Lincoln contemplaba el cuadro del general Scott conquistando México mientras Seward miraba la pintura del general Scott triunfante en la guerra de 1812. El general Scott miraba el busto del general Scott, ejecutado en mármol blanco por un alumno de Canova que, a juicio de Seward, ni siquiera había logrado matricularse.
El despacho del general Scott estaba invadido por los ruidos habituales de la ciudad, en particular los tranvías de caballos que pasaban con estruendo hacia arriba y abajo de la avenida. A esto se agregaba el ruido sordo de las tropas que marchaban, los tambores, la caballería… En cuatro días esa ciudad triste y vacía se había llenado de tropas, y los buscadores de empleo habían reaparecido. Cada tren del Norte traía más tropas a la estación; el telégrafo del Departamento de Guerra funcionaba de nuevo e informaba con asiduidad al presidente sobre el éxito de su llamada a filas. Hasta la fecha, más de setenta y cinco mil hombres se habían presentado, y las legislaturas de los estados habían contribuido con millones de dólares al Tesoro para la defensa de Washington y para el desarrollo triunfal de una guerra que todo el mundo coincidía en imaginar breve pero sangrienta.
Finalmente, Lincoln se dirigió al joven general Scott que arrasaba Chapultepec y no al anciano incrustado en su silla y con el enorme cilindro de la pierna apoyado en una mesa baja.
—Si la legislatura de Maryland se reúne hoy, como está previsto, seguramente votará la orden de secesión.
—¿En presencia del general Butler? —Seward movió la cabeza—. El general ha amenazado con arrestarlos a todos si lo hacen.
—¿Por qué? —Lincoln apartó la vista de las alturas de Chapultepec y miró a Seward—. La legislatura de un estado posee el derecho de reunirse cuando lo desee.
—¿Incluso si planea retirarse de la Unión, cosa que nosotros consideramos imposible? —Ahora Seward era el fiscal acusador. Lincoln asumió la defensa.
—Mientras no se reúnan y aprueben semejante disposición, no podemos presumir que sabemos lo que harán.
—Pero, señor, ¿y si se reúnen y se retiran?
—Estaremos en un aprieto aún peor, por supuesto. Pero vealo usted así, Mr. Seward: si prohibimos a la legislatura que se reúna, lo que no tenemos derecho a hacer…
—Podemos detenerlos. —El general Scott no se había dormido, como pensaba Seward. Los ojos estaban tan rodeados de gruesos pliegues que no era fácil saber si estaban abiertos, y la respiración del anciano era la de un hombre profundamente dormido.
—O podemos dispersarlos, general —dijo Lincoln—. O encerrarlos a todos. Pero si lo hacemos, se reunirá otra legislatura en otro sitio, y estaremos exactamente como ahora. No podemos impedir todas las reuniones de un extremo al otro del estado. —Lincoln estudiaba ahora el triunfo del general Scott en la guerra de 1812—. Esta mañana hemos creado el departamento militar de Annapolis, a las órdenes del general Butler. Creo que el gobernador Hicks comprende lo que he hecho al convertir la capital de su estado en una ciudad federal, con una guarnición formidable y un comandante de notable dramatismo y mal genio.
—Quizás el gobernador Hicks lo comprenda —dijo Seward—, pero yo no. ¿Cuál es su intención?
Lincoln se hundió en su silla y alzó las rodillas hasta que pudo apoyar el mentón cómodamente en ellas. Como de costumbre, el pelo parecía un henar después de un vendaval.
—Creo que el gobernador atenderá nuestra sugerencia, y hará que la legislatura evite actos provocativos por temor a nuestra guarnición.
—Mis informantes —dijo el general Scott— aseguran que planea trasladar la legislatura fuera del departamento de Annapolis. Lincoln frunció el ceño.
—Eso podría ser bueno para nosotros. Eso podría ser malo para nosotros.
—Las apariencias serían buenas —dijo Seward—. No daríamos la impresión de que los estarnos coaccionando. Pero esos secesionistas feroces de Baltimore están en mayoría, y una vez libres de nosotros… —Seward contemplaba al general Scott como si fuera un monumento, si no a la victoria, al menos a la comida.
—Creo que debemos correr cierto riesgo a los ojos del mundo. —La barba de Lincoln parecía ahora un nido de pájaros cuando los polluelos ya se han marchado—. Ya he dado al general Butler la orden de que permita la reunión de la legislatura. Pero también le he dado la orden de arrestar a cualquiera que tome las armas, o incite a otros a tomar las armas, contra el gobierno federal.
—Supongo que esto se sustenta en sus poderes «inherentes», ¿verdad? —A Seward le divertían siempre las solemnes tentativas que hacía Lincoln para racionalizar ilegalidades como tomar dos millones de dólares del Tesoro o confiscar todos los archivos de la Western Union.
—Un poder inherente, Mr. Seward, es tanto un poder como uno expresado letra por letra. Pero comprendo ahora que debo desviarme una pizca de nuestra interpretación habitualmente muy cautelosa de esos peculiares poderes. —Lincoln dedicó a Seward una mirada tan soñolienta y candorosa que Seward se puso en guardia de inmediato.
—Yo pensaba, señor, que se había apartado usted de lo habitual tanto como era posible.
—Bueno, siempre hay más campo al frente, como decía el granjero. —Lincoln se volvió al general Scott, que se incorporó majestuosamente en su silla—. En su carácter de general en jefe, ordenará usted al general Butler que asista a la reunión de la legislatura; si ésta aprueba la secesión, él debería interpretar esto como una incitación a tomar las armas contra los Estados Unidos; y aquellos legisladores que inciten al pueblo a tornar las armas contra nosotros o a apoderarse de propiedades federales, como hicieron al ocupar la Academia Naval, serán arrestados de inmediato y retenidos en la prisión por todo el tiempo que el gobierno desee.
—De buena gana transmitiré la orden, señor. Pero ¿cuáles serán las consecuencias legales? Quiero decir, señor, ¿de qué serán acusados?
—No creo que debamos ser demasiado explícitos. Después de todo, hilando fino, el cargo debería ser traición; esos juicios son infinitos y muy injustos para el inocente que podría caer junto con el culpable.
Seward estaba demasiado asombrado para decir nada. En cuanto al general Scott, aunque su preparación en leyes estaba atrasada medio siglo más atrás, sabía lo que era un juicio por traición.
—Tiene razón, señor, acerca de la dificultad de probar la traición. Yo mismo fui testigo en Richmond, en el juicio del coronel Aaron Burr, que no era más culpable…
Seward interrumpió al anciano sin un gesto de cortesía.
—Mr. Lincoln, ¿se propone usted arrestar y mantener hombres en la cárcel indefinidamente sin acusarlos de ningún delito?
—Así es, Mr. Seward. —El rostro de Lincoln estaba insólitamente sereno.
—Pero ¿con qué autoridad? —Seward sentía que dos milenios de derecho habían sido negligentemente borrados por un hombre peculiar, de miembros perezosos, que ahora formaban sobre la silla una especie de oscuro pretzel alemán.
—Con mi propia autoridad, en mi carácter de comandante en jefe.
—Pero no tiene usted autoridad para permitir a los militares que arresten a quien se les antoje y que lo retengan sin proceso.
—Es obvio que creo tener ese derecho puesto que pienso ejercerlo. —Lentamente, la figura enroscada se enderezó. Luego Lincoln se dirigió al general Scott—. Telegrafie la orden al general Butler.
—Sí, señor. —Scott hizo sonar una campanilla. Un ordenanza entró, recibió la orden de Scott, y partió a derribar la primera norma del derecho: el habeas corpus.
—La más antigua de nuestras libertades —dijo Seward, consternado— es el derecho de un hombre arrestado a saber de qué se lo acusa y a ser juzgado a su debido tiempo…
—Mr. Seward, la más antigua de nuestras libertades humanas es la supervivencia. Para que esta Unión subsista, me ha parecido necesario suspender el privilegio del habeas corpus, y solamente en la zona militar.
Seward silbó, con fuerza; algo que no había hecho durante años.
—Ningún presidente ha tomado una decisión semejante.
—Ningún presidente ha estado nunca en mi situación.
—El presidente Madison fue expulsado de esta ciudad por los ingleses, que luego incendiaron el Capitolio y la Casa Blanca. Sin embargo, Madison no suspendió el habeas corpus.
—El momento no era comparable. —Lincoln se puso de pie—. Madison se enfrentaba a una invasión extranjera que sólo afectaba a una pequeña parte del país. Yo me enfrento a una guerra en que una tercera parte de la población se vuelve contra los otros dos tercios.
Cuando Seward se puso de pie, el general Scott dijo:
—Me perdonará usted si no me levanto, señor.
—Está perdonado, general. —Ausente, Lincoln dio una palmada en la hombrera dorada del anciano.
Seward estaba ahora junto al busto heroico de Scott; miró a Lincoln.
—¿Será usted perdonado, señor, cuando la población sepa esto?
—No pienso hacer todavía un anuncio público…
—La noticia se difundirá.
—Mr. Seward, por el momento, lo único que importa es retener a Maryland en la Unión, y no hay nada que no esté dispuesto a hacer para lograrlo.
—¡Pues me ha convencido usted! —Aunque Seward sonreía, estaba más alarmado que divertido—. ¿Y qué ocurrirá cuando los cabezas calientes de Baltimore se enteren?
—Como tenemos la lista de los peores, calculo que Ben Butler los encerrará a todos en el fuerte McHenry.
—¿Y si la población de la ciudad se resiste a nuestras tropas?
—Arrasaremos Baltimore. Estamos en guerra, Mr. Seward.
—Sí, señor. —Seward se preguntó qué precedentes había acerca de lo que debía hacerse con un presidente loco. Como en tantos otros asuntos interesantes, la Constitución era muy ambigua al respecto.
—Antes de que se marche, señor presidente —dijo el general Scott—, ¿qué debo hacer acerca de los nombramientos del general Butler y el general Sprague? Los dos esperan la designación de mayor general de voluntarios. Ambos afirman que son demócratas leales a la Unión y que usted favorece a personas como ellos.
—Eso es verdad, por supuesto. Debo cortejar a los demócratas del Norte. Designe a Butler. En cuanto al gobernador Sprague… —Lincoln suspiró. Se volvió a Seward—. Rhode Island es un estado tan pequeño…
—Y el gobernador no es realmente un gran demócrata. —Lincoln se volvió hacia el general Scott.
—Si el gobernador Sprague insiste, ofrézcale el cargo de brigadier general. Si lo acepta, lo que dudo, podrá mandar a sus hombres. Pero deberá renunciar a la gobernación.
—Sí, señor.
Cuando Lincoln y Seward llegaron a la calle Diecisiete, los ensordeció bruscamente una banda militar que tocaba «Columbia, la joya del océano».
—No es la banda de la Marina —dijo Seward, cuyo oído musical era agudo, o así le gustaba pensar y decir.
—Tiene razón. Es la banda del séptimo de NuevaYork. Están en el jardín del sur; ofrecen un concierto. Willie me convenció de que era una buena idea.
Mientras cruzaban la calle, sombreros alzados saludaron al presidente, que respondió quitándose el suyo y sonriendo con gravedad.
—¿Cuál ha sido el consejo de Willie acerca del habeas corpus?
—Pues… en asuntos como ése prefiero el consejo de Tad, cuyo enfoque es singularmente directo. Como el mío. —Un aspirante a un empleo detuvo a Lincoln en el portal de la Casa Blanca.
—Señor presidente, yo soy un republicano de toda la vida, del condado de Dutches, NuevaYork…
—Pero señor, nuestro partido sólo tiene cinco años de edad. —Lincoln estaba divertido.
—Exactamente, señor, de toda la vida —repitió el hombre, mostrando a Lincoln una cantidad de documentos—. El cargo de jefe de correos de Poughkeepsie está vacante…
Cortésmente, Lincoln se apartó.
—No pienso poner una tienda en la calle. Venga usted a mi despacho en horas de oficina. —Lincoln atravesó el portal de la Casa Blanca; Seward lo seguía. Los soldados saludaron. Cuando las piernas cortas de Seward alcanzaron a las largas de Lincoln, el secretario de Estado preguntó:
—¿Qué dirá Tad cuando el Congreso lo someta a juicio político?
—Calculo que dirá: «Al menos papá salvó el Capitolio, para que tuvieran un sitio bonito donde someterlo a juicio politico».
Seward no estaba preparado para tanta frivolidad; no había otra palabra posible. Pero Seward también había advertido que Lincoln parecía vago y turbado, invariablemente, antes de tomar una decisión importante; y que una vez tomada esa decisión actuaba como si no tuviese la menor preocupación, hasta que la próxima crisis lo sumía de nuevo en la meditación.
Lincoln se detuvo en el pórtico.
—A decir verdad, tengo grandes esperanzas en ese coronel de ferrocarriles, Burnside. Es un ingeniero de primera y ha inventado algo relacionado con el sistema de carga de los cañones. Es un militar bien adiestrado, y no como… —Lincoln se detuvo a mirar a una compañía del regimiento de Nueva Jersey que salía de la Casa Blanca. Cuando el oficial gritó «¡Vista a la derecha!» y los soldados saludaron, Lincoln se quitó el sombrero.
—No como Ben Butler —dijo Seward, proporcionando un nombre, y luego otro—: o como el gobernador Sprague.
—El gobernador tiene un plan para ganar rápidamente la guerra. Le he dicho que lo ponga por escrito.
—Eso llevará cierto tiempo —dijo Seward con malicia.
—Es lo que espero. —Lincoln entró en la Casa Blanca, mientras Seward atravesaba el descuidado jardín hacia el Departamento de Estado, que más de una vez le había parecido una letrina de ladrillos en comparación con el vasto edificio de piedra del Tesoro.
Seward tenía algunas dificultades para comprender lo que acababa de ver. Dos abogados y un general profesional, que también había sido miembro del foro en su tiempo, se habían reunido en una habitación y habían quitado a todo un pueblo su único derecho inviolable; éste se había mostrado con toda evidencia tan fácil de violar como era transferir una docena de palabras de un papel al cable del telégrafo. Dentro de seis semanas se reuniría el Congreso. Dentro de seis semanas, Seward estaba seguro, se pediría el juicio político del presidente. Se preguntó qué haría él mismo en ese caso. Después de todo, era el abogado de la línea dura; y ciertamente no había nada más duro que lo realizado por Lincoln poco antes. Ningún Congreso permitiría, sin embargo, el derrumbamiento del derecho básico del país. Pero ¿podía soportar el país el juicio político del presidente durante una guerra? Quizá fuera posible persuadir a Lincoln de que renunciase.
Seward sonreía cuando entró en el despacho del secretario de Estado, donde su hijo Frederick —su secretario— estaba en mangas de camisa ante la mesa, debajo del retrato de John Jay. El despacho era apenas suficientemente grande para los dos; al otro lado del parque, Chase residía en un vasto esplendor de maderas preciosas, arañas de cristal, cornisas doradas y alfombras de terciopelo.
—Si Lincoln se marchaba, por su propia voluntad o de otro modo, Hannibal Hamlin sería el presidente; y Handin, Seward lo sabía, era un ser modesto y comprendería la necesidad de un hombre fuerte, elegido entre los miembros del gabinete, para dirigir la guerra, un hombre que conociera íntimamente el funcionamiento de la nación y además tuviera una visión que los demás no poseían. La visión de Seward era sencilla: quería que todo el hemisferio occidental perteneciera a los Estados Unidos. Y mientras Seward soñaba el sueño práctico y espléndido del imperio, el abogado de ferrocarriles de la Casa Blanca sólo deseaba traer de nuevo a la Unión media docena de los estados de los mosquitos, como consideraba Seward, desdeñosamente, a los estados del Golfo; fragmentos irrelevantes de territorio de tercera clase que retornarían de inmediato a la Unión apenas México aceptara el gobierno americano, así como la Galia Cisalpina había aceptado el de Roma. Había momentos en que Seward sentía que Chase compartía su visión imperial. Esos momentos eran raros. Esencialmente, Chase era un hombre entregado a una sola causa: la abolición de la esclavitud. Era una causa que tendía, a juicio de Seward, a enloquecer a los hombres, suponiendo que no estuvieran locos de antemano y se entregaran al abolicionismo para legitimar las furias que los impulsaban.
—No olvides esta noche —dijo Frederick, poniendo sobre la mesa los despachos de un mes desde Londres, París y San Petersburgo.
—¿Esta noche? —Seward se sentó ante su escritorio, donde estaba a la vista un archivador rotulado «Charles Francis Adams». A Seward Mr. Adams le parecía dificil, pero capaz. Seward era perfectamente consciente, además, de que ocupaba el escritorio del padre de Mr. Adams, que había sido secretario de Estado durante ocho años, y luego presidente. Seward tenía también penosa conciencia de que dentro de ocho años estaría muerto o muy próximo a los setenta; por otra parte, si el presidente Lincoln no aspiraba a la reelección…
Frederick recordó a su padre que había aceptado una invitación de los Chase a una recepción en honor del gobernador William Sprague IV. Seward suspiró.
William Sprague estaba en un sofá explicando el «IV» a la atenta Kate mientras a su alrededor hombres uniformados o vestidos de frac y enjoyadas mujeres con miriñaque giraban al compás de cuatro violines dirigidos por Scipione, el amigo de David, en su noche libre.
—Entonces mi tío se convirtió en William III, cuando William II murió. —Sprague miró a Kate directamente a los ojos; ella le sonrió.
—Y luego —dijo Kate, afrontando el desafio de la conversación—, cuando murió su padre, se convirtió usted en William IV.
—No —dijo vivamente Sprague—. Mi padre no se murió. Y no era William III. William III era mi tío.
—Pero si él no ha muerto…, si ellos no han muerto, ¿cómo puede usted ser William IV? —La sonrisa brillante de Kate no variaba, pero su ánimo soportaba una dura prueba. Hablar con el niño gobernador no era empresa fácil.
—Oh, mi padre está muerto. Pero no como se mueren otras personas. Fue asesinado. Le dispararon una noche, en la oscuridad, cuando volvía a casa. Fue herido en el brazo. Después el asesino lo golpeó con la culata hasta matarlo y huyó.
—¿Y qué piensa usted de esto? —Kate estaba intrigada por fin.
—Colgaron a un hombre llamado Gordon. Pero yo no creo que fuera él. Pienso que fue otra persona. Mi padre murió por los golpes del asesino.
—¡Debe de haber sido una cosa tan… tan terrible para un niño!
—Sí. Algún día encontraré al que lo hizo. ¿Se acuerda de cuando nos encontramos en Cleveland? —Sprague se quitó los quevedos; parecía, como siempre, maravillosamente joven y guapo. Cuando en casa de Sal Austin se corrió la voz de que estaba en Marble Alley el joven gobernador a quien todos habían visto al frente del desfile en la avenida, las muchachas se amontonaron a su alrededor, y él abandonó su anonimidad para dejarse mimar hasta que Sal y Chester lo metieron en la cama, tieso de alcohol.
Era sorprendente, pensó Hay, mientras atravesaba el salón de baile, cuánto podía beber Sprague sin que se notara en su rostro. Hay todavía no se había recobrado del todo de la escapada nocturna, a la que Sprague no hizo la menor alusión mientras Hay lo escoltaba la mañana siguiente a la oficina de patentes.
Esa mañana, más tarde, Nico había atendido al niño gobernador cuando apareció en la Casa Blanca con un plan para la victoria que sólo ocuparía una hora del tiempo de presidente. El Anciano se había mostrado benigno y, antes de que el gobernador lo supiera, había entrado y salido del despacho sin obtener la promesa del cargo de mayor general que le correspondía, él afirmaba, por ser el primer voluntario de la guerra y el héroe de los periódicos. Pero antes de abandonar la Casa Blanca, entregó a Nico una cantidad de recortes de periódicos del Norte que alababan al joven estadista y comandante.
—Estoy listo, pase lo que pase —dijo mientras se ponía su sombrero emplumado y pasaba a través de la masa de aspirantes a empleos de la sala de espera.
Hay saludó a Mr. Chase, cuya actitud era, como siempre, una armoniosa mezcla de cordialidad y distancia. Chase estaba ante el hogar del salón posterior, entre el senador Hale de Nueva Hampshire y el ministro británico, lord Lyons, un solterón bajo, grueso y sutil que parecía imitar distraídamente a un diplomático inglés.
Hay recibió el respetuoso saludo de los tres hombres mayores; sabían que, a pesar de su juventud, Hay estaba en el centro del poder de un modo en que no lo estaba ni siquiera el secretario del Tesoro. Hablaron de la situación en Maryland, y Hay pudo contarles las últimas noticias. El gobernador Hicks había convocado a la legislatura para el día siguiente, no en Annapolis sino en Frederick City.
—Es decir, fuera de la zona militar del general Butler. —El senador Hale frunció el ceño.
—Eso significa que se sentirán libres de aprobar esa maldita orden de secesión.
—El presidente no lo cree, señor —dijo Hay con mesura—. Piensa que el gobernador Hicks está con nosotros, y que debe dar la impresión de calmar a los elementos rebeldes.
—¿Calmar a los rebeldes? ¡Debería colgarlos! —fue la dura respuesta de Hale. Aunque era el más malhumorado de los republicanos, presidía la comisión de asuntos navales del Senado, muy importante para la administración.
Hay se mostró exquisitamente diplomático.
—Pero, señor, usted, que ha abolido el látigo en nuestra marina, ¿piensa colgar ahora a los políticos?
—A los traidores, sí.
—¿Fue realmente usted —preguntó lord Lyons, con cierta curiosidad— quien suprimió la pena de latigazos en la marina americana?
—Sí, señor. En 1847.
—¿Y se preguntan ustedes por qué no tienen una marina como se debe? —Lord Lyons rió; era una especie de ladrido—. El látigo es el fundamento de la marina británica…
—El culo, sí —dijo Hale. Era notorio que le disgustaban los ingleses. Chase intervino.
—Cada nación tiene sus rarezas y sus costumbres curiosas —dijo, conciliador—. Ustedes tienen el látigo, lord Lyons…
—Y ustedes la esclavitud, Mr. Chase. —Lord Lyons tenía fama de dejar caer artísticamente ladrillos de ese carácter, y Hay encontró irresistible el aplomo del inglés.
—Nosotros no tenemos la esclavitud, señor —respondió Chase.
—Son otros quienes la aprueban. Y estarnos dispuestos a ir a la guerra para liberar a esos esclavos, algo que ninguna nación ha hecho nunca.
Antes de que lord Lyons pudiera dejar caer otro fragmento de albañilería, apareció la única representante de la familia presidencial, Mrs. Grimsley, del brazo de una enorme muchacha: era Bessie Hale, la hija del senador, quien sonrió, complacido, ante ese producto notable, al menos por las dimensiones, carne de su carne de Nueva Inglaterra.
—Tenía muchísimas ganas de conocer a Mr. Hay, que es tan bien parecido como me han dicho. —Bessie no era tímida, pensó Hay, que se ruborizó como una chica mientras se inclinaba sobre la mano grande y húmeda que ella le tendía.
—Mr. Hay es el único soltero de la Casa Blanca, ahora que Mr. Nicolay se ha comprometido. —Mrs. Grimsley era una experimentada casamentera. Chase se mostró amable con ella, aunque no sentía particular amabilidad. Los Lincoln debían haber asistido a la primera recepción de Kate cuando la casa de las calles Sexta y E quedó presentable. Naturalmente, Mrs. Lincoln sentía celos de la belleza, el encanto y la juventud de Kate (habría sido absurdo que no los sintiera); pero, aun así, el presidente y su esposa hubieran debido sobreponerse a sus sentimientos personales para crear armonía dentro de esa administración notoriamente dividida.
Entonces Chase miró a una de las divisiones, al otro lado del salón: Simon Cameron, el secretario de Guerra. Aquel hombre era alto, delgado, de pelo blanco. El rostro era noble; no así su espíritu. Y lo que era peor, estaba demostrando ser incapaz dem administrar el crucial Departamento de Guerra. Dejaba íntegramente los asuntos militares en manos del general Scott, un hombre senil, y de Gideon Welles, un editor de periódicos que sabía muy poco de ternas navales. Además, la promiscuidad con que Simon Cameron otorgaba contratos preocupaba gravemente a Chase, que hacía todo lo posible para controlar los gastos del Departamento de Guerra; pero lo posible era poco sin la ayuda del presidente, y carecía de esa ayuda, aunque Lincoln no abrigaba ilusiones acerca de su ministro de Guerra. Antes del nombramiento, Lincoln había consultado, un poco afligido, al ácido Thaddeus Stevens, representante por Pennsylvania y exaliado de Cameron.
—¿No querrá usted decir —le preguntó Lincoln— que Cameron le parece capaz de robar? La respuesta de Stevens fue muy comentada en la ciudad:
—No; me parece incapaz de robar una estufa al rojo.
Cuando Cameron oyó lo que había dicho su coterráneo de Pennsylvania, exigió una rectificación, que Stevens formuló enseguida:
—Está bien. Entonces, no me parece incapaz de robar una estufa al rojo.
Lincoln se había visto obligado a hacer ese dudoso nombramiento por razones políticas.
Kate, con el gobernador niño a remolque, se acercó a Chase.
Una bonita pareja, pensó Chase; y sin poder contenerse meditó un instante en la fortuna de los Sprague, que el Evening Star estimaba en cien millones de dólares. Aunque un hermano menor y un primo compartían con el gobernador la dirección de la A. & W. Sprague & Company, él, que era el mayor y el más experimentado, dominaba la compañía. En realidad, según el Evening Star, siempre útil aunque no siempre exacto, Sprague era un genio de las finanzas, enteramente desprovisto de esas aficiones llenas de colorido que hacen a los magnates americanos tan agradables de conocer por los periódicos, y no en persona. Antes de su metamorfosis en guerrero, con frecuencia lo tomaban, en las reuniones sociales, por un contable o un estudiante de teología. Ahora se había apoderado de la imaginación de todo americano capaz de leer periódicos. Era un gobernador y un héroe. Ypor encima de todo, un soltero. En todos los artículos leídos por Chase, esa frase brillaba entre todas las demás, a tal punto que atraía a sus ojos auténticas lágrimas. Chase no podía perder a Kate, nunca; y, sin embargo, ese joven endeble —ninguna otra palabra era adecuada, pensó Chase, sonriendo a Sprague— era todo lo que podía soñar para Kate, atado en un solo paquete deslumbrante, por miope que fuera.
—El algodón —oyó decir Chase, como desde muy lejos— estaba a diez centavos la libra la semana pasada.
—¿Cómo? —Chase no dejó de sonreír.
Kate interrumpió.
—El gobernador Sprague está preocupado por el bloqueo.
—También nosotros lo estamos —respondió Chase, sin atender a la insinuación—. No tenemos barcos suficientes para cerrar los puertos rebeldes. Comercian todo el tiempo con los europeos. Pero aumentaremos nuestra flota, ¿no es verdad, senador Hale?
—Por supuesto. Los reduciremos al hambre dentro de seis meses. Pero hasta ese momento, no habrá algodón rebelde para sus telares, gobernador. —Hale parecía encantado.
Sprague respondió con toda claridad.
—En las elecciones, veinte mil personas sin trabajo en Rhode Island no nos alegrarán mucho.
—Oh, no llegaremos a eso. —Chase quería tranquilizarlo. En conjunto, Sprague no era un chico desagradable. Sin duda, su pelo color castaño y sus ojos color de barro realzarían la dorada belleza de Kate como un engarce oscuro a un claro diamante, pensó poéticamente Chase—. Cuando se agoten sus reservas de algodón —dijo prosaicamente—, nuestro ejército estará en Richmond, y espero que usted, señor, en la vanguardia. —Esto funcionó de maravillas, como Chase sabía que ocurriría.
—Se lo he pedido a Mr. Lincoln. Le he dicho que debo ser mayor general. En Rhode Island no gustará que se me ofrezca menos que a Ben Butler. Usted sabe, no tenemos muy buen concepto de los abogados de Massachusetts.
—¿Y de los abogados de Nueva Hampshire? —preguntó el senador Hale.
La respuesta de Sprague fue volver la espalda al senador, justamente cuando Hay y Bessie se acercaban.
—Aquí hay una hija de Nueva Hampshire —dijo Hay—. Miss Bessie Hale.
—Oh, tiemblo como una hoja. —Bessie enrojeció realmente, observó Hay, cuando miró a Sprague, que contempló el opulento pecho de la muchacha como si admirara las Montañas Blancas de Nueva Hampshire.
—Encantado. —Sprague empezó a retroceder, pero Bessie le retuvo la mano y lo atrajo hacia ella. Como Bessie tenía muchísimo que decir acerca de los héroes y del heroísmo, Hay aprovechó la oportunidad para deslizarse con Kate al comedor, donde las ostras a la crema constituían el centro del buffet.
—Y bien, Miss Chase, ¿qué piensa del gobernador Sprague? —dijo Hay, maliciosamente.
—Oh, pienso. Y después lo pienso de nuevo. —Kate le sonrió. Incluso sus dientes eran perfectos, observó Hay, consciente de que no debía permitirse fantasear con ella—. ¿Sabe que su padre fue asesinado?
—No he podido leer todos los artículos de periódico que hablan de él. —Hay comprendió que esto parecía envidia, y no lo era. Es dificil envidiar a un hombre a quien ha tenido uno que vestir con la ayuda de Sal Austin.
—Me lo acaba de decir. Sucedió cuando era niño. Le causó tremenda impresión.
—Usted también. —Hay era osado. ¿Por qué no?
Kate lo miró a los ojos, de manera desconcertante.
—¿Nos ha estado estudiando? —Era una frase dura, como ella se proponía.
—Es dificil no observar a una tan… fabulosa pareja.
—¿Fabulosa? ¿Parecemos personajes de fábula? ¿De veras? ¿Qué personajes? ¿Y de qué fábula?
Hay pensó con rapidez; desfilaron por su mente las parejas clásicas, desde Píramo y Tisbe hasta Júpiter y Ganimedes (esta última muy inconveniente) y se decidió por una no muy imaginativa.
—Venus y Marte. ¿Quiénes, si no?
Antes de que Kate pudiera responder, el diputado Washburne la saludó y dijo a Hay:
—Acabo de regresar de Illinois. Hemos recolectado veinte mil dólares en Chicago. Contribución a la guerra.
—En Cincinnati —dijo Kate—, han reunido más de doscientos mil.
—Era de esperar en el estado de su padre —respondió cortésmente Washburne—. Un tributo especial a Mr. Chase. —Washburne se dirigió a Hay—. Espero que el presidente disponga de un momento para mí, mañana.
—Cuando usted lo desee, señor.
Washburne se inclinó ante Kate; luego inició el asedio a una enorme fuente de plata con tortugas del Potomac.
—La semana pasada, mi padre obtuvo casi veinte millones de dólares, sólo en contribuciones. —Kate estaba orgullosa.
—Debe usted admitir que el presidente demostró gran inteligencia nombrando secretario del Tesoro a Mr. Chase —dijo Hay, con una gotita de ironía.
—Oh, nunca lo he negado. ¿Quién es ese hombre grande, junto al hogar, contra la pared? Lo veo en todas partes, incluso en mi propia casa. Pero jamás habla con nadie, como si fuera un mueble.
Hay reconoció al robusto joven que, en verdad, parecía un mueble adosado al hogar.
—Si tiene un nombre, el único que lo conoce es Mr. Sumner. Es el guardaespaldas de Mr. Sumner. Va con él a todas partes. Le paga un bostoniano, admirador de Mr. Sumner, a quien no le agrada que alguien tan distraído como el senador ande solo por una ciudad llena de secesionistas.
—Bueno, al fin me entero de quiénes son mis invitados. —Kate se volvió hacia Hay; olía a lilas—. ¿Es verdad que la media hermana de Mrs. Lincoln y su marido están de paso en la Casa Blanca?
—¿Cómo lo ha sabido?
—Mis espías son capaces de disfrazarse de papel de paredes, si es necesario.
—Pues es verdad. En este momento, ese papel de pared puede contemplar a Mr. y Mrs. Ben Hardin Helm de Lexington, Kentucky.
—Dos confederados.
—Ni Mr. ni Mrs. Helm se han confederado todavía; y Kentucky se mantiene leal a la Unión.
—A duras penas leal. He leído, no en el papel de las paredes sino en los periódicos, que el hermano de Mrs. Lincoln, sus tres medios hermanos y sus tres medios cuñados son secesionistas; y que todos, es decir todos los varones, se han alistado en el ejército confederado.
—Si Mr. Helm se ha convertido en un rebelde, será una novedad para Mr. Lincoln. En realidad —dijo Hay, quien no ignoraba que estaba diciendo demasiado, pero deseaba, muy sinceramente, agradar a Kate, a causa de… ¿de Sprague?—, Mr. Helm es graduado de West Point y será designado oficial de pagos del ejército de los Estados Unidos con el rango de mayor.
—¿Sí? —A continuación, Kate tomó el brazo de Hay y juntos recorrieron triunfalmente el comedor y el salón posterior. Mientras saludaban al ministro francés Mercier y al prusiano Gerold, Kate halló tiempo de preguntar con malicia, entre los cumplidos y homenajes del francés y el alemán—: ¿Cuál es la verdadera actitud política de Mrs. Lincoln?
Hay respondió con lo que le parecía más próximo a la realidad.
—Es la más abolicionista de la familia, y le avergüenzan sus parientes.
—Kate imitó el acento del Sur.
—¿Una sureña, avergonzada de su familia? ¡Oh, no!
—¡Oh, sí! —dijo Hay.
—¡Oh, sí! —le dijo Emilie Helm a su media hermana Mary, dieciocho años mayor. Ambas se miraban a través de una hilera de plantas de gardenia en el invernáculo de la Casa Blanca.
Mary no esperaba tal vehemencia.
—¿Irías con él a Richmond? —preguntó Mary.
—Soy su esposa, hermana Mary.
—Oh, hermanita, y yo que había creído que todos vosotros…, que todos nosotros nos mantendríamos leales…
Emule empezó a cortar con las tijeras que llevaba en la mano gardenias blancas y abiertas. Mary encontraba su fragancia a la vez deliciosa y abrumadora. Emilie arregló ordenadamente las gardenias en el cesto de paja que le había dado el jefe de jardineros.
—Debo ir adonde vaya mi marido —dijo Emilie, con la vista clavada en las flores—. Después de todo, es lo que tú has hecho; y nadie en Lexington te critica por eso.
—Debe de ser lo único por lo que no me critican. —Mary todavía estaba resentida por la respuesta de los Todd a su casamiento con un hombre que no era de su clase—. Mr. Lincoln piensa ofrecer a Ben un cargo en el ejército. ¿Lo aceptará?
—Tendrás que preguntárselo a Ben. —Emilie se apartó de Mary, que siempre había considerado a la muchacha la hija que ella no había tenido, y no su media hermana—. Los Hardin son muy políticos. El padre de Ben, el gobernador…
—Oh, Emilie, todos somos políticos. Pero Kentucky no es Carolina del Sur. Somos un estado de frontera. —Somos sureños, Mary. Lo sabes.
—Bueno, tu madre era de Virginia, es verdad. —Toda mención de la madrastra de Mary podía provocar, si no la temible Migraña, un dolor de cabeza ordinario que ya era bastante malo—. Salgamos de aquí, hermanita, me muero de calor.
Juntas pasaron a través del aire fragante y caliente del largo invernáculo acristalado donde crecían flores exóticas en hileras sucesivas, en tiestos de piedra rellenos de tierra. El invernáculo era el refugio de Mary cuando la vida se tornaba demasiado agitada en la Casa Blanca o cuando el viento del sur inundaba todas las habitaciones con la fetidez del canal y las moscas y mosquitos que entraban por las altas ventanas. A causa de la crisis, el presidente había decidido no trasladarse a la relativa frescura del edificio de piedra del Hogar del Soldado. A causa de la crisis, Mary se había negado a ir al Norte. Pero ahora que la ciudad estaba a salvo de un ataque, había decidido que pronto sería conveniente una visita a Nueva York a hacer compras para la Casa Blanca.
En la puerta del invernáculo, Mr. Watt, el jefe de jardineros, se inclinó respetuosamente ante las señoras. Era un hombre cortés, y agradaba a Mary. Había trabajado durante años en la Casa Blanca; conocía los secretos de la contratación y despido del ejército de criados, jardineros y parásitos que a lo largo de los años habían pasado a formar parte de ella.
—Mrs. Lincoln, he hablado con Mr. Wood acerca de… nuestro proyecto. Cree que todo marchará bien.
—Muy bien, señor. —Mary se había ocupado de que un tal William S. Wood, a quien el gobierno había encargado la escolta de la familia Lincoln desde Springfield hasta Washington, fuera designado comisionado de edificios públicos, de modo que estaba a cargo de la residencia presidencial. Aunque Mr. Wood era amigo de Mr. Seward, lo que de ningún modo significaba una recomendación, Mary pensaba que podía confiar en él para iniciar su plan secreto destinado a hacer de la Casa Blanca la residencia más lujosa de la nación, si no del mundo. Mary no había visto gran cosa del mundo; pero sus maestros, los Mentelle, habían estado en la corte de Luis XVI y María Antonieta, y Mary había crecido entre sus relatos de Versalles y las Tullerías, que ahora eran una parte de sus recuerdos tanto como las historias del Oeste. A Mary le encantaba también la compañía del Chevalier Wikoff, un hombre de gusto perfecto que había visitado la mayor parte de las cortes de Europa y recordaba con gran detalle cada ornamento y cada cortina.
Aunque no eran todavía las cinco, Lincoln estaba en el salón del primer piso jugando con Tad y Willie. Cuando los niños corrieron a recibir a su madre y a su tía, Lincoln se enderezó en su silla.
—Me estoy tomando unas vacaciones de esa trituradora.
—Querría que te tomaras más. —Mary indicó el cesto de flores recién cortadas—. Hermanita nos hará un arreglo floral.
—Mejor será que empiece antes de que se marchiten. —Emilie salió de la habitación escoltada por sus sobrinos, hablándoles de una cabrita llamada Nanda. Mary se sentó en un sofá; se sentía extraña, insegura, desorientada.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Lincoln.
Mary apoyó la nuca en la fresca crin.
—Irá adonde vaya él. ¿Qué ha dicho él?
—Nada. Esta mañana le entregué el nombramiento.
—¿Y Ben no dijo nada? Lincoln sacudió la cabeza. —Será mejor que hable con ese muchacho…
—No me parece. Deja que se decida. —Lincoln sonrió—. De todos modos, tenemos buenas noticias.
—¡Ha muerto Mr. Davis!
—Nada tan bueno… O malo, según los casos. No; Ben Butler ha ocupado la ciudad de Baltimore, y la legislatura no piensa que, en definitiva, la secesión sea tan buena idea, de modo que el gobernador dice ahora que enviará los cuatro regimientos que le hemos pedido.
—¡Padre! —Mary miró feliz a su marido, y algo menos feliz la deshilachada cortina verde que había detrás de él—. Yo habría jurado, si estuviera bien que una dama jurara…
—Una primera dama —dijo él.
—Bueno, que perderíamos Maryland. Y ahora has rescatado Maryland para nosotros. Tú y solamente tú. Mr. Seward debe de estar rechinando los dientes. —Mary frunció el ceño—. ¿Y Kentucky?
—Lo retendremos por las patillas.
—Eso significa que todos mis locos hermanos y cuñados tendrán que marcharse al Sur. —Una nubecilla de mosquitos se reunió sobre la cabeza de Mary, que los alejó vigorosamente con su abanico—. No sé qué demonio posee a esa gente.
—El mismo que nos posee a nosotros, supongo. —Lincoln se hundió en la silla—. Están persuadidos de que yo liberaré a todos sus esclavos y los reduciré a la pobreza, cuando lo único que quiero es… —Se interrumpió como si estuviera cansado de repetir algo que nadie escuchaba—. Carolina del Norte se retirará la semana próxima. Ya es seguro.
—Eso suma… ¿diez estados?
Lincoln asintió.
—Y Tennessee también se irá, si no hago algo, y lo que puedo hacer no es mucho.
—Puedes atacar Richmond. —Mary estaba sentada muy erguida—. Si ocupas Richmond, Virginia será nuevamente nuestra y con eso se acabará la rebelión, de una vez por todas.
Lincoln rió.
—Así es, madre. Sólo que no estoy listo para tan gran empresa. Sin embargo tengo algo más pequeño en mente.
—¿Qué?
—Si te lo digo, lo repetirás.
—Si me lo dices, tú mismo lo estarás repitiendo.
—Es verdad. Y si no puedo guardar un secreto, ¿por qué lo guardarías tú? De todos modos, nos hemos quedado en Missouri, gracias a Frank Blair y unos pocos más, aunque la lucha en St. Louis fue muy violenta…
Emilie regresó con su marido Ben Helm, un joven alto y delgado, de cuyo parecido con Henry Clay le habían hablado toda la vida. Mary celebró debidamente el florero de Mary, mientras Lincoln se volvía a Helm y le decía:
—¿Has hablado con el general Scott?
—Pues no, no lo he hecho. Simplemente fui a mirar el paisaje. —La suave voz sureña no correspondía a los fríos ojos grises de cazador que parecían una característica de Kentucky, compartida también por Lincoln, aunque los ojos de cazador de Lincoln estaban con frecuencia enmascarados, borrosos, como decía Mary en los momentos en que él estaba presente en la carne pero remoto en espíritu.
Mary se levantó para ayudar a Emilie a poner las flores en una consola del Salón Oval, en cuyo centro, en una silla, Ben se había sentado frente a Lincoln.
—Después de ver todos los paisajes, espero que irás a ver a Winfield Scott. Es el paisaje más grande que tenemos en la ciudad.
—Conoció a Thomas Jefferson —dijo Mary, volviendo a su sofá—, aunque no le parecía un hombre firme. Prefería a Mr. Madison, y luego a Mr. Jackson… y ahora a Mr. Lincoln.
—Sospecho, madre, que en mi caso es sólo por cortesía. Pero es verdad que tiene preferencia por los presidentes de guerra. Afortunadamente, yo no soy uno de ellos, todavía. —Los ojos grises que estudiaban ahora los ojos de Helm eran también los de un cazador. Mary se estremeció involuntariamente: cuando dos cazadores se miran así, las mujeres acaban llorando.
—He estado reflexionando, hermano Lincoln. —Helm hablaba suavemente—. Y lo pensé mucho antes de venir. Debo decirte que, en realidad, sólo he venido por Emilie, porque ella lo quería y porque deseaba ver a la hermana Mary una vez más… ¡Una vez más! —El grito de Mary estalló en la habitación. Sin embargo, ella no era consciente de haber hablado; sólo de que había recibido un golpe tremendo.
Emilie rodeó con el brazo los hombros de Mary.
—Ya sé que es duro, hermana.
Mary miró a Emilie; pero no la vio a través de las lágrimas que anegaban sus ojos.
Lincoln se puso de pie y empezó a recorrer la habitación.
—Yo esperaba, Ben —dijo—, que pudiéramos razonar juntos. Porque ahora se está decidiendo el asunto en nuestro hogar; y ya es seguro que Kentucky permanecerá en la Unión.
—Me imagino que te habrás ocupado de eso, hermano Lincoln. —En la voz plácida había un matiz amenazante que hizo retroceder a Mary, mientras Emilie la ceñía con más fuerza.
—Yo no me ocupo de nada. Los acontecimientos se ocupan de mí. Me mueven, y eso es todo. Te espera una gran carrera, Ben. Serás gobernador de Kentucky, como tu abuelo, y tal vez algo más. ¿Quién puede saberlo? ¿Quién podía soñar que yo estaría aquí, a pesar de todos mis pecados?
—Oh, Ben —dijo Mary—, ¡estamos tan aislados aquí! Padre te necesita. Yo necesito a Hermanita. No tenemos amigos; y sí demasiados enemigos en esta ciudad rebelde… —Mary se interrumpió; había dicho la palabra prohibida; no podía retirarla.
—No son rebeldes para nosotros, hermana Mary —dijo Emilie—. Sólo quieren que les permitan marcharse en paz, como nosotros.
—No podemos permitir que se marche algo que no tiene adónde ir, porque está donde está y es lo que es: una parte de la Unión, para siempre. —Lincoln se dirigía a Emilie—. Y en cuanto a la paz, sólo defendemos lo que es nuestro.
—Hermano Lincoln, nuestras vidas no son tus vidas y nuestra propiedad no es tu propiedad; y si queremos tener un nuevo país, ¿quién puede detenernos?
Lincoln alzó las palmas de sus dos manos, para demostrar que nada más tenía que decir. Mary ya no podía ver la habitación porque sus lágrimas no cesaban de fluir. Pero aún sentía el brazo de Emilie rodeando sus hombros. Ciega, miró a la muchacha.
—¿No te quedarás conmigo?
—Debo ir con mi marido.
—Me han ofrecido un puesto en el ejército confederado, hermano Lincoln. —La voz era tan plácida e inexorable como el viento del sur que siempre traía la lluvia a Lexington.
—Lo aceptarás. —Lincoln no estaba formulando verdaderamente una pregunta.
—Sí, hermano. Ésa es mi intención.
—Me destrozarás el corazón —dijo Mary; y así concluyó su juventud, de una vez y para siempre.