Salmon E. Chase estaba de pie detrás de su gran escritorio de nogal. Tenía al frente, sentados en semicírculo, una docena de los principales banqueros del país. Jay Cooke los había convocado a Washington para una consulta con el secretario del Tesoro, que estaba preparando su informe al Congreso acerca del estado de las finanzas de la nación. El presidente y el cajero del Banco de Comercio de Nueva York, Mr. Stevens y Mr. Vail, escuchaban corteses, atentos, inescrutables, así como los directores del Banco de Albany y el Banco Americano, y los banqueros independientes como Morris Ketchum y William Henry Aspinwall.
Al principio, Chase había dicho en tono de confianza que las finanzas nacionales marchaban bien. Pero esos hombres sabían la verdad y, en última instancia, serían ellos quienes tendrían que ayudarle a financiar fuerzas militares que amenazaban costar al gobierno un millón de dólares diarios aunque aún no se había librado una batalla en ninguna parte. La captura de Alexandria sólo había costado una vida, la del coronel Ellsworth; las de Hampton Road y Newport News habían sido incruentas, pero costosas. Chase hizo lo posible para destacar el costo del simple mantenimiento de un ejército y una marina.
—Hemos recibido —dijo Chase, sabiendo que los banqueros ya conocían la suma— veintitrés millones de dólares en contribuciones voluntarias de varias legislaturas estatales, municipalidades y personas privadas. Después de la segunda proclama del presidente, el 3 de mayo, llamando a cuarenta y dos mil voluntarios para servir tres meses, el costo de nuestros esfuerzos militares ha aumentado sensiblemente. —Chase miró con cierto placer las cornisas doradas de las ventanas, con el sello del Tesoro, su sello—. Como saben ustedes, señores, cuando esta administración asumió el mando, encontrarnos el Tesoro vacío. El pánico de 1857 convirtió lo que era un superávit en un déficit, y nuestros amigos sureños que estaban todavía en el Congreso lograron impedir que creáramos impuestos al consumo. Los raros empréstitos lanzados al mercado general tenían tasas exorbitantes de interés.
Chase estudió sus rostros ante la frase «tasas exorbitantes de interés»; allí estaba el motivo de la silenciosa presencia de los banqueros. Comprarían más que felices los bonos del gobierno si fueran a corto plazo y al veinte por ciento de interés. Chase estaba decidido a no sobrepasar el siete por ciento. Era evidente que habría bastante regateo; como hacía siempre en momentos dificiles, recordó la epístola de san Pablo a los Efesios.
—Tendremos que financiar mediante empréstito las tres cuartas partes de nuestro próximo presupuesto. —Los rostros serenos empezaron a tornarse lentamente caras de lobo, mientras el presidente del Banco de Comercio sacaba sus garras. Chase vio, fascinado, cómo el labio superior del magnate se alzaba y emitía un gruñido predatorio—. Aumentaré la tarifa. También deseo aplicar alguna clase de pequeño impuesto nominal a las rentas individuales. —Los lobos se inclinaron hacia delante. Chase escuchó distintamente un gruñido de amenaza—. Sé que los americanos se han resistido siempre a este tipo de impuestos, pero no se me ocurre un método más directo para obtener fondos.
—Mr. Chase —dijo Mr. Aspinwall, el más amable de los lobos—, usted puede exigir a los americanos un impuesto cuando lo desee, pero ellos, ¿lo pagarán?
—Sin duda el deber patriótico hará que cualquier ciudadano…
Mr. Ketchum se echó a reír.
—Tendrá que contratar a tantos funcionarios para asegurarse de que ese impuesto se cobra que los fondos obtenidos servirán sólo para pagarles.
—Yo no soy tan pesimista —dijo Chase, fascinado por la idea de mil nuevos agentes del Tesoro diseminados en todos los estados y llenos de agradecimiento a Mr. Chase. Sabía que era innoble pensar en su carrera política en ese momento; pero si el bienestar nacional coincidía con sus propios y legítimos intereses, no tendría otra opción que servir a ambos con el mismo celo. Como siempre, san Pablo le dio consuelo.
Cuando los banqueros se refirieron a la necesidad de imprimir más dinero, especialmente en la forma de billetes de los bancos que representaban, Chase recordó su discurso inaugural como gobernador de Ohio.
—Como dije entonces, lo mejor sería acuñar monedas, y emplear los billetes grandes sólo para las necesidades del comercio. En principio, sostengo esto mismo. Pero en la práctica… —Chase estaba ahora en aguas profundas; y también los banqueros, pero ellos se proponían llegar, en cambio, a un específico puerto dorado. De mala gana, Chase cedió. Y sin embargo, no había perdido su coherencia. Él había venerado al general Jackson, que había suprimido el Banco de los Estados Unidos por considerar que la pluralidad de los bancos era la esencia y el emblema de la democracia. Pero ahora que se encontraba en su despacho (absolutamente satisfactorio excepto por la alfombra de terciopelo gris perla que, a pesar de la instalación de una escupidera resplandeciente al lado de cada silla, empezaba a oscurecerse por las manchas de tabaco de mascar), el secretario del Tesoro ya no estaba tan seguro como antes de que la financiación del gobierno federal por aquellos… lobos (no podía pensar en una palabra más adecuada) fuera lo más conveniente para el pueblo. Sin embargo, no aparecía a la vista otra alternativa. Con decisión, cinceló un tratado con ellos. Después de afirmar primero, tan elocuentemente como pudo, que la idea de una deuda perpetua no era oriunda de los Estados Unidos ni debía nacionalizarse, dijo que después de todo la guerra era la guerra. Pero los banqueros deseaban alto rendimiento en préstamos a corto plazo, y Chase aceptó la fórmula que él y Jay Cooke llamaban el «5-20»: bonos a veinte años, no redimibles antes de cinco. Aunque logró mantener el interés por debajo del ocho por ciento, los banqueros le impusieron sus condiciones en otros puntos, obligándole a vender ciertas emisiones gubernamentales bajo par. Chase tenía la sensación de que habían sido más astutos que él; no sabía cómo recobrar el control de la situación. Pero antes de terminar su carrera, pensó severamente, mientras uno por uno los bien alimentados lobos de dientes brillantes le estrechaban la mano y decían adiós, reorganizaría el sistema bancario de Estados Unidos o sería devorado en el proceso.
—Cuando el último banquero se marchó, el secretario anunció la presencia del gobernador Sprague. Inmediatamente, el estado de ánimo de Chase cambió; saludó cordialmente al joven; le indicó un sofá donde cada uno podía sentarse en un extremo, de modo a la vez íntimo y formal.
—¿Dónde —dijo Sprague— puedo conseguir unas gafas nuevas?
Como los visitantes de Chase solían hablar en términos de millones de dólares y de complejos asuntos de tarifas, el secretario de Estado quedó sin habla por un instante; luego se recobró.
—Yo las compro en la casa Franklin —respondió—, en esta misma calle. Mi secretario tiene la dirección. Me alegra que tenga usted tiempo y pueda visitarme tan… espontáneamente.
—Oh, Burnside se ocupa del regimiento. ¿Puede usted decirle una palabra al presidente?
—¿Acerca de su cargo de…?
—De mayor general de voluntarios, sí. Butler ya tiene el suyo.
—No sé exactamente si está dentro de mi jurisdicción…
—¿Qué es habeas corpus? —preguntó el gobernador de Rhode Island.
Chase no había hallado sencillo el diálogo con el joven durante la recepción. Ahora se veía constantemente sobresaltado por los cambios de tema. A Chase le gustaba empezar una conversación exponiendo claramente el tema; después de examinar los pros y los contras, pasaba majestuosamente a una conclusión razonada. Esto no era posible con Sprague, que saltaba de un asunto a otro. Era evidente para Chase que el problema no era una mala educación: sencillamente, Sprague no había recibido ninguna. Sin embargo, su mente era rápida; una mente de hombre de negocios, se dijo Chase, y no como la suya propia, más adecuada para un obispo que para un financiero.
—Habeas corpus —empezó Chase, preguntándose si se le permitiría concluir lo que prometía ser un discurso agradable— es una expresión latina que significa «tendrás el cuerpo». Aunque el concepto data del siglo XIII, sólo en 1679 la Ley de Habeas Corpus se impuso en Inglaterra, y en nuestro país. —Chase había suspendido y repetido ese examen—. Según esa ley, una persona arrestada debe ser presentada ante el tribunal para ser juzgada, después de la entrega del recurso correspondiente. Nadie puede ser retenido en prisión, en Inglaterra ni en los Estados Unidos, sin proceso. —Chase miró con cierta ansiedad a Sprague, que llevaba una escupidera desde el costado del sofá hasta el frente, donde la nacarada gloria de la alfombra se conservaba todavía virgen—. Esta ley es el fundamento de todas las sociedades libres en general y de la nuestra en particular. —Chase había terminado; no había sido interrumpido; tenía una sensación de calidez. El chico era educable.
—Ya no —dijo Sprague, mientras hacía girar sus gafas, sosteniéndolas por un cordón—. Y va a haber problemas. Estuve en la Casa Blanca. No pude ver al presidente. Nadie podía. El juez supremo lo está buscando. Mr. Lincoln arrestó a un amigo del viejo, o algo así.
Chase asintió.
—Un tal Mr. Merryman, de Baltimore.
—Así es. Lo encerraron en el fuerte McHenry, y cuando el juez dijo al general a cargo del fuerte que le mostrara el cuerpo, el general dijo al juez que se fuera al infierno, por orden de Mr. Lincoln.
—Estoy seguro, señor Sprague, de que ésas no fueron las palabras exactas que le dijo el general Cadwalder al juez supremo.
—Sea como sea, el viejo fue a tirarle la Constitución por la cabeza a Mr. Lincoln. Dicen que Mr. Lincoln tendría que ir a la cárcel por quebrantar la ley. ¿Puedo invitar a Miss Chase a salir a caballo conmigo el domingo, antes de volver a Providence?
—¿Si puede usted…? —Chase había seguido una liebre casi hasta su madriguera; ahora Sprague había levantado otra.
—Invitar a su hija a salir el domingo. A caballo. —Sprague deletreaba como si Chase fuera lento para entender—. El lunes debo tomar el tren a Providence. Pero volveré a tiempo para la guerra.
—Por supuesto, señor. Si ella lo desea, pues, también yo me sentiré complacido. ¿Ha dicho usted que el juez supremo piensa arrestar a Mr. Lincoln?
—Sí, señor. Ahora, hablemos de algodón.
—No se hablaba de algodón en la Casa Blanca. Pero se hablaba mucho de habeas corpus. Lincoln estaba en la cabecera de la mesa del gabinete con el fiscal general Bates a su derecha. La sala de espera estaba, como siempre, llena de gente. En verdad, un momento antes, mientras Bates y Lincoln se abrían paso por el atestado pasillo, le habían entregado al presidente una docena de cartas y peticiones; él debía responder con cortesía a los gritos de «Un minuto, señor, sólo un minuto». Y Lincoln le había murmurado a Bates: «A veces siento que soy el propietario de una pensión que se está incendiando. Mientras las habitaciones del fondo arden, yo me ocupo de alquilar las del frente».
Pero ahora, en la relativa tranquilidad de la sala del gabinete, también había un pequeño incendio, pensaba Hay, en la carta del juez supremo, el juez Taney, temblorosamente manuscrita.
—Por desgracia —dijo Bates—, el viejo Taney vive en Baltimore, así que pudieron ponerlo en acción enseguida.
—Por desgracia, Mr. Taney es un ciudadano de Maryland —dijo Lincoln—. Y todavía es peor que Jackson lo haya designado juez supremo. Pero lo es. ¿Qué dice su amable mensaje? —Lincoln tendió la carta, sin leerla, a Bates.
—Dice —Bates dio un vistazo al documento— que ordenó al general Cadwalder que presentara a Mr. Merryman y que su orden fue desobedecida. Luego recuerda que le ha jurado usted a él, al asumir el mando, defender la Constitución y que debe usted velar porque las leyes sean obedecidas, y también el juez supremo.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer ahora?
—Llevar inmediatamente a juicio a Mr. Merryman.
—¿Si no lo hago?
—Violación de la ley, rebeldía a la Corte Suprema de los Estados Unidos y… demás.
—Pero no quiere arrestarme, ¿verdad?
—Yo diría que quiere; dice que tiene el derecho pero no el Poder.
—Creo que en primer término deberíamos persuadir a Mr. Taney de que, si bien parecía que yo le hacía a él un juramento porque él sostenía la Biblia esa mañana, la verdad es que yo empeñaba ante todo el país el juramento de defender toda la Constitución. ¿Ha anotado eso, Johnny?
—Lo estoy anotando, señor. —Hay escribía rápidamente.
—Creo —dijo Bates— que debería usted invocar sus poderes inherentes y decir…
—No, no. —Lincoln inclinó su silla de modo que quedó en peligroso equilibrio sobre sus patas traseras. Un día, pensó Hay, el primer magistrado caería estrepitosamente al suelo cuan largo era, que no era poco. Por alguna razón, no podía permitir que las sillas se apoyaran sobre sus cuatro patas—. Nos ocuparemos de Mr. Taney mediante el método de no mencionarlo. Bates demostró su asombro sacudiendo su cabeza y su barba del Viejo Testamento.
—¿Cómo puede pasar por alto al juez supremo?
—Oh, fácilmente. Lo que haré es defenderme en el Congreso, cuando se reúna en julio. Nicolay, ¿dónde está la Constitución?
—No lo sé, señor. Creo que se conserva en el Capitolio, en alguna parte. Preguntaré…
—No, quiero decir dónde hay un ejemplar.
—No lo sé. —Nicolay miró a Hay, que hizo un gesto de negación. Lincoln se volvió cómicamente hacia Bates—. No diga usted a nadie que no hay un ejemplar de la Constitución en la Casa Blanca.
—La gente ya lo sospechaba —dijo ácidamente Bates.
—Bueno, Nicolay, traiga un ejemplar de donde sea. Ésta es la línea que seguiré. —Lincoln cerró los ojos. A Hay le fascinaba siempre ver al Tycoon pensando en alta voz. Giraba en círculos sobre el tema y luego, como un águila, se lanzaba contra el corazón—. Después de llamar a la milicia, dije al general al mando, es decir, sentí que debía decirle que podía arrestar o detener a cualquier individuo sospechoso de significar un peligro para nosotros, para la seguridad pública. Fue una petición verbal. —Lincoln miró a Bates de soslayo—. No hay ninguna orden escrita.
—Eso ha sido muy prudente, señor.
Lincoln volvió a cerrar los ojos.
—El general ha utilizado muy moderadamente sus facultades. Nicolay, ¿cuántos arrestos se han hecho hasta ahora?
—Unos cuarenta, señor, incluyendo al jefe de policía de Baltimore.
—Si un jefe de policía no da el ejemplo, él mismo será el ejemplo. Ésta es mi máxima del día. Ahora bien; una persona de elevada posición, no mencionaré su nombre, me recuerda que he jurado ejecutar fielmente las leyes. Cuando presté ese juramento —automáticamente, Hay escribió «que está registrado en el cielo», aunque Lincoln no invocó, por una vez, esa fórmula usual— todas las leyes que yo juraba sostener eran resistidas y quebrantadas en una tercera parte de los estados. Entonces, ¿deben quedar todas las leyes sin ejecutar excepto esa sola? Y lo que a mi juicio es más importante: yo habría traicionado por completo mi juramento si hubiera permitido, si alguna vez permitiera, que el gobierno fuera derrocado, sólo por no desestimar esa única ley. —Hay apreció la claridad de la sutil negativa de Lincoln—. Yo no he violado ninguna ley.
—Señor —interrumpió Bates—, no sólo ha violado la ley, sino que ha desoído una orden de la Corte Suprema.
Lincoln abrió los ojos, miró por un instante, reflexivamente, a Bates, y luego se volvió a Hay.
—Que diga entonces: «En mi opinión, no he violado ninguna ley». ¿Es mejor así, Mr. Bates?
—Probablemente no. Después de todo, soy un whig chapado a la antigua. Pero parece menos categórico.
Lincoln asintió; volvió a cerrar los ojos. Hay pensó que en la mente de Lincoln debía de haber una especie de enorme tabla donde aparecían, con palabras de fuego, las frases que luego decía a la nación.
—La Constitución dispone que… Luego pondremos los términos exactos. Parafraseo: el habeas corpus sólo puede suspenderse en casos de rebelión o invasión. He decidido que sufrimos una rebelión, y he suspendido, en ciertos casos particulares, el recurso de habeas corpus. Se reitera que la facultad de hacer esto recae en el Congreso. Pero la Constitución no dice quién de nosotros, el Congreso o el Ejecutivo, posee…, debe ejercer esa facultad. Como el Congreso no estaba en sesión en el momento en que la rebelión ponía en peligro la ciudad de Washington, yo actué con toda la prontitud posible para salvar la ciudad. —Lincoln dejó caer la silla ruidosamente. Miró a Bates—. Luego pediré al Congreso que apruebe lo que he dispuesto, y lo hará, porque tenemos una buena mayoría; y esperemos que el juez supremo admita que estamos en tiempos de guerra.
—Eso está muy bien, señor —dijo Bates.
—Esperemos —dijo Lincoln—. Estoy improvisando a cada minuto. ¿Hay alguna noticia de Missouri?
—Nada que usted ignore, Mr. Lincoln. He recibido una carta de Frank Blair; dice que todavía hay problemas en St. Louis. Pero él, personalmente, mantendrá el control. Dice que le gusta jugar al soldado.
—¿Volverá al Congreso?
—Sólo si usted lo necesita. Tratará de conservar su escaño en el Congreso y su cargo en el ejército. A Frank le gusta pelear, usted sabe.
Lincoln sonrió.
—Lo sé. A todos los Blair. —Lincoln se volvió a Hay y Nicolay—. En Kentucky hay un viejo dicho, cuando los Blair van a pelear, van a un funeral. —Lincoln se puso de pie—. Muy bien: johnny, escriba eso para añadirlo a mi mensaje al Congreso. Nico, puede soltar a las fieras.
Lincoln se erguía por encima de los otros tres.
—Muchas veces pienso —dijo— que si alguna vez este país es destruido, será a causa de la gente que busca un empleo del gobierno, de la gente que quiere vivir sin trabajar, un vicio terrible…
Lincoln vio por la ventana la compañía de infantería de Nueva Jersey que practicaba orden cerrado bajo la severa mirada de Tad y de Willie, éste montado en la cabra Nanda.
—Un vicio terrible —repitió— del que yo mismo no estoy enteramente libre. Hace veinte años soñaba con ser cónsul americano en Bogotá. Gracias a Dios, no conseguí que me nombraran.
—Supongo que todos estamos en deuda con Dios —dijo Bates—. No lo diga demasiado pronto. —Lincoln llevó un dedo a sus labios. Luego se dirigió a su despacho, seguido por Nicolay.
Hay condujo a Bates por el largo pasillo, lleno de hombres con bigotes que aspiraban a puestos en el ejército. Donde empezaban las habitaciones privadas, encontraron a Madam y a Mrs. Grimsley.
—¡Mr. Bates, señor! —exclamó, complacida, Mrs. Lincoln. Para los fríos ojos de Hay, su aspecto era algo enfermizo. Pero al menos ya no estaba loca. Hay y Nicolay solian debatir si la migraña era una verdadera enfermedad o si únicamente la simulaba para conseguir que el Tycoon hiciera lo que ella deseaba. En los últimos tiempos había vuelto a entremeterse con los nombramientos, para consternación de los dos secretarios del presidente. Ninguno de ambos sabía lo que pensaba el presidente de las actividades políticas de Mrs. Lincoln.
Hay dejó al fiscal general al cuidado de Madam y retornó a su despacho para iniciar la búsqueda de un ejemplar de la Constitución.