La mañana del 29 de junio Chase recibió en su despacho a un hombre a quien consideraba el perfecto guerrero moderno: Irvin McDowell, brigadier general de voluntarios, comandante del ejército del Potomac. McDowell, de cuarenta y tres años, era un hombre civilizado hasta un nivel tan distante de las normas militares que Chase sentía momentánea nostalgia de que no fuera soltero cuando veía la maciza figura sentada al lado de Kate en el taburete del piano de la casa de Seis y E, enseñándole una sonata de Mozart, o también cuando le hablaba de arquitectura romana o de los paisajes de Capability Brown o usaba el francés que hablaba aún mejor que Kate porque se había educado en París, la más civilizada de las comunidades, cuya elegante Révue des Deux Mondes leía fielmente, aunque con dificultad, el mismo Chase.
McDowell era uno de los pocos graduados no sureños de West Point que jamás había abandonado el ejército. Por su valentía durante la guerra de México había sido nombrado capitán en el campo de batalla. Pero con el tiempo, como Scott tendía a ascender solamente a oficiales sureños, McDowell había desaparecido en el despacho del administrador general. Ahora había regresado a su puesto. Había establecido su cuartel general en Arlington House, hogar del comandante rebelde Robert E. Lee, al otro lado del Potomac.
Se había resuelto la noche anterior que Chase y McDowell acudirían juntos a la Casa Blanca, donde McDowell presentaría, por primera vez, sus planes para la inmediata invasión y conquista de Virginia.
—¿Está de acuerdo ahora el general Scott? —Chase estaba ante su escritorio, cuya negra superficie estaba cubierta por una nevisca de solicitudes de empleo de futuros funcionarios del Tesoro.
—Oh, el general Scott rara vez está de acuerdo. Todavía está resentido por mi nombramiento. —McDowell no parecía turbado. Chase admiraba enormemente la fría serenidad que mostraba ante todos y ante todas las cosas. Chase también sabía que McDowell había pasado malos momentos desde el ascenso que lo había antepuesto al general Mansfield, conquistador de Alexandria y las colinas del Potomac, favorito del general Scott; además, como McDowell no deseaba provocar los celos de sus colegas comandantes, no había aceptado el cargo de mayor general. Era como brigadier que afrontaba ahora la tarea de preparar el ejército para responder al grito que, si no proferido, era diariamente leído, en particular en el New York Tribune de Horace Greeley: «¡Adelante, hacia Richmond!».
—Yo diría que los tenemos rodeados por tres lados. —Chase había pensado siempre que tenía cierta capacidad militar no revelada durante su carrera, que sólo había sido pacífica. De todos modos, adoraba los mapas—. Tenemos al general Butler en la fortaleza Monroe, que domina la costa. El general Banks está en Maryland, que está bajo la ley marcial. Nunca pensé —dijo Chase, apartándose del tema— que Mr. Lincoln tendría la audacia de suspender el habeas corpus y arrestar a todos esos jefes de policía.
—Cuando decide hacer algo, lo hace. O por lo menos —dijo cautelosamente McDowell— así me lo parece.
—El problema está siempre en hacer que se mueva y en la dirección correcta. ¿Qué sabe usted del general McClellan, que está en el Oeste?
—Por supuesto, lo conocí en México. Es ocho años más joven que yo. Se graduó en la Academia Militar en el cuarenta y seis, y fue directamente a México con el general Scott. Él y yo ascendimos a capitanes durante el combate.
Chase admiró la franqueza con que McDowell admitía que McClellan había sido capitán a los veinte años en tanto que él había alcanzado ese grado a los veintiocho.
—Durante un tiempo, enseñó ingeniería en la Academia. Lo vi pocas veces. Luego se retiró del ejército…
—Para ser —Chase lo dijo en voz sonora— ingeniero jefe del Illinois Central Railroad. —Chase hizo con las solicitudes de empleo una pila ordenada y militar en el centro del escritorio—. Creo que Mr. Lincoln lo conoce.
McDowell sonrió.
—Creo, también, que McClellan era un hombre de Douglas.
—¡Qué pérdida, qué pérdida! —susurró suavemente Chase. La muerte de Stephen Douglas en Chicago, tres semanas antes, había ensombrecido la capital. Todas las banderas se habían puesto a media asta. Chase no lo había aprobado del todo, pero incluso él apreciaba el hecho de que el Pequeño Gigante hubiera muerto al servicio de la Unión. Douglas literalmente se había condenado a muerte, hablando en los estados de frontera, ordenando a sus colegas demócratas que se reunieran en torno de su antiguo rival Lincoln—. Casi no conozco a McClellan —agregó Chase—. Fue mi sucesor en el gobierno de Ohio quien lo nombró mayor general, a pesar de su juventud.
—Treinta y cinco años son muchos para un general, como a Julio César le habría encantado explicarnos. Ciertamente, a los cuarenta y tres yo soy muy viejo…
—¿Y el general Scott, a los setenta y cinco?
—Oh, él simplemente es un recuerdo de otros tiempos. De todos modos, McClellan es un excelente oficial. Ha logrado separar el oeste de Virginia del resto de la Confederación.
—Con la considerable ayuda de sus habitantes. Usted sabe que desean organizarse como un estado separado. He aconsejado a sus líderes que hagan una cosa sensata y se unan a Ohio. Pero son obstinados. —Chase se puso de pie—. ¿Vamos andando?
—Desde luego, Mr. Chase. Mis asistentes ya están en la Casa Blanca.
Mientras atravesaban la larga antesala donde había seis empleados en sus escritorios, relacionados cada uno con un departamento del gobierno, McDowell preguntó inesperadamente:
—¿Cuál es la política militar de Mr. Seward?
—Ruego —respondió Chase— que sea como la mía: ninguna. Estamos en sus manos, Mr. McDowell.
—Pero Mr. Seward tenía toda clase de nebulosos planes militares; y hoy eran aún más nebulosos puesto que cada uno suponía una guerra con una potencia extranjera. Pero mientras leía los despachos apilados en su escritorio, comprendía con incomodidad que bien podía tener en sus manos una guerra con Inglaterra, que en modo alguno era parte de su plan maestro. El último despacho de Charles Francis Adams, desde Londres, estaba lleno de malos presagios. Mr. Seward había elegido a Adams como embajador en Gran Bretaña. Aunque Lincoln se había mostrado curiosamente poco entusiasta acerca de Adams, había accedido a la sugerencia de Seward «ya que me pide usted tan pocas cosas». En apariencia, el gobierno de Su Majestad sufría grave presión por parte de una combinación de propietarios de manufacturas textiles e imperialistas de viejo cuño que pedían el reconocimiento de los estados confederados. El Times de Londres comentaba ya, con más alegría que pena, qué poco duradera había sido la unión de los estados americanos, observando que existían aún hombres que habían contemplado con sus ojos el nacimiento de lo que ahora, visiblemente, moría.
Frederick entró y anunció que Mr. John Bigelow esperaba al secretario. Seward apagó su cigarro.
—Hazte cargo de todo —dijo, y salió de su despacho.
John Bigelow era un hombre de aspecto vivaz y juvenil y algo más de cuarenta años. Era a medias propietario, con William Cullen Bryant, del Evening Post de NuevaYork, a cuya dirección había renunciado para ser cónsul general americano en Paris. Seward y Bigelow eran viejos amigos y aliados políticos. Mientras caminaban por el polvoriento sendero de grava hacia la Casa Blanca, Bigelow admitió que sentía cierto nerviosismo.
—No he visto nunca a Mr. Lincoln —dijo.
—Realmente, no muerde. —Seward estaba fatuo—. Además, no tiene el menor interés por los asuntos exteriores. De modo que no recibirá usted demasiadas instrucciones. ¿Cómo está Mr. Bryant?
—En estos últimos tiempos, algo envejecido.
—Yo diría que parece algo envejecido casi desde principios de siglo. Le diré que al presidente le gusta más la poesía que la política de Mr. Bryant. Así que pase usted de largo los editoriales y cite «Thanatopsis».
—¡No lo recuerdo! —gimió Bigelow con fingida desesperación.
—Seguramente, Mr. Lincoln puede. Es capaz de recordar poesías por metro.
Pero no hubo tiempo para la poesía ni para Francia en el despacho presidencial. Lincoln, sentado en el borde del escritorio, estudiaba una serie de mapas cubiertos de marcas, mientras Hay y Nicolay iban y venían cumpliendo misteriosas misiones que por lo general implicaban sacar un documento de uno u otro de los casilleros del escritorio presidencial, o ponerlo allí.
—Siéntese, Mr. Bigelow —dijo Lincoln, indicando al azar una silla. Hasta ese momento, el presidente no había mirado a su visitante.
Seward intentó atraer el interés del presidente.
—Mr. Bigelow acaba de renunciar al Evening Post…
—Un buen periódico, dentro de lo que son los buenos periódicos. —Por fin Lincoln alzó la mirada y mostró esa sonrisa amplia, con los blancos dientes a la vista que, como Seward sabía ahora, denotaba absoluta falta de interés en el destinatario de la sonrisa—. Seguramente, Mr. Bigelow, Mr. Seward le ha dicho, como le dice a todo el mundo, que yo no sé nada de los asuntos del exterior.
—Oh, no, señor… —empezó Bigelow, titubeando.
—Pues bien, si no se lo ha dicho, es usted la primera persona nombrada en el servicio exterior a quien eso le ocurre. Sea como fuere, no sé mucho de esos asuntos, de modo que su tarea quedará en sus manos y en las de Mr. Seward. Yo sólo diré una cosa: no se debe permitir que el emperador Napoleón olvide nunca que no veremos con agrado ninguna expedición militar francesa contra México. Pero mientras no demuestre simpatía por nuestros rebeldes, no nos inclinaremos a hacer gran cosa por el momento. Destaque ese «por el momento». Cite a Mr. Monroe y a Mr. Adams. Manténgalo neutral. ¿Comprendido?
—Sí, señor presidente.
Hay entró a anunciar:
—El gabinete espera, señor.
Lincoln estrechó firmemente la mano de Bigelow.
—Buena suerte, señor. —Antes de que Bigelow supiera qué había ocurrido, Lincoln y Seward habían entrado a la sala del gabinete. Cuando Bigelow pasó a la sala de espera, vio al general McDowell de pie junto a la puerta de la sala del gabinete, conversando con un asistente. Cuando el general vio a su viejo amigo Bigelow, dijo:
—Aún hay sitio para ti en mi plana mayor.
—Sólo si tu mando se extiende hasta París. —Después de que ambos se felicitaran por sus respectivos nombramientos, McDowell entró en la sala del gabinete, seguido por su asistente.
Todo el mundo estaba sentado, excepto el general Scott, entronizado junto al presidente. El secretario de Guerra, Mr. Cameron, respondía a una pregunta que el presidente acababa de formular.
—En este momento tenemos, en diversas etapas de entrenamiento, trescientos diez mil hombres, lo que hace de nuestra fuerza militar la mayor del mundo.
—Y también la menos adiestrada —gruñó el general Scott—. Son en su mayoría voluntarios, señor presidente, sin disciplina ni instrucción, y los oficiales capacitados para convertirlos en un ejército adecuado son demasiado escasos en este momento.
—¿Es ésa su opinión, general McDowell? —Lincoln se volvió a McDowell.
—Por supuesto, el general Scott tiene razón —respondió McDowell. Alegró a Chase que su protegido fuera tan directo—. La cantidad real de personal adiestrado es apenas un tercio de la mencionada por Mr. Cameron. Y de esos cien mil, sólo cincuenta mil son disponibles en esta ciudad, y como Washington debe ser defendida, para una invasión a Virginia no se podrían emplear más de treinta mil o treinta y cinco mil hombres.
Lincoln lo miró.
—¿Cree usted que serían suficientes?
Seward pensó que el presidente parecía incómodo entre Scott y McDowell. Por otra parte, Chase pensaba que Lincoln estaba perfectamente complacido con McDowell, que era, evidentemente, el hombre del momento.
—Sí, señor. En las dos semanas próximas puedo poner en marcha de treinta mil a treinta y cinco mil hombres. Y serán, señor, la mayor fuerza militar reunida nunca en este continente.
—¿Cuántos hombres pueden reunir los rebeldes? —Lincoln miraba el enorme mapa de Virginia que había en la pared opuesta.
—No estamos seguros, señor. Pero menos que nosotros. —McDowell estaba junto al mapa. Los ojos del general Scott estaban cerrados—. El general Beauregard está aquí, en Manassas. Se sabe que está entrenando a unos veinticinco mil. Y aquí, en la línea que va desde Winchester hasta Harper’s Ferry, el general Johnson custodia el valle de Shenandoah con diez mil hombres.
—De modo que su ejército tiene las mismas dimensiones que el nuestro. —Lincoln frunció el ceño.
McDowell asintió.
—Pero el ejército rebelde está dividido en dos partes que no tendrán tiempo de reunirse si nosotros somos bastante rápidos. Después de todo, Manassas está a sólo cincuenta kilómetros de aquí.
—General Scott. —Lincoln volvió la vista al anciano, que abrió los ojos.
—Ya conoce usted mi punto de vista, señor presidente. Yo no me movería hasta el otoño. Los hombres no están preparados, señor.
—Algunos de ellos están demasiado preparados… para volver a su casa. —Lincoln suspiró—. Una cantidad de personal alistado por tres meses cumplirá muy pronto el plazo. Si no utilizamos los hombres que tenemos antes de finales de julio, no tendremos ejército, y habrá que empezar de nuevo.
—Señor, esos hombres son demasiado novatos para combatir.
—Los rebeldes también son novatos. Estamos a la par.
—Ellos están en su territorio natal, señor —dijo Scott—. Ya he sometido mi propio plan, que supone la división de la Confederación mediante la ocupación del río Mississippi desde Memphis hasta Nueva Orleans. Cuando apretemos como una gran serpiente anaconda, las dos partes se marchitarán por sí solas.
—En último término, creo que tiene usted razón, general —dijo Lincoln en tono conciliador—. Pero en este momento tenemos una rara oportunidad de golpear la cabeza de la otra… serpiente. Gracias al general Horace Greeley, en el Norte está en todos los labios la frase «Adelante hacia Richmond». Por lo menos, está diariamente en sus propios labios, y dicen que todo el mundo lee el Tribune. —Lincoln miró a Hay, que sonrió. Hay tenía la frecuente obligación de aplacar al necio y osado periodista de Nueva York que no cesaba de bombardear al presidente en público y en privado, extrañamente, con descabellados consejos. En el momento del debate Lincoln-Douglas, el republicano Greeley había favorecido a Lincoln, aunque era obvia su preferencia por el demócrata Douglas, para angustia de Lincoln. Sin embargo, era Greeley quien había difundido el discurso del Instituto Cooper que había hecho famoso a Lincoln de la noche a la mañana. Más tarde, en Chicago, el delegado Greeley había preferido a Seward y votado a Bates. Y después, durante cierto tiempo, había deseado que los estados sureños se retiraran. Y sus consejos públicos y privados a Lincoln eran tantos que ocupaban todo un cajón del escritorio presidencial. Después de todo, medio millón de personas leía la edición del Tribune, sobre todo en el Medio Oeste.
Normalmente, el hecho mismo de que Greeley estuviera a favor de un rápido avance sobre Richmond casi con seguridad habría impulsado a Lincoln a atacar el río Mississippi, en el Oeste. Pero Hay sabía lo que casi nadie más sabía: que a Lincoln le había impresionado una línea del último exabrupto de Greeley. El congreso de la Confederación debía reunirse por primera vez en Richmond el 20 de julio. Si Lincoln podía impedir esa reunión, la rebelión se abreviaría considerablemente; los bonos de guerra de Chase se venderían a la par, y las desagradables relaciones de Seward con las potencias europeas que amenazaban con reconocer al Sur se tornarían más agradables.
McDowell desplegó su propio mapa de Virginia sobre la mesa del gabinete. Todos —excepto el general Scott— se pusieron de pie y se inclinaron sobre el mapa mientras McDowell explicaba su estrategia.
—Aquí, en Manassas, está Beauregard con más de veinte mil hombres. Defiende esta línea férrea, que es el nexo con el Norte de todo el sistema ferroviario del Sur. En este momento, acampa entre las dos estaciones. La más próxima a nosotros es Fairfax Courthouse. La más alejada es Manassas, que es además el empalme de dos lineas, el Manassas Gap Railroad y la linea Orange and Alexandria. Yo propongo un avance contra Fairfax desde tres direcciones, con unos treinta mil hombres. En Fairfax nuestras fuerzas se reunirán. Y luego proseguiremos hasta Germantown y Centerville, donde haremos frente al enemigo.
Chase asintió apreciativamente. Era el informe liso y descarnado que él mismo habría dado si hubiera sido el general al mando. En cierto sentido no había gran diferencia entre lo que él hacía diariamente en el Tesoro y lo que estaba haciendo ahora McDowell. Ambos mandaban hombres; ambos sumaban y restaban numerosos conjuntos de cifras que representaban recursos. En definitiva, Butler y Banks y Frémont eran políticos; y aunque a él no le agradaba particularmente ninguno de los tres, sentía cierto orgullo de colega por el hecho de que eran, en ese momento, los más ilustres generales de la Unión.
Por otra parte, Chase no ignoraba que las relaciones entre Lincoln y Seward se habían modificado en cierta medida. El primer ministro era más cuidadoso que antes con el presidente. Interrumpía menos a Lincoln en el gabinete; por desgracia, a modo de compensación, interrumpía más a sus colegas. Gideon Welles y Blair despreciaban abiertamente a Seward; Chase tenía plena conciencia de la forma inescrupulosa en que Seward y su pariente Thurlow Weed ejercían influencia sobre la política del Norte. Aunque Chase jamás podría ser admirador de Seward, estaba perfectamente dispuesto a ser su aliado. En política, los años pasan más rápidamente que en la vida ordinaria. Pronto sería 1864. Como Chase estaba razonablemente seguro de que Seward no se propondría como candidato presidencial, al partido sólo le quedaba un candidato viable, Salmon P. Chase. De este modo, lo quisieran o no, Chase y Seward eran aliados potenciales; por otra parte, Chase había manifestado claramente a Seward que no tenía inconveniente en compartir con él una especie de consulado. Sin embargo, Seward no había vuelto a mencionar el asunto. ¿Había abandonado la idea? ¿O había elaborado algún nuevo modus operandi con el presidente —Chase no había logrado encontrar un adjetivo más descriptivo— simbólico? ¿Qué había en la mente de Seward?
En ese momento, nada de gran importancia. Seward esperaba que McDowell supiera lo que hacía. Aunque Seward había utilizado más de una vez a Winfield Scott para sus propios fines políticos, respetaba al anciano como soldado, aunque sólo fuera porque él nada sabía de guerra y no se consideraba, como Chase, un Bonaparte a la espera de su oportunidad. Seward suponía que los conocimientos bélicos de Scott eran equivalentes a su demostrable ignorancia de la política. De todos modos, el uso del anciano por parte de Seward había concluido cuando se rechazó el consejo de Scott —auspiciado por Seward— de abandonar el fuerte Sumter. Seward creía en ese momento, y creía todavía, que, en el caso de una guerra extranjera, los estados que se habían retirado de la Unión regresarían. Seward aún no sabía cómo había sido exactamente que Lincoln le había arrancado la iniciativa, pero así había ocurrido. Ahora, Seward debía esperar a que se reuniera el nuevo Congreso la semana próxima. Como un tercio de los miembros pertenecía a los estados confederados, éste sería un Congreso norteño, con gran mayoría republicana. Por desgracia, la firma Seward-Weed no controlaría mucho más que la delegación de NuevaYork. Y para peor, poderosas comisiones del Senado y la Cámara de Representantes estaban en manos de abolicionistas fanáticos como Sumner. Aunque esos poderosos parlamentarios tenían escaso respeto por el cauteloso Lincoln, positivamente odiaban a Seward. Como un solo hombre, apoyaban a Chase. Seward miró por encima de la mesa y descubrió que Chase también lo miraba, con esa curiosa intensidad de miope que significaba normalmente un nuevo movimiento en su partida de ajedrez político. Seward sonrió benignamente. Chase bajó la vista al mapa, consternado, era obvio, por haber sido sorprendido en plena observación.
McDowell había terminado su explicación, y su asistente plegó el mapa. Lincoln recorrió la habitación con la vista.
—¿Estamos todos… de acuerdo? —preguntó. Todos tenían aspecto grave y marcial, excepto el general Scott, que parecía dormido. Nadie habló—. Muy bien, general McDowell. —Lincoln estrechó la mano del general—. Ahora, todo está en sus manos.
Luego Lincoln desapareció en su despacho, mientras Hay se reunía con Nicolay en la secretaría, donde el primer mensaje de Lincoln al Congreso estaba desparramado en el escritorio. El Tycoon ya lo había escrito y reescrito varias veces. Había mostrado algunas partes a los diversos miembros del gabinete que tenían relación con ellas. Bates lo había ayudado con respecto al habeas corpus, y Chase no sólo había justificado el asalto del Tesoro sino también las diversas emisiones de bonos que, según se esperaba, financiarían la guerra. Seward había contribuido con varios pasajes floridos sobre asuntos del exterior y, para disgusto del secretario de Estado, Lincoln había podado cuidadosamente los más hermosos pimpollos.
—En general, un noble documento —dijo Nicolay, mientras reunía las páginas como si fueran suyas.
—¿Cómo se entrega? —dijo Hay, con curiosidad.
—¿Cómo se entrega qué?
—Quiero decir, ¿el Anciano va al Capitolio, llama a la puerta y lo lee al Congreso, o cómo se hace?
Nicolay frunció el ceño.
—No sé. Pregúntale a Edward.
—Como siempre, Edward lo sabía. Ese hombre de color un poco solemne consideraba el funcionamiento interno de la Casa Blanca como si fuera el del cielo, e igualmente inmutable.
—Mr. Jefferson era tan mal orador en público que solia escribir los mensajes y enviarlos al Congreso para que alguno de los secretarios lo leyera. Todos los presidentes posteriores han hecho lo mismo.
—¿Pero cómo hacemos exactamente para enviar el mensaje al Congreso?
Hay estaba inspirado.
—Se lo entregamos al jefe de correos, Mr. Blair…
—Usted —dijo Edward, a quien no le gustaba la ligereza en asuntos tan elevados—, Mr. Nicolay, se presentará a la puerta de la Cámara de Representantes. Entonces, el sargento de guardia se acercará, y usted le dirá: «Traigo una comunicación del presidente de los Estados Unidos». El sargento de guardia recibirá el mensaje, mientras el presidente de la Cámara interrumpe la sesión para que se pueda convocar al Senado, y Mr. Forney, secretario del Senado, lo leerá.
—Una respuesta muy satisfactoria —dijo Hay.
—Gracias, Mr. Hay —dijo Edward, y regresó a su puesto de capitán de la sala de espera.
—Me pregunto a quién elegirán presidente de la Cámara. —Nicolay estaba colocando las páginas del mensaje en una carpeta de pergamino.
—El Tycoon piensa que pueden elegir a Frank Blair, pero tendrá que presentar su dimisión como coronel, lo que probablemente no querrá hacer. —El año anterior Hay había colaborado en el Democrat, el periódico de Missouri que dirigía Frank Blair, como corresponsal de Springfield. Aunque Blair había sido hombre de Bates durante la convención de Chicago, la familia se había pasado rápidamente a Lincoln; y Hay había hecho su parte para ayudar a que Missouri estuviera bien informado de la candidatura de Lincoln. De todos los Blair, Frank era el que más agradaba a Hay; incluso le parecía romántico. Cuando Frank se enamoró de la misma chica de Maryland con que deseaba casarse uno de sus hermanos, la solución de Frank fue típica: se trasladó de inmediato al oeste del territorio de Missouri, donde inventó de algún modo el estado del mismo nombre con cierta ayuda de otro hermano, Montgomery. Imitando a Frank, el otro pretendiente se hizo a la mar y la chica, privada de todo Blair, desapareció de la historia.
Hay se retiró a su diminuto despacho, que compartía ahora, para incomodidad de ambos, con William O. Stoddard, llamado familiarmente Stodd, una reciente adquisición cuya dificil tarea era controlar a Madam, que consideraba a Nicolay y a Hay, colectivamente, como el enemigo. A los veinticinco años Stodd era un joven amable con una expresión sensible y preocupada. Había escrito un editorial apoyando a Lincoln para la presidencia en 1859, en la Central Illinois Gazette; luego había enviado ese documento a cientos de periódicos, y muchos lo habían reproducido. Hay siempre había pensado que el Tycoon había inducido a Stodd a escribir ese editorial en un mal momento de su carrera política, pero Nicolay se inclinaba a creer que había sido el asociado de Lincoln, Billy Herndon, quien había arreglado el asunto. Herndon era un adicto a la lectura de periódicos y pensaba en titulares. Años antes de que se hablara seriamente de Lincoln como candidato, Herndon se dedicaba asiduamente a proponer su candidatura a los periódicos.
—¿Está Madam de buen humor? —A Hay le encantaba fastidiar a Stodd.
—Iremos a Long Branch en agosto.
—¿Dónde es eso?
—En Nueva Jersey, creo. Junto al mar.
—Y esos adorables niños, ¿irán también?
—Sí.
—Qué tranquila parecerá la Casa Blanca; sólo nosotros y la guerra.
—Eso depende de que el presidente haya visto o no todas las cuentas de las tiendas de Nueva York. —Stodd estaba disgustado. La prensa de NuevaYork se había divertido bastante describiendo «los suntuosos gastos de primavera de la señora presidenta». Aunque Stodd no dio detalles a sus rivales, Hay y Nicolay, era evidente que estaba preocupado; además, el todavía no confirmado comisionado de edificios públicos había dicho a Hay que encontraba alarmante la visión de Madam de lo que debía ser la Casa Blanca. Hasta ese momento, el Tycoon parecía desconocer la tempestad inminente de cuentas sin pagar, públicas y privadas. Pero, por otra parte, había otras tempestades. El Congreso estaba en la ciudad…