En la galería posterior de la Old Club House, Seward estaba acostado en una hamaca, con los ojos cerrados y los oídos alerta únicamente al parloteo de las aves del jardín donde pesaba en el aire la fragancia de los grandes rosales en flor. El Congreso se había disuelto tres días antes, y Seward volvía a sentirse un hombre libre; había dejado de ser el blanco de los ataques de Ben Wade el Intrépido y los demás jacobinos que lo consideraban totalmente responsable de la lentitud del esfuerzo de guerra y, desde luego, de la infame subsistencia de la esclavitud en todo el mundo.
Mientras Seward se mecía suavemente en su hamaca, imaginaba con delectación el envío de un destacamento de tropas para rodear el Capitolio durante una sesión del Congreso. Habría un arresto en masa. Él hablaba personalmente con los miembros de las dos cámaras reunidos. ¿Estaban encadenados? Dejó el detalle para un nuevo ensueño diurno. Por el momento, estaba en el sitial del presidente de la Cámara, y fumaba un puro mientras los fusiles de los soldados amenazaban desde la galería a los aterrorizados parlamentarios, de pie entre los escaños. Por supuesto, se dirigía a ellos cordialmente; hacía uno o dos chistes. Luego explicaba que ningún estado podía soportar, en tiempos de guerra, el lujo de un grupo de hombres tan grande, tan dificil de manejar y, con frecuencia, tan peligrosamente carente de patriotismo. Por lo tanto, era con verdadera aflicción que se veía obligado a disolver la rama legislativa del gobierno. La mayoría de los miembros podrían retornar a sus hogares. Por desgracia, algunos deberían someterse a juicio por traición. Eso sí: se le darían al senador Wade todos los medios para defenderse ante la corte militar. Pero si él y los demás jacobinos eran declarados culpables, por supuesto serían ahorcados frente al Capitolio. Seward no sabía si las horcas serían erigidas en el lado este del Capitolio o en el oeste, cuando el criado anunció:
—Mr. Chase ha venido a verlo, señor. Seward abrió los ojos, y allí estaba Chase, con una chaqueta blanca de lino y un aspecto razonablemente fresco para un día de tanto calor.
—Me perdonará usted que no me mueva —dijo Seward.
—Está perdonado. —Chase acercó una silla y se sentó al pie de la hamaca; como un médico, pensó Seward, mientras pedía con una seña al criado que le encendiera el cigarro—. Estaba gozando de la paz y la tranquilidad, ahora que han terminado las sesiones del Congreso y sólo debemos ocuparnos de la guerra.
Chase asintió.
—Nuestros antiguos colegas exigen mucho tiempo. Ben Wade acaba de anunciar, me han dicho, que el país se va al infierno.
—Sólo puedo esperar que él llegue primero —dijo Seward.
—Las cosas se acercan a un punto culminante, Mr. Seward. —Chase miró la pequeña figura de la hamaca, tan parecida, con sus piernas cortas y su gran nariz, a un loro caído de su percha.
—¿A causa de McClellan, quiere usted decir? —Seward sabía a qué se refería Chase: en ese momento, la liberación de los esclavos era asunto de gran urgencia. Pero ¿los esclavos de quién?
—Ése era el problema. Inglaterra y Francia eran más prorebeldes que nunca; ambas naciones presuponían que la administración Lincoln era esencialmente indiferente al destino del hombre negro, tema que no interesaba en particular a ninguna de ambas potencias, pero que justificaba el apoyo al Sur y lo que era más importante la fractura del joven imperio americano.
—Los republicanos radicales amenazaban con abandonar el partido republicano y aislar al presidente. Algunos de los revoltosos jacobinos del Congreso sí, los haría encadenar unos a otros, y las ejecuciones se cumplirían frente al Capitolio consistían en que Seward, por ser el maligno inspirador de la moderación presidencial, renunciara de inmediato y que la comisión conjunta del Congreso, juntamente con Chase, liberara a los esclavos, depusiera a McClellan y se hiciera cargo de la continuación de la guerra. Seward ignoraba hasta qué punto Chase estaba implicado en esa turbia conspiración. Sabía que Chase tendía a estar de acuerdo con cualquier cosa que dijeran los radicales acerca de Lincoln o del secretario de Estado.
No pensaba en McClellan, aunque es parte del problema. Chase había llegado a detestar al Joven Napoleón. Desde que había puesto la ciudad de Norfolk en manos de la Unión, Chase había perdido todo respeto a los militares. Lo único que se requería era cierta capacidad organizativa, sentido común y valor. McClellan sólo tenía lo primero. Chase tenía todo lo demás, como varios otros líderes civiles. Incluso Lincoln estaba mejor dotado para dirigir una operación militar que McClellan, quien había llegado a diez kilómetros de Richmond, pero no había ocupado la ciudad, aunque sus fuerzas eran cinco veces superiores en número a las rebeldes, y aunque el comandante rebelde, Joe Johnston, había caído gravemente herido en Seven Pines, una de las pocas verdaderas batallas de la llamada campaña de la Península. Había sucedido a Johnston Robert E. Lee, el amigo de los Blair.
Durante junio y julio McClellan siguió pidiendo tropas.
Afirmaba que Lee disponía de doscientos mil hombres listos Para destruir el ejército de la Unión. Chase había descubierto que el ejército de Lee contaba sólo con ochenta y cinco mil hombres. Lincoln, en plena desesperación, había salido de Washington remontando el río Hudson para conferenciar con Winfield Scott en West Point. El resultado había sido que Halleck, a quien se esperaba en breve, era ahora general en jefe; y que se había designado al general John Pope, miembro también del ejército del Oeste, para mandar el nuevo ejército de Virginia, destinado a defender la capital y a contener al alarmante «Stonewall» Jackson, que merodeaba a su placer por el cercano valle de Shenandoah. Por otra parte, si Pope se acercaba a Richmond desde el oeste y McClellan desde el este, la ciudad estaba condenada.
Las tropas de McClellan se encontraban todavía separadas por el río Chickahominy; debido a las lluvias, el río y los torrentes estaban crecidos. Y mientras todo el mundo predecía que McClellan tomaría Richmond de un solo golpe, Lee atacó y McClellan perdió el poco coraje que tenía. Después de denunciar al presidente y a Stanton, el Joven Napoleón había retrocedido hasta el río James y establecido su nuevo cuartel general en Harrison’s Landing.
Como ahora el gobierno confederado había empezado a reclutar hombres, Lincoln envió secretamente a Seward a NuevaYork para que se reuniera con los gobernadores del Norte y les sugiriera que reclamaran del presidente el llamamiento a filas de más ciudadanos. Como no había gran deseo general de alistarse en el ejército de la Unión, el Congreso ordenó en su última sesión la obligatoriedad del servicio militar para todos los hombres de dieciocho a cuarenta y cinco años de edad.
Pero Chase no había ido a casa de Seward a hablar de McClellan. Había votado contra él y sabía que Lincoln estaba a punto de reemplazarlo. Chase tenía absoluta confianza en John Pope, un abolicionista convencido que había causado excelente impresión a la comisión conjunta. La guerra llegaría a su fin previsto.
—Pero no podemos continuar en silencio acerca de la esclavitud, Mr. Seward.
—¿En silencio? Mr. Chase, no hablamos de otra cosa. Hasta el presidente parece ahora un abolicionista. Le dije que de nada serviría que hablara con los parlamentarios de los estados de frontera. Pero él pensaba que debía hacerlo. Entonces, la semana pasada, les dijo que pagaría trescientos dólares por cada uno de sus negros, y ellos respondieron que no.
—No todos dijeron que no. —Chase estimaba que Lincoln había sido más frívolo que de costumbre en su manejo de una cuestión tan complicada. Lincoln había apelado al patriotismo de los estados de frontera, lo que era irrelevante puesto que todos estaban más o menos voluntariamente dentro de la Unión. Lincoln había expuesto luego un argumento curioso: los estados rebeldes sentirían siempre que, si los estados de frontera mantenían la esclavitud, algún día se reunirían con ellos; pero si se abolía la esclavitud y se compensaba a los propietarios de esclavos, los estados rebeldes no continuarían mucho tiempo la lucha. Como otros esfuerzos del presidente en pro de la lógica, éste dejó frío a Chase, y también a la mayoría de los parlamentarios presentes—. Pero supongo que al presidente le cuesta mucho olvidar que proviene de Kentucky, y que los hermanos de Mrs. Lincoln combaten contra la Unión.
—Creo que el presidente es particularmente capaz de elevarse por encima de sus cuñados —dijo Seward, describiendo con su hamaca una especie de semicírculo cuya contemplación mareó a Chase.
—Desearía que en este asunto se elevara del todo.
—¿Liberaría usted a todos los esclavos de la Unión?
—Sí, Mr. Seward. Lo haría.
Seward se divertía.
—¿Y a los esclavos de los estados rebeldes?
—Ordenaría que los comandantes militares los liberaran a medida que los estados rebeldes volvieran a caer en nuestras manos.
—¿Los comandantes militares, y no el presidente?
—Me parece —dijo Chase gravemente— que sería lo más práctico.
—Comprendo. —Lo que comprendía Seward era que, a pesar de su apasionado interés por la abolición, Chase no quería que el presidente recibiera ningún crédito por tan noble empeño. En cambio, no le importaba que Lincoln asumiera todas las culpas que flotaban en el aire.
—Creo, Mr. Seward, que a nosotros nos toca guiar al presidente en este asunto. Él no actuará por su propia cuenta… —Podría usted llevarse una sorpresa, Mr. Chase.
Chase miró a Seward intensamente.
—¿Qué forma podría tener esa sorpresa?
—Creo que Mr. Lincoln está reflexionando, y eso significa que está a punto de actuar.
—Por supuesto, usted goza de su confianza. —Chase era cortés, pero sólo eso. Sabía que si Seward obraba a su manera, no se haría nada hasta después de las elecciones parlamentarias del otoño. Cuando Chase se puso en pie para marcharse, Seward descendió de su hamaca con un salto sorprendentemente juvenil.
—¡Ojalá tuviéramos un Cromwell! —exclamó Seward, mientras acompañaba a Chase al interior de la casa.
—¿Usted? —preguntó Chase, que había oído muchas veces similares expresiones de Seward.
—O usted. O incluso Lincoln.
—Estoy seguro de que él no podría ponerse a la altura de esa severa… necesidad.
—¿Podría usted, Mr. Chase?
El secretario del Tesoro secó su frente. En el interior de la casa hacía más calor que en la galería.
—Es tentador, durante una guerra, ceder el gobierno a un solo hombre. Pero, por supuesto, una vez terminada esa guerra, es necesario ejecutarlo de inmediato.
—Yo evitaría eso —dijo alegremente Seward.
—¿Et tu, Bruce? —dijo Chase, que no pensaba en César, sino en las Escrituras y en Cristo, padeciendo en la cruz para redimir al hombre a través de Su sangre. Ahora bien: ése sí era un destino importante y valioso.
—Hay estaba en la ventana del despacho de Nicolay cuando el secretario del Tesoro emergió de la casa de Seward.
—Están conspirando —dijo a Nicolay—. Chase y Seward traman algo.
—Sobreviviremos. —Nicolay estaba de pie. Partía a los frescos desiertos de Minnesota. Una vez suspendidas las sesiones del Congreso, la mitad del trabajo del secretario cesó misteriosamente. Hay miró a Chase, que se alejaba en su coche. En ese instante, el nuevo tranvía de caballos, un vehículo abierto para los días de verano, pasó en todo su esplendor blanco y creman junto a la Casa Blanca; una cantidad de damas y caballeros bien vestidos saludó agitando con la mano al presidente, dondequiera que pudiese estar, y Hay devolvió el saludo.
—Creo —dijo Hay, mitad para sus adentros y mitad para el atareado Nicolay— que visitaré a Miss Kate.
—¿Está en la ciudad el niño gobernador?
—No. Me parece que está en Corinth. Ha pedido permiso al Tycoon para ir a explicar a Halleck cómo llevar la guerra en el Oeste.
—¿Cuándo llegará Halleck aquí? —La cartera de Nicolay estaba llena de papeles.
—Ha dicho que el veintitrés. Posterga el viaje todo el tiempo. Si me ofrecieran el cargo de general en jefe, yo vendría corriendo. —Hay se sentó sobre el escritorio de Nicolay—. Miss Kate se muestra más amable que de costumbre este verano.
—Entonces ten cuidado. Ella sí está conspirando.
Lincoln entró en el despacho.
—Veo que se marcha hoy, Mr. Nicolay.
—Sí, señor.
—Espero que logre ver, aunque sea por un instante, a Miss Therena Bates. —Si los chippewas y los cheyennes me dejan una oportunidad, la veré.
—Sí. —Lincoln frunció el ceño—. Es un trabajo ideal para usted.
—Como si no tuviéramos bastante trabajo, estamos a punto de tener una guerra india. Presente mis cumplidos al jefe Agujero del Día.
—Lo haré, señor.
—Y ofrécele tu cuero cabelludo —añadió Hay, viendo que Lincoln se había alejado. El presidente, ausente, estaba ahora junto a la mesa de los periódicos.
—Esto me preocupa —dijo Lincoln, mientras recogía el New York Tribune—. Hace una semana que no se sabe nada de Horace Greeley.
—Quizás —dijo Hay— esté enfermo.
—Oh, de eso ya nos habríamos enterado —respondió Lincoln, mirando los editoriales—. Diría en letras enormes «Un gran hombre en peligro». Bueno, está a favor de la Ley de Confiscación de la semana pasada, aunque dice que no va suficientemente lejos. ¿Qué otra cosa puede hacer el Congreso, además de ordenar que los esclavos de cualquier persona culpable de traición queden en libertad?
Tanto Nicolay como Hay sabían que cuando Lincoln preguntaba algo a un periódico no esperaba que ninguno de ellos respondiera en nombre del director. Lincoln hizo luego una cantidad de sonoras preguntas a James Gordon Bennett, y dejó caer el Herald.
—No debería leer lo que escribe esta gente —dijo; luego agregó—: Sin embargo, nuestra Ley de Ferrocarriles parece popular.
—Pero el New York Times —dijo Nicolay— se pregunta cómo, en mitad de la guerra más cara de la historia, el gobierno puede pagar una línea férrea de costa a costa.
—Es sólo desde el oeste de Iowa hasta San Francisco. —Por un instante, Lincoln parecía nostálgico—. Realmente querría viajar algún día en ese tren. Me encantaría conocer el océano Pacífico. Es mi última pasión. —Se volvió a Nicolay—. ¿Tiene la copia de la carta del general McClellan, la que me dio en Harrison’s Landing?
—Sí, señor. —Nicolay tocó la caja fuerte que había encima de su escritorio—. Está aquí, bajo llave.
—Guárdela también usted bajo llave, John —dijo a Hay el Anciano; luego se despidió de Nicolay, y retornó a su despacho, donde Tad empezó de inmediato a tocar el tambor—. Hijo —le oyeron decir suavemente al presidente desde el pasillo—, ¿no podrías hacer menos ruido?
—El chico está imposible desde que se fue Mrs. Edwards.
Hay tenía sus propias ideas acerca de la forma en que se debía educar a los niños, y los Lincoln no estaban a la altura de sus ideales. Todo el tiempo se oía y veía a Tad en todas partes.
—Yo esperaba que se quedara más tiempo —dijo Nicolay.
—Ni siquiera ella puede aguantar a la Gata Montés.
—Una escena tras otra. —Nicolay cerró su maleta—. No te envidio, Johnny.
—¿Crees que está loca? —Era un diálogo recurrente.
—No es como las demás personas. Es dos personas…
—Es la Gata. Es Montés. Es la Gata Montés. Tres personas.
Desde la muerte de Willie, Hay se había preocupado especialmente por ser útil y simpático, pero nada podía calmar las sospechas de Madam, unidas, como siempre, a urgentes pedidos de dinero. Watt continuaba trabajando en la Casa Blanca, rodeado por una nube de misterio bastante más grande que el mensaje presidencial al Congreso; pero Madam se inclinaba cada vez más hacia el urbano mayor French, cuya urbanidad era cada vez más puesta a prueba. El duelo continuaba. Ya no se permitía a la banda de la Marina tocar las noches de verano en el Parque del Presidente; y Mrs. Lincoln no pisaba el dormitorio donde había muerto Willie, ni el Salón Verde, en la planta baja, donde había sido embalsamado. El presidente sobrellevaba estoicamente su aflicción, aunque Nicolay había contado a Hay que, inmediatamente después de apartarse del lecho de muerte de su hijo, el Anciano había acudido, con los ojos llenos de lágrimas, al despacho de Nicolay y le había dicho:
—Mi hijo se ha ido, Nicolay. Definitivamente. Se ha ido —repetía, como si no pudiese creer lo ocurrido. Pero eso había sido todo. Después de eso, por lo que sabía Hay, no había compartido su dolor con nadie más.
Nicolay estaba en la puerta, con su equipaje.
—Pensaré en ti, de vez en cuando. Cuídate de la bella Kate.
—Como de la Medusa.
—Te gustará la sorpresa que se avecina. Me gustaría estar aquí.
—¿Una sorpresa? —Hay por lo general sabía lo mismo que Nicolay. Pero en los últimos tiempos había advertido que muchas veces el presidente y Nicolay estaban solos en el despacho de Lincoln; y que cuando él entraba callaban de pronto.
—Ya verás. Ahora debo marcharme. Tienes la llave de la caja fuerte. Todo lo demás está en orden. —Nicolay estrechó firmemente la mano de Hay, y se fue. Diez minutos después, . Hay com Hay comprobó que Nicolay había olvidado darle la llave. Hay bajó deprisa, pero el coche de Nicolay ya había partido hacia la estación.
La sorpresa llegó el 22 de julio, durante la reunión del gabinete. Al principio, Hay temió que no lo llamaran, pero en el último momento el presidente dijo que deseaba levantar acta de lo que todos dijeran.
La habitación estaba muy iluminada, y hacía calor. Las moscas entraban y salían zumbando por las ventanas abiertas. Lincoln se había aflojado la corbata y su oscuro y nudoso cuello parecía el del jefe indio Agujero del Día. Estaban presentes todos los miembros del gabinete con excepción de Blair. Después de algunos asuntos menores, Lincoln sacó del bolsillo un documento y se puso las gafas. Pero en lugar de mirar los folios que tenía en la mano, clavó la vista en las lámparas de gas suspendidas del techo.
—Creo que, en muchos sentidos, hemos llegado al final del camino en el plan de operaciones que hemos seguido, tanto política como militarmente. Debemos enfrentarnos a una elección dificil en noviembre. Existe la posibilidad de que perdamos Pennsylvania, Ohio e Indiana. Mientras tanto, nuestros amigos franceses se afanan en provocar problemas en la frontera de México, y nuestros amigos ingleses permiten a los rebeldes usar sus astilleros, violando los acuerdos de neutralidad. En un año, me dice Mr. Chase, la deuda pública ha pasado de noventa millones de dólares a quinientos millones. No puedo visualizar ninguna de las dos sumas. Pero sé que no podemos seguir así mucho tiempo, si no conquistamos victorias en el campo militar y en el político.
Lincoln miró fugazmente los papeles que tenía en la mano. Hay no podía imaginar qué se proponía el Anciano. Seward lo sabía: había estudiado el asunto con el presidente. Chase lo sospechaba y sentía gran inquietud. Bastaba un rasgo de la pluma de Lincoln para que Chase perdiera, en cierto sentido, la superioridad que creía tener sobre el presidente.
—Como todos ustedes saben, he dicho más de una vez que si pudiera preservar la Unión liberando a todos los esclavos del total del territorio, lo haría. Si pudiera salvar la Unión sin liberar a ningún esclavo, también lo haría. Si pudiera salvar la Unión liberando a algunos esclavos y no a otros, lo haría. Pues bien: no tengo poder político para hacer lo primero. No tengo necesidad ni inclinación de hacer lo segundo. Entonces, haré lo tercero, puesto que existe una necesidad militar.
—El silencio de la habitación era más evidente por el zumbido de las moscas y el de los tábanos que pasaban como granadas de artillería junto al rostro de Hay. Lincoln había tomado finalmente la decisión. Chase estaba muy pálido y turbado. Seward se hallaba en otro mundo, más agradable, mientras miraba por la ventana. Stanton tenía el ceño fruncido. Welles sudaba debajo de su peluca. Bates parecía triste. Smith se mostraba indiferente.
—Debo decir que he preparado la proclama de emancipación.
—A su tiempo, la publicaré y será ley. No he pedido consejo al gabinete; pero después de leerla, querría oír, ciertamente, los comentarios de los ministros.
Luego el presidente leyó un documento muy preciso. Prometía pedir al Congreso, en el caso de los estados esclavistas de la Unión, alguna forma de ayuda financiera a los elementos que favorecieran la abolición gradual de la esclavitud. Y refiriéndose a los estados rebeldes, decía:
—«Como comandante en jefe del ejército y la marina de Estados Unidos, ordeno y declaro que, el primer día de enero del año del Señor de 1863, todas las personas mantenidas en esclavitud en cualesquiera estado o estados donde no se reconozca y mantenga la autoridad constitucional de los Estados Unidos, serán, desde ese momento y para siempre, libres».
El presidente dejó los papeles sobre la mesa; se quitó las gafas y se frotó la nariz.
Blair entró en la habitación, excusándose por su demora.
—Lincoln le indicó en silencio que leyera la proclama. Lo hizo, y no se sintió complacido, pensó Hay.
Lincoln se volvió, no a Seward, como exigía el protocolo, sino a Chase.
—Ayer hablamos, todos nosotros, Mr. Chase, acerca de las órdenes militares que proyecto para los negros de los estados rebeldes que están ahora libres de sus amos; y creo que todos hemos concordado en que podemos emplearlos como trabajadores. Todos apoyamos la idea de establecer a los negros en colonias en alguna región tropical, excepto usted.
—Sí, señor. —Chase carraspeó; tuvo conciencia de que estaba nervioso, y se preguntó por qué—. Nunca he aprobado la idea de que nos limitemos a eliminar de este continente a tres millones de negros para enviarlos a América Central o, a través del Atlántico, a África. Aparte de otros conceptos, el costo del traslado sería prohibitivo.
—Pues bien; ante su insistencia, Mr. Chase, he pospuesto la cuestión. Pero disiento de algunos miembros del gabinete que desean armar a los antiguos esclavos. Pienso que esto provocaría un efecto incendiario en los estados de frontera, y que no afectaría demasiado a los rebeldes.
—También yo disiento, señor. —Chase buscó el apoyo de Seward, pero no lo encontró; miró a Stanton, que opinaba como él, pero ahora prefería el silencio—. Yo preferiría que dejara usted en manos de los diversos generales la tarea de liberar, y de armar, a los esclavos, a medida que caigan bajo su jurisdicción. Pero puesto que se opone usted a eso, apoyo totalmente la proclama que nos ha leído.
El presidente asintió.
—Gracias, Mr. Chase. —Luego se volvió a Montgomery Blair—. No estuvo usted en la reunión de ayer, pero ya ve de qué se trataba, y ahora ha leído la proclama.
—Sí, señor. —El rostro naturalmente agresivo de Blair se tornaba más feroz por el sol que daba a sus ojos el brillo del pulido mármol gris—. Creo que conoce usted mi punto de vista. Yo desearía que todos los esclavos fueran liberados al _final de la guerra; y que, en ese momento, hasta el último negro fuera embarcado a África, o a Granada, o adondequiera que podamos encontrar un territorio para ellos. El pueblo, Mr. Chase —Blair dirigió su ardiente mirada al suave busto romano del secretario del Tesoro—, encontrará el dinero para alejar de este continente a las personas que jamás debían haberse traído aquí; esta guerra es el juicio de Dios por haber traído a los esclavos.
—Eso es muy elocuente, Mr. Blair —dijo Lincoln con sequedad—. Y coincide en gran medida con mi punto de vista; pero de lo que ahora se trata es de la proclama. ¿Qué opina usted de ella?
—Yo creo, señor, que si se publica, perderemos las elecciones de noviembre y que deberá enfrentarse usted a un Congreso demócrata.
Lincoln pareció abatido por la franqueza de Blair. Pero antes de que pudiera hablar, Seward dijo:
—Apoyo sin reservas la proclama, que el presidente se propone publicar de todos modos; y pienso que nos hará más bien que mal, particularmente en nuestras relaciones con las potencias europeas. Pero sugeriría, señor presidente, con todo respeto, que, como evidentemente no estamos ganando la guerra, postergara usted la proclama hasta que fuera posible entregarla al país apoyada en el éxito militar. De otro modo, y a la luz de tantos reveses, la impresión será que es nuestro último manotón de ahogado.
Lincoln abrió los brazos; señal infalible, sabía Hay, de que había pasado lo peor.
—Creo que es un consejo eminentemente bien fundado, gobernador, y me guiaré por él. —Lincoln entregó los papeles a Hay—. Mr. Hay, guarde esto en la caja fuerte. —Hay se sintió levemente enfermo: ¿dónde estaba la llave?—. Mantendremos esto en secreto, hasta que podamos celebrar una victoria. ¿Qué noticias tenemos —dijo el Tycoon a Stanton— del general McClellan?
—La Gran Tortuga Americana no se ha movido de su sitio.
—Como corresponde a su carácter —dijo el presidente, con desánimo—. Bueno, pronto tendremos aquí al general Halleck como general en jefe. En West Point lo llaman Viejo Cerebro; es también el hombre elegido por el general Scott. He leído los Elementos de arte y ciencia militar, del general Halleck. Es un libro muy serio.
La conversación se refirió luego al general Pope, que era el ideal común del general combatiente. Chase estaba en muy amistosos términos con él; incluso lo había llevado al Capitolio, donde había causado excelente impresión a los abolicionistas. El padre de Pope había sido juez de distrito en Illinois, y Lincoln había actuado como abogado en esa corte. Pero Lincoln no había hecho nada por favorecerlo. Pope había logrado hacer progresos por sí solo en el Oeste, a las órdenes de Halleck. Mientras Lincoln estaba con Scott en West Point, Stanton había llamado a Pope a Washington y le había ofrecido el mando de un nuevo ejército que llevaría el nombre de ejército de Virginia, donde estarían a sus órdenes McDowell, Frémont y Banks. Pope había aceptado. Era un hombre de aspecto magnífico, y enorme barba. Por desgracia, había sentido inmediato disgusto por McClellan. Era recíproco, y ahora dos rivales mandaban los ejércitos de Virginia y del Potomac. Hasta ese momento, Lincoln no había tornado en consideración la irritabilidad de sus comandantes. Pero Hay, después de leer la carta que McClellan había entregado a Lincoln en Harrison’s Landing, había llegado a la conclusión de que el Anciano era un santo. Incapaz de tomar Richmond, McClellan tenía la audacia de dirigir al presidente una carta llena de consejos políticos donde afirmaba que la noble guerra para preservar la Unión no debía hacerse contra los hombres del Sur ni contra sus propiedades, que incluían a los esclavos. Era evidente para Hay que ese documento era la plataforma con que McClellan se presentaría a las elecciones de 1864. También era evidente para Lincoln, que se limitaba a esbozar una prudente sonrisa cuando alguien formulaba un comentario al respecto.
Chase pensaba que él mismo era un santo por aceptar tan incondicionalmente el plan de Lincoln para emancipar a los esclavos de los estados rebeldes. Desde luego, no tenía alternativa, porque el presidente había sido, por una vez, firme. Lincoln había reunido al gabinete sólo para informar a sus miembros de lo que pensaba hacer. Como era obvio que Seward lo respaldaba, Chase estaba en inferioridad numérica. Estaba más convencido que nunca de que Seward era la mente rectora de la administración, en la medida en que podía decirse de tan desorientado gobierno que tenía una mente. Como no se le permitía trazar una gran estrategia, él podía al menos seguir siendo la voz de la conciencia, pocas veces escuchada, desde luego, por esos políticos sin conciencia.
Como la conversación se tornaba trivial, Chase propuso uno de sus temas.
—En lo que respecta al circulante…
Lincoln dejó escapar un largo suspiro; y todos los demás, con la excepción de Stanton, suspiraron.
La incapacidad del presidente para imaginar siquiera las finanzas nacionales era un signo de su incompetencia, pensaba Chase, que comprendía el carácter precario del papel moneda en general y de los llamados billetes verdes en particular.
—Yo sé que siempre tenemos demasiado circulante —dijo Lincoln—, y que eso significa demasiado poco. Es muy metafísico, como diría mi antiguo socio, Billy Herndon.
Hay tuvo una brusca imagen de Herndon en casa de Sal Austin; se preguntó si se habría casado con la muchacha a quien cortejaba, y si, en ese caso, habría dejado el whisky, como había prometido. Hay deseó que así fuera, por el bien del Tycoon.
—No me proponía incurrir en la metafísica —dijo Chase, con lo que él esperaba que fuera una sonrisa amable—. Sólo expresar nuevamente al gabinete mi deseo personal de que nuestros billetes de banco lleven la misma frase impresa que nuestras monedas. Me refiero, por supuesto, a «Confiamos en Dios».
—La separación constitucional de la Iglesia y el Estado —dijo Bates, eterno antagonista de Chase en este asunto— hace que esa frase sea muy irregular, si no ilegal.
—Si quiere usted —dijo Lincoln, mientras se ponía de pie— agregar un texto bíblico a los billetes dólares, sugeriría aquél de Pedro y Juan: «No poseo plata ni oro; pero lo que tengo te lo doy». Entre las risas subsiguientes, Lincoln se retiró a su despacho, y Chase comprendió que tampoco esta vez había obtenido una respuesta presidencial concreta en un asunto de señalada importancia para todo unionista temeroso de Dios.
Seward tomó del brazo a Chase, gesto que desagradaba profundamente al secretario del Tesoro; pero lo soportaba, como tantas otras cosas, por el bien del país.
—El presidente no es tan librepensador como usted sospecha.
—Yo no sospecho nada. —Chase advirtió el olor a tabaco de la Pequeña figura que tenía al lado, y también un leve dejo de oporto en su aliento.
—Pero ya tiene usted su emancipación —agregó Seward, mientras se abrían paso por el abarrotado pasillo. A cada paso, un postulante o una persona que deseaba expresar sus buenos deseos detenía a alguno de los dos estadistas, o a ambos. Las respuestas de Seward eran alegres y elípticas; las de Chase, vagas y graves.
—No es mi emancipación. No incluye a los estados de frontera.
—Yo hubiera liberado a los esclavos de todos los estados.
—En ese caso, yo me apiadaría de su pobre secretario del Tesoro, porque jamás volvería a vender un bono del Estado. Chase dedicó a Seward una mirada que esperaba friese fría; sin duda era una mirada casi ciega en el centro. Por otra parte, veía toda la periferia con gran nitidez.
Vio a Kate, radiante, en el salón delantero con el joven general de Ohio que acababa de instalarse en la casa a pasar el verano. Se puso en pie de un salto cuando Chase entró en la habitación. Era alto, de ojos azules, con abundante pelo rubio dorado y barba igualmente dorada. Cuando Kate le sugirió que se teñía al menos la barba, él había cortado un rizo, apto, como protestó, para un análisis, un dije o las dos cosas. Kate había declinado el ofrecimiento afirmando que el general debía ser fiel como el oro, ya que no como el acero, a su joven esposa Lucretia, que se había quedado en Hiram, Ohio. Si tan sólo, había pensado más de una vez Chase, William Sprague tuviera la mitad de la cultura y el encanto de James A. Garfield; o —mejor aún— si el general Garfield tuviera la décima parte de la fortuna de Sprague y fuera soltero, sería un yerno ideal. Pero las cosas nunca son como debieran. Garfield estaba casado y era pobre.
Kate ofreció limonada; preguntó a su padre qué había ocurrido durante la reunión del gabinete; escuchó atentamente su informe, que no incluía la proclama secreta de emancipación.
—Hoy recibo —anunció finalmente Kate, mientras Chase bebía toda la limonada—. He dicho que aguardaría en casa a lo que resta de la ciudad, ahora que el Congreso se ha marchado.
—Bueno, todavía quedan los militares —dijo Chase.
—Por desgracia —dijo Garfield—. Ahora que empiezan a ocurrir cosas, yo estoy aquí, esperando.
—Lo que es un placer para nosotros —dijo Kate.
—No tendrá que esperar usted mucho tiempo —dijo Chase.
Pero se interrumpió cuando el criado, vestido con una chaqueta blanca de lino adornada con alamares y botones dorados, última innovación de Kate, sirvió una fuente de pasteles. Cuando el hombre se alejó, Chase murmuró:
—Creo que le he conseguido el mando de Florida. Pero es un secreto.
—¡No hay nada que desee más! —El rostro juvenil se animó. Las mujeres llamaban «Apolo» al general Garfield—. La guerra se decidirá cuando las tropas del Oeste se unan a las del Este al sur de Richmond.
—Antes debemos esperar a que llegue el general Halleck.
—Él es quien debe tomar la decisión. Stanton siente aprecio por Halleck, el presidente cree que lo sentirá.
—Oh, es de primera, el Viejo Cerebro. Un general en jefe nato aunque no un comandante nato en el campo de batalla.
—Todo lo que ganarnos en el Oeste, lo ganó en realidad Grant.
—Junto con Pope —dijo Chase.
—Tu último favorito —dijo Kate.
—Y también Pope —dijo cortésmente Garfield—. Pero yo estuve con Grant en Shiloh el segundo día, el más terrible. Y vi cómo soportaba golpe tras golpe…
—Y cómo mataba y mataba —dijo Kate, con un estremecimiento.
—Sí —dijo Garfield—. Eso es lo que hacemos en la guerra.
Empezaron a llegar los invitados de Kate, y Chase se retiró a su estudio, sin ver a John Hay, que llegó cuando el sol empeszaba a ponerse gloriosamente.
Hay había visto varias veces a Kate durante el verano. Habían ido tres veces al teatro, dos en compañía de otras personas. Pero la última vez habían ido solos a ver una opereta, y luego a cenar en el Wormley. Hay encontraba infinitamente atractiva la persona de Kate. No así la aguda mente política que no cesaba de trazar planes, tan parecida a la del Tycoon si Herndon merecía algún crédito, y tan parecida a la de Chase, siempre alerta a toda posible ventaja. Sin embargo, a Hay le gustaba la forma en que Kate solía hacerle preguntas directas que ninguna mujer haría; sólo un político.
Hay estaba ahora junto a Kate, ambos dorados por el poniente.
En el salón, el criado encendía velas.
—Debemos salir a caballo el domingo —dijo Hay; sentía en el codo derecho la calidez del antebrazo de ella.
—Oh, están herrando a Atlanta, la pobre. —Kate lo miró; sus ojos de color avellana eran como doblones de España a la espectacular última luz del día—. Pero durante la semana, si no me voy al Norte… —Cuando alzó el brazo para indicar que Garfield debía ir con ellos, la suave piel tocó por un instante los dedos de Hay; Hay sintió un choque eléctrico.
Garfield, inicialmente dorado, parecía de bronce. Hay lo encontró agradable, aunque estaba algo celoso. Garfield era mayor que él; por lo menos de treinta años, y casado. No sólo había sido miembro de la legislatura de su estado, sino que era ahora un distinguido general; y el segundo secretario del presidente se sentía pequeño en su luminosa presencia. Además, Garfield unía el buen humor a su generalizado encanto.
—Conocí a su tío —dijo para sorpresa de Hay—. Lo vi por última vez en Columbia, donde vivíamos todos. —Se volvió a Kate, que le sonrió como si estuviera enamorada, lo que para Hay era, como ahora sabía, señal inequívoca de que no lo estaba. Kate Chase amaba solamente a su padre; y quizás a ella.
—Algunos de nosotros éramos más felices que otros —dijo Kate, y luego, dirigiéndose a Hay:
—Si Atlanta tiene sus herraduras a tiempo, podríamos salir por la tarde.
—Estoy siempre a su disposición —dijo Hay.
—Es usted el único hombre que no lo está. —Garfield era absolutamente cordial—. Trabaja usted hasta muy tarde en la Casa Blanca. He visto la luz de su despacho encendida a medianoche. Y más tarde.
—La confusión no cesa nunca —dijo Hay, afectando una fatiga que rara vez sentía.
—¿Cómo está Mrs. Lincoln? —preguntó Kate, con el ceño arrugado que presagiaba, por lo que Hay sabía, alguna maldad.
—Está con Tad en el Hogar del Soldado.
—Todavía de luto, dicen. —Garfield parecía auténticamente entristecido.
—Habla con su hijo. —El ceño arrugado de Kate no se modificó—. Lo sé. He conocido a Mrs. Laury, la médium.
—Aparentemente, el chico es feliz en el otro lado.
Garfield respondió en griego. La voz era musical; el acento, perfecto. Era natural: había sido profesor de literatura griega y latina antes de entrar en política.
—¿Qué es eso? —preguntó Kate, no tan cuidadosamente educada como Hay suponía.
—Aquiles en el mundo subterráneo —respondió Hay.
—Dice a Ulises que preferiría ser un siervo entre los vivos y no el rey de todos los muertos.
—¡Estoy entre dos modelos de perfección! —dijo Kate, encantada y encantadora. La luz dorada se había desvanecido. Las velas estaban encendidas. Fugaces luciérnagas brillaban en el jardín, más allá de las ventanas. William Sanford saludó a Kate, que sonrió y Hablábamos en griego, capitán Sanford.
—Oh —respondió el rico capitán—, es verdaderamente griego para mí.
—¡Tres modelos! —exclamó Kate; y luego se puso de pie.
—Ha llegado el general Pope. —El héroe del día estaba en el salón; pero no para ver a Kate. Con aire activo y preocupado, saludó en conjunto a los presentes y desapareció en el estudio de Chase. Cuando se cerró la puerta, Garfield dijo:
—Es la llave de la cerradura. Es nuestro mejor general —y agregó con la prudencia de un político—, al menos en el Oeste.
—¿Mejor que Grant? —preguntó Hay, con verdadera curiosidad. No podía decidir qué conjunto de generales era peor, si los graduados de West Point, que habían pasado sus vidas ganando dinero en los ferrocarriles, o los políticos a caballo en busca de renombre. Aunque Grant era un hombre de West Point, se había dedicado al negocio de las sillas de montar, en el que había fracasado.
—Es, en conjunto, un general mejor que Grant. Pero Grant es mejor en el campo de batalla. Yo sé que usted, Miss Kate, desaprueba su forma de no soltar la presa, pero es eso lo que se debe hacer. En Shiloh las dos partes perdieron, en un solo día, más hombres que en cualquier día aislado de una guerra moderna. Y eso ocurrió porque Grant estaba decidido a no retroceder, aunque los rebeldes tenían ventaja.
En el estudio de Chase, Pope decía lo contrario.
—Grant es imposible. Cuando no está borracho, vive en una especie de estupor. En Shiloh fue sorprendido por el enemigo. No estaba preparado. Apenas logró sobrevivir. No es un general. Pero McClellan es peor aún.
Chase asintió.
—He llegado a la conclusión, general, y esto debe quedar entre nosotros, de que McClellan no tiene la menor intención de hacer daño al Sur. Lo que él desea es que los estados rebeldes vuelvan a la Unión, si es posible, en el sesenta y cuatro, para presentarse como candidato demócrata y recibir sus votos.
Pope alisó su espesa barba negra con sus gruesos dedos rojos.
—No me sorprendería que tuviera usted razón. Sin duda, él se ha conducido de modo muy extraño. Estaba a diez kilómetros de Richmond, y no ocupó la ciudad. Imagínese usted. No creo que quiera pelear, y el motivo que usted sugiere es el mejor que he oído mencionar. Apaciguamiento del enemigo. Pero yo sí quiero pelear. He dicho a las tropas que no pierdan tiempo estudiando nuestras posibles líneas de retirada. Les he prometido que no verán otra cosa que la espalda del enemigo. —Pope empezó a andar de un lado a otro del estudio, y Chase sintió confianza por primera vez desde la época de McDowell. Y agradeció al cielo una vez más que ese general capaz de derrotar al Sur fuera un firme abolicionista, y un partidario de Chase.
Pope quería saber cuál era la posición exacta de Lincoln respecto a la esclavitud.
—Cuando el ejército de Virginia penetre en Virginia, heredaré miles de almas negras. ¿Qué debo hacer con ellas?
Por un instante, Chase sintió la tentación de decirle lo que había jurado ocultar, y hablarle de la proclama de emancipación. Pero el momento de debilidad pasó.
—Yo —dijo Chase en voz muy baja—, después de la victoria, y espero que ocupe usted Richmond con la ayuda de McClellan o sin ella, liberaría a los esclavos por mi propia iniciativa y los integraría en el ejército, armándolos inclusive. Eso es lo que yo haría, por supuesto. No es lo que haría Mr. Seward.
—¿Es decir, el presidente?
—Es decir, el presidente. —Chase asintió. Ahora la semilla estaba plantada. Rezó porque echara raíces y floreciera. Si era así, la proclama de emancipación de Lincoln sólo sería un tardío eco legislativo de la liberación concreta de los esclavos realizada por Pope.
—Comprendo, Mr. Chase.
—Creo que ambos nos comprendemos, y comprendemos lo que Dios nos ordena. En pequeña escala, yo sé cómo es conquistar una ciudad enemiga, como ocurrió con Norfolk, y ver a los esclavos negros pidiendo que se rompan sus cadenas. Pero en ese momento yo no tenía autoridad para hacerlo. Usted la tendrá. Sus victorias en el campo de batalla serán su autoridad.
—No lo decepcionaré, Mr. Chase. —Pope estrechó con sus dos manos la de Chase. Estaban aliados para cumplir la obra del Señor.
Mientras se establecía ese solemne compromiso, Williarn Sanford proponía matrimonio a Kate en el salón.
—Pienso dejar el ejército a principios de año. Podríamos ir a Francia. Hay allí una casa que me cautiva desde antes de la guerra. En St. Cloud, cerca de París. Podríamos llevar una vida maravillosa. Yo estudiaría música. Y usted podría instalarse en la corte, si lo deseara.
Los ojos de Kate ardían a la luz de las velas.
—Es un hermoso ofrecimiento, Mr. Sanford. Me honra. Me emociona. Si no hubiera guerra, si mi padre no estuviera tan profundamente interesado en los asuntos públicos, no podría imaginar una vida más feliz…
—Será, entonces, el gobernador Sprague, ¿no es verdad? —Sanford fruncía el ceño y los labios sonrosados.
—Oh, no es nadie, le aseguro, aparte de mi padre —respondió Kate, por una vez con absoluta franqueza. En ese instante, el general Pope atravesó deprisa el salón y se encaminó a la noche y a su destino.
Ahora Hay estaba con Kate. Hay imaginaba con bastante precisión el diálogo con Sanford. Los jóvenes de Washington conocían la pasión de Sanford. Algunos pensaban que Kate debía casarse con él, y no preocuparse más por el dinero ni por su padre. Otros estimaban que más le convenía quedarse con Sprague y permanecer junto a su padre. Hay pensaba que ella hubiera sido una excelente esposa para él mismo, aunque ninguno de los dos poseía riquezas y él no estaba seguro de tener la habilidad necesaria para hacer dinero.
—¿Qué le parece su nuevo comandante, capitán Sanford? —Hay se lo preguntó a Sanford, pero miraba a Kate, quien tenía la mirada ociosamente fija en Garfield.
—El general McDowell siente gran aprecio por el general Pope —dijo Sanford, que aún formaba parte del estado mayor de McDowell—. Pero el general Frémont no acepta servir a las órdenes de un oficial de rango menor, y se ha retirado.
—Eso no es un infortunio —dijo Hay, consciente de su falta de tacto; pero, después de todo, el presidente había hecho lo imposible por complacer al popular pero inservible Frémont, que había sido el primer candidato republicano a la presidencia, y por ello en cierto sentido superior al segundo candidato, Lincoln.
—Lo mismo piensa el general McDowell. —Sanford no dejaba de mirar a Kate, que parecía más encantadora e intocable que nunca, aunque Hay todavía podía sentir en sus dedos el roce de la tersa piel de la muchacha.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Kate—. ¿O es un secreto?
—No sabemos casi nada —respondió Sanford, mirando a Hay—. El ejército de Virginia probablemente se unirá al ejército del Potomac para tomar la ciudad de Richmond.
—Estoy segura —dijo Kate— de que no es eso lo que ocurrirá. Por designio o por pura incompetencia, sin duda sucederá otra cosa, y el enemigo ya lo sabe.