Adelante, ¡a Richmond!
—Desearía —dijo Mary, desde detrás de su juego de té de plata— que Mr. Greeley dejara la guerra a Mr. Lincoln.
—También yo, prima Mary —dijo John C. Breckinridge, último vicepresidente de bastantes más Estados Unidos de los que vicepresidía su sucesor. Breckinridge era ahora el senador recién elegido por Kentucky—. Con Mr. Lincoln en el poder, Mrs. Davis servirá el té en este salón a fin de mes. —Aunque los ojos azules brillaban de fingido buen humor, no desmentían del todo su sonrisa de labios apretados.
—Oh, primo John. —Mary mantenía lo que ella consideraba una correcta sonrisa de la reina Victoria. A toda costa debía hechizar a su turbulento primo—. Cómo me maltratas. ¿Azúcar?
Breckinridge indicó dos terrones. Estaban sentados en el Salón Azul. Como siempre, el Chevalier Wikoff actuaba como caballero de honor. Como siempre, había más hombres que mujeres en la corte de Mary. Las señoras de Washington que habían estado tan dispuestas a despreciar a los Lincoln se veían ahora menospreciadas; no tenían acceso al brillo de esas reuniones sociales en que se encontraba casi siempre a Sumner, y a estadistas como Fessenden y Trumbull, del Senado, y a Thaddeus Stevens y a Frank Blair y a Elihu B. Washburne de la Cámara de Representantes.
El regreso de Breckinridge al Senado había causado sensación. Aunque Lincoln retenía en la Unión a Kentucky —con las dos manos, como había observado él mismo lúgubremente—, se sospechaba que el nuevo senador Breckinridge favorecía la secesión.
—Ya he tenido varios agradables encuentros con el presidente Davis, prima Mary.
—La gran cara redonda de Breckinridge parecía, contra el azul oscuro de la pared, una luna llena de medianoche, pensó Mary. Respondió con exquisita dulzura:
—No conozco a ningún presidente llamado Davis, primo John.
—Claro que existe ese presidente. —Apreciativamente, Breckinridge examinó el Salón Oval, recién dorado y empapelado—. Y te agradecerá mucho que hayas hecho todos estos gastos. O por lo menos Mrs. Davis te lo agradecerá. ¿Sabes lo que dicen ahora en el Sur? «Adelante, hacia Washington».
—Si un rebelde llega a esta habitación, primo John, tendrá que vérselas conmigo. Y con un rifle.
—¿Y si el soldado fuera Ben Helm? ¿O alguno de tus propios hermanos?
—Lo mataría —dijo fríamente Mary— por traidor.
—No se puede olvidar que eres una Todd.
—¿Y cuándo te unirás a Mr. Davis? —Mary permitió que la sonrisa de reinaVictoria se disipara por completo.
—Yo soy un hombre de la Unión. Tú lo sabes. A mi modo, desde luego. Y siento curiosidad por ver cómo se desarrolla esta sesión del Congreso.
—Apoyarán unánimemente al presidente.
En el otro extremo de la habitación, Elihu B. Washburne no estaba tan seguro.
—El presidente sólo recibirá la mitad de esos cuatrocientos millones de dólares que quiere.
—Pero —preguntó el periodista inglés— ¿conseguirá esos cuatrocientos mil hombres que ha pedido?
Washburne estaba preparado para que no le gustara William Howard Russell, el robusto y florido corresponsal del Times londinense; pero si no en sus escritos, en su vida real ese espinoso cronista de todas las guerras, desde Crimea hasta la India, se revelaba como un hombre sumamente interesante, aunque hablaba con rudeza y bebía demasiado. Washburne asintió.
—Estamos satisfechos con los nuevos voluntarios…
—Pero seguramente no tanto con los chicos alistados por tres meses. Mientras venía desde el Willard, uno de ellos me pidió unos peniques para comprar whisky.
—¿Se los dio? —preguntó el delgado y joven capitán del ejército que acompañaba al principal observador británico de guerra.
—¡Por supuesto que no! —Russell rió hasta que su cara tomó el color del ladrillo—. Quiero que ustedes ganen. Pero deben adiestrar mejor a sus hombres. Son una chusma. No como los sureños. Le diré que ellos me han impresionado.
—¿Ha estado hace poco en el Sur? —Washburne estaba sorprendido.
—Acabo de volver. Fui a todas partes. Vi a todo el mundo. Un hombre agradable, Mr. Davis. Pero no parece muy sano. No es extraño. ¡Qué clima! ¡Y esos mosquitos! Pero aun así, están ansiosos por pelear. Nunca he visto gente comparable.
—Somos iguales, señor —dijo el joven capitán, en quien ahora reconocía Washburne al asistente del general McDowell, un rico neoyorkino llamado William Sanford.
—No, capitán, no lo son ustedes. Ése es el problema. Cada uno de los sureños pelea por su país contra los invasores, que es lo que ustedes son para ellos. Por supuesto, el Norte está más poblado y es más rico. Pero ¿quiénes son sus soldados? En su mayoría, inmigrantes europeos. Sobre todo irlandeses y alema nes recién llegados. Son verdaderamente extranjeros, señor, y sólo pelean por los peniques que ustedes les dan.
Como éste era exactamente el punto de vista privado de Washburne, se vio obligado a protestar con viveza, como convenía a un estadista americano.
—Russell respondió con amabilidad, pero poco convencido:
—Los granjeros y los cazadores lucharán por sus propias tierras como no lo hará nunca el obrero de una fábrica, y menos si es un recién llegado que ni siquiera conoce la lengua. ¿Saben lo que oí en Charleston? Un grupo de gente me dijo con toda seriedad que, si les enviábamos un príncipe o una princesa real para gobernarlos, volverían a unirse a nuestro imperio.
—Nunca pensé que los rebeldes tuvieran tanto sentido del humor. —Pero esto era nuevo, y Washburne se preguntó si no se podría obtener algún beneficio de esa traición del Sur no sólo a los Estados Unidos, sino al gran principio republicano.
—Por lo que he visto, no tienen sentido del humor. Son serios, como ustedes.
Hubo movimientos cuando el presidente entró en el Salón Azul. Lincoln, ausente, traía un archivador en la mano derecha, y lo pasó a la izquierda para saludar a los invitados de Mrs. Lincoln. Finalmente lo depositó sobre una consola.
—Parece un poco… —Russell hizo una pausa.
—Cansado —dijo Washburne, decidido a no permitir al inglés un adjetivo que pudiera parecer desagradable en las columnas hostiles del Times de Londres.
—Sí, además —dijo Russell, con una sonrisa.
—Mi padre —dijo el joven capitán Sanford de pronto— me ha dicho que Mr. Lincoln era el mejor abogado de ferrocarriles del país.
—¿Y lo decía como un cumplido? —Russell, verdaderamente, sonreía.
—Por supuesto —dijo Washburne con énfasis—. Su padre tenía razón. ¿Está él en los ferrocarriles?
—No, señor. Tenemos una fábrica en Lowell, Massachusetts. Mosaicos esmaltados. Y también hilaturas de algodón. Pero cuando esto se acabe —el joven indicó vagamente un cuadro de ruinas clásicas que, presumiblemente, representaba para él una tierra en paz—, nos ocuparemos de ferrocarriles.
—¿Con Mr. Lincoln como consejero? —preguntó Russell, con la vista clavada en Lincoln, que escuchaba una arenga de Sumner.
—Estoy seguro de que Mr. Lincoln ya está por encima de eso —dijo con tristeza el joven.
Mrs. Lincoln había iniciado un recorrido de la habitación, del brazo del Chevalier Wikoff. Cuando vio a Russell se detuvo y sonrió con lo que a Washburne le pareció placer verdadero.
—¡Mr. Russell, señor! ¡Ya está de vuelta! ¿Ha recibido las flores?
Russell le besó la mano con un gracioso gesto que involucraba la presentación de los labios, no al dorso de la mano de ella, como Washburne había imaginado siempre que esa abominable transacción europea exigía, sino a su propio pulgar.
—Le he escrito una larga carta. Sus flores fueron lo primero que vi al entrar en esos dos armarios amueblados que la dueña de la casa insiste en decir que es un apartamento.
—¿Ha dejado el Willard? —Mrs. Lincoln dio la mano a Washburne, un viejo amigo que no la besó, y al capitán Sanford, que se inclinó profundamente, con nerviosismo.
Washburne había oído que Mrs. Lincoln solía enviar flores del invernáculo de la Casa Blanca a varios personajes importantes. Le sorprendía un poco que Mr. Russell, del Times, fuera así favorecido. Era muy amigo de Seward. Y además, los editoriales del Times apoyaban cada vez más a los rebeldes. Pero el presidente se había preocupado especialmente por mostrarse amable con el famoso periodista, y Washburne sabía que en ciertos momentos una pareja aparentemente discordante funcionaba a las mil maravillas como un equipo político.
—Un periódico poderoso, el Times —había dicho Lincoln en su primer encuentro con Russell, que había demostrado asombro—. No puedo pensar en nada más poderoso excepto, quizás, el Mississippi.
—¿Es verdad —preguntó el Chevalier Wikoff— que los rebeldes desearían unirse a la corona británica?
—Muchos de ellos me lo han dicho —respondió Russell—. Pobre reina Victoria —dijo Mary serenamente—. No se lo deseo.
—Pues nosotros —dijo Russell en voz sonora— les daríamos el mismo trato que hemos dado a los irlandeses. —Mientras todos reían, Mrs. Lincoln continuó su camino, deteniéndose finalmente ante el senador Trumbull de Illinois, junto a una consola. Mary se alegró de verlo, aunque muchas veces se había preguntado si se alegraría él de verla. A pesar de tantas especulaciones ociosas acerca de ella y del juez Douglas, el único hombre que Mrs. Lincoln había amado en su juventud era el atractivo y elegante Lyman Trumbull, a cuya esposa, Julia, odiaba sin poder evitarlo, aunque habían sido amigas. Mary habló con Trumbull de los días de la Coterie, cuando todos eran amigos.
—En otro tiempo —se oyó decir Mary, mientras le sonreía. Washburne se reunió con el presidente y Sumner junto a la ventana, por la que se veía el Parque del Presidente. La zona que rodeaba el obelisco inconcluso se había convertido poco antes en un matadero para el ejército. Allí, a plena vista de la Casa Blanca, se mataban todos los días cerdos y ganado que se colgaban luego de ganchos. A causa de esto, los bloques de mármol blanco estaban salpicados de sangre, y cuando el viento soplaba del sur el olor de la sangre, combinado con el del fétido canal, se tornaba insoportable.
Sumner trataba de tirar de la lengua al presidente acerca de la fecha del ataque a Richmond.
—El New York Herald dice que los rebeldes esperan un ataque antes de la reunión de su así llamado Congreso; pero nuestro Daily Morning Chronicle predice un ataque el Cuatro de Julio.
—¿De veras? —Lincoln miró sin ver por la ventana. Desde que por lo menos una comisión parlamentaria conocía el plan de McDowell, Washburne se preguntaba a qué obedecía la insistencia de Sumner. Por supuesto, no se había mencionado la fecha. Pero el rumor decía que McDowell no estaría listo a tiempo para evitar la reunión del Congreso confederado. Ciertamente, un ataque el Cuatro de Julio estaba fuera de la cuestión.
—Comprendo —dijo Sumner— que la prensa a veces da lugar a dudas.
Lincoln se apartó de la ventana; súbitamente, sonrió.
—Oh, no. Ellos siempre afirman lo que no saben. Si a algo no le dan lugar, es a las dudas.
Mientras reía, Washburne se alegró al observar que Sumner, quien carecía de humor, aún recordaba cómo era una sonrisa. Luego se acercó Breckinridge. Lincoln se mostró cordial.
—Siempre me agrada ver a un flamante senador de mi estado natal.
—Y yo siempre me siento dichoso de verlo, señor. Como el marido de mi prima Mary, naturalmente.
—Naturalmente. De todos modos, su presencia en esta sesión del Congreso servirá para… elevar el tono de la discusión —dijo Lincoln, cortés—. ¿No lo cree así, Mr. Sumner?
—El té —dijo el hombre más elocuente de su época— hace maravillas por el dispéptico. —Sumner se alejó en la dirección general de la gran tetera de plata.
—Haré todo lo posible para representar… a nuestro estado, señor. —Breckinridge hizo que el «nuestro» sonara muy dramáticamente.
Lincoln prefirió ignorar el drama.
—Estoy seguro de que lo hará. Y siento curiosidad por ver cómo reacciona usted ante mi mensaje sobre el estado de la Unión, que es… —Lincoln alzó ambas manos, como si en una de ellas estuviese el documento; luego, con ansiedad, palpó los bolsillos de su chaqueta—. ¿Qué he hecho con él?
Washburne indicó la consola al lado de la cual había estado Mrs. Lincoln; pero el documento no estaba allí.
—Lo ha puesto usted allí. En esa consola. Yo lo vi.
—Pero ¿dónde está?
De pronto, el Chevalier Wikoff apareció junto al presidente. Le entregó el archivador.
—Me pareció prudente guardarlo, Su Excelencia.
—Ha obrado usted bien, Mr. Wikoff. Y yo, con bastante descuido. —Lincoln se lo puso debajo del brazo y preguntó a Wikoff—: ¿Qué noticias hay de nuestro amigo Mr. Bennett?
—Washburne sabía que, durante más de un año, Lincoln había hecho todo lo posible por seducir a James Gordon Bennett, el editor del New York Herald, el más poderoso de los periódicos del país y el más leído en las capitales europeas. Todo el mundo coincidía en que Bennett era un hombre singularmente rudo y repelente. En la medida en que tenía alguna idea política, era un demócrata prosureño. El verano anterior, cuando Lincoln iniciaba su tarea de seducción, Washburne le había aconsejado que no pensara más en él. Pero Lincoln se obstinó. «De alguna manera debo ponerle el cascabel al gato», dijo. La primera tentativa fue un fracaso total. Bennett había apoyado en la elección al partido demócrata. Luego Thurlow Weed llevó a cabo negociaciones secretas con el editor, que tenía todo lo que un hombre puede desear en materia de poder y dinero, pero carecía de una cosa que no hubiera debido importarle, pero le importaba: una posición en el mundo de la más brillante sociedad.
Para disgusto de Washburne, Lincoln se proponía ofrecer a Bennett la embajada de Francia.
—Es un precio muy pequeño, hermano Washburne, a cambio de obtener buena prensa para la Unión en Europa. —Hasta ese momento, el anzuelo no había sido mordido por Su Satánica Majestad, como hasta los pocos amigos de Bennett lo llamaban. Dado que el Chevalier Wikoff era el embajador personal de Bennett en la Casa Blanca (y como el Chevalier estaba enamorado por igual de las majestades satánicas y de las excelencias republicanas), con frecuencia podía mediar entre esos poderes enfrentados. Lo hizo en esa ocasión.
—Mr. Bennett desea ofrecer su yate al servicio de recaudación.
—Un bello gesto. —Ese momento, mientras el poder temporal y la prensa efímera se encontraban en un agon nada atípico, Breckinridge consideró adecuado apartarse—. Sé que Mr. Chase se sentirá muy complacido.
—En realidad, Mr. Bennett admira cada vez más a Su Excelencia… —empezó Wikoff.
—También yo admiro el tacto con que mantiene esa admiración lejos de su periódico.
—Creo que eso cambiará. Usted sabe que él tiene un hijo, James Gordon Bennett, junior, un joven que siente devoción por usted y por la Unión. Y querría combatir.
—Yo no se lo impediré, Mr. Wikoff. Se lo prometo.
—Querría combatir como teniente de la Marina, Mr. Lincoln. —Aunque Washburne había pasado toda su carrera política haciendo negocios de este tipo, le sorprendió la decisión del embajador de Su Satánica Majestad. Un yate a cambio de un nombramiento de teniente no era un precio exorbitante. Pero ésa no era la cuestión. El yate y el nombramiento se anulaban recíprocamente, y Bennett no estaría obligado a apoyar a la administración. Era obvio que Lincoln perdería también este round.
El presidente asintió.
—Dígale que me envíe al joven. Y que envíe el yate a Mr. Chase. Pero no al revés. Ahora debo regresar a mis tareas. —Lincoln dio una palmada en el brazo de Washburne y atravesó la habitación, seguido por Wikoff.
Mientras Lincoln estrechaba la mano de Breckinridge, Washburne miró ociosamente el documento que Lincoln llevaba debajo del brazo. Y luego miró del mismo modo a Wikoff, que volvía a ocuparse de Mrs. Lincoln. Y entonces, menos ociosamente, Washburne se preguntó por qué Wikoff había tomado de la consola el ejemplar único del mensaje al Congreso, cuyo contenido conocían exclusivamente Lincoln y sus secretarios.