Siete

David Herold, enemigo de la Unión y espía ocasional —demasiado ocasional para su gusto—, se abría paso entre la multitud que colmaba el Mercado Central. Soplaba el primer viento fresco del otoño, y se habían matado los primeros cerdos. Las vendedoras de chacinería estaban atareadas, cada una en su puesto bajo el vasto techo del mercado, que no era cerrado ni abierto. Toda la estructura era un enrejado de vigas sostenidas por paredes de ladrillo. El mercado no sólo era un centro para las mujeres humildes de Washington, sino también para las más encumbradas. Todas acudían a examinar los productos de las granjas vecinas y los pescados de toda clase, en conserva, frescos y también vivos, en tanques de agua. Había toneles de ostras del Chesapeake, pero no del Rappahannock, definitivamente perdido para la capital de la Unión, pensó David, feliz de que las últimas victorias confederadas hubiesen privado a los yanquis de las mejores ostras del mundo.

Pollos y gallinas muertos y vivos cubrían el puesto de Mr. Henderson, donde varias mujeres de su familia, de ojos brillantes y narices como picos, retorcían el cuello de las aves vivas y destripaban sus cuerpos con gran destreza y rapidez, sonriendo todo el tiempo como caníbales ahítos. Había señoras con miriñaques y enormes sombreros junto a las negras con pañuelos de colores. El Mercado Central las hermanaba. En ese lugar donde mil hombres y mujeres vendían cantidades de alimentos, no había otra diferencia que la de vendedor y cliente. La madre de David conocía de toda la vida a muchas granjeras. Una anciana de Fairfax no sólo le había vendido frutas a ella, sino también a su madre, a su abuela y a su bisabuela. El resultado era que en el sótano de la casa de los Herold siempre había toneles de manzanas que se pudrían.

—Supongo que quieres una gallina para tu madre.

Mr. Henderson iniciaba cada encuentro del mismo modo y con las mismas palabras. Luego indicaba a David que entrara por la parte posterior y le mostraba una cantidad de gallinas desplumadas, que acariciaba mientras él y David hablaban en voz baja, aunque nada más bajo que un grito podía oírse en el mercado la brillante mañana de un lunes de septiembre.

—Hemos recuperado Harper’s Ferry —dijo Mr. Henderson, mirando con los ojos brillantes la multitud de mujeres que se reunían alrededor de su esposa, tocando y pellizcando las aves de Henderson, superiores a todas las demás.

—Dicen que el general Lee se dirige a Filadelfia. —David repitió los últimos rumores—. Y sólo McClellan puede detenerlo, es decir, que nadie puede.

—¿Ha salido de la ciudad?

David asintió.

—Hoy hace una semana. Llevé unos medicamentos a su casa, y casi me rompí el cuello a causa de los cables telegráficos que corren por el suelo y suben por las escaleras. Se preparaba para salir; estoy seguro por lo que les decía a los asistentes que iban y venían; y echaba la culpa de sus dificultades al Viejo Abe y al Papa.

—Sería al general Pope, David —dijo Mr. Henderson—. No acusaremos de nada a los papistas todavía. Algunos son excelentes, Como John Surratt, Dios dé paz a su valiente alma.

Tanto David como Mr. Henderson habían asistido al funeral del anciano el mes anterior. Había muerto feliz sabiendo que los yanquis habían sido derrotados otra vez en Bull Run Por los generales Lee y Jackson, que ahora invadían Maryland y se din gían a Pennsylvania.

—Pues bien, Davie. Tú y yo hemos ayudado a salvar la ciudad de Richmond, alimentando a Mr. Pinkerton con toda clase de disparates. Y ahora, si el general Lee puede hacerse fuerte en Filadelfia, la guerra habrá terminado y habremos vencido.

David estaba contento y descontento. Aún no había desempeñado un papel destacado. Había repartido medicamentos, y mientras tanto había logrado robar las copias de algunas órdenes que le gustaba creer importantes para la guerra, pero nunca había descubierto un secreto como el que Bettie Duvall —ahora desaparecida— había llevado, cabalgando toda la noche, al general Beauregard. Pero, como decía Mr. Henderson, nunca se sabía qué podía ser de utilidad para el gobierno de Richmond. De modo que David daba a Mr. Henderson todo lo que encontraba, y recibía en compensación palabras de aliento y, en ocasiones, dinero. Vivía una vez más con la viuda del astillero. Pero estaba mortalmente harto de jamón. Había visitado varias veces a Sal Austin, ostensiblemente para charlar con ella pero, en realidad, para intentar saber quién visitaba sus salones y sus camas. Sal era reservada. Afortunadamente, las muchachas no lo eran; y David logró descubrir que John Hay, un cliente habitual, estaba enamorado, si ésa era la expresión que correspondía, de Azadia, una hermosa chica medio india. Azadia le dijo que le gustaba mucho el secretario del presidente. «Es como irse a la cama con un estudiante. O contigo», agregó mientras, juntos en la ancha cama, miraban la luz del verano a través de las persianas entrecerradas y escuchaban las campanas de la iglesia. La mañana del domingo era la única oportunidad en que David podía gozar, a precios especiales, del establecimiento de Sal Austin.

Cuando David interrogó a Azadia con gran astucia, a su ella se había mostrado locuaz. Pero Hay no había sido locuaz uaz. Le había dicho, sin embargo, que Lincoln se había enfurecido con McClellan cuando éste dijo a Mr. Stanton que Pope podía salir del enredo en que él mismo se había metido en Bull y luego permitió que el ejército de Pope fuera destruido. Hay había dicho también que pronto habría un gran cambio en la guerra. Cuando David repitió esto a Mr. Henderson, el hombre gallina cacareó:

—El cambio está a la vista. Estamos ganando.

Pero Mr. Henderson no cacareaba ahora.

—Las cosas se decidirán en las próximas semanas. Tenemos algunas personas de confianza en el Departamento de Guerra. Pero nadie cerca de Mr. Stanton, que, según dicen, está muy enfermo.

—Asma, oftalmía, fiebres biliares crónicas. —David podía identificar las enfermedades de todos los notables de Washington. Únicamente el Viejo Abe parecía inmune a todo excepto al estreñimiento; y a un leve ataque de fiebre después de la muerte de su hijo. Por otra parte, el presidente había empezado a perder peso, y tenía un color grisáceo. Pero eso, pensaba David, era resultado de las derrotas en la guerra, y no de algo que devorara su cuerpo—. Haré lo posible —dijo David—. Sólo que la familia Stanton no es cliente de la farmacia Thompson. No sé por qué.

—Averigua quién es el médico de Stanton. Haz que compren en la farmacia de Thompson. Quiero que puedas entrar y salir de la casa de Stanton.

—Trataré de hacerlo. —Se separaron entre las gallinas. Luego David caminó hasta la casa de los Surratt, donde sabía que encontraría sola a Annie.

Annie lustraba los muebles del salón. Lanzó un grito cuando él entró.

—¡Llama a la puerta, Davie! —exclamó—. Me has dado un susto terrible. Con las calles repletas de soldados salvajes y negros más salvajes todavía…

—Entonces cierra la puerta. ¿Qué ocurre en Surrattsville? —Annie dejó la bayeta y se instaló en la mecedora de su madre; se parecía un poco a esa mujer tan voluptuosa.

—John es el jefe de correos desde el primero del mes. Eso lo mantiene ocupado, excepto cuando está realmente ocupado. Va con mucha frecuencia a Richmond, ¿sabes?

—Lo sé. —David estaba apesadumbrado—. Yo jamás he tenido la oportunidad; él sí.

—Bueno, él está donde debe, y tú estás donde debes. Y lo que haces es muy valioso para nosotros. De todos modos, John fue al Sur en agosto, hasta la fortaleza Monroe, donde están esperando al general Burnside, que viene desde Carolina del Norte; la cosa era saber adónde se dirigía el ejército de Burnside. Si se quedaba en los alrededores de la fortaleza Monroe, eso indicaba que él y McClellan se disponían a atacar Richmond. Pero si se dirigía al Rappahannock, eso significaba que habían llamado a McClellan a Washington y que Richmond estaba segura, y que por lo tanto Lee podía avanzar hacia el Norte. Ahora bien: John oyó una conversación entre los capitanes de dos barcos; dijeron que les habían ordenado llevar los hombres de Burnside al Rappahannock. Entonces John salió a caballo para llevar la noticia a Richmond a toda velocidad.

—Y ahora está de vuelta en la oficina de correos.

—Por ahora. Y madre está muy ocupada en la granja. Y yo estoy arreglando la casa para que podamos tomar pensionistas y ganar un poco de dinero ahora que padre ya no está.

David estaba ahora tan cerca de Annie que podía oler el agua de lilas con que ella solía perfumar sus ropas, mezclado con el olor del aceite de limón que usaba para lustrar los muebles. Cuando David intentó besarla, ella rió; se debatió; lo besó. Después le pidió que la dejara en paz o la ayudara en su tarea.

Mientras David salía de la casa, meditaba en las curiosas leyes que gobernaban a los hombres y a las mujeres. En tanto que podía tener a Azadia cuando lo deseaba y era libre de hacer con ella lo que quisiera, Annie jamás sería suya antes de casarse; y la viuda de los jamones… bueno; él era de ella. Y por otra parte, si él fuera John Hay, podría tener a quien quisiera, incluso, si los periódicos decían la verdad, a Kate Chase.

Pero en ese momento, John Hay no era de nadie ni tenía a nadie. Estaba en el despacho de Stanton, sentado en una silla frente al sofá que ocupaba el Tycoon, con los pies en un brazo y la cabeza en el otro, y un gran sombrero de fieltro gris sobre los ojos, como si no quisiera volver a ver nada ni a nadie. Stanton estaba ante su escritorio, con la fuerte mandíbula apretada, los ojos enrojecidos, parpadeando. El general Halleck estaba ante un gran mapa de Maryland. Hay había dicho a Nicolay, con dureza, que el Viejo Cerebro era justamente eso: un cerebro tan envejecido que de nada podía servir a su dueño, y menos al país. Había asumido el cargo de general en jefe. Había enviado a Pope con el ejército de Virginia a reunirse con McClellan y el ejército del Potomac, de modo que ambos, unidos, ocuparan Richmond. Pero en cambio, Pope había sido derrotado en Bull Run, y McClellan llamado a Washington. Halleck se había revelado inútil en la crisis, y Lincoln no mucho mejor.

Por primera vez, Hay había empezado a preguntarse si el Anciano, por más virtudes que tuviera, poseía el temperamento adecuado para un jefe de guerra. O bien, a la inversa, los rebeldes habían producido media docena de generales de primera, y la Unión ninguno, con la posible excepción de Grant, que seguía relegado al Oeste. ¿Era posible que la superioridad militar del Sur se debiera a un sistema político más inteligente? Sin duda, el presidente de la Unión daba a sus generales demasiada libeirtad o demasiado poca; y su decisión de retirar a McClellan de sus posiciones a cuarenta kilómetros al este de Richmond no sólo era arbitraria, sino absurda. Ahora que Richmond no estaba amenazada, Lee podía invadir la Unión; y eso era precisamente lo que estaba haciendo.

Henry W. Halleck se apartó del mapa y miró, consternado, a Lincoln. Era un hombre grueso, con un rostro gris y mofletudo, y grandes ojos que parecían de cristal. Se rumoreaba que era adicto al opio, y que fumaba pipas hasta muy tarde por la noche. El viejo cerebro ciertamente se alojaba en un espacioso recinto, pensaba Hay mientras miraba la alta frente que se tornaba más alta en la medida en que el duro pelo gris retrocedía, sin duda aterrorizado por aquel cerebro inexorable.

—Así están los ejércitos en este momento. Lee de este lado de la quebrada de Antietam, y McClellan del otro. El general McClellan ha descrito la batalla de ayer como una victoria completa. Hoy debería acabar con Lee, y con su invasión. Porque un ejército que invade el territorio enemigo, sufre una derrota y queda incomunicado. —El tono profesional de la voz de Halleck tenía para Hay el mismo efecto que un metrónomo—. Es invariablemente el preludio de una rendición general, como ocurrió cuando Fabio Cunctator rechazó a Aníbal.

—Lo recuerdo como si fuera ayer —dijo el presidente, desde debajo de su sombrero.

—Yo sospecho de esa victoria «completa» —dijo Stanton—. Con McClellan nunca se sabe.

—Bueno; sabemos que se ha apoderado de estas alturas, en Sharpsburg. —Halleck tocó el mapa con un dedo índice sucio—. Sabemos que Lee retrocedió ayer, después del combate. Y hoy se sabrá si McClellan obedece la orden del presidente y destruye el ejército de Lee, o si Lee se retira sin dificultades hasta Virginia.

El presidente se quitó el sombrero de encima. Hizo girar las piernas, apoyó los pies en el suelo y se sentó.

—Está bien. Como ustedes saben, yo no quería usar otra vez a McClellan; pero el único otro general disponible rechazó el mando.

—Burnside estuvo demasiado lento en el ataque a Sharpsburg —dijo Stanton, mirando los telegramas del ejército del Potomac.

—Eso dice el general McClellan. —El disgusto que sentía Halleck por McClellan tenía una abstracta pureza. Para Halleck, pensó Hay, McClellan era un teorema incorrecto que simplemente se debía borrar de la pizarra. Pero Lincoln había sido tolerante y ahora estaba satisfecho con él—. El peligro actual, según me parece —dijo Halleck—, es que el ejército rebelde está muy cerca de Washington. Stonewall Jackson domina Harper’s Ferry. Está entre nuestro ejército y esta ciudad. Si Lee lograra reunirse con Jackson, podrían apoderarse de Washington antes de que McClellan llegara.

Lincoln frunció el ceño.

—Y no hay duda de la lentitud de McClellan. ¿Cuántos hombres tiene en Antietam?

—Empezó con casi noventa mil. Esta mañana, el primer cuento de sus bajas era de quince mil…

—Dios mío. —Lincoln cerró los ojos—. Es peor que en Shiloh.

—Ha sido el encuentro más sangriento de esta guerra —dijo Halleck—, o de cualquier otra guerra moderna. Los rebeldes han sufrido casi la misma cantidad de bajas, según nos han informado.

—Pero tienen menos hombres y menos recursos. —Éste había sido el argumento de Stanton desde un principio.

—No tenía ni idea —dijo Lincoln— de que el costo fuera tan alto. —Hubo un silencio, mientras el presidente parecía soñar despierto. Hay se preguntaba con frecuencia cómo eran los ensueños diurnos del Anciano. Muchas veces, sin razón aparente, simplemente se alejaba y ya no estaba presente en espíritu; luego retornaba tan bruscamente como se había ido, directamente a su tarea. En esta oportunidad, la tarea eran las cifras—. Trato una y otra vez de calcular el tamaño del ejército rebelde. McClellan se ha convencido, si no me ha convencido, de que tienen un millón de hombres en pie de guerra. Ha dicho que el ejército de Lee en Antietam es dos veces superior al nuestro. No lo creo, en particular si el general Halleck no se equivoca cuando afirma que el grueso del ejército rebelde está aún más al sur, de lo que no estoy tan seguro. Aún recuerdo esos troncos de Manassas, pintados para simular cañones. Creo que nuestros efectivos son dos o quizá tres veces superiores.

—Recibimos nuestros informes del servicio secreto de Mr. Pinkerton —dijo Stanton.

—¿Y de dónde obtiene él sus informes? —preguntó Lincoln.

—Espías, globos de observación, deducciones. —Mientras Halleck procedía a analizar favorablemente los informes de Pinkerton, Hay vio que la atención del presidente se alejaba nuevamente de Halleck. Pero el último despacho del ejército del Potomac logró que el presidente se pusiera de pie.

—«El ejército de Lee se retira hacia Virginia» —leyó Stanton—. «Maryland está salvada».

—Bien hecho —dijo Lincoln. Halleck y Stanton intercambiaron una mirada que Hay sorprendió. Para ellos, nada que hiciera McClellan podía estar bien hecho, aunque conquistara una victoria. Pero, de todos modos, el objetivo había sido alcanzado: la invasión de Lee había terminado. El Tycoon agregó Ahora que tengo la victoria que esperaba, puedo publicar mi proclama de emancipación.

Durante algunas semanas, Hay había estado preparando una reunión entre Lincoln y varios líderes negros. La idea de esa reunión había estado mucho tiempo en la mente de Lincoln. Conocía a pocas personas de color. Quería oír sus puntos de vista acerca de varios asuntos. Ahora estaba en la cabecera de la mesa de la sala del gabinete, mirando con curiosidad a los hombres de color, bien vestidos, que lo miraban con igual curiosidad. Hay tomaba notas.

El Tycoon empezó por anunciar que se proponía publicar esa proclama en los próximos días. Después de explicar su contenido, el principal líder del grupo, E. M. Thomas, dijo:

—¿Esto significa, señor, que en los estados de frontera de la Unión subsistirá la esclavitud?

—Así es.

—Entonces —dijo un hombre corpulento— usted libera a los esclavos de la Confederación para castigar a sus amos por la secesión.

—En parte, sí. En realidad, no tengo autoridad para abolir la esclavitud en la Unión. Sólo puedo hacerlo en los estados rebeldes y como una medida de guerra. Una vez terminada la guerra, espero que la esclavitud sea abolida mediante una enmienda constitucional, que sería feliz de iniciar si estuviera todavía en la presidencia.

El hombre corpulento rió.

—Pues sí, señor: medio pan siempre es alimento para un hombre que se muere de hambre.

Lincoln sonrió apenas, y empezó una historia, por la fuerza de la costumbre.

—O como dijo aquel predicador anabaptista… —Se interrumpió—. Señores, necesito su consejo y su ayuda. El Congreso me ha asignado una suma de dinero para la colonización de Nueva Granada en América Central. La tierra es rica, hay minas de carbón, y la región está desierta. Si ustedes aceptan, pueden habitarla.

Lincoln se detuvo, como si esperara una expresión de felicidad, pero no la hubo. Hay observó que las caras negras, castañas y amarillentas eran igualmente pétreas. El Tycoon era tan sensible como un perfecto barómetro a las respuestas de los demás. Se echó atrás en su silla y empezó a hablar, como si pensara en alta voz, señal de que ya su mente había tomado una decisión.

—¿Por qué, preguntarán, la colonización de una tierra lejana? ¿Por qué abandonar este país? Ésta es, probablemente, la primera pregunta a considerar. Y bien, pertenecemos a razas distintas. Tenemos mayores diferencias que las existentes entre otras dos razas cualesquiera. No es necesario discutir si esto está bien o mal. —Lincoln hizo una pausa. Uno de los negros parecía dispuesto a iniciar una discusión; pero luego lo pensó mejor.

El presidente continuó.

—Esta diferencia fisica constituye una gran desventaja para todos. Su raza sufre por vivir entre nosotros, y también nuestra raza sufre. —Hay vio que la poderosa lógica del Tycoon empezaba a ganar fuerza; también leyó en las caras de los presentes que sería necesario algo más que la lógica de Lincoln—. Si se admite esto, hay por lo menos un motivo para que nos separemos. Supongo que todos ustedes son hombres libres.

—Sí, señor —respondió E. M. Thomas. Hay se preguntó por qué el presidente necesitaba hacer una pregunta cuya respuesta conocía.

—Quizás han sido libres durante largo tiempo; quizá durante todas sus vidas. Sin embargo, su raza sufre, a mi juicio, el daño más grave que se ha infligido nunca a un grupo de personas. Pero, aun cuando dejan de ser esclavos, están muy lejos de la igualdad con la raza blanca. —Lincoln miró al hombre corpulento, un sacerdote de Nueva York—. Los hombres aspiran a la igualdad con los mejores cuando son libres; pero en todo este continente, ni un solo hombre de su raza es considerado igual a un hombre de la nuestra.

Hay se preguntó qué diría a eso el ardiente líder negro Frederick Douglas. Quizá también se lo preguntaba el Anciano, que cerró el argumento.

—Pueden ir adonde sean mejor tratados, y aun así esa condena pesará sobre ustedes. No quiero discutir este punto: sólo presentarlo como un hecho que debernos tener en cuenta. Yo no podría alterarlo aunque quisiera. —Hay se preguntó si Lincoln querría alterarlo. Aunque Lincoln sentía verdadero odio a la esclavitud, por el efecto brutal que producía tanto en los amos como en los esclavos, tenía la creencia inconmovible de que la raza de color era inferior a la blanca. Hay estaba de acuerdo, pero su creencia no era inconmovible. Sospechaba desde hacía tiempo que, si a un negro se le ofrecían las mismas ventajas que a un blanco, se demostraría igualmente capaz. Hay pensaba que el motivo de que Lincoln hallara dificil aceptar una igualdad natural entre las razas estaba en su propia experiencia de hombre nacido sin ventajas de ninguna clase pero que había accedido a la cumbre. Lincoln no sentía gran simpatía por quienes se creían perjudicados por las circunstancias externas.

Nicolay no estaba de acuerdo con Hay; estimaba que ése había sido el punto de vista de Lincoln, pero que ya no lo era. Los dos secretarios solían analizar el asunto. Lincoln jamás dejaba escapar el menor rayo de luz al respecto. Quería que los negros fueran liberados, y que se marcharan de Norteamérica.

Lincoln procedió a plantear el caso ante ese jurado visiblemente hostil. Habló de los males que había padecido la raza blanca a causa de la institución de la esclavitud.

—Ya pueden ver nuestra situación presente; el país, en guerra; los hombres, cortándose la garganta unos a otros; nadie sabe hasta dónde llegará este proceso. Y ahora consideren: si no fuera por la presencia de su raza entre nosotros, no habría guerra, aunque muchos hombres en la Unión y en los estados rebeldes no se preocupan por ustedes en ningún sentido. Pero repito que, sin la institución de la esclavitud, la guerra no habría existido. Por eso es mejor que nos separemos. —Lincoln se interrumpió; tenía los ojos cerrados. Parecía contemplar ese muro de mármol de su mente donde leía sus textos terminados.

El sacerdote de Nueva York dijo:

—Señor presidente, una cosa es ofrecer un nuevo país a miles de kilómetros a personas que han vivido toda su vida en la esclavitud, y otra pedir que nuestra gente abandone sus hogares y se marche a otro sitio, por ricas que sean sus tierras y sus minas. Después de todo, éste es también nuestro país. Algunas de estas familias están aquí desde el comienzo; ¿por qué deberían ir a colonizar esas tierras desiertas que el Congreso les ha asignado? Lincoln acusó cierta sorpresa ante ese directo ataque. Pero estuvo a la altura del desafio.

—¿Por qué los he convocado sino porque necesito su ayuda? Sé perfectamente que muchos de ustedes no tienen deseo de marcharse. Pero si los hombres educados e inteligentes como ustedes no quieren irse, ¿cómo lograrán organizarse los que hasta ahora son esclavos? ¿Cómo podrán mantenerse a sí mismos?

E. M. Thomas respondió a la pregunta como si no fuera retórica:

—Señor presidente: durante tres siglos han logrado mantenerse y mantener a sus amos blancos. Pienso entonces que, si no están obligados a sostener el lujo de la población blanca, podrán cuidar perfectamente de sí mismos.

Lincoln apretaba su mandíbula de una forma extraña en él; presagiaba una tormenta tanto más terrible cuanto que rara vez se descargaba sobre quienes la provocaban.

—No querría decirlo con dureza —empezó con su habitual dulzura—, pero advierto en esto cierto egoísmo. Deberían hacer algo para ayudar a los menos afortunados entre ustedes. Es de la mayor importancia que dispongamos, al comienzo, de hombres capaces de pensar como hombres blancos; no de aquellos que han sido sistemáticamente oprimidos. —Hay notó que un rostro oscuro sonreía ante la frase «pensar como hombres blancos»—. No pido mucho —agregó Lincoln—. ¿Podría tener cien hombres razonablemente inteligentes y capaces? ¿Cincuenta? Si pudiera encontrar veinticinco, con sus mujeres y sus hijos, podríamos tener un buen comienzo. Quiero que me digan si esto es posible. Y éste es el aspecto práctico de mi deseo de verlos.

E. M. Thomas respondió con corrección cortesana.

—Hemos apreciado esta oportunidad de conocer al hombre que nuestros hermanos esclavos llaman Tío Linkum… Lincoln rió.

—Me han dicho que en el Sur uno de cada dos niños de color nacidos después de 1861 se llama Abe.

—Le han dicho la verdad —respondió Thomas—. Y no es únicamente en el Sur que nuestros hijos se llaman Abraham. Ha sido usted elegido para cumplir la obra del Señor de un modo que me resulta extraño ahora que lo veo tal como es, Mr. Lincoln: un hombre agobiado por su destino.

Hay miró a Lincoln, que bruscamente se había quedado inmóvil… ¿Estaba absorto en la lectura del muro de mármol? Luego, el presidente se puso de pie, como los demás, y dijo en tono cordial:

—No es necesario que nos apresuremos —dijo, mientras estrechaba la mano de Thomas—. No hay ninguna prisa, y lo siento. Pero debemos estar preparados.

Cuando el último de los hombres de color salió de la habitación, Lincoln dijo a Hay, como si se lo dijera a sí mismo:

—¿Por qué puede querer el hombre negro vivir aquí, si es tan odiado?

—Quizá porque piensa que eso cambiará cuando desaparezca la esclavitud.

Lincoln movió la cabeza.

—Hay pasiones tan arraigadas que ni siquiera un milenio las podrá borrar.

Pero Chase no estaba de acuerdo, y el lunes 22 de julio, en una reunión en la Casa Blanca, formuló con toda cortesía su objeción al plan de colonización.

—Excepto, quizá, como una forma de ganar posiciones en América Central. —Con igual cortesía, Lincoln manifestó su discrepancia. Pero el presidente había tomado una decisión; y había reunido a los principales magistrados de la nación para anunciar que publicaría de inmediato la proclama de emancipación. De todos los presentes, sólo Blair manifestó algún reparo. Pensaba que el efecto sería negativo en los estados de frontera y en el ejército y recordó que habría elecciones parlamentarias dentro de dos meses.

El presidente estaba de pie, dominando con su estatura a los ministros del gabinete, sentados como varios otros caudillos políticos de diversas posiciones.

—Como todos saben, cuando el ejército rebelde estaba en Frederick, decidí promulgar, apenas fuese expulsado de Maryland y Pennsylvania no estuviese en peligro, la proclama de emancipación. Naturalmente, hubiera querido que estuviéramos en mejor situación. El ejército no ha actuado contra los rebeldes como yo hubiese querido.

Chase y Stanton cambiaron una mirada. Esa misma mañana, Stanton había dicho a Chase que, debido a la incapacidad de McClellan, Lee se había retirado aVirginia, virtualmente triunfante en lo que había sido, como declaraban los confederados, una mera incursión punitiva en territorio enemigo.

Lincoln parecía adivinar cuánto se oponían los presentes a una proclama que él, como había dicho, no pensaba modificar.

—Sé que muchos otros podrían actuar mejor que yo en este asunto, como en otros. —Lincoln miró a Chase y sonrió. Chase bajó modestamente la vista—. Si supiera que cualquiera de ellos goza más que yo de la confianza pública, y conociera alguna forma constitucional de cederle mi lugar, lo haría de buena gana. —Chase miró a Seward, cuyo anguloso y aquilino perfil veía. ¡Qué hombrecillo tan hábil!, pensó Chase. Él era el verdadero presidente; pero era un misterio todavía impenetrable la forma en que ejercía su influencia sobre Lincoln.

Lincoln hizo de pronto una asombrosa afirmación.

—Tengo plena conciencia de que no despierto ya la confianza del pueblo como en otro tiempo. Por otra parte, no sé si, en definitiva, alguien la posee en mayor medida. —Los ojos grises volvieron a posarse, casi asombrados, en Chase, que sintió calor en el cuello—. De todos modos, no tengo manera de poner a otro hombre en mi lugar. Yo estoy aquí. Debo hacerlo lo mejor que pueda, y soportar la responsabilidad de elegir el camino que me parezca mejor.

—Y con eso, el presidente nos leyó la proclama. —Chase estaba ante la ventana de su despacho, mirando, no sin sencillo placer, la lluvia que empapaba a los transeúntes y también, con espanto, las ambulancias de la Comisión Sanitaria, que llevaban al hospital, en caravana, por la avenida de Pennsylvania, a los heridos de Antietam. Las bajas habían sido peores de lo que se pensaba. La Unión lloraba ahora la pérdida de sangre, aparte de la de dinero.

Henry D. Cooke estaba en un sofá debajo del cuadro de Hamilton. Chase siempre encontraba reconfortante la presencia de Henry D. Eran amigos incluso antes de que Cooke se convirtiera en el director del Ohío State Journal, que había apoyado a Lincoln más de lo que Chase, el gobernador del estado, hubiese querido. Pero todo eso había quedado atrás. Ahora Henry D. era el jefe de la sucursal en Washington de Jay Cooke & Company, un banco de gran éxito, con muchos distinguidos depositantes, entre ellos el mismo secretario del Tesoro. Aunque Jay Cooke le había hecho varios préstamos personales, Chase los había pagado escrupulosamente, con excepción del coche, que finalmente había aceptado como un regalo a Kate. Jay Cooke era un agudo inversor y Chase permitía que manejara libremente sus finanzas. El año anterior, Cooke había prestado a Chase trece mil dólares, que ahora se habían convertido mágicamente en quince mil; casi dos veces su salario anual. Sin Jay Cooke, Chase no habría podido sobrevivir en términos financieros, ni tampoco la Unión. Era Jay Cooke quien había asumido la empresa de vender los bonos deguerra, no a los banqueros, que sólo deseaban chupar la sangre del Tesoro, sino a los ciudadanos comunes. La habilidad de Cooke para vender una emisión tras otra era una fuente de asombro para Chase, quien comprendía claramente la fragilidad del papel moneda que habían inventado con tanta ligereza.

Pero el dominio de la publicidad que tenía Jay Cooke hacía deseables los bonos, y así se financió la guerra. Mientras tanto, Henry D. permanecía en la capital, como un nexo permanente entre el genio de las finanzas y el secretario del Tesoro, que ahora hablaba seriamente de dimisión.

—No veo cómo puedo quedarme más tiempo en esta administración. —Chase apartó la vista de la lluvia y retornó al interior iluminado por lámparas de gas—. El presidente está perdiendo la popularidad que poseía. Seward lo alienta a mantener a McClellan y los demás generales incompetentes, sólo porque son moderados como él, y aceptables para los estados de frontera. Imagínese usted una guerra en que se combate a las órdenes de los generales enemigos. Pues eso es exactamente lo que está haciendo Lincoln.

Henry D. lo tranquilizó.

—McClellan no puede durar mucho. Jay está vendiendo sus bonos en cantidades sorprendentes; y no nos debería ir demasiado mal en las elecciones de noviembre.

—Sí. —Chase ya había estimado las pérdidas republicanas—. Perderemos más de cuarenta escaños en la Cámara, ¿y qué puedo hacer yo? Ya se me hace responsable de los desaciertos y errores ajenos. Creo que debería renunciar ahora mismo.

Henry D. sacudió vigorosamente la cabeza.

—¿Qué sería de esta administración sin usted?

—¿Y qué es de ella conmigo? —Chase se sentó ante su escritorio—. Sí, hasta ahora he logrado financiar la guerra. Pero ¿cómo podremos seguir vendiendo bonos sin victorias? Pretender que Antietam fue una victoria no engañó al mercado. No, debo irme.

—¿Adónde?

—Al Senado. Si renuncio ahora, podré volver en las próximas elecciones.

—Yo no lo haría, Mr. Chase. —Henry D. hablaba con firmeza—. Usted es el hombre más poderoso del país después de…

—Del gobernador Seward. —Chase no pudo contener su amargura—. Pero yo soy un verdadero abolicionista, un… radical, como nos llaman. Y no me avergüenzo. Pero sí me avergüenzo de pertenecer a una administración indiferente a todo lo que me importa. ¿Se ha escrito alguna vez un documento más cínico que la proclama de emancipación? ¿Se ha planeado alguna vez una política más descabellada que el traslado de los esclavos liberados a cualquier sitio lejano?

Chase ordenaba los papeles de su escritorio. De pronto descubrió su nuevo tesoro y su ánimo cambió. En una hoja de papel se veían el escudo real británico y la leyenda «Castillo de Windl sor» en una carta dirigida al presidente Lincoln y señora. Manuscrita por la reina Victoria, anunciaba a los Lincoln el matrimonio, en julio, de la princesa Alice con el sobrino del gran duque de Hesse. Chase miró con amor la firma: «Victoria R.».

—Me lo ha dado Mr. Lincoln. —Chase alzó la carta—. Debo decir que, como hombre, es extremadamente amable y original, a pesar de su debilidad y su carencia de política. Es muy raro encontrar un autógrafo de la reina. Me conmovió cuando me dijo que podía quedarme con él. Lo colgaré junto al de Gladstone, lo que no agradaría a ninguno de los dos.

Henry D. volvió a poner objeciones a la idea de que Chase abandonara el gabinete.

—Será un duro golpe para mi hermano Jay que se marche usted.

Chase registró cuidadosamente el significado de la objeción del banquero.

—Sin embargo, después de dos años en el Senado, yo podría obtener la designación para la presidencia.

—Es posible, Mr. Chase. Pero si yo fuera usted me quedaría donde está, al frente de la manada y con su cara en el billete de un dólar. —Con esa particular expresión, el banquero se retiró.

Chase no pensaba seriamente dimitir, a pesar de lo atractivo que era el proyecto. Sabía que su posición era prominente; pero corría el riesgo de que lo identificaran con Lincoln y Seward, y de que, aun si el partido republicano lo designaba candidato, el aspirante demócrata a la presidencia lo derrotara. Pidió su coche.

Quejoso e indeciso, Chase hizo que su cochero llamara a la puerta de la casa de Mrs. Douglas para ver si ella estaba. La criada movió la cabeza. El cochero regresó.

—Mrs. Douglas no está en casa. La criada quiere saber quién pregunta por ella. —Chase cortó por la mitad un billete de un dólar. Dio al cochero la parte que llevaba su retrato—. Entregue mi tarjeta a la criada.

—Mientras el coche repiqueteaba sobre la calle F, desempedrada para instalar nuevos carriles de tranvía, Chase se preguntó si un nuevo matrimonio sería una buena idea. Mientras Kate estuviera a su lado, no tenía sentido. Eran, los dos, una pareja feliz. Pero era imaginable que ella se casaría con Sprague y se iría de casa. Y entonces, ¿qué sería de él? Adele Douglas, la viuda del pequeño Gigante, era la más bella de las señoras de Washington y congeniaba con él. Sería una espléndida primera dama; en verdad, si el partido demócrata no se hubiera dividido en 1860, Stephen Douglas estaría vivo y ella sería ya primera dama. A juicio de Chase, los hombres que consiguen lo que quieren en el mundo rara vez mueren prematuramente de neumonía en Chicago. En Seis y E fue recibido por Kate Chase, que había regresado poco antes de Filadelfia, y por William Sprague, que acababa de llegar de Providence.

—¿Ha hablado con Mr. Hoyt, Mr. Chase? —Ése fue el saludo que dedicó a Chase su presunto hijo político.

—Me alegro de verlo otra vez, gobernador. —Chase estrechó serenamente la mano del joven—. Espero que Kate lo esté atendiendo como se debe.

—Oh, puedo resistir los ataques del gobernador —dijo Kate—. Sé más de lo que nunca creí posible acerca de las fluctuaciones de precio del algodón.

—Oh, lo siento. Mr. Hoyt me dijo que pensaba verlo hoy —Sprague lo miró con aire acusador a través de sus quevedos.

—Quienquiera que sea Mr. Hoyt, no creo que me haya visto. Y si me vio, no habló conmigo. Hemos estado muy atareados todo el día liberando a los esclavos rebeldes. —Chase se instaló en su mecedora. Lentamente, empezó a mecerse hasta que su estado de ánimo armonizó con el agradable movimiento regular de la mecedora. Trató de recordar quién era Hoyt; el nombre era familiar; sus connotaciones, desagradables.

—No le habrán permitido pasar. —Sprague arrugó el ceño.

—Es así. Harris Hoyt es de Texas. Pero es un buen unionista. Tiene una carta de recomendación de Johnny Hay. Es una buena persona, se lo aseguro.

—Pero Mr. Hoyt no era exactamente una buena persona. Chase recordó de pronto una desagradable entrevista con un sureño alto que decía tener recomendaciones del presidente. Quería un permiso para vender algodón de Texas a los talleres de Nueva Inglaterra. Como eso estaba expresamente prohibido por una ley que ahora empezaba a cumplirse con rigor, debido al bloqueo naval de los estados rebeldes por parte de la Unión, Chase había respondido que nada podía hacer. Entonces el hombre se había enfadado, y había dicho que informaría de la situación a sus socios, uno de los cuales era el gobernador Sprague. Chase había ordenado a Mr. Hoyt que se retirara de su despacho con una severa advertencia: «Debe comprender usted que esos señores no me pueden imponer su voluntad».

Chase dejó de mecerse.

—Sí, gobernador. Recuerdo a Mr. Hoyt. Me pareció que su tono era algo… ofensivo.

—Oh, es sureño. Ya sabe usted cómo son. Pero apoya lealmente a la Unión. Dice que hay algodón en Galveston, apilado en los muelles. Gran cantidad de balas. Necesitamos ese algodón, Mr. Chase. Si no lo conseguimos, cerrarán todos los telares de Rhode Island y de Nueva Inglaterra entera, y los obreros sin empleo votarán por los demócratas.

Chase no solía apreciar la lógica de Sprague, pero tuvo que estar de acuerdo con ese brutal análisis político. Durante algún tiempo, el gabinete había estado dividido al respecto. Él favorecía que, cuando fuera conveniente para la Unión, se concedieran permisos de comercio a personas responsables. El presidente opinaba lo mismo. Pero Gideon Welles había adoptado una línea inflexible. No debía haber ningún comercio con el enemigo, y menos ahora que la muy aumentada marina de la Unión aislaba realmente a los estados rebeldes.

—Sí —había dicho Welles—, nos perjudicará en Nueva Inglaterra, pero matará a los estados del Sur. Hacer excepciones ahora significaría sencillamente prolongar la guerra. —Stanton había apoyado a Welles. Seward no se había preocupado. Chase había permitido que la mayoría se impusiera, al precio de ser atormentado por el niño gobernador, que no dejó de cañonearlo con quejas y urgencias hasta que la aparición del general Garfield fue como la salida del sol después de una noche terriblemente oscura.

Los dos jóvenes no se conocían. Kate los presentó. Sprague estaba distraído. Garfield estaba radiante, como de costumbre.

—Acabo de ver al general Hooker en el manicomio.

—¿También él está loco? —preguntó Sprague, reanimado por la idea—. Estuve a sus órdenes en Williamsburg.

Garfield rió.

—Parecía cuerdo. En Antietam fue herido en un pie, y han llevado al manicomio a varios oficiales para que se recuperen. Está seguro de que, si se hubiera quedado otras tres horas en el campo de batalla, nuestra victoria habría sido completa.

—Es un hombre muy seguro y animoso —dijo Kate—. Me agrada mucho. Fuimos a visitarlo ayer con padre. —Se volvió hacia Sprague—. Dijo que estaba con McClellan cuando llegó la orden de retirarse de la Península; pidió a McClellan que desobedeciera la orden y le permitiera tomar Richmond. McClellan no se opuso; pero cuando el general Hooker estuvo preparado para atacar la ciudad, McClellan le ordenó que saliera de la Península. Hooker estaba furioso; sabía que hubiera podido ocupar Richmond exactamente como padre ocupó Norfolk.

—La semana pasada —dijo Chase, nuevamente en su estilo marcial— pedí a Mr. Welles que me permitiera salir con la flota por el río James. La idea le pareció meritoria.

—Yo sé que lo es —dijo Garfield—. Usted tiene la presencia de ánimo necesaria para el mando. Después de todo, ¿qué sornas los demás? Yo soy rector de una universidad y profesor de lenguas clásicas…

—Y un político —dijo Kate, con lo que parecía genuina calidez.

—Y yo soy un hombre de negocios al borde de la quiebra. —Sprague se había puesto de pie—. Debo ir a ver a esa gente al Willard.

—Será un placer, como siempre —dijo Chase—, que se quede usted aquí.

—Sí —dijo Sprague, y se marchó.

—Un joven brusco. —Chase dirigió una sonrisa a Garfield—. Pero tiene buenas intenciones.

—¿Estás seguro, padre? —Kate fruncía el ceño—. No cesa de hablar de permisos de comercio.

—¿Quién no lo haría en su lugar? —dijo Garfield—. Con todos esos telares parados…

—Acerca de Florida Oriental —empezó Chase, mientras Kate servía el té—, el presidente quiere crear ahora un departamento de Florida; el gobernador sería Mr. Thayer, y usted el mayor general al mando de la guarnición.

—¡Esto es obra suya! —Garfield estaba alborozado—. ¿Cómo podré agradecérselo?

—Cumpla usted con su obligación. Eso es todo. —Chase era sobriamente romano.

—Kate fue más práctica.

—Entonces podría traer Florida de nuevo a la Unión, y venir aquí como senador. —Kate sirvió té a Garfield—. Como se está haciendo con los condados del oeste de Virginia. ¿Cómo se llamará el nuevo estado, padre?

—La última vez que se trató el asunto se decidió llamarlo Virginia Occidental.

—Es lamentable. —Kate dio a su padre una taza de té muy azucarado—. Ya era bastante malo que tuviéramos estados del Norte y del Sur. Ahora también Orientales y Occidentales. Como las calles aquí: A y B y C y D. Y Uno y Dos y Tres y…

—Pero tenemos las avenidas, Miss Kate. —Garfield se secó la barba con una servilleta de encaje—. Pennsylvania, Massachusetts, Rhode Island…

—En esta ciudad hay una curiosa falta de imaginación. Por lo menos en Ohio las calles se llaman Olmo, Pino o Roble. Padre, ¿por qué es tan aburrida Washington?

—¿Aburrida? Yo creía que ambos considerábamos bastante interesante esta ciudad… Incluso demasiado, a veces. —Chase tomó el último ejemplar de la Révue des Deux Mondes. Se interesaba por el espiritismo, tema de que se ocupaban también los franceses con su habitual intrépida inteligencia.

—Oh, nuestras vidas son interesantes. Sólo quería decir que aquí no hay sentido del misterio, romanticismo, y ni siquiera mucha historia. Sólo la esquina de Seis y E… y la oficina de patentes.

—Es una ciudad joven —dijo Garfield—. Éste es un país joven.

—Pero un siglo ya es tiempo suficiente para producir algo bonito, además de la plaza Lafayette, y él murió prácticamente ayer. Me gustaría —dijo Kate, reflexivamente— una catedral, una severa catedral gótica.

—La tendrá. —Garfield estaba exuberante. ¿Por qué se habría casado tan joven ese hombre admirable?, se preguntó Chase.

—Debería estar situada en una elevación —dijo Kate—, y se llegará hasta ella por la avenida Chase.

—¡Vamos, Kate! Verdaderamente no quiero ser una avenida.

—En realidad, Chase quería ser una ciudad. Después de todo, una ciudad en rápido crecimiento llevaba el nombre del corrompido senador Dayton. No sonaba mal Chase, Ohio. ¿O era demasiado modesto? En los próximos años habría por lo menos una docena de estados nuevos. Si era presidente, ¿no podría llevar su nombre un estado? Sobre todo, si daba su bendición particular a alguno de los territorios que aspiraban a ser un estado. Pero, si había un estado llamado Chase, ¿no podría haber otros que tuviesen el nombre de Lincoln o el de Seward? Alguien había sugerido realmente que Virginia Occidental se llamara Lincoln. Aunque Chase se había apresurado a tomar la propuesta a la ligera, por un instante había sentido miedo.

—Felices, Kate y Garfield dotaban a la ciudad de teatros de ópera, palacios y bibliotecas, y les daban el nombre de los notables del momento. Kate tuvo la inspiración de llamar Sprague Hall al Mercado del Algodón de mármol rosa, imitación del palacio ducal de Venecia.

Chase se preguntó qué pensaba realmente Kate del hombre que sería, más bien pronto que tarde, su marido y una fuente de riqueza inagotable.

—Pero la fuente de riqueza inagotable no dudaba de que el bloqueo le causaría, en breve plazo, la ruina. Harris Hoyt no hizo nada para aliviar sus temores mientras bebían ginebra en el bar del Willard, y miraban a Zachary Chandler, que se emborrachaba lenta y tranquilamente, solo, en el otro extremo del salón.

—¿Es definitivo el no de Chase? —preguntó Hoyt.

—Absolutamente. ¿Quién diablos es el general Garfield? —Sprague hundió en su copa de ginebra primero una punta de su bigote, luego la otra. Cuando ambas estuvieron bien mojadas, las lamió, apreciando el interesante sabor que los bigotes añadían a la ginebra.

—No distingo a los generales de la Unión. ¿Comprende realmente lo importante que es sacar algodón del Sur, si se puede hacer sin dar ayuda al enemigo y aliviando, en cambio, a la Unión?

—Pienso lo mismo. Debería hacer un discurso al respecto.

—Yo no lo haría —dijo Hoyt, alarmado.

—No me refiero a nuestros métodos. No estoy loco, Hoyt. Quiero decir un discurso sobre la necesidad del comercio limitado por el bien de la Unión.

—Bueno, todavía es el gobernador de Rhode Island. Vaya a Providence y ocúpese.

—No puedo. —Sprague movió la cabeza, con expresión triste—. Lo han matado.

—¿A quién?

—A Fred Ives. Escribía para el Post. La semana pasada, lo mataron en Sharpsburg.

Hoyt estaba desconcertado.

—¿Y qué tiene que ver eso con sus discursos?

—Él me los escribía. Eso es lo que tiene que ver. No pensará que yo escribí todos esos artículos sobre Bull Run, ¿verdad? Era Fred. Yo tenía toda la confianza del mundo en él. Siempre lo he querido. Y lo querré. —Una solitaria lágrima alcohólica brotó detrás de sus quevedos—. Escuche, he hablado con mi primo, Byron. Él se ocupa ahora del negocio. Piensa que es demasiado peligroso.

Hoyt se encogió de hombros.

—Peligroso es, por supuesto. Pero no veo qué otra cosa puede hacer usted. O yo, para el caso. El trato está bastante claro. Yo llevo a Galveston armas y municiones para los rebeldes, y ellos me permiten instalar toda la maquinaria de cardar algodón que yo quiera. Y después me ayudarán a sacar de allí el algodón.

—¿A través del bloqueo?

—A través del bloqueo. —Hoyt exhibió una alegre sonrisa de pirata—. Después de todo, el cuello que se arriesga es el mío.

—Eso no importa —dijo, sin mayores ambages, Sprague—. Pero el dinero es el mío.

—Sale ganando en el cambio. Lo único que me hace falta son cien mil dólares.

—Con lo que me costó ese regimiento… —Sprague parecía nostálgico.

—Sí, señor. Con ese dinero puedo comprar un montón de dinero confederado, aquí mismo. Y luego, mi buen amigo Charles L. Prescott, que es ingeniero y aparejador de barcos, comprará las embarcaciones necesarias para…

—¿Dónde está?

—Aquí, en el bar. ¿Ve a ese pelirrojo? Está bebiendo solo, cerca del senador Chandler. Es él.

—Zachary Chandler es un borracho. —Sprague pidió más ginebra y secó sus bigotes con la manga—. Está bien, Hoyt. Byron y yo le daremos el dinero. Pero tiene que ponerse en marcha enseguida.

Hoyt indicó a Prescott que se acercara. Prescott ya había encontrado una embarcación de dos palos en Nueva York.

—Se llama Snow Drift. Un buen barco, gobernador. Podríamos cargar… todo lo necesario en NuevaYork, ir a La Habana, que es un puerto español y neutral, y de allí a Galveston.

—A través del bloqueo —dijo Sprague.

—A través del bloqueo. —Hoyt sonrió, como si el peligro le regocijara.

—No es gran cosa el bloqueo —dijo Prescott—. Los yanquis sólo tienen unos cuarenta barcos, y hay más de cinco mil kilómetros de costa confederada. Yo he pasado varias veces a través. Y por eso estoy ahora en territorio enemigo.

—¿Territorio enemigo? —Sprague lanzó una mirada glacial al pelirrojo. Hoyt se apresuró a decir:

—También él es de Texas. Pero es un unionista leal.

—Sí. —Sprague miraba a Zachary Chandler, que tenía dificultades para salir de su silla. Un camarero de color se acercó y lo tomó del brazo. Desde que había empezado la leva para el ejército, no había muchos camareros blancos en el Willard—. Iremos mañana a Nueva York —ordenó Sprague a Hoyt—. Allí está Byron, esperando. Iré con usted al banco. Y quiero ver ese barco.

Sprague afirmó los quevedos en el puente de su nariz bien conformada.

—Si le pescan, jamás he oído hablar de usted.

—Espero que su futuro suegro nos dé un permiso de comercio antes de eso.

—Puede esperar lo que quiera, Hoyt. —Sprague se puso de pie—. Tomaremos el tren a mediodía. ¿Sabe lo que significa llevar armas a los rebeldes?

Hoyt se mostró inocente.

—Sé que es el precio que me han pedido a cambio de la autorización para establecer una fábrica de algodón.

—Como sea —dijo Sprague, todavía más directamente que de costumbre—. Llevarle armas al enemigo en tiempo de guerra es traición. Por eso se fusila.

—Sí, gobernador, pero nosotros somos tejanos. Técnicamente, podríamos considerarnos patriotas si llevamos armas a nuestra gente. Así que para nosotros no es como para usted, señor, un hombre de la Unión, un gobernador, un general, y muy pronto un senador. Quiero decir, señor —agregó el pelirrojo—, que si se comete alguna traición…

—Yo no los conozco. Eso es lo que ocurrirá si los sorprenden.

Sprague salió del bar. Zachary Chandler lo miró de frente, pero no reconoció a su futuro colega, lo que no tenía la menor importancia.