Catorce

Los días siguientes fueron curiosamente tranquilos para Hay. La ciudad estaba desierta. Los tranvías circulaban al azar. Las tropas montaban guardia silenciosamente ante los edificios públicos, a la espera del enemigo y de una batalla que la Unión seguramente perdería, o de unos refuerzos que no llegaban aunque había miles de soldados de la Unión a sólo sesenta kilómetros al norte, en Maryland.

El día para el que el general Scott le había prometido a Lincoln el octavo regimiento de Massachusetts, el martes, llegó, pasó y fue igual al lunes sin refuerzos. El martes por la tarde, cuando Hay entró al despacho del presidente y le anunció que Mr. Seward deseaba verlo, encontró a Lincoln otra vez al lado de la ventana abierta; miraba, más allá de la maloliente ciénaga, los bloques amontonados que rodeaban el pilar inconcluso del monumento a Washington, al que le preguntaba en tono urgente:

—¿Por qué no vienen?

—¿Por qué no vienen?

Hay tosió. Lincoln se volvió; los labios se movían, pero ahora en silencio.

—Mr. Seward, señor. Trae un mensaje del gobernador de Maryland.

Cuando entró Seward, Hay se retiró; Lincoln volvió a su silla.

—Espero solamente, Mr. Seward, que el mensaje haya llegado por telégrafo.

—No, señor. —Seward se sentó a la izquierda del presidente, con la luz en el rostro—. El telégrafo todavía no funciona. Pero los correos del general Scott son casi igualmente eficaces.

—¿Dónde están las tropas?

—Aparentemente han desembarcado en la Academia Naval, y la han recuperado, así como a esa vieja fragata, la Constitution.

—Es una muy buena noticia —dijo Lincoln, impaciente—, pero ¿dónde está ahora el general Butler?

—Sólo puedo leer entre líneas este mensaje del gobernador Hicks. —Seward consultó el arrugado papel que tenía en la mano—. Primero, responde a mi réplica a su propuesta de que pidamos al ministro británico que medie entre Maryland y los Estados Unidos en este asunto.

Seward alzó la vista. Lincoln movía la cabeza. Gradualmente, Seward aprendía a leer, si no la mente, los estados de ánimo de esa curiosa figura. El actual era una intensa furia.

—Sobrepasa todo lo creíble. —Lincoln se dirigía ahora al retrato de Andrew Jackson sobre el hogar.

—Por lo menos, pienso que el gobernador ha sido adecuadamente castigado cuando le escribí, declinando en nombre del presidente esa ingeniosa sugerencia, que el representante de una monarquía extranjera no es el mediador más apropiado para ningún desacuerdo que se suscite entre un americano y otro americano.

—Muy bien. ¿Y el general Butler?

—Aparentemente, tanto el regimiento del general Butler como el séptimo de NuevaYork han desembarcado sin novedad. Lincoln se iluminó.

—Son dos mil hombres. Y los de Rhode Island llegarán después. Pero —se volvió hacia el retrato de Jackson a Seward—, ¿dónde están ahora exactamente?

—Esta mañana estaban todavía en Annapolis. Naturalmente, el gobernador pone objeciones a la presencia de tropas norteñas…

—¡Norteñas!

Seward interrumpió al presidente, cosa que sólo en los últimos tiempos había perdido la costumbre de hacer.

—El general Butler se le ha anticipado, señor. Respetuosamente, por lo que sé, ha dicho al gobernador que no debía volver a referirse a las tropas de la Unión como tropas norteñas. El gobernador alude a esto con cierta petulancia.

Lincoln sonrió por primera vez.

—Dicen que Ben Butler es un gran actor. ¿Lo conoce usted? —Sí. Es seguramente el mejor abogado que he visto en acción.

Lincoln asintió.

—Lleno de trucos dramáticos, dicen. Con predilección por criminales, cuanto más culpables mejor. —Lincoln rió—. Piense usted: un abogado del foro, en un estado que trata de retirarse de la Unión, dando órdenes a las tropas que marchan a salvar la capital de un país cuyo presidente era, hasta hace muy poco, abogado del Illinois Central Railroad.

—Mientras el secretario de Estado es considerado todavía, señor, a riesgo de parecer inmodesto, el mejor de NuevaYork… Lincoln se echó a reír.

—Aquí está prácticamente todo el colegio de abogados, gobernando la administración y ahora el ejército, tratando de mantener unida con sus mentes legales una Unión desgarrada por hombres que se han pasado la vida matando animales y matándose entre sí en duelos de honor. Si me perdona el general Jackson —añadió Lincoln, dirigiéndose al retrato de la pared—, un renombrado duelista…

—… y abogado —recordó Seward—. De todos modos, el gobernador Hicks, cuyo campo es aparentemente el divorcio…

Lincoln reía inconteniblemente del creciente absurdo de la situación. Cuando la risa cesó, Seward pensó que Lincoln era como un hombre que acaba de tomar un tónico o de recibir el beneficioso impacto de la última máquina de choques eléctricos. Seward comprendía ahora la necesidad casi física que tenía Lincoln de la risa.

—De modo que el gobernador Hicks ha recibido una reprimenda. Hemos ocupado Annapolis. ¿Y después?

—Parte de las tropas del general Butler se quedarán allá. Eso es lo que molesta al gobernador. Están reparando las vías férreas. Él desearía que no lo hicieran a causa de lo que él llama su excitable población. Dice también que, a causa de nuestra obra de restauración de las vías, la legislatura no puede ir a reunirse a Annapolis. Parece que el general Butler, un hombre que siempre tiene la última palabra, ha dicho que mientras no se repare el ferrocarril, nuestras tropas no pueden salir de la ciudad ni la legislatura reunirse. Lógica impecable.

—¿Cuándo debe reunirse la legislatura? —Lincoln se irguió en su silla, bruscamente alerta.

—El veintiséis.

—Hoy es veintitrés. No tenemos mucho tiempo.

—Para hacer… ¿qué, señor? Lincoln se puso de pie.

—No estoy preparado para decidirlo. ¿Cuándo llegarán, entonces, esas míticas tropas?

—Mañana o pasado.

—Fue pasado, el jueves 25 de abril, cuando llegaron las tropas a Washington. Aunque ya funcionaban los trenes, sólo había vagones suficientes para los enfermos, la impedimenta y una batería de obuses. El grueso de las tropas había partido de Annapolis el miércoles por la mañana, a pie, llegando sin incidentes a la capital a la tarde siguiente.

—Los regimientos de Massachusetts, Nueva York y Rhode Island marcharon por la avenida de Pennsylvania hasta la Casa Blanca, con banda de música y banderas desplegadas, demostrando al presidente que realmente había un Norte patriótico en la Unión, listo para combatir por la conservación del todo.

Hay miraba el brillante conjunto desde el portal de la Casa Blanca, de pie, detrás del presidente, de Mrs. Lincoln y de los dos ruidosos muchachos. La ciudad parecía, misteriosamente, otra vez habitada. Toda clase de personas, hasta entonces invisibles, cubrían las aceras de la avenida de Pennsylvania y vitoreaban a los soldados.

David Herold no estaba entre ellos. Estaba con Mr. Thompson, que sostenía en la mano una banderita de la Unión pero, por deferencia a la volátil combinación de su clientela, no la agitaba. Había cerrado la tienda, en señal de celebración o de duelo, según la predilección de cada cliente.

—¡Los soldados de Nueva York son un montón! —Deslealmente, David pensó que los uniformes azul oscuro de los yanquis eran más bonitos que los uniformes grises confederados que habían empezado a aparecer en las calles de Alexandria, ahora una ciudad extranjera a la que sólo se podía entrar con un pase militar que él poseía, firmado por el oficial de administración, donde constaba que era el «repartidor de la farmacia Thompson».

Mr. Thompson marcaba el compás con el pie al paso de marcha de los soldados.

—Creo, Davie —dijo, ausente—, que debernos pedir más esparadrapo para los pies. Creo que vamos a tener una avalancha de pedidos. ¡Una verdadera avalancha! —Rió de su propio chiste.

—Deben de ser tres mil —dijo David, consternado—. Quizá más. —Sabía que la guarnición confederada de Alexandria no poseía más de quinientos hombres. Vistos de lejos, los soldados yanquis causaban impresión: estaban bien equipados e instruidos. Pero cuando alguna compañía pasaba cerca de la acera donde estaba David, podía ver y oler el sudor que corría por los cuellos, advertir las mejillas mal afeitadas, el aspecto de tensión y fatiga de todos los rostros.

De pronto se oyó una ovación más lejos, en la avenida. Se acercaba una compañía de caballería, precedida por una espléndida figura juvenil que llevaba un sombrero ladeado, adornado con una pluma amarilla.

—¿Quién es? —preguntó David.

—No lo sé exactamente —dijo Mr. Thompson—. Pero los caballos son hermosos, lo que indica que es la compañía de un hombre rico.

—¿Quién es? —preguntó Kate, que estaba entre su padre y Sumner en la ventana del despacho de Chase.

—Me parece conocido. —Chase canturreó estas palabras, permitiendo que reemplazaran por un instante los nudosos versos de «Aquella vieja y basta cruz», un himno favorito que murmuraba, lleno de júbilo, desde que había visto que acudían en auxilio de la ciudad esas tropas que evidentemente eran las del Señor de los Ejércitos.

Sumner identificó al joven cuando llegó frente al Tesoro, provocando excitados aplausos entre la muchedumbre apiñada ante el Willard.

—Es el gobernador de Rhode Island, William Sprague. Él mismo ha reunido ese regimiento. Y lo ha pagado íntegramente.

—Dicen que es uno de los hombres más ricos del país —afirmó Kate.

—Me alegra ver —dijo Sumner— que es también uno de los más patriotas.

Sprague alzó su sombrero emplumado y lo agité hacia ellos. Kate devolvió el saludo.

—¿Me habrá visto?

Chase rió, y por un momento apartó aquella vieja y basta cruz.

—No sin sus gafas. —Se volvió a Kate—. ¿Recuerdas?

—Entonces, ¿ambos lo conocen?

—Sí, Mr. Sumner. —Kate miró con cierta fascinación la esbelta figura cuyas charreteras doradas brillaban debajo de la ventana—. Y yo debería haberlo reconocido, porque vestía de uniforme cuando lo vimos en Cleveland. Pero ha añadido una pluma a su sombrero y se ha quitado las gafas, lo que podría ser peligroso porque, según él mismo asegura, ve tan mal como un murciélago.

—Yo no puedo decir que lo conozca —dijo Sumner—. La familia posee telares en Providence. Como dependen del algodón del Sur, no me parece que nuestro bloqueo los haga muy felices.

—Tanto más meritorio es entonces que acuda en socorro de la Unión. —A Chase no le había impresionado mucho el joven cuando había ido a Cleveland a participar en un desfile el pasado mes de octubre, última de una serie de ocasiones semejantes que Chase había presidido como gobernador de Ohio. Pero Kate había encontrado intrigante a Sprague, aunque sólo fuese por su juventud: había llegado a gobernador a los veintinueve años, uno menos de los que exigía la ley, y se había visto obligado a esperar unos meses antes de poder asumir el cargo. Se decía que Sprague había comprado su gobernación, lo que Chase encontraba absolutamente envidiable. Para él, desde luego, cualquier persona que no padeciera preocupaciones de dinero había recibido una singular bendición.

—¿Quién está detrás de él? —preguntó Kate, señalando al coronel que mandaba en realidad el regimiento de Sprague, un hombre alto y delgado, menor de cuarenta años, con enormes patillas.

—Me lo han presentado —dijo Chase, frunciendo el ceño—. Es un oficial de West Point que abandonó el ejército. Presumiblemente, no era lo bastante sureño para el general Scott. Está, o estaba, en uno de los ferrocarriles. Vive, o vivía, en Chicago.

Durante un momento, los tres miraron, con diversas sensaciones de alivio, la artillería de Rhode Island que pasaba debajo de ellos, resplandeciente al sol de abril. Luego Sumner se volvió a Chase.

—El general Butler, que está todavía en Annapolis, me ha hecho un pedido. ¿Permitiría usted, señor, que nuestros hombres de Massachusetts se alojaran aquí, en el Tesoro?

—Con placer, Mr. Sumner. ¿O quizá Kate prefiere que recibamos a los hombres de Rhode Island? —Oh, no, padre. Me encanta el general Butler.

—Es evidente que no lo conoce —suspiró Sumner—. Tiene todos los defectos. Es un demócrata que votó por Breckinridge. Es antiabolicionista. Es un abogado lleno de artimañas. Es…

—¡Pero está aquí, en Washington! —exclamó Kate—. O por lo menos, están sus tropas, y todos debemos estar agradecidos.

—«Todos debemos estar agradecidos», fueron también las palabras que el presidente empleó mientras varios comandantes se reunían en el Salón Azul. Lincoln estaba en el centro, flanqueado por el general Scott y por Gideon Welles. Hay y Nicolay estaban cerca de la pared, gozando de la escena. El hall de entrada estaba repleto de personas, en su mayoría mujeres encabezadas por Mrs. Lincoln, que esperaban el momento de dar la bienvenida a los guerreros apenas el presidente hablara con ellos.

Hay era uno de los pocos espectadores que había logrado identificar al emplumado William Sprague.

—En Rhode Island lo llaman el niño gobernador —susurró a Nicolay, cuando la pequeña figura imperiosa entró en el Salón Azul acompañado por el alto coronel.

—¿Lo conociste cuando estabas en Brown?

Hay asintió.

—Apenas una presentación. Pero todo el mundo conoce a los Sprague. La empresa familiar se llama A. & W. Sprague & Company. Son dueños de nueve fábricas de tela de algodón. Varias veces lo vi, y también a sus hermanas, en los bailes de Providence. Vestido de paisano, parece un ratón.

—El ratón se va a la guerra —dijo Nicolay. Mientras Sprague se ponía sus quevedos para ver al presidente, Nicolay añadió—: Y ahora creo ver una leve expresión de roedor en su cara.

—Éste es —dijo Sprague en voz tonante, mientras presentaba al presidente a su jefe de estado mayor— el coronel Ambrose Burnside, de la promoción del cuarenta y siete de West Point, ahora comandante del primer regimiento de Rhode Island, a mis órdenes.

—Es poco frecuente conocer a un yanqui de West Point —dijo, cordial, el presidente mientras le estrechaba la mano.

—En realidad, señor —dijo Burnside—, soy de Indiana.

—Entonces somos dos —respondió Lincoln, resplandeciente.

—El Anciano tiene más estados de origen que estrellas hay en la bandera. —Nicolay se regocijaba.

—Por lo menos, Nico, ha vivido en Indiana. Y no en Virginia, como ha dicho.

Lincoln miraba inquisitivamente al alto oficial con patillas.

—Ya nos hemos conocido, ¿no es verdad, coronel?

—Si, señor. Yo estaba en el Illinois Central, y usted era nuestro asesor jurídico.

—¡Otro hombre de los ferrocarriles! —exclamó Lincoln—. Ya me siento mejor.

—Una vez terminadas las presentaciones y expresados los sentimientos patrióticos, las señoras invadieron el salón. Sprague se convirtió en un verdadero imán. Hay miraba, divertido, al joven corto de vista que intentaba mantener en su sitio los quevedos sin perder su aire napoleónico. Mrs. Lincoln y Mrs. Grimsley no se apartaban de su lado, mientras Tad se probaba el sombrero con la pluma y Willie jugueteaba con el sable.

Hay se volvió hacia un joven oficial de Massachusetts que se secaba el rostro con un pañuelo sucio.

—Ha tenido usted una larga jornada, ¿verdad?

—Oh, así es, realmente. —La voz era yanqui pura—. Por un momento pensamos que dispararían contra nosotros. Eso era en Annapolis. Pero el viejo Ben infundió a los rebeldes el temor de Dios. —El oficial rió—. Y también estaban muy asombrados de la velocidad con que nuestros muchachos les reconstruyeron las vías férreas. Espero que el viejo Ben pueda mantener fácilmente el orden ahora.

—¿Está bien atrincherado?

El hombre asintió.

—Está en la Academia Naval, con dos pistolas junto a la cama. Cuando el gobernador le ordenó que se marchara, el viejo Ben dijo que alguien debía quedarse para dar la bienvenida al próximo desembarco de tropas, y al siguiente, y al siguiente. Le dio al gobernador un susto de muerte.

—¿Se hablaba mucho de secesión?

—Mmm, sí. Habla mucho esa gente, ¿verdad? Pero cuando andamos cerca, no hacen gran cosa aparte de hablar. Calculo que apenas nos marchemos de Annapolis se retirarán de la Unión.

—Entonces, ¿deberíamos quedarnos?

—Sí, señor, deberíamos quedarnos.

En la confusión general del hall de entrada, a la que se sumaban los voluntarios de Kentucky desde su campamento del Salón del Este, Hay se encontró en la entrada principal, cara a cara, con el niño gobernador en persona, que le tendió la mano como para impartir la bendición. Hay sostuvo la mano blanda un ins tante y recibió, en efecto, la bendición del dios de la guerra. Luego soltó la mano.

—Soy John Hay —dijo—. Nos conocimos en Providence, cuando yo estaba en Brown. —Hay advirtió que Sprague era más bajo que él, y que parecía aún más joven; tenía rostro pálido, sin arrugas, ojos gris claro, y un pico de viuda tan nítido como el de una muchacha.

—No lo he visto en mi vida —fue la brusca respuesta del héroe. Hay sintió calor en sus mejillas.

—No hay ninguna razón para que me recuerde —dijo—. Sólo soy el secretario privado del presidente —añadió, para obtener cierta medida de igualdad. Pero Sprague no prestaba atención. Los ojos grises miraban hacia la puerta.

—Quiero un cóctel —dijo el niño gobernador—. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—En el bar del Willard.

—Vamos —dijo Sprague, y echó a andar, sin mirar atrás para comprobar si Hay le había obedecido.

Algo deslumbrado, Hay acompañó a Sprague por la avenida de Pennsylvania hasta el Willard. Mientras pasaban ante el edificio del Tesoro, Sprague dijo:

—¿Dónde está Chase?

—En su casa, supongo.

—Lo vi una vez. Es calvo.

—También yo lo había observado. —Hay empezaba a divertirse con el desarticulado estilo de discurso de Sprague.

—Usted iba a Brown —dijo Sprague en tono acusador—. Yo abandoné la escuela a los quince años. Entré en el negocio de la familia. Era tenedor de libros. Me gustaba.

Ya estaban en el vestíbulo del Willard, que se había llenado como por arte de magia desde la llegada de las tropas. Sprague fue debidamente reconocido y aplaudido por todos. Se detuvo ante la cigarrería. Ausente, estrechó la mano de todos los presentes, con la mirada clavada en Hay, que conocía el camino al bar.

Finalmente, Hay logró conducir a Sprague a través de las puertas de vaivén del bar. Pero no antes de que una docena de señoras tuvieran la oportunidad de halagarlo en el maldito vestíbulo. Como un príncipe heredero —que era— Sprague aceptaba la adulación como algo que se le debía. Hubo más apretones de manos en el bar. El senador Chandler de Michigan, alto y jovial, y el senador Hale de Nueva Hampshire, alto y adusto, saludaron a la figura brillante que ahora se había quitado el sombrero de la pluma amarilla.

Hay logró hallar una mesa en un rincón, relativamente lejos de la barra larga, atestada, llena de humo. Un camarero llevó a Hay un brandy-smash y a Sprague un gin-sling. Con un experimentado sorbo, Sprague vació la mitad del vaso helado, secó sus bigotes caídos con el dorso de la mano y luego sonrió, con los ojos notablemente más brillantes. Sprague parecía, pensó Hay, un chico de doce años con bigote.

—Hasta ahora, ese regimiento me ha costado cien mil dólares —dijo el joven héroe—. De mi propio dinero.

—Lo sé. El presidente está agradecido…

—Ya puede. ¿Sabe que soy el primer voluntario de esta guerra? Me he ocupado yo mismo. Puse mi nombre en primer lugar. Y bien, ¿quién será? ¿Ben Butler o yo? .—Hay se preguntó si el coñac que había bebido cuidadosamente producía efectos prematuros.

Sprague terminó su bebida e hizo un gesto pidiendo una segunda.

—Hasta ahora Ben Butler ha recibido toda la atención. Pero yo he pagado por este regimiento. Yo lo he instruido. He estado con los voluntarios de artillería de Rhode Island desde que tenía quince años. Además soy un gobernador. Ben Butler es solamente un abogado, y un demócrata. Un demócrata sureño. Yo fui elegido por lo que llamábamos la lista unionista. Yo mismo le di ese nombre. Entonces… ¿Butler o yo?

—¿Para qué, señor? —A Hay le parecía extraño llamar «señor» a un chico de doce años con un bigote falso, ilusión apoyada por el humo azulado que suavizaba el resplandor de las lámparas de gas de la larga barra. Hay se repetía que Sprague no sólo era ocho años mayor que él sino además el gobernador de Rhode Island; el menor de los estados, era verdad. Pero él era el más rico de los gobernadores, un multimillonario, un ser muy raro para la experiencia de Hay, procedente de Springfield, donde cien mil dólares parecían una fortuna considerable.

—Mayor general de voluntarios —dijo Sprague, alisando su sedoso bigote, ahora húmedo de gin—. Va a haber un nombramiento para Nueva Inglaterra. Lo he oído. Lo sé. ¿Quién será el elegido? ¿Butler o yo?

—No tengo idea, señor.

—¿Qué dice el presidente?

—Nada que yo sepa. Los ascensos militares se deciden en el Departamento de Guerra. El general Scott.

—El presidente elige a un mayor general, Mr. Hay. Es lo que corresponde. Es un cargo político. ¿Dónde hay chicas?

Hay terminó su copa con un largo trago. Se sentía más capacitado para tratar con Sprague, cuya forma de conversar le recordaba la de Tad Lincoln.

—Hay algunas casas muy buenas, señor.

—Sprague parecía animado.

—¿Dónde?

Hay le describió el establecimiento de Sal Austin. El mirador oculto atraía a Sprague.

—Interesante —dijo solemnemente—. Uno no debe ser visto en lugares así. Pero —añadió con lógica inexorable— debe concurrir a ellos. El algodón —continuó— estaba a diez centavos la libra cuando anunciaron ustedes el bloqueo de los puertos del Sur la semana pasada.

Nosotros anunciarnos el bloqueo, señor. También usted pertenece a la Unión.

—Es verdad. Cuando ustedes iniciaron ese bloqueo, el algodón costaba diez centavos la libra. Ahora, aunque todavía no hay una escasez real, cuesta veinte centavos. Es ruinoso para mis negocios. ¿Conoce a Kate Chase?

—Sí, señor.

—La conocí en Cleveland. ¿Ha reparado en la forma en que él enfoca la vista? —Sprague imitó la forma en que Chase agrandaba primero los ojos y luego los empequeñecía lentamente. El efecto era tan cómico que Hay se echó a reír—. ¿Qué es tan gracioso? —preguntó Sprague.

—La forma en que se parece usted a Chase.

—Más gracioso es que él se parezca tanto a Chase. El secretario del Tesoro tiene toda clase de poder en asuntos como ése.

—¿Qué asuntos?

—¿Podemos comer algo en casa de Sal?

—Sí, señor.

—Vamos. Pero antes debo inspeccionar a mi regimiento. Nos han colocado en la oficina de patentes. No sé por qué. Tenemos tiendas. Flamantes. Veintisiete dólares cada una, al por mayor. —El niño gobernador ya estaba de pie, con el sombrero de la pluma amarilla en un ángulo precario. Hay se sentía como si fuera un regimiento entero mientras seguía mansamente al primer voluntario de la guerra hacia el exterior del bar.