solían hablar de la necesidad de una solución militar para los problemas políticos de Washington. Se había hablado libremente de encerrar al presidente y al gabinete, enviar al Congreso a sus casas, y hacer la paz con el Sur bajo la autoridad de McClellan. Lincoln había encontrado novedosa la idea de un McClellan dictador.
Por lo menos sería el primer general que derriba un gobierno sin haber ganado jamás una batalla. Por supuesto, si obtuviera alguna gran victoria, yo mismo lo ayudaría a que nos echara a todos de Washington.
Se había construido una plataforma cerca de las ruinas de una granja; allí recibió el presidente el saludo de las tropas. Cuando volvieron a formar, pronunció un breve discurso, cosa que siempre le resultaba dificil hacer de improviso. Washburne, sentado al lado de Lincoln, observó que le temblaban las manos. Pero la voz era tan clara y firme como una trompeta; cada sílaba parecía cincelada en piedra. Los mejores discursos de Lincoln eran los que él mismo había escrito y reescrito; a veces dedicaba semanas a un solo párrafo. «Mi mente no trabaja con rapidez», le había dicho muchas veces aWashburne. Sin duda se había tomado su tiempo con los discursos pronunciados durante sus debates con Douglas. Muchas veces los aprendía de memoria; y cada argumento estaba elaborado en detalle. En esas ocasiones, Lincoln le parecía verdaderamente a Washburne un peón de raíles. El hacha era su lógica, que descargaba metódicos golpes rítmicos sobre la madera del tema. «Pero jamás he dicho un discurso sin desear que terminara de una vez», dijo en cierta Ocasión a Washburne. «Y además es una agonía, para un hombre de mi altura, tratar de leer un discurso colocado en una mesa que está junto a mis rodillas con unas gafas que no son ninguna ayuda, y a la luz de una vela que le da a uno en los ojos». Lincoln movía cómicamente la cabeza. «No es raro que el Pequeño Gigante fuera mejor orador que yo: no sólo su texto; él mismo estaba mucho más cerca del público».
Pero las palabras de Lincoln fluían sin esfuerzo a la clara luz de octubre. Rindió homenaje al valor de las tropas y a la lealtad de la población de Frederick; con alguna insinceridad, pensó Washburne, porque muchos habitantes de la ciudad habían dado complacidos la bienvenida al ejército confederado. Como se acercaban las elecciones, Lincoln señaló que un hombre en su posición no debía pronunciar un discurso político; pero se sentía obligado a expresar cuán orgulloso estaba de ese ejército, y de su comandante, y de los buenos ciudadanos de Frederick, «por su devoción a esta gloriosa causa, y lo digo sin malicia en el corazón hacia quienes han obrado de otro modo».
Después de los tres hurras de los hombres reunidos, el presidente y su séquito pasaron al siguiente cuerpo del ejército. Washburne acompañaba a caballo nuevamente a Lincoln, aliviado después de su discurso.
—No quiero dar la impresión de una campaña electoral.
—Pero de eso se trata. Estamos todos en plena campaña.
Lincoln frunció el ceño.
—No tenemos muchas posibilidades. Yo esperaba que McClellan hiciera la campaña por nosotros. Esperaba que se moviera contra Lee antes de las elecciones. Pero no será así.
—Dijo que lo haría.
—No lo hará. Cuando regrese, le daré la orden oficial de atravesar el Potomac y atacar al enemigo.
—¿Y si no lo hace?
Lincoln se limitó a mover la cabeza.
—¿Permitiremos votar a los soldados? —El Congreso había discutido este asunto durante una sesión íntegra. Los republicanos deseaban que votaran los soldados republicanos, y los demócratas que votaran los soldados demócratas. Pero la logística necesaria para que los hombres retornaran a sus hogares era, para decir lo menos, compleja; y muchos estados se negaban a permitir que los soldados votaran donde estaban.
—No sé bien qué podríamos hacer. —Lincoln estaba de verdad desconcertado—. Lo único justo sería enviar a todos a su casa. Pero entonces, ¿y la guerra? Y no podemos mandar a casa a los que sabemos que votarán por nosotros. —Movió la cabeza y agregó con una sonrisa—: Debo reconocer que Mr. Stanton, aunque era demócrata, trabaja como una dínamo para nosotros. Una semana antes de las elecciones piensa poner en libertad a todas las personas a quienes han encerrado él, Seward y los generales.
—¿Justamente a tiempo para que voten a los demócratas?
—Justo a tiempo para poner en linea a Horace Greeley. Temo que recibamos un buen castigo en la prensa y las urnas, pero Stanton dice que no debemos preocuparnos, a causa de los estados de frontera. Afirma que, en esos estados, el ejército hará lo necesario para conseguir los votos que necesitamos.
—¿Fusilando a los demócratas?
Lincoln rió.
—Algo parecido. Stanton es un hombre muy decidido. —El presidente tiró de las riendas. Estaban frente a una granja en cuya galería se veía una docena de hombres heridos en angarillas. Lincoln se volvió al oficial que mandaba la escolta.
—¿Quiénes son, coronel?
—Prisioneros confederados, señor. Heridos en Sharpsburg. Los enviaremos a Washington apenas terminemos de enviar a nuestros propios heridos.
—Me gustaría ver a esos muchachos —dijo Lincoln—. Y estoy seguro de que también ellos querrán verme.
—No, señor —dijo firmemente Lamon.
—Sí, Ward —dijo Lincoln aún con más firmeza—. Quédese usted afuera, con Mr. Pinkerton, mientras Mr. Washburne y yo, dos inofensivos políticos de Illinois, visitarnos a esos jóvenes sureños.
Lamon maldijo, no del todo en voz baja, pero hizo lo que se le ordenaba. El coronel acompañó a Lincoln y a Washburne a la casa que constaba, en ese piso, de una sola habitación enorme llena de catres alineados a los lados. Había allí por lo menos doscientos hombres y jóvenes; a algunos les faltaban brazos o piernas o ambas cosas. Algunos agonizaban; otros podían caminar cojeando. El olor a carne podrida era insoportable, y Washburne trató de no respirar. Pero Lincoln no pensaba en otra cosa que en esos jóvenes, ahora conscientes de que había entre ellos un extraño. El murmullo de las conversaciones se interrumpió bruscamente; y sólo se oyó en la habitación el gemido de quienes estaban inconscientes.
Cuando el coronel empezaba a pronunciar una orden, el presidente lo detuvo con un gesto. Lincoln recorrió la habitación hasta el extremo opuesto, muy lentamente, mirando a la derecha y a la izquierda, con una sonrisa soñolienta. Luego se volvió, se puso frente a los hombres heridos, y, lentamente, se quitó el sombrero. Todos los ojos podían verlo, y lo reconocieron.
En cuanto habló, la famosa voz de trompeta sonó muy suave y casi confidencial.
—Soy Abraham Lincoln. —Hubo un largo suspiro colectivo de asombro, tensión ¿y qué otra cosa? Washburne no había oído nunca un sonido semejante—. Sé que habéis luchado con valor por a quello en que creíais, y por eso os rindo homenaje, así como por las heridas tan honorablemente conquistadas. No hay en mi corazón ira contra vosotros, y espero que no la sintáis tampoco vosotros hacia mí. Por eso estoy aquí. Por eso quisiera estrechar, amistosamente, la mano de cualquiera de vosotros.
Empezó nuevamente ese largo suspiro, como un viento creciente; pero nadie habló. Entonces un hombre con muletas se acercó al presidente y, en perfecto silencio, tomó la mano de Lincoln. Otros se acercaron, uno por uno, y estrecharon la mano del presidente, que decía a cada uno algo que sólo él podía oír.
Al final, mientras Lincoln retornaba entre las camas, deteniéndose para hablar con quienes no podían moverse, la mitad de los hombres tenía los ojos llenos de lágrimas, como Washburne.
En la última cama, junto a la puerta, un joven oficial dio la espalda al presidente, quien le tocó el hombro y murmuró: —Hijo mío, todos seremos iguales al final—. Luego Lincoln se marchó.
Hay admiró el tacto con que el Tycoon había logrado convencer a Madam de que debía, tanto por su salud como por sus compras, pasar la semana de las elecciones en el Metropolitan Hotel de Nueva York, con Tad, Elizabeth Keckley y John Watt, quien trabajaba aún en la Casa Blanca aunque su nombre no aparecía en la lista de personal. Cuando Madam se preguntó si ese viaje no podía interpretarse como una transgresión de su duelo por Willie, el Anciano dijo que el duelo continuaría estuviera ella, físicamente, donde estuviera; después de todo, él había llevado su brazal de luto en Antietam y en Frederick, Maryland.
El día de la partida, Madam llamó a Hay por intermedio de Stoddard, que parecía más desencajado que de costumbre.
—¿De qué se trata? —preguntó Hay; pero si Stoddard lo sabía, no quería echar a perder la sorpresa de Hay, y nada dijo.
Madam lo dijo todo. Absolutamente todo, pensaba Hay, mientras oía respetuosamente en el Salón Oval del primer pis, a Madam que le exponía su plan.
—Ya conoce usted las dificultades que tenemos para mantener la Casa Blanca como se debe. —Hay reconoció haber oído algunos rumores al respecto. Pero Madam no le prestaba atención. Cuando el tema era el dinero, tendía a hablar rápidamente, como si ella misma fuese una médium y las palabras de algún antiguo demonio de la avaricia brotaran de su boca—. Hoy uno de los camareros, James Trimble, ha dicho a Mr. Watt que se marchará el primero del mes. Nada se opone a que su nombre continúe en la lista del personal y se pueda seguir recibiendo su salario.
Hay comprendió que quien hablaba por boca de Madam no era un demonio muerto mucho antes sino uno viviente y llamado Watt.
—Pero ¿cómo se puede recibir dinero en nombre de una persona que ya no trabaja aquí? —Hay parpadeó con inocencia, según esperaba.
—Se ha hecho desde los tiempos de Washington. —A Hay le sorprendía siempre la ignorancia de Madam acerca de la historia americana en general y en particular la de la Casa Blanca, cuyo primer ocupante no había sido Washington sino John Adams—. Y sé con seguridad que se hacía durante la administración de Mr. Buchanan y de Mr. Pierce…
—Y de cualquier otro presidente que tuviera la mala suerte de emplear a John Watt, pensó Hay.
—Por supuesto, debo estudiar el asunto, Mrs. Lincoln.
—Pero yo me marcho hoy, y también Mr. Watt. No se debe notificar al Tesoro que Mr. Trimble ya no está aquí. De otro modo hablaba como la razón misma.
—Dejarán de enviar el salario. ¿Quién debería recibir el dinero en nombre de Trimble, Mrs. Lincoln?
—Lo recibiré yo misma, por supuesto. Después de todo, la Casa Blanca está a mi cargo. El dinero es para la nación y no para mí, Mr. Hay.
—Me pregunto cómo verán esto en el Congreso.
—¿Por qué debe ocuparse de esto el Congreso, Mr. Hay?
Madam empezaba a transformarse en la Gata Montés. Respiraba agitadamente. Las mejillas habían tomado un color ladrillo oscuro. Los ojos estaban muy abiertos y vidriosos. Se movía de un lado a otro de la habitación como un ave que intenta escapar… ¿de ella misma?
—Después de todo, Mr. Hay, no tiene nada de extraño.
—Bueno, por supuesto, no sé si en las antiguas administraciones…
—Me refiero a esta administración, Mr. Hay. Usted mismo está aquí de modo muy irregular. Como el Congreso no le da al presidente dinero para pagar a dos secretarios, él le da a usted, y usted diría ilegalmente, me atrevo a creer, un puesto en el Departamento de Interior que paga su trabajo aquí, no autorizado por el Congreso. No veo la menor diferencia entre que yo use el salario de Mr. Trimble para ayudar a pagar los gastos de la Casa Blanca y que Mr. Lincoln use el dinero del Departamento de Interior para pagar su trabajo aquí.
Sorprendió a Hay una lógica tan especiosa.
—Hay una diferencia —empezó.
—¡Ninguna! —terminó la Gata Montés—. No hay ninguna diferencia. Es lo mismo. La letra de las asignaciones se mantiene igual, aunque haya cambiado el destino original del dinero.
Hay reconoció en esa afirmación tan repetida a tontas y a locas el viejo eco familiar de la corrupción.
—Usted no permite que toquemos el fondo de papelería y librería, que normalmente la primera dama usa a su antojo, como hacía mi predecesora Miss Lane. No me deja usted otra opción que usar el salario de ese camarero, así como el presidente usa un salario del Departamento de Interior…
En ese momento sonaron todas las campanillas de la Casa Blanca.
—¡Dios mío! —exclamó la Gata Montés, cubriéndose los oídos—. ¿Qué es eso?
La pregunta se repetía en toda la Casa Blanca. Incluso el presidente, en la puerta de su despacho, en mangas de camisa, preguntaba qué era eso a Edward, quien no lo sabía, como tampoco Nicolay. Hay tenía una sospecha. Se lanzó escaleras arriba, al ático, donde estaban centralizadas todas las campanillas de la casa, y encontró a Tad manipulando la red de cordones y cables. De alguna manera, el niño había encontrado la forma de hacer sonar todas a la vez. Hay dio al niño feliz la sacudida más enérgica a que se atrevió, y llamó pidiendo ayuda.
—Realmente es muy sencillo —dijo Tad, mientras un encargado de mantenimiento empezaba a estudiar la confusión de cables—. Pero hay que saber cómo se hace, por supuesto; cosa que yo sé y Johnny no.
Mientras veían girar el coche para entrar en la avenida de Pennsylvania, los dos secretarios no lloraban por la partida a la estación de la primera dama, el Primer Chico Insoportable, Elizabeth Keckley y John Watt.
—Ha sido un golpe maestro sacarla de aquí durante las elecciones. —Nicolay sostenía contra su estómago una cantidad de editoriales hostiles.
—Eso es conveniente en todo momento. ¿Sabes lo que me ha pedido? —Nicolay intentó adivinar, pero su respuesta fue errónea. Hay se lo dijo. Nicolay emitió un silbido—. Detrás de esto se encuentra Watt —agregó Hay, a manera de resumen.
—Realmente, debemos librarnos de él antes de que…
—Él se libre de nosotros —dijo Hay.
—De que le cree problemas al Tycoon. —Nicolay colocó los editoriales desfavorables junto a los recortes favorables, que eran muy pocos en comparación—. El problema es que Mr. Watt ha mentido para salvar a la Gata Montés; y que ella está agradecida. Se dice que él ha logrado adquirir un invernadero en Nueva York.
—Quizá se retire por su propia cuenta. —Pero incluso mientras lo decía, Hay estaba lleno de dudas—. Deberíamos darle un puesto en el ejército.
—Por encima del cadáver de Stanton, me temo.
La campanilla recién reparada sonó en el despacho; Hay acudió a la llamada del presidente. El Anciano leía documentos de las cortes marciales. Llegaban ahora al ritmo de treinta mil por año, y había días en que él y sus dos secretarios no hacían otra cosa que estudiar si el soldado Ezra Smith había estado realmente dormido durante la guardia, y por tanto debía ser fusilado. Lincoln se inclinaba por lo general a la piedad, sobre todo en los que él llamaba «casos de piernas», es decir, de hombres que habían escapado ante el fuego enemigo. «Es una reacción sensata —había dicho Lincoln en una oportunidad—. Y yo no tendría una muy distinta. Quizá posea algún valor moral; pero ante una batería de cañones, simplemente buscaría un árbol y me quedaría detrás». Stanton abogaba por fusilar a todo el mundo. Lincoln trataba de salvar todas las vidas posibles, apenas había la menor circunstancia atenuante: «Después de todo, si pone usted a un cobarde ante un pelotón de fusilamiento, sólo conseguirá darle un último susto». A pesar de sus bromas, que a veces parecían un tic, a juicio de Hay, el presidente parecía particularmente gris y deprimido los días en que, como sucedía hoy, debía asumir el papel de Dios y decidir quién viviría y quién moriría. Desde el principio, los militares habían insistido en el duro castigo público de los cobardes; de otro modo, afirmaban, desaparecería el ejército. De modo que al final de una jornada como ésa podía haber un centenar de hombres que morirían porque el comandante en jefe había decidido no otorgarles el indulto.
—Aquí tiene, John. —Lincoln entregó una pila de órdenes a Hay—. Éstos son los indultados. El resto… —El presidente suspiró y se estiró hasta que sus vértebras crujieron. Hay quería hablar de Watt, pero cuando vio cómo estaba el Anciano resolvió dejar caer el asunto. Él y Nicolay deberían ocuparse de eso—. Siéntese, John, y hábleme de Springfield y de Cincinnati.
—Hay acababa de pasar dos semanas allí y también en su ciudad natal, Warsaw, Illinois.
—Hoy, señor, ya nadie, ni siquiera los demócratas, dice allí una palabra a favor de McClellan.
—¿Y de mí? ¿Quizás una sola palabra, o dos?
—Lo habitual, señor. Aún hay gente que piensa que quienes gobiernan son Mr. Seward y el general McClellan; y que si usted quisiera librarse de ellos ganaríamos la guerra.
Lincoln asintió vagamente. Hay hubiera deseado decirle algo que el presidente ya no supiera; pero eso ocurría rara vez. Lincoln tenía el hábito de formular a los extraños preguntas aparentemente ociosas que, como las de un abogado en un interrogatorio, no eran de ningún modo ociosas, sino una forma de aumentar su conocimiento de mil asuntos. Llamaba a sus reuniones con extraños «baños de opinión pública». En los últimos tiempos, casi se había ahogado en ellos.
—¿Cómo será la elección en nuestros lares?
—No será fácil, señor. Nuestros mejores republicanos están en el ejército; y los demócratas más capaces están trabajando activamente para conquistar el estado.
Lincoln asintió.
—Se quejan porque he puesto a demasiados demócratas en puestos importantes. Debería haber duplicado la cantidad, y las quejas. Sospecho que perderemos en Illinois —añadió sin inmutarse—. ¿Ha visto a Billy Herndon?
—Sí, señor. —Hay sonrió—. Este verano se casó con la bella Miss Anna Miles. Me dijo que ella era demócrata y partidaria de la esclavitud, pero que él, con hábiles razonamientos, había modificado por completo esos puntos de vista.
—Pobre Billy. Y también —dijo Lincoln con ternura—, pobre Miss Anna, con Billy y todos esos niños.
—Se niegan a llamarla madre.
—Es natural, ella debe de tener la misma edad que los mayores. Y él, ¿es ahora un Buen Templario?
—Sí, señor. Ha abjurado del demonio del ron, y predica contra él.
—Eso es bueno. Muchas veces he pensado que si Billy no se… hubiera hecho a sí mismo tanto daño, podría haber sido un Voltaire americano.
—¿Necesitamos uno, señor? —Hay fingió la inocencia de un tonto.
—John, no debe usted hacer preguntas como ésa a un político en vísperas de elecciones.
El día de las elecciones llovía. Lincoln recibía los informes en el despacho de Stanton, mientras Hay, ante un escritorio, clasificaba los telegramas por estados. Lincoln estaba echado en el sofá con los ojos cerrados. Stanton, en mangas de camisa, respiraba con fuerza, gemía, y se dirigía en tono amenazante a Dios. Desde la muerte de su hijito James, Stanton estaba en comunicación permanente con Dios. Washburne, en una mecedora, llevaba la cuenta de los votos. A intervalos regulares, los asistentes militares venían desde el adyacente salón del telégrafo. Si el mensaje era importante, Stanton lo leía en voz alta y Hay lo unía a los demás.
La pérdida del estado de NuevaYork no sorprendió a Lincoln, pero amargó a Stanton que había persuadido a un amigo, el general y político Wadsworth, a presentarse como candidato republicano a gobernador. Ahora Wadsworth había sido derrotado, y se había elegido al demócrata Horatio Seymour.
—¡Es trágico! —exclamó Stanton.
—Y como ocurre en todas las tragedias clásicas, esperable —dijo Lincoln desde el sofá—. Hay cien mil habitantes de Nueva York en el ejército, en su mayoría republicanos, lejos de su hogar, e impedidos de votar.
—Innecesariamente —dijo Washburne; también él estaba sorprendido por la magnitud de la derrota republicana en Nueva York.
—No del todo innecesariamente —dijo Lincoln, con una sonrisa incipiente—. Mr. Stanton ha distribuido a todos esos leales republicanos neoyorquinos en los estados de frontera, donde velarán porque obtengamos la mayoría que nos corresponde.
Stanton dio un gran golpe en su escritorio.
—Y lo harán. En Delaware solamente hay tres mil hombres supervisando los locales electorales.
—¿Y en Tennessee? —A Lincoln, en su carácter de Júpiter, le encantaba fastidiar a Marte.
—Oh, el general Grant seguirá sus órdenes al pie de la letra. Usted le ha dicho que «siga las formas de la ley en la medida conveniente».
—¿He dicho yo eso? —Lincoln fingió sorpresa.
—Espero que se lo hayas dicho aún con mayor claridad —dijo Washburne, que seguía el franco avance del partido republicano en Tennessee—. No hay nada como la presencia de las bayonetas para inducir a votar correctamente a los esclavistas.
—Bueno, yo envié un mensaje al general Grant; le decía que sólo deberíamos elegir hombres de probada lealtad a la Unión, como nuestro gobernador militar Andy Johnson.
—Entre Johnson y Grant, las elecciones de Tennessee deben de haber sido buen motivo de copas. —Washburne no pudo evitar el comentario.
—El viejo Andy —dijo Lincoln— merece el crédito de haberse enfrentado al deseo de su propio estado, que permaneció en la Unión mientras todos los demás políticos se arrojaban en brazos del Sur, como Breckinridge. No sé por qué Andy nos es tan leal, pero lo es y se lo agradezco.
Entre un mensaje y otro, hablaban de McGlellan. Washburne sentía curiosidad por los consejos políticos que McClellan había dado a Lincoln en Harrison’s Landing. Pero Lincoln se limitaba a sonreír.
—He dejado eso lejos y bajo llave —dijo.
—Pero ¿qué opinas de que ese general del fracaso —preguntó Washburne— te dé consejos a ti?
—Nada —dijo Lincoln. Pero entonces su rostro se iluminó. Hay vio que era inminente una historia—. Sólo me recordó a ese hombre cuyo caballo levantó una pata y metió el casco en el estribo. El hombre le dijo: «Si tú te subes, yo me bajo».
Mientras transcurría la noche y empeoraban las noticias, Lincoln habló de Macbeth, su obra de Shakespeare favorita.
—Aunque nunca he visto una versión que me agradara, también es cierto que no he visto mucho teatro de ningún tipo.
Citaba el quinto acto cuando se anunció la pérdida de Pennsylvania. Entonces, como a causa de alguna feliz asociación de ideas, Lincoln se refirió al Oeste.
—Si perdernos esta guerra —dijo—, no querría ser recordadlo por nada, sino totalmente olvidado.
—¡Venceremos! —exclamó Stanton, que sufría ahora un severo acceso de asma; pero, como todos los presentes se habían acostumbrado a ellos, nadie demostró preocupación.
—También yo creo que venceremos, Marte —dijo Lincoln—. Pero aún no lo hemos conseguido. Si perdemos, sólo sentiré orgullo, póstumo, sin duda, por dos cosas. El ferrocarril de costa a costa…
—Jay Cooke and Company está a punto de iniciar la venta de acciones —dijo Washburne, que pensaba suscribir el proyecto— de algo que llaman Northern Pacific Railway, que todavía no existe, por supuesto.
—Lo que importa es que alguna vez exista un ferrocarril que haga de la Unión… una unión. Sin él no seremos una nación, en el sentido moderno… —El presidente se incorporó en el sofá—. ¿Qué decías de Jay Cooke, Washburne?
—Se rumorea que quiere entrar en el negocio de los ferrocarriles, en competencia con el Union Pacific.
—Tanto mejor. Si puede vender acciones del ferrocarril como vende bonos de guerra, muy pronto estará en funcionamiento.
Llegó un mensajero con una pila de telegramas, que Stanton no estaba en condiciones de leer. Los entregó a Hay, que los leyó enseguida para sí, y luego, sintiéndose como el mensajero que merece la ejecución por las noticias que trae, anunció:
—Según los últimos datos, hemos perdido Ohio e Indiana. Wisconsin continúa dividido. Nueva Jersey sigue siendo demócrata.
No se oían en la habitación otros ruidos que el de la lluvia contra los cristales y el de la respiración de Stanton. Hay nunca había visto al Anciano más triste ni le había oído palabras más llenas de confianza.
—La otra cosa —dijo firmemente Lincoln, ignorando mensaje y mensajero— es la Ley de Asentamientos. Ninguna otranación ha hecho jamás algo semejante a dar a un hombre sesenta y inco hectáreas de tierra excelente en los territorios del Oeste, sin otra condición que cultivarla durante al menos cinco años. Con esa ley tendremos cinco, diez, veinte millones de buenos campesinos europeos ocupando todo el Oeste.
Era casi la madrugada cuando se reunió con ellos Seward, con el rostro enrojecido, seguramente a causa de una larga velada entretenida con abundancia de comida y bebida. Había seguido las elecciones por el servicio telegráfico.
—Para ser una elección de medio término, señor presidente, no es una gran victoria. Pero no todo está perdido.
—Tal vez no todo, gobernador, pero debe admitir usted que hemos perdido mucho. —Lincoln estaba ahora de pie, recorriendo sin cesar la habitación. Washburne tenía los ojos cerrados. Hay trataba de imaginar las consecuencias de la elección sobre el Congreso. Stanton parecía muerto detrás de su escritorio.
—Ya he hecho los cálculos, señor presidente. El Senado es nuestro, por supuesto. Y tenemos una mayoría de dieciocho votos en la Cámara de Representantes.
—Eso significa —dijo Lincoln— que los demócratas han pasado de cuarenta y cuatro a setenta y cinco escaños.
—Pero conservamos la mayoría, gracias a Michigan, Kansas, Iowa, que yo pensé que perderíamos, Minnesota, Oregon y California.
Lincoln meneó la cabeza.
—Ellos nos han dado los escaños adicionales; pero son los estados de frontera, gracias a Mr. Stanton, y Nueva Inglaterra, quienes controlan el Congreso. Pero… —Lincoln golpeó el puño derecho contra la mano izquierda— es terrible. Hemos perdido a Nueva York y los demás estados grandes porque los mejores están peleando y porque la prensa hace todo lo posible para inflamar contra nosotros a la gente común.
—No será porque nos falte voluntad de acallar esas voces traicioneras —dijo Seward, grandilocuente. Hay tenía la esperanza de que prorrumpiera en uno de sus desconcertantes discursos fantasiosos.
Pero Lincoln habló en su lugar.
—Hemos hecho lo que debíamos, y espero que lo hayamos hecho con justicia. He suspendido el habeas corpus en toda la Unión, y el primero de enero serán libres los esclavos de los estados rebeldes. Sin embargo, se me dice que no voy demasiado lejos. Es muy duro. —Lincoln se volvió a Stanton, que había recuperado, como Lázaro, una especie de vida—. Mr. Stanton: mañana relevará usted al general McClellan como general al mando del ejército del Potomac.
—Con placer, señor, y alivio —respondió Stanton, en voz normal.
—Ésa es una gran noticia —dijo Washburne.
No podía hacerlo antes de las elecciones; la gente hubiera pensado que yo cedía ante los radicales que piden su cabeza. Seward parecía inseguro.
—Habrá quien diga —Seward se permitió una leve insinuación jesuítica— que no se atrevió usted a hacerlo antes de la elección para no perder el apoyo de los moderados, y de los partidarios de la esclavitud, y de McClellan, en los estados de frontera.
—Haga lo que haga, gobernador, muchos lo entenderán al revés. —Hay pensó que Lincoln parecía ahora aliviado de algún gran peso—. Sea como fuere, le he dado a McClellan todas las oportunidades posibles. En verdad, yo me hice a mí mismo una pequeña apuesta. Si McClellan no cortaba el paso a Lee en su marcha a Richmond, lo que podía haber hecho fácilmente en las dos últimas semanas, eso significaba que no quería derrotar al enemigo, por la razón que fuera. Y bien: no ha hecho nada, como de costumbre. De modo que perdí mi apuesta y él su cargo.
Stanton ya había escrito la orden de relevo del mando. Salió de la habitación para ocuparse de que un correo la pusiera tan rápido como fuera posible en manos de McClellan.
—¿Quién ocupará su sitio? —preguntó Washburne. Hay miró a Lincoln: sabía que había pasado meses hablando con generales, comunicándose en secreto con Winfield Scott en West Point, haciendo innumerables preguntas a Halleck. Con la increíble mala suerte de Lincoln en asuntos militares, el Viejo Cerebro era ahora sólo un empleado de confianza. Después del desastre de Pope en Bull Run, Halleck simplemente se había desentendido. Una vez más Lincoln era su propio general en jefe, con el firme apoyo de Stanton, lo mejor que había conseguido el Tycoon desde el inicio de la guerra. Pero como Hay había dicho a Nicolay, dos buenos abogados no hacían un Alejandro; y ambos concordaban en que la habilidad política y el firme carácter de Lincoln de nada le servían para tratar con los generales. Simplemente, le faltaba experiencia para saber qué comandante era capaz y cuál no lo era. Había tolerado a Little Mac porque era un buen instructor y un ingeniero nato. Y también por urgentes motivos políticos que ahora habían quedado sepultados debajo de la pila de telegramas clasificados por Hay.
Lincoln había confiado en McDowell; pero se había visto obligado a enviarlo al combate con un ejército bisoño. Había aceptado la evaluación de Pope hecha por el mismo Pope; además, Pope complacía a Chase y a los radicales. Ahora el Anciano debía elegir entre Ambrose E. Burnside y Joseph Hooker. No se llevaban bien y no sentían mutua confianza. Esto recordaba demasiado, pensaba Hay, la rivalidad entre Pope y McClellan que había conducido al peor desastre de la Unión.
Burnside era, sin duda, una figura de espléndido aspecto, con unos feroces y muy imitados bigotes que se unían con las patillas. Esos extraordinarios ornamentos faciales llevaban ahora el difundido nombre de «burnsides». El general había sido elegido originariamente por el gobernador Sprague para mandar el primer regimiento de Rhode Island. Luego había servido con distinción en Carolina del Norte. El verano anterior, Lincoln le había ofrecido el puesto de McClellan y Burnside no había aceptado, en parte porque estaba en términos amistosos con McClellan, y en parte porque no se creía capaz de mandar un ejército entero. No tenía aún cuarenta años, y era un mártir de la diarrea crónica. Pero Burnside se consideraba a sí mismo un combatiente, y Lincoln se inclinaba hacia los hombres como él.
Joseph Hooker tenía poco más de cuarenta años, y su carrera había seguido el camino ahora habitual de los generales no políticos. Se había graduado en West Point; había combatido en la guerra de México; había pedido el retiro y se había marchado a California, como Halleck, a quien Hooker detestaba. Tenía fama de gran bebedor y conservador. Era amigo de Chase, lo que para Hay siempre era mala señal. Los esfuerzos de Chase para seducir a los generales eran uno de los escándalos de la ciudad. Cada vez que un general parecía capaz de llegar a ser el jefe que la guerra exigía, Chase empezaba de inmediato a cortejarlo. Si además ese general era políticamente correcto a los ojos de Chase, lo vinculaba con Ben Wade y los demás jacobinos de la comisión parlamentaria conjunta. Y todo esto —Hay lo sabía, y probablemente también Lincoln—, sólo para que el general triunfante respaldara a Chase en las elecciones presidenciales de 1864.
Durante el mes de octubre, otro protegido de Chase, William S. Rosecrans, había sido investido con el mando del departamento de Cumberland. Antes de eso, a las órdenes de Grant, Rosecrans se había comportado moderadamente bien en las batallas de Iuka y Corinth. En algunos momentos, Hay pensaba que el jefe secreto de los ejércitos de Estados Unidos era en realidad Salmon P. Chase, quien afectaba creer que el jefe de la nación era Seward. En los círculos políticos, se concedía poco crédito a Lincoln, lo que, a los ojos de Hay, podía ser conveniente por ahora. Que Chase y Seward asumieran la responsabilidad por la larga serie de derrotas militares de la Unión. Tarde o temprano, el Tycoon terminaría por reivindicarse. Ganaría la guerra. Sería reelegido; y él, Hay, sería un poeta. U otra cosa.
El presidente contemplaba el mapa de Maryland cuando respondió a la pregunta de Washburne.
—He elegido a Burnside para tomar el sitio de McClellan.
—Es un general combatiente, como sabes. Tengo fe en él. —Pero Washburne pensó que el tono de Lincoln expresaba, curiosamente, indiferencia.
Mientras iban hacia la Casa Blanca, una pequeña multitud aplaudió al presidente por la victoria republicana. Lincoln se detuvo luego a conversar con el secretario del Senado, que era además el director del Chronicle, un periódico de Washington. La prensa demócrata del Norte llamaba a John Forney «el perro de Lincoln».
—Tendremos un año difícil en el Congreso —dijo Forney, con tristeza.
—Ésa parecería ser nuestra situación habitual —dijo el presidente. Hay, con sus telegramas aferrados, trataba de no bostezar.
—¿Qué sintió cuando perdimos NuevaYork? —preguntó Forney. Era seguramente la pregunta más idiota que Hay había oído formular al presidente desde la última entrevista periodística.
Pero Lincoln respondió con gracia.
—Aproximadamente lo mismo que ese joven de Kentucky que se lastimó el pie mientras corría a ver a su novia. El joven dijo que era demasiado mayor para llorar, y que estaba demasiado dolorido para reír. —La gente que estaba en la calle se echó a reír, y Lincoln deseó a todos buenas noches.
Mientras entraban en la Casa Blanca, Hay preguntó:
—¿Tenía eso preparado, señor?
—¿Qué, John? —Lincoln estaba agachado, y examinaba cada escalón mientras subían la escalera principal.
—Lo que le dijo a Mr. Forney.
—¿Cómo? —Lincoln miró a Hay como alguien que acaba de despertar—. ¿Qué le dije?
—Le habló usted de un chico que se había lastimado un pie…
—Demasiado mayor para llorar, demasiado dolorido para reír —concluyó Lincoln. Luego sonrió—. A veces digo esas cosas y lo olvido de inmediato. Cuando hay tantas cosas que no se pueden decir, siempre conviene tener una historia a mano. Yo las tengo por puro hábito. —Lincoln suspiró—. En mi situación, es bueno conocer toda clase de historias, porque la verdad es ahora casi imposible de decir, y muy cruel.