Tres

Seward miró a Dan Sickles, que le devolvió la mirada. El pequeño despacho del secretario de Estado estaba azul por el humo combinado de los dos cigarros. Seward pensó con envidia, no por primera ni ciertamente por última vez, en el magnífico y espacioso despacho de Chase. Sin duda, la diferencia entre los dos despachos simbolizaba la importancia del «dólar todopoderoso», como lo había llamado Washington Irving, en todos los departamentos del gobierno, e incluso en el del mismo primer magistrado. Aunque el secretario de Estado era el principal funcionario del gabinete, sus obligaciones eran mínimas excepto cuando se producía una crisis, como el asunto Trent. Afortunadamente, con el apoyo entusiasta del presidente, se le había permitido a Seward ahora asumir la delicada tarea de censurar la prensa, así como la aún más delicada de decidir, con la asesoría de los distintos comandantes militares, quién debía no estar en libertad. Por orden de Seward estaban en la prisión el alcalde de Baltimore y el de Washington, y allí permanecerían sin juicio hasta que él o el presidente tuvieran la inspiración de liberarlos. Como abogado y funcionario que había jurado acatar la Constitución y su Declaración de Derechos, por no mencionar la inviolable protección a las personas y a la propiedad tan firmemente expuesta en la Carta Magna y en todas las subsiguientes adiciones del derecho común, Seward encontraba que le había encantado romper, una por una, todas aquellas antiguas libertades, en nombre de la Unión. Nadie había ejercido jamás tanto poder en los Estados Unidos como él, con la tácita bendición de Lincoln. Aunque, oficialmente, el servicio secreto dependía de los militares, Seward recibía informes regulares y en su nombre se abrían cartas, se recogían copias de telegramas, se hacían arrestos.

—Si al menos él no hubiera enviado ese telegrama al Herald. —Seward sabía, por supuesto, que los «si al menos» del mundo eran el consuelo tradicional del hombre condenado, y no el de su abogado. Incluso así, un escándalo importante que implicara a Mrs. Lincoln sería un golpe contra la administración, cuyo jefe de facto aún le agradaba pensar que era; en realidad, el mundo pensaba que él era el verdadero jefe del gobierno.

Sickles formuló la respuesta típica del abogado.

—Olvide el «si al menos», gobernador. Wikoff envió el telegrama. Y la comisión tiene la copia.

—¿En virtud de qué autoridad? —Seward tuvo una súbita visión de policías de Estados Unidos que entraban en el Capitolio y arrestaban a los miembros de la comisión. Luego recordó al rey Carlos I; y lo pensó mejor.

Sickles ignoró la pregunta.

—La tiene. Basta con eso. Y están enfadados. Y son en su mayoría radicales. Y piensan que Lincoln es demasiado débil. Y que usted es demasiado fuerte. Y McClellan demasiado lento, aparte de que está enfermo.

—Esta mañana se sentó en la cama y se tomó la sopa —dijo frívolamente Seward. Luego agregó—: Pues bien, la comisión no está muy desencaminada en su apreciación de los hechos.

—Entonces, ¿dejaremos que llamen a Mrs. Lincoln?

Seward miró a Sickles, que siempre había sido, en su estado natal de NuevaYork, leal a la organización Seward Weed. Pero ahora estaban en Washington, y en guerra.

—No —dijo Seward—. No podrán llamar a Mrs. Lincoln.

—¿Cómo lo evitaremos?

—Les diremos que ella no es un funcionario del gobierno, y que por lo tanto está fuera de la jurisdicción de la comisión. En la medida en que ellos deseen informaciones, Mrs. Lincoln presentará de buena gana una declaración escrita, que usted y yo prepararemos.

Sickles retorció su bigote derecho hasta que pareció el tirabuzón de un sacacorchos. Seward evocó, nostálgico, el sabor del oporto.

—¿Si eso no los satisface? —preguntó Sickles.

Seward abrió las manos.

—Tendrá que satisfacerlos. Eso es todo.

—Comprendo —dijo Sickles sin una sonrisa—. Enviará usted al Congreso a casa.

—No. No. Ruego porque nunca lleguemos a eso. Pero los poderes inherentes de la presidencia son…

—Como usted los establezca —concluyó Sickles, riendo sin mucha alegría.

—La clave de este asunto —dijo Seward— no es Mrs. Lincoln, sino el Chevalier. ¿Qué piensa decir Wikoff?

—No más de lo que ha dicho al presidente de la Cámara, en privado: que está obligado al más estricto secreto.

—¿Qué le ha dicho a usted, Dan? Quedará entre nosotros. Sickles se encogió de hombros.

—No lo ha dicho. Pero está bastante claro. Fue Mrs. Lincoln, quien le dio una copia del mensaje.

—¿Por qué?

Sickles se puso de pie y empezó a recorrer la habitación, cuya alfombra de Bruselas estaba tan llena de agujeros como el caso que había aceptado Sickles.

—Mrs. Lincoln tiene grandes deudas —dijo por fin.

—¿Cree que Bennett le ha pagado? ¿A través de Wikoff?

—No lo sé. —Sickles se volvió a Seward—. No quiero saberlo.

—Pero… —Sickles se interrumpió para aplastar su cigarro en un cenicero de metal—. ¿Llamo a Wikoff? ¿Quiere usted hablar con él?

—No, no, Dan. No quiero hablar con él nunca más, en este valle de lágrimas. Y además, lo han arrestado hace una hora. Está en la prisión del Viejo Capitolio.

—¡Dios mío! ¿Y cómo ha permitido que ocurra esto?

—¿Cómo podía evitarlo? No puedo oponerme al Congreso. Al menos, en este momento. ¿Qué le ha dicho Mrs. Lincoln?

—Está desconcertada y yo me siento de algún modo responsable. Después de todo, Wikoff era… es mi amigo. Por eso estoy dispuesto a soportar la embarazosa situación de defenderlo con mi uniforme de general, y que me ayude…

—Dios —concluyó piadosamente Seward. Abrió un cajón del escritorio y sacó un archivador rotulado «Mrs. Lincoln». Lo abrió—. Creo que tengo una idea bastante clara de los gastos de la señora en la Casa Blanca. El mayor French me ha dado la copia de todas las cuentas, pagadas o no. Aquí hay una factura impagada, presentada por un tal Mr. Carryl, por una suma que sobrepasa el presupuesto íntegro asignado por el Congreso para restaurar el edificio. También hay una alfombra que ha costado diez mil dólares. Otra de dos mil quinientos. Hay una cosa llamada «colchones de muelles patentados». El papel de las paredes ha costado…

—Pero todo eso es para la Casa Blanca, que pertenece a la nación. Nada es personalmente para Mrs. Lincoln. —Sickles ensayaba, como si estuviera realizando la defensa en juicio.

—Aquí hay otro archivador, con sus gastos… personales en Nueva York. —Seward buscó en el cajón.

—Pero no pagados con dinero federal.

Seward sonrió.

—No. No pagados a secas. Me temo que la pobre mujer tiene la manía de gastar dinero. Es una locura, como el juego.

—No quiero saberlo, gobernador. —Por primera vez, Sickles sonrió; y los dos hombres se citaron para una partida de póquer en la Old Club House, con los barones Schleiden y Stoeckl—. Ahora debo visitar a mi cliente en la prisión del Viejo Capitolio. ¿Cómo haré para entrar?

Seward escribió una nota.

—Lo único que necesita —dijo Seward con desenvoltura— es una palabra mía. —Dio el papel a Sickles—. ¿Sabe, Dan?, tarde o temprano su amigo tendrá que decir la verdad a la comisión.

—No, gobernador. La verdad no. Pero algo tendrá que decir.

Seward aprobó.

—Magnífico. Estoy seguro de que en la Casa Blanca hay toda clase de gente al acecho, que podría haberse apoderado del mensaje del presidente para dárselo a Wikoff.

—Eso es lo que pensaba —dijo Sickles. Se detuvo en la puerta—. ¿Qué sabe de esto Mr. Lincoln?

Seward frunció el ceño.

—Si Madam no se lo ha dicho, lo que es improbable, no debe de saber nada, aparte del hecho de que Wikoff ha sido acusado, es decir, todo lo que sabemos nosotros. —Seward hizo una pausa y agregó—: ¿No es así, Dan?

—Sí, gobernador. Eso es todo lo que sabemos. Muy bien, debo ver al Chevalier. Y luego practicar mis mejores artes con mis antiguos colegas de la Cámara.

—Hágalo, Dan. Mientras tanto, no olvidemos que hay un espía…, un segundo espía en la Casa Blanca. ¿Quién puede ser? ¿Algún criado?

—O también un miembro del personal de mantenimiento y jardinería.

—Exactamente —dijo Seward, saludando con la mano a Sickles, que salió de la habitación con la cabeza alta, como si condujera un ejército a la batalla.

Por tercer día consecutivo, el presidente no se había reunido con su familia para comer, de modo que Mary le llevó personalmente lo que él había pedido y no más: pan con miel de panal. Eludió a la muchedumbre del pasillo, deslizándose por las puertas laterales del Salón Oval a la sala del gabinete, que estaba vacía, y luego al despacho presidencial, donde halló a su marido ante el escritorio, entre las ventanas, con los pies apoyados en una silla. Nicolay estaba a su lado, con una pila de libros.

—¡Molly! —El rostro parecía fatigado; los ojos también—. Ven. Lo siento. Pero no tengo tiempo para comer.

—Comerás esto, padre. —Mary depositó la bandeja. Lincoln se enderezó un poco.

—Deje los libros, Mr. Nicolay, y contenga a las hordas hambrientas durante los próximos cinco —miró a Mary—, diez minutos. —Sí, señor.

Nicolay salió de la habitación. Lincoln, ausente, untó de miel un trozo de pan. Mary recogió unas notas.

—Sobre el genio militar —leyó—. Es el general McClellan, y no tú, quien debería leer esto.

—Como todavía está en cama, debo ocuparme de sus negocios además de los míos. En verdad, he estado pensando en tomar prestado su ejército y salir de excursión a Virginia.

—Desearía que lo hicieras. Porque, librado a sí mismo, él no se moverá excepto para pretender la presidencia, como ya está haciendo en este mismo momento.

—Yo creo que en este momento se dedica más a su fiebre tifoidea. Pero debo admitir que una cantidad de demócratas consiguen verlo, y yo no. —Lincoln alzó el libro que había estado leyendo—. Escucha: «La guerra es el reino de la incertidumbre; las tres cuartas partes de los factores en que se funda la acción de guerra están envueltos en la niebla de una incertidumbre mayor o menor. Es necesario un juicio sensato y capaz de discriminar, así como una inteligencia adiestrada, para percibir el rastro de la verdad, y valor para seguir esa tenue luz adondequiera que lleve».

—Sabe Dios que tienes el valor. Y el juicio —dijo Mary. Lincoln empezó a comer con lentitud el pan con miel—. Y también esa niebla de incertidumbre. Y un general que no me quiere ver.

—¿McClellan no te quiere ver a ti? —Mary estaba indignada por los desaires del general en jefe al presidente.

Lincoln movió la cabeza.

—Cada vez que paso, me dicen que duerme. Lo irrito demasiado, supongo.

—¡Reemplázalo!

—¿Por quién? —Lincoln bebió agua de una copa oscura.

—Por cualquiera.

—No puede ser cualquiera. Ése es el problema. Debe ser alguien muy especial. —Lincoln la miró de soslayo—. ¿Qué ocurre, madre?

—El Chevalier Wikoff ha sido arrestado. —La política habitual de Mary con su marido era ir directamente al meollo del asunto, excepto en asuntos de dinero, en los cuales se limitaba a mentir lo mejor que podía.

—Lo sé. ¿Dirá a la comisión que eres tú quien le entregó el mensaje? —La voz de Lincoln era serena, y por esto mismo aún más perturbadora para Mary.

—Si lo hace, dirá una mentira. —Mary sintió que sus mejillas ardían.

—La gente miente, madre. —Con una servilleta, Lincoln limpió una gota de miel del escritorio.

—Creí que era mi amigo —dijo Mary con desesperación.

—Estoy seguro de que lo era. Estoy seguro de que lo es. Pero es además el hombre de Mr. Bennett en la Casa Blanca. No podemos ser nunca demasiado cuidadosos aquí.

—Lo sé. Lo sé. Lo siento.

—No, Mary. Me temo que yo soy tan descuidado como tú en asuntos como ése. Yo soy constitucionalmente incapaz de mantener un secreto. Pero no creo que Mr. Wikoff quiera hacerte daño.

—A mí no puede hacerme daño, padre. No me importa. Pero a ti sí.

Lincoln sonrió.

—Mira, si eso es lo que te preocupa, yo no pienso perder el sueño un instante por alguien que espía mis mensajes al Congreso, que de todos modos tiendo a dejar en cualquier parte. Pero más me importan —Lincoln recogió unos papeles— estas cuentas que vienen una tras otra. El mayor French dice que has gastado casi siete mil dólares más de lo que el Congreso nos ha dado en fruslerías para esta maldita desvencijada casa.

—Pero, padre, ¡la casa se estaba cayendo! Nadie ha puesto nada en ella durante cincuenta años y yo…

—¿Quieres gastar de una sola vez lo que no han gastado los demás presidentes durante medio siglo? Madre, yo no puedo comprar suficientes mantas para los soldados, y tú has invertido diez mil dólares en una alfombra. ¡En una alfombra! Con ese dinero se puede comprar una bonita casa en Kentucky, o diez mil mantas, o…

—Padre, yo sé que he sido… he sido… —Las palabras no acudían—. Ya he parado. Lo verás. Lo peor ya ha pasado. Te lo juro.

—Lincoln asintió, de modo algo desvaído, pensó Mary. Ahora profundamente arrepentida, empezó a explicar la necesidad de cada una de sus compras, y también las innumerables economías que había hecho. Pero Lincoln había tirado del cordón de la campanilla que había junto a su mesa, y Hay entró en el despacho. Lincoln se volvió a Mary.

—Tenemos una sorpresa, un visitante de Springfield.

—Será mejor que me vaya.

—No, quédate un momento a decir «hola» a Billy.

—¿Billy? —Apareció en la puerta la verdadera némesis de Mary, William Herndon, el socio jurídico de Lincoln. Alto, gris, desmañado, Herndon era nueve años más joven que Lincoln, de la misma edad que Mary. Indiscutiblemente brillante, y más culto que Lincoln, era, por decir lo menos, excéntrico. En primer lugar, era en ocasiones un gran bebedor. Además, era radical en política: un decidido abolicionista. La gente común de Springfield solía decir que Herndon era el último vínculo directo de Lincoln con ellos; un vínculo que Mary hubiera querido cortar. Lincoln, al casarse, había accedido a la clase dominante, no sólo de Springfield e Illinois, sino también de Lexington y Kentucky, dejando atrás a Herndon con la gente a quien había representado originariamente como legislador whig del condado de Sangamon.

—Bien… Bien… —Herndon miraba a su antiguo socio, simulando asombro ante su cambio de fortuna. Lincoln se le acercó y estrechó con sus dos manos la de Herndon.

—Adelante, Billy, pasa. —Lincoln sonrió maliciosamente a Mary—. Madre, aquí está Billy, de tamaño real, como dijo el predicador, y dos veces más…

—Ya veo. Buenos días, Billy. Quiero decir, Herndon. Mr. Herndon. —Mary se tornaba más correcta y más fría a cada nueva versión del nombre de su enemigo.

—Mrs. Lincoln. —Herndon era demasiado despreocupado para Mary, quien observó que llevaba una barba parecida a la de Lincoln, aunque exagerada. Sin duda, eso era bueno para los negocios. Herndon no había quitado la enseña, que databa de dieciocho años antes, de «Lincoln y Herndon», de su despacho de Springfield; y a Mary le había dolido que Lincoln no se opusiera, y que le hubiera dicho y, no sólo para fastidiarla: «Un día volveremos, y me agradará ser nuevamente un abogado».

Lincoln indicó a Herndon una silla ante el fuego, mientras Mary se mantenía de pie, como la estatua de la Rectitud, junto al escritorio. Mary dijo formalmente:

—Sentí mucho, señor, enterarme de la muerte de su esposa el verano pasado.

—Una muerte muy dura, Mrs. Lincoln. Una muerte cruel, como determina siempre la tuberculosis. La tos se lleva los pulmones a trocitos, como pétalos de rosas rojas.

—Una descripción muy poética —dijo Lincoln, mientras Mary se estremecía.

—¿Y cómo te las arreglas, Billy? —preguntó Lincoln—. Tienes… ¿cuántos?, ¿cinco? No: seis hijos que criar.

—No es fácil, Lincoln. Quiero decir, señor presidente…

—Bastará con que nos trates a Mary y a mí de Majestad. —Lincoln acercó una silla al fuego. Por una parte, Mary deploraba la presencia de Herndon, por breve que fuera, en su espléndida vida nueva; pero, por otra parte, agradecía a cualquiera que pudiese distraer a su marido, incluso por un instante, de lo que ella comenzaba apenas a comprender que era un peso insoportable para cualquiera y más aún para ese hombre tenso, melancólico, del tipo de Ricardo II con que se había casado, una frágil criatura que parecía alimentarse de alguna fuente interior de energía desconocida que al mismo tiempo lo consumía. Mary preguntó en voz más suave:

—¿Tiene criadas para cuidar a los más pequeños? Herndon asintió.

—Desde ese punto de vista, todo va bien. Pero es muy dificil ser un padre sin una esposa. En realidad, he venido por eso.

Lincoln movió la cabeza.

—Creo que has venido al sitio equivocado, Billy. Washington es una ciudad ideal para que una mujer encuentre marido, pero terrible para que un hombre encuentre una mujer, es decir, que no pertenezca ya a otro.

—En esta ciudad hay diez veces más hombres que mujeres —dijo Mary, con una sonrisa. No había un solo sacrificio que no estuviese dispuesta a hacer por su marido, que tantos había hecho (y debería seguir haciendo, pensó consternada) por ella.

—Oh, he encontrado una mujer, gracias. ¿Recuerdas al mayor Miles, que vivía en Petersburg?

Lincoln asintió.

—No sabía que había muerto.

—¿Ha dejado una viuda? —preguntó Mary, tratando de recordar esa familia.

—No, no. Está vivo. Mala suerte. Es con su hija, Anna, con quien quiero casarme.

Lincoln frunció el ceño.

—¿No es una…?

—… una muchacha bonita, que estuvo aquí hace un par de años con el diputado Harris y su esposa. Muy bella, y muy inteligente para su edad.

—¿Tanto que desea casarse con un viejo como tú, con seis hijos?

Herndon mordió el anzuelo arrojado por su socio.

—Al menos no tendrá que pagar ninguna hipoteca.

—Usted debe de ser veinte años mayor que esa chica. —Mary la había conocido, y le parecía tan bonita como insignificante. Por supuesto, Billy no se merecía otra cosa.

—Dieciocho años, Mrs. Lincoln —dijo Herndon, mirando de soslayo a Lincoln—. Y el último deseo de mi Mary fue que buscara alguien que ocupara su sitio lo antes posible.

—¿Pero una mujer tan joven? —Mary no pudo contenerse.

—Mi Mary no me dio instrucciones detalladas. Sólo hay un problema. —Herndon se volvió a Lincoln—. El mayor Miles es menos entusiasta que yo acerca de la posible unión de nuestras familias.

—Una actitud miope. —Mary observó que Lincoln estaba totalmente fascinado por el problema de Billy—. Hay que corregirla. Pero ¿cómo?

—Bueno, Anna… Realmente tiene una cabeza sobre los hombros, esa chica…

—Y además, bella —añadió Mary.

—Así es. Pues bien, la hermana mayor de Anna está casada con un hombre llamado Chatterton, un buen republicano que ha votado por nosotros…

—¿Y que está momentáneamente sin trabajo? —Lincoln miró a Herndon, que asintió—. De modo que si diéramos a Mr. Chatterton, que es un leal republicano…

—Aunque no un radical como yo…

—¿Sino un moderado como yo?

—Así es, Lincoln. Quiero decir, Majestad.

—Si Mr. Chatterton, entonces, fuese designado para algún empleo federal, Anna pediría a su hermana que pidiera a su padre que, a cambio de ese empleo, se le permitiera casarse contigo.

—Así es, más o menos, la cosa.

Lincoln se golpeó la rodilla y rugió de risa.

—Billy, siempre me levantas el ánimo.

—Pero, padre, yo creía que estabas harto de la gente que busca empleos del gobierno.

—Lo estoy. Pero esto es diferente. Esto es puro, Billy. —Lincoln buscó una tarjeta y escribió una nota—. Aquí tienes, Billy. Dáselo a Mr. Smith, el secretario de Interior. Allí siempre hay algo. —Se volvió a Mary—. Piensa, madre, que esto me permite desempeñar el papel de Cupido.

—¿Con el dinero del gobierno? —Mary sentía que de algún modo debía devolver el reciente ataque contra sus «fruslerías».

—Estoy seguro de que Mr. Chatterton no es peor… No puede ser peor… que otras personas designadas. Además, así hacemos posible que Billy se case, y ése es el regalo más sagrado… ¿Sagrado? —Lincoln se interrumpió y frunció el ceño—. ¿No era ése el peor crimen? Billy, tú sabes esas cosas. ¿Estoy cometiendo simonía?

—Hace mil años que no recuerdo esa palabra. Tiene que ver con los papas, ¿verdad? Venta de indulgencias sagradas, o algo así.

—Suena horrendo —dijo Mary, mientras recogía los restos del pan y la miel.

—Pues entonces, como no soy el Papa, supongo que una pequeña simonía no nos hará daño. —Lincoln se puso de pie, y también Herndon.

Mary se inclinó.

—Siento, señor, que no podamos invitarlo a cenar esta semana.

—Pero madre… —empezó Lincoln.

—Está bien —dijo Herndon—. He venido por unos pocos días; apenas corneta simonía, volveré a casa.

—Vuelve mañana, y dime qué ha ocurrido. —Mientras Lincoln llevaba a Herndon hacia la puerta principal, Mary salía por la puerta de la sala del gabinete. La presencia de William Herndon en la Casa Blanca, incluso por un instante, le parecía el peor de los presagios.

—A Chase le pareció el mejor de los presagios —a pesar de cierto carácter de excesiva coincidencia— que, mientras estaba en el estudio de Seward un domingo por la noche, Cameron, que había estado más temprano con él, viniese ahora a ver a Seward. Seward miró a Chase con suspicacia cuando el criado anunció al secretario de Guerra.

—Le dije a Mr. Cameron que estaría aquí con usted —explicó Chase con expresión inocente—. Sin duda, quiere vernos a los dos juntos.

Cameron parecía más pálido que de costumbre cuando entró respirando pesadamente.

—He venido caminando desde el Willard —dijo. Cameron, pensó Chase, se había mostrado prudente cuando, en lugar de buscar una casa en Washington, había preferido los salones, bares y barberías del Willard, donde podía merodear como un señor de la jungla.

—Siéntese, Mr. Cameron, siéntese. —Seward llenó de coñac un vaso de cristal, que Cameron tomó en silencio.

—Como ve, he venido directamente aquí… —comenzó Chase.

Pero Cameron no le prestó atención.

—Volví al Willard y pedí la cena. Y mientras atravesaba el vestíbulo, un ujier de la Casa Blanca me dio esto. —Cameron alzó una hoja de papel—. El presidente acepta nombrarme embajador en Rusia. Desea proponer el nombramiento al Congreso mañana.

—Pero usted no ha dimitido, ¿no es verdad? —Seward había escrito él mismo la breve carta que Cameron tenía en la mano. Lincoln había concordado con Seward en que debía provocar una dimisión largamente esperada.

—No, no he dimitido. —Cameron bebió el coñac como si fuera agua. Chase apartó la mirada—. Y además, tengo todo el deseo de continuar en el cargo. Pero sólo si soy verdaderamente la cabeza del Departamento de Guerra.

—Eso podría ser difícil —dijo Chase— ahora que el general McClellan empieza a levantarse…

—… con prudencia —dijo Seward.

—… con prudencia —repitió Chase—, de su lecho de enfermo. Como convinimos esta tarde, es la mejor salida, Mr. Cameron. Y San Petersburgo es esencial para nosotros ahora que tenemos, aunque debería decir, gracias a Mr. Seward que hemos tenido, tantos problemas con Inglaterra. El zar se ha mostrado favorable a la Unión, y usted es la única persona capaz de conseguir que se mantenga así.

—Es verdad. —Seward hablaba gravemente; estaba, advirtió Chase, apenas, pero sólo apenas, ebrio—. Incluso existe la posibilidad de ayuda militar de Rusia. —Seward improvisaba con toda libertad. Cameron se serenó un poco y entonces, Seward, bruscamente inspirado, dijo—: Creo que debería ver usted mañana al presidente y aceptar esta importante misión siempre que otro hombre de Pennsylvania ocupe el cargo de secretario de Guerra.

—¿Stanton?

Seward asintió. Había momentos en que Chase se veía obligado a admirar la habilidad de su colega, a pesar de su dudosa moral. Era fundamental para Lincoln —y para Seward— que Cameron no se volviera contra la administración. Cameron siempre se había vuelto contra los presidentes a quienes había servido. Aunque él no era en sí importante, el hecho de que controlara la política de Pennsylvania lo convertía en un formidable adversario potencial. Fascinado, Chase miraba cómo el amo de NuevaYork hipnotizaba, con la destreza de una cobra, al amo de Pennsylvania.

—Usted, y solamente usted, puede comprender la diferencia que hay entre Stanton y Holt. Si Stanton es elegido, es como si continuara usted en el gabinete, porque él es un hombre de Pennsylvania y una parte de su poderoso electorado.

El hecho de que Stanton fuese demócrata y originario de Ohio no hacía, aparentemente, ninguna diferencia. Cameron asintió.

—¿Cree usted que me escuchará?

—¿Si lo escuchará? —Seward abrió teatralmente los brazos, y se balanceó un poco ante el fuego ardiente—. Hará lo que usted diga. Y si me permite hacerle una sugerencia: entregue una renuncia con fecha de más o menos una semana atrás. El presidente le dará entonces un recibo de ese mismo momento, y Mr. Nicolay enviará ambas cosas a los servicios telegráficos. Y así quedará demostrado que su promoción a embajador en San Petersburgo —Seward enriqueció cada sílaba del nombre de esa ciudad con unción eclesiástica— estaba planeada por usted y por Mr. Lincoln.

—Eso —respondió Cameron, con cierta vulgaridad— me desprenderá del anzuelo.

—Hablando de anzuelos —Seward miró el reloj sobre la repisa del hogar—, espero en cualquier momento al general Butler. Acaba de llegar de la fortaleza Monroe.

—¿Pasó a través del bloqueo? —preguntó Chase. El hecho de que la flota confederada hubiese podido cerrar el Potomac había sido bastante embarazoso para una nación que, dos semanas antes, amenazaba librar una guerra en el mar contra Inglaterra. El bloqueo rebelde limitaba el abastecimiento a Washington de toda clase de productos norteños, y sobre todo de combustibles.

—Creo que ha venido por tierra. —Seward estrechó vigorosamente la mano de Cameron—. Vaya a ver al presidente a primera hora de la mañana. Yo me acercaré a ayudarle, si usted quiere.

—Se lo agradeceré, Mr. Seward. —Cameron frunció el ceño—. Debería usted enviar de regreso a Butler apenas pueda. Es el peor de nuestros generales políticos.

Chase rió con cierto nerviosismo.

—Dejaremos que Mr. Seward se ocupe de eso. —Se volvió hacia Cameron—. Tengo mi coche. Lo llevaré a su hotel.

Durante el breve trayecto, Chase hizo lo posible por tranquilizar a Cameron, que aparentemente quería ser tranquilizado. Después de todo, reflexionó Chase, mientras el zar de Pennsylvania entraba en el Willard, quizá llegara un momento en que le sería necesaria la organización de Pennsylvania. En general, pensó, se había comportado muy bien, si se tenía en cuenta la delicadeza —y la importancia— del asunto.

En un asunto igualmente delicado, aunque de menor significación, John Hay estaba decidido a comportarse mal, puesto que ésa era su misión. El presidente le había pedido que «se ocupara de Mr. Herndon», y eso estaba haciendo. Acababan de cenar magníficamente en el Wormley, donde también se encontraba el general McDowell, acompañado por media docena de observadores extranjeros, entre ellos un par británico a quien Hay había visto con Mr. Russell, del Times de Londres. El general McDowell bebía cantidades de agua con las cantidades de comida que ingería. Mientras tanto, sus invitados hacían lo posible por mantenerse a la altura del alto y delgado parlamentario, que bebía una botella de clarete tras otra, bajo la mirada desaprobadora del general. Mr. Herndon dijo que en este viaje no había bebido pero que, quizá, le agradaría probar uno de los mint-juleps especiales de menta de Wormley. Cómo conseguía Wormley menta en invierno era uno de los secretos mejor guardados de Washington. Hay sólo bebió un vaso de vino durante la cena, cuyas principales atracciones fueron la sopa de tortuga del Potomac y el pato, que Herndon no había probado nunca.

—El pato es excelente en noviembre —dijo Hay, que conocía a algunos gourmets serios de la ciudad—. Las mejores aves proceden de unas ciénagas de Maryland donde crece el apio silvestre, y por eso la carne tiene sabor a apio. —Hay advirtió que Herndon parecía más capaz de apreciar el bourbon del mintjulep que el delicado sabor del pato. Pero él estaba decidido a «ocuparse de Mr. Herndon», como se le había ordenado.

Hay no había conocido a Herndon en Springfield. Lo había visto con frecuencia en el tribunal o en la calle, cuando iba y venía de su despacho en la calle mayor. Herndon había desplegado gran actividad cuando Lincoln era presidente electo; tenía entonces un despacho en la legislatura del Estado. Más tarde, Herndon había encontrado un escondrijo en una calle apartada donde Lincoln trabajó en su discurso inaugural con la única ayuda de Herndon. Ahora Herndon tenía un nuevo socio.

—Se llama Zane. Es un joven brillante que hará por mí, espero, lo que he hecho yo por Lincoln en estos años.

—¿Qué ha sido eso exactamente, Mr. Herndon?

—Bueno, yo era quien estudiaba los casos. Lincoln prefería estar ante el tribunal y, por supuesto, la política siempre estuvo en primer plano para él.

—¿Siempre?

—Desde que lo conocí, y calculo que desde mucho antes. Pienso que su ambición es una especie de pequeño motor que hace tictac y jamás se detiene…

Una extraña comparación, pensó Hay, a quien le gustó mucho. Pero sin duda Herndon poseía una forma muy peculiar de emplear el lenguaje.

—No puedo decir que me haya agradado mucho el secretario del Interior, Mr. Caleb V. Smith. —Herndon volvía por tercera vez a ese tema. Había llevado la carta de Lincoln al Departamento de Interior, donde él y Smith habían empezado de inmediato una discusión política—. Yo soy un radical de extremo a extremo, y ese señor es un conservador como casi todo el gabinete. De todos modos, cuando advertí que entre nosotros no había gran armonía, me callé. Pero ya era tarde. Y cuando pedí un puesto para mi amigo, Mr. Smith me llevó de un despacho a otro, preguntándole a cada jefe si había sitio para otro empleado; y por supuesto, la respuesta era siempre «no».

—Bueno, verá mañana al presidente, ¿no es verdad?

—Sí, volveré a verlo. Creo que mañana cenaremos juntos. Por lo menos él me ha invitado. Ella no. Pobre Lincoln, con esa mujer. No sé cómo la soporta. Ha sido un matrimonio desolador.

Como todo el mundo en Springfield, Hay sabía que el socio y la esposa del presidente no se entendían. Herndon jamás había sido invitado a las recepciones de Mrs. Lincoln en Springfield después de aquella ocasión en que había dicho que Mary, bailando, era «graciosa como una serpiente», sinuosa metáfora que había complacido al poeta Hay tanto como irritado a la Gata Montés.

Desde la mesa de McDowell, el par de Inglaterra —cuyo nombre Hay no pudo recordar— envió una botella de oporto por intermedio del mulato Wormley en persona, quien siempre era amable con Hay, a quien llamaba, sin demasiada ironía, «mi joven amo».

Hay y Herndon bebieron a la salud del par, y el general McDowell elevó, con cierta ostentación, a juicio de Hay, su vaso de agua.

—He prometido a mi futura esposa, es decir, si llega a serlo —Herndon apuró de un solo experto trago el delicioso oporto—, dejar de beber apenas me dé su consentimiento. Debo decir que hasta esta noche tenía alto concepto del general McDowell. Ignoraba que fuera abstemio. Mala cosa para un general.

—Lo es a tal extremo que, cuando cayó de su caballo y quedó inconsciente, el médico no pudo introducir entre sus dientes apretados unas gotas de coñac.

—Yo habría sido magnánimo con ese médico. —Herndon ofreció a Hay un mal cigarro, que él rechazó. Herndon lo encendió—. Muchas veces he pensado que ciertos hombres flemáticos, como Lincoln, necesitan alcohol. Pero a él, pobre, no le gusta. Si le gustara, no enloquecería como a veces le ocurre.

—¿El presidente? —Hay no había oído hablar de esto.

Herndon asintió, mientras un negro con librea retiraba los restos del pato.

—Fue el año antes de que yo entrara en la firma de Lincoln, Logan y Lincoln, y eso fue en el cuarenta y dos. Logan se retiró en el cuarenta y cuatro, y yo fui socio de Lincoln desde entonces. De todos modos, en el cuarenta y uno, Lincoln estaba en la legislatura del Estado, y a punto de casarse con Miss Todd, cuando se volvió loco. Completamente chiflado, según su viejo amigo joshua Speed. Trató de matarse. Se metió en cama y no quería comer. Escribió un poema llamado «Suicidio», que envió al Sangamo Journal, y se publicó. Después rompió su compromiso con Mary Todd, que era probablemente lo que lo había vuelto loco.

—¿Quiere decir que no quería casarse con ella? —En este punto, Hay no necesitaba demasiada persuasión. No podía imaginar que nadie en su sano juicio quisiera casarse con Mrs. Lincoln; pero si lo que decía Herndon era cierto, entonces Lincoln sólo había demostrado la sensatez de rechazarla cuando estaba loco, y la insensatez de casarse con ella un año y medio más tarde—. ¿Qué causó realmente esa… locura?

Herndon movió la cabeza.

—No lo sé. No tengo datos. Siempre se dijo que Lincoln quería a otra mujer. A mí nunca me dijo nada semejante. Así que esto sólo es una conjetura. Pero pienso que el infierno de su vida con Mary Todd, y no hay una expresión más adecuada, surge de que Mary sabe que él amaba, o todavía ama, a otra, y no a ella.

—Y entonces, ¿por qué se casaron?

—Él no podía casarse con la otra. —Herndon se sirvió más oporto—. O eso dicen. Pero sí con Mary Todd, de la gran familia Todd. Y elevarse en el mundo, como hizo, con alguna ayuda de los Todd. Pero, excepto durante sus accesos de locura, la ambición estaba allí y lo impulsaba a ir cada vez más arriba.

—¿Accesos? ¿Hubo otros? —Hay apenas podía creer que el eminentemente razonable aunque a veces tan melancólico Tycoon que conocía íntimamente hubiese podido ser otra cosa que el hombre más cuerdo del mundo. Pero, desde luego, Hay no podía imaginar a Lincoln joven, ni distinto del Anciano a quien conocía.

—Yo lo he visto únicamente deprimido, como estuvo cuando perdió ante Douglas la elección para el Senado. Pero todavía se habla en el condado de Menard de una época en que estaba loco, tal como en esa región se entiende la locura. En el treinta y cinco. Eso fue más o menos cuando escribió ese libro titulado Infidelidad, sobre su falta de fe en la Biblia, en la Trinidad, en la Inmaculada Concepción y todas esas cosas. De todos modos, un amigo de él, un tal Mr. Hill, dueño de una tienda (esto fue en Nueva Salem, en invierno), hizo que tirara el único ejemplar (espero que fuera el único) a la estufa, y lo quemara.

—¿El presidente era ateo? —Hay siempre había sabido que Lincoln casi nunca hacía referencia a la cristiandad, y que sus excursiones dominicales a la iglesia presbiteriana eran en gran medida ceremoniales; sin embargo, en sus discursos aparecían frecuentemente Dios, el cielo, el Todopoderoso, incluso sin que Seward se lo pidiera.

—No; ateo no, si entiendo bien el término. Es teísta, como Jefferson y la mayor parte de los fundadores. Pienso que tiene una religión propia, del tipo más grande y noble. Cree en una Providencia suprema. Pero supongo que, para un cristiano común, aun así será un infiel.

Algo soñoliento por el oporto, Hay acompañó a Herndon a su hotel, el Brown, en la avenida de Pennsylvania. La fría lluvia que había caído más temprano había cesado; la noche estaba clara y les habría parecido helada si el oporto no los hubiera reconfortado. Y en verdad se sentían tan reconfortados que, antes de que Hay supiera exactamente cómo habían llegado allí, los dos estaban en el oscuro callejón de Marble Alley, tocando la campanilla de Sal Austin.

En el vestíbulo Sal recibió cálidamente a Hay y se inclinó ante Herndon, que le devolvió con cortesía el saludo.

—El salón rojo está libre. —Eso significaba que Hay podía entrar en el salón de la izquierda, seguro de que no habría allí nadie a quien conociera; y que si alguien que pudiera conocerlo llegaba más tarde, Sal lo llevaría al salón morado. Sal conocía ya a todas las personas pertenecientes a la administración y al Congreso, y recordaba celosamente sus seudónimos y disfraces. De todos modos, Hay se echó el sombrero blando de fieltro sobre los ojos y se subió el cuello del abrigo para que sólo quedaran a la vista los largos y sedosos bigotes, cuya satisfactoria presencia aseguraba que ningún otro hombre volvería a llamarlo «hijito».

Herndon y Hay se instalaron detrás de una pequeña palmera en un tiesto de cerámica. Herndon se sentó en un sofá y Hay en una silla; la chica que solía elegir, una tal Penélope, de Cleveland, no podría recibirlo hasta dentro de media hora. Entretanto, bellas criaturas se deslizaban por el salón, sonriendo a Herndon, guiñando el ojo a Hay. A petición de Herndon, una alta pelirroja de piel muy blanca les llevó una botella de bourbon.

—Espero que no le diga a nuestro amigo que he estado bebiendo. —Herndon se sirvió un vaso de whisky.

—A condición de que no le diga usted adónde lo he traído.

—A Hay le divertía que la apariencia de sobriedad le preocupara a Herndon más que la revelación de su concupiscencia.

—No creo que nuestro amigo se escandalizara mucho por esto. —Herndon examinó el elegante salón en que oficiales del ejército y la armada se reunían decorosamente con las jóvenes del establecimiento. Rara vez había mucho ruido en los salones, aparte del pianista negro a quien acompañaba a veces con gran sentimiento, al violín, una de las muchachas—. Aunque en nuestros tiempos —dijo Herndon— no había nada parecido a esto en Springfield. Y hoy tampoco.

—Pero sí en Chicago —respondió Hay, que había hecho la ronda de esa ciudad durante la elección.

—En Chicago sí. Pero no iba muy frecuentemente. Me gusta la pelirroja —dijo Herndon.

—¿Quiere usted que se lo diga? —Hay se sintió una celestina.

—Dentro de un momento. —Herndon apoyó el pie en un taburete—. ¿Cuánto cobran?

—Depende del tiempo que se quede. Unos quince dólares, por lo general. A veces Sal hace un precio especial. —En realidad, Sal le cobraba a Hay apenas cinco dólares por lo que él llamaba siempre «pensión y habitación»; luego él pagaba a la chica lo que deseaba. Herndon bebía su bourbon; observaba el movimiento del local.

—Usted conoce a joshua Speed, ¿verdad?

—Hay asintió. Speed era un amigo de Lincoln que en un tiempo había vivido y ejercido la profesión de abogado en Springfield. Se sabía que era uno de los pocos amigos íntimos del Tycoon, si un hombre tan reservado como Lincoln podía tener una relación íntima.

—Pues bien, una vez Speed me contó esta historia. En 1839 o 1840, Speed mantenía una guapa muchacha en Springfield, y Lincoln, que quería su parte, dijo a Speed: «Speed, ¿sabes dónde puedo encontrar algo así?». Y Speed respondió: «Sí, lo sé; y si esperas un instante, te enviaré al sitio adecuado con una nota. No podrás entrar si no te acompaño, o con una nota». Entonces, Speed escribió la nota, y Lincoln la tomó y fue a ver a la chica.

Hay carraspeó, nervioso, y murmuró:

—Quizá no debería usted usar… el nombre.

—¿Cómo? —Herndon era un poco sordo; luego asintió—. Ah, comprendo. Hablo en voz muy alta, ¿verdad? Bueno: m Lincoln…, quiero decir, él, dio la nota a la chica después de presentarse, saludar y etcétera. Lincoln dijo a qué iba y la chica, después de un momento de vacilación, aceptó. Todo marchaba bien. Lincoln y la chica se desnudaron y se fueron a la cama.

Hay empezaba a pensar que estaba soñando. Miró a su alrededor. Por fortuna, no había nadie a distancia de poder oír. De vez en cuando, él y Nico se habían preguntado cómo habría sido la vida del Anciano antes de su casamiento. Pero no tenían datos —como decía Herndon— y en general consideraban que Lincoln había sido siempre un hombre viejo, a quien interesaban sólo las relaciones políticas y no las carnales.

—Luego, Lincoln preguntó a la muchacha: «¿Cuánto cobra?», «Cinco dólares, Mr. Lincoln». Mr. Lincoln dijo: «Sólo tengo tres». «No importa», dijo la chica, «me deberá usted, Mr. Lincoln, los otros dos». Lincoln pensó un momento y dijo: «No deseo seguir a crédito. Soy pobre, y no sé cuándo llegará mi próximo dólar, Y no quiero engañarla». Entonces, mientras ella lo consolaba, Lincoln salió de la cama, se puso los pantalones, y le ofreció los tres dólares, que ella no quiso aceptar, diciendo: «Mr. Lincoln, es usted el hombre más considerado que he conocido nunca». Lincoln se marchó, y jamás le habló a Speed de lo ocurrido; pero la chica se lo contó a Speed, que me lo contó más tarde. —Herndon rió—. Así es él: tan consciente que termina consiguiendo todo por nada.

—No me hubiera imaginado —dijo Hay.

—En un tiempo era joven. Como usted. —Herndon frunció el ceño—. Pero después se casó con esa mujer, y le ha sido fiel desde entonces. Él era… es… un hombre de vivas pasiones, en lo que concierne a las mujeres, aunque tiene gran dominio de sí mismo. Siempre he dicho que ha salvado el honor de más mujeres que cualquier otro hombre que yo haya conocido. Cómo se le ofrecían. Y cómo lo harán todavía…

—No lo sé —dijo Hay, mientras Sal se acercaba.

—¿Quería ver al doctor Prettyman? —dijo Sal—. Está aquí.

Hay le dio las gracias y se excusó ante Herndon. El doctor Prettyman estaba en el despacho de Sal, examinando los historiales médicos de las muchachas; una vez por semana las visitaba. Prettyman era considerado el mejor médico de la ciudad. Desde la llegada de las tropas, había aparecido en la ciudad una epidemia de enfermedades venéreas. Unos días antes, Hay había observado un curioso síntoma que mostró al doctor, quien lo examinó con el rápido aplomo de los carniceros del Mercado Central.

—No es nada —dijo por fin, para alivio de Hay—. Demasiada actividad, eso es todo. Trate de no excederse en la dedicación a Venus. —Hay se abotonó el pantalón; se mencionó como paliativo el infalible ungüento de copavia.

Hay retornó al salón rojo, donde encontró a Herndon despierto, pero con los ojos cerrados.

—¿Ha visto al doctor?

Como tantos sordos, Herndon siempre podía oír lo que no querían los demás que oyera.

—Sí —respondió Hay—. Pero todo marcha bien. Viene aquí regularmente, a examinar a las chicas. Por eso prefiero este lugar. Es… bueno, razonablemente más seguro.

Herndon asintió.

—Nadie puede pedir mucho más que eso. Dicen que aquí abunda la sífilis, gracias al ejército. Sabe Dios que era muy común en Illinois en los años treinta, cuando Lincoln se contagió.

—¡Mr. Herndon! —Hay tomó la botella de bourbon y se sirvió un vaso lleno.

—Por supuesto, no era más que un muchacho entonces. Yo diría que tendría la misma edad que usted. Sí. Más o menos en 1835. Mr. Lincoln fue a Beardstown, y en algún rapto apasionado conoció a una muchacha y contrajo la enfermedad. Él mismo me lo dijo. Después, aproximadamente en 1837, Lincoln se trasladó a Springfield y alquiló una casa con Speed; ambos se hicieron muy amigos. Yo pienso que aún no se había librado de su mal; como no quería confiar en nuestros médicos, le escribió una carta al doctor Drake, de Cincinnati, y no le quiso mostrar la última parte a Speed, para que éste no se enterara. Speed pensó que el tema era el acceso de locura. Pero esa carta al doctor Drake se refería a su enfermedad, ¿se curó?

—Con la sífilis no se puede estar seguro. Sin embargo, cuatro años después, estaba decidido a casarse; y jamás lo habría hecho si no hubiera pensado que estaba curado. Anuló su compromiso por su acceso de locura. Pero finalmente se casó. —Ahora Herndon estaba ebrio. Se diferenciaba de otros ebrios a quienes Hay había visto en que sus palabras no se tornaban confusas, ni perdía el hilo de su pensamiento; sólo era algo más elíptico que en otros momentos—. Lincoln es totalmente ciego a los defectos de sus hijos, usted sabe.

—Lo sé —dijo Hay—. Para que terminara de recobrarse de la fiebre de verano, había sido enviado a la playa de Nueva Jersey con Madam y Robert, a quien quería, y con los otros dos. —Muchas veces he querido retorcer el cuello a esos muchachos…

—Amén —dijo Hay. También él sentía ahora el efecto del bourbon.

—Pero el pequeño Eddie murió, a los tres años. Y el que se llama Tad no está bien de la cabeza y tiene el paladar mal formado. —Herndon frunció el ceño—. A veces me pregunto… —Se interrumpió. La muchacha pelirroja había regresado. Herndon se puso de pie, algo vacilante, y le ofreció el brazo.

Mientras Herndon se alejaba con la chica, Hay tuvo la sensación de que él mismo debía de estar borracho, o incluso dormido y soñando. Pero si no soñaba, era indispensable un esfuerzo concertado para lograr que Mr. Herndon estuviera seguramente casado —y sobrio— en Springfield.

El punto de vista de Mary coincidía por completo con el de Hay, aunque por distintos motivos. Con la dignidad de una mártir había invitado a cenar a Herndon en el comedor de la familia. El único otro huésped era el diputado Washburne. Lincoln estaba de buen humor, y narraba historias de los viejos tiempos en Springfield. Herndon no estaba tan bien. Mary observó que tenía los ojos enrojecidos y que le temblaban las manos. Cuando Lincoln le preguntó cómo había sido la noche con John Hay, Herndon dijo:

—Comimos demasiado en elWormley, donde vimos al general McDowell bebiendo agua, una visión siniestra.

—Espero que lo hayas imitado, Billy. —Lincoln dirigió a Herndon una malévola mirada de soslayo—. Ésta es una época siniestra.

—Bueno, pronto lo imitaré, sea como sea —dijo Herndon—. Apenas me case, me uniré a la Orden de los Buenos Templarios.

—¿Qué es eso? —preguntó Lincoln.

—Una organización de abstemios que combate ferozmente al demonio del alcohol. También yo lo combatiré ahora que mis asuntos están en orden.

—¿Has encontrado un empleo para el amigo de Mr. Herndon? —preguntó Mary con tierno interés.

Lincoln asintió.

—Llevé a Billy a la oficina de relaciones con los indios, donde encontramos a un hombre designado por Mr. Buchanan ansioso por librarse del servicio federal, de modo que ahora Mr. Chatterton se ocupará de los cherokees, y Billy será muy pronto un Buen Templario.

—Estoy segura de que nunca es demasiado tarde —dijo Mary, y advirtió, demasiado tarde, que había ofendido a Herndon y fastidiado a Lincoln, que se volvió a Washburne y le pidió noticias del Congreso.

—Nosotros esperamos noticias del presidente —dijo Washburne—. ¿Cuándo se pondrá en marcha el ejército?

Lincoln se echó atrás en su silla, y meneó la cabeza cuando el camarero le ofreció una gran fuente de plata con una pata de cerdo asada que atraía sobremanera a Washburne.

—Daré la orden de que el ejército llegue a Virginia, a más tardar, a fines de febrero. Pero si McClellan está todavía en cama… —Lincoln miró, ausente, a Washburne, que se servía.

—Creí que tú eras el comandante en jefe. —Washburne apiló cuidadosamente las tajadas de cerdo en un costado de su plato, para disminuir el efecto de lo que podría haberse considerado una gula descomunal.

—Oh, lo soy. —Lincoln suspiró—. Y también creo que podría Poner en marcha el ejército. Pero no olvido que soy tan sólo un politice, y que debo escuchar a los generales, que no están nunca listos para moverse. La gente está impaciente. Chase no tiene dinero. McClellan tiene tifoidea. En el Oeste, Buell y Halleck parecen incapaces de ponerse de acuerdo. —Lincoln se quejó de las dilaciones de sus costosos generales; Washburne escuchó, y se sirvió del plato siguiente, pastel de manzana.

—Quizá tengas… generales menos costosos —dijo Washburne, con la boca llena.

Lincoln asintió.

—Estas últimas noches me he reunido con McDowell y con Franklin, para tratar de decidir qué debe hacerse si los rebeldes atacan al ejército del Potomac, y quién debe mandar.

—¿Qué aconseja Mr. Stanton?

—Todavía no asiste a nuestras reuniones. Ha estado demasiado atareado examinando los gastos del Departamento de Guerra. —Lincoln hizo una mueca. El camarero retiró los últimos platos.

—¿Los establos de Augías?

—Exactamente. Y nuestro nuevo Hércules es asmático…

Como un espectro, Nicolay apareció en la puerta.

—Señor, han llegado sus… invitados. Están en la sala del gabinete.

—Debería estar en cama, Mr. Nicolay. —Lincoln depositó la servilleta en la mesa y se puso de pie.

—Ya me voy a la cama, señor. Lo que tengo es la fiebre de invierno —murmuró.

—Pobre Mr. Nicolay —dijo Mary, compadeciendo apenas a su enemigo—. Ya comprendo por qué debe haber dos secretarios de tiempo completo para que Mr. Lincoln disponga de uno en su despacho.

—Mr. Stoddard —respondió Nicolay con recatada satisfacción— también está en cama. Creemos que es la fiebre del Potomac. —Nicolay salió de la habitación.

Mary se puso de pie.

—Oh, pobre Mr. Stoddard. Debo ir a atenderlo. —Todos estaban de pie.

—Cuida de tu propia salud, madre. Éste es un sitio insalubre. Mientras Lincoln se disponía a salir, Herndon lo llevó aparte. Ni Mary ni Washburne podían oír de qué hablaban los socios, pero Mary advirtió la sonrisa maliciosa de su marido. Luego, para su horror, vio que Lincoln sacaba de su bolsillo algunos «verdes», como habían sido denominados popularmente de inmediato los nuevos billetes, y se los daba a Herndon.

Mary se deslizó hacia los dos hombres, no sólo con la gracia, sino también con la velocidad de una serpiente.

—¿Para qué es eso, padre?

—Le mostraba a Billy, Molly, los nuevos billetes que se imprimen ahora. Y aquí, en el billete de un dólar, que todo el mundo puede ver, está el rostro honesto de Mr. Chase; y el mío en el de dos dólares, que a mí me parece más raro, ¿no es verdad?

—Ciertamente, es más raro para mí —dijo Herndon. Se dirigió a Mary—: Me faltaban veinte dólares. Su Majestad me ha adelantado generosamente esa suma, que yo restituiré con nuestros próximos honorarios. Aún nos deben una buena cantidad.

—Creo… —dijo Mary, pero su marido no le permitió terminar.

—¿Sabes? —dijo Lincoln—, pregunté a Mr. Chase por qué se ponía él en el billete de un dólar, evidentemente el que más circula, y me respondió: «Como usted es el presidente, su retrato debe estar en el billete de mayor valor, y el mío en el de menor valor».

Lincoln, Herndon y Washburne se echaron a reír. Mary no. No sólo le desagradaba la idea de que se le prestara dinero a Herndon; además le indignaba profundamente ver el rostro de Chase conspicuamente exhibido en los billetes.

—¡Está haciendo su campaña presidencial! —había exclamado Mary al ver el billete de un dólar. Por una vez, Lincoln había estado de acuerdo, aunque le parecía indeciblemente divertido.

Ahora Lincoln mostraba a Herndon la elaborada firma de Mr. F.E. Spinner, el tesorero de los Estados Unidos.

—Con él hemos tenido suerte: nadie en el mundo podrá falsificar esa firma. Es verdaderamente magnífica, con todas esas curvas y rasgos.

—Pero no firma cada billete —dijo Herndon—. Es una plancha de metal.

Lincoln frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Que es un grabado en metal. ¿No lo ves? Hemos estado en bastantes imprentas en nuestros tiempos, tú y yo.

Lincoln estaba pálido.

—Soy un tonto —dijo—. Yo creí que Mr. Chase ordenaba que se imprimiera el dinero y que luego Mr. Spinner lo firmaba y le daba su valor legal.

—Y así se hace —dijo Washburne—, sólo que con un sello metálico.

—Entonces, ¿se pueden imprimir todos los billetes que se quiera? —Lincoln movió la cabeza—. Debo hablar con Mr. Chase. Debemos tomar precauciones. Qué ocurre si un ladrón entra en el Tesoro y… —Lincoln se interrumpió. Dio la mano a Washburne y le deseó buenas noches; luego tomó del brazo a Herndon y le dijo—: Hay un coche que te espera del lado sur. Te acompañaré.

—Mrs. Lincoln. —Herndon se inclinó.

—Mr. Herndon. —Mary se inclinó. Así se separaron.

En el lado sur del pórtico, Lincoln se detuvo un momento, estremecido por el viento húmedo. Un cabo abrió la puerta del coche que llevaría a Herndon a la estación. La noche estaba oscura y nublada, y las únicas luces que se veían eran las hogueras de campamento en los terrenos de la Casa Blanca.

—Pórtate bien, Billy —dijo Lincoln, estrechando la mano de Herndon.

—Y tú cuida tu salud. Estás muy delgado, y éste es un sitio verdaderamente malsano.

—Sí, Billy. Verdaderamente malsano. Adiós.

—Adiós.

Así se separaron los socios.

En la sala del gabinete Chase estaba en un extremo de la mesa; ocupaban el opuesto los generales McDowell y Franklin. El administrador general del ejército, Meigs, estaba sentado junto al sillón del presidente. Mientras aguardaban a Lincoln, Meigs dijo a Chase que ahora todos preferían la idea de McDowell de que el ejército avanzara hacia Manassas a la propuesta de Franklin, que era un eco del plan secreto de Urbana de McClellan, y preveía un avance hacia el Sur por las vías fluviales hasta el este de Richmond. Mientras Meigs explicaba el plan de McDowell, Chase se asombraba de la esencial rareza —o perversidad— de los hombres. Si él hubiese sufrido, como McDowell, una derrota en Manassas, ningún poder en la tierra le habría obligado a volver a ese sitio infausto. Pero, presumiblemente, McDowell estimaba que el único modo de borrar la derrota de Bull Run era una gran victoria en el mismo lugar. McDowell le había respondido con frialdad a Lincoln cuando el presidente le había dicho con gran delicadeza después del desastre: «No he perdido mi confianza en usted, general». Y McDowell había dicho: «No veo motivo para que la pierda». Sin embargo, McDowell había perdido la confianza de Chase, que había sido y seguía siendo su amigo, como no lo era Lincoln.

El presidente entró solo en la habitación. Todo el mundo se puso de pie. Lincoln indicó que se sentaran. Él no ocupó su silla habitual, sino una junto a Chase, quien estaba sorprendido por la ausencia de los demás secretarios.

—Mr. Seward no podrá venir —dijo Lincoln—. Pero tenemos otro visitante, que llegará en cualquier momento. —Luego Lincoln se dirigió a Chase y le dijo en voz baja—: No tenía idea de que nuestros billetes no estuvieran firmados uno por uno por el tesorero.

Chase estaba sorprendido por la ingenuidad del presidente.

—Pero ¿cómo podía firmarlos? Le habría llevado más de un año acabar con la primera emisión de diez millones de dólares, en particular con esa firma…

—Lo sé, lo sé. —Lincoln estaba preocupado—. No comprendí.

—Pero esto me asusta. Significa que cualquiera puede entrar en la casa de moneda y empezar a imprimir billetes.

Chase apretó la mandíbula.

—Señor, desde un principio le advertí que la idea de emitir papel moneda, con el único respaldo de la palabra del gobierno de pagar in specie algún día, era inconstitucional…

—Ese sagrado instrumento, como lo dije en su momento, guarda silencio total en este asunto —respondió secamente Lincoln—. Además, en materia de moneda, quien inicia el proceso es el Congreso; y el Congreso quería esta emisión, como usted mismo.

—Yo acepté la necesidad porque no veía otra forma de financiar la guerra. —Chase rogaba que los demás no pudiesen oír esta conversación, porque si se corría la voz de que el presidente, cuya imagen aparecía en los billetes de dos dólares, no tenía idea de lo que representaban en realidad esos billetes, todo el frágil sistema monetario de los Estados Unidos se desmoronaría estrepitosamente. Pero los generales estaban encerrados como de costumbre en su mundo de intrigas supremas—. Pero también insistí en que ligáramos nuestra emisión de papel moneda a la creación de un sistema de impuestos internos y a una ley nacional de bancos y…

—Ha sido usted meticuloso —interrumpió Lincoln—. Yo no. Pero debemos garantizar la seguridad de nuestras prensas del Tesoro.

—Señor, si tiene usted confianza en mí y en Mr. Spinner…

—Tengo toda la confianza. Y el pueblo también. Pero…

—Pero debemos delegar nuestra autoridad. —Chase, al contrario de Seward, rara vez interrumpía al presidente. Hoy estaba enfadado—. Debe usted confiar en que somos capaces de encontrar impresores honestos, y honestos empleados para contar el dinero, y para distribuirlo en toda la nación.

John Hay apareció en la puerta.

—El general McClellan —dijo. McDowell, Hunter y Meigs se pusieron de pie, algo incómodos, así como Chase y el presidente, quien se acercó a la puerta, donde estaba ahora el pálido Joven Napoleón. Casi con ternura, Lincoln le rodeó los hombros con el brazo y lo condujo hacia la mesa. Hay desapareció. La reunión no quedaría registrada.

Lincoln malgastó su amabilidad en McClellan, que saludó al presidente, y a todos los demás, fruciendo el ceño. Cuando se sentaron, Lincoln dijo:

—Mientras estaba usted enfermo, reuní a estos caballeros para que me asesoraran sobre la conducción de la guerra. También les pedí que trazaran un plan previo para el avance sobre Virginia, que el general McDowell ha hecho bajo mis órdenes.

Chase observó la suspicacia con que McClellan miraba a McDowell; también McDowell, que dijo:

—Durante su enfermedad, señor, propuse que parte del ejército del Potomac se desplazara hacia Manassas…

—Una estrategia que yo había rechazado anteriormente, y rechazo todavía. —La voz de McClellan era tan firme como siempre, pensó Chase; y se preguntó, ociosamente, si habría estado enfermo de verdad. Sin duda, su recuperación había sido demasiado rápida.

Lincoln miró a McClellan, que cruzó los brazos, imitando a Napoleón; luego bajó la cabeza y se sumió en la reflexión. Hubo un largo silencio. Por fin, Chase susurró a Lincoln:

—¿Está realmente bien?

—Eso me ha dicho. —En el otro extremo de la mesa, Meigs decía algo en voz baja a McClellan, que sólo movía la cabeza. Meigs volvió a hablar, y Chase oyó decir a McClellan:

—No. No puede guardar un secreto.

Chase miró a Lincoln por el rabillo de su ojo bueno. ¿Había oído? Sí: el presidente había oído; y no estaba contento. Chase carraspeó. Todos callaron; los susurros se detuvieron. Chase dijo:

—General McClellan, estamos complacidos de ver que puede usted volver a asumir sus obligaciones. Como no le agrada a usted nuestro plan de acción, le sugerimos que nos diga cuál es el suyo.

Hubo un momento de silencio; el general McDowell acarició su abdomen como si fuera un caballo nervioso y necesitado de que lo tranquilizaran, y el presidente repiqueteaba en la mesa con los dedos de su mano izquierda.

Chase encontraba misteriosa la actitud de McClellan. Durante su enfermedad, Chase se había comunicado con él en varias ocasiones. Chase había manifestado tan claramente como osaba, además, que no estaba de acuerdo con que un solo hombre mandara todos los ejércitos además del ejército de Virginia. Personalmente, Chase hubiera preferido que McClellan fuera el general en jefe y quizá McDowell el jefe del ejército atacante. Pero McClellan no aceptaba consejos, y su grosería con el presidente era imperdonable, por irritado que se sintiera ante un primer magistrado a la vez indolente e insistente. Para Chase, Lincoln era un hombre vacilante; y si él, un colega político, lo hallaba enloquecedor, ¿qué podía pensar un militar de semejante jefe?

Sin duda, nada bueno, como McClellan demostró de inmediato.

—Mr. Chase, tengo mis razones para no querer discutir mis planes con este grupo. —La dura mirada de McClellan estaba clavada en McDowell, que continuaba acariciando su vientre.

¿Por qué no contaba McClellan al presidente lo que ya le había referido acerca del plan de Urbana?, se preguntaba Chase. A su tiempo, el presidente y el gabinete lo sabrían. Y en cuanto a la incapacidad de Lincoln de guardar un secreto, McClellan no era tampoco una esfinge. Chase adoptó la voz altamente razonable que acababa de aprender de los banqueros. Era una voz a la vez neutra y confidencial. De ningún modo reflejaba el flameante espíritu evangélico de Chase. Pero era preciso cumplir la obra del Señor, aunque fuera con palabras como las que usaba Jay Cooke para vender papeles inútiles.

—General, cualesquiera que sean sus motivos, hemos trazado un plan que rechaza usted sin darnos una alternativa. Sin duda…

El general McClellan estaba muy erguido en su silla. Se volvió hacia Lincoln.

—Si Su Excelencia, en su carácter de comandante en jefe, me ordena que divulgue mi estrategia, lo haré.

—No le ordenaré eso, por supuesto.

—Gracias, señor —dijo rápidamente McClellan—. Me satisface decir, acerca de nuestra reciente conversación sobre la necesidad de liberar Tennessee del Este, que he ordenado al general Buell la preparación de un avance.

Lincoln asintió.

—Debo decir que eso ya es algo. —Luego Lincoln se puso de pie; y concluyó esa reunión sumamente insatisfactoria, a juicio de Chase.

Mientras Chase recorría con McDowell el oscuro pasillo del primer piso, rezaba pidiendo consejo. El día anterior, en la iglesia, no había comulgado por encontrarse demasiado sujeto a la tentación de pecar. Ahora lamentaba no haber recibido el consuelo de la Eucaristía.

—Lamentable —dijo McDowell, mientras descendían la escalera. Las lámparas de gas del vestíbulo estaban bajas, y el Viejo Edward dormía profundamente en su silla junto a la puerta.

—Desearía —dijo Chase— que Mr. Stanton hubiese estado presente.

—¿Se llevan bien? ¿Mr. Stanton y nuestro general en jefe? Chase asintió.

—Stanton me ha dicho que siente devoción por McClellan.

—¿Devoción? Ésa es la emoción que los comandantes desean suscitar en el corazón de otras personas, en particular sus superiores.

—Temo que la devoción del presidente por McClellan haya sido gravemente puesta a prueba.

—Mr. Chase. —McDowell se detuvo al pie de la escalera. El único ruido que se oía en el vestíbulo eran los ronquidos del Viejo Edward. McDowell susurró al oído de Chase—: Me parece, entre nosotros, que McClellan es un tonto.

Asombró a Chase que el otro manifestase tan claramente sus temores más íntimos.

—Pido a Dios que se equivoque usted.

—También yo lo deseo, Mr. Chase. Sólo se lo digo en confianza. Después de todo, si se lo dijera a cualquier otra persona parecería que estoy celoso de otro oficial cuando estoy, justificadamente, preocupado por el país.

Chase asintió.

—Yo siento lo mismo. —Pero Chase dejó allí las cosas. No pensaba mencionar al general McDowell su absoluta falta de confianza en el presidente, a quien había elegido el destino para destruir definitivamente la Unión y para demorar, quizá por una generación, la abolición de la esclavitud.