Por una vez, David Herold prefería la oscura trastienda de la farmacia al vivaz y gregario salón de despacho. El calor era especialmente insoportable, más de agosto que de julio. Aunque David sudaba también en la habitación sin ventanas, al menos se ahorraba la contemplación del broncíneo brillo solar que tornaba ondulantes los jardines de la plaza Lafayette, como la superficie de un estanque después del brusco salto de una rana. Durante toda la mañana, en mangas de camisa, había pensado en frescos estanques, ranas, ríos veloces, peces, bosques sombríos, mientras preparaba recetas, con la corbata floja, el cuello abierto y la camisa pegada a la espalda.
—¡David! —La llamada de Mr. Thompson no fue bien recibida. Pero David secó su cara con una toalla y acudió. La dura luz de las ventanas llenó sus ojos de lágrimas. Se preguntó si aún le quedaba agua en el cuerpo. Anhelaba con desesperación un vaso de cerveza. Era un misterio: Mr. Thompson jamás transpiraba. Retenía sus líquidos. Los días más calurosos, como ése, el rostro pálido se tornaba levemente rosado, y eso era todo. Mr. Thompson llevaba como siempre su chaqueta de lino—. David, lleva esto —entregó un paquete a David— a casa de Mrs. Greenhow.
—¿Aquí mismo? —A David le molestó que lo llamaran de su oscuro cubil para llevar un medicamento a unos metros de distancia, en la calle Dieciséis—. ¿Y dónde está la criada de Mrs. Greenhow?
—No sé dónde está la criada, ni me importa. —Así llegó el calor al usualmente ecuánime y seco Mr. Thompson—. Pero me han pedido que lleves esta quinina de inmediato. Tiene escalofríos de fiebre.
Sin una palabra, todavía en mangas de camisa, David tomó el paquete y salió al resplandor del mediodía. La calle estaba desierta; aparentemente, no circulaban tranvías. Más tarde, por supuesto, habría movimiento de tropas. Todos los días venían de la estación por la avenida. Miles y miles de jóvenes con uniformes azules que les sentaban mal y parecían demasiado abrigados para el calor del Sur; en cualquier momento se iniciaría la largamente esperada «Marcha a Richmond». Mr. Surratt no creía que los yanquis fueran muy lejos, aunque tampoco él iría muy lejos. En efecto, era obvio que Mr. Surratt sólo haría un nuevo viaje, para abandonar el mundo. Ya no atravesaba el Puente Largo. De vez en cuando pedía a David que cumpliera alguna comisión. Pero ninguna había sido muy interesante, al menos para David.
Mrs. Greenhow vivía frente a la iglesia de St. John, y al lado de la casa del secretario de Estado, a quien se había visto a veces entrar o salir de la casa de esa casta viuda.
Rose Greenhow era una bella y morena sureña de algo más de cuarenta años y muy relacionada con los círculos superiores de la vieja Washington. Era la bisnieta de Dolley Madison, y la tía de Mrs. Stephen Douglas. Aunque se suponía que Mrs. Greenhow estaba de duelo por una hija que había muerto poco antes, recibía ocasionalmente visitantes, entre ellos el gobernador Seward, de quien sospechaban los contertulios de la farmacia que mantenía relaciones con ella. Mrs. Greenhow había estado muy cerca del presidente Buchanan y su sobrina, y también de Jefferson Davis y su esposa. De las numerosas señoras secesionistas de Washington, era la única que procuraba llevarse bien con la administración actual y recibía en su casa a algunos potentados republicanos.
Para sorpresa de David, la criada de Mrs. Greenhow abrió la puerta. Con brusco enojo, puso el paquete en las manos de la mujer de color.
—Tome —dijo—. De la farmacia Thompson. Debo regresar.
—Pase —dijo una voz suave pero clara desde el salón—. Por favor.
David entró al salón donde Mrs. Greenhow estaba en un sofá. La habitación, de alto cielo raso, estaba fresca porque las persianas difuminaban el sol, y gasas rojas se interponían entre el salón principal y el del fondo, tornando rosa la luz, y también a la dueña de la casa, Rose. Había un gran piano de palo de rosa contra una pared y flotaba en el aire la fragancia de las rosas; David se sentía más consciente que nunca de su sudor en presencia de esa mujer delgada y de pelo negro que le indicaba una silla al lado del sofá, como un médico que recibe a un paciente, pensó él.
—Querrá usted un poco de limonada —dijo ella; no ignoraba que él había perdido y continuaba perdiendo agua—. ¡Theresa! ¡Limonada! —Alzó levemente la voz, y la bajó enseguida.
—Debo irme, señora —dijo él, sin moverse.
—Quédese un momento. Lamento haberlo obligado a salir en un día como éste. Pero quería conocerlo.
David no podía dar crédito a sus oídos. ¿Por qué esa aristocrática señora querría conocer a un preparador de recetas que poseía, eso sí, unos hermosos bigotes flamantes, pero ninguna otra cosa que lo recomendara? Una visión de la viuda del Astillero vino y, con cierta culpabilidad, se fue. Si Mrs.
Greenhow quería compañía masculina joven, había miles de oficiales federales bien nacidos en la ciudad, ansiosos de complacerla. David estaba tan sumido en la contemplación de los motivos de Mrs. Greenhow que no respondió, verbalmente, a esa sorprendente afirmación. Simplemente la miró, mientras advertía la plenitud de su pecho debajo del encaje blanco, un material tan delicado que creyó vislumbrar… David miraba y se ruborizaba al mismo tiempo, y el silencio de la habitación rugía en sus oídos.
Pero Mrs. Greenhow no reparó en su confusión.
—Quería conocerlo —repitió— porque Mr. Surratt me habló muy bien de usted, y como trabaja prácticamente al lado de mi casa, me dije que debíamos ser amigos, en estos tiempos dificiles. —Mrs. Greenhow le sonrió. Cuarenta años por lo menos, pero aún tenía aspecto juvenil. No había arrugas en esa piel de camelia. David resolvió que ni siquiera querría un jamón.
Con un esfuerzo David se controló.
—No sabía que conocía usted a Mr. Surratt. —La voz de David se quebró como la de un adolescente en mitad de la frase. Se sentía como un tonto. Carraspeó ruidosamente y se irguió en su silla—. Pero sí que está a favor del Sur, aunque ve a todos esos yanquis.
Mrs. Greenhow rió.
—Estos días veo a todo el mundo. La mayoría de mis amigos se han marchado al Sur. Entonces, si no viera a mis amigos… yanquis… no vería a nadie. Por supuesto, aún estoy de medio luto por mi hija. De modo que realmente sólo veo a algunos viejos amigos como Mr. Seward…
David asintió.
—Lo he visto venir aquí.
—Tiene usted muy buena vista. —La mujer de color les llevó limonada. Mrs. Greenhow habló del tiempo hasta que estuvieron solos de nuevo.
—Mr. Herold, creo que puede usted ayudarme.
—¿A usted, Mrs. Greenhow? —David apuró su vaso de limonada con un largo trago poco elegante.
—A mí, realmente, no, Mr. Herold. A la Confederación. Envío a Richmond la información que me proporcionan, de vez en cuando, mis amigos yanquis.
David se sorprendió.
—¿Ellos le dan información?
Mrs. Greenhow asintió.
—Sin saberlo, naturalmente, a veces dejan escapar algo que nos interesa. Y a veces ha habido en el cuarto de vestir una cartera que ha sido… examinada mientras yo servía el té. Por ejemplo, tengo, o tenía, el mapa del avance previsto por el general McDowell. También sé el día y hora en que entrará enVirgima.
David estaba en el colmo de la excitación.
—¿Y cómo logra enviar esas cosas al otro lado?
—El mapa está ya en manos del general Beauregard. Pero ese mensaje, en particular… Mrs. Greenhow se interrumpió y sorbió su limonada.
—¿Quiere usted que yo se lo lleve al general Beauregard? Era el momento con que David soñaba. Cabalgaría en lo más profundo de la noche a través de los bosques de Virginia, habitados por los búhos. Pero no. Mrs. Greenhow pensaba utilizarlo de otro modo.
—Me temo que esto es demasiado importante para entregarlo a una persona en quien confío pero que, en realidad, no conozco.
—Una docena de veces he atravesado el Puente Largo para Mr. Surratt. Tengo un pase militar y…
—Quizás en otra ocasión. Ya tengo un correo aguardando. A propósito, convendría que supiera usted que me vigilan constantemente.
—¿A usted? ¿A una amiga de Mr. Seward y del senador Wilson y de…?
—Por eso me vigilan. Porque toda esa gente me visita todavía. Mis simpatías son bien conocidas. No así mis actividades. Espero. Ha llegado un tal Mr. Pinkerton, de Chicago. Es, dicen, un detective, y el Departamento de Guerra le ha dado una cantidad de agentes que vigilan a las mujeres peligrosas como yo. De modo que debo tener cuidado acerca de a quién veo y adónde voy. Afortunadamente, el preparador de recetas de la farmacia Thompson puede venir siempre aquí a traer un medicamento. Y siempre puede servir a nuestro país sin despertar sospechas.
—Eso dijo exactamente Mr. Surratt cuando le conté que pensaba ir al Sur a alistarme en el ejército de la Confederación.
En algunas ocasiones, a David le gustaba una buena mentira.
—Eso es lo que querría cualquier joven valiente. Pero lo que usted puede hacer por nosotros es mucho más valioso. Créame. —Mrs. Greenhow hundió su larga mano blanca en el escote y retiró un trocito de papel no mayor que un terrón de azúcar. Se lo dio a David, que no sabía si debía o no leerlo, y por lo tanto lo leyó. Eran seis palabras sin sentido.
—Está en código —dijo Mrs. Greenhow—. Mi marido se entretenía inventando códigos. Era traductor del Departamento de Estado. Y yo aprendí de él. Le dará esto a cierta joven de Georgetown. —Mrs. Greenhow se levantó del sofá y se dirigió a un secreter, donde escribió unas pocas palabras en un papel—. Le dirá que yo lo he enviado. Ella lo estará esperando. Sabrá qué hacer. —Ahora Mrs. Greenhow estaba tan cerca que David podía oler su perfume de rosas; esperó que ella no pudiera olerlo a él—. Aquí están su nombre y dirección. La casa no está lejos del Puente de Cadenas. Ella le espera, esta tarde, a las seis y media.
Cuando David tomó el papel, observó que tenía la misma estatura que Mrs. Greenhow. Ahora que la limonada había restaurado su nivel normal de humedad, sentía deseo. Hubiera podido afirmar que también lo sentía Mrs. Greenhow. Ella le dedicó una sonrisa luminosa, como la sonrisa de la Virgen en el muro de la habitación de Mr. Surratt; luego le tomó la mano con la suya, fresca y suave como la seda; y lo guió hasta la puerta principal, donde susurró:
—Si la muchacha recibe el mensaje sin inconvenientes, pase por delante de esta casa mañana a mediodía. Estaré en la ventana. Así lo sabré.
—¿No podré entrar? —se quejó David.
—No debemos vernos demasiado a menudo. Excepto —sonrió— si hay una crisis… en mi salud o en la de mi hija, Little Rose, y entonces necesitamos medicamentos. —Le apretó la mano; pero antes de que él pudiera devolverle el apretón, ella de algún modo lo había dejado afuera.
El calor lo dejó sin respiración. El brillo le obligó a cerrar los ojos. Veía puntitos de luz debajo de los párpados. Luego los abrió y miró si había algún detective espiando. Pero no había nadie a la vista excepto el infalible jinete a la sombra de St. John’s. A causa de los constantes movimientos de tropas, había un soldado de caballería custodiando todas las esquinas de la ciudad, al tiempo que dirigía el tránsito y obligaba a los coches a hacerse a un lado si pasaban tropas. Un campamento, pensó David, mientras retornaba a la calle Quince. Un campamento secretamente invadido por enemigos como la elegante Mrs. Greenhow…, como él mismo. Era una guerra de verdad, y ellos eran espías de verdad. Oh, eso era vivir, vivir de verdad.
Eso era realmente la guerra, pensaba Chase, mientras el coche que los llevaba a él y a Kate subía al pórtico principal de Arlington House, desde donde el general McDowell mandaba el ejército del Potomac, un ejército que acampaba en los jardines que habían pertenecido a la familia del general Washington y ahora —o hasta hacía pocos meses— formaban parte de la casa de campo de Robert E. Lee.
—Hace fresco aquí —dijo Kate—, o al menos más fresco. —Alzó su sombrilla mientras salía del coche, ayudada por el asistente del general.
Un viejo negro de ojos lechosos los saludó.
—Yo estaba aquí cuando el general Washington venía a visitar a sus parientes, los Eustis. Fui criado de los Eustis durante sesenta años. —La fina voz había dicho tantas veces esas mismas palabras a tantos visitantes que ya habían perdido todo su significado para quien las emitía. Pero el negro conservaba la mayor parte de sus dientes y hablaba con claridad—. Muchas veces vi al general. Me llamaba por mi nombre, Josephus. —El anciano se interrumpió bruscamente; luego sonrió, se inclinó y extendió la mano.
—Bastará con una moneda —dijo el asistente—. Está bastante sordo —añadió. Chase dio una moneda al hombre. Luego subieron las escaleras del pórtico; en la parte superior, se detuvieron y contemplaron, al sudeste, el Capitolio en su colina, y la fea grúa que se erguía hacia el cielo en el vacío circular donde debería estar el domo. La ciudad parecía bailar entre las olas de calor.
—El general está comiendo. ¿Comerán ustedes con él? No sabía con seguridad a qué hora llegarían, de modo que empezó.
—Está muy bien, capitán…
—Sanford, señor.
—Mi hija, Miss Chase.
Sanford miró a Kate con fascinación, o con lo que a Chase le parecía fascinación. Las últimas gafas de Franklin tenían el hábito de borrar el centro de su campo visual mientras hacían demasiado vívida la periferia. En suma, prefería su miopía habitual, que se parecía a tratar de ver debajo del agua, donde todo era nublado e impreciso hasta que estaba a pocos pasos; entonces, todos los detalles se aclaraban. Sabía que, en gran medida, su reputación de hombre distante consistía sencillamente en que no veía bien.
Pero Chase podía distinguir el centro de mando del ejército del Potomac, que consistía en cuatro tiendas situadas al lado de la mansión. Los asistentes llevaban despachos deprisa de una tienda a otra. Las tropas recibían instrucción en las terrazas inferiores. Se herraban caballos en la herrería vecina. El general estaba solo ante una larga mesa, comiendo una sandía entera.
Cuando los Chase se acercaron, el general McDowell se puso de pie. Secó sus labios. Se inclinó ante Kate; la saludó en francés. Se inclinó ante Chase y le dijo:
—Comerán conmigo. Como pueden ver, nuestros horarios son un verdadero desorden.
Los Chase ya habían comido, pero ambos aceptaron una tajada de una nueva sandía. Chase no hubiera creído posible que un hombre pudiera dar cuenta de una sandía íntegra después, presumiblemente, de una copiosa comida. Mientras estaban sentados ante la mesa, a la sombra de una enorme encina, el general comía, recibía a sus asistentes, daba órdenes y atendía a sus invitados.
Chase miró el terreno verde azulado donde los hombres practicaban orden cerrado; a sus ojos el efecto general era el de un grupo de pececillos en un arroyo fangoso.
—Sus hombres parecen en buena forma —aventuró.
—Oh, lo están. Pero, aunque eso los capacita —McDowell, con el índice derecho, arrojó diestramente las semillas a la hierba, a sus pies— como hombres, no los capacita como soldados. Acabo de ver al corresponsal del Times de Londres, ¿cómo se llama? ¿Uno muy famoso?
—Mr. Russell —dijo Kate—, ¿qué piensa de él?
—Lo que importa es lo que él piensa de mí. —McDowell firmó una orden que el capitán Sanford había colocado delante de él—. Ha estado presente en todas las grandes batallas de los últimos doce años. Me puso nervioso mirando por encima de mi hombro. ¿Comprende, Miss Chase, que soy el primer oficial americano que mandará, en el campo de batalla, un ejército de treinta mil hombres?
—Pero, sin duda, tres mil o treinta mil… —empezó Chase—. No es lo mismo —dijo McDowell gravemente—. Nuestra así llamada guerra de México era algo muy pequeño. Una especie de escaramuza india. Por eso mis oficiales no tienen experiencia moderna. Ni la tengo yo. «Sus regimientos no pueden siquiera hacer bien una evolución de brigada».
—McDowell imitó con tal precisión a Russell que Kate se echó a reír, y Chase sonrió, a pesar de su creciente pánico: ¿Podía fracasar el ejército de la Unión? Nunca lo había pensado seriamente. Pero si el ejército de la Unión no triunfaba, él jamás podría vender a la par sus bonos cinco veinte.
—Pues bien, señor, Mr. Russell tiene razón. Los hombres no están preparados ni por asomo. Oh, sí, el presidente me dice que los rebeldes también son bisoños. Pero están en su propio terreno. Somos nosotros quienes debemos atacar. Ellos pueden defenderse como los indios, y muy bien. Y nosotros debemos combatir como si ésta fuera la guerra de Crimea, una guerra moderna. Y hay algo peor —mientras McDowell bajaba la voz, Chase y Kate se inclinaron para oír—: no tengo un buen mapa de Virginia.
—Chase nada dijo. Kate abrió su sombrilla; luego la cerró. Hubo una larga pausa mientras los tres estudiaban los restos de la sandía de McDowell. Por fin, Chase dijo:
—Parecía usted confiado cuando nos presentó su plan el otro día.
—No era mi plan, Mr. Chase. Yo me ocupé de los detalles, por supuesto. Y tengo toda la responsabilidad. Yo soy el general al mando. Pero siempre he estado de acuerdo con el general Scott en que debíamos esperar hasta el otoño.
—Si no era su plan, general, ¿de quién era?
McDowell apartó la montaña de verdes cáscaras de sandía que había acumulado en su plato. Chase se preguntó cómo un hombre que comía tanto podía no ser grueso.
—El plan, señor, era del presidente.
Chase se asombró.
—Pero él dijo que era de usted…
—No, señor. No dijo eso en ningún momento. Sí ha dicho que debemos utilizar las tropas antes de que terminen los alistamientos por tres meses. Y muchos terminarán el veinte de julio. Y es sensible a la prensa. A todo ese «Adelante, hacia Richmond» de Horace Greeley. —McDowell apretó la mandíbula—. Me gustaría enviarlo a él a Richmond. Ese hombre se equivoca siempre.
—Acerca de la abolición tiene razón. —Chase aún no podía determinar con exactitud quién había hecho qué—. ¿Ha sido Mr. Lincoln quien lo ha puesto en esta situación?
—No, señor. No es así como se hacen las cosas. El presidente dijo al general Scott que el país no podía esperar. Entonces, el general Scott me pidió que trazara el plan de la invasión de Virginia, al tiempo que adiestramos treinta mil hombres para salir en ocho semanas.
—¿Tiene derecho? —dijo Kate con dureza.
—¿Tiene derecho quién? —Chase ahuyentó a una avispa con su pañuelo.
—Mr. Lincoln. Después de todo, no es un militar, para decir lo menos…
—Es el comandante en jefe —dijo Chase, sombrío.
—Tiene todo el derecho —dijo McDowell—. Y también toda la responsabilidad. No lo envidio. Aprenderá, por supuesto. Pero sospecho que también nosotros aprenderemos muchas cosas que nunca hemos sabido. Por el momento, es un político que juega al soldado, con hombres reales que también juegan a ser soldados, pero nada saben de este tipo de campaña.
—Pero usted ha estudiado en París… —empezó Kate.
—Estudié estrategia, Miss Kate. No guerra.
En ese punto, el niño gobernador de Rhode Island caminó hacia ellos, con la pluma amarilla brillando como una redundante llamarada al sol, y los quevedos suspendidos del cuello por un cordón.
—General McDowell —Sprague saludó al general, que estaba ahora de pie—, he oído decir que marchará usted sobre Richmond. Quiero ir con usted. —Sprague se volvió hacia Chase, a quien no reconoció. Es tan ciego como yo, pensó Chase—. Señor, soy el gobernador Sprague. De Rhode Island.
—Yo soy Chase, exgobernador de Ohio. Mi hija Kate…
—Oh —dijo Sprague, mientras ponía los quevedos sobre su nariz y pasaba de jefe militar a jefe de cajeros—. Oh, es usted. Y usted —agregó, mirando a Kate.
Kate sonrió.
—Eso debe significar, entonces, que éste es también usted —exclamó ella.
—Sí —dijo Sprague, volviéndose a McDowell—. He venido directamente de Providence a la Casa Blanca. No sé qué ha pasado con mi nombramiento. Pero dicen que puedo ir con usted.
—Será un honor, gobernador. Un gran honor. Puede venir con su propio regimiento de Rhode Island.
—¿Con quién vendría, si no fuera así? ¿Cuándo partirá? Chase intervino.
—Eso es todavía un secreto de estado, gobernador.
—Normalmente los leo en el New York Herald. —Sprague se sentó al lado de McDowell y comió algunas fresas de un cesto de mimbre. El zumo tiñó sus labios de un rojo de muchacha, pensó Chase, preguntándose qué pensaba realmente Kate de ese potencial consorte. No había hablado de Sprague después de salir con él a cabalgar en el bosque, poco antes de que el gobernador retornara a Providence. Chase tenía la impresión de que se habían escrito, pero no era su estilo hacer preguntas. Cuando ella quisiera hablar, lo haría.
Mientras las avispas ayudaban al gobernador niño a comer los restos de las fresas, se habló de cómo los periódicos conocían a veces toda clase de secretos que no habrían debido conocer, y menos publicar, cuando en general no tenían el menor interés por los acontecimientos.
—Lo que parece acomodarse a los prejuicios de los lectores: eso es lo que se publica —dijo Chase.
McDowell estaba de acuerdo.
—Imagine usted lo que debemos afrontar ahora los militares. Gracias al telégrafo, los periodistas pueden hacer conocer nuestros secretos en todo el mundo, incluso en mitad de una batalla.
—Estoy seguro de que el presidente lo impedirá —dijo Chase.
—¿Crees que es bastante fuerte para combatir a la vez contra Mr. Greeley y Mr. Bennett? —Kate movió la cabeza—. Le espantan.
—Yo —dijo Sprague, mirando fijamente a Kate— los fusilaría.
—También yo, Mr. Sprague —dijo Kate—. Somos, en esto, como una sola persona.
Chase sonrió benignamente. El capitán Sanford entregó al general McDowell una pila de órdenes. El general estaba de pie.
—Debo inventar una estrategia —dijo.
—¿Puedo ayudar? —Sprague parecía muy marcial.
—A su tiempo, gobernador. —McDowell miró con tristeza las cáscaras de la vasta sandía que había devorado—. Debo decir que esto ha sido muy agradable. —Luego saludó a sus huéspedes y caminó por el césped demasiado crecido hasta la segunda de las cuatro pequeñas tiendas. Chase pensó, con emoción, que a sus pies estaba el cuartel general del ejército del Potomac, el mayor ejército americano que se había reunido nunca. Pero sintió angustia al ver una compañía de infantes que marchaba mal, incluso para sus ojos civiles, junto a la mesa. El teniente que los mandaba era una enorme bestia rubia de cara roja, que gritaba órdenes en alemán.
Kate parpadeó.
—¿Tenemos un ejército alemán, padre?
—Así parecería.
Sprague volvió a poner en su sitio los quevedos y contempló a los hombres sudorosos.
—Han perdido el paso —dijo—. Necesitan instrucción. ¡Y miren esos rifles! Hay que limpiarlos todos. Esto no es un ejército.
A Chase no le agradó oír por segunda vez la expresión de tal sentimiento un día tan próximo a la marcha contra Richmond, que, según predecía su amigo Sumner, caería en cosa de días.
—Bueno —dijo Chase—, los hesianos pelearon bien durante la revolución.
—Para los ingleses —dijo Kate, desplegando su sombrilla en toda su gloria verde y naranja—, que perdieron.
—Los hesianos, ¿son alemanes? —Sprague estaba bien erguido.
—Profundamente alemanes —respondió Kate—. Deme su brazo, gobernador. Y acompáñenos a nuestro coche.
A paso lento, Chase siguió a la joven pareja; disfrutaba del fresco de Arlington Heights. Y le impresionaba el inmenso despliegue militar que lo rodeaba; o lo que podía ver de él, que era casi exclusivamente el color: las tiendas blancas, grises y castañas contra el verde de la hierba y el verde más oscuro de los bosques. Las tropas en instrucción por todas partes. Los caballos que se herraban y almohazaban, abrevaban y alimentaban. La artillería pulida hasta que el bronce era un espejo. Respiró hondo. Se estaba acostumbrando a los acres olores de un ejército: a sudor, humano y equino, a la cera de las sillas, a petróleo, a pólvora quemada, todo esto mezclado en un aroma no desagradable e incluso excitante dedicado a Marte. Pero evocar esa deidad pagana devolvió a Chase su sentido cristiano. Con culpabilidad, pensó en el amor cristiano, y se dijo murmurando el último verso de la primera epístola de san Juan. Mientras tanto, se preguntaba si el general McDowell habría decidido ya el día en que había de comenzar el avance hacia Richmond.
Naturalmente, el general McDowell ya había determinado la fecha, y la había postergado un par de veces, debido a la escasa preparación de sus tropas. Ahora el día, la hora y el camino elegido estaban codificados en un trocito de papel que llevaba David Herold.
Mr. Thompson se había negado a permitir que David saliera temprano, pero la idea de insolación había terminado por excitar al Esculapio que hay siempre en el corazón de un farmacéutico. David fue obligado a beber varios jarabes, ingerir una cantidad de sales, y volver directamente a su casa. En cambio, David tomó en la calle Doce el tranvía hacia Georgetown.
El cielo estaba violeta detrás de la Casa Blanca, que parecía más bien de plomo a la luz que moría. En el Departamento de Guerra había una muchedumbre de oficiales en la acera, discutiendo animadamente. Incluso ellos parecían saber que la guerra estaba, por fin, a punto de comenzar.
Al final de la línea, donde se acababan bruscamente las casas de ladrillo rojo de la vieja Georgetown, David descendió del tranvía. La calle era la llamada Upper River Road, paralela al canal universalmente detestado. La River Road a secas corría entre el canal y la costa del río. Afortunadamente, el canal no estaba tan sucio allí como en el centro de la ciudad.
A lo largo de la calle había cabañas sin pintar. Allí vivían los negros; sus hijos jugaban en todas partes, sobre el suelo de tierra. Era día de colada, y de cuerdas atadas a los árboles colgaban ropas como banderas. Precisamente cuando David reconoció la casita de madera que era su destino —«Tres sauces en el patio, tan enormes y románticos», había dicho Mrs. Greenhow, «que no podrá dejar de verlos»—, un destacamento de caballería brotó estruendosamente de la nada, obligando a David a apartarse de un salto y a caer sobre una morera. Dejó escapar un silencioso juramento, con el corazón palpitante, mientras los soldados desaparecían en la curva que ocultaba el Puente de Cadenas. Cuando David se puso de pie y ordenó sus ropas, advirtió a la media luz las sangrientas manchas de las moras en sus pantalones de lino, y volvió a jurar, esta vez en alta voz.
Bettie Duvall no era mayor que él, ni tampoco más bonita, pensó, con tristeza, cuando la muchacha delgada y flexible lo invitó a entrar en el salón de la casa de madera; una única lámpara iluminaba una habitación que parecía mitad amueblada o mitad desamueblada. Era esto último.
—Es la casa de mi tía —dijo la chica—. Todavía está aquí. Arriba. Pero el resto…, mi tío y todos los demás, se han ido al Sur.
—¿También tú irás?
—Oh, sí.
—¿Cuándo? Bettie.
Duvall sonrió.
—Más o menos dentro de una hora. —Ya tenía en su poder el mensaje de Mrs. Greenhow, escondido entre su denso pelo negro—. Gracias a ti. Gracias a Rose Greenhow. Gracias a Mr. Lincoln. Atravesaré el Puente de Cadenas a las ocho en punto.
—¿Te quedarás en Virginia? —David se preguntó si no debía acompañarla. Si ella hubiera tenido en alguna parte la más leve insinuación de una curva, habría insistido en hacerlo. Pero por desgracia, Bettie parecía un cuervo muy inteligente y hasta gracioso; los cuervos no eran del agrado de David.
—No, volveré. Mientras pueda ser útil, me quedaré en Washington. —Pronunció el nombre de la ciudad como hacían los verdaderos ciudadanos, «Washnone».
—Como yo —dijo David, sintiéndose en cierta medida heroico. El viento tibio agitó la única cortina de la ventana, y el olor de las madreselvas se tornó abrumador.
—Como tú. Con suerte, estaré en Fairfax antes de medianoche.
—¿Con el general Beauregard?
Bettie Duvall se limitó a sonreír.
—¿Cómo pasarás a Virginia? —David sentía curiosidad.
—Quiero decir, yo tengo un pase militar porque trabajo en la farmacia, pero tú…
—Una chica inocente del campo no necesita un pase. Me vestiré como… una chica inocente del campo y me reuniré con unos granjeros de verdad que conozco, dos familias que traen hortalizas a Washington, y viajaré con ellos, entre lechugas y melones.
—¿Ellos te llevarán a Fairfax?
Bettie Duvall rió, y empezó a mover la cabeza. Luego lo pensó mejor; recordó la importancia de lo que llevaba escondido en el pelo.
—Me darán un caballo, y galoparé toda la noche. Una vez cabalgué dos días y una noche sin detenerme; tenían un caballo descansado para mí en cada cruce.
David se preguntó si algo tan excitante podía ser verdad. Pero no se le permitió meditar largo tiempo en aquella habitación fragante a madreselvas, donde un millón de insectos atacaban la llama de la única lámpara y se quemaban en ella.
—Debo marcharme. Te doy las gracias. La Confederación te da las gracias. Ruega por mí esta noche.
—¿Cuándo crees que empezará el combate? —David se detuvo en la puerta.
La muchacha se llevó la mano al pelo. Sonrió.
—Cuando hagan fuego los cañones de Centerville y Manassas, sabrás que habrá empezado; y oirás los cañones todo el camino hasta la farmacia de Thompson porque, cuando se dispare un cañón entre estas colinas, el estrépito dará la vuelta al mundo, te lo aseguro.
El estrépito de los portazos sucesivos despertó a Mary Todd Lincoln, en su cama de madera labrada. Por un momento permaneció inmóvil, ni dormida ni despierta, preguntándose quién golpeaba las puertas de la Casa Blanca y por qué hacía tanto ruido un domingo por la mañana. Luego Mary despertó del todo, y supo que las puertas de su sueño eran cañonazos al otro lado del río, y que la guerra había comenzado realmente.
—¡Padre! —llamó Mary. Pero no hubo respuesta del pequeño dormitorio contiguo donde a veces dormía Lincoln, cuando dormía. Pero Elizabeth Keckley la había oído. Entró en el dormitorio y descorrió las cortinas. Mary estimó por la luz que era temprano. Se suponía que debían acudir a la iglesia presbiteriana a las once.
—¿Ha comenzado, Lizzie?
—Sí, señora. A las seis y media oírnos los primeros disparos. Mr. Lincoln ya está en el Departamento de Guerra. Pero dice que de todos modos irá a la iglesia con usted.
—Mientras la mujer de color ayudaba a Mary a ponerse una bata, Lizzie Gormley se asomó al dormitorio. Lizzie llevaba también un vestido —o un desvestido, como se decían entre ellas las mujeres— mañanero.
—Mary, ¿has oído todo ese ruido?
—¿Cómo podría evitarlo? Parece muy cercano.
—Esperemos que no —dijo Lizzie, enorme, pálida—. Tengo hambre.
—Bueno, estoy segura de que incluso si toman la Casa Blanca nos permitirán desayunar antes de fusilarnos. —Mary estaba excitada; hubiera deseado que no fuera así. La guerra era seria. Morirían hombres, como había muerto ese pobre muchacho, Ellsworth. Pero la sensación de que el mundo familiar se derrumbaba le procuraba un oscuro placer. Lo que estaba a punto de ocurrir no se parecería a nada que hubiese habido antes. Estaba segura de eso. También estaba segura de que Mr. Lincoln triunfaría, y eso significaba que el inundo nuevo sería mejor que el viejo. Cuando era joven, temía los cambios; ahora abrazaba su sola idea. ¿Sería eso la vejez?, se preguntó.
Con los primeros ruidos de la artillería, Hay se dejó caer de la cama; se lavó la cara pero no se afeitó; se vistió rápidamente entre el distante estruendo del cañoneo, casi tan fuerte como los ronquidos de Nicolay en la cama. Hay dejó dormir al primer secretario. En cosas como ésta solían ser competitivos. Después de todo, eso era historia; y nada parecido les ocurriría nuevamente a ellos, y menos al país, pensó Hay mientras entraba en el despacho del presidente, que halló vacío. En la pequeña habitación contigua donde estaba instalado el telégrafo, parecía que alguien acababa de alejarse por un momento del transmisor. Hay pasó luego a la sala de espera, donde encontró a un joven oficial leyendo la Biblia en el escritorio de Edward. El joven oficial se puso de pie y en posición de firmes cuando vio a Hay.
—Señor, el presidente está en el Departamento de Guerra.
—¿Qué noticias hay?
—El general McDowell avanza contra Manassas. Desde Centerville. Eso es todo lo que sabemos, señor.
En el frío aire de la mañana, Hay corrió desde la Casa Blanca hasta el Departamento de Guerra, donde había ya una docena de coches y dos compañías de infantería montando guardia. Respirando con dificultad, devolvió el saludo del oficial al mando y entró en el edificio. Halló al presidente en el despacho del general Scott. Los asistentes corrían de una habitación a otra, mientras el telégrafo repiqueteaba sin cesar.
Lincoln, ausente, lo saludó con un movimiento de cabeza. Scott lo ignoró. El general estaba de pie, como una pirámide, junto a un mapa de Virginia. Hay notó las puntas plateadas que brillaban como lascas de mica en las mejillas rojo oscuro; tampoco él se había afeitado.
El general Beauregard está aquí, a este lado del río o la hondonada conocida localmente como Bull Run. El general McDowell acaba de ponerse en posición aquí, a su izquierda.
—¿Acaba de moverse? —Lincoln estaba tan atento como el fiscal acusador en un caso importante.
—Sí, señor. Debía haberlo hecho a las dos y media de la madrugada. Pero ha sufrido un retraso y ahora…
—Es el segundo retraso. —Lincoln empezó a entrelazar sus piernas en torno de las patas de la silla—. Debía haber llegado a Centerville el miércoles. En cambio, se detuvo en Fairfax. Ya ha perdido dos días. Eso significa que los hombres de Johnston han tenido tiempo para ir desde Harper’s Ferry hasta Manassas, a reunirse con Beauregard.
—Tiempo sí, señor. Pero no ocasión. Recuerde que en Harper’s Ferry está el general Patterson. Es un comandante magnífico. Mantiene inmóvil a Johnston. Y ahora estamos frente al enemigo en… —Un asistente entregó un mensaje al general Scott. Scott lo miró y lo entregó a Lincoln, que lo acercó a sus ojos. El Anciano suspiró.
—¿Esto significa que dos mil hombres no entrarán en combate?
—Sí, señor. El cuarto regimiento de Pennsylvania y la batería de cañones del octavo de NuevaYork… Sus alistamientos de tres meses caducaron ayer, a medianoche, y ahora estos bravos ciudadanos se marchan a su casa, justamente cuando el combate está a punto de comenzar.
—Por eso —murmuró Lincoln— yo rezaba porque McDowell no perdiera esos dos días preciosos. Pues bien, mía es la culpa. Debí pedir alistamientos por tres años, como haré ahora.
—No podía usted saberlo, señor.
—Mi tarea es saber siempre, y en particular cuando no puedo saber. —Lincoln se liberó de la silla. Mientras lo hacía, llegó otro despacho.
Scott lo leyó, con una sonrisa que partía su cara en dos, una luna llena cortada por la mitad, pensó Hay, con alivio. Rogó que la fiebre no volviera a visitarlo precisamente hoy.
Estamos atravesando sin dificultades el vado de Sudley, en el flanco izquierdo del enemigo. Los rebeldes retroceden. Ahora estamos en posición de ataque. El plan se desarrolla como estaba previsto, señor.
—Aunque no el día previsto. —Lincoln indicó a Hay que lo acompañara, y ambos dejaron al viejo general explicando ante el mapa a sus asistentes el parecido entre la compleja operación del día y su propia estrategia en Chapultepec.
Cuando un centenar de hombres saludó, el presidente se quitó el sombrero, mirando la calle, con la cabeza y el cuello levemente echados hacia delante: un signo de ansiedad, como ahora sabía Hay. Si Hay no podía leer al Anciano como un libro, al menos retenía en la memoria varias páginas muy estudiadas.
Fueron hasta la Casa Blanca sin encontrar a nadie. Hasta el más intrépido aspirante a un empleo debía de estar en su cama. Cuando llegaron al Parque del Presidente, Hay preguntó:
—¿No hay forma de retener en el ejército a esos hombres, los que decidieron volver anoche a su casa?
—Por supuesto, puedo retenerlos. Puedo obligarles a combatir en una guerra de treinta años, si quiero. Pero si lo hago, jamás tendré otro voluntario, ¿no es verdad?
—Sí, señor.
Lincoln miraba el suelo.
—Por otra parte, tendremos problemas para organizar el reclutamiento que será indispensable si el general McDowell no llega muy rápido a Richmond.
—¿Cuántos hombres necesitaremos?
—Trescientos mil, dice el general Scott. Eso significa que cada americano varón entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años registrará su nombre ante el sheriff local. Luego, todos los nombres serán escritos en tiras de papel, y un ciego, o un hombre con los ojos vendados si no se encuentra un ciego de verdad, sacará al azar los nombres.
Hay había seguido los debates del gabinete sobre este asunto.
—Había oído muchas especulaciones acerca de lo que debía hacerse con los hombres que se negaran. Todos concordaban en que las autoridades locales podían ocuparse de los individuos que prefirieran una larga prisión al servicio militar. ¿Pero suponiendo, había dicho Mr. Bates, que grandes cantidades se negaran? Había muchas soluciones para este problema, y el Tycoon parecía dispuesto a elegir la que Hay consideraba peor.
—Me inclino a permitir que cualquier persona que no quiera servir pague cierta cantidad a un reemplazante que quiera ir, o que por lo menos vaya…
—¡Padre! —La voz de Madam parecía venir del cielo, acompañada por el trino de los querubines que gritaban—: ¡Papá, papá, papá!
Lincoln y Hay alzaron la vista. En el tejado de la Casa Blanca estaban Madam, Willie, Tad y Lizzie Gormsley. Tad gritó:
—¡Sube a ver la guerra, papá!
Lincoln agitó el brazo sin afirmar ni negar, y entró en la Casa Blanca.
Mary sostenía con las dos manos un telescopio dirigido hacia las distantes colinas verdes donde aún se oían los cañones a intervalos irregulares. Contra el pálido y brumoso cielo de la mañana, distinguía nubecillas de humo como el algodón nuevo que crece en un campo azul claro. De vez en cuando, llamaradas encendían el cielo, relámpagos sin tormenta que acompañaban a los truenos sin tormenta.
—¡Déjame ver! —Tad manoteó el telescopio. Mary lo golpeó. Tad aulló.
—Te lo mereces. —Willie era siempre un moralista—. Debes decir «por favor».
—Cállate —dijo Tad, mientras daba un puntapié a Willie.
—¡Basta! —Lizzie Gormsley aferró a los dos por un brazo y los separó—. ¿Cómo pueden pelear aquí, donde no hay una baranda ni nada? ¡Oh, Mary! Creo que tengo vértigo.
Mary entregó el telescopio a Lizzie.
—Sin duda estamos muy alto —dijo, mirando el tejado cubierto de asfalto negro, con numerosas fisuras llenas de agua estancada de la última lluvia—. Yo no tengo miedo de las alturas —agregó con serena jactancia.
—Y yo no tengo miedo de las tormentas. —Lizzie apuntó con el telescopio a Virginia.
—Yo sí. —Mary se estremeció. Había sabido siempre, desde la infancia, que un día, o peor, una noche, un rayo la mataría. Incluso si estaba en el sótano de una gran casa y cubierta con un edredón en una cama con dosel, el rayo la encontraría. Por otra parte, no sentía ningún temor de los cañones, los fusiles ni los rebeldes.
El presidente apareció en el tejado.
—Madre, ven a tomar el desayuno.
—¿Qué noticias hay? —Mary trató de evitar que Tad trepara sobre su padre como si fuera un árbol; y fracasó. El traje negro formal de los domingos reveló una nueva serie de arrugas mientras Tad tomaba triunfalmente su puesto en los hombros de su padre.
—Hemos iniciado el ataque. Es todo lo que sé.
Lizzie entregó el telescopio a Lincoln. Con destreza, lo puso ante los ojos y lo guió cuidadosamente de izquierda a derecha.
—Todavía no se puede decir nada —agregó, bajando el instrumento. Alzó una oreja y frunció el ceño—. Nuestro fuego de cobertura se ha interrumpido. Me pregunto por qué.
—¿Conocernos a algún soldado? —preguntó Willie—. Como conocíamos al pobre Ellsworth…
Lincoln y Mary se miraron.
—No puedo decir que así sea —respondió él finalmente.
—Por supuesto, está el general McDowell. Y…
—Chicos, quiero decir —dijo Willie, que había comprendido a los diez años la diferencia entre esa raza de hombres corpulentos con barba y pelo veteados de gris y esos otros con pelo de un solo color, caras frescas y cinturas finas, a quienes todavía les gustaba jugar con muchachos de diez años y reír.
—No —respondió Mary con severidad—. No conocemos a ninguno.
—¿Y de los sureños? ¿Los de Kentucky? —insistió Willie.
—Ven a tomar el desayuno. —Mary rodeó con el brazo los hombros de Willie: ambos tenían la misma altura.
—Willie quiere escribir otro poema como el que hizo a Ellsworth cuando lo mataron. —Tad rugió de risa desde lo alto de los hombros de su padre.
—Ya verás cuando bajes —dijo Willie.
—Bajemos todos —dijo Lincoln—. Y preparémonos para ir a la iglesia. Es el momento que más me agrada de toda la semana, como dijo el preso cuando…
—Conocemos la historia, padre. —Mary le tomó del brazo y advirtió que Lizzie estaba a punto de desmayarse mientras caminaban en fila sobre el techo de la Casa Blanca hasta la trampilla, desde donde una empinada escalera descendía hacia el interior—. Y hablando del momento que más te agrada de la semana, Lizzie y yo estábamos hablando precisamente del reverendo James Smith…
—Oh, no —gimió Lincoln.
—Oh, sí. —Mary fue la primera que descendió—. Es nuestro ministro favorito de Springfield.
—Entonces mejor será mantenerlo allí.
—Pero, padre, es escocés.
—Otra razón más. Predicará contra la extravagancia, las vanidades de este mundo y la especulación de tierras.
La cabeza de Mary estaba ahora debajo del techo. Pero su voz se oía claramente.
—Debe ir a Dundee, en Escocia. Como cónsul.
—Sí, hermano Lincoln —dijo la pálida Lizzie, aferrada al marco de la trampilla, mientras su pie buscaba el escalón—. Es el hombre más adecuado.
—¿Un día como éste, prima Lizzie, me acorralas a mí, a tu presidente, para pedirme un consulado?
—No es la primera vez. —La voz de Mary venía desde muy lejos—. Pero nunca nos haces caso.
Lizzie ya estaba adentro. Willie la siguió. Luego Lincoln, con Tad en sus hombros.
—Entonces, me conseguiréis primero un certificado de buena conducta del reverendo. Por lo que sé, Smith fuma, bebe, jura y es un libertino.
—¿Qué es un libertino? —preguntó Tad.
—Un hombre que ama la libertad un poquito, y no muchísimo, como nosotros.
El cañoneo había cesado. Las nubecillas de humo se habían disipado en la bruma general del cielo de verano, en cuyo horizonte se congregaban nubes de lluvia.
Hay y Nicolay aprovecharon la paz de los despachos ejecutivos para responder la correspondencia, escribir cartas para la firma del presidente y archivar periódicos. Hay tenía conciencia de que los signos preliminares de la fiebre comenzaban: pesadez en los ojos, que estaban anormalmente secos; pesadez en la región del hígado; pesadez en el esqueleto mismo, como si los huesos ansiaran liberarse de la carne. Tarde o temprano, todo el mundo, en la ciudad, caía enfermo de la fiebre del Potomac, excepto los nativos, que parecían inmunizados de nacimiento a las miasmas locales, en tanto que la mayoría de los sureños tendían a sufrir la fiebre toda su vida, como le ocurría a Madam y no al Anciano.
Cuando Hay o Nicolay enfermaban, el sano se quedaba con la cama común y el valetudinario era relegado a un catre militar, donde esperaba, envuelto en sábanas y mantas, sudando y temblando, hasta que la fiebre cumplía su ciclo.
—El viejo delirio vuelve —dijo Hay, temblando.
—Al catre —dijo Nicolay, sin mucha simpatía, mirando una pila de correspondencia—. El niño gobernador está de nuevo en la ciudad.
—Hemos ganado la guerra. —Hay se desprendió el cuello; se sintió mejor—. ¿Qué debe hacerse con él?
—McDowell lo ha dejado ir a Virginia como observador. ¿Por qué todas las cosas importantes suceden en domingo?
—Supongo que por la voluntad del Señor. —Hay tomó unas largas tijeras y empezó a recortar de un periódico de Richmond un artículo sobre la reunión del Congreso confederado, que presumiblemente se había realizado el día anterior—. Supongo también que oiremos hablar bastante a los predicadores de lo blasfemo que es dar una batalla en domingo.
—Si ganamos, ¿quién escuchará?
—Si perdemos, ¿a quién le importará?
Aunque Hay estaba en la primera etapa de la fiebre, permaneció en su puesto el resto de ese día y esa noche. Acompañó al presidente al despacho del general Scott, que los recibió en una cama instalada debajo del cuadro de la guerra de 1812. Pidió excusas por no levantarse. Era evidente que se había recuperado durmiendo de una de sus enormes comidas. Lincoln descartó las excusas con un gesto. El suave estampido de los cañones se oía claramente en todas partes; el bar del Willard estaba repleto de gente que discutía las últimas «noticias», y frente al Tesoro se había reunido una multitud que esperaba obligar a Mr. Chase, si era necesario obligarlo, a formular alguna declaración oracular. No había nadie ante la Casa Blanca, donde irritadas tropas custodiaban las puertas y no dejaban entrar a quien no tuviera un pase militar. Hay nunca había visto tan tranquila la Casa Blanca.
—Los cañones parecen próximos, general —dijo Lincoln, y señaló, curiosamente, la ventana, como si el combate fuera en la calle. Aunque no era así, allí estaba el ruido.
Scott escuchó un instante. Luego meneó la cabeza.
—El viento engaña, señor. Nuestra artillería está en su puesto, como la de ellos. No puedo imaginar que en este momento se traslade la artillería o que, si se traslada, vuelva a emplazarse.
Lincoln sacó de su sombrero varios telegramas.
—Este último despacho desde la Corte de Justicia de Fairfax dice que los rebeldes retroceden…
—Más que eso, señor. A las tres de la tarde estaban en franca retirada.
—Pero que pueden recibir refuerzos. —La caja izquierda se elevó—. ¿Cómo? —Hay advirtió el esfuerzo que hacía Lincoln para mantener su habitual aspecto de serena aunque melancólica autoridad.
—No sé qué quiere decir eso, señor. ¿De dónde vendrían los refuerzos? El general Johnston tiene trece regimientos cerca de Harper’s Ferry. Si se hubieran movido, lo sabríamos. No tema, señor. Hemos vencido. —El Anciano bostezó ampliamente y solicitó un perdón general, que obtuvo. Luego se le permitió volver a dormir.
—Jefferson Davis se dirige en tren a Manassas —dijo Lincoln, más para sí mismo que para Hay.
—¿Cómo lo sabe, señor? —Hay podía oír el entrechocar de sus dientes; esperaba que el presidente no pudiera.
—También nosotros tenemos espías.
—¿Se reunió ayer el Congreso confederado?
Lincoln habló con precisión.
—Ha habido una reunión en Richmond. Supongo que puede llamarse congreso a cualquier reunión de personas, en este caso de rebeldes.
—A las cinco, Nicolay insistió en que Hay se fuera a la cama, pero Hay no estaba dispuesto a perderse un solo instante del que podía ser un día decisivo —e incluso el último— de la rebelión.
Convencido de que todo marchaba bien, el presidente salió a pasear con Madam al fresco de la tarde. Aunque no se había recibido un comunicado final de McDowell, Hay observó que los cañones disparaban a intervalos menos frecuentes. ¿Podían estar sin munición?, se preguntó, empezando a sentirse mareado y algo irreal. Pero la realidad quedó restaurada a las seis en punto, cuando apareció Seward, pálido como un fantasma, en la puerta del despacho de Nicolay. El rostro normalmente rosado de Seward estaba blanco y enfermizo, y su pelo blanco estaba tan desordenado como el negro del presidente. Olía más que de costumbre a tabaco y al oporto de la sobremesa. Nicolay y Hay se pusieron en pie de un salto.
—¿Dónde está el presidente? —Seward hizo un gesto extraño: apretó el dorso de sus dos manos contra el marco de la puerta, como para evitar una caída. Aunque Hay pensaba siempre que las piernas cortas del Premier, en sus holgados pantalones, estaban a punto de doblarse por las rodillas. Nicolay respondió que los Lincoln habían salido a pasear a las cinco.
—¿Ha recibido él… o ustedes alguna noticia reciente? Nicolay dijo:
—Nada nuevo desde lo que oímos en las primeras horas de la madrugada. Los rebeldes retroceden. Estamos ganando…
—No se lo digan a nadie. —La voz de Seward era un áspero susurro—. La batalla está perdida. Acabo de saberlo por el telégrafo. McDowell está en plena retirada, y ha pedido al general Scott que haga todo lo posible para salvar la capital.
—¡Dios mío! —Nicolay movía los labios, como si intentara recobrar el aliento. Hay se preguntó si eso no sería parte de un delirio que, normalmente, sólo habría llegado a medianoche.
Hay pasó las horas siguientes en un ensueño febril; sin embargo, sabía lo que ocurría e hizo lo que debía hacer. Por orden del secretario de Estado, notificó a todos los miembros del gabinete que debían acudir enseguida a la Casa Blanca. Pero finalmente, una hora más tarde, el gabinete y el presidente se reunieron no en la Casa, sino en el despacho del general Scott.
Lincoln se había puesto del color de la ceniza al visitar el despacho de McDowell. Pero no había dicho nada, y parecía agradecido de que Hay no hubiera difundido las malas noticias antes de que Madam retornara a sus habitaciones. Pero ahora, con o sin guardias, se empezaba a reunir ante la Casa Blanca una considerable muchedumbre. El rumor corría. Y la lluvia que amenazaba desde hacía horas empezó a caer suavemente.
En uniforme completo y bien afeitado, Scott ocupaba su trono junto al mapa de Virginia. Los generales entraban y salían como mensajeros, mientras Mr. Cameron contemplaba el cielo raso agrietado, como si se preguntara a quién otorgar el contrato de reparación y qué comisión pediría.
Hay lo veía todo en forma de relámpagos. El salón, el gabite reunido. Chase, pálido, dijo:
—Tendremos que evacuar la ciudad. —Lo repitió, en voz más alta. Pero todos los ojos estaban clavados en Lincoln, que miraba el mapa como si ocultase algún secreto.
—Scott estaba en el colmo del asombro; a pesar de su volumen, parecía un ser frágil.
—No puedo creerlo. No lo creería si no hubiese enviado un mensaje el mismo McDowell. Señor, a las tres los rebeldes estaban en desbandada.
—Pero recibieron refuerzos —dijo Lincoln, como si presentara alguna prueba menor en un juicio sin importancia—. Esta mañana el general Beauregard tenía doce regimientos. Por la tarde tenía veinticinco. ¿Cómo cree usted que ocurrió esto?
Un relámpago iluminó por un instante el viejo rostro de Scott; Hay vio los atareados gusanos, el gran cráneo que pronto conocería la tierra.
—El general rebelde Johnston —resopló Scott—, que estaba en Harper’s Ferry, se ha encontrado en algún momento con Beauregard.
Lincoln se volvió hacia Scott.
—¿Por qué nuestro general Patterson no lo detuvo? ¿Por qué no nos informó al menos que Johnston se había movido?
—No hubo respuesta de Scott. Pero el militante y militar Blair rugió un juramento, que provocó el trémulo rechazo de Chase, lo que incitó a Lincoln a asumir el mando, como si Scott ya no estuviera presente.
—Todos los soldados de servicio en la ciudad y en sus alrededores deben estar alerta esta noche. El Puente Largo, el Puente de Cadenas y el Acueducto deben tener guardia suficiente en ambos extremos.
—Sí, señor —dijo Scott.
Durante la reunión, Hay oyó que el administrador general del ejército anunciaba que el hermano del secretario de Guerra estaba entre los muertos. Por un segundo, Hay sintió cierta compasión por el señor de la corrupción, que dejó de estudiar el cielo raso y mostró la expresión de alguien a quien le acaban de arrojar nieve a la cara. Lincoln apoyó la mano en el hombro de Cameron; y nada dijo.
Se leyeron en alta voz nuevos despachos. Al principio, McDowell esperaba retirarse y volver a presentar combate en Centerville; luego en Fairfax; finalmente informó que las tropas no se reorganizarían, y que retrocedían en fuga hacia el Potomac. No sabía si los rebeldes aprovecharían su ventaja y ocuparían la ciudad.
Mientras se daban órdenes para la defensa de Washington, Hay experimentaba una sensación de extraordinario bienestar, que de ningún modo se alteró cuando oyó que Scott decía al Tycoon:
—Señor, soy el cobarde peor de América. Merezco que se me destituya por no haberme opuesto cuando el ejército no estaba en condiciones de combatir, por no haberme opuesto a esta campaña hasta el fin.
Lincoln se volvió hacia él, con la ceja izquierda levantada; siempre, sabía Hay, una señal de peligro… para otros.
—¿Quiere usted decir, general, que yo lo he obligado a dar esta batalla?
—Ningún presidente a quien haya servido, señor, ha sido más amable conmigo —dijo el anciano, lo que no era, observó Hay, una respuesta.
Nadie durmió esa noche de lluvia. Lincoln, en un sofá de su despacho, recibió a un torrente de visitantes. Varios senadores habían ido a ver la batalla, junto con multitud de espectadores, incluyendo a diplomáticos y damas aristocráticas, que se disponían a alentar al ejército hasta Richmond. Gautier había preparado cestas para la comida campestre y, con ánimo festivo, centenares de coches habían cruzado los puentes hasta Virginia. Ahora los festejantes retornaban llenos de pánico.
Un miembro del Congreso, cuyo nombre Hay no pudo recordar, declaró:
—Lo he visto todo. Los hemos derrotado. No hay ninguna duda, señor presidente. Están vencidos.
—¿Y entonces —dijo Lincoln, en tono duro y burlón—, después de la victoria, nuestros soldados volvieron corriendo a casa?
Los senadores Wade, Chadler, Grimes, Trumbull y Wilson vinieron a traer su informe. Tenían las ropas cubiertas de polvo, y los rostros de polvo y sudor. Lincoln escuchaba; y escuchaba; y escuchaba.
—Un maldito desastre —dijo en una ocasión, y Hay reconoció que era la primera vez que oía jurar al Anciano.
Nicolay insistía en que Hay se fuera a la cama, pero Hay no quería, todavía. Pactó.
—Iré primero al Willard a ver si hay algo de comer. —En las primeras etapas de la fiebre, sentía hambre y podía comer y beber en enormes cantidades. Más tarde, la vista de la comida lo ponía enfermo.
Cuando cruzó la avenida de Pennsylvania se asombró al comprobar, aunque era muy tarde y llovía, que estaba llena de gente. En la puerta del Willard, uno de los rojos Zuavos de Ellsworth fascinaba a un grupo con su relato de la batalla; los oficiales de la Unión galopaban por la avenida hacia la Secretaría de Guerra, a informar, y se veían los primeros hombres de la caballería. La infantería tardaría aún varias horas en llegar.
En el salón de fumar, Thurlow Weed saludó a Hay.
—¿Noticias?
—Nada bueno, señor.
—Acabo de ver a Burnside. Subió a su habitación sin decir una palabra a nadie.
—¿Sin sus tropas? —Hay no ignoraba que no debía dejar traslucir su amargura ante el siempre sinuoso Thurlow Weed; pero estaba más allá de la mera discreción.
—Está usted algo verde —dijo el gran político y editor.
—Un poco de fiebre, señor. Pasará pronto.
—Como casi todo. —Weed tendió su mano al senador Wade, que venía de la presidencia. Hay se abrió paso entre la multitud hasta el primer comedor, que estaba cerrado. No sólo era domingo, sino que las mejores vituallas habían sido enviadas a Manassas, para los elegantes espectadores. No se veía por ninguna parte al amigo de Hay, el maitre George Washington. Finalmente Hay se vio obligado a dirigirse al bar atestado, donde se atiborró de jamón y coñac, mientras miraba el rostro sucio y desencajado del niño gobernador, que vaciaba una copa tras otra de ginebra. La gente se amontonaba alrededor de ellos y pedía bebidas. El olor a tabaco era abrumador. Hay se preguntó qué hora era. Tenía la sensación de que, de algún modo, había perdido la mayor parte de la noche.
—Yo tomé la batería de cañones. —Era el constante refrán de Sprague—. Mire. —Sprague estiró la manga de su chaqueta sucia. Había dos agujeros, uno sobre el otro, cerca del codo izquierdo.
—¿Lo hirieron?
—Un arañazo. Y hay otro agujero… —Sprague buscó en la penumbra su tercer souvenir marcial, pero no logró hallarlo—. Mantuvimos nuestra posición cuarenta minutos. Solamente nosotros. Sólo Rhode Island. Yo estaba al frente. Vitoreaban. Los mil doscientos hombres. Entonces mataron a mi caballo. Cambié la silla delante del enemigo. Aguantamos. Pero no vino nadie. Nos ordenaron que retrocediéramos. Burnside dirigió la retirada. Entonces fue cuando tomé la batería. Entonces fue cuando apareció el ejército de Johnston. Sabe Dios cómo llegó. Y entonces nuestros soldados, no los míos, los de McDowell, empezaron a correr. Los Zuavos en primer término. Amarillos hasta la médula. Y después todos corrieron y corrieron y corrieron. Ya no hay ejército.
Hay escuchó, como en sueños; y luego, aún en sueños, salió del Willard para encontrar que era de mañana y que no había dormido en toda la noche, a menos, por supuesto, que hubiera dormido de pie y soñado la conversación con Sprague en el bar del Willard.
—En el despacho del secretario, Nicolay hablaba con un grupo de periodistas. Cuando vio a Hay se excusó.
—Vete a la cama —murmuró. Tocó la mano de Hay—. Estás ardiendo.
—Ya voy. Ya voy. ¿Qué ocurre? —En ese momento, se abrió la puerta del despacho presidencial y apareció Lincoln, acompañado por Cameron. El presidente parecía exhausto, pensó Hay, quien apenas se mantenía consciente. Desde lo que parecía la margen opuesta del Potomac, Hay oyó decir a Lincoln:
—Mr. Cameron, llame al general McDowell.
Hay atravesó la multitud habitual del pasillo hasta que llegó a su dormitorio; se arrojó en el catre militar; y dejó que la fiebre se ocupara de él. Pero antes de perder del todo la conciencia, comprendió que Lincoln no había dicho «Llame al general McDowell». Lincoln había dicho: «Llame a McClellan». Estaban de nuevo en el principio.