Cuatro

El Viejo Edward no se movió de su silla cuando David entró en la Casa Blanca.

—Suba. La segunda puerta a la izquierda —dijo el portero.

—Sí, Mr. McManus. —David atravesó el vestíbulo con tanta lentitud como osaba. Nunca había visto allí semejante actividad. Hombres en mangas de camisa disponían guirnaldas de flores sobre las puertas. Se instalaban mesas sobre caballetes en el gran comedor. Un ejército de camareros desempaquetaba loza y platería. Mientras David subía las escaleras, una docena de oficiales de marina bajaba.

El pasillo del primer piso estaba lleno de gente, y David vio que John Hay miraba, desde el otro extremo, la sala de espera. El otro secretario estaba enfermo en cama. En la farmacia Thompson se hablaba mucho de la salud de los habitantes de la Casa Blanca. En ese momento, los dos niños estaban enfermos, y David venía a traerles medicamentos.

Elizabeth Keckley lo recibió en la habitación donde estaba acostado Willie, el mayor. Mrs. Lincoln estaba junto a la cama. No alzó la vista cuando entró David, sino que continuó hablando en voz baja al niño, que parecía pálido pero bastante vivaz.

—Gracias. —Elizabeth tomó el paquete de manos de David.

—¿Puedo traer algo más? —preguntó David, mientras admiraba las cortinas que colgaban suntuosamente de los pilares de la cama, como en el lecho de Cleopatra, una de sus obras de teatro favoritas.

—No. Esto es todo. —Elizabeth buscó en el bolsillo de su delantal y le dio una moneda. Mientras David descendía, encontró al jefe de jardineros, John Watt, que subía.

—Buenos días, Mr. Watt.

—Buenos días, David. —Watt era un hombre cordial, bien dispuesto hacia la Confederación. También se decía que era uno de los hombres más ricos de Washington merced a su hábil gobierno de los terrenos de la Casa Blanca, que él consideraba como su propia plantación privada. Nadie en Washington ignoraba que Watt vendía sus productos a media docena de hoteles y restaurantes, incluidos el Willard y el Wormley. A lo largo de los años, se habían hecho numerosas tentativas para eliminar a Watt: todas habían fracasado. Watt era un héroe para David.

Para Mary, Watt era un consuelo. Lo recibió en el Salón Oval.

—¿Cómo están los niños, Madam? —Mary sabía que Watt quería auténticamente a Willie y a Tad: jugaba horas con ellos; les enseñaba a tirar y a andar a caballo.

—Es la fiebre. —Mary frunció el ceño—. No me extraña. Esta casa es muy fría. Creo que están mejor, señor. ¡Oh, si pudiera suspender esta recepción! —Mary lamentaba de verdad el carácter inexorable de su primera recepción en la Casa Blanca, totalmente restaurada y amueblada de nuevo. Estaba previsto que esa ocasión justificara ante el mundo el dinero que había gastado. Sin duda, nunca los salones habían estado tan gloriosamente decorados. Ella se había ocupado de eso. Y también había hecho una innovación que, en general, había merecido elogios: en lugar de abrir las habitaciones a toda persona que quisiera ver al presidente, había invitado a quinientos de los más brillantes personajes del país. Y, desestimando los servicios del ubicuo Gautier, había llamado al mejor chef de Nueva York, M. Maillard. Pero ahora los dos niños estaban enfermos; y el Chevalier Wikoff esta ba encerrado en los sótanos de la prisión del Viejo Capitolio; y ella necesitaba dinero.

Como siempre, Watt se mostró comprensivo.

—En los tiempos del presidente Buchanan, con frecuencia utilizábamos el presupuesto de librería y papelería para… otros usos.

—Lo sé —dijo Mary con dureza—. Le he pedido una parte a Mr. Hay. Ha dicho que no. —Casi no pasaba un día sin una escena entre Mary y alguno de los secretarios del presidente. Stoddard intentaba ayudarla, pero no podía medirse con ellos.

—Siempre Mr. Hay, ¿no es verdad, Madam? —Watt, con aire amenazante, se mordía el bigote—. Está aliado con el mayor French… contra nosotros.

A Mary no le gustó del todo el «nosotros». Pero sin duda, el único aliado que tenía en la Casa Blanca era Watt. De vez en cuando, se intentaba alejar a Watt, así como a su esposa, una camarera de la casa, a sueldo del gobierno federal. Hasta ese momento, Mary había conseguido mantener a raya a los enemigos comunes. Pero ahora Watt quería contraatacar.

—Después de todo, ¿por qué debe permitir usted que un jovencito determine lo que se hace o deja de hacer con los fondos de la Casa Blanca? Porque éstos casi nunca se han empleado de acuerdo a la letra; los tiempos cambian, en tanto que la letra de las antiguas asignaciones no ha cambiado nunca.

—Siempre he pensado que Mr. Hay utiliza ese presupuesto para el forraje de los caballos. —Aunque era Watt quien había puesto esa idea en la mente de Mary, ella, convencida, la consideraba propia—. Y sé que él debe pagar directamente a los proveedores, pero jamás lo hace. Presentaré una acusación.

—Yo no lo haría, Madam. —Watt era cauteloso—. Al menos, todavía no; mejor será darle un poco más de cuerda. —Watt se puso de pie—. Una forma de conseguir fácilmente un poco de dinero sería suprimir a alguno de los camareros. Luego, usted misma podría recibir el salario, que continuaría llegando mes tras mes.

Mary se asombró ante la sencillez del plan.

—¿Y yo puedo hacer eso?

—Miss Harriet Lane lo hacía todo el tiempo cuando era el ama de casa aquí.

Mary vio que el panorama empezaba a aclararse.

—Me ocuparé de eso, Mr. Watt. Gracias, señor. —Sacó una carta de su bolso—. ¿Recuerda usted a Mr. Waterman, a quien conocimos en NuevaYork el otoño pasado?

Watt asintió.

—Un hombre muy rico, según se dice. Y leal a usted y al presidente.

—Haga usted que esto llegue a sus manos. —Mary le dio la carta—. No quiero enviarla desde la Casa Blanca.

—Se la enviaré con un mensajero, señora.

—Gracias, Mr. Watt. —Mary sonrió. Era bueno tener al menos un amigo. Pero Watt pensaba en algo más.

—He estado en la prisión del Viejo Capitolio —dijo.

—¿Cómo está él?

—Lo tienen prácticamente encadenado. En un sótano diminuto…

—¡Eso es obra de Mr. Seward! ¡Qué hombre tan vil, por Dios!

—Sí, Madam. Lo es. Dentro de cinco días, Mr. Wikoff comparecerá ante la comisión judicial de la Cámara. Le preguntarán cómo consiguió la copia del mensaje presidencial.

Mary empezó a ver una débil corona de llamas alrededor de la cabeza de Watt. ¿Podía ser La Migraña?

—Pero él no responderá, ¿verdad?

—No lo sé, Mrs. Lincoln. Creo, sin embargo, que debería usted hablar con el presidente.

Las llamas fulguraron, como las del sol durante un eclipse.

—No puedo, señor.

Pero Seward podía hablar con Lincoln; y lo hizo. Lincoln escuchó cuidadosamente, con los pies sobre el escritorio, y en la mano izquierda el pañuelo que usaba para limpiar las manchas de tinta de la derecha. Había pasado la mañana firmando nombramientos militares, tarea infinita que tornaba aún más desagradable un papel singularmente aceitado que rechazaba la tinta.

Seward recorría el despacho como si fuera el propio.

—De todos modos, Dan consiguió irritar a tal punto a la comisión que ahora amenazan con presentar cargos contra él por rebeldía, y meterlo también en el Viejo Capitolio.

—Parecería que el general Sickles no es el mejor defensor imaginable. —Lincoln miró, pensativo, a Seward—. ¿Por qué lo eligió?

—Lo eligió Mr. Wikoff —dijo rápidamente Seward—. Pero yo confio en Dan. Es leal. Es inteligente. Es popular en el Congreso.

—¿Tanto que quieren meterlo en la cárcel? Piense qué significa eso para nosotros. ¡Un brigadier general, un exparlamentario, arrestado! —Lincoln dejó caer el pañuelo—. ¿Cuándo debe presentarse Wikoff?

—El diez de febrero.

—¿Qué va a decir?

—Lo que ya ha dicho: que ha jurado guardar el secreto.

Lincoln suspiró.

—Eso no sirve, Mr. Seward. No sirve.

—¿Debería dar algún nombre?

Lincoln asintió.

—Creo que será indispensable, a menos que logremos persuadir a la comisión de que olvide el asunto.

Seward sintió la leve voluptuosidad que precedía siempre, ahora, al ejercicio de los poderes inherentes.

—Creo que podría usted, sencillamente, ordenar que se abandone la investigación; ellos tendrían que cumplir.

—Supongo que podría. Pero entonces, nunca quedaría cerrada la cuestión. No, debernos encontrar la forma de afrontar al presidente de la comisión.

Seward y Lincoln discutieron en detalle y de modo no muy encomiástico la personalidad de John Hickman, un político de Pennsylvania que había abandonado el partido demócrata para ser no sólo un fanático abolicionista republicano, sino también el enemigo declarado de todos los moderados, empezando por el presidente. Acordaron tratar de implicar en el asunto a Thaddeus Stevens. Mientras tanto, era preciso hacer todos los esfuerzos necesarios para averiguar la verdad.

—Porque —dijo Lincoln—, evidentemente, Wikoff robó el mensaje. Ahora bien; como esto es un delito, pretende que se lo dieron, lo que no es un delito. Pero con su silencio, sugiere que quien se lo dio es Mrs. Lincoln, lo que la convierte a ella en la culpable del delito. Ella no se lo dio. Estoy seguro. De modo que él, o bien confiesa el robo, y yo mi descuido, o debe decir quién le dio realmente el mensaje.

—Creo que tengo una idea —dijo Seward.

—Muy bien. Pero no me la diga. No he nacido para guardar secretos.

Seward sonrió. En verdad, no había conocido hombre más reservado que Lincoln cuando se trataba de ocultar el partido que había decidido tomar en alguna empresa importante. Por otra parte, Lincoln no era demasiado cuidadoso con los secretos ajenos. Seward se detuvo en la puerta.

—¿Cómo están los niños?

—La fiebre continúa. Willie está particularmente débil. Odio el invierno aquí —añadió, como si eso explicara de algún modo ese período sombrío.

Seward dijo adiós, y pasó a la sala del gabinete, eludiendo la masa habitual de peticionarios. Estaba razonablemente seguro de que Mrs. Lincoln era la culpable. También pensaba que había una interesante manera de salir del aprieto, matando, por añadidura, varios pájaros de un tiro.

Mary había dejado de pensar en Wikoff. Confiaba en el ingenio de Wikoff. Más exactamente, el mundo entero se había concentrado en un alto espejo, donde ella podía ver por fin el resultado de sus dos horas de trabajo con Elizabeth Keckley. El espejo reflejaba un vestido de satén blanco adornado con encaje negro de Chantilly. Tenía una cola de un metro de largo. Los hombros y los brazos quedaban desnudos —como los de la emperatriz de Francia— y, maravilla de maravillas, Mary sólo se sentía algo abundante en carnes. Una toca blanca y negra de crepé coronaba su cabeza. Era sin duda alguna la reina republicana.

—Es hermoso —dijo Elizabeth, una sombra en el espejo, junto a la cual aparecía ahora una sombra más alta y delgada.

—Una gata de larga cola. —Mary se volvió, sonriendo, para saludar a su marido, todavía en mangas de camisa. Lincoln había recogido la cola del vestido y silbaba.

—Padre, es la última moda.

Lincoln miró el escote y movió la cabeza.

—Preferiría que llevaras un poco más de cola en el cuello y no en el suelo.

—Yo no te doy consejos acerca de los generales.

—Lo haces todos los días…

—Pero no me haces caso, así que yo tampoco te escucharé.

—Supongo que es un trato justo. —Lincoln dejó caer la tela—. Dije a los músicos que no habría baile.

Mary asintió.

—Parece que Willie está mejor. Acabo de estar con él. Tad dice que se siente más fresco.

—¿Qué ha dicho el doctor? —Lincoln vistió su chaqueta, con la ayuda de Elizabeth.

—Que todo marcha bien. Pero que esta fiebre es nueva, y distinta de las otras. Querría —dijo Mary mirando su reflejo, como si fuera el de otra persona— que hubiese alguna forma de suspender la reunión. Así podría ocuparme de los niños.

—Yo estoy aquí, Mrs. Lincoln. —Elizabeth sostuvo la puerta abierta—. Pasaré la noche con ellos. Mejor será que baje y le muestre a esas damas secesionistas la bandera, que es lo que es usted, y también Mr. Lincoln.

—No; Mrs. Lincoln es la bandera. Yo soy sólo el mástil. —Lincoln señaló el vestido—. A propósito, ¿por qué es blanca y negra la bandera hoy?

—Dice Mr. Seward que debemos guardar medio luto por el príncipe Alberto. Es lo que se usa entre nosotros los soberanos.

Lincoln rió.

—Bueno, sí, supongo que somos una especie de desvencijados soberanos temporales.

—Habla por ti mismo, padre. ¡Desvencijados! —Elizabeth prendió el collar de perlas de Mary. Luego Mary giró, llevando la cola con la mano izquierda, mientras tomaba con la derecha el brazo de su marido—. Creo que ya es hora.

Oyeron la fanfarria de la banda de la Marina cuando aparecieron en lo alto de la escalinata. Luego descendieron entre los compases del «Saludo al Jefe».

El Salón del Este estaba tan espléndido como Mary había soñado. Bajo las arañas de cristal con lámparas de gas, el cuerpo diplomático estaba alineado a la derecha de la entrada, relumbrante de trencilla de oro y plata, en tanto que los militares, los políticos y las mujeres, con sus joyas y sus crinolinas, estaban a la izquierda. La vista penetrante de Mary advirtió que Mrs. Crittenden estaba cargada de diamantes como un ídolo oriental y que Miss Chase llevaba un vestido de seda de color a la moda y ni una sola joya.

Mientras el presidente y Mrs. Lincoln giraban en torno del salón, muchas de las mujeres hicieron una reverencia y todos los diplomáticos se inclinaron. Somos soberanos, pensó Mary, y no tan desvencijados.

En el centro del salón se detuvieron. A la izquierda del presidente se situaron un edecán militar y el jefe de protocolo del Departamento de Estado, listos para anunciar a cada uno de los invitados. Por una vez, Mary los conocía a todos, al menos de nombre. Los príncipes franceses fueron quienes primero presentaron sus respetos; y luego desfiló el cuerpo diplomático, en orden descendente de edad.

De pronto, un joven delgado con bigote estrechó la mano de Lincoln y dijo:

—Señor presidente, me pregunto si me recuerda. Soy su hijo, Robert.

Lincoln parpadeó, sonrió lentamente, alzó su enguantada mano izquierda y dio al joven un golpecito en la mejilla.

—Ya está bien —dijo. En la habitación vecina, la banda de la Marina tocaba una polka, que nadie bailaría esa noche.

Robert se inclinó ante Mary, quien le dedicó una gran reverencia, y advirtió cuánto había crecido en el año pasado en Harvard. Era reservado, voluntarioso y algo tímido: más Todd que Lincoln. Quería unirse al ejército. Aunque Mary había logrado evitarlo hasta ahora, vivía en el terror de que un día Lincoln le permitiera hacer lo que deseaba. Los periódicos habían empezado a especular acerca de la eventual situación militar del príncipe de los raíles. Mary rezaba porque la guerra terminara antes de que Robert se graduara en Harvard.

A las once y media, dos camareros se adelantaron para abrir de par en par las puertas del gran comedor y revelar las obras maestras de Maillard. Por desgracia, las puertas estaban cerradas; y no tenían la llave.

Mary se encontró ante las puertas cerradas, entre el presidente y el general McClellan.

—Me parece que estamos retrasados, Mrs. Lincoln —dijo McClellan, visiblemente regocijado por el pequeño incidente.

—Ah, pero avanzaremos muy pronto, señor. —Mary sonrió al Joven Napoleón—. Nos complace dar siempre el ejemplo.

Desde atrás, alguien mencionó el título del reciente editorial de un periódico: «Sólo la imbecilidad de los comandantes retrasa el avance al frente». Hubo muchas risas, y el Joven Napoleón se unió cuidadosamente a ellas. Lincoln miró a McClellan y dijo:

—Espero, general, que no se refieran al comandante en jefe. —No saben a qué se refieren, Su Excelencia.

Se encontró la llave y se abrieron las puertas. En el centro del salón, Maillard había creado una fuente sostenida por ondinas de nougat y rodeada de colmenas de mazapán llenas de abejas de mazapán que producían charlotte russe. Había además faisán, venado, pavo y pato salvaje, y un enorme bol japonés contenía cuarenta litros de ponche de champán.

Justamente detrás de ese bol se situaron Seward y sus amigos diplomáticos, Schleiden y Stoeckl, para compensar de manera ostensible la abstinencia de tantas figuras principales de aquella república, todavía esencialmente rural y piadosa. Luego se acercó Dan Sickles; y Seward lo llevó aparte para preguntar por Wikoff.

—Está muy incómodo. Es capaz de decir cualquier cosa, sólo para salir del Viejo Capitolio. —Sickles se retorció los bigotes—. Ha pedido mi antigua celda. Pero se la han negado.

—¿Ha visto a Hickman?

Sickles hizo una mueca.

—No es probable que lo vea. Amenaza con acusarme de rebeldía al Congreso. A mí. ¿Conoce a John Watt?

Seward se sorprendió.

—¿El jardinero de la Casa Blanca?

Sickles asintió.

—He estado hablando de él con el mayor French. Parece que está saqueando la Casa Blanca desde los tiempos del presidente Pierce. Hace años, French trató de librarse de él, pero Watt siempre logra ocultar sus movimientos. Ahora se ampara detrás de Mrs. Lincoln.

—Ya veo. —Seward empezaba a ver una cantidad de cosas a la vez; y la visión era ominosa—. ¿Tiene el mayor French… alguna prueba?

—Sí. —Sickles sumergió directamente su copa de cristal en la ponchera, para horror de Mrs. Gideon Welles, a quien Seward, con ciertos prejuicios, consideraba «una virago de Nueva Inglaterra»—. Tiene pruebas suficientes para enviar a John Watt a la cárcel por hurto menor y mayor.

—Me gustan los dos, Dan. Particularmente cuando van juntos. ¿Se trata de pruebas concretas?

—Concretas, gobernador.

—Entonces… ¿ella? —Seward miró hacia otro punto del salón. Mrs. Lincoln recibía el homenaje de Sumner, Trumbull y los príncipes franceses.

—No, no está implicada. Al menos, en los documentos que me ha mostrado el mayor French. Pero cuando llevó consigo a Watt a NuevaYork, se dice que él la ayudó a reunir dinero para ella mediante…

—Eso tan sólo «se dice», Dan —dijo perentoriamente Seward. Tenía sus propias fuentes de información en Nueva York. Mrs. Lincoln había pedido dinero a comerciantes en más de una oportunidad. También había prometido favores políticos por lo menos a un enemigo conocido de la administración. Dada su privilegiada posición como principal censor oficioso de los Estados Unidos, había leído buena parte de la correspondencia de Mrs. Lincoln. Pero como Seward consideraba que la información era la fuente de todo poder político, no estaba dispuesto a hablar de nada de esto con Sickles—. ¿Cree usted que podemos meter en prisión a Mr. Watt?

—Durante largo tiempo. Y lo que es mejor: legalmente —añadió Sickles sonriendo.

—No me gusta lo que dice, Dan. Es como si pudiera usted sospechar, en un momento poco patriótico, que debido a los actuales peligros que amenazan a la Unión, yo secuestro a los inocentes por maldad o mero capricho.

—No he sugerido eso, gobernador.

—Aun así lo siento. Está en el aire. Impalpablemente. Como usted sabe, yo soy un hombre de extraordinaria sensibilidad. Me estremezco bajo el látigo de la crítica…

—Como los directores de periódicos a quienes encierra usted…

Pro bono publico. —Seward estaba de buen humor. Y además, empezaba a ver una salida—. Mr. Watt entregó el mensaje del presidente a Mr. Wikoff.

—¿Por qué? —Sickles inició el interrogatorio cruzado.

—Porque Mr. Watt recibía dinero del Herald.

—Eso sería criminal.

—Es verdad. Modificaré la acusación. Por amistad, dio al Chevalier…

—No podía dar a nadie la propiedad del presidente. Eso es hurto.

Seward asintió.

—Hace años que no interrogo a un testigo, como usted puede ver. Entonces, Mr. Watt vio una copia del mensaje en una mesa, como lo vio todo el mundo. Como tiene una memoria perfecta, que le permite recordar página tras página de la Sagrada Escritura con un solo vistazo, retuvo en la memoria ciertos fragmentos del mensaje y luego, por amistad al Chevalier y desviada devoción al presidente, los recitó ante Wikoff, que los anotó y los envió al Herald.

Sickles apuró el ponche de un solo y largo trago.

—Creo, gobernador, que le he devuelto su antiguo brillo en el foro y la capacidad del abogado a quien nada de lo que diga el cliente le sorprende.

—Sí —dijo Seward, pensativo—. Pero Mr. Watt no es todavía nuestro cliente.

—Lo será si sabe que el mayor French se propone formular acusaciones contra él, y que yo puedo evitarlo si él confiesa haber hablado a Wikoff del mensaje.

—¿Quién evita que el mayor French lo acuse de todos modos? —preguntó Seward.

—Mrs. Lincoln. El presidente. No creo que el mayor French esté tan ansioso de que se haga justicia como de ver lejos de la Casa Blanca a Mr. Watt.

Seward dio unas palmadas en el hombro de Sickles.

—Ha encontrado usted el ojo de la aguja.

—¿Cómo el rico? ¿O cómo el camello?

—Es el camello el que pasa siempre, pero tan infinita es la misericordia de Dios que hasta el rico puede encontrar la salvación.

En dos ocasiones, durante la cena, Mary visitó a sus hijos. Encontró a Elizabeth Keckley sentada al lado de Willie, que dormía; su respiración era pesada pero normal. Mary le tocó la cara: la fiebre persistía.

—Ya debería haber llegado la crisis —dijo.

Elizabeth la tranquilizó.

—Quizá no, con esta fiebre que el doctor dice que es nueva para él. —Lincoln entró en la habitación.

—No hay cambios.

—La enorme mano de Lincoln se apoyó suavemente en el rostro de Willie, que cubrió casi por completo.

—No está peor —dijo—. Ya es algo.

—Llama al doctor… —empezó Mary, pero Elizabeth movió la cabeza.

—Sería mejor dejar que pasen la noche, y que duerman. Y que ustedes vuelvan a su trabajo.

Lincoln sonrió.

—Por lo menos usted sabe qué estamos haciendo. A pesar de la música, nunca hay fiesta ni diversión en esta casa. Sólo trabajo.

Mary se preguntó si su marido sabía o no que ochenta invitados se habían negado a asistir porque les parecía frívola una celebración en tiempos de guerra, y que el malvado Ben Wade había escrito en su invitación, antes de devolverla: «¿Son conscientes el presidente y Mrs. Lincoln de que hay una guerra civil? En todo caso, Mr. y Mrs. Wade sí lo son, y por ese motivo no asisten a fiestas ni bailes».

Pero a pesar de la fiesta, la guerra civil continuaba; y doce días más tarde John Hay estaba con el presidente en el despacho del secretario Stanton, en el Departamento de Guerra, esperando ansiosamente los últimos despachos. Aparentemente, McClellan había tomado en serio la insistencia de Lincoln en la importancia de Tennessee del Este. El ejército de Buell había vencido en un enfrentamiento en Mill Springs, en Kentucky; una parte del ejército de Halleck, que estaba permanentemente estacionado en Missouri, como había dicho Lincoln lleno de desaliento, había empezado a moverse. Un brigadier general de Illinois, Ulysses S. Grant, había capturado el fuerte Henry sobre el río Tennessee. Ahora estaba veinte kilómetros más allá, en el río Cumberland, sitiando el fuerte Donelson. Si Donelson caía, Nashville y el este de Tennessee serían una vez más parte de la Unión.

El 14 de febrero el primer ataque de Grant contra el fuerte Donelson fue rechazado. El 16 de febrero, mientras Lincoln, Stanton y Hay estudiaban el mapa de Tennessee, les entregaron un telegrama de Halleck desde St. Louis: Grant se negaba a todo acuerdo con el general confederado Buckner. «No se aceptarán otros términos que la rendición inmediata e incondicional —decía Grant a los rebeldes—. Me propongo atacar sin dilación vuestras fortificaciones».

Cuando Stanton terminó de leer en voz alta y asmática este mensaj e, Lincoln dijo maravillado:

—¿Es posible que éste sea uno de nuestros generales?

—Sí, señor. Y es una locura que esté donde está. —Stanton metía el pecho adentro, como para retener el aire o para expulsado; Hay no sabía cuál de las dos cosas—. Buell no puede acudir en su ayuda. Los caminos son impracticables, están cubiertos de barro. Y ahora está frente al fuerte Donaldson…

—Donelson —dijo Lincoln, examinando el mapa.

Pero al día siguiente, en el mismo despacho, Hay asistió a la que era, en efecto, la primera victoria real de la Unión en la guerra. Stanton, cuya voz era inesperadamente normal, leyó el mensaje del general Grant al general Halleck:

—«Hemos tomado el fuerte Donelson, y de doce mil a quince mil prisioneros». —Stanton se volvió hacia Lincoln—. ¿Quiere usted anunciar la noticia a la gente que aguarda en la antesala, señor?

—No, Mr. Stanton. Le cedo ese placer. Se lo ha merecido.

De modo que fue Stanton quien abrió la puerta: había unos cincuenta oficiales del ejército y periodistas. Cuando Stanton leyó el telegrama, hubo aplausos. Stanton propuso entonces tres vivas al general Grant, que retumbaron por todo el edificio. Hay vio dos ratas que huían de la antesala al silencio relativo del despacho de Stanton.

Un momento después, McClellan y sus resplandecientes edecanes extranjeros entraron en el vestíbulo. Para sorpresa de Hay, McClellan fue ovacionado. Luego, con serena modestia, el Joven Napoleón se dirigió a los presentes. Hay vio que un periodista del Star de Washington anotaba cada una de sus palabras. McClellan también lo vio; hablaba lenta y deliberadamente.

—Dentro de un instante, me reuniré con el presidente Lincoln en el despacho del secretario de Guerra. Le informaré de lo que ya todos saben: en poco más de una semana, la Unión ha obtenido cinco victorias decisivas. —Hubo nuevos aplausos; y el conde de París, abstraído en sus pensamientos, se hurgó la nariz—. He podido impartir personalmente órdenes a cada comandante en cinco áreas separadas del país, gracias al milagro del telégrafo. La guerra moderna ha llegado a la mayoría de edad. Alejandro, César o… Napoleón —la cabeza se inclinó un segundo; un pliegue arrugó la frente juvenil; verdaderamente se parecía al Joven Napoleón (Napoleón III, pensó Hay, con ironía)— no podían sospechar que un día, un general podría dirigir una guerra en cinco, en cincuenta frentes, y planear cinco, o cincuenta victorias, exactamente como si estuviera con sus comandantes en el campo de batalla. Hoy el este de Tennessee es nuestro. Mañana… Virginia ¡y la paz! —Entre aplausos delirantes, McClellan entró solo en el despacho de Stanton. Hay cerró la puerta detrás de él.

Lincoln parecía divertido y asombrado.

—Debo felicitarlo, general, por haber encendido una hoguera debajo de Halleck. Yo creí que había quedado congelado en St. Louis.

—No ha sido fácil, Su Excelencia, si me permite usted que se lo diga. —Hay se preguntó, como solía, si McClellan ignoraba o no hasta qué punto molestaba a Lincoln semejante título; y si lo sabía, ¿y cómo podía ignorarlo?, ¿por qué persistía en él sino para burlarse de Lincoln?

McClellan recorrió la habitación, explicando su estrategia en el Oeste, mientras Stanton respiraba con dificultad, hasta que finalmente intervino.

—General, tiene usted todo el crédito, por supuesto. Pero usted anunció a la prensa que el fuerte Donelson había caído seis horas antes de que el general Grant lo tomara.

—Un pequeño malentendido, Mr. Stanton, solamente. —Hay se preguntó si se resquebrajaba la amistad que había entre McCleHan y Stanton, o que todo el mundo consideraba que había. En los últimos tiempos, Stanton había estado aún más irritado que Lincoln por la parsimonia de McClellan. Desde luego, la irritabilidad era el estado permanente de Stanton. Además, trabajaba más duramente que nadie, a juicio de Hay. Se decía también que era decididamente honesto en asuntos económicos, así como a todas luces traicionero en los tratos personales. ¿Podía ser, se preguntó Hay, que ahora, cumplido el fin de la amistad con McClellan, al ser designado Stanton como secretario de Guerra, hubiese más distancia entre los dos hombres? No era imposible, si McClellan no proseguía la guerra con el empeño que Stanton exigía y Lincoln deseaba ansiosamente.

Después de nuevos tributos a sus propias hazañas por delegación en el Oeste, McClellan se refirió a la estrategia para Virginia en que ahora todos concordaban. Cuando por fin McClellan había confiado al presidente sus planes para la invasión fluvial a Richmond, Lincoln había puesto su veto. Era mucho mejor y más seguro, había dicho el presidente, ocupar Manassas y cortar así las líneas de comunicación entre el Norte y el Sur de la Confederación, y también entre el Este y el Oeste, sin descuidar la defensa de Washington que podía quedar a merced de los rebeldes si el ejército del Potomac se desplazaba hacia el extremo opuesto de la bahía de Chesapeake. Pero gradualmente y contra su propio criterio, Lincoln había terminado por ceder ante McClellan.

—Ahora, Su Excelencia, estamos listos para avanzar. Sólo necesitamos que nos provea usted de barcos para transportar el ejército al Sur. —La mano derecha de McClellan estaba, como era inevitable, en su camisa. De pie, con las piernas bien separadas, miraba al presidente; éste, contra la pared, apoyaba alternativamente los hombros, con un movimiento que indicaba a Hay incomodidad física y profunda reflexión.

—Me ocuparé de las órdenes necesarias, por supuesto. Con esas victorias en el Oeste, deberíamos cerrar rápidamente el círculo de la muerte…, quiero decir el círculo de la victoria… —La voz de Lincoln se arrastró. Hay casi nunca le había visto perder el hilo del pensamiento. Pero en los últimos días el presidente había estado preocupado en extremo por la enfermedad de Willie y Tad, por el problema de Wikoff y la comisión, por la tensión incesante con McClellan.

—Halleck quiere más hombres en el Oeste —dijo Stanton, mirando con curiosidad a Lincoln—. También quiere disponer del mando unificado del Oeste.

—No podemos privarnos de esos hombres —dijo rápidamente McClellan— la víspera de un encuentro que puede ser el último de la guerra. En cuanto al mando unificado del Oeste…

—Me dedicaré de inmediato a este asunto —dijo Lincoln, recogiendo su sombrero del escritorio de Stanton. Se volvió al secretario de Guerra—. ¿Cómo está su hijo?

Los ojos de Stanton se llenaron de lágrimas.

—Tenemos miedo. Toleró bien la vacuna el primer día. Pero ahora tiene una horrible erupción en todo el cuerpo.

—¿Qué edad tiene?

—Seis meses. Se llama James.

—A esa edad pueden ser sorprendentemente fuertes.

—Rogamos porque lo sea. ¿Y los suyos?

—No lo sé. —Lincoln se dirigió inexpresivamente a McCleHan—. Dentro de pocos días hablaremos de sus barcos.

—Sí, Su Excelencia.

Hay sostuvo la puerta, y Lincoln salió con la vista en el suelo. A veces, ésta era una táctica deliberada para no ver a quienes deseaban ser vistos por él; pero hoy el Anciano parecía deseoso de ser invisible, o de haber desaparecido.

En la puerta de la Casa Blanca, el Viejo Edward dijo:

—Señor presidente, Mrs. Lincoln quiere verlo. Está con el niño.

—¿Ha venido el doctor?

El Viejo Edward hizo una pausa. Luego asintió.

—Sí, señor. Está arriba. —Lincoln subió las escaleras como un hombre de la mitad de su edad. Hay miró al Viejo Edward, que dijo—: Madam me pidió que no lo alarmara. Pero cuando preguntó por el doctor…

—¿Cómo está el chico?

—Oh, Mr. Hay, se está muriendo. ¿No lo siente en la casa? Es como un viento frío.

Mary sostenía la mano de Willie. Elizabeth Keckley estaba detrás de ella, como preparada para tomar a su vez la mano de Mary. El doctor intentaba conseguir que Willie tomara una medicina, pero el niño tenía la boca firmemente cerrada. Estaba consciente, pero parecía demasiado agotado para hablar. Cuando Lincoln se acercó, trató de sonreír. El médico aprovechó ese signo de vida para darle la cucharada del medicamento.

—¿Ves, padre, qué bien se porta? —Mary había contenido sus lágrimas durante tanto tiempo que ahora se preguntaba si alguna parte de ella no podría ahogarse.

—Ya veo, ya veo. —Lincoln se sentó en la cama y jugó suavemente con el pelo del chico—. Estarás levantado para el desfile de la semana próxima. El general McClellan está preparando uno para nosotros solos. Cien mil soldados, me ha dicho. El desfile más grande que se ha hecho en el mundo.

Willie asintió; tragó con fuerza la medicina; cerró los ojos. Lincoln miró a Mary a través de la cama. Ella volvió la cabeza. Era joven cuando Eddie había muerto. Podía tener más hijos, y los había tenido. Pero ahora no era joven; y no habría en su vida nadie más como Willie. Porque, de todos sus hijos, él era el que estaba más cerca de ella; el que Mary imaginaba a su lado cuando ella muriera, vieja, viuda y abandonada, excepto por él. Ahora veía una imagen de sí misma tan clara y precisa como el mejor daguerrotipo; se veía vieja, viuda, abandonada; y muy sola.

Lincoln miró al doctor, que abrió las manos, como si dejara escapar a Willie. Entonces Nicolay apareció en la puerta e hizo una seña a Lincoln, que salió de la habitación. Mary prefería estar sola con Willie. La vastedad de su dolor era tan imposible de compartir como si se hubiera tratado del fin de sus propios días.

Seward se excusó.

—En este momento… —Movió la cabeza.

—En este momento… —Lincoln miró las brasas ardientes del hogar—. No puedo creer que Willie se vaya.

—Aún no se ha ido.

—No. —La voz de Lincoln parecía un gemido. Seward jamás había visto al presidente tan… distinto de sí mismo. Pero con esfuerzo volvió a ser quien era, o una imitación bastante buena—. Vamos a lo nuestro. ¿Ha hablado con Mr. Hickman?

—Sí, señor. Todos hemos hablado con él. Ha estudiado el testimonio de Mr. Watt, y no lo cree.

—¿Cómo puede refutarlo? —Lincoln enderezó el cuadro de Andrew Jackson sobre el hogar.

—No creo que pueda. Pero me ha dicho que se propone celebrar varias audiencias. Wikoff será interrogado una y otra vez, y también John Watt, que no es el mejor testigo que he visto en mi vida. Hickman me dice también que se llamará a otros testigos.

—Comprendo. —Lincoln miró de frente a Seward—. Llamará a Mrs. Lincoln.

—Sí.

—Entonces, gobernador, usted y yo haremos una visita a Mr. Hickman.

—Pero ahora está en el Capitolio…

—¿Y qué? Aquí no estamos en Inglaterra, donde el soberano no puede pisar la Cámara de los Comunes. Yo puedo entrar y salir a mi gusto del Capitolio.

Seward se alarmó.

—¿Es prudente, señor? ¿Y si la prensa descubre que ha visitado usted a la comisión…?

—Correré el riesgo.

A causa de la insistencia de Stanton, ahora una compañía de caballería acompañaba siempre al coche del presidente.

—Me siento como en un desfile —dijo Lincoln, mientras el coche y la escolta recorrían estrepitosamente la avenida de Pennsylvania.

—¿Cómo en qué? —preguntó Seward.

—Como en un desfile —gritó Lincoln—. Cuando Mary y yo salimos a pasear, no podemos hablar por el ruido.

Un sorprendido sargento recibió en el Capitolio a Seward y al presidente, y los condujo al gran despacho dorado reservado al presidente de la Cámara. Un momento después, Mr. Hickman se reunió con ellos. Era un hombre duro, que exhibía una sonrisa para la ocasión.

—Es un gran honor para nosotros —dijo mientras estrechaba la mano del presidente.

—Ciertamente lo es —dijo Seward, encendiendo su cigarro, como si quisiera destacar que no se encontraban en un sitio particularmente decoroso.

—Entiendo —dijo Lincoln— que no acepta usted el testimonio de Mr. Watt de que fue él quien habló a Mr. Wikoff de mi mensaje al Congreso.

—Así es, señor; me parece dificil creer que pudiera recordar algo que apenas había visto una vez, y muy brevemente, según nos ha dicho.

—En mi juventud —dijo Seward—, yo podía aprender unas treinta citas de la jurisprudencia en media hora.

—Pero Mr. Seward, usted es uno de los abogados más grandes de nuestro tiempo. No un jardinero.

—En realidad, la ley no es muy distinta de un jardín —dijo Seward—. Es preciso recordar cuándo se ha plantado cada simiente.

Lincoln alzó la mano; Seward se interrumpió.

—Yo acepto ese testimonio, Mr. Hickman; y soy yo el demandante en este caso, y no usted, puesto que se trataba de mi mensaje.

—En cierto sentido, señor, eso es verdad. Pero estamos en tiempos de guerra, y todos debernos mantener continua vigilancia, usted en su extremo de la avenida de Pennsylvania y nosotros en el nuestro.

Seward empezó a decir algo; pero luego prefirió toser. Habló Lincoln.

—El Congreso, Mr. Hickman, tiene todo el derecho de cuestionar los actos oficiales del Ejecutivo; pero no veo éste como un asunto oficial. Si yo quisiera iniciar una querella, lo haría por medio de un tribunal civil, como haría usted si sufriera un robo, cosa que a mí no me ha ocurrido.

—Nuestro punto de vista, aquí, es diferente, señor. Si hubiera espías en la Casa Blanca, descuidaríamos nuestras obligaciones si no los buscáramos.

—Mr. Hickman —Seward empezaba a sentir fastidio—, el servicio secreto informa al general en jefe del ejército y al secretario de Estado. Sin duda, el Congreso no querrá ponerse por encima del general McClellan y de mí, y salir a buscar espías por sí mismo, sin los medios necesarios, ¿verdad?

Hickman continuaba sonriendo.

—Mr. Seward, la Constitución nos pone, de algún modo, por encima del general y de usted mismo. Y ciertamente nos sitúa, colectivamente, al mismo nivel del presidente. Por supuesto, no podernos contratar, ni contratarnos, detectives; pero sí podemos interrogar a personas sospechosas y arrestarlas, si lo deseamos.

—Mr. Hickman. —La voz de Lincoln era suave; pero su expresión era fría y remota y, para el ahora experimentado conocimiento de Seward, peligrosa—. Quiero que llame usted a todos los miembros republicanos de la comisión judicial. Me gustaría hablar con ellos.

La sonrisa de Hickman empezó a desvanecerse.

—Pero la comisión no se reúne hoy, y no sé quién está o no está en el Capitolio…

—Pida al sargento que reúna a tantos miembros republicanos de la comisión como pueda.

—Pero, señor presidente…

—Ahora mismo.

Hickman salió de la habitación. Lincoln miró a Seward; luego, bruscamente, sonrió.

—¿Sabe, gobernador?, esto me recuerda aquella oportunidad, cuando yo estaba de gira, en el treinta y nueve… —Mientras Lincoln narraba la historia, empezaron a reunirse los miembros de la comisión judicial. Seward admiró la destreza con que Lincoln continuó desarrollando la historia y la remató, entre risas, cuando toda la comisión llegó.

Los seis representantes rodeaban al presidente, pensó Seward, como liliputienses a punto de atar a Gulliver. Hickman arrojó el primer lazo.

—Señores, es desde luego muy irregular que un presidente venga aquí y pida hablar con una comisión. Pero —la sonrisa estaba nuevamente en su sitio— éstos son tiempos irregulares.

—Sin duda lo son, Mr. Hickman. —Lincoln era el espíritu mismo de la cordialidad—. Señores, somos todos, espero, patriotas. Y también somos todos republicanos. Las dos cosas no son necesariamente la misma, pero debemos actuar como si lo fueran. —Un miembro rió nerviosamente; los demás callaron—. Ahora bien, yo soy, para bien o para mal, la cabeza del partido republicano, que posee considerable mayoría en el Congreso. Sé que algunos piensan que yo soy un usurpador, o que el gobernador Seward es la verdadera cabeza de nuestro partido; pero él será el primero en afirmar que no es así. O haría mejor en ser el primero.

Con esto, Lincoln originó auténticas risas; la más vigorosa fue la de Seward, puesto que no tenía de qué reír.

—He venido aquí como líder republicano, y como presidente, a decir que creo en la historia de John Watt; y que quiero que también la comisión la crea. De otro modo, en mitad de una guerra que solamente hoy hemos empezado a ganar, con la caída del fuerte Donelson… —Todos aplaudieron espontáneamente, menos Hickman—, la comisión me perjudicaría personalmente si se dejara utilizar por quienes generan chismes y problemas, y por los secesionistas secretos, para provocar un escándalo periodístico. Dañaría a nuestro flamante partido. Pondría en peligro nuestra mayoría en esta Cámara en las próximas elecciones de noviembre. Y finalmente, alentaría a los rebeldes del Sur. Esto es lo que podría ocurrir. Pero sé que no ocurrirá, porque puedo contar con que ustedes, como republicanos y unionistas, procederán correctamente.

Seward admiró el inesperado dominio que había conquistado Lincoln sobre ese grupo que era, en principio, hostil. Podían llamarse republicanos; pero la palabra era suficientemente amplia para incluir a un antiguo demócrata convertido en abolicionista jacobino, como Hickman, o a un antiguo whig moderado como él mismo o, para el caso, como el presidente.

Finalmente, Hickman dijo:

—¿Garantiza usted, señor, que la versión de Watt es exacta?

—Oh, Mr. Hickman, yo no puedo asegurar nada que no haya visto personalmente, y aun así los ojos más penetrantes se equivocan. Creo que el testimonio de Watt es verídico. Y creo también que nunca habrá una historia más interesante, aunque algunos quisieran mayor dramatismo.

Seward vio que Hickman estaba furioso; pero nada podía hacer. Lincoln, para conseguir lo que deseaba, sólo había tenido necesidad de recordar a los miembros de la comisión que nueve meses más tarde debían afrontar una elección. Perjudicar gravemente al líder de su partido significaría ayudar de tal modo a los ávidos demócratas que muchos de los presentes quedarían bruscamente fuera de la vida pública.

—Gracias, señor presidente —dijo Hickman—, por su cortesía… y por su franqueza.

Lincoln estrechó la mano de los parlamentarios.

—Gracias, Mr. Hickman, por permitir este encuentro. O, para citar a aquel predicador…

—Mientras Mary iba deprisa por el pasillo hacia el dormitorio de Willie, Watt apareció de pronto ante ella, como materializado de la nada. Mary lanzó un grito de sorpresa y, en parte, alarina. Watt estaba pálido y grave.

—Mrs. Lincoln —empezó.

—Mr. Watt, se supone que nadie debería venir a esta parte de la casa. Mi hijo está muy enfermo…

—Lo sé. Lo siento. He hecho lo que me dijeron que hiciera. Hice lo que me obligaron a hacer.

—Lo siento, Mr. Watt. No puedo hablar con usted ahora. —Vio que Nicolay la miraba con curiosidad desde el otro extremo del pasillo.

—Mi esposa acaba de abandonar su puesto de camarera. Yo he renunciado al mío. Debía recibir un nombramiento en el ejército. Pero hoy ha sido revocado. A fin de mes dejaré de figurar en la lista de pagos. Pero yo he hecho todo lo que podía…

—Mr. Watt, usted tendrá siempre en mí a una amiga, y también lo recordarán nuestros amigos comunes en Nueva York. Y podrá usted tener ese invernadero con que soñaba, y que vimos juntos en la calle Catorce… —Mary hablaba rápida y concretamente. Había ensayado antes ese discurso. Dijo aWatt que le agradecía su ayuda, y que se la pagaría. Cuando Mary terminó, Watt se inclinó.

Mary intentó sonreír, pero no lo consiguió. Luego entró en la habitación de Willie, donde uno de los compañeros de juegos de su hijo estaba sentado solemnemente junto a la gran cama. Willie tenía los ojos cerrados.

—¿Ha hablado?

El chico movió la cabeza.

—Pero a veces me reconoce. Me ha apretado un poco la mano.

Mary se sentó al lado del chico, cuya presencia evidentemente alegraba a Willie en sus raros momentos de conciencia.

Mary tenía la sensación de soñar, y de haber estado soñando largo tiempo. Pronto despertaría y todo marcharía bien. Estarían de regreso en Springfield; y ella contaría, durante el desayuno, la pesadilla que había tenido: Lincoln había sido elegido presidente, la Unión se disolvía y Willie estaba muerto; no, agonizante; no, todavía vivo. Esa mañana el médico había dicho que nada más se podía hacer. Pero así eran las cosas en los sueños, y ella era una experta en los sueños y sus significados. Los sueños funcionaban al revés; ella lo sabía. Willie a punto de morir significaba que Willie se salvaría.

Finalmente, Elizabeth Keckley dijo a Hay que debía ir a buscar al presidente al Departamento de Guerra. Cuando empezaron los gritos en las habitaciones del presidente, Nicolay ordenó que todo el mundo abandonara la sala de espera y dijo al Viejo Edward que montara guardia al pie de la escalera y no permitiera el acceso a los intrusos.

Hay fue de inmediato al Departamento de Guerra, donde encontró a Lincoln en el despacho de Stanton. Como Nashville estaba a punto de retornar a la Unión, Lincoln había pasado la mañana trabajando en una declaración que daba la bienvenida a Tennessee del Este. Pero cuando vio a Hay en la puerta, dejó caer los papeles que tenía en la mano. Stanton miró a Lincoln con cierta irritación; luego miró a Hay, y comprendió. Stanton sufrió un brusco ahogo de asma. Lincoln se puso de pie con los ojos clavados en Hay, que no podía hablar. Lincoln asintió, y fue un alivio para Hay no verse obligado a decir al presidente que su hijo había muerto.

La Casa Blanca estaba en silencio. Hay suponía que habían administrado alguna droga a Mrs. Lincoln. Ciertamente, nadie podía haber soportado mucho más sus quejas, que no eran gritos ni sollozos, sino una penetrante llamada al mundo mismo de las sombras; a esa voraz oscuridad que por segunda vez la había despojado.

Hay, desde la puerta, vio que Lincoln se acercaba a la cama, donde yacía la pequeña figura cubierta. Lentamente, Lincoln bajó la sábana. Los ojos de Willie estaban cerrados; el pelo, peinado. Delicadamente, con el dedo índice, Lincoln tocó la frente de su hijo. Elizabeth acercó una silla para que Lincoln se sentara; mientras lo hacía, Hay vio que las lágrimas fluían sobre las coriáceas mejillas que no parecían haber recibido jamás ese tipo de humedad.

—Es cruel —susurró Lincoln—. Es cruel que haya muerto. Entonces Robert entró en la habitación. Lincoln lo miró, desorientado por un instante.

—El médico le ha dado morfina. Ahora ella duerme.

Lincoln volvió a mirar a Willie. Robert empezó a acercarse a su padre; luego lo pensó mejor. Salió de la habitación.

Hay salió con los ojos llenos de lágrimas y se llevó por delante a Robert, que le dijo con urgencia:

—Debemos traer aquí a mi tía lo antes posible. ¿Puedes enviarle un telegrama?

—Hay se sonó la nariz y aprovechó el gesto para secarse los ojos.

—Por supuesto. ¿Qué tía?

—Elizabeth Edwards. Es quien mejor la comprende. Debes decirle que salga hoy mismo. Porque si no lo hace…

—Si no lo hace, ¿qué?

—Mi madre se volverá loca.