Mientras Chase alzaba la taza para recibir el café recién preparado, el barco dio un brusco salto y el líquido descendió hacia él, lentamente, según le pareció, describiendo un arco que debía terminar no en la taza sino en su cara. Por suerte, un segundo bandazo determinó que el chorro se apartara de la mejilla de Chase, quien aun así pudo sentir su calor mientras caía en la cubierta con una salpicadura no del todo disimulada por el ruido del agua en el tajamar del buque del Tesoro.
Chase miró al presidente, que se sostenía de la mesa con una mano y aferraba con la otra un tenedor dirigido hacia un plato que ahora atravesaba la mesa y distribuía imparcialmente su contenido entre los pantalones de Stanton y del general Vide. Cuando el joven camarero estuvo seguro de que no había más café en la jarra de latón la depositó en la mesa donde, mientras nuevas olas elevaban la proa del buque, recorrió en sentido inverso el camino del plato presidencial y golpeó de lleno a Lincoln en el pecho.
—De todos modos —dijo reflexivamente el primer magistrado—, creo que no tenía hambre.
El oficial al mando del Miami se excusó.
—Lo siento, señor. No debería moverse tanto. Pero con el Chesapeake nunca se sabe.
—¿Cuánto más —suspiró Stanton— falta para llegar a la fortaleza Monroe?
—Llegaremos esta noche a las ocho, señor.
Stanton cerró los ojos. Lincoln mostraba una sonrisa desteñida. Chase se sentía alerta y vigoroso. Estaba en su nave, un buque del Tesoro de los Estados Unidos, y sus distinguidos huéspedes eran el presidente y el secretario de Guerra.
Chase se dirigió al capitán:
—Estoy seguro de que nosotros podremos hacer justicia a la deliciosa comida que su cocinero ha preparado —dijo con impecable cortesía; y vio entonces, alarmado, que un segundo camarero había aparecido con una humeante sopera—. Aunque sugeriría que omitiéramos la…
Una gran ola dio de lleno contra la proa y la sopa quedó omitida. Afortunadamente, el presidente estaba ileso, aunque del color de la tiza.
—Creo —dijo Lincoln— que me acostaré un rato. —Con ayuda del capitán, el presidente atravesó tambaleándose el salón hasta un largo pañol donde habían instalado una litera. Allí se estiró y cerró los ojos. Stanton se puso de pie y dio contra el camarero, que lo sostuvo en mitad de su vuelo y lo depositó en otra litera, donde se quedó respirando suavemente y con dificultad, los ojos enrojecidos detrás de sus gruesas gafas.
—Esto nos deja a nosotros solos, general —dijo alegremente Chase aViele, que parecía hallarse a gusto. Luego comieron, tan bien como podían. Platos y cubiertos poseían una siniestra vida propia—. Como en una sesión espiritista —observó Chase. En los últimos tiempos, hablar con los muertos hacía furor en Washington; y la ciudad estaba llena de médiums de toda clase. Se rumoreaba que Mrs. Lincoln había llamado a la Casa Blanca a una que estaba particularmente de moda: había logrado comunicarse con Willie y ése, según se decía, había sido el único instante en que había salido de su confusión para mostrarse animada e incluso cuerda.
La Casa Blanca había estado de duelo desde el funeral del niño, tres meses antes y durante una tormenta tan tremenda que Chase había recordado esas obras de Shakespeare en que todos los elementos conspiran para presagiar una tragedia terrible, es decir, más terrible.
El general Viele se refirió a la ocupación del fuerte Pulaski, en las afueras de Savannah, el mes anterior; y Chase dijo que rezaba porque McClellan, inspirado por las numerosas victorias federales en todo el país, avanzara. El general Ben Butler había ocupado Nueva Orleans. El general John Pope había tomado una isla fundamental del Mississippi, que llevaba el nombre no muy glorioso de Isla Número Diez. El general Grant había sufrido graves pérdidas —unos mil trescientos hombres— cuando lo sorprendieron los rebeldes en Shiloh Church, junto al río Tennessee. Grant a duras penas había logrado sobrevivir. Luego había sido denunciado por un antiguo comandante de la academia militar de los Estados Unidos por tahúr y bebedor. Lincoln había pasado por alto la denuncia.
Pero no podía pasar por alto los ataques a McClellan de los radicales del Congreso, ni tampoco los del renovado partido demócrata del Norte contra él mismo y contra Stanton. Cuando finalmente ordenó que McClellan y el ejército del Potomac entraran en acción, aprovechó la oportunidad para privar a McClellan de su cargo de general en jefe, con el argumento de que difícilmente podía mandar todos los ejércitos si él mismo estaba en campaña. McClellan había aceptado esta reducción de su poder con bastante más serenidad de la que anticipaba Chase. Se dio a Halleck el mando del Oeste, y, para complacer a los radicales, se resucitó a Frémont y se le confió algo llamado departamento de montaña.
Entre el 17 de marzo y el 5 de abril de 1862 más de cien mil soldados federales fueron transportados por el río Potomar hasta la llamada península deYorktown, una franja de terreno cenagoso entre los ríos York y James, dominada en su extremo oriental por la fortaleza Monroe y en el centro porYorktown, ese histórico pueblo donde la guerra de la Independencia había sido finalmente ganada (por la flota francesa). Ahora las tropas rebeldes ocupaban los restos de las fortificaciones británicas de Yorktown.
Se había abandonado el «plan Urbana» de McClellan cuando, en un movimiento sorpresivo, el ejército confederado había abandonado Manassas y Centerville para reagruparse a lo largo del río Rappahannock; esto hacía imposible para McClellan un desembarco en algún punto próximo a Urbana. McClellan había anunciado entonces que utilizaría la fortaleza Monroe como centro de sus operaciones, primero contraYorktown; luego contra West Point, a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Richmond; y finalmente, contra Richmond. Con una operación conjunta del ejército del Potomac y la marina, al mando del comodoro Goldsborough, McClellan pondría así rápido fin a la rebelión.
Por desgracia, la moderna ciencia naval había echado a perder el plan de McClellan. La marina confederada había logrado poner a flote una fragata de cuarenta cañones de la Unión, hundida al principio de la guerra para que no cayera en manos de los rebeldes. El casco de la fragata había sido forrado con planchas metálicas, y dotado de un espolón de hierro fundido en la proa. La mañana del 9 de marzo esta fragata, con su nuevo nombre de Merrimack, había hundido dos barcos de la Unión en Hampton Roads, cerca de Norfolk, y obligado a encallar al Minnesota. Chase nunca había visto tan desmoralizado a Stanton.
—¡Hundirán todos los barcos de la Unión en todos los puertos de la Unión! —Stanton había advertido a los puertos norteños que tomaran precauciones contra ese monstruo devastador—. No hay duda —decía en voz dramática— de que ese barco es capaz de destruir por sí solo la ciudad de Washington. —Pero, como Welles no dejaba de recordarle, un barco de la Unión, de diseño igualmente revolucionario, se aprestaba al combate. Ese curioso barco metálico chato poseía una torreta artillada giratoria. La noche del 9 de marzo, el Monitor entabló con el Merrimack una confrontación que no fue concluyente y que sólo terminó cuando el Merrimack se retiró a la seguridad del puerto de Norfolk. Sin embargo, el hecho de que el Merrimack no hubiera dejado de existir tornaba azarosa cualquier clase de operación naval.
Ahora McClellan sitiabaYorktown. Durante abril había erigido elaboradas baterías para destruir las fortificaciones enemigas. Los gastos de los ingenieros de McClellan habían desvelado muchas noches a Chase. Aunque McClellan afirmaba que poseía sólo noventa y tres mil soldados, Chase estimaba que eran ciento cincuenta y seis mil. Pero fueran los que fuesen, McClellan creía que de todos modos el enemigo lo superaba en número. Y por eso los preparativos para el sitio habían concluido dos días antes, cuando el ejército confederado sencillamente había abandonado Yorktown. En ese momento, Lincoln había decidido que había llegado la hora de visitar a McClellan. Hasta entonces, el ejército del Potomac había tomado sólo dos fortalezas enemigas: Manassas y Yorktown; y ambas habían sido cedidas por el adversario. Y en Manassas, para peor, se había comprobado que las temidas y famosas obras de fortificación consistían en troncos pintados de negro para simular cañones.
Juntos, aferrados a la borda, Chase y el general Viele miraban las olas que precedían al barco; ahora el viento soplaba de popa.
—Vamos a buena velocidad —dijo Chase, sereno y experto. Era su barco.
—Una tormenta de verano. —Viele señaló, a la distancia, los oscuros nubarrones que se alejaban—. Caprichos del tiempo.
—Cuando lleguemos, aún será de día —dijo Chase, dirigiendo una mirada de viejo marino al pálido sol.
En la más absoluta oscuridad, el Miami ancló frente a la fortaleza Monroe. Afortunadamente, después del ocaso las aguas del Chesapeake se habían tornado lisas como un cristal, y el buque era, pensaba el complacido Chase, como un barco pintado sobre unas aguas pintadas.
El presidente estaba ahora de mejor ánimo. Incluso Stanton parecía cordial mientras se disponían a descender de la embarcación al bote que los llevaría a la nave insignia del comodoro Goldsborough, el Mínnesota.
En completo silencio, el bote se acercó a la alta fortaleza de madera llena de luces; Chase no pudo dejar de pensar que era un blanco tentador para el Merrimack.
El costado del barco parecía una montaña; olía a alquitrán y a pólvora quemada. Una escalera de increíble fragilidad colgaba de la cubierta. Un marinero descendió, sostuvo la escala y miró a Lincoln.
—¿Usted primero, señor?
Se oyó en la noche la voz autoritaria de Stanton.
—Naturalmente, la etiqueta militar requiere que el presidente suba en primer lugar. Luego el secretario del Tesoro. Luego el de Guerra. Y los demás, de acuerdo a su rango.
—Con la teoría —dijo Lincoln, afirmando las dos cuerdas paralelas que se agitaban contra el costado del barco— de que, si la escala no aguanta, cada uno de los funcionarios supervivientes asciende un grado en el escalafón. —Con esas palabras sardónicas, el presidente apoyó el gran pie en un travesaño de la escala y, como el Mono Aborigen, según pensó con irreverencia Chase, trepó deprisa. Luego Chase puso un pie cauteloso en la escala y se izó lentamente. La cálida noche de mayo lo envolvía como una mortaja. Sabía que si miraba el negro mar caería y se ahogaría. Por eso miraba hacia arriba, las brillantes estrellas y la lámpara de petróleo que sostenía un marinero en la cubierta para darle luz al mismo tiempo que lo deslumbraba. Pero el peligroso viaje concluyó; y Chase oyó con cierto placer los suspiros y gemidos del secretario de Guerra, que subía con dificultad y pedía ayuda lastimosamente para saltar a cubierta.
El comodoro Goldsborough era un oficial duro y lleno de confianza en sí mismo, de eso que a Stanton le gustaba llamar «la vieja escuela, es decir, que no se le puede enseñar nada ahora que esa escuela ya no existe». El comodoro invitó a los funcionarios del estado al salón de oficiales, de techo bajo y madera oscura iluminada por las lámparas. Era particularmente obsequioso con Chase, que en un tiempo había considerado la posibilidad de casarse con la esposa actual del comodoro. Chase había conocido en Washington, de joven, al fiscal general William Wirt, un famoso abogado que había comenzado su carrera como acusador de Aaron Burr, juzgado por traición. Las cinco hijas de Wirt habían fascinado a Chase. Pero sus obligaciones, y la necesidad, habían hecho imposible el matrimonio. Sin embargo, a Chase le había agradado siempre la compañía de Mrs. Goldborough y del comodoro.
Lincoln estrechó la mano a una cantidad de oficiales de marina, que parecían auténticamente complacidos de conocer personalmente al Viejo Abe. La creciente popularidad del presidente entre las fuerzas militares era un misterio que Chase aún no había logrado desentrañar. No tenían con él una estrecha relación, como con McClellan, que se esforzaba mucho, y con éxito, para ser amado; o como con Stanton, que se esforzaba mucho, y con éxito, para ser temido. Pero de algún modo, ese presidente despistado y suave había conquistado la imaginación de las tropas como jamás lo había conseguido el rostro del billete de un dólar, el de Salmon Portland Chase. Desde luego, Lincoln no era un político abolicionista. Como Lincoln, las tropas combatían por la Unión, en tanto que Chase luchaba por la abolición de la esclavitud y por la gloria de Cristo. Curiosamente, Stanton se había acercado en los últimos tiempos a los puntos de vista de Chase. Al menos, había empezado a ir a la iglesia, a leer la Biblia y a interrogar a Chase acerca de ciertos pormenores de la Escritura. Tal vez el motivo fuera que el hijo pequeño de Stanton se moría; era espantoso, pero quizá fuera posible salvar un alma todavía.
—No creo, señor, que el ejército rebelde íntegro pueda salvar a Richmond. —El comodoro Goldsborough había extendido sobre la mesa varios mapas de la península, y los visitantes estudiaban los diversos puntos de interés—. El general McClellan está ahora aquí, en Yorktown. Su vanguardia se ha desplazado a Williamsburg, y desde allí puede moverse hacia Richmond, usando el río York, aquí, como su línea de comunicaciones. Lincoln puso el dedo en el río Chickahominy, una línea ondulante que dividía la península en dos partes. Al sur del río estaba Richmond. Al norte estaba Yorktown.
—Supongo que cuando el general McClellan se establezca en Williamsburg mantendrá el ejército al sur del río; si lo sitúa al norte del Chickahominy más tarde o más temprano tendrá que cruzarlo, y eso será muy duro con todo el ejército rebelde entre Richmond y sus fuerzas.
—No me ha informado de sus planes hasta ese punto —dijo el comodoro—. Pero sé que esta mañana ha desembarcado cuatro divisiones en West Point, es decir, al norte del río. Creo que se propone mantener esa posición hasta que el cuerpo del general McDowell descienda desde Manassas por Fredericksburg para reunirse con él en West Point. Necesita refuerzos.
—¿Refuerzos? —Lincoln hablaba con asombro—. No puedo creer que el general McClellan disponga de pocos hombres para la empresa.
Luego Stanton disparó al comodoro una andanada de preguntas. ¿Por qué el Monitor no había hundido al Merrimack durante el primer encuentro? ¿Por qué el Monitor no había perseguido al Merrimack por lo menos hasta la bocana del puerto de Norfolk? ¿Por qué el recién llegado Vanderbilt (antiguo yate del comodoro epónimo, que había sido ahora sólidamente reforzado con planchas de hierro) no había participado en el combate? Con irritación creciente, el comodoro explicó a Stanton los diversos motivos tácticos y logísticos, mientras Stanton, que jamás dejaba de encolerizarse cuando se le hacía frente, lo arengaba acerca de la importancia de destruir al Merrimack por todos los medios. Esa nave representaba un mortal peligro para la Unión.
Mientras los dos hombres empujaban el mapa de un lado a otro de la mesa, Lincoln se dirigió al ojo de buey más próximo y miró la rectangular fortaleza Monroe sobre el promontorio. Chase se reunió con él. Ninguno de los dos había visto antes esa legendaria fortaleza, sólida ancla del esfuerzo de la Unión en el Sur.
—Mañana debería hacer buen tiempo —dijo Lincoln, señalando el cielo negro y claro en que brillaba una fina luna blanca.
—Me gustaría comprender mejor los problemas navales —dijo Chase, mientras las voces del comodoro y de Marte, como solía llamar Lincoln a Stanton, resonaban en el salón. Chase observó que la voz de Stanton era ahora dulce; esto indicaba que estaba muy cerca de una verdadera cólera—. Pero no los comprendo.
—Tampoco yo —dijo Lincoln—. Con todo, me gustaría ver estos barcos en acción mañana. Trataremos de atraer al Merrimack, y veremos si el Monitor y el Vanderbilt pueden hundirlo o bien obligarlo a encallar. Estas cosas son tan nuevas para nosotros…, barcos de planchas de hierro, con torrecillas que giran, como latas en un plato.
—El Times de Londres predice el final de los barcos de madera.
—En ese caso, sugiero que compremos aserraderos. El Times por lo general se equivoca.
Hubo un movimiento en la puerta; entró el comandante de la fortaleza Monroe, John E. Wool. Era un anciano delgado y ceñudo que había servido con Winfield Scott en la guerra de 1812. Lentamente, pero con precisión, saludó al presidente y presentó a su plana mayor.
El general Wool traía también varios telegramas de McClellan dirigidos a Stanton, que se lo agradeció y se retiró a leerlos a un ángulo de la habitación, mientras el anciano permanecía con el presidente y con Chase. Hicieron gran cantidad de observaciones corteses y pertinentes acerca del tiempo. «Las lluvias son propias de la época, pero han sido inusitadamente intensas y nos han obligado a construir caminos de madera a partir de Yorktown». Chase asintió solemnemente; había aprendido hacía poco que eso significaba un camino donde se habían colocado sobre el barro tablones o ramas para que pudieran pasar por él vehículos con ruedas. Era un proceso caro y laborioso. Naturalmente, a McClellan le gustaba este tipo de caminos, como cualquier otra tarea de ingeniería. Debía retornar a los ferrocarriles, pensó Chase, al proyecto de unir la costa este con la oeste, ambición perenne de mil empresarios, apoyada incluso por Lincoln. Pero mientras el presidente no asignara fondos federales a los empresarios, Chase no alentaba sus fantasías de una línea férrea desde Nueva York hasta California.
—¿Cómo están los hombres? —preguntó Lincoln.
El anciano arrugó el entrecejo.
—Llegaron en abril, y eran tropas tan buenas como las mejores que he visto. Pero las semanas pasadas hasta su llegada aYorktown se han cobrado su tributo.
—¿En qué sentido? —preguntó Chase.
—La fiebre, señor. La mitad del ejército la padece. —Wool se volvió a Lincoln—. Les damos tanta quinina como heno a los caballos. El aire de estas ciénagas es extremadamente venenoso.
—De modo que el ejército ya no es lo que era. Y la fiebre nos castiga. —Chase recordó que, después de la muerte de Willie, el presidente había caído en cama, por primera vez, víctima de la fiebre del Potomac, y también Stanton. Sólo Chase, en todo el gabinete, parecía inmune a las fiebres de Washington. Había sido senador durante un período legislativo; y ahora era casi tan resistente al clima como los nativos.
—No es tan terrible, señor. Pero no podemos avanzar tan rápidamente como debiéramos.
—Dígame, general: ¿cuántos rebeldes había en Yorktown? Aunque Wool parecía algo embarazado, Chase no lo compadecía. Sospechaba de antemano la respuesta que dio el general.
—Nunca ha habido más de diez mil hombres. Esperaron hasta que terminamos nuestras obras de fortificación y reparación de caminos, y pusimos en posición la artillería. Luego se retiraron.
—Entonces, los superábamos en número por diez a uno —dijo Lincoln; y Chase supo entonces que la carrera de McClellan había terminado, a menos que en un poco característico frenesí de actividad el Joven Napoleón se apoderara de Richmond y terminara la guerra.
—Tácticamente no, señor. No diez a uno, pero ciertamente cuatro a uno.
—Entonces, ¿podríamos haber pasado?
Wool asintió, pero nada dijo. Stanton se reunió con ellos, con varios telegramas estrujados en la mano.
—El general McClellan está indignado porque McDowell no le ha enviado refuerzos.
—Eso suena familiar —dijo Lincoln—. ¿Es firme su posición en West Point?
—Por la mañana lo era. No hay despachos posteriores. Dígame, general Wool, ¿hay informaciones de Richmond?
—Sí, señor. En la ciudad cunde el pánico. El Congreso confederado…, quiero decir, rebelde, ha sido suspendido. Se han cargado en vagones de tren todos los archivos del gobierno, y los fondos del Tesoro. Esperan perder su capital.
—Estamos tan cerca —dijo suavemente Lincoln—, tan cerca…
El día siguiente Lincoln hizo todo lo posible para apresurar el final. Estaba con el general Wool y el comodoro Goldsborough en el muro de la fortaleza Monroe que miraba hacia el sur; a través del río James se veía la Punta Sewell, un promontorio amarillo verdoso claro entre las nieblas de la mañana. A la derecha de la Punta Sewell estaba la entrada del puerto de Norfolk, donde acechaba el Merrimack. Ahora los barcos de la Unión, formados en línea, se acercaban a la punta. El Monitor, de aspecto para. Chase muy extraño, aguardaba muy cerca, con su torrecilla apuntando a la boca del puerto.
—Sería excelente —dijo Lincoln, al tiempo que se quitaba el sombrero, con gran alivio del secretario del Tesoro: la figura gigantesca e inconfundible del presidente, recortada contra el cielo, era un blanco perfecto— que pudiéramos hundir hoy al Merrimack.
—Sí, señor —respondió el comodoro, evidentemente incómodo—. Pero no estoy seguro de que eso sea posible.
Stanton dijo secamente:
—Son dos barcos forrados de hierro contra uno. Por no mencionar los barcos de madera…
En ese momento se oyó un terrible estruendo: las naves de la Unión abrían fuego contra la Punta Sewell. En los intervalos entre una y otra andanada, Lincoln intentó arrancar al general Wool la cifra de efectivos del puerto de Norfolk. El general Wool reconoció que, si bien nadie lo sabía con certeza, se había difundido el rumor de que los rebeldes, al abandonarYorktown, habían abandonado igualmente Norfolk.
—¿Pero eso no es seguro?
—No, señor.
—Entonces —dijo el presidente—, sugiero que hagamos lo posible para averiguarlo; y que si la guarnición no es demasiado grande, ocupemos la ciudad.
—Por supuesto, señor, nuestros espías…
Los soldados que se hallaban algo más lejos, junto a la muralla, gritaron. El Merrimack, chato, pulido, amenazante, había aparecido a la vista.
—¡El monstruo! —dijo Stanton, como si hubiese realmente algo sobrenatural en ese barco metálico, de proa muy curiosa. Mientras las naves de madera de la Unión se desplazaban para evitar su acometida, el Monitor describió un arco hacia el Merrimack y su torre acorazada giró para no perder de vista al monstruo que primero avanzó directamente contra el Monitor y luego viró a estribor y desapareció detrás de la Punta Sewell.
—Ésa no era la batalla que esperaba. —Lincoln hablaba con cierta decepción. Se volvió hacia Wool—. Querría tener un buen mapa de la zona de Norfolk.
—Me temo, señor, que no exista un mapa así.
—Podría darle una carta de las que usan los pilotos —dijo Goldsborough—. Son… razonablemente exactas.
—Si aprecio bien la situación —dijo Lincoln a Wool—, deberíamos ir con toda rapidez y con todos los hombres que sea posible reunir hacia Norfolk. La velocidad es indispensable, porque es preciso ocupar el astillero antes de que el Merrimack pueda impedirlo o escapar.
Chase pensó que el viejo general parecía aún más viejo cuando el sol de la mañana, ya alto, se reflejó en el agua.
—Puedo disponer de seis regimientos, señor. Están aquí, en el campamento Hamilton y cerca de la ciudad de Hampton.
Lincoln dijo entonces que le agradaría pasar revista a las tropas, y una docena de ordenanzas partió a anunciar que el presidente estaba en camino.
Chase, Stanton yViele siguieron a Lincoln a caballo a través de las ruinas de Hampton, incendiada por los rebeldes durante la retirada. Cuando Lincoln se acercaba a un regimiento formado para la revista, Chase y Stanton se mantenían a un lado mientras el presidente, acompañado por el general Wool y el comandante del regimiento, pasaban a lo largo de las filas de hombres con deslucidos uniformes azul oscuro. Cuando se enfrentó al primer regimiento, en un fangoso terreno en las afueras de Hampton, el presidente parecía algo torpe y, como pensó severamente Chase, poco marcial. Pero como si él mismo hubiese llegado a esa conclusión, Lincoln se quitó el sombrero; y cuando los hombres vieron el rostro flaco, barbado, familiar, prorrumpieron en aclamaciones al «Viejo Abe», que conmovieron y alarmaron a Chase. Si Lincoln obtenía en las próximas elecciones el voto de los soldados, sería él y no Chase el elegido. Chase miró con dureza a un Lincoln que no había visto antes: un sonriente y casi juvenil dios de la guerra entre las filas de hombres que lo ovacionaban.
Pero esa noche llegó el momento de gloria de Chase. Estaba a bordo del Miami, estudiando con Lincoln y Stanton una carta de la zona de Norfolk. El general Wool sugería un desembarco cerca de la Punta Sewell, pero Chase encontró en el mapa un sitio que parecía bien protegido junto a la ciudad.
—Sin duda —dijo Chase—, es mejor; y los hombres estarán menos expuestos al fuego, si lo hay.
El general Wool había recibido finalmente la información de que se estaba evacuando el puerto de Norfolk, aunque nadie sabía cuántos hombres custodiaban el astillero, en la margen opuesta del río Elizabeth. Entonces, Chase había medido en el mapa —que sostenía a dos centímetros de su ojo izquierdo— la distancia existente entre Norfolk y el punto que él proponía para el desembarco.
—Menos de quince kilómetros —dijo—. Y parece haber un buen camino.
El general parecía cada vez más anciano; y más superior.
—Nunca se puede confiar en las cartas de los pilotos en lo que concierne a los caminos por tierra.
—En ese caso —declaró Chase, con la sangre de cien generaciones de guerreros cristianos corriendo por sus venas rejuvenecidas—, bajemos ahora a tierra, y veamos las condiciones del camino y del sitio del desembarco.
Antes de que el general Wool pudiera oponerse, Lincoln dijo:
—No veo por qué no se puede enviar al menos un bote a la costa, para examinar el punto propuesto por Mr. Chase.
El Miami estaba a unos quinientos metros de la costa. La luna brillaba en el cielo; si Chase hubiera podido ver algo con sus gafas nuevas de Franklin, aún menos satisfactorias que de costumbre, habría podido establecer por sí solo las condiciones de la costa. Pero mientras Lincoln y Stanton estaban con él junto a la borda, el bote cambió de rumbo bruscamente y emprendió el regreso.
—Creo que han visto alguna patrulla enemiga —dijo Lincoln, el único de los tres estadistas que podía ver a la distancia. Stanton estaba casi tan ciego como Chase. Y para peor, sufría en ese momento de oftalmía. Poco antes había dicho a Chase que temía la ceguera. Chase había citado las Escrituras, y estaba seguro de haber consolado a Stanton.
El bote estaba ahora junto al Miami. Un oficial habló.
—Hemos encontrado enemigos, señor.
—Suba —ordenó Wool.
—Un momento —dijo Lincoln, mirando a través de las aguas iluminadas por la luna la oscura maraña más allá de una playa cubierta de troncos llevados por la corriente—. Parece que alguien agita una bandera blanca. Y hay personas de color que entran en el agua, a menos que sea una alucinación, por supuesto.
El general Viele examinó la costa con un telescopio.
—El presidente tiene razón. Tenemos un comité de bienvenida. Parecen gente de color y, por lo que me parece, mujeres.
—Entonces vayamos a su encuentro —dijo Lincoln—. Los veremos a la luz de la luna.
Se oyó la respiración asmática de Stanton; un momento después, más tranquilo, advirtió:
—Podría ser una trampa. —Pero Lincoln, con el apoyo de Chase, impuso su decisión; y pronto los tres hombres de Estado, acompañados por los generales, se encontraron en el bote y en camino a la costa.
—Después de todo —señaló Lincoln—, nadie va a abrir fuego contra tres pacíficos abogados de edad que salen a dar un paseo por el río a medianoche.
—Además —dijo Chase—, nadie puede saber que somos nosotros.
Pronto se comprobó que esto era exacto. Las mujeres no prestaron atención a los tres abogados, pero sí a los generales Wool y Viele. Les aseguraron que estaban a favor de la Unión, y por supuesto, de la abolición de la esclavitud: eran esclavas. Sin embargo, cuando el general Wool les propuso llevarlas a la fortaleza Monroe y a la libertad, dijeron que preferían quedarse en sus hogares, y recibir la libertad a su tiempo. Confirmaron el rumor de que, el día siguiente a la caída de Yorktown, la guarnición rebelde había empezado a abandonar la ciudad. Pero todavía quedaba un destacamento de tropas en la Aduana, y nadie sabía si había o no fuerzas enemigas en el astillero, donde estaba amarrado el Merrirnack.
Lincoln y Chase echaron a andar por la playa, mientras Stanton, sentado en un tronco, sacaba un pequeño frasco del bolsillo y humedecía con colonia sus patillas.
—Este sitio, Mr. Chase —dijo finalmente Lincoln—, parece tan apropiado como cualquier otro.
—Es lo que pensé cuando lo vi en la carta. —Chase quería que su hallazgo no fuese olvidado.
—Sí, ha elegido usted bien. Mañana a primera hora desembarcaremos las tropas al mando del viejo Wool. —Lincoln bajó la voz—. Me asombra que todavía esté en activo.
—Me gustaría bajar a tierra con él. —Chase dirigió una mirada, que él esperaba fuera como la de un águila, al punto donde suponía que debía de estar el camino a Norfolk.
—Por supuesto, general Chase. También yo iría con usted, pero Mr. Stanton ha empezado a amenazarme con el arresto domiciliario.
—Usted, señor, es un blanco demasiado conspicuo —dijo Chase, orientando su ojo bueno para poder distinguir con alguna claridad la figura alta, delgada, cubierta con un sombrero de copa, negra a la luz de la luna. El presidente era inconfundible, excepto para las esclavas de color, amables pero ignorantes.
La mañana siguiente, cuando Chase volvió a poner el pie en la costa, el general Viele y un asistente lo esperaban.
—¿Quiere usted un caballo, Mr. Chase? ¿O un coche?
—Un caballo, general. —Chase nunca se había sentido tan despierto, a pesar de que, en el colmo de la excitación, no había dormido en toda la noche. ¿Sería demasiado tarde, se preguntó, para renunciar al Tesoro y aceptar el mando de las tropas de Ohio, con el rango de mayor general? Con una o dos victorias en el campo de batalla, y su cara en el billete de un dólar, podría arrebatar la designación a Lincoln, suponiendo que ese hombre modesto y amable quisiera interponerse en su camino. Chase sentía auténtico afecto por el presidente esa fresca mañana de mayo, mientras cabalgaba hacia Norfolk al lado del general Viele y seguido por un escuadrón de dragones. La gente de color estaba alineada a los lados del camino. Había aplausos al ejército de la Unión, y también el hosco silencio de los pocos blancos que vieron; y Chase pensó de pronto que él mismo era una diana ideal, si no tentadora, con su frac y la segunda cara más conocida de los Estados Unidos, incluso para los rebeldes, donde los billetes verdes solían usarse como medio de pago. Pero aun así, si un tirador agazapado le disparaba, no concebía un fin más digno para un guerrero cristiano.
—El general Wool se ha adelantado con cuatro regimientos —dijo Vicie.
—Creí que serían seis. —Chase empezó a dudar de que los informantes estuviesen en lo cierto. ¿No podía ocurrir que aún hubiese una gran guarnición rebelde en Norfolk? ¿No podía ser ésta una trampa?
—No sé por qué no se enviaron los otros dos regimientos. —Vide no tenía muy buen concepto de Wool. Tampoco Chase, cuando, en las afueras de Norfolk, encontraron el puente, que tan intacto parecía en el mapa, recién destruido. Oyeron además el fragor de la artillería.
—Los rebeldes todavía están aquí —observó Chase, con toda la frialdad posible.
—Así parecería. —Viele espoleó su caballo. Chase lo imitó. Los dragones se abrieron en abanico a ambos lados. Sobre el liso terreno primaveral, las tropas de la Unión se detuvieron al borde del río. Había cañones rebeldes al este de la ciudad, en una sierra baja boscosa, y también más allá del puente incendiado, donde se habían construido defensas de tierra y brillaban ahora las bayonetas.
—No estamos en el buen camino. —Chase sentía el calor del sol en su calva. En ese momento, dos generales de la Unión se acercaron desde la dirección de las defensas rebeldes. Se detuvieron para conversar respetuosamente con Chase.
Uno de ellos pensaba que, aunque los soldados rebeldes no eran muy numerosos, como había contado por lo menos veintiún cañones, lo mejor sería retroceder y flanquear la posición. El otro general prefería un asalto directo. Chase apoyó al primero.
En el camino, Chase se encontró con el general Wool a la cabeza de un regimiento. Mientras los oficiales estudiaban la situación, Chase cruzó los brazos sobre el pecho, como había visto hacer muchas veces a McClellan. Trató de pensar en alguna novedad que asegurara una victoria; pero como no se le ocurrió ninguna, aprobó gravemente el plan del general Wool de enviar al general Viele a Newport News en busca de otra brigada. Mientras tanto, se reorganizaron las fuerzas, que quedaron todas en manos del general Wool, a quien Chase seguía ahora, de mala gana.
Apenas las tropas empezaron a marchar hacia Norfolk, se vio que de las fortificaciones rebeldes surgía fuego y humo. Un instante después, un escuadrón de caballería de la Unión informó que los rebeldes habían evacuado sus defensas, incendiando los barracones. La caballería de la Unión ya había penetrado en la zona.
—Norfolk es nuestra —dijo Chase con serena satisfacción a Wool mientras entraban en la fortificación abandonada. Los barracones, apenas unas cabañas, se habían convertido ya en cenizas; y el fresco viento del oeste dispersaba el humo. Las tropas llegaron a los grandes cañones, que estaban todavía en su sitio, celebrando la victoria.
A lo lejos, la ciudad de Norfolk, con sus altos campanarios, parecía despojada de toda vida, pero una delegación de vecinos venía hacia las tropas. Chase se irguió en la silla, consciente de que ahora era el delegado del comandante en jefe. Debajo de un olmo, un hombre robusto de pelo blanco descendió de un coche cerrado y se quitó el sombrero ante el general Wool.
—Señor, he venido aquí, como alcalde de Norfolk, para entregar pacíficamente la ciudad. Si fuera posible, me gustaría también presentar a los representantes de los distritos, que me acompañan, y darle a usted las llaves de la ciudad.
Wool miró a Chase, quien asintió y dijo al alcalde:
—Yo recibiré la llave en nombre del presidente. Soy —añadió— el secretario Chase.
—Debería haberlo conocido, señor, por los billetes verdes que de cuando en cuando vemos.
Chase sonrió cortésmente y desmontó. Tenía todas las articulaciones envaradas. Debajo del árbol, el alcalde, un locuaz caballero sureño, presentó a Chase y a Wool a los notables de la ciudad. El alcalde tuvo buen cuidado de precisar:
—Yo, personalmente, deseaba combatir para salvar la ciudad; pero la administración de Richmond decidió lo contrario, y ahora debemos ponernos a su merced, y esperar que respete usted la propiedad y las personas, de acuerdo con las leyes inmemoriales de los Estados Unidos.
Aunque Chase hizo un discurso breve y decoroso, le sorprendió que en dos ocasiones Wool mirara su reloj mientras pronunciaba sus palabras bien escogidas y casi afectuosas. Luego, Chase aceptó una gran llave herrumbrosa que simbolizaba el acceso a la ciudad aunque no al corazón de sus ciudadanos. El alcalde propuso que todos fueran al ayuntamiento. Entregó a Chase y a Wool el bello coche en que había venido.
—Era el de nuestro general al mando —dijo con frialdad— hasta esta mañana.
Una vez dentro del coche, Wool dijo:
—Debemos averiguar qué ocurre en el astillero. Creo que intentan retrasarnos mientras el Merrimack emprende la fuga.
—¿Adónde? La flota de la Unión está esperando ante la Punta Sewell. El Monitor está preparado.
—No, general. El Merrimack no escapará. Estoy seguro.
En el ayuntamiento, el alcalde intentó un segundo discurso ante una pequeña multitud de hombres de edad y mujeres de ojos ardientes y faldas con miriñaque, pero Chase lo interrumpió. Luego Chase designó al general Viele gobernador militar de Norfolk, y ordenó que se izara la bandera de la Unión en el encantador edificio de inspiración helénica de la Aduana. Mientras tanto, el general Wool estableció que el astillero estaba ocupado aún por tropas rebeldes.
—Mañana atacaremos el astillero —dijo cuando se reunió con Chase y con Viele en el despacho del alcalde.
—El presidente piensa que hemos estado lerdos —dijo Viele—. Mientras yo me hallaba en Newport News, en busca de la brigada, me hizo llamar a la fortaleza Monroe. Quería saber qué hacíamos de este lado del río. Le dije que yo tenía órdenes de llevar esa brigada. Preguntó por qué no se habían enviado desde un principio todos los regimientos disponibles. —Vicie miró a Wool, que frunció el ceño pero no respondió—. Le dije que lo ignoraba; entonces se quitó el sombrero y lo arrojó al suelo. Estaba verdaderamente furioso, señores.
—¿El presidente? —Chase estaba sorprendido. Lincoln le había parecido siempre controlado, flemático y casi indiferente.
—Sí, señor. Pero, de todos modos, firmó una orden para enviar a Norfolk todas las tropas disponibles.
—Le gustará —dijo el viejo general— saber que Norfolk es nuestra. Y que mañana nos apoderaremos del astillero. Ahora, Mr. Chase, le sugiero que volvamos al Miami en el coche, dejando Norfolk en las competentes manos del general Viele.
La luna empezaba a ponerse cuando Chase se encontró en el salón de la casa donde residía el comandante militar de la fortaleza Monroe, cuando no lo desalojaba el presidente. Chase vio allí a una figura uniformada familiar, la del gobernador Sprague, que estaba cautivando a un grupo de oficiales de marina. Cuando Sprague vio a Chase, se puso en pie de un salto.
—¡Mr. Chase! Me alegro de verlo. El presidente se ha retirado a su habitación. También Mr. Stanton, que no puede ver. Soy el edecán del jefe de la artillería, a las órdenes de McClellan. Estuve en Williamsburg. Los destrozamos. Ahora McClellan está avanzando. Pero necesita refuerzos…
Incapaz de hallar una forma cortés de contener el stacatto del niño gobernador, Chase se volvió a uno de los oficiales, y dijo, entre la vívida descripción de la batalla de Williamsburg:
—Diga al presidente que he llegado con el general Wool.
—Norfolk ha caído en nuestras manos.
Esto detuvo a Sprague, para sereno deleite de Chase, acrecentado por la llegada del presidente que le palmeó el hombro complacido mientras escuchaba lo ocurrido. Sólo disminuía la felicidad de Lincoln saber que el astillero estaba todavía en manos confederadas y que el Merrimack no había sido destruido.
—Pero no podemos tenerlo todo, supongo —dijo a Stanton, que se había reunido con ellos, con los ojos llenos de lágrimas de oftalmía. Lincoln se dirigió a Wool.
—Debería hacer usted un esfuerzo concertado para ocupar mañana el astillero. Si eso no es posible, habría que mantener inmovilizado al Merrimack, fuera de Hampton Roads. Y nosotros, señores —Lincoln indicó a Chase y a Stanton—, hace demasiado tiempo que estamos ausentes de Washington.
—A este paso, señor —dijo bruscamente Sprague—, probablemente acabará usted la guerra antes de que termine la semana.
—Lincoln se echó a reír.
—Existe una cosa llamada suerte del principiante, gobernador, y no quiero abusar de ella. Como el general McClellan está a sólo treinta kilómetros de Richmond, dejaré que él remate las cosas. —Lincoln se dirigió a Stanton—. ¿Dispone usted de un barco para nosotros?
—Sí, señor. El Baltimore está dispuesto para partir a las siete de la mañana.
—Estaremos listos. —El presidente desapareció en su habitación y Chase, satisfecho, fue a la que le había asignado el general Wool y durmió tan bien y pesadamente que no oyó una violenta explosión ocurrida durante la noche. Cuando despertó, por la mañana, le dijeron que los rebeldes habían incendiado el astillero y volado el Merrimack.
—En una semana, gracias al presidente —decía Chase a Kate durante el desayuno, dos días más tarde—, tomamos Norfolk, destruimos el Merrimack y aseguramos la costa de Virginia.
—Tú lo has conseguido, padre. Tú habías elegido el punto de desembarco. Tú aceptaste la llave de la ciudad…
Chase asintió y canturreó algunos compases de «Nuestro Dios es una poderosa fortaleza», mientras una buena cantidad de salchichas se aposentaban lentamente en su estómago. Era bueno estar de nuevo en casa.
—¿Qué más dijo el gobernador Sprague? —Esa mañana, el pelo de Kate, recién lavado, estaba envuelto en una toalla que parecía un exótico turbante veneciano.
Sus palabras eran más abundantes que informativas. Pero recibió el elogio oficial del general Hooker por su actuación en la batalla de Williamsburg, aunque con más propiedad deberíamos llamarla escaramuza. Creo que ahora debe de estar de regreso en Providence.
—Es una pena que no le den el mando que se merece.
Chase se preguntó, y no por vez primera, si a Kate le agradaba o no el pequeño millonario, que evidentemente la adoraba a su peculiar estilo.
—Temo que el gobernador Sprague carezca de los requisitos básicos de un general moderno.
—¿Quieres decir que no ha estado en West Point?
—Quiero decir que no ha estudiado leyes, como nosotros. —Kate rió.
—A veces pienso que para ser un general sólo se requiere sentido común. Y algo de suerte —añadió, mientras indicaba al camarero que sirviera té a su padre.
—Me ha dicho que vendrá a vivir a Washington si no consigue un mando adecuado.
—¿Qué hará aquí, si todas sus hilanderías están en Rhode Island?
—Sprague controla la legislatura de Rhode Island. —Chase llenó de azúcar su taza de té—. Hará que lo elijan senador. En ese caso, iniciaría su mandato en marzo próximo.
—El senador Sprague. —Kate miró pensativa a su padre—. Sería útil su presencia aquí, ¿verdad?
—Oh, sí. La administración necesitará toda la ayuda que pueda reunir para frenar a Ben Wade y a sus amigos…
—Estaba pensando en el futuro, padre. En 1864…
Chase asintió.
—Sí, Kate. El senador Sprague sería útil, si los tiempos exigieran un nuevo presidente.
Chase miró a Kate y comprendió, por su expresión, que ella, a su tiempo, y solamente por el bien de su padre, se casaría con William Sprague IV.