Dos

A Kate se le había ocurrido festejar el Boxing Day: cosa que nadie de Washington había pensado hacer jamás, por el razonable motivo de que como la Navidad ya era bastante malsana, parecía perverso volver a celebrar el día siguiente. Pero Kate decidió que esa festividad, asiduamente honrada por los ingleses, debía ser igualmente reconocida por sus primos americanos, particularmente ahora que se había resuelto el asunto Trent.

Lord Lyons estaba de acuerdo.

—La mejor de las fiestas —dijo—. Al menos, en Inglaterra —añadió, espiando el salón siguiente, donde lo que parecía la mayor parte del Senado se mezclaba con la mayor parte de los generales ante una gigantesca ponchera de cristal repleta de estimulantes que desagradaban profundamente al dueño de la casa, para quien se había provisto agua.

—¿No pensará usted que la entrega de los rebeldes es un signo de rendición incondicional ante Inglaterra? —Kate tomó del brazo al embajador, lo apartó del ministro francés, que a él no le gustaba mucho, y lo guió hacia el general McDowell, que sí le gustaba.

Para ser un embajador británico, Lyons era sorprendentemente diplomático.

—Ambas partes se rindieron a la razón.

—Entonces, ¿no nos guarda usted rencor?

—De ninguna manera. Los ingleses no somos rencorosos, ¿sabía usted?

—No lo sabía.

—Pues ahora lo sabe, Miss Kate. Creo que todos nos hemos comportado bien. En particular, Mr. Seward y yo hemos logrado controlar brillantemente, si puedo decirlo así, la opinión pública aquí y en Gran Bretaña. —Lyons frunció el ceño—. Pero nuestro principal aliado fue el príncipe Alberto. —El marido de la reina Victoria había muerto tres días antes. La legación británica estaba de duelo—. Es muy triste.

—La muerte del príncipe ha sido muy triste —respondió Kate—. Pero todo ha terminado felizmente. —Luego, Kate giró y vio a John Hay, que le sonreía. Para Hay ella era, en una palabra, la muchacha más atractiva de la ciudad; por supuesto, dentro de su clase, lo que significaba que se vería fácilmente superada en casa de Sal Austin, una idea impensable que a él le gustaba pensar—. Oh, Mr. Hay. —Los dientes de Kate eran pequeños y regulares, y razonablemente blancos—. ¿Vendrá el presidente?

—No lo creo. Todavía se está reponiendo del asunto Trent. —Lord Lyons cree que han sido él y Mr. Seward quienes han ganado la batalla.

—Mientras esté ganada, que piensen como quieran. ¿Va usted alguna vez al teatro? —Hay hizo su jugada.

—Naturalmente. Tanto como puedo. ¿Lo que quiere decir es si iré con usted?

—¿Lo hará?

—¿Lo haré? —Kate dejó escapar un pequeño suspiro. Luego, bruscamente alerta, miró hacia la puerta del vestíbulo—. ¡Aquí llega el Joven Napoleón! —Hubo un gran silencio cuando el general McClellan y su esposa entraron, acompañados por inedia docena de asistentes con brillantes uniformes. Hay notó que entre ellos no estaban los príncipes franceses. Por lo general, los príncipes seguían a todas partes a McClellan para aprender de primera mano, de un maestro, el arte de la guerra. Había tres: el conde de París, que era el legítimo rey de Francia (conocido localmente como conde Parry), su hermano el duque de Chartres (conocido como capitán Chatters) y el tío de ambos, el príncipe de Joinville (casi desconocido por todo el mundo). Esa noche estaban en algún otro sitio, para alivio del ministro francés, M. Mercier, quien representaba al usurpador del trono, el emperador Napoleón III.

McClellan se separó de su esposa y sus asistentes y, a solas con su gloria, avanzó hasta el centro del salón, donde Chase estrechó su mano. Kate hizo una reverencia. Hay miraba severamente. Tanto Nicolay como Hay habían llegado a la conclusión de que el Joven Napoleón era un fraude. Pero ninguno de ambos osaba susurrar una palabra, y menos al Tycoon, quien parecía estar casi todo el tiempo hechizado por ese hombre joven, pequeño y musculoso, cuyos ojos vivos recorrían ahora el salón como si fuera el campo de batalla de Austerlitz.

—Aquí estoy —dijo, como si acabara de obtener una increíble victoria.

—Indudablemente —dijo Kate, con delicada malicia que alegró el corazón de Hay.

—Me hace feliz que haya podido usted escapar del campamento —dijo Chase, para diversión de Hay. McClellan vivía en una casa pequeña en la calle H, no muy lejos de la Old Club House de Seward. Aunque Little Mac (afectuoso apodo que daban los soldados a su jefe) estaba constantemente entre sus tropas, por lo común en compañía de periodistas y de políticos demócratas (ya se hablaba de él como candidato demócrata a la presidencia en el 64), poco tiempo pasaba en el campamento, y menos en confrontación con el enemigo.

Con orgullo, Chase presentó a McClellan los dignatarios que no conocía. Las maneras del general eran exquisitas. Era natural: como todo el mundo decía, incluso él mismo, estaba bien educado y procedía de una acomodada familia de Filadelfia. McClellan conocía el mundo. Y también la porcelana.

—Excelente Meissen —dijo a Kate, mientras alzaba un plato del bufet y lo hacía girar.

—Me halaga usted, general —dijo Kate, complacida—. No sabía que era un conocedor de porcelana.

—Un soupcon, Miss Chase. —El Joven Napoleón le dedicó una rápida sonrisa—. Me gustaría saber más. Algún día… —McClellan parecía triste e histórico.

Una vez cumplida la ceremoniosa inserción del héroe en la velada, Chase llevó aparte a McClellan.

—Pienso —dijo en voz baja— que debería usted comunicar su plan al presidente.

—¿Para que se lo cuente a Tad? ¿Para que los rebeldes lo lean en el Herald? No, gracias, señor. Usted, Mr. Chase, es el único miembro del gabinete a quien puedo confiar un secreto y cuyo consejo valoro. —El general dio un paso atrás para no tener que mirar hacia arriba al alto Chase. Aun así, Chase bajó la vista y advirtió, con inusitada nitidez, qué blanca y recta era la raya del pelo suave de McClellan. Y mirando oblicuamente con el ojo derecho, Chase pudo distinguir entre la ahora perpetua bruma un conjunto de rasgos delicados. Y también que la cara de McClellan parecía tener un brillo de cera a la viva luz de las lámparas de gas, y que estaba cubierta de fragmentos de diamante que, después de cierta reflexión, Chase interpretó como sudor.

—General, me honra que deposite tanta confianza en mí. No lo decepcionaré. Pero el presidente le ha pedido que avance contra Manassas…

—Su Excelencia no sabe nada… nada de estrategia. Ha leído unos cuantos libros anticuados y luego me los recita. —Bruscamente, McClellan se tocó el paladar con la lengua—. Su Excelencia es un hombre maravilloso en muchos sentidos, pero debería dejar la guerra en nuestras manos de soldado.

—Eso es lo que trata de hacer. —Chase era prudente.

—Es inútil ir directamente a Richmond. Es inútil también retornar a Manassas. Y mi plan, que involucra, por supuesto, la sorpresa, no puede fallar. —La voz era casi un susurro; por fortuna, el oído de Chase era muy agudo—. Iremos por el río. Nos situaremos, por ejemplo, en Urbana, en la península. Y luego, desde el este, avanzaremos contra Richmond, y Richmond será nuestra.

—Usted sabe que yo estoy a favor de su plan…

—Lo sé. Y lo recordaré, Mr. Chase.

—Bien, gracias. Es usted muy amable. Sí. —Chase era todavía incapaz de afrontar el estilo napoleónico de McClellan.

Pero Hay era más que capaz de afrontar al Joven Napoleón, y tenía la viva tentación de hacerlo. Más tarde tuvo su oportunidad, cuando oyó proclamar a McClellan:

—Si la única forma de salvar a la Unión fuera un día convertirse en dictador y morir en el instante mismo de la victoria, lo haría.

Aunque varias señoras aplaudieron este sentimiento, el senador Ben Wade se mostró escéptico, como convenía al presidente de la comisión conjunta de guerra.

—Pero general, hasta ahora no le hemos ofrecido la dictadura.

McClellan secó su frente con un pañuelo.

—Por supuesto que no, senador. Yo sólo respondía, hipotéticamente, a lo que dicen los periódicos. Son ellos quienes lo han sugerido, no yo. —Wade, de Ohio, era un hombre pequeño, afeitado, de ojos duros, que hablaba por un lado de la boca y cuya respuesta habitual ante cualquier afirmación era una sonriente incredulidad. Wade era en el Senado el principal de los jacobinos, como llamaban siempre Nicolay y Hay a los republicanos radicales que hallaban a Lincoln débil e indeciso en la guerra santa contra la esclavitud en cualquier parte del mundo.

—Pronto nos reuniremos con usted, general —dijo Wade, estirando sus labios de pescado tanto como se pueden estirar esos labios, pensó Hay, siempre fascinado por la lógica de las comparaciones; había vuelto a escribir poesía—. Queremos conocer sus planes para el año próximo, ahora que este año ha concluido sin victorias.

—¿Sin victorias? —McClellan se volvió a los demás—. El senador Wade es demasiado modesto. En Bull Run, cuando nuestro ejército se retiraba, el senador Wade y el senador Chandler, dos observadores civiles, desenfundaron las pistolas y contuvieron la huida.

—No sabía que fuera usted tan valiente, Mr. Wade. —Como siempre, Sumner hablaba literalmente y sin ironía. Luego se dirigió a McClellan—. Pero por valientes que fueran nuestros senadores, general, no podían contener mucho tiempo la retirada.

Wade, furioso, sonrió.

—Hicimos lo posible, que era poco ese día. Las tropas no estaban preparadas.

—Por supuesto que no, senador. Por eso me llamaron. Para prepararlas. —Hay admiró la frialdad de McClellan, a pesar de que el Joven Napoleón sudaba profusamente. O bien sufría de nerviosismo, lo que no era muy probable en el familiar escenario de sus mayores triunfos hasta el momento (los salones deWashington), o bien padecía el ataque de la fiebre del Potomac. McClellan se apartó de Wade, sólo para encontrarse frente a frente con Hay, que dedicó a Little Mac su sonrisa rural más especial.

—Buenas noches, general.

—Mr… oh, Hay. —McClellan buscó refuerzos, pero no había—. Sentirnos mucho que estuviera indispuesto la otra noche.

—¿La otra noche? —McClellan fingió ignorar de qué hablaba Hay—. ¿Indispuesto?

—¿No recuerda? El presidente, Mr. Seward y yo fuimos a su casa en la calle H, y el portero dijo que había acudido usted a una boda. Esperarnos una hora en su sala. Luego llegó usted, pasó por delante del presidente y subió las escaleras. Esperarnos otra media hora, y entonces el presidente envió al portero a decirle que aún lo aguardaba, y usted nos mandó decir que ya estaba en cama. —Hay estaba encantado con su propio valor. Aunque Lincoln había tomado la cosa a la ligera, Hay se había enfurecido por ese insulto al presidente.

—Hubo algún malentendido, me parece. —El Joven Napoleón miró, iracundo, a Hay—. No comprendí que se trataba de Su Excelencia. ¡Viene tan frecuentemente sin aviso previo! —McClellan volvió a secar su cara, ahora muy pálida.

—No creo que vuelva a hacerlo. —Hay se inclinó como había visto hacer a lord Lyons, con infinita cortesía y superioridad. Pero echó a perder en parte el efecto la llegada de los príncipes franceses, que se interpusieron entre McClellan y Hay. Advirtiendo que estaba ante el amplio trasero del conde de París, Hay se enderezó y se alejó. Chase le dirigió una sonrisa vacilante. Como Hay no ignoraba que Chase veía menos de lo que pretendía, siempre se identificaba cortésmente ante quien él y Nicolay consideraban el único verdadero rival de Lincoln.

—Por supuesto lo había reconocido, Mr. Hay. —Chase indicó a Hay que se aproximara, para presentarlo a Thaddeus Stevens, cuyo duro rostro romano apenas se arrugó levemente para esbozar una sonrisa.

—Lamento que el presidente y Mrs. Lincoln no hayan podido venir.

—El presidente se ha ido a la cama, y Mrs. Lincoln está en la Casa Blanca con sus familiares —dijo Hay, estudiando, como siempre, la peluca de Stevens, tanto más severa en sus aspiraciones clásicas que el demasiado romántico paisaje marino de pelo falso de Gideon Welles.

—Sospecho —dijo Chase— que he cometido un error al alquilar una casa en un sitio tan alejado de la Casa Blanca. Mr. Lincoln nunca viene. —Chase demostraba tanto humor como podía, que no era gran cosa—. Y por otra parte, los señores Blair, Welles y Stanton están muy cerca de él.

—El general McClellan también —añadió Stevens, con su dura mirada fija en la silueta de luchador profesional del general, debajo de una araña, en el centro de la habitación, la mano derecha dentro de la chaqueta como Napoleón, el rostro cubierto de transpiración.

—Sí, el general también.

En ese momento, el pálido Cameron cayó sobre ellos.

—Oh, Mr. Stevens —dijo Cameron suavemente a su constante enemigo.

—Oh, Mr. Cameron —dijo Stevens, exactamente en el mismo tono susurrante. Hay recordó la historia de la estufa caliente, y se preguntó, como en otras ocasiones, hasta qué punto podían soportar injurias los políticos.

—Las cosas están en marcha ahora, ¿no es verdad? —preguntó Cameron a Chase, ignorando a Hay.

Algunas cosas, sí —respondió Chase con vaguedad.

—¿Qué cosas? —Stevens afectaba inocencia.

—Oh, la guerra. —Cameron miró a Stevens con lo que Hay estimó una calculada neutralidad.

—Entonces debe usted presentarse ante nuestra comisión para informarnos. Como estamos tan alejados de las grandes estrategias, nunca sabemos nada; y como somos patriotas, nos aterra espiar. —Hay apreciaba la elegancia intelectual de Stevens, aunque el hombre era tan radical que de buena gana destruiría la Unión para liberar a los esclavos. Además, le pareció una señal de peligro que dos miembros de la comisión conjunta de guerra sugirieran interpelaciones inmediatas.

Chase también percibió esto.

—Debe esperar, Mr. Stevens, a que el gran proyecto haya tomado forma.

—No soy joven, Mr. Chase. Pero me gustaría vivir hasta ver libres a los negros.

—Es usted muy duro con nosotros, Mr. Stevens. —Cameron simulaba cortesía—. Mr. Chase y yo pensamos igual. ¿Ha leído usted mi informe al Congreso, acerca de la necesidad de liberar y armar a los negros, es decir, a los esclavos?

—Una conversación tardía es mejor que ninguna. ¿No es así, Mr. Chase? O, como dice la Biblia, «Quien crea en mí…».

No agradó a Cameron el tono burlón de Stevens.

—Ignoraba que se hubiese convertido usted al cristianismo, Mr. Stevens. ¿Es esto obra de Mrs. Stevens?

Chase carraspeó con nerviosismo. Todo el inundo sabía que Stevens era un librepensador, y, a sus espaldas, todo el mundo llamaba «Mrs. Stevens» a la mulata con quien había vivido los últimos veinte años. Chase estaba a punto de cambiar de terna cuando llegó la fría respuesta de Stevens.

—Como mi difunta madre, a quien ha aludido usted mismo, Mr. Cameron, era una devota anabaptista; y como todo lo que soy o puedo esperar se debe a su propio ejemplo y a los sacrificios que hizo por mí, he leído todos los Evangelios y acato los diez mandamientos, lo que sin duda debe hacer de mí una rareza, en especial para quienes no consideran vinculante el octavo.

Cameron fingió no haber oído nada de esto.

—El general McDowell me llama —dijo, y se alejó.

—Debería ser más amable con nuestro último recluta. —A Chase le había alarmado y encantado el ornamentado insulto de Stevens.

—Oh, la amabilidad… —Stevens miró a Hay—. ¿Es usted amable, señor?

—No, señor —dijo Hay—. No lo creo.

—Pero, sin duda —dijo Chase, el único cristiano convencido de los tres—, trata de ser amable.

—Pues… no, señor. Al menos, no con mucho empeño. —Hay había sido víctima del estilo de Thaddeus Stevens, que admiraba tanto como temía, en terreno político, a su poseedor.

—¿Ve usted, Mr. Chase? Es un joven franco. Como yo. La amabilidad que poseemos es de carácter general. Usted será un hombre de Estado un día, Mr. Hay. Sin la menor duda. Mientras tanto, sea franco y díganos quién es el espía de la Casa Blanca.

—No lo sé. No sé si hay uno. —Hay no estaba preparado para ese brutal ataque.

—Si el New York Herald puede robar documentos oficiales, imagine usted de qué podrá apoderarse una buena espía confederada como la deliciosa Mrs. Greenhow.

—Mrs. Greenhow no ha puesto jamás los pies en la Casa Blanca de Mrs. Lincoln —respondió Hay—. Pero es verdad que todos los días pasan por allí miles de personas, y ¿quién puede impedírselo?

—Yo lo haría —dijo Chase— si estuviera en lugar de Mr. Lincoln. Ve a demasiada gente. Pierde su tiempo. Se fatiga.

—Para eso tenemos un presidente —dijo Stevens—. Pero, aun así, debería tener usted una caja fuerte, Mr. Hay. Con un candado y una llave.

—La tenemos, señor. Pero de alguna manera…

—Las cosas desaparecen. Ya llegaremos a eso a su tiempo. Por ahora, en mi carácter de presidente de la comisión de recursos, debo advertirle que Mrs. Lincoln ha excedido su presupuesto para la renovación de la Casa Blanca.

—¿De verdad? —Hay fingió inocencia.

—¿De verdad? —Stevens imitó el tono de Hay—. Sí, así es. También eso debemos considerarlo.

En conjunto, una oscura noche de invierno, pensó Hay, mientras Chase se despedía de los McClellan y de los príncipes franceses, y Stevens se reunía con Wade en un rincón donde ambos sonreían como un par de lagartos. Hay miró su reloj. Debía encontrarse con Robert Lincoln en el Harvey’s Oyster Bar; pasarían por casa de los Eames; luego había un baile en casa del embajador de Rusia, el barón Stoeckl, donde abandonaría al virginal hijo del presidente para entregarse a los placeres de Marble Alley. No era un poeta como Poe, pero al menos podía vivir plenamente la vida de los sentidos de un poeta. ¿Podría casarse con Kate?, se preguntó mientras se despedía de ella. Decidió que probablemente sí; pero ¿debía hacerlo? Había tantas cosas que aún no había realizado… La pobre muchacha tendría que esperar. Desde ahora hasta el día de Año Nuevo él se entregaría al placer. El presidente estaba de buen humor y la crisis del momento había pasado.

En cambio, Mr. Thompson nunca era generoso con sus empleados. De hecho, no permitiría a David una sola hora libre hasta el comienzo de la festividad oficial, que comprendía la tarde del 31 y todo el día de Año Nuevo.

—Aunque si hay un día en que deberíamos tener abierta la tienda es el primero del año, cuando sólo nosotros podernos vender lo que necesita desesperadamente la mayoría de los hombres.

—Y también de las mujeres —dijo David, que había visto más de una vez mujeres elegantes que subían o bajaban de sus coches en estado de ebriedad. La ciudad se había convertido en una fiesta continua, que encantaba a David, aunque nadie había pensado en invitarlo.

Excepto los Surratt, con quienes pasaría la Nochevieja. A medianoche, Annie celebraría su décimo noveno cumpleaños y desde ese momento tendría, por seis meses, la misma edad de David. Él apenas la había visto desde el verano. Cuando no estaba en Surrattsville, Annie daba lecciones de música. Y a medida que el viejo Surratt se desgastaba, David tenía menos motivo para ir a casa de ella. Y sólo uno para volver a la suya: dormir. A causa de la guerra, sus hermanas solteras —la mayoría— estaban en constante conmoción, como media docena de gallinas rodeadas por doscientos mil gallos. Mrs. Herold estaba al borde de la locura. Sólo podía pensar en la amenazada virginidad de sus hijas; incluso las que ya no eran demasiado jóvenes ni muy favorecidas le causaban ruidosa desesperación. La casa del Astillero era ahora como un campamento militar. «¿Quién es?», era el áspero saludo que se oía desde arriba cuando crujían los desvencijados tablones del suelo y alguna hija o el único gallito de la familia llegaban tarde.

Durante el día, se alentaban las visitas de los oficiales. Los soldados rasos eran desalentados en todo momento. Las jóvenes Herold recibían reiteradas lecciones acerca de peligros que comprendían infinitamente mejor que su madre, quien un día favorecía matrimonios con hombres que podían morir muy pronto, y el día siguiente lloraba ante la sola idea de las jóvenes viudas abandonadas con sus niñitos en un mundo cruel. Sólo para no estar en casa, David había vivido durante dos meses con la mujer de los jamones del Astillero. Como la tendera además alquilaba habitaciones, Mrs. Herold no sospechaba sus jocundos apetitos; profundamente inocente, la madre de David pensaba que la señora de los jamones, a quien conocía de vista, podía ejercer buena influencia sobre el joven. Pero cuando David se cansó del jamón, y regresó a lo que le parecía la colmena de las abejas reinas, Mrs. Herold, feliz de tener nuevamente un hombre en la casa, preparó una espléndida cena consistente —para desesperación de su hijo— en jamón con salsa roja.

David le deseó feliz año nuevo a Mr. Thompson. Luego se dirigió a casa de los Surratt por el camino del bar de Scipio. Las calles estaban repletas de soldados, muchos ya ebrios. En esos días, David apenas veía a sus antiguos amigos, los verdaderos ciudadanos de Washington. No era que todos se hubiesen marchado. Lo que ocurría era que la ciudad estaba tan atestada que los nativos se perdían entre las decenas de miles de extranjeros, por no mencionar a los jóvenes de gastado uniforme azul, demasiado marciales para el gusto de David.

Como siempre, había un mundo de gente en el bar. Pero esto ocurría en todos los bares. Hasta ese momento había sido imposible mantener a los soldados en los campamentos y fuera de los bares.

David halló sitio junto a la caja registradora, entre dos cabos de la Unión, que hablaban por encima de él y escupían tabaco en el suelo cubierto de serrín.

—Feliz año nuevo, Davie. —Scipio sirvió una cerveza a David—. Como ves, esto no se detiene nunca. Ya no tengo tiempo de tocar el violín.

David miró apenado el bar. Tan sólo un año antes hubiera podido hablar con media docena de gamberros, o también con los actores de los teatros y, aún mejor, con las actrices. Pero ahora los soldados le quitaban el sitio a todo el mundo, así como los dos cabos se lo quitaban a David, que se vio obligado a abrirse paso entre la multitud, evitando por poco, en su camino, el brusco vómito de un joven lampiño. David miró el comedor. Allí, por lo menos, no había soldados. La concurrencia habitual de los teatros era mayoría ante las mesas redondas de mármol; y también había allí actores. David reconoció a la famosa ingenua Emily Glendenning. Comía langosta en una mesa, en un rincón. En el escenario, no parecía mayor que él. Pero como tantas actrices, parecía bastante mayor vista de cerca. En ese instante, quebraba una pata de langosta mientras pretendía escuchar con interés a John T. Ford, el propietario del teatro vecino, un hombre de treinta años que no sólo conocía a David por su nombre, sino que a veces le encargaba algún trabajo.

Mientras David se despedía de Skippy, que no lo vio, se sintió como un extranjero en su propia ciudad. Quizá, después de todo, debería ir al Sur, a Richmond, y unirse al ejército.

Pero Mr. Surratt dijo que no. Sentado en su lecho, el anciano parecía esquelético; los tendones del cuello parecían la soga del verdugo, pensó David, siempre consciente del destino que podía caer sobre cualquiera a quien los yanquis consideraran un traidor.

David, sentado junto al lecho de Mr. Surratt, intentaba no inhalar demasiado profundamente el aire de la habitación, que olía en parte a humo de carbón de la cocina y en parte a muerte. Dada la capacidad profesional de David como correo de Thompson, había muy poco que no supiera acerca de los hábitos, olores y sonidos de los agonizantes. En el salón, Annie tocaba al piano una balada escocesa muy triste, mientras otras voces se unían a la de ella por momentos para tomar ya el camino del alto, ya el camino del bajo.

—Pronto me iré. —El anciano parecía tan complacido por esto que David no se molestó en contradecirlo—. Pero antes quiero que me prometas una cosa: que no te marcharás de donde estás. —Como Mr. Surratt se marcharía de todos modos, no podía ver por qué condicionaba su partida a la permanencia de David en la farmacia. Pero respondió al anciano:

—Por supuesto, me quedaré allí, si de algo sirve.

—Oh, nos ayudará. No te preocupes. —Hubo una pausa, mientras Mr. Surratt intentaba respirar. Ya no tosía. En cualquier momento, ahora, podía perder el aliento, y la vida—. Esta noche vendrá un hombre. Se llama Henderson. Trabaja en el Mercado Central. Comercia con pollos. Está allí hace años. Él te dirá qué debes hacer. —El anciano buscó debajo de sus mantas y sacó un rosario, que puso alrededor de sus largos dedos amarillos y nudosos—. Él tomará mi lugar, este Henderson.

Mr. Surratt cerró los ojos. David supuso que rezaba. En la otra habitación la balada concluía; algunos estaban en Escocia antes que otros. Había risas. Mr. Surratt abrió los ojos.

—Mrs. Greenhow es una gran pérdida.

—La llevarán al Viejo Capitolio la semana próxima, o eso dice Miss Duvall.

Ella es excelente. —Mr. Surratt asintió—. Mr. Pinkerton piensa que sabe todo sobre nosotros, pero nosotros sabemos más de él y del general McClellan. Davie…

—¿Sí, señor?

—Ahora mismo hay una cosa más importante que todo lo demás.

—Es ésta. Darles cifras erróneas. ¡Ésa es la orden!

David estaba sorprendido.

—¿Cifras erróneas de qué?

—Del tamaño de nuestro ejército. Henderson se ocupa de que muchos mensajes en código de Richmond caigan en manos de Pinkerton. Hablan de movimientos de tropas, y dan cifras, y todas son falsas. Y así conseguimos que Little Mac crea que nuestro ejército tiene dos veces más efectivos que el de la Unión, cuando ni se le acerca.

—Pero tenemos tantos hombres como los yanquis, ¿no es verdad? Todos los periódicos lo dicen.

La sonrisa de Mr. Surratt era como la de una calavera con la mandíbula inferior desprendida.

—Apenas tenemos la mitad de hombres, y prácticamente, sin armas.

—No lo sabía.

—Y tampoco me has oído decir nada. Pero ése es nuestro juego de ahora en adelante. Son órdenes de Richmond. Engaña a los tontos yanquis que quieren ser engañados después de Bull Run. Es dificil admitir que se ha sido derrotado por un ejército menor. Así que no lo olvides. Duplicaremos la cifra real.

—Sí, señor.

—John está en casa. Ayudará. No sé exactamente cómo. —Las cuentas del rosario se deslizaban más rápidamente entre los largos dedos.

A los dieciocho años de edad, John Surratt, junior, era igual a Jefferson Davis.

—Sólo que —dijo David— no tienes esa pequeña barba.

—Hago lo posible para que crezca —dijo John, cuya voz era educada y grave, y pertenecía a un hombre dos veces mayor.

Los dos jóvenes estaban sentados uno al lado del otro en las sillas del comedor de Mrs. Surratt, y contemplaban a unos treinta amigos y familiares, en su mayoría de Surrattsville, que celebraban el fin de 1861. Annie tocaba ahora música bailable; y Mrs. Surratt bailó una contradanza con su hermano Zadoc Jenkins; y John contaba a David que en junio próximo terminaría sus estudios en St. Charles Borromeo, una escuela católica del condado de Howard, en Maryland.

—Pensaba entrar en el sacerdocio, pero ahora que estamos en guerra, me parece que seré más útil a Dios peleando del lado bueno.

—Debe de ser espléndido tener tanta educación. —Aunque David sabía diez veces más del mundo que ese joven tan protegido, se sentía ignorante a su lado, cosa que jamás experimentaba, por ejemplo, con Annie. Desde luego, ella era una chica.

—Oh, de algo sirve, supongo. En épocas normales, yo habría sido sacerdote, me parece, o me parecía. Tenía vocación, o eso creía. Y también lo creía el director del colegio, el padre Jenkins, que no es pariente nuestro.

—Y ahora, ¿irás a pelear?

John frunció el ceño.

—Lo que importa es ser útil, ¿verdad?

—Así pienso yo. Hago lo que puedo. —David estaba satisfecho consigo mismo; nunca se había mostrado antes tan útil ni tan patriota, pero tampoco había tenido muchas oportunidades. No se atrevía a hacerlo ante Mr. Thompson ni podía, verdaderamente, ante Mrs. Greenhow o Bettie Duvall, en tanto que el viejo Mr. Surratt era quien le daba órdenes y Annie era… Annie.

—Eso es lo que debemos hacer todos. Dice mi padre que, para nosotros, vales tanto como un regimiento entero de caballería.

—¿De veras? —David, feliz, bebió más ponche. Los Surratt, dueños de tiendas y tabernas en Surrattsville, católicos romanos, no eran abstemios como Mrs. Herold. Había buen whisky en el ponche de frutas. Los Surratt se ocupaban, además, de la oficina de correos de la ciudad.

—Espero ser el jefe de correos en julio —dijo John.

—A mí también me gustaría. —David nunca había oído hablar de un jefe de correos tan joven.

—¿Cómo es pasar a través de las líneas yanquis? —John había bajado la voz. Miraba a David con lo que a David le parecía una mirada penetrante. David había leído bastantes novelas para saber que sus propios ojos ardían oscuramente.

—Simplemente, te muestras estúpido. Ya sabes, como un tonto del campo. Ni siquiera te registran. Oh, me he llevado algunos sustos, te lo aseguro. —David le contó algunos, mientras veía, complacido, que los ojos penetrantes ardían.

Luego Annie lo invitó a bailar, mientras su madre tocaba.

—Es casi medianoche —susurró ella—. Año Nuevo. —Y ahora tienes diecinueve, como yo.

—Oh, no me lo recuerdes.

A medianoche, todos los parientes de Annie —la mitad de los presentes— y David la besaron. Luego Mrs. Surratt alzó su copa de ponche y dijo:

—Brindo por la victoria.

Todos brindaron por la victoria. Y David continuó brindando por la victoria el resto de la noche. Pero antes de emborracharse, logró hablar con Mr. Henderson, del Mercado Central, lo que no fue tarea sencilla.

Mr. Henderson era pequeño, redondo y gris, con nariz curva y ojos brillantes. Como tantos granjeros del Mercado Central, se parecía a lo que vendía. David había crecido aterrorizado por la vendedora de productos de cerdo del mercado, que venía una vez por semana desde Virginia con jamones y salchichas; aunque desdentada, no era, evidentemente, inofensiva; parecía capaz de devorar a un niño, como una marrana vieja y formidable. Aunque Mrs. Herold hablaba horas enteras con ella de sus amigos comunes en Berryville, David no comprendía una sola palabra de lo que decía la mujer. Sólo oía el amenazante gruñido de un cerdo.

Mr. Henderson no hablaba; cloqueaba.

—Conozco a tu madre, Davie. Años atrás, me compraba pollos. En el ángulo sudoeste, allí estoy yo. Después tuvimos una discusión acerca de la edad de una gallina. Eso fue en el cincuenta y uno. Ahora le compra a Mayberry. En el ángulo sudeste. No estoy resentido.

—Espero que no, Mr. Henderson.

—No estoy resentido —repitió la enorme gallina—. Yo también trabajo con Mr. Surratt.

—Lo sé. Me lo ha dicho. Hace un momento.

—El viejo John se muere, me temo. Espero que esas cosas —Henderson señaló, con un gesto, el cuadro del Corazón de Jesús, el crucifijo en la mesa, el rosario— le sirvan de algo. Yo soy baptista. Así que para mí —Henderson, literalmente, cacareaba— todo esto huele a Papa y nada más.

David rió, como debía. Luego dijo:

—¿Qué quiere usted que haga?

—Quédate en la farmacia. Ten los oídos y los ojos abiertos. ¿Compran allí los McClellan, ahora que viven en la calle H?

—Nunca he visto al general. Ella fue un día. Parece un sargento, pero no es fea. Casi siempre envían a un soldado. Tienen un niño nuevo, así que compran toda clase de cosas.

—Trata de llevarlas tú mismo. De conocer a la gente de la casa. Como has hecho con Mr. Seward, que deja papeles por todos lados. —No había sido David sino Mrs. Greenhow, cuando estaba en libertad, quien había visto el verano pasado un memorándum sobre el escritorio de Seward, con todos los datos de los regimientos pertenecientes al ejército del Potomac—. Es una pena que no puedas entrar en la Casa Blanca.

—Puedo, y lo he hecho. He estado allí en dos o tres ocasiones —dijo David—. Pero es tan grande que se necesita conocer los sitios importantes. Supongo que son los que están detrás de ese curioso cerco de madera, arriba, donde trabajan el presidente y todos los demás; ellos están allí la mayor parte del tiempo.

—Pero no todo el tiempo. —Henderson ladeó la cabeza, como una gallina alerta a la voz de un trueno o de un zorro—. También allí tenernos gente. Pero no es bastante. Muy bien, sigue adelante. No te acerques a Miss Duvall, aunque es una muchacha excelente.

—¿Piensan arrestarla?

—Sí. Le he dicho que se marche al Sur. Pero dice que no lo hará. Yo deseo que se vaya. Feliz Año Nuevo, Davie. Debo irme. Espero que ya no llueva.

Había escampado, y no volvió a llover durante la mayor parte de la mañana del día de Año Nuevo, mientras David, por razones patrióticas, aguardaba frente a la Casa Blanca, a pesar del dolor de cabeza que subsistía después de un litro del famoso calmante y reconstituyente Thompson para la mañana siguiente. Los guardias dejaban entrar a todo el mundo por la puerta principal. David podía haberse unido a la larga fila de gente que deseaba estrechar la mano del presidente, pero le pareció mejor quedarse al pie de la escalera para ver a los invitados que descendían de sus coches, tomaban el brazo de Mr. McManus o de alguno de los ujieres y atravesaban el barro helado hasta los escalones.

Mientras David hacía lo posible por conducirse como un espía, apareció una banda del ejército y empezó a dar una serenata al presidente. Cuando tocó «Viva Columbia», la gran puerta se abrió de par en par y apareció el padre Abraham en persona. Los vítores llenaron de vapor el aire glacial. David se quitó el sombrero y sonrió. Los centinelas, a la izquierda y a la derecha de la puerta, adoptaron rígida posición de firmes. Cuando Lincoln se acercó al borde del pórtico, la muchedumbre retrocedió a ambos lados, bajo la atareada dirección de Mr. McManus. David estaba situado de tal modo que hubiera podido tocar al presidente, que parecía más flaco que nunca, y algo amarillento. Sin embargo, a David le pareció, en general, un hombre de aspecto agradable.

La banda había concluido ahora el «Saludo al Jefe». Lincoln habló en voz alta y rotunda que podía oírse hasta en la iglesia de St. John, del otro lado de la plaza Lafayette.

—Me alegra verlos aquí a todos ustedes al comienzo de un nuevo año que nos traerá, estoy seguro, el final de esta gran aflicción.

Hubo una ovación. Lincoln se quitó el sombrero; inclinó la cabeza; empezó a entrar. Pero en ese momento la banda atacó «La bandera de barras y estrellas», y el presidente se vio obligado a permanecer de pie, descubierto, mirando a la banda que tocaba en mitad del fangoso césped. En la puerta, detrás de él, apareció un niño con una bandera plegada. David reconoció al célebre Tad; también McManus. Pero antes de que éste lograra interceptarlo, Tad desplegó una enorme bandera confederada que empezó a agitar alegremente. La multitud se echó a reír. Desconcertado, el presidente se volvió; se inclinó, recogió niño y bandera con sus dos brazos y, entre los aplausos de los espectadores, entró en la Casa Blanca con el bulto que se debatía. Mr. McManus cerró la puerta a sus espaldas.

Mientras David descendía por el camino de acceso de la Casa Blanca, el coche del secretario del Tesoro estuvo a punto de atropellarlo. Incluso así, pudo dar un vistazo a la notoria Kate, que parecía muy guapa y asombrosamente limpia. La acompañaban una niña pequeña y una mujer con aspecto de solterona. David decidió que debía llevar un cuaderno de anotaciones. Pero antes debía aprender a escribir en código.

Chase llevó a sus hijas Kate y Nettie y a su vieja amiga Susan Walker, de Cincinnati, al atestado Salón del Este, donde Lincoln estrechaba todas las manos, mientras Mrs. Lincoln, a su lado, se limitaba a sonreír y a saludar con un movimiento de cabeza a todos los presentes, con excepción de Kate, que no recibió sonrisa, y de Chase, ante quien Mary se limitó a fruncir los labios, sin advertir que esa expresión era totalmente invisible para el secretario, sumergido como siempre en su mundo subacuático.

Lincoln estrechó la mano de Chase; luego dijo en voz baja:

—¿Ha visto a nuestro Joven Napoleón?

—No, señor. Fui a su casa. Pero no me permitieron subir a verlo.

—A mí me ha ocurrido lo mismo.

—Me han dicho que es tifus. Estará en cama al menos un mes.

—Es lo que he oído. —Lincoln frunció el ceño—. Otros lo han visto.

—¿Quién?

Pero Lincoln se limitó a mover la cabeza, y se volvió al próximo visitante, el ministro de la república de Bremen, el barón Schleiden, compañero de copas de Seward, como sabía Chase. La decoración del Salón del Este ya estaba casi completa. Kate señaló a su padre los detalles más notorios y costosos, comenzando por la vasta alfombra de terciopelo.

—Verde mar, con rosas —dijo.

—Sí, veo el verde. Acepto confiadamente las rosas.

—Ya me imagino cómo la ha conseguido —dijo Kate, resplandeciente, mientras el cuerpo diplomático giraba en el salón deseándose mutuamente feliz Año Nuevo—. Dicen que ha costado dos mil quinientos dólares.

—¿Pensará competir con la joven ama de casa de Seis y E?

—¡Padre! Yo soy ahorrativa. Mrs. Lincoln no lo es.

—Lo sé. Mr. Stevens dice que ha sobrepasado tanto el presupuesto del Congreso que Mr. Lincoln tendrá que pagar de su propio bolsillo. Eso le disgustará. Es un hombre frugal.

—Como tú.

—Oh, yo estoy condenado a las deudas.

—¿Me casaré con el gobernador Sprague para financiarlas? —No, seamos pobres juntos.

—En la cárcel —dijo Kate, mientras tendía la mano a lord Lyons, que la besó.

Pax est perpetua —dijo, sonriendo, Chase.

—Oh, esperemos que sí, Mr. Chase. Esperemos. Hemos hecho un buen trabajo, todos nosotros.

—En particular, usted y Mr. Seward —respondió Chase.

—Mr. Seward ha oído invocar su nombre. —La pequeña figura furtiva apareció bruscamente al lado de Chase; daba la mano derecha a Kate y la izquierda a Chase y miraba a lord Lyons, que replicó:

—Hablábamos del buen trabajo que hemos hecho, usted y yo, impidiendo que los fanáticos fueran a la guerra.

—No era más que una invención de los periódicos —dijo Seward con gracia—. Y también ayudó que yo hubiera visitado su país en el verano del cincuenta y nueve, cuando recorrí Europa y fui tan cálidamente recibido. Usted ya sabe —dijo Seward a Kate—, ellos pensaban que yo sería el próximo presidente.

—Que es exactamente lo que usted pensaba, ¿no es verdad?

—Bueno, diré que si no lo pensaba, jamás se lo dije a nadie. De todos modos conocí a toda la corte, comenzando por la reinaVictoria, que sólo muestra poco más de dos centímetros de encía cuando ríe.

—Señor, esto es un casus belli —dijo severamente Lyons—. Señor, en Nueva York las encías visibles se consideran el signo extemo del especial favor divino.

—Se ha evitado la guerra. Todavía no incendiaremos el mundo. —A Lyons le encantaba repetir a Seward las frases de Seward—. Pero debo recordarle que estamos de duelo por el príncipe Alberto.

Kate se volvió hacia Lyons.

—La prensa dice que ella está loca de dolor.

—Aquí la prensa es capaz de todo, Miss Chase. —Lyons estaba sereno, como siempre—. La reina no está loca. Pero sí profundamente afligida. Es curioso, ¿no es verdad, Mr. Seward?, que el príncipe haya muerto mientras consultaba al ministerio acerca del asunto Trent.

—Sospecho que todos estaremos en deuda con él —dijo Seward generosamente—. Pero jamás he podido evaluar hasta qué punto tiene poder, en su país, un soberano sin poder.

—Nosotros tenemos igual dificultad —respondió Lyons— cuando intentamos evaluar el poder del secretario de Estado en un sistema presidencialista.

Touché —dijo Kate. Luego pidió a Lyons noticias del periodista Russell. Mientras tanto, Seward se alejó; había visto a la persona a quien más deseaba ver.

El bajo y robusto Edwin M. Stanton estaba solo, rodeado como un monarca por las espléndidas cortinas nuevas de damasco del Salón del Este. Su frac negro con elegantes solapas de terciopelo revelaba un menos elegante chaleco negro, también con solapas de terciopelo. Stanton siempre le recordaba a Seward aquel Auburn, de Nueva York, director de un banco, que había matado a su madre. Stanton contemplaba el salón a través de sus gafas diminutas, su mueca burlona acentuada curiosamente por las cerdosas patillas grises que parecían unidas a su ancho mentón tan arbitrariamente como la barba ornamentada de un faraón egipcio. Se rumoreaba que Stanton conservaba las cenizas de su primera esposa, ¿o era su hija?, en una urna sobre el hogar; y que la segunda esposa debía pulir todos los días esa sombría reliquia.

Cautelosamente, ambos hombres se saludaron. Seward sabía que, esa misma semana, Stanton había tenido la idea de renunciar a su cargo de consejero legal especial de la Secretaría de Guerra para ir a NuevaYork, donde se asociaría con un rico abogado. Pero entonces había corrido la voz de que Cameron se marcharía, y que el sucesor podía ser Stanton, y éste había postergado su viaje a NuevaYork. Ahora estaba en una especie de irritado limbo. El presidente no le había ofrecido aún el puesto que Cameron aún no había abandonado. Aunque Seward sabía que Chase estaba haciendo todo lo posible para que Stanton se hiciera cargo del Departamento de Guerra, le complacía saber algo que Chase ignoraba: Stanton era también la persona elegida por Seward. Como Lincoln, Seward quería situar demócratas unionistas en los cargos principales. Al contrario de Chase, no quería abolicionistas en ninguna parte. En esta candente cuestión, Seward tendía a admirar la hipocresía, maravillosamente justa, de Stanton. Con Chase y los republicanos radicales, Stanton era un abolicionista que vociferaba contra el moderado «gorila aborigen» —su difundida descripción de Lincoln— de la Casa Blanca. Ante Lincoln y Seward, Stanton meramente defendía la Unión y deploraba el fanatismo radical. Seward sabía también algo que casi nadie más sabía. Era Stanton quien, además de escribir para Cameron la fatal recomendación al Congreso de que se armara a los negros liberados, había convencido a Cameron de que así podía sostenerse en el Departamento de Guerra y complacer a la comisión parlamentaria conjunta de guerra. Con la habilidad de un Yago, Stanton había llevado a su jefe a la destrucción. Ahora Yago, algo desolado, estaba en el Salón del Este, incierto acerca de su propio futuro.

—Debo felicitarlo por el asunto Trent —dijo Stanton, controlando heroicamente su asma—. Su… revisión me pareció magistral.

—Sé muy poco de derecho internacional. —Seward fingió modestia—. Y casi nada de arbitrajes.

—Pero sabe usted todo, señor, de política.

—Sin duda, algo sé. —Otra cosa sabía Seward, y Stanton ignoraba que la sabía: que Stanton se había enfurecido con la administración por ceder ante Inglaterra. Seward sonrió, casi con calidez, al singular y brillante abogado de Ohio que pronto integraría un gabinete al que él, tales eran su singularidad, su honestidad, su irritabilidad no podía dejar de atacar en privado. «Stanton tiene dos caras», le había dicho a Seward un senador que desaprobaba el nombramiento; Seward se sintió muy complacido de su propia y clásica respuesta: «También Jano, el dios de los cambios». Pero Seward no podía privarse de torturar, aunque levemente, a su ansioso futuro colega—. Vi a su viejo amigo Joseph Holt en la Casa Blanca, ayer.

La expresión de dolor en el rostro de Stanton causó exquisito placer a Seward; así empezaba a saldar ciertas cuentas pendientes. Holt, de Kentucky, había formado parte, como Stanton, del gabinete de Buchanan. Como Stanton, Holt era un demócrata unionista. Pero era también antiabolicionista, al contrario de Stanton, cuya segunda cara sonreía eternamente a los radicales.

—El presidente preferiría que fuera usted y no Holt, por supuesto. Pero sufre grandes presiones. Grandes presiones. —Seward frunció el ceño.

Stanton tenía expresión severa.

—Mr. Holt es una persona muy capaz. Y no odia a los negros tanto como dicen.

Débil, pensó Seward; pero rápido.

—Naturalmente, quien lo apoya en esto es Mr. Chase. Es, como usted, de Ohio.

—Pero yo resido ahora en Pennsylvania.

—Como Mr. Cameron, sí. También ha sido usted elegido por Mr. Cameron, en caso de que él se retire.

—No lo sabía.

Seward valoró la forma abierta y honesta en que mentía Stanton; era el sello de los abogados verdaderamente grandes, y demostraba una maestría profesional no muy distinta de la suya propia. Aparte de eso, poco tenían en común. Stanton era voluble y vanidoso y su duplicidad era compulsiva; pero era incorruptible en materia de dinero, cosa de gran importancia tras el despojo del Tesoro que habían realizado, como aves carroñeras, Cameron y sus amigos. Y Stanton contrastaba también con el indolente Cameron en que era un trabajador infatigable.

—Mr. Blair favorece al senador Wade —dijo Seward verazmente.

—¿Para que se retire de la comisión conjunta?

—A veces es mejor que los críticos y los rivales trabajen con nosotros, y no contra nosotros.

—Estoy seguro —dijo Stanton, alzando el labio superior— de que Mr. Lincoln ha obtenido beneficios de ese insólito sistema.

—¡Oh, sí! Desde luego. Pero, en otros momentos, sabe que cuando todo se ha dicho es preciso nombrar al hombre más capaz. —Seward tenía conciencia de que estaba excediéndose en lo que sus críticos llamaban el «bla bla bla» Seward; pero no podía contenerse—. ¿Cómo se lleva con el general McClellan?

—Tenemos una estrecha relación —respondió Stanton—. Hace pocos días me pidió una opinión legal acerca del asunto Trent.

Seward rió para disimular la ira.

—Y yo convencido de que trabajaba veinticuatro horas al día preparando el ejército para el ataque a Richmond… En cambio, se preocupa por el derecho internacional.

Stanton se sonrojó.

—Simplemente, es parte de lo que él considera su obligación como general en jefe.

Seward dejó caer el asunto.

—¿Le parece un hombre capaz? —preguntó. Stanton asintió.

—Ciertamente es preferible a Halleck, el… legado del general Scott.

—Sí. —Seward no se comprometía. En ese momento se acercó su amigo el barón Schleiden y lo envolvió en cumplidos por la solución del asunto Trent. Después de aceptar una docena de guirnaldas verbales, Seward se volvió hacia Stanton, y halló que se había ido.

—¿Es él… o tal vez era él —preguntó Schleiden— el nuevo secretario de Guerra?

—Bueno, barón; se lo diría complacido, si no lo supiera con seguridad. —Seward enlazó su brazo con el de Schleiden—. Venga más tarde a casa; jugaremos unas partidas de whíst y le daré noticias que inflamarán el mar Báltico y convertirán en cenizas su Bremen natal, la Venecia del norte.

—En realidad, es más bien la Leghorn del norte —dijo el cordial barón, inclinándose ante Mrs. Lincoln a su paso.

Mary saludó con la cabeza al barón Schleiden, en quien no confiaba por su amistad con Seward, y con una dulce sonrisa a Seward a causa de la equivocada confianza que en él depositaba el presidente. En ese momento, para su horror, vio entrar en la habitación al Chevalier Wikoff. Permaneció en la puerta un instante; se inclinó ante Mary, que no respondió; luego se retiró, para alivio de ella.

—Le dije que no viniera. —Dan Sickles, resplandeciente en su uniforme de brigadier general, había visto el mudo intercambio.

—Hubiera querido que siguiera su consejo, señor. —Mary puso una cuidadosa sonrisa en sus labios. Mientras hablaban en voz baja, ella no miraba a Sickles, sino a los notables que desfilaban y le dedicaban inclinaciones y reverencias—. ¿Por qué se queda en Washington?

—Por orden de Mr. Bennett.

—¿Y por qué ha venido aquí?

—Para congraciarse, supongo. Me ha pedido que sea su abogado defensor.

—¿Su abogado? —La sonrisa de Mary se desvaneció. Miró a Sickles—. ¿Habrá un juicio?

Sickles movió la cabeza.

—Desearía que lo hubiera —dijo—. Los dos estarían más seguros.

—¿Los dos? ¿Él y yo? ¡Señor! —Mary vacilaba entre la ira y el terror.

—Lo siento, Mrs. Lincoln. Sólo quería decir que, como su nombre aparecerá de todos modos, habría sido más fácil controlar los acontecimientos ante un tribunal.

—¿Y si no es ante un tribunal, dónde será…, dónde seremos juzgados los dos, como dice usted?

—Pues ante la comisión judicial de la Cámara de Representantes.

—¡Dios mío! —Mary retorció los tallos de las flores de invernadero que tenía en las manos.

—Como los miembros de la comisión son mis antiguos colegas, el Chevalier desea que lo asesore.

—Pero, señor, ¿qué pruebas tienen? Simples rumores de la prensa vampira…

—Lo siento, Mrs. Lincoln. Pensé que lo sabía. Ayer la comisión obtuvo una copia del telegrama enviado al Herald por nuestro amigo Wikoff. Había en él partes literales del mensaje presidencial. Ese telegrama fue enviado cuatro días antes de que el mensaje llegara al Congreso.

Mary se preguntó qué efecto causaría si se desmayaba; si permanecía inconsciente hasta que todo esto pasara; o mejor aún si se moría. Entre el escándalo Wikoff y la constante agitación por el dinero que estaba gastando en la Casa Blanca, la muerte sería un alivio.

—¿Cuál —preguntó Mary, reuniendo todas sus reservas de frialdad— será su defensa?

—No lo sé. —Sickles la miró pensativo—. ¿Cuál piensa usted que debería ser?

—Supongo que la verdad —dijo Mary—. ¿Ha dicho el Chevalier quién le dio el mensaje? —Mary estaba complacida con su propia demostración de sangre fría.

—No —dijo Sickles. Luego agregó gravemente—: Madam.

—¿Dirá él que he sido yo?

—No debe hacerlo. —Sickles la miró a los ojos.

—Estoy de acuerdo, señor. No debe decir una cosa así. ¿Se puede ocupar usted de eso, general?

—Así lo creo, Madam. Estamos en guerra.

—Sí —dijo Mary con severidad—. Y no debemos dar ventajas al enemigo, ni mostrar divisiones en nuestras filas.

El presidente se acercó sonriendo.

—Vamos, madre —dijo—. La banda de la Marina quiere darnos una serenata. Me alegro de verlo, general.

—Señor presidente. —Sickles juntó los talones. Era leal, decidió Mary; y nadie podría manejar mejor una comisión de ese particular Congreso que un antiguo y popular colega como él.

En camino a la puerta, Lincoln se detuvo a susurrar algo al oído de un hombre poco agradable.

—¿Quién es? —preguntó Mary. Pero Lincoln era acosado ahora por los príncipes franceses, que se inclinaron ante él, pero no mucho, como correspondía a su cuna real, en tanto que Mary se limitaba a inclinar la cabeza, como correspondía a la reina republicana. Ausente, el presidente palmeó un hombro principesco. Mientras seguían su camino hacia la puerta, Lincoln dijo:

—Era Mr. Stanton, que defendió a Dan Sickles cuando mató al amigo de su mujer. Es dificil saber cuál de los dos es más hábil para cometer impunemente un crimen.

Mary sintió alivio ante esa confirmación de la habilidad de Dan Sickles, y cierta diversión al recordar el famoso asesinato de la plaza Lafayette. En efecto, el asesino Dan Sickles debía proteger a la esposa del presidente para que no fuera acusada de… ¿Cuál sería el cargo por haber entregado a los periodistas un documento de Estado en tiempo de guerra?

Mientras el presidente y la primera dama salían al pórtico iluminado por lámparas de gas, Mary permitió, por un instante, que la temible palabra aflorara a su mente: traición.