Uno

El día de Navidad de 1861 no había salido el sol cuando el secretario del Tesoro, Salmon Chase, entraba en el comedor de la casa, ahora cómoda y resplandeciente, de Seis y E para recibir los buenos días de su hija, Kate, a la vez cómoda y resplandeciente en su bata mañanera, mientras presidía un copioso desayuno de tortas con miel, dos clases de salchicha de Virginia, y maíz con salsa roja, un plato rebelde al que él era adicto, y Kate no.

Kate se levantó de un salto; lo abrazó. Por un instante, se sintió envuelto por la fragancia de verbena que le recordaba a la madre de Kate; ella no usaba otra, porque Satán había destilado todos los perfumes, pero la verbena procedía de los arbustos aromáticos de Dios.

—Feliz Navidad, padre.

—Feliz Navidad, querida Kate. ¿Dónde está Nettie?

—La perezosa duerme. —Kate bebió su café y estudió con mirada aguda la forma en que servía el criado mulato, una nueva adquisición.

Chase trató de no devorar a toda velocidad, pero lo hizo. Ya le quedaba pequeño el frac o «toga», como lo llamaba Kate. Las tortas estaban perfectamente al punto, ni demasiado claras ni demasiado oscuras. Cada semana, Kate pasaba horas con la cocinera, probando nuevas recetas y mejorando las antiguas. Era como un general en la casa. Chase solía preguntarse cómo habría sido Kate si hubiera sido varón. Ella combinaba del modo más natural, a juicio de Chase, las mejores cualidades de ambos sexos. La noche anterior había sido típica. Mientras celebraban juntos la Nochebuena, ya previsto el elaborado menú del día siguiente, Kate lo había derrotado cuatro veces seguidas al ajedrez, un juego varonil en que él se imaginaba diestro.

—¿Por qué es Mr. Lincoln tan poco religioso? Ya es bastante malo que convoque reuniones de gabinete los domingos. ¡Y ahora hay una el día de Navidad! —Kate se burlaba de él, por supuesto; él sabía que ella no poseía una profunda fe como la suya. Y si no la poseía, de Mr. Chase era la culpa por haberla educado tan bien, por no decir tan costosamente, en una distinguida escuela de Nueva York. Sin embargo, él estaba seguro de que algún día Kate se acercaría voluntaria y felizmente al Salvador.

—El domingo es uno de los pocos días en que la Casa Blanca no está invadida por los aspirantes a empleos. Excepto los que permanecen por la noche en los pasillos, para ver por la mañana temprano al presidente.

—Yo los echaría a todos afuera. —Kate aceptó del criado apenas un huevo al agua en una huevera de porcelana, único exceso que se permitía en la primera comida del día.

—También yo, en verdad. —Chase probó la salchicha frita en una salsa enriquecida con buena cantidad de pimienta negra y roja—. Pero Mr. Lincoln no puede decir que no…

—Excepto cuando lo hace —dijo Kate, de modo cortante.

—Bueno, sí. Con frecuencia es débilmente firme. O firmemente débil.

—¿Le dirá que no al inglés?

—No estoy seguro.

—Y tú, ¿qué aconsejarás?

—Entregar a los prisioneros, por penoso y embarazoso que sea para nosotros.

Desde que, a principios de noviembre, un barco americano, el San Jacinto, había abordado el Trent, nave correo británica, cerca de las costas de Cuba, apoderándose de dos funcionarios confederados enviados en misión especial a Inglaterra, la opinión pública estaba debidamente inflamada en los dos países. Había, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, personas que ansiaban la guerra.

Por el momento había un impasse; y Seward estaba en su elemento.

—¡Envolveremos al mundo en llamas! —había declarado poco antes, lleno de coñac, en presencia de Mr. Russell, del Times de Londres. Todo el mundo se había horrorizado excepto Chase, que ya conocía el estilo de Seward. Cuanto más sediento de sangre parecía en los momentos de crisis, tanto más enérgicamente podía buscar una solución prudente. Por lo que Chase podía ver, Seward había abandonado mucho antes su plan magistral de iniciar una guerra mundial para restaurar la Unión y adquirir, al mismo tiempo, nuevos territorios exóticos para la gran república americana.

Como era característico, el presidente no había sido especialmente útil durante la crisis. Permitió a Seward que se entendiera a su antojo con lord Lyons, quien trataba de ser muy pacífico en este asunto. Sin duda, Lyons tenía clara conciencia de algo que Londres ignoraba: Estados Unidos era en ese momento la potencia militar más grande del mundo. Tan sólo en los alrededores de Washington había cerca de doscientos mil hombres bien entrenados, voluntarios de tres años y no de tres meses: un tributo al genio organizador de su joven comandante, el general McClellan. Aunque la marina de la Unión no era todavía importante, había de crecer, y crecer, y crecer. Mientras Chase, inadvertidamente, empezaba a pensar en los costos de esa fuerza militar sin precedentes, aspiró una pizca de pimienta roja, que se alojó, ardiendo, en su garganta; tosió y las lágrimas afloraron a sus ojos. Kate le palmeó la espalda.

—¿Qué te ocurre?

Por un instante, la picazón le quitó la voz; luego el té se la devolvió.

—Estaba pensando en dinero.

—Oh, pobre padre. —Kate volvió a su huevo—. Nuestras cuentas.

—No las nuestras. Las del gobierno. La guerra nos cuesta un millón y medio de dólares por día. Los banqueros… ¡Los banqueros! —Chase se interrumpió, como congelado. La financiación de la guerra era una pesadilla a la que no veía fin. En agosto había tornado en préstamo de los bancos ciento cincuenta millones de dólares en monedas de oro y plata que serían pagados en tres plazos contra los pagarés a tres años del Tesoro, al 7,30 por 100. Después del primer plazo, los banqueros empezaron a quejarse; entonces, Chase había pedido al Congreso un sistema nacional de banca que permitiera al gobierno emitir su propio papel moneda, propuesta que lo puso a él tan nervioso como a los bancos. Ahora los banqueros amenazaban con no pagar el próximo plazo. Jay Cooke era su único apoyo. «¡Destroce a esos hijos de perra!», había dicho; y Chase había excusado esa frase profana que, a pesar de su crudeza, tanto se acercaba a su imagen de los mercaderes del templo.

Kate planteó una maniobra de diversión. Sabía que Chase no podría digerir su desayuno si pensaba un instante más en las finanzas del país, por no mencionar las suyas propias. Kate habló de los últimos rumores. Aunque el mensaje anual del presidente sólo había sido enviado al Congreso el 3 de diciembre, algunos días antes los periódicos habían publicado ciertas partes. Esto había sido particularmente embarazoso para Lincoln y para la administración, porque la prensa había informado acerca de algo que nadie debía conocer hasta el día previsto. Lincoln no mencionaba el asunto Trent. Esto debía expresar a la cancillería británica que, a pesar del espíritu bélico presente en el país, y en especial en las páginas del New York Herald, la administración no deseaba que las cosas se le fueran de las manos.

—Ahora todos dicen que fue Mrs. Lincoln quien dio al Herald una copia del mensaje.

—¿Quiénes son todos? —Chase no había oído ese rumor particular.

—Toda la gente con quien he hablado. La ciudad. Después de todo, ¿no es una secesionista? ¿Con todos esos hermanos en el ejército confederado?

A Chase, Mrs. Lincoln no le agradaba más que su marido. Pero era naturalmente un hombre juicioso. Y también recordaba su conversación con Mary acerca de la famosa compra abolicionista de Eliza en Lexington. Había que ser justo en esas cosas.

—Mi impresión —dijo— es que, de los dos, ella es la que más se opone al Sur.

—Sin duda, eso es lo que ella desearía que todos creyeran. —Entonces, debe de ser una actriz excelente.

—La mayoría de las mujeres lo son, padre.

—No lo creo, Kate. —Chase observó, como había observado muchas veces, que Kate parecía un muchacho cuando sonreía a medias, alzando levemente el mentón. Era hijo; era hija; él era el feliz padre de ambos.

Luego Kate volvió a ser una muchacha bonita que se reía de su padre.

—Te has casado tres veces, y nunca has advertido hasta qué punto son actrices las mujeres, y todo el tiempo.

—Tal vez mis esposas no eran muy corrientes. —Chase parpadeó. Si miraba directamente la oreja izquierda de Kate, no la veía: sólo un borrón rosado. Pero podía ver los ojos, la nariz y la boca. Tuvo un involuntario escalofrío. Temía la ceguera más que ninguna otra cosa, y estaba razonablemente seguro de que, de un modo gradual, se estaba volviendo ciego.

Kate advirtió el escalofrío.

—¿Tienes frío? ¿Hay alguna corriente de aire?

—No. No. Pero ahora que hablamos de mis esposas, que han desaparecido hace tanto tiempo, ¿qué noticias hay del gobernador Sprague?

—También ha desaparecido… de Washington, si no de esta tierra. Recibí una esquela la semana pasada. Aún trata de ser un general. Debo decir que admiro su persistencia. Y su valor. No sé por qué fue ignorada su conducta en la batalla de Bolivar Heights, pero lo fue.

—Perdimos la batalla —dijo Chase, tristemente—. Por eso fue ignorada. Aparentemente, siempre perdemos.

—Eso es cuando hacemos algo. ¿Irá a la reunión el general McClellan?

—No lo sé. Todavía tengo fe en él. Por supuesto, no es McDowell. Pero ha hecho maravillas con el ejército. Ahora están bien entrenados, y lo aman.

—Aunque no a la Unión. —Kate acabó el huevo; éste se había desmoronado, pero no había recurrido a un solo fragmento de pan de maíz. Casi única entre todas las señoras de Washington, Kate tenía horror de engordar. Todas, excepto el mínimo grupo de las delgadas, la consideraban excéntrica.

—Creo que ésa es la primera tarea de un comandante: crear un ejército leal, y luego…

—No utilizarlo. No ha hecho nada en seis meses.

—Tiene un plan. Un plan magnífico, pienso. Me lo ha confiado. A mí y a nadie más. —Chase estaba intrigado por la sabia decisión de McClellan al elegirlo como único confidente en la administración. Pero ¿en quién más podía confiar? El presidente era notoriamente indiscreto. Seward era apresurado. Cameron, inútil.

—Incluso así, habría preferido que no se hubiera reemplazado a McDowell.

—Los McDowell vendrán para Año Nuevo. Con el capitán Sanford. —Chase sonrió; miró la nariz de Kate y vio con todo detalle la oreja, perfecta como un caracol. Realmente debía volver a Franklin y probar gafas hasta que encontrara las que necesitaba. De otro modo sería como Edipo en Colona: un hombre viejo y ciego que sólo posee una hija leal como guía. Aunque William Sanford no era un joven excepcional, estaba enamorado de Kate; y su padre, una persona sencilla de Lowell, Massachusetts, era casi tan rico como los Sprague.

—¡Oh, el capitán Sanford! —Kate rió—. Si alguien vive en la luna, es él. Odia los negocios. Odia a su padre. Ama la música; cuando termine la guerra, quiere ir a París, usar un chaleco de pana roja y componer música.

—¿París? ¿Música? ¿Pana roja? —Chase no podía determinar cuál de las tres cosas le agradaba menos en un joven americano. Pero entonces entró Nettie en la habitación, le echó los brazos al cuello y le deseó feliz Navidad. Lo mismo hizo con Kate, y luego preguntó si podía abrir sus regalos.

El desayuno en casa de los Seward era una ocasión menos festiva y más masculina. Seward ocupaba un extremo de la mesa del comedor, y el secretario de Estado asistente —su hijo Frederick—, el otro. El corazón de Seward latía con suavidad. Había pasado alegremente la noche anterior junto al hogar, cenando en compañía de eminencias que eran, ya por elección, geografía o muerte, solteros, entre ellos Thaddeus Stevens, de setenta y nueve años, pennsylvaniano, soltero toda su vida, presidente de la comisión de recursos de la Cámara de Representantes y miembro también de la nueva y potencialmente peligrosa comisión parlamentaria conjunta de guerra. Stevens era sin duda el hombre más ingenioso de Washington; era también uno de los más cultos; un destacado abolicionista, como la mayor parte de los miembros de la comisión, presidida por el estrepitosamente desagradable Ben Wade e integrada además por hombres duros como Zachary Chandler y Lyman Trumbull.

Mientras bebía su café, Seward intentaba recordar cómo había concluido exactamente la noche anterior. Por supuesto, Stevens era abstemio; había abandonado el alcohol años antes, tras la muerte de un amigo bebedor. Pero se distinguía de muchos que llegan tardíamente a la templanza en que no desaprobaba a quienes bebían ni era, como suele ocurrir entre los abstemios profesionales, aburrido.

Seward recorrió los acontecimientos de la Nochebuena. Cuando Thaddeus Stevens, que tenía un pie defectuoso, entró cojeando, tropezó en la alfombra arrugada. Seward le sostuvo el brazo, y Stevens le dio las gracias con énfasis.

—Siempre he admirado —murmuró— el tacto con que omite usted la menor alusión a mi increíble parecido con lord Byron.

Esto divirtió tanto a la concurrencia que la primera parte de la noche transcurrió entre anécdotas de Thaddeus Stevens, mientras la epónima fuente sonreía con sus finos labios y agregaba ocasionalmente, en voz suave, alguna glosa devastadora. Incluso se echó a reír en una ocasión: alguien contó que, antes de una sesión, una admiradora lo había acorralado en su despacho del Capitolio y le pidió un mechón de pelo. Con gesto cortés, Thaddeus Stevens se había quitado su enorme peluca de color castaño y le había dicho:

—Por favor, señora, elija usted el bucle que más excite su fantasía.

A su pesar, Seward sonrió entre el dolor leve pero persistente alojado justamente detrás de sus ojos.

—¿Qué ocurre, padre? —Frederick no era sólo hijo único y asistente, sino también el sustituto de la madre enferma en Auburn, NuevaYork. Afortunadamente para Frederick, Seward no tenía necesidad de una hija, como el colega que desayunaba en Seis y E.

—Recordaba a Stevens, anoche. Muy gracioso.

Frederick sonrió.

—Yo estaba en la Cámara el verano pasado; uno de los diputados de Nueva York iba y venía sin cesar por el pasillo mientras hablaba Mr. Stevens, que por fin le dijo: «¿Piensa usted pedir gastos de viaje por mi discurso?».

Seward rió; y se sintió algo mejor. Encendió su primer cigarro para acompañar el último café de la mañana. Empezaba ahora la mejor parte del día. Decidió entregarse a los recuerdos.

—¿Sabes? Una vez Horace Greeley sorprendió al «Honesto Abe» haciendo trampas con los gastos de viaje que se conceden a los miembros del Congreso cuando retornan desde Washington a su ciudad natal.

—¿Haciendo trampas? —Aunque Seward sabía que su hijo era ferviente partidario de Seward, sabía también que no era inmune al hechizo del creciente mito de Lincoln. El mismo Seward hallaba difícil separar al político práctico, aunque evasivo y timorato, del icono nacional que tan cuidadosamente habían construido Lincoln y sus amigos antes de la convención de Chicago y durante sus reuniones: «Honesto Abe», el peón de raíles, nacido en una cabaña de troncos… Gracias al telégrafo y a la modernización del daguerrotipo, los agentes de Lincoln habían logrado imprimir una imagen indeleble en la conciencia del país. Incluso la famosa barba que Lincoln se había dejado crecer en el tren de Springfield a Washington era fruto de un cálculo deliberado y no, como había dicho Lincoln con tanta gracia como poca ingenuidad, de la carta de una niñita a la que gustaban las patillas. En realidad, esa carta se la habían enviado varios influyentes republicanos de NuevaYork, con la esperanza de que una barba le diese cierta dignidad, cualidad que echaban de menos en el extraño narrador de historias divertidas y no tan divertidas del Oeste. Y Lincoln se había dejado crecer la barba.

Seward acarició sus afeitadas mejillas. Él no cambiaría nunca; pero nunca le había faltado dignidad. Contó a su hijo la famosa acusación de Greeley.

—En el cuarenta y ocho, Greeley formó parte durante unos pocos meses de la Cámara de Representantes. Por ser Greely quien es, entró allí buscando problemas, y el primero que halló fue que la mayoría de los diputados aumentaban sus gastos de viaje. Entonces, ese apóstol de la virtud hizo algunas investigaciones y publicó los datos completos de quienes habían pedido demasiado por sus viajes, y allí estaba el diputado Lincoln pidiendo al gobierno casi el doble de lo que se le debía.

—¿Qué dijo a eso Lincoln?

Seward exhaló humo azul y, con el humo, se disipó el último resto de su dolor de cabeza.

—Dijo que Greeley había estimado el kilometraje por el camino más corto, la ruta del correo de Washington a Springfield, que casi nadie sigue, y no la ruta de los Grandes Lagos, que él empleaba. Recordó también a Greeley que la ley sólo exige «el camino más corriente», y ése era el que él había elegido. Es un hábil abogado, Mr. Lincoln. Aunque no un Andrew Jackson o un «Tippecanoe» Harrison, cuya cabaña de troncos tomó prestada para su campaña contra mí. —Seward hizo una pausa; podía sentir el pulso que latía rápidamente en sus sienes. No debía recordar esa campaña ni por un instante—. Greeley es el tonto más inteligente que he conocido nunca.

—Esperemos que Mr. Lincoln no lo meta en la cárcel también a él.

—Más probable es que ocurra lo contrario. El presidente le teme. Bennett también. No sé por qué.

—Por lo menos —dijo Frederick—, Mr. Lincoln ha hecho lo que debía con el New York Daily News. —En agosto, se había prohibido a ese inflamado periódico demócrata que usara el sistema postal del gobierno. El editor, hermano del alcalde secesionista de NuevaYork, había intentado transportar el periódico en los trenes expresos, pero el servicio secreto de Mr. Pinkerton lo había impedido rápidamente. Como resultado, el Daily News tuvo que suspender la publicación. En todas partes se estaban cerrando periódicos y encarcelando a sus directores. Seward no sólo apoyaba en esto al presidente, sino que incluso había ordenado personalmente la mayor parte de esos arrestos en su carácter de secretario de Estado, cuyos «poderes inherentes», como había dicho al divertido aunque nervioso presidente, nunca habían sido explorados por completo.

La estrategia de Seward consistía en retener a los directores de periódicos por un período indefinido; luego, sin acusarlos jamás de delito alguno, los dejaba en libertad para que no volvieran a pecar. Como, a petición del presidente, el Congreso había suspendido la Primera Enmienda y el habeas corpus, no había nada que la administración no pudiera hacer con sus poderes de guerra.

—Y ahora, ¿qué hará con el Herald? —preguntó Frederick.

—Nada —respondió Seward, mirando el reloj. Dentro de cinco minutos debía caminar hasta la Casa Blanca, donde habría una reunión de emergencia del gabinete—. Bennett es demasiado para él. Demasiado inteligente.

—A mí me parece vulnerable. Robar el mensaje presidencial al Congreso debe de estar en contra de alguna ley.

—Estoy de acuerdo. —Seward, con cierta tristeza, apagó la colilla del primer cigarro del día. Los siguientes serían buenos, pero no como el primero—. Sería muy embarazoso para un presidente admitir que es descuidado con sus documentos secretos hasta el punto de que una persona del Herald, u otra persona, pueda llevarse una copia. Su satánica Majestad no corre peligro. —Seward se puso de pie. También Frederick—. ¿Traes el dossier del Trent?

Frederick asintió.

—¿Cómo piensas que el Herald consiguió esa copia?

—Yo supongo —dijo Seward, que había reflexionado bastante al respecto— que Mrs. Lincoln se la dio a su amigo el Chevalier Wikoff, quien la entregó luego a su amigo Mr. Bennett.

—¿Y por qué haría ella una cosa así?

—Seward se encogió de hombros.

—Mrs. Lincoln está muy endeudada.

—Frederick estaba escandalizado.

—¿Quieres decir que se la vendió a Bennett?

—No quiero decir nada, hijo. Pero sospecho que algo así ha ocurrido. Aún no hemos oído el final de esta historia.

Cuando los Seward, padre e hijo, estaban a punto de entrar en la plaza Lafayette, la sonriente Rose Greenhow los saludó desde la ventana de su casa, donde estaban arrestadas desde agosto ella misma y varias otras señoras rebeldes. A Rose le encantaba fastidiar a Seward desde la ventana, sabiendo que era él quien había ordenado a Mr. Pinkerton que la arrestara.

Seward se quitó el sombrero y saludó cortésmente a la mujer prisionera.

—¡Qué tonta ha sido esa mujer —dijo a Frederick— al actuar tan abiertamente! Yo prefiero que mis espías sean, además de encantadoras, clandestinas.

Ambos cruzaron la avenida y se dirigieron a la Casa Blanca, que lo estaba tanto como el cielo helado, y mucho más que los montones de nieve acumulados desde fines de noviembre.

Románticamente, Seward pensó en Rose Greenhow, a cuyo marido había conocido en otros tiempos. Siempre le había agradado visitar esos salones iluminados y perfumados de rosa donde ahora una docena de muy irritadas damas sureñas estaban encerradas.

—¿Crees que Mrs. Greenhow es realmente una espía de la Confederación? —Con frecuencia, Frederick hallaba muy difícil leer la mente de su padre.

—Oh, sí. Pero me engañó durante largo tiempo. ¿Sabes?, a tal punto parecía una espía que no pensé que lo fuera. Rompí mi primera norma: la gente siempre es, sin excepción alguna, exactamente lo que parece.

Frederick sonrió.

—Entonces, ¿qué es Mr. Lincoln?

—El presidente —respondió Seward de inmediato—. Y un hombre bastante astuto. —Mientras los soldados los saludaban, el coche que traía a un meditabundo Chase pasó a su lado.

En las habitaciones privadas de la Casa Blanca, Mary ayudaba a Elizabeth a vestir a Tad. Por lo general, una persona era suficiente para esa tarea. Pero si el chico estaba más excitado que de costumbre, se requerían dos. Por razones que Mary no se permitía imaginar, Tad, de ocho años, no era todavía capaz de vestirse, leer ni escribir, a pesar de la gran pizarra y los libros escolares colocados en un extremo del salón y de una serie de preceptores. Willie estaba singularmente adelantado para su edad, y Tad muy retrasado. Mary había consultado médicos, pero en vano. Daban nombres en latín al defecto de dicción de Tad y a su excesiva energía, pero no podían explicar por qué un chico tan brillante hallaba tan dificil vestirse o aprender a leer. Por supuesto, ella comprendía cada palabra de Tad, y también Mr. Lincoln; pero otras personas, como le había dicho cruelmente la prima Lizzie, pensaban que graznaba como alguna especie de pájaro. «Papá querido», la expresión que reservaba para su padre —Mary sabía que estaba en segundo lugar, así como en el primero de Willie— sonaba como «Papáquido». Sin embargo, a pesar de sus deficiencias, Tad era increíblemente inventivo y organizado. Había instalado un circo en el techado de la Casa Blanca, y cobraba cinco céntimos la entrada. Instruía a los soldados. Le encantaba imitar a su padre, y con frecuencia se ponía sus gafas con aros de oro, para indignación de John Hay, que en una ocasión las estuvo buscando todo el día hasta que descubrió en el techo a Tad, rodeado de chicos, con las gafas y el sombrero de copa de su padre, cantando marchas de guerra.

—¡Quédate quieto! —gritó Elizabeth Keckley; y Tad, que rara vez o nunca había oído levantar la voz a esa mujer tan serena, dejó de sacudirse, curioso por averiguar de qué otros nuevos sonidos ella era capaz. Mary le soltó el brazo.

—¿Qué habrá hoy de comer? —preguntó Tad con urbanidad, como si no hubiese causado infinitos problemas a las dos mujeres.

—No comerás nada si sigues así. —Mary se alisó el peinador ante el polvoriento espejo, colgado sobre una mesa cubierta de cañones y soldados de juguete.

—¿Así? ¿Cómo? —Tad parecía un manso cordero.

—Espera y verás. Gracias, Lizzie. —Mientras Mary salía de la habitación, Lincoln apareció en la puerta del dormitorio, con el pelo en desorden y papeles en todos los bolsillos—. Eres todavía peor que Tad. —Le tironeó la solapa, una señal para que él bajara la cabeza, de modo que ella pudiera alisarle el pelo.

—¿Qué le ocurría a Tad?

—No nos dejaba que lo vistiéramos. —Mary volvió a anudar la corbata de Lincoln; intentó pero no pudo alisar el frac negro. Nicolay apareció en el extremo oficial del pasillo.

—El gabinete está reunido, señor.

—Muy bien. —Ausente, Lincoln se inclinó y besó a Mary en la cabeza. Luego siguió a Nicolay. Había veces, pensó Mary, en que recorría el camino a su despacho como un hombre que se acerca al patíbulo, con paso lento y deliberado, apenas levantando los pies, la cabeza adelantada, el rostro concentrado. En momentos así, ella hubiera deseado sinceramente que no estuvieran en la Casa Blanca. Los rumores acerca de las simpatías de Mary por la Confederación ya habían sido bastante malos; ahora la acusaban de vender al Herald el mensaje presidencial. Mary era suficientemente política para comprender que debía esperar cosas como ésas; también sabía que, así como Tad tenía sus defectos, ella tenía los propios, en especial el de gastar dinero. Había sobrepasado el presupuesto establecido por el Congreso para las mejoras de la Casa Blanca y, lo que era peor, no sabía con claridad a cuánto ascendían sus deudas porque, cada vez que le mencionaban cifras, sólo oía una especie de alarido, no muy distinto de su Migraña. Aunque el mayor French, el comisionado de edificios públicos, era su aliado, ni siquiera él podía hablarle de dólares sin que ella se aterrorizara. Mientras tanto, las visitas a Nueva York se habían tornado cada vez más alocadas. Los magnates de las grandes tiendas, como Alexander T. Stewart, la atendían personalmente, y ella compraba y compraba. Durante un año su crédito había parecido inagotable, pero ahora empezaban a llegar cuentas respetuosamente dirigidas a «la señora del presidente Lincoln». Pero así como no podía oír las cantidades, tampoco podía leerlas. Las cifras simplemente se convertían en borrones. Entregaba sus cuentas personales a Stoddard y las de la Casa Blanca al mayor French, con el ruego de que no dijeran nada a nadie. Estaba desesperada por dinero; no sabía cuánto. Avergonzada, se negaba a que su marido lo supiera.

En el Salón Oval, Mary empezó a ordenar los regalos de Navidad. Ahora que Lizzie Gormley había regresado a Springfield, no tenía con quién hablar, aparte de Elizabeth Keckley, quien no contaba, aunque era buena. Las cortinas nuevas de seda la alegraron un poco, así como la idea del baile triunfal que planeaba para febrero como celebración del fin de las mejoras de la Casa Blanca. Aunque sólo fuera eso, las generaciones futuras le agradecerían lo que había hecho en el que era, después de todo, el único palacio de la nación. Mientras disponía una guirnalda de acebo sobre el hogar de la chimenea, Mary se preguntó cómo habría logrado el Chevalier Wikoff robar el mensaje del presidente al Congreso.

En el otro extremo de la Casa Blanca, el tema de Wikoff no se mencionó durante la reunión del gabinete, aunque Seward hizo uno o dos chistes acerca de arrestar a James Gordon Bennett, y Lincoln rió sin gran entusiasmo, pensó Hay, que llevaba el acta. Hay estaba personalmente convencido de que Madam había recibido dinero del Herald, pero Nicolay creía que simplemente le había mostrado el mensaje. De todos modos, tanto Hay como Nicolay entendían que Wikoff era el verdadero culpable. Pero ¿qué se podía hacer? Debido a la celebridad de Wikoff como visitante habitual de la Casa Blanca, cualquier movimiento contra él arrojaría una sombra sobre el mismo trono.

El presidente se echó atrás en su silla, y fue al grano.

—El gabinete debería saber, me parece, que recientemente pedí a Mr. Seward una tarea y me impuse otra. Él debía poner por escrito todas las razones por las que debemos devolver a Inglaterra a los rebeldes capturados, y yo las existentes para retenerlos. Pues bien; él ha cumplido su tarea, y yo no he comenzado la mía, porque no se me ocurre ninguna razón urgente que justifique una guerra contra los ingleses en un momento en que, todos estamos de acuerdo, pienso —miró a Seward, cuyos labios gruesos formaban una sonrisa seráfica—, no podemos hacer más de una guerra a la vez. Por lo tanto, la opinión de Mr. Seward ha prevalecido en este asunto.

Hay admiraba la forma en que el Tycoon había calmado gradualmente a Seward, el abogado de la guerra mundial, hasta darle el papel de guardián de la paz con Inglaterra.

El mismo Seward tenía plena conciencia de lo que Lincoln estaba haciendo; pero él sabía lo que Lincoln ignoraba; que él ni por un momento había querido la guerra contra los ingleses; que prefería claramente revelarse al mundo como el hombre de la paz, a pesar del clamor de la prensa y también de sus numerosos votantes católicos irlandeses. Entonces Seward procedió a leer el documento oficial que proponía un arbitraje entre las dos potencias y, entre tanto, el alegre, como calificaba con cierta ligereza, retorno de los comisionados rebeldes.

Cuando Seward terminó, Lincoln indicó a Chase, el segundo en rango de los miembros del gabinete, que expusiera su opinión. En general, Chase había sentido alivio ante el enfoque de Seward.

—Doy mi aprobación —dijo al final de su concienzudo análisis del asunto— a las conclusiones a que ha llegado el secretario de Estado. —Chase se sintió obligado a agregar—: Aunque para mí es hiel y vinagre entregar a esos rebeldes, debemos demostrar al mundo que para dar su justo castigo a unos rebeldes, jamás cometeremos ni siquiera un… error técnico que pueda afectar a los neutrales. —Muy bien dicho, pensó Chase, feliz por haber reprimido su ceceo, que había temido mientras veía formarse las palabras en su mente.

El gabinete no discutió mucho el asunto. Nadie estaba complacido. Lincoln hizo el resumen final:

—Es una píldora dificil de tragar. Da la impresión de que tememos a Inglaterra, lo que es verdad, aunque sólo en este momento complicado. De todos modos, calculo que su pequeño triunfo durará poco, porque cuando termine esta guerra tendremos una flota superior a la británica, y el mundo será un lugar distinto. Pero no puedo decir que me haga feliz este curso de acción que estamos obligados a seguir. —Lincoln se volvió a Carneron, que miraba al vacío, perdido en su mundo habitual de contratos y comisiones—. Mr. Cameron, quiero que ponga en libertad a los rebeldes antes de Año Nuevo y que los envíe a Inglaterra.

Hubo un largo silencio en la sala del gabinete. Para confusión de todos, era evidente que el secretario de Guerra no había oído al presidente. Cameron advirtió entonces que todos los ojos estaban clavados en él.

—Lo siento —dijo—, creo que me he perdido algo.

Lincoln repitió la orden. Cameron asintió.

—Muy bien, si eso es lo que usted quiere, será complacido.

Como si hubiera concluido un negocio con un legislador de Harrisburg, Seward suspiró. Al comienzo de la administración, Cameron había sido su propia creación. Ahora, en realidad, Seward alternaba con Chase la secretaría de Guerra, de hecho aunque no de derecho, situación que en modo alguno perturbaba a Cameron, siempre atareado con sus innumerables anzuelos. Pero esta venturosa situación tocaba a su fin. Poco antes, en el curso de una reunión en el despacho de Scott, Lincoln se había vuelto a Cameron.

—¿Cuántos hombres —preguntó entonces el presidente— tenernos en las proximidades de la ciudad de Washington?

—No estoy seguro. —Cameron no estaba desconcertado—. Supongo que en alguna parte debe de haber una lista.

Luego el presidente se dirigió al comandante del ejército del Potomac, a quien la prensa de la nación llamaba ahora Joven Napoleón, aunque no había ganado ninguna batalla importante.

—¿General McClellan?

—No dispongo de esas cifras, Su Excelencia. Por supuesto, puedo darle las del ejército del Potomac. Pero no el resto. Con cierta sorpresa, Lincoln miró al general Scott.

—Usted es el general en jefe…

—Sí, señor. Soy el general en jefe. —Los ojos enrojecidos del anciano estaban clavados en McClellan—. Pero no se me dan informaciones.

En ese momento, deseoso no sólo de ser útil sino también de evitar una escena, Seward había destruido de un solo golpe todo el poder que había conquistado en la secretaría de Guerra.

—Aquí tengo las cifras —dijo, mostrando el pequeño cuaderno de notas que llevaba siempre consigo. Mientras leía, Seward comprendió, demasiado tarde, la inmensidad de su error. El rostro de Lincoln parecía moldeado en bronce, en tanto que la frente angosta del bien parecido McClellan estaba tan arrugada, que entre sus cejas rectas y espesas y el brillante pelo castaño rojizo casi no quedaba espacio. Sólo Cameron estaba impasible.

Cuando Seward terminó, Winfield Scott se puso de pie sin ayuda.

—Ésta es una situación extraordinaria —dijo en voz tonante—. Yo estoy al mando de los ejércitos de Estados Unidos, pero no he logrado obtener un informe preciso sobre nuestras fuerzas reales. Y aquí está el secretario de Estado, un civil por quien tengo gran respeto. —El anciano miró con dureza a Seward, que hizo todo lo posible por parecer sereno, aunque sobre todo respetuoso. ¿Acaso no había inventado él al candidato presidencial Scott? ¿Acaso no le había escrito los discursos, acaso no lo había gobernado?—. Pero él no es militar, ni persona versada en asuntos militares, aunque posee gran capacidad. Y sin embargo, este civil conoce hechos que a mí se me ocultan. —Como una arcaica y misteriosa máquina de guerra, Scott giró para enfrentarse a Cameron, cuyos ojos astutos contemplaban un candelabro. Seward advirtió que sudaba. Miró a Lincoln fugazmente, y vio que ese cuerpo casi siempre inquieto estaba desusadamente inmóvil en su silla. Mientras tanto, la gran máquina giraba ahora hacia el presidente, que empezó a ponerse de pie como un chico que no ha estudiado a quien el maestro interroga—. Señor presidente, ¿debo pedir al secretario de Estado la información indispensable para cumplir mis obligaciones?

Lincoln se volvió hacia Seward, que dijo:

—General, yo simplemente reúno este tipo de información porque me interesa. Me gusta saber qué regimientos han llegado y cuáles han partido…

Scott habló por encima de Seward.

—Trabaja usted duramente. —La furia del anciano se marchitaba—. Pero yo no sabía la cantidad total. Si usted puede obtener información precisa de ese modo, los rebeldes también pueden. Y yo no. —Sólo entonces comprendió Seward que Scott sabía desde el comienzo que había sido McClellan quien le había suministrado esas cifras, suponiendo, con todo acierto, que de todos los funcionarios de la administración, sin excluir al presidente, sólo Seward había sido capaz de tomar, o se había visto obligado a tomar, las riendas del poder. Esas riendas acababan de cortarse.

El último daño que hizo Scott a la nación fue romper el equipo de Seward y McClellan, que a Seward le parecía un seguro ganador. El anciano se volvió a McClellan, que rápidamente metió la mano dentro de su chaqueta como Napoleón. ¿Acaso no era el Joven Napoleón? Pero entonces, ante el verdadero héroe de las guerras de la república, McClellan volvió a sacar la mano.

—Usted ha sido llamado aquí por consejo mío —dijo Scott—. Estos momentos exigen vigilancia y actividad. Yo no soy activo ni volveré a serlo. Cuando propuse que viniera usted aquí para ayudarme, no para reemplazarme, tenía usted mi amistad y mi confianza. —El general Scott hizo una pausa, y luego murmuró—: Todavía conserva mi confianza. —Con esa frase, el anciano abandonó la habitación, algo que su sentido del protocolo jamás le habría permitido hacer sin la venia del presidente.

El 3 de noviembre a las cuatro y media de la mañana, el general Winfield Scott había salido de Washington por la estación de Baltimore, camino a Europa. Ahora McClellan era general en jefe, además de comandante del ejército del Potomac.

—Puedo hacer las dos cosas —le había dicho al presidente.

Pero ahora, pensó Seward mientras miraba a su antiguo protegido Cameron, todo había cambiado. McClellan ya no miraba a Seward como el jefe natural del gobierno; en realidad, a nadie miraba así, tan grande era su vanidad juvenil. Y mientras tanto, Cameron había hecho una inesperada alianza con Chase y con los republicanos más radicalizados del Congreso. Carneron había apoyado el alistamiento en el ejército de los antiguos esclavos liberados por la Unión. Lincoln se había enfadado tanto con Cameron como le había ocurrido en septiembre con el general Frémont, quien, no contento con declarar la ley marcial en Missouri, había anunciado que confiscaría las propiedades de todos los secesionistas e incluso sus esclavos, que serían liberados. Esto había encantado a los abolicionistas, pero había llevado a Lincoln a declarar con angustia a Seward:

—Ésta es una guerra por una gran idea nacional, la Unión, y ahora Frémont trata de meter a la fuerza a los negros en ella. —Lincoln anuló la proclama del general, a quien relevó de su cargo, ganándose la enemistad de los republicanos radicales del Congreso.

Lincoln se puso de pie. La reunión había terminado. Mientras Chase se despedía del presidente, esperaba poder salir de la habitación antes de que Cameron pudiera acorralarlo.

—Vendrá a casa por Año Nuevo, ¿verdad? —dijo, amable, el presidente—. ¿Con sus dos hermosas hijas? —Lincoln miró a Chase, con una vaga sonrisa. El alma misma de la cortesía y la protección, pensó Chase, lleno de caridad cristiana en el aniversario del milagroso nacimiento de Cristo.

—Oh, sí, señor. Mis hijas esperan ansiosamente pasar esa noche con usted, y con Mrs. Lincoln, como yo mismo. —Chase logró estropear todas las eses de la frase, pero no se preocupó. Aunque nunca estaba exactamente cómodo con Lincoln, tampoco sentía nunca la menor tensión en su presencia. Chase también tenía conciencia del profundo respeto que hacia él sentía Lincoln, quien lo consideraba un hombre educado, con experiencia de toda la vida en el reino de la alta politica—. A propósito, sospecho que los banqueros no nos darán su ayuda para el pago en especie del próximo empréstito, y creo que deberíamos planear seriamente la emisión de nuestros propios billetes del gobierno…

—Mr. Chase —Lincoln hizo una cómica mueca—, permítame usted que hoy, entre todos los días, medite en cinco cosas tristes, y no en seis. Sea usted piadoso.

Chase inclinó la cabeza.

—Hoy, nuestro santo y seña será «Paz en el Potomac». —Ése había sido el parte diario en todos los periódicos desde que McClellan había asumido el mando del ejército.

El presidente suspiró.

—Como todos sabemos, el general McClellan es un gran ingeniero, pero a veces pienso que su especialidad son las máquinas inmóviles.

Chase sonrió y dijo «buenos días». Él le era fiel, desde un principio, a McDowell. Pero después de Bull Run, McDowell había sido reemplazado por McClellan, de treinta y cuatro años, que había mantenido dentro de la Unión una serie de condados de Virginia que ahora llevaban el nombre de Virginia del Oeste. McClellan era considerado un perfecto soldado moderno; se había educado en Europa como McDowell, pero además había estado en la guerra de Crimea. Después había dejado el ejército para ser jefe de ingenieros y vicepresidente del Illinois Central Railroad, y había apoyado para el Senado al consejero del ferrocarril Douglas, y no a Lincoln. McClellan era demócrata, lo que agradaba a Lincoln, pero no a Chase. Lincoln tendía a halagar a los demócratas favorables a la Unión a expensas de los leales abolicionistas republicanos. McClellan acababa de ser elegido presidente del Ohio and Mississippi Railroad cuando fue llamado a las filas, y a la gloria.

McClellan se había apoderado por asalto de Washington y del país, e incluso de Chase. Era joven y bien parecido, aunque algo bajo y grueso, y seguro de sí hasta el punto —Chase no podía evitar el pensamiento— del orgullo desmesurado. Pero en cosa de meses había convertido una masa asustada de hombres en un formidable ejército moderno. Incluso Mr. Russell, del Times, habría elogiado su nivel de preparación. Chase jamás había imaginado qué visión tremenda podía ser la revista de un ejército bien adiestrado de cien mil hombres. Pero el general McClellan amaba tanto a su ejército, y era tan amado por él, que hasta ahora no había habido un sólo enfrentamiento militar, si se exceptuaba una escaramuza en un pueblo próximo de Virginia, Bull’s Bluff, que había perdido la Unión dejando muerto en el campo a uno de los viejos amigos de Illinois del presidente, el exsenador Edward C. Baker. Se decía que Lincoln había llorado incontrolablemente al oír la noticia. A Chase no le parecía probable. A pesar del encanto y la astucia del presidente, Chase pensaba que era, en el fondo, un hombre inesperadamente duro, que jamás lloraría por nadie ni por nada, salvo, quizá, por la falta de poder.

Mientras Chase salía al pasillo, Cameron lo tomó del brazo y lo alejó de los demás.

—Gobernador —la voz de Cameron era baja, susurrante, conspiradora—, todos los generales están con nosotros. Frémont, que necesariamente recibirá otro mando. Hunter. Ben Butler, quien declara propiedad federal a cada negro que liberamos, para poder confiscarlo. Antes de eso, los llama contrabando…

—Lo sé. Lo sé. —Chase odiaba oír cosas que ya sabía; así transcurrían casi todos los días, escuchando cortésmente a personas que le explicaban la tarea del secretario del Tesoro.

—No ignora usted, pienso, qué gran éxito fue mi viaje al Norte el mes pasado. «Libertad a los esclavos», grité. «Armad a los esclavos». Y el público enloquecía. —Con una mano inesperadamente poderosa, Cameron retuvo a Chase en la gran escalera; luego lo ayudó a descender, como si fuera una anciana.

—Ciertamente, sería mi deseo —dijo Chase—. Pero soy el único miembro del gabinete que lo desea, aparte, naturalmente, de usted. —Chase apenas podía creer que él mismo y esa personificación de la corruptela política americana estuvieran hablando tan íntimamente. Debe de ser un sueño, pensó cuando elViejo Edward los recibió al pie de la escalera. Cameron susurró al oído de Chase:

—Tenemos a Sumner, a toda la comisión de guerra, a los grandes generales…

—Sí, sí —dijo Chase—. Supongo que lo veré aquí el día de Año Nuevo.

—Hace mucho frío, señor —dijo el Viejo Edward mientras acompañaba a Chase al pórtico, donde una hilera de coches con caballos humeantes aguardaba a las eminencias.

—Y el otoño ha sido muy hermoso —dijo Chase con nostalgia. Era verdad. Nunca había habido un otoño tan seco. Nunca se había visto un tiempo tan adecuado para enviar un ejército directamente hasta Richmond. Nunca se había tenido una oportunidad tan rara como la perdida por el Joven Napoleón.

Mientras Chase se alejaba de la Casa Blanca, una criada hacía pasar al Chevalier Wikoff al salón de Bettie Duvall, en la calle Diecisiete. De vez en cuando, de modo casual, se encontraban en las casas donde se reunían personas de diversa condición. Habían sido presentados por la viuda Greenhow, a quien el Chevalier ya conocía. Miss Duvall le había parecido sencilla de aspecto, pero de estilo encantador, particularmente a causa de sus osados arranques secesionistas. Después del arresto domiciliario de Rose Greenhow, en agosto, había llegado a conocer aún mejor a Miss Duvall. Ambos se gustaban. Era natural porque, en cierto sentido, los dos se dedicaban al mismo negocio.

Miss Duvall recibió al Chevalier en un salón excesivamente amueblado y calentado. La tía de Miss Duvall no estaba presente. Pero jamás lo estaba. Miss Duvall entraba y salía a su antojo. Se decía que tenía dinero propio. Se decía que tenía un amante en el ejército de la Confederación.

—Es un placer, Chevalier.

—Estaba en camino a… la otra casa —dijo él delicadamente, indicando el ángulo de la Casa Blanca visible por la ventana cubierta de escarcha— y se me ocurrió pasar a saludar.

Miss Duvall pidió el té. Ambos se sentaron ante el fuego de carbón.

—Me alegra que se haya atrevido a venir. Los hombres de Mr. Pinkerton me vigilan mañana, tarde y noche. Supongo que cualquier día terminaré en el fuerte Greenhow.

Wikoff dijo gravemente:

—Ruego porque siga usted en libertad, Miss Duvall.

—Es una plegaria generosa, Chevalier. ¿Significa que es usted secretamente secesionista?

——Pas moi. —Wikoff recordó que Miss Duvall, a pesar de su nombre, no hablaba francés, como hacía, en cambio, la protectora del Chevalier, la reina republicana. Ese epíteto de Wikoff se había difundido por todo el país, y ahora tanto la prensa amistosa como la hostil lo utilizaban, para desagrado del presidente y regocijo de Mrs. Lincoln. Por fortuna, ninguno de ambos sospechaba que Wikoff era el autor. Desde el comienzo, Bennett había aceptado que Wikoff no firmara nunca sus despachos; de ese modo podía ser, a la vez, el devoto cavaliere servente de Mrs. Lincoln y el agente de Mr. Bennett en la Casa Blanca.

—Yo soy simplemente —dijo Wikoff— un amigo de los Lincoln. Particularmente, admiro a Mrs. Lincoln. Siempre le he dicho a Mrs. Greenhow que era una lástima que no fuera a la Casa Blanca… cuando podía. Habría encontrado muchas coincidencias con Mrs. Lincoln.

Miss Duvall fue sardónica.

—Si es cierto lo que dicen los periódicos acerca de la lealtad de Mrs. Lincoln a nuestro país natal, estoy segura de que todos nuestros corazones latirían como uno solo. Pero, en ese caso, tanto más razonable sería que Rose y yo nos mantuviéramos alejadas, para no comprometerla. Comprenderá usted, señor, que yo soy famosa por mis simpatías manifiestas.

Wikoff alzó una mano, como para bendecirla.

—Miss Duvall, es usted muy admirada por su valor y su franqueza. No me sorprendería si el mismo presidente la considerara una valiosa posibilidad para mantener, por así decirlo, una línea de comunicación con los reb… los confederados.

Miss Duvall examinó el interior de la tetera de plata para ver en qué estado se encontraba la infusión.

—Bueno, si estuviera ansioso por utilizarme… yo me sentiría feliz de ser útil… Puede usted decirle cuánto le agradecería si pidiera al servicio secreto de Mr. Pinkerton que dejara de mirar por la ventana y registrar mi escritorio cuando no hay nadie en casa. Nosotros, los espías, nunca dejamos pruebas diseminadas.

—No sé muy bien cómo podría decirle eso, pero haré lo posible si tengo una oportunidad. —Wikoff estaba algo incómodo. No sabía que la casa estaba vigilada. Pero de todos modos el embajador de James Gordon Bennett debería estar por encima de toda sospecha—. En realidad, la persona adecuada para hablar del servicio secreto es el general McClellan. Aparentemente, Mr. Pinkerton trabajaba en el Illinois Center Railroad, como el general. Sea como sea, el servicio secreto informa ahora directamente a nuestro Joven Napoleón y no a la Casa Blanca.

—A quienquiera que informen sus hombres, nos están vigilando, y especialmente hoy.

—¿Por qué hoy?

—Porque acabamos de ganar una gran victoria. —Miss Duvall añadió agua caliente a la tetera—. Mr. Lincoln ha cedido. Ha permitido que nuestros comisionados continúen su viaje a Londres. Si yo fuera valiente de verdad, le ofrecería champán para festejarlo. Pero no quiero ir al fuerte Greenhow precisamente ahora. De modo que tendremos en cambio té… y libertad. Y a Propósito: ¿cómo puedo saber que no es usted un espía enviado aquí para atraparme?

Wikoff hizo un gesto de modestia.

—Prácticamente soy un extranjero. Es poco probable que Mr. Pinkerton confíe en mí. Además, no la he alentado a comprometerse sirviendo champán.

—Es verdad. —Miss Duvall sirvió el té; y el Chevalier declaró su finalidad.

—Quiero —dijo— ir a Richmond.

Con un golpecito seco, Miss Duvall apoyó el platillo en una mesa incrustada de nácar.

—¿Por qué?

—Quiero escribir una especie de… carta de paz para el New York Herald.

—¿Qué es una carta de paz?

—Eso mismo. Como usted sabe, Mr. Bennett está contra la guerra. Además, se inclina hacia el Sur.

—Pero sin ir muy lejos. Y aún no ha ido a la cárcel por sus principios. ¿Cuántos periódicos ha cerrado Mr. Lincoln? —La sonrisa de Miss Duvall no desapareció mientras sus labios finos se apretaban, y la nariz curvada imitaba más que nunca el pico de un cuervo.

—Quizás una docena. Pero creo que más bien son los generales y Mr. Seward quienes cierran las imprentas y arrestan a los directores. Tengo la impresión, aunque podría ser errónea, de que Mr. Lincoln pasa gran parte de su tiempo sacando de la cárcel a los enemigos políticos de Mr. Seward. Y además, esto es la guerra, Miss Duvall.

—Una guerra que sus generales no se atreven a empeñar.

—Oh, querida Miss Duvall, no son mis generales. Yo no tomo partido. No soy republicano, demócrata, confederado ni unionista. He vivido demasiado tiempo en el extranjero. Si algo soy, es bonapartista. Pero sea como sea, Mr. Bennett y yo no queremos que esta guerra sea más sangrienta de lo que ya ha sido. Por eso pensamos que si yo pudiera llegar de alguna manera a Richmond, podría enviar una carta de paz al Herald, mostrando la Confederación a una luz favorable, y formidable, y mencionando los términos en que el Sur estaría dispuesto a negociar la paz, términos aceptables para el presidente Davis y para… Mr. Bennett, si no Mr. Lincoln. Debo decirle que en julio Mrs. Greenhow dijo que trataría de ayudarme a pasar. Pero luego fue arrestada.

Bettie Duvall miró un instante el fuego. El Chevalier se miró las manos blandas y blancas.

—Tendré que… hablar con amigos —dijo finalmente Miss Duvall, mientras la criada aparecía en la puerta.

—Es el chico de Thompson, señora.

—Oh, entrégale la receta, ¿quieres? Está arriba, en el… —Pero Miss Duvall se puso de pie—. Será mejor que hable yo con él. —Wikoff también estaba de pie, y ella le indicó que volviera a sentarse—. Regreso en un momento. —Bettie Duvall pasó al vestíbulo, donde estaba David, temblando a pesar de su pesado y flamante abrigo del ejército de la Unión, apenas adaptado, que había comprado discretamente, a mitad de precio, a un furriel del ejército.

—¿Querías verme? —Desde el arresto de Mrs. Greenhow, Miss Duvall había enviado en dos o tres ocasiones a David a cumplir misteriosas comisiones. Como ella no se atrevía a dejarse ver hablando con él en la farmacia, habían convenido que si ella ponía cierto jarrón en la ventana, él llamaría a su puerta mientras repartía medicamentos en la vecindad.

—Si. Pero ya no. Es demasiado tarde.

—¿Para qué?

—La semana próxima Mrs. Greenhow y todas las demás señoras serán trasladadas a la vieja prisión del Capitolio.

David silbó; luego sonrió.

—Les dará bastante trabajo a los federales.

—Me imagino que sí —dijo Bettie Duvall—. Pero será más fácil llegar hasta ella allí que aquí, con todo el mundo vigilando. Ten cuidado —agregó, mientras volvía al salón.

—No te preocupes. Nadie me dedica la menor atención. —Era verdad, pensó amargamente cuando salía a la calle. A pesar del abrigo nuevo, el día le parecía ártico, aunque, para un verdadero sureño, el invierno nunca es una sorpresa desagradable.

David giró a la izquierda por la avenida de Pennsylvania. En la plaza Lafayette se detuvo a mirar al presidente y a su joven y elegante secretario, Mr. Hay, cuyos bigotes eran ahora más largos y sedosos que los suyos. Por supuesto, Mr. Hay era por lo menos cuatro años mayor. Los dos hombres, uno alto y delgado, otro bajo y esbelto, parecían dos palos negros sobre la nieve. Caminaban deprisa hacia la casa de Mr. Seward. Como siempre, hablaban animadamente; como siempre, no había guardias a la vista, excepto el soldado de caballería en la esquina de la calle Dieciséis, que saludó, alzando vivamente el sable, e hizo que el presidente levantara su sombrero de copa, de seda. Luego los dos hombres entraron en la Old Club House.

Miss Duvall y el Chevalier Wikoff también habían contemplado esta escena familiar.

—Qué fácil —dijo pensativa la muchacha— sería matarlo…

—Él dice lo mismo, y por eso no quiere salir con guardia.

—Mrs. Lincoln vive aterrorizada. Él es indiferente, o eso es lo que afirma.

—Y además está seguro. —Miss Duvall retornó al salón—. Del gobierno confederado, por lo menos. Jamás harían una cosa así. Y después de todo, ¿para qué serviría? El verdadero poder es Mr. Seward…

—Entonces, ¡maten a Mr. Seward! —El Chevalier estaba lleno de animación.

—Sería tentador, sin duda. —También Miss Duvall estaba llena de animación—. Por desgracia, el asesinato es aborrecible para el presidente Davis y para todo lo que él… que nosotros defendemos. Por ahora los tiranos están seguros. ¿Fue usted quien entregó al Herald el mensaje presidencial?

Wikoff no se inmutó ante ese brusco ataque.

—Así como el asesinato es aborrecible para el presidente Davis, el robo lo es para mí, querida Miss Duvall. —Entonces, ¿cómo es posible que hayan llegado a sospechar de usted, Chevalier?

Wikoff besó realmente la mano que se le ofrecía, y no sus propios dedos.

—En toda corte, Miss Duvall, hay favoritos, y se me considera uno de ellos en esta corte. Y también hay personas excesivamente locuaces. Espero no ser una, excepto cuando alabo el brillo de nuestra reina republicana. Y finalmente, en toda corte hay gente que envidia a los favoritos… Querida Miss Duvall, ya conoce usted el mundo.

—Algo mejor desde que lo he conocido a usted, Chevalier. —Miss Duvall hizo una gran reverencia burlona—. Vuelva dentro de una semana —agregó en voz baja—. Tendré alguna respuesta de Richmond.

Felizmente, ni Seward ni Lincoln tenían la menor idea de lo que se tramaba en la cercana calle Diecisiete. El presidente estaba tendido en un sofá con las piernas colgando sobre el brazo; las piernas eran tan largas que los pies descansaban en el suelo, en tanto que Seward estaba formalmente sentado ante el gran escritorio que había usado en los días —dichosos, pensaba él ahora— en que era gobernador de Nueva York. John Hay y Frederick Seward habían sido enviados al salón adjunto, «a jugar» como había dicho jovialmente Seward.

—¿Qué debo escribir a la reina de Inglaterra, gobernador? Seward estaba preparado. Había escrito el borrador de una carta de pésame a la reina Victoria, cuyo marido, el príncipe Alberto, había muerto la víspera, tornando menos desagradable para los americanos la respuesta del gobierno británico al asunto Trent. Seward leyó la carta en su voz especial episcopaliana. Le alegró que Lincoln pareciera complacido.

—Envíela mañana, gobernador, y la copiaré.

—El príncipe Alberto era el mejor, y ni siquiera un político. Supongo que ya ha visto cómo tratan los periódicos de hoy nuestra digna solución del asunto Trent. —Seward no podía casi creer que Lincoln fuera tan indiferente a los periódicos como afirmaba, excepto los dirigidos por Mr. Bennett y Mr. Greeley.

—Sí, he visto algunos. Los chicos me los leyeron. Parecería que los periódicos sureños están encantados, pero Mr. Bennett y Mr. Greeley sienten asco y tristeza. —El presidente colocó un cojín debajo de su cabeza. Seward se había preguntado si no debía tener a mano unas pantuflas para que Lincoln gozara de todas las comodidades del hogar en la Old Club House. Ciertamente, el presidente tendía a ponerse cómodo, tanto allí como en el Departamento de Guerra. Seward se preguntaba si Lincoln ponía los pies en el escritorio en el despacho de Chase. Aunque lo dudaba, no era posible estar seguro con ese hombre tan curiosamente llano que solía hablar como si se limitara a enumerar las ideas que discurrían por su mente mientras pasaban. Aunque Seward pensaba, simultáneamente, que Lincoln jamás decía nada que no quisiera decir.

—He estado estudiando el arte de la guerra —dijo el presidente, con los ojos entornados—. Casi todos los días envío a John a la Biblioteca del Congreso a buscar libros que encuentro citados en mis lecturas. Hay veces en que realmente pienso que quizás esté dotado, ya que la guerra no es demasiado diferente de la política…

—«La continuación de la política por otros medios» —citó Seward, o parafraseó, porque no tenía la certeza absoluta de que ésa fuera la frase exacta. La había encontrado a menudo en los periódicos ingleses.

Lincoln asintió.

—Clausewitz —dijo, pronunciando deliberada y correctamente cada sílaba—. O como se llame. John me lo traduce. El alemán de John es excelente. De todos modos, no veo por qué no podemos hacer la prueba, a modo de colaboración, por supuesto. Respeto a McClellan, porque, sea cual sea el genio secreto que tenga o no tenga yo para la estrategia, se queda corto por uno o dos kilómetros de la capacidad que él tiene para entrenar y aprovisionar un ejército. Pero, en lo esencial, nuestro Joven Napoleón es un ingeniero, así como nosotros somos abogados. Ahora bien: los ingenieros tienen sus aplicaciones, pero me pregunto si se cuenta entre ellas dirigir una enorme y compleja guerra moderna.

Seward dejaba caer anillos de humo sobre el humeante fuego de leña.

—Yo creo que es capaz de hacerlo.

—También yo lo creo. Si no fuera así… —Lincoln estiró sus largas piernas, extendidas ahora sobre el sofá en ángulo de ciento ochenta grados. Mientras se estiraba hubo una cantidad de chasquidos. Seward constató, complacido, que el presidente compartía al menos una de sus propias aflicciones: la artritis—. Pero de vez en cuando me inquieta su resistencia a emplear ese maravilloso, y maravillosamente caro, ejército que le hemos dado.

—Es posible que tenga demasiado que hacer. Después de todo, debe cumplir la tarea de Scott, aparte de la propia. Es mucho para cualquier hombre.

—Es curioso —dijo Lincoln—. Siempre he creído que el general Scott estaba en lo cierto. Esta guerra sólo se puede ganar en el Oeste. Si tomamos Richmond, ¿qué tendremos? Una parte de Virginia. Pero si cortamos en dos a los rebeldes, no tendrán país. Virginia quedará separada de su maíz y de su cerdo. La clave es el Mississippi. Por eso quiero que construyamos un ferrocarril de Lexington a Knoxville.

—No creo que el Congreso se lo permita.

—Entonces debemos buscar una forma de convencerlos. O hacerlo nosotros directamente, con nuestros…

—Con sus poderes inherentes.

Lincoln asintió.

—Tennessee del Este es pro Unión, es decir que los rebeldes retienen ese territorio por la fuerza. El senador Johnson jura que, con la más mínima ayuda que les demos, la gente de allá expulsará hasta el último rebelde del estado.

—Pero McClellan tiene la mayor parte del ejército aquí, en el Potomac. El general Halleck no tiene medios.

—Usted recordará las últimas palabras oficiales que me dijo el general Scott: «Nombre general en jefe a Halleck». Pero McClellan quería el cargo y lo obtuvo. Y Halleck parecía el hombre ideal para tornar el sitio de Frémont en el Oeste.

—Donde tampoco hace nada.

—Por lo menos no ha liberado a todos los esclavos del distrito. —Lincoln movió la cabeza—. Nunca he conocido a un necio tan sutil, tan calculador, tan completo como Frémont.

—Pero debe usted admitir que se ha hecho irresistible para todos los abolicionistas del país, lo que significa que es popular en la comisión de guerra.

—Por otra parte, gobernador, no es irresistible para mí —dijo suavemente Lincoln—. Si yo hubiera dejado su orden en pie, habríamos perdido Kentucky, Tennessee del Este y Missouri… —Lincoln se distrajo. ¿Cómo, se preguntó Seward, y no por primera vez, funcionaba la mente de ese hombre?—. Usted sabe, cuando ordené a Frémont que cancelara la orden, me envió a su esposa. —Seward lo sabía, por supuesto; todo el mundo lo sabía. Pero no dijo nada, curioso y deseando oír la parte de Lincoln de esa historia—. Pero quizá no sepa esto —Lincoln cerró los ojos—: Cuando llegué a la legislatura de Illinois, fui elegido, más o menos, por el sufragio femenino. Esto no era lo más popular en esa parte del mundo.

—No lo es en ninguna parte del mundo, gracias a Dios.

—Pues bien, Mrs. Frémont llega muy tarde por la noche, en el tren del Oeste, y me amenaza con un levantamiento contra el gobierno, encabezado por los Frémont y sus amigos radicales. «Es usted una verdadera política», le dije con toda amabilidad; pero ella se puso más enfadada que una gallina mojada y le dijo a todo el mundo ¡qué yo la había amenazado! —Lincoln suspiró—. ¿Acaso no es posible que el sufragio femenino no sea la solución de todos los problemas humanos?

Ambos hombres callaron. Desde la calle llegaba la voz de los negros que cantaban himnos navideños. Seward buscó monedas en su bolsillo. Era la costumbre de Washington —se lo había dicho su oficioso secretario a cargo del protocolo, eso que Lincoln llamaba «pluma s y guantes blancos»— dar solamente un dólar a cada uno de los numerosos grupos de cantantes que iban de casa en casa celebrando el nacimiento del Señor.

—He dado al general McClellan el fruto de mis últimas lecturas. Incluso tracé un plan para que él utilice nuestro ejército en un ataque, a la vez frontal y por el flanco, contra Manassas, pero… —Lincoln se interrumpió.

—Le respondió que él tenía un plan mejor, que ejecutaría antes de fin de mes.

—¡Exactamente! —Lincoln se volvió y apoyó los pies en el suelo—. ¿Le ha dicho cuál es ese plan mejor? Seward movió la cabeza.

—No. No confia en mí desde ese día infortunado en que sólo yo parecía saber cuántos hombres teníamos en servicio en el ejército.

—Sí, fue un día muy infortunado. Perdimos al general Scott.

—Yo sólo quería ser útil, como siempre. Tengo la impreSión —los ojos de Seward se llenaron bruscamente de lágrimas; una inesperada corriente de aire helado había impulsado bruscamente hacia sus ojos el humo de su propio cigarro— de que confía en Mr. Chase.

—Quizá. —Lincoln era siempre neutral en las rivalidades entre miembros del gabinete.

—También Mr. Cameron me ha abandonado y se ha acercado a Mr. Chase.

—Debería sentir alivio. —Lincoln frotó el dorso de una mano contra sus ojos pequeños y profundamente hundidos, como para borrar toda idea de Cameron—. Considero el nombramiento de Cameron como la cosa más… desgraciada que he hecho o he tenido que hacer en la vida.

—Pero ¿no fue así como obtuvo usted su designación? —Seward mantuvo su voz en el tono más banal.

—No —dijo Lincoln—, no fue así como obtuve mi designación, aunque eso es lo que dice la gente, y por tanto lo que importa. En realidad, el juez Davis tiene toda la responsabilidad de nuestra alianza con Cameron, así como tengo yo toda la culpa por haber cumplido un acuerdo en que no había participado. De todos modos, es preciso sacarlo pronto del Departamento de Guerra. ¿Qué es lo que él ambiciona?

—La llave del Tesoro.

—Se la daré apenas haya cambiado todas las cerraduras. ¿Qué más?

—Trataré de averiguarlo. Creo que debería enviarlo usted a algún lugar lejano…

—¿Hacerlo embajador en Francia?

—No. No tiene las llaves adecuadas para eso. Yo pensaba más bien… en Rusia.

Lincoln rugió de risa.

—Ah, gobernador, ¡eso es una maravilla! ¡Cameron en Rusia!

—Una verdadera inspiración. Me lo imagino, con su cara blanca, en mitad de toda la nieve que hay allí, tratando de venderle al pobre zar papeles mojados. Bueno, eso le toca a usted: es su Departamento. Trate de despejarle el camino.

—Ya he hablado algo con el barón Stoeckl, que no se opone con demasiada energía. Si ahora puedo convencer a Mr. Chase de que todo ha sido idea suya, el resto será fácil.

Lincoln se inclinó hacia delante y tomó una manzana de una gran fuente de plata; era, para Seward, un objeto nutritivo rudimentario que no le atraía demasiado pero, como Lincoln era adicto a toda clase de frutas, Seward tenía la fuente llena para las visitas presidenciales. Como de costumbre, Lincoln rodeó con el índice y el pulgar el ecuador de la manzana y luego, sin duda en honor del nuevo embajador en Rusia, mordió el Polo Norte de la manzana. Mientras masticaba, lenta y metódicamente, como un caballo, dijo:

—Bates me llevó aparte esta mañana, después de la reunión del gabinete, y dijo que yo soy demasiado desorganizado. Debo tener, dice, edecanes militares que oigan lo que digo, se ocupen de que se cumpla, me mantengan informado, y así sucesivamente.

—Bueno, creo que un hombre no puede equivocarse en todo.

—De todos los ministros del gabinete, Bates era el que más odiaba Seward después de Blair y Welles.

—¿Sabe cómo me llamaba Bates? —Seward movió la cabeza con asombro—. Mentiroso sin principios. Y yo soy uno de los hombres más cargados de principios de nuestra política.

Lincoln sonrió. El humor de Seward, aun teniendo en cuenta los matices regionales, no era muy distinto del suyo propio.

—Y como es usted un hombre inteligente, jamás dice una mentira en realidad. Los hombres inteligentes nunca deben hacerlo. —Lincoln depositó el corazón de la manzana; entrelazó los dedos por detrás de la cabeza; estiró su espalda—. Y eso me recuerda a aquel rico de Lexington, Kentucky, que viajaba por todo el inundo con su propio criado blanco. Ahora bien, el rico era un tremendo embustero, y lo sabía; y el criado lo sabía y todo el mundo en Lexington lo sabía. Y una vez, cuando ambos vuelven de un viaje, el rico le dice al criado: «Quiero que esta noche, durante la cena, se siente a mi lado; y si exagero demasiado, me toque el pie con el suyo debajo de la mesa». Y durante la cena el rico empezó a describir una pirámide de Egipto que, según dijo, «estaba hecha de oro». El criado le dio un golpecito en el zapato. «¿Y qué altura tiene?», pregunta alguien. «Más o menos dos kilómetros», dice el rico. Y mientras el pie del criado cae violentamente sobre el suyo, otra persona pregunta cuánto tiene de ancho la pirámide y el rico dice: «Como un pie».

La risa, era obvio, reanimaba a Lincoln. También actuó como un desafio sobre Seward, que no era mal narrador de historias de Nueva York. Se contaron historias mutuamente hasta que, con los costados doloridos y los pulmones sin aliento, Seward se puso de pie, abrió la puerta y dijo:

—Vengan, jóvenes. —Los jóvenes hicieron lo que se les pedía.

A Hay le complacía oír la risa de Lincoln. En los últimos tiempos no había habido mucho de qué reír. Por más reservas que tuviera Hay acerca de Seward, y eran muchas, sabía que ese hombre pequeño y brillante podía aliviar la mente de Lincoln, cosa que no podía hacer Chase, quien sólo aumentaba la tristeza fundamental del presidente.

—Señor, le he escrito un soneto —dijo Hay a Seward.

—Pero John, todavía faltan seis semanas para el día de San Valentín.

—Hoy es el día en que se ha evitado una guerra con los ingleses, y ése es mi tema.

Como el Tycoon y Seward insistieron en que Hay leyera su soneto, lo hizo, en voz clara, y recibió grandes elogios.

—Lo guardaré con todo cuidado —dijo Seward, metiendo el poema en el bolsillo—. No me sorprendería que nuestro Johnny fuera un día un poeta famoso.

Luego Seward pidió champán.

—Es Navidad, después de todo. —Seward ofreció una copa al presidente, que la aceptó, para sorpresa de Hay; y cuando Seward propuso un brindis por la Unión, Lincoln la vació.

—Creo —dijo, mientras dejaba la copa— que tengo suficiente champán para el resto del año…

—Que concluirá dentro de seis días. Una eternidad para mí. ¿Nunca ha bebido, señor presidente?

Lincoln alisó primero su pelo y luego su chaqueta.

—Gobernador, soy un producto de los bosques de Kentucky hace cuarenta años. No creo que en parte alguna del mundo bebieran como allí los hombres, las mujeres, incluso los niños. —Lincoln parecía bruscamente ensombrecido a la luz fluctuante del fuego—. Por supuesto, probé el whisky, como cualquier otro muchacho. Pero no pude soportar el efecto que causaba sobre mi mente, que era todo lo que yo tenía en el mundo. Ustedes saben, sólo fui un año a la escuela, y como decíamos entonces, de a pedacitos: ahora un mes, más tarde una semana. Y cuando vi lo que hacía la bebida a tantos de mis amigos, me dije no, esto no es para mí. De modo que excepto por la copa de champán que alguien me ofrece amablemente una vez por año, no bebo más que el desierto africano. Pero no tiene mérito mi abstinencia, porque realmente no me gusta el alcohol.

—¿Oyes, hijo? —Seward se dirigió a Frederick con fingida ferocidad—. ¡Si tan sólo hicieras como tu presidente!

—Me han enseñado que debo imitar en todo a mi padre —dijo Frederick, mientras servía champán para él mismo y para Hay.

—«Cuánto más agudo que el diente de la serpiente…» —empezó a decir Seward; luego se interrumpió y preguntó a Lincoln, con curiosidad—: ¿Nunca perteneció a la Liga de Templanza?

Lincoln rió.

—No. Nunca impongo nada a los demás en estos asuntos.

—Es un alivio. —El premier estaba de excelente humor, y alegraba a Hay que hubiese logrado apartar al Anciano de sus preocupaciones por un rato. Cuando Lincoln dijo, finalmente, que era hora de marcharse, los Seward, padre e hijo, los acompañaron hasta la puerta. Mientras Lincoln y Hay regresaban a la Casa Blanca, pasaron entre un grupo de cantores negros que, para gran diversión de Lincoln, no lo reconocieron. Solemnemente, les dio todas las monedas que había en los bolsillos de Hay. Hay nunca había visto que el Tycoon llevara dinero.