Dieciséis

David ayudaba a Mr. Thompson a cerrar la tienda cuando apareció Annie Surratt en la puerta. Como era la primera vez que ella venía a verlo a la farmacia, David le pidió que entrara, pero ella movió la cabeza. Parecía nerviosa y agitada.

—Es tu madre, Davie. No está bien.

—¿Qué le ocurre a Mrs. Herold? —preguntó Mr. Thompson, saliendo de la trastienda, donde la criada para todo no hacía nada—. Oh, es usted, Miss Surratt. ¿Cómo está su padre? —Mr. Thompson conocía a toda la gente de Washington, y la mayor parte de sus enfermedades.

—Enfermo, también. Nunca se levanta de la cama. Davie, tu madre ha sufrido una caída. El médico está con ella. No se sabe si se le ha roto algo. Pero te llama.

—¿Qué médico? —preguntó Mr. Thompson, quien juzgaba constantemente a toda la profesión.

—No sé, Mr. Thompson. La hermana de Davie me vio en la calle y me dijo: «Busca a David, madre lo llama». Y vine corriendo.

David miró a Mr. Thompson, que asintió bondadosamente.

—Ya hemos terminado por hoy. Puedes irte. Si necesita medicamentos especiales, dímelo. Le haré un descuento. —Ese descuento, David lo sabía, era el cinco por ciento del ciento cincuenta por ciento de ganancia que obtenía Mr. Thompson con cada venta. Si no fuera una vida tan aburrida y encerrada, David sabía que poner una farmacia no era lo peor que podía hacer. Se puso la chaqueta de verano, de lino, y salió deprisa con Annie.

En la calle Quince tuvieron que esperar diez minutos mientras una batería de cañones avanzaba lentamente por la mitad de la calle y los guardias impedían a los peatones bajar de las aceras. Como David sospechaba, a su madre no le ocurría nada.

—Padre quiere verte. Algo urgente, dice.

—¿Cómo está?

—Como siempre. Todavía cruza el río de vez en cuando, pero se fatiga enseguida. Creo que quiere que tú lo hagas.

Eso era exactamente lo que deseaba Mr. Surratt. David se sentó en una temblorosa silla junto a la cama del anciano. Mr. Surratt estaba más pálido que de costumbre y, como siempre, la tos iba y venía en misteriosa sucesión. La habitación olía a medicamentos y a carne que muere. Sobre la cama de Mr. Surratt había un cuadro de la Virgen, de tonos azules; debajo del cuadro, un gran crucifijo. Como siempre que estaba en casa de los Surratt, David se preguntó cómo podía abandonar nadie la religión verdadera por esa mascarada irlandesa.

—Debería ir, Davie, pero no puedo. Hay mucha prisa, demasiada para mí. No estoy fuerte. Tendrás que ir lo más rápido que puedas. Pasa el Puente Largo antes del anochecer, y ve a ver a nuestro amigo de la taberna.

—¿Qué debo llevarle?

—Nada más que un mensaje oral.

—Entonces, ¿qué debo decir? Lucifer, el hijo de la mañana, y Satán.

—Es muy fácil. ¿Qué significa?

—Él comprenderá. Y es mejor que tú no lo sepas. Y ahora vete enseguida. —Sí, señor.

Annie estaba sentada al piano en el salón delantero, pero no tocaba. Lo miró ansiosamente.

—¿Irás al otro lado?

David asintió; se sentía, de pronto, no sólo una persona completamente adulta, sino también muy importante. Además se dejaba crecer el bigote desde hacía muy poco tiempo. Alisó el sedoso pelo oscuro del bigote.

—¿Qué te parece?

—Pienso que va a suceder algo. Me parece que las tropas yanquis…

—Me refiero al bigote.

—Oh, te sienta muy bien. Pareces… mayor.

—¿Eso es bueno?

—Sí. Es bueno. Te acompañaré hasta el río.

Del brazo, como cualquier joven de chaqueta de lino y bigote con una bonita muchacha, David caminó por las calles polvorientas. En Washington, cuando no se atosigaba uno con el polvo, se hundía uno en el barro. Hoy había hecho bastante calor, pero ahora una brisa fresca y polvorienta secaba el sudor en las sienes de David.

Había tropas por todas partes. Con cierto nerviosismo, David y Annie procuraban parecer jóvenes amantes, o lo que ellos se imaginaban que debían parecer los jóvenes amantes, un atardecer a fines de mayo, cuando el lucero todavía no es visible en el cielo violeta sobre las colinas del Potomac.

En el Parque del Presidente había tropas acampadas. Habían erigido hileras de tiendas, y ya estaban encendidas las cocinas. Un grupo de soldados cantaba canciones tristes. Un soldado ordeñaba una vaca. Un oficial se afeitaba ante un espejo colgado de un árbol. Cuando entraron en la avenida de Ohio, que llevaba hasta el puente más próximo sobre el canal, vieron todavía más tropas acampadas entre los bloques blancos de la base de lo que sería alguna vez el monumento a Washington. Cerca, un negro de edad intentaba pescar bagres en el canal estancado. El hedor, como de carne podrida, era espantoso.

—Debe de haber cincuenta mil yanquis en la ciudad —dijo Annie—. No lo habría creído si no los hubiera visto, prácticamente a todos, con mis propios ojos, mientras regresaba de Surrattsville. En el Capitolio, durmiendo en el suelo. En la oficina de patentes. En…

—Dicen que nosotros tenemos cincuenta mil hombres al otro lado del río, listos para ocupar la ciudad.

—Yo no los he visto. He oído hablar de ellos. Pero a éstos los he visto. —Annie le apretaba el brazo. ¿Cuántos jóvenes de dieciocho años, con los bigotes prácticamente crecidos del todo, estaban embarcados en una misión que significaría el fin de la capital yanqui? David estaba seguro de que ese diabólico mensaje tenía algo que ver con el largamente previsto y anhelado ataque a Washington. Aunque los soldados yanquis parecían formidables, no podían compararse con los matones que sólo vivían para luchar.

—¿Dónde está Isaac? —preguntó David, exaltado por el valor sureño.

—No lo sé con seguridad. Pero sospecho que, como Richmond es ahora la capital de toda la Confederación, debe de estar allí, muy cerca de nosotros.

—¡Espero que ayude a echar abajo la puerta de Washington! —dijo David con energía; luego suspiró—. ¡Qué no daría por ir a Richmond y trabajar para el presidente Davis, o algo parecido!

En realidad, David había estado una vez en Richmond, que no estaba a más de ciento cincuenta kilómetros de Washington, a vuelo de pájaro, y le había parecido una ciudad pequeña en comparación con la capital o incluso con Baltimore, aunque en ciertos sentidos le agradaba más que cualquiera de las dos.

—Padre dice que eres más útil aquí, vigilando lo que ocurre en la Casa Blanca.

—No me entero de mucho. Pero he notado que cuando se prepara algo, desaparecen. Y ayer desaparecieron.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, todo se vuelve muy tranquilo. Mr. Lincoln se desliza al Departamento de Guerra, y todo el mundo se mueve como si no pasara nada, y entonces algo ocurre. Podría jurar que el presidente se ha mantenido invisible durante más de un día, de modo que se está preparando algo.

—¿Qué has oído en la farmacia?

—Que Mrs. Lincoln ha ido a Nueva York a comprar cosas para la Casa Blanca; el presidente le ha dicho a ese Mr. Wood que está a cargo de los edificios públicos que no la vigila suficientemente, porque ella gasta demasiado en las tiendas…

—Eso lo he visto en los periódicos. ¿Qué más?

—Dicen que el presidente está muy enfadado porque cree que Mrs. Lincoln y Mr. Wood tienen una historia de amor en el Metropolitan Hotel de Nueva York.

Annie se detuvo en seco. Detrás de ella, la fantasía gótica rojo oscuro del Instituto Smithsoniano se volvía negra a la luz plateada.

—¿Mrs. Lincoln? ¿Una mujer de su edad?

—Eso dice la gente.

—Me han dicho que está loca. —Annie movió la cabeza—. Pero jamás he sabido de una mujer de esa edad, ¿cuántos años puede tener?, ¿cuarenta y cinco?, que haga esas cosas, excepto, por supuesto, si es una profesional, como tu amiga Mrs. Austin.

—Bueno, a veces sí, Annie.

David no pensaba decirle que lo sabía de primera mano. Había una bonita viuda de más de cuarenta y cinco, dueña de una tienda cerca del astillero. Había mantenido con provisiones a uno de los matones hasta que él se había ido al Sur. Y poco antes había dicho claramente a David que también él podía ser dueño de algún jamón ocasional si estaba dispuesto a alegrar su triste viudedad. Annie, concluyó David, no sabía gran cosa acerca de las mujeres. Era, evidentemente, una buena chica, educada por las monjas.

—De todos modos, Mrs. Lincoln ya está de vuelta, y Mr. Wood también, como siempre, y es carne y uña con Mr. Watt, el jefe de jardineros, que gana fortunas todos los años robando en la Casa Blanca, vendiendo puestos de trabajo e inundando el Mercado Central de hortalizas cultivadas a escondidas en el Parque del Presidente. —Mientras hablaba, le sorprendió comprobar cuántos chismes conocía sin habérselo propuesto especialmente. Pero, por supuesto, los movimientos del personal permanente de la Casa eran de interés, incluso vital, para los comerciantes de la ciudad, que debían cuidar su relación con el Viejo Edward y solian darle una propina de vez en cuando. También había que contar con Mrs. Cuthbert, el ama de llaves, una verdadera potencia, y con la mulata Elizabeth Keckley, próxima a Mrs. Lincoln y distante del resto, y nueva en la Casa Blanca, no como Mr. Watt, que había hecho su fortuna mostrándose encantador con cada nueva administración.

En el Puente Largo, Annie besó en la mejilla a David, y le susurró al oído:

—Portémonos como si fuéramos novios.

—¿No lo somos? —le dijo David, también al oído; ella dejó escapar un gritito; rió; huyó.

David se acercó a la garita recién construida del puente en el extremo de Washington. Sabía que el sargento había estado mirando su representación con Annie; y con la inocencia de una oveja le mostró el pase al militar, a quien no había visto antes.

—Farmacia Thompson —leyó el hombre—. ¿No es un poco tarde para repartir medicamentos?

—No, señor. Al menos no es tarde para Mrs. Alexander, que está cada vez peor, me han dicho…

—Pasa.

Mientras David atravesaba el puente, se encontró caminando directamente hacia un maravilloso crepúsculo. Aunque estaba deslumbrado, vio que no había prácticamente tránsito desde Virginia, excepto algunos carros de hortalizas, y desde Washington sólo algunos caminantes aislados como él mismo, y ningún coche. Quienes deseaban pasar de la Unión a la Confederación ya lo habían hecho mucho antes. A mitad de camino se detuvo y miró, río abajo, hacia la punta Greenleaf, roja como la sangre, como el Capitolio, algo más hacia el este. En ese momento, David advirtió curiosos reflejos metálicos justo debajo del punto en que la avenida Maryland se encontraba con el Puente Largo.

—Siga —dijo una voz. Alzó la vista. Una patrulla de infantería de la Unión marchaba desde Virginia hacia Washington. Un cabo le había hablado.

—Sí, señor —dijo David; y continuó su camino, sabiendo que lo que había visto en la zona cenagosa, al sur del puente, era, por lo menos, un regimiento entero de infantería cuyas brillantes bayonetas reflejaban el poniente.

En el extremo de Virginia un sargento confederado, un joven de largos miembros apenas mayor que él, lo reconoció.

—¿Vas a la taberna, Davie? —El sargento le guiñó el ojo.

—Tengo la garganta algo seca, para decir la verdad.

—Entonces nos veremos —dijo el sargento—, cuando deje el servicio.

David se encaminó directamente a la taberna. El salón principal estaba medio vacío. Antes, ese salón húmedo, que olía a cerveza y a serrín, hubiera estado repleto de granjeros locales y sedientos viajeros del Sur que tornaban una última copa en Dixie antes de ir a la capital; pero ahora sólo había soldados de uniforme gris, y unos pocos viajantes de comercio, en la barra, con un pie apoyado en el eternamente deslucido tubo de bronce.

—David pidió una cerveza; comió un pepinillo; después preguntó al camarero:

—¿Está Mr. Mayberry?

—No, Davie. Se ha ido a Alexandria.

—¿Cuándo volverá?

—Supongo que en cualquier momento.

David esperó hasta medianoche. Bebió e intercambió historias con el sargento confederado y sus amigos. De vez en cuando salía a orinar bajo una luna llena que transformaba la noche en día. Todo estaba tranquilo en el extremo de Virginia del puente, donde los soldados murmuraban sus contraseñas mientras iban y venían; hacia el sur, las luces de la cercana Alexandria difundían un resplandor amarillento en el cielo negro.

A esa hora, David empezaba a sentir el efecto de la cerveza que había bebido. Habló en un aparte con el camarero.

—Tal vez debería ir a buscarlo.

—No sé dónde decirte que lo busques. Debería estar de regreso hace horas. —El camarero estaba evidentemente preocupado—. Hay rumores —dijo en voz baja.

—Por eso quiero hacerle llegar mi mensaje.

—Realmente no sé cómo podrás hacerlo, Davie.

A pesar de la cerveza, David tomaba en serio su misión. Anduvo los diez kilómetros hasta Alexandria, y fue directamente al Marshall House, un hotel pequeño en cuyo techo se veía la bandera de la Confederación. En el bar David buscó al propietario, un hombre llamado Anderson a quien conocía de vista. Anderson estaba sentado ante una mesa con lo que parecían comerciantes locales. David le hizo señas de que deseaba hablar con él; Anderson se reunió con él en la barra.

—Te conozco, ¿verdad?

—Sí, señor. Soy David Herold, de la farmacia Thompson. A veces veo a Mr. Mayberry, cuando vengo aquí como repartidor.

—Sí, te he visto en su taberna. Whisky —dijo Anderson al camarero—. Sólo que ahora llevas bigote.

—Sí, señor. —David bebió—. Debo encontrar a Mr. Mayberry, señor. Traigo un mensaje importante.

Anderson frunció el ceño.

—Lo he visto más temprano. Entró y dijo que todo iba bien, por el momento. Creo que tenía prisa. ¿Puedo ayudarte en algo? —No lo creo, señor.

—Buen muchacho. No confias en nadie. Bebe todo lo que quieras. Puedes esperar aquí. —Anderson regresó a su mesa. David estaba ahora amodorrado por la bebida. Además, se había levantado a las cinco. Preguntó al camarero si había un lugar donde pudiera echarse; y el hombre lo llevó a un almacén, detrás del hotel, donde se acostó en un catre y durmió.

David estaba soñando que una tormenta lo sorprendía en la costa del río cuando, de pronto, la tormenta estuvo encima de él. David, despierto por las descargas de fusilería, se arrojó del catre al suelo de tierra, y luego salió del almacén: la luna estaba muy baja, el sol a punto de aparecer, y la calle repleta de gente, algunos en camisa de dormir, otros a medio vestir. Todo el mundo corría hacia el Puente Largo.

—¿Qué ocurre? —David logró detener a un anciano que, curiosamente, iba en la dirección opuesta.

—Los yanquis han cruzado el río. Atacan Alexandria.

Cuando salió el sol, David volvió a ver las bayonetas de la noche anterior, sólo que ahora no estaban rojas sino plateadas. Se le había dado una hora de plazo a la guarnición confederada para evacuar Alexandria, cosa que había hecho. Ahora estaba de camino a Richmond. Ante los ojos de David, Alexandria fue invadida por las tropas de la Unión, en su mayoría hombres del séptimo regimiento de NuevaYork.

La población simplemente los contemplaba, más bien asombrada que irritada o asustada. Desde luego, nadie sabía muy bien cómo conducirse cuando tropas americanas ocupaban una ciudad americana aparte de los cerdos locales, que chillaban, despavoridos, entre los caballos que amenazaban pisotearlos.

Un grupo de oficiales yanquis pasó junto a David. Parecían llenos de ánimo. Uno de ellos era el coronel Ellsworth, de los Zuavos, que tenía veinticuatro años y había fascinado a Washington —y a David— con los extraordinarios ejercicios de su regimiento, por no mencionar la última hazaña: había estallado un incendio al lado del Willard, y un grupo —bomberos de Nueva York en la vida cotidiana— había hecho una pirámide humana contra un costado del edificio en llamas. Luego, pasando de mano en mano cubos de agua, habían apagado el fuego entre los aplausos de mil espectadores, entre ellos David.

Más que nunca, David deseó ser el coronel Ellsworth. El joven se movía como un tigre, un tigre muy enfadado, cuando advirtió la bandera confederada que flameaba sobre el Marshall House. Ellsworth estaba a un metro de David.

—Yo me ocuparé de eso —dijo en tono amenazante—. ¡Sargento! —Ellsworth se dirigió al soldado que estaba a su lado—: Traiga una compañía. —El hombre saludó y se marchó—. ¡Mayor! —dijo a un oficial—. Ocupe la oficina de telégrafos.

—Sí, señor.

—¡Capitán! —Se volvió con elegancia hacia otro oficial—. Llévese una compañía y ocupe la estación de trenes.

—Sí, coronel.

Aunque ése era un día desastroso para la Confederación, David hubiera dado un brazo por ser ese extraordinario joven, tan frío, tan preciso, tan… heroico.

Ellsworth, seguido por varios soldados y oficiales, entró en el hotel. Un momento más tarde, aparecía en el techo. Un murmullo de asombro corrió por la gente de Alexandria de la calle cuando desprendió la bandera con un cuchillo Bowie. Por un segundo, triunfalmente, agitó la bandera por encima de la cabeza; David conoció el éxtasis perfecto mientras se imaginaba allí arriba. Luego Ellsworth se desvaneció por una puerta trampa en el techo. Un instante después, se oyó la detonación de una escopeta de caza en el interior del hotel, seguida por otra detonación y un fuerte grito. De pronto apareció en la puerta del Marshall House un cabo que sostenía en sus brazos el cuerpo evidentemente muerto de Ellsworth, de cuyo pecho brotaban chorros de sangre arterial, como una fuente en miniatura, en respuesta a los últimos latidos espasmódicos del corazón, cubriendo de una película roja el rostro pálido y los rizos negros. Una mujer lanzó un chillido. David huyó hacia el Puente Largo.

Mr. Surratt gimió cuando David le contó lo ocurrido.

—Podríamos haber salvado la ciudad si Mayberry hubiera recibido el mensaje. —El anciano estaba apoyado sobre las almohadas, con el crucifijo apretado en una larga mano amarilla.

—No con todos esos yanquis, señor. Fueron trece mil, lo dicen los periódicos. Sólo había quinientos de los nuestros en Alexandria. —David se preguntó qué le habría ocurrido a su compañero de copas de la víspera. Si una persona tan hermosa y heroica como el coronel Ellsworth podía ser destrozada por un disparo, ¿qué podía esperar un mero soldadito confederado o, para el caso, cualquier persona, una vez que empezaba una guerra? David no había visto nunca, antes, un hombre herido. No podía olvidar la sangre que parecía tener vida propia mientras su dueño perdía la suya.

Habría sido posible advertirles. Podrían haber llamado a las tropas de Beauregard. Por lo menos podrían haber hecho alguna demostración.

—¿Qué significaba el mensaje?

—Lucifer era Alexandria. Eso significaba que sería atacada dentro de las veinticuatro horas. El hijo de la mañana era el camino de Hampton. Pasa justamente frente a la fortaleza Monroe, donde está agazapado Ben Butler, listo para atacar Norfolk o Richmond. Calculo que ya debe de haber atacado Hampton y Newport News. Ése era el plan. Y Satán son las colinas del Potomac, frente a Georgetown, que perdimos al alba, o sea que nuestra línea férrea está cortada. ¡Oh, malditos negros blancos del Norte! —Un acceso de tos interrumpió la furia del anciano.

—Mientras David se abría paso por las calles atestadas y en general alegres hasta la farmacia de Thompson, se preguntó por qué el mensaje no había sido enviado antes. Pero él no sabía cómo obtenía Mr. Surratt sus informaciones del Departamento de Guerra. El hecho de que las recibiera, y de que hubiera en la ciudad mil Davids que podían llevarlas al otro lado del río, era una de las pocas cosas buenas de ese día enteramente aciago.

Ese día y el siguiente fueron también aciagos en la Casa Blanca. El cuerpo del coronel Ellsworth fue velado en el Salón del Este, y la gente desfilaba para mirar el rostro, ahora blanco como el mármol, y los negros rizos. Elizabeth Keckley estuvo allí con Willie y Tad de la mano, que miraron durante media hora a los Zuavos que pasaban con los ojos llenos de lágrimas junto a su jefe caído. Luego la prima Lizzie apareció y llevó los niños al salón del primer piso, donde Mary tomaba el té con el ChevalierWikoff. Desde la ventana se veía claramente la bandera de la Unión sobre Marshall House. La bandera confederada por la que había muerto Ellsworth estaba ahora plegada sobre una mesa en el Salón Oval. Para horror de Mary, le habían entregado esa bandera empapada por la sangre de Ellsworth durante el servicio fúnebre, en memoria del primer héroe de la guerra. Al salir del Salón del Este le había dado la bandera a Lizzie, tratando de no marearse mientras huían escaleras arriba.

Mary no quería a Ellsworth tanto como su marido, pero el hecho de que alguien próximo a la familia hubiera sufrido brusca muerte y yaciese ahora en el Salón del Este era en sí suficiente para atraer el viejo sentimiento de pánico que presagiaba con frecuencia La Migraña. Asustada, se aferraba a la conversación. Por fortuna, era fácil charlar con el Chevalier y agradable escucharlo.

—El coronel Ellsworth trabajaba en el despacho jurídico de Mr. Lincoln. —Mary hablaba rápidamente, corriendo contra su demonio interno—. No estaba dotado para el derecho, Mr. Lincoln lo comprendía; pero era un soldado nato, y maravillosamente diestro con las manos, con las armas, con la instrucción de los soldados.

—Supongo que Mr. Lincoln ha sufrido con esto. —Wikoff bebía su té, con una mirada compasiva en su rostro ceniciento y sin embargo bello.

—Oh, sí. Más que con cualquier otra muerte, excepto la de Eddie, nuestro hijo, hace cinco años. Nadie se acostumbra nunca a estas cosas. Es extraño, ¿verdad? Sobre todo en el Oeste, donde el cólera y toda clase de enfermedades pueden barrer como el viento una familia, o una ciudad, llevándose consigo a los mejores. —Mary sentía un incipiente dolor opaco justamente detrás de los ojos. Rogó que fuera un dolor de cabeza ordinario; no tenía tiempo para enfermarse ahora. Lucharía contra la enfermedad, resolvió, sirviéndose más té.

La prima Lizzie entró con Willie y Tad.

—Los soldados lloraban —dijo Tad, asombrado—. No creía que lo hicieran nunca.

—Lo hacen —dijo Mary— cuando están muy tristes, como están ahora porque su coronel ha muerto.

—Pero tú siempre dices, si yo lloro, que los soldados no lloran.

Tad tenía ya una mente jurídica.

—Tú no lloras porque te ocurra algo importante —dijo severamente Willie—, como que tu amigo haya muerto en la guerra. Tú lloras porque no te dan lo que quieres.

—Lloro cuando me caigo. —Tad empezó a enumerar las muchas ocasiones en que el llanto estaba justificado.

—Pero Willie lo interrumpió.

—Y ahora, mamá, ¿qué harán con Ellsworth?

—Se lo llevarán y lo enterrarán en el cementerio. —El dolor se extendía desde los ojos a un sitio más recóndito de su cabeza.

—¿Y eso es todo? —Willie parecía triste; se estaba convirtiendo en un chico muy hermoso, pensó Mary; los ojos grandes, azul violeta, eran los mismos de la madre de ella.

—Es todo para todos al final —dijo la prima Lizzie, con demasiada complacencia, pensó Mary. Lizzie adoraba los funerales y toda clase de memento mori.

—¿Por qué estaba jugando con nosotros anteayer, afuera —Willie señaló el parque—, y ahora está frío y blanco y metido en una caja?

—Es la voluntad de Dios —dijo la prima Lizzie.

—Sí —dijo Mary, empezando a desvanecerse—. «Hay un tiempo de nacer…». —No pudo terminar el pasaje familiar porque el dolor incendiaba la habitación. Sillas y mesas tenían un horrible nimbo. Pero ella no cedería; esta vez no. Miró aWillie; parecía estar, pálido, sereno, en el centro de un mandala llameante—. No recuerdas a Eddie —empezó, con dificultad.

—Todo el mundo se muere —dijo alegremente Tad, y salió corriendo de la habitación.

—Es verdad. —Cuando Willie giró para marcharse, la horri ble envoltura giró con él—. Y nunca sabemos —dijo— cuándo moriremos, lo que es muy injusto, ¿no es verdad, mamá? Porque no se puede planear nada. Él iba a casarse…

El dolor obligó a Mary a cerrar los ojos; la obligó a gritar; la derribó al suelo. Pero cuando logró abrir de nuevo los ojos, el dolor se había tornado tolerable y ella estaba en su cama. Lincoln estaba a su lado, sosteniéndole la mano. Elizabeth Keckley, al otro lado de la cama, montaba guardia.

—Oh, padre —dijo Mary—. Precisamente ahora…

—No hables, madre. Has pasado un mal rato. Pero ahora ha terminado.

—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?

—Dos días, Mrs. Lincoln —dijo Elizabeth, porque Lincoln no respondía.

—¡Díos, no! Precisamente ahora… —repitió—. ¿Están bien los niños? Yo estaba hablando con Willie cuando… Lincoln sonrió.

—Willie se ha dedicado a escribir poesía. Ha terminado una bonita oda a Ellsworth. Te la mostraré más tarde.

De pronto, Mary oyó una fuerte voz infantil que cantaba: «¡Abe Lincoln, peón de raíles de profesión, machaca la Confederación!».

Lincoln rió.

—La voz de Tad está muy clara hoy. No te molesta, ¿verdad?

Mary también logró sonreír.

—Me parece un poquito descortés que te llame «peón de raíles».

—Sí, madre, pero mal podría decir «Abe Lincoln, asesor jurídico del Illinois Central Railroad», ¿verdad? Le sobrarían palabras. Y de todos modos, todavía podría poner un raíl si fuera necesario. —Tad empezó, con inusitada insistencia, a repetir el estribillo—. Iré a tranquilizarlo. —Lincoln salió de la habitación. Con temor, Mary se volvió a Elizabeth Keckley.

—¿Qué hice? ¿Qué dije?

—Ha estado inconsciente la mayor parte del tiempo. Cuando no, deliraba. —Lizzie puso unos polvos en un vaso de agua.

—Espero que las puertas estuvieran cerradas y que nadie escuchara.

Keckley le dio a beber el medicamento.

—No se preocupe. Nadie ha oído nada. La traje de inmediato a la cama, y nadie ha puesto el pie en esta habitación excepto Mr. Lincoln y yo.

—A veces pienso —dijo Mary, nuevamente soñolienta— que realmente existe el infierno, pero que debemos vivir en él antes de morir y no después.

Mary evocó bruscamente una canción que no había recordado durante años.

—Mammy Sally, que nos educó a todos nosotros, solía decir que todos los viernes por la noche los loros descienden al infierno y le dicen al diablo quién se ha portado mal durante la semana. Entonces, cada vez que veíamos un loro, nos poníamos a cantar: «Don Loro, chivato y cuentero, lleva los cuentos hasta el infierno». —Con la palabra «infierno» Mary cayó a la deriva en un sueño sin sueños.