A mitad del Puente Largo, el sudoroso David se detuvo a desatar su corbata y mirar el veloz y amarillento Potomac, fangoso y crecido por las lluvias de primavera. En general, no podía imaginar una forma más desagradable de perder una tarde de domingo que ir a Alexandria y volver, a pie. También tenía incómoda conciencia de los duros ojos de los soldados de la Unión que custodiaban el puente e inspeccionaban a quienes pasaban, y en especial a los pocos que venían desde el lado de Virginia. De vez en cuando detenían y registraban a algún carro del Sur, como si trajera la misteriosa esencia de la secesión. De la ciudad salía un gran éxodo de coches y carros repletos de enseres domésticos y cestos de gallinas. Los soldados de la Unión no intentaban detener su marcha. Sabían que eran secesionistas que antes habían estado en su hogar; pero ahora la ciudad era la capital de un país enemigo.
Mientras David contemplaba el río y evocaba el placer de la pesca, oyó un sonido familiar, el staccato de una tos seca que allí parecía de algún modo fuera de lugar. Alzó la vista y vio lo que le pareció una especie de vagabundo o trabajador rural: un hombre viejo y delgado de ropas andrajosas que se movía lentamente, como si padeciera dolores. Sólo cuando estuvieron frente a frente David reconoció al anciano Mr. Surratt, que, según se suponía, agonizaba en su habitación de la calle H.
Al principio, Mr. Surratt apartó la vista; pero David dijo:
—Mr. Surratt… Yo creía que estaba enfermo, señor.
—Y así es, Davie. —Mr. Surratt descansó un instante, apoyándose contra el pretil del puente. La tos no era constante, pero resurgía a intervalos. Había momentos en que podía hablar normalmente.
—Yo pensaba que nunca salía de su habitación.
—Pues ahora ves que lo hago. En verdad, en estos últimos tiempos, me he puesto varias veces estas ropas viejas para ir a visitar a mis amigos del lado de Virginia.
—Mr. Surratt, quiero ayudar.
—¿Ayudar?
—Sí, señor. Creo que sé lo que usted está haciendo. Creo que también sé lo que hace Isaac. Pasan información a los confederados. Quiero ayudar de todas las formas posibles.
Mr. Surratt dirigió a David una mirada penetrante. La cara estaba pálida por la enfermedad, pero los ojos brillaban. El anciano hizo un gesto.
—Adelántate un poco y sigue como si no nos conociéramos. Hablaremos al otro lado.
Aunque no había guardias en el lado de Virginia, una bandera confederada flameaba sobre la puerta de una taberna; justamente enfrente, en una casa vecina, había una bandera de la Unión.
Los coches y carros que venían de la ciudad no se detenían: continuaban su viaje hacia el sur, hasta Richmond y más allá. En la penumbra de un bar los granjeros bebían whisky y hablaban de traición o del precio del tabaco, suponía David; ambos temas podían excitar el interés de esos hombres sombríos, sus familiares, sus verdaderos confederados, pensó, bruscamente sentimental. Mr. Surratt entregó un sobre a un hombre robusto, que le indicó un saloncito apartado. David los siguió.
Mr. Surratt y David se sentaron ante una larga mesa de madera, ante una botella de whisky y varios vasos polvorientos.
—Eres un buen chico, David —dijo Mr. Surratt—. Estás con nosotros, lo sé. Me lo ha dicho mi mujer. Me lo ha dicho Annie y puedes ayudarnos. Hay trabajo para ti. Para todos nosotros, los que sentimos como sentimos. Lo mejor que puedes hacer es ir a Montgomery y alistarte. El presidente Davis ya tiene veinte mil hombres armados.
—¿No cree, señor, que soy más útil donde estoy? ¿En la ciudad, trabajando en la farmacia Thompson?
—¿En la farmacia Thompson? —Mr. Surratt se sirvió un whisky—. ¿La que está frente a la Casa Blanca?
—Sí, señor. Los Lincoln, los Seward, los Blair y los Welles compran allí sus medicamentos. Mr. Seward vive casi en la puerta contigua, Mr. Welles pocas puertas más allá, y los Blair…
Se unió a ellos el hombre corpulento, el dueño de la taberna.
—¿Quién es? —preguntó, señalando a David.
—Davie Herold. Es buena persona. Está con nosotros. Lo conozco de toda la vida.
El hombre corpulento sirvió otros dos whiskies.
—Después de lo que acaba usted de darme, creo que podemos hacer un brindis. —Alzó su vaso—. Por los estados confederados de América.
Entonces David bebió el whisky de un solo trago, como hacían los gamberros.
—Cuando el mensaje llegue a Richmond, lo que ocurrirá, calculo, dentro de unos diez minutos, Virginia se retirará de la Unión.
—Ya era hora. —Con esfuerzo, Mr. Surratt contuvo una nueva serie de toses. David conocía una fórmula que podía aliviar la tos, aunque no curara la enfermedad, fuera la que fuese. Si la familia Herold hubiera tenido dinero, él habría podido ser médico, pensó mientras tomaba la botella de whisky, o quizás abogado. Mr. Surratt se volvió hacia David—. ¿Quién va allá?
—¿Quién va adónde?
—A la farmacia de Thompson. —Mr. Surratt se dirigió al hombre robusto—. Davie es el encargado de preparar recetas en la farmacia Thompson, en la calle Quince, muy cerca de la Casa Blanca. Los Lincoln son clientes de la farmacia, y también varios miembros del gabinete. —Se volvió hacia David—. ¿Quién va allá?
—Bueno, Mr. McManus. Ha sido el portero de la Casa Blanca durante veinte años. Se comporta como si supiera muchas cosas. Por ejemplo, esta mañana, dijo que en el despacho presidencial había un mapa del puerto de Charleston en un caballete, como un cuadro. Y también Mr. Hay, el secretario del presidente. Es un tipo muy elegante, joven. No habla mucho. Y esa mulata clara, Lizzie Keckley. Es la modista de Mrs. Lincoln, y pasa un buen rato todos los días en la Casa Blanca, o al menos eso dice el viejo McManus. Él no la quiere porque ella es muy amiga de Mrs. Lincoln, que sufre de migrañas…
—Mr. Lincoln ¿sufre alguna enfermedad?
—Tiene dificultad para dormir. Así que le darnos el medicamento especial de Thompson, que es sobre todo láudano. Y nunca va bien de vientre, así que lo llenamos de Masa Azul. Aparte de eso, está perfectamente. Los dos hijos acaban de tener el sarampión, nada grave. Y también está Mr. Seward, que prácticamente vive al lado. Tiene dolores de cabeza, pero no como los de Mrs. Lincoln. Los de él son por todo el coñac que bebe. Así que también le damos remedios para el estómago. En cuanto a Mrs. Gideon Welles… —Mientras David describía la distinguida clientela de Mr. Thompson y sus diversos malestares, Mr. Surratt y el hombre corpulento cambiaron una mirada; el último parecía muy complacido.
Cuando se agotó la información de David, Mr. Surratt dijo:
—El muchacho me preguntaba cómo puede ayudar a la causa. Le he dicho que se quede donde está, y que ponga atención.
—Estoy de acuerdo. Joven, tú puedes ser muy valioso para nosotros sólo con que tengas los oídos abiertos y conozcas mejor a la gente de la Casa Blanca… y de la casa de Mr. Seward. Él es el verdadero jefe del gobierno. A veces, necesitaremos averiguar algo específico; lo sabrás por intermedio de Mr. Surratt.
—O de Annie cuando yo ya no esté aquí. —La tos contenida estalló, y el anciano ocultó el rostro entre las manos, mientras sus hombros se sacudían de dolor. Cualquiera que fuese su enfermedad, decidió David, no era tuberculosis.
David se volvió hacia el hombre corpulento.
—También podría servir como correo, ¿no es verdad?
—Ya tenemos bastantes. Y no conviene que pierdas tu trabajo en la farmacia.
—Supongo que no. —David estaba decepcionado. Se imaginaba cabalgando a todo galope a través de las líneas enemigas, llevando mensajes en el tacón de la bota.
Cuando Mr. Surratt terminó de toser, se puso de pie, vacilando, y se despidió del hombre.
—Quizás un día, un domingo, te enviaré a Davie.
—Cuídate, John. —El hombre corpulento no los acompañó hasta la puerta principal. Una vez afuera, David dijo:
—Ahora tengo que ir a entregar unos medicamentos.
—Eso es muy bueno, David. —Mr. Surratt asintió—. Cuando Virginia declare la secesión, que puede ser mañana mismo, gracias a lo que he dado a nuestro amigo para que lo envíe por telégrafo, probablemente será necesario un pase para ir de un lado al otro del Puente Largo; y por supuesto no se le negará uno al chico de la farmacia Thompson.
—Entonces, ¿todavía podría ser un correo?
—¿Por qué no? Pero, como ha dicho nuestro amigo, conserva tu trabajo. Así podrás ayudar verdaderamente a nuestro país. David ya no podía contener la curiosidad.
—¿Qué le ha dado para el telégrafo? ¿O es de veras secreto?
—Bueno, es un secreto ahora, pero no lo será mañana.
—Hemos logrado conocer la proclama que el Viejo Abe publicará mañana, pidiendo tropas a todos los estados, inclusive Virginia. Le enviarán tropas, de eso no cabe duda. —Mr. Surratt rió y tosió simultáneamente—. Estaban esperando algo como esto para marcharse de la Unión. Y Maryland también.
David, excitado por ser casi parte del servicio secreto de la Confederación, se volvió a ver cabalgando una noche oscura, sin luna, para cumplir alguna misión fundamental. Exhausto, a punto del colapso, daría a Jefferson Davis la información vital, hasta ese momento inaccesible, que el Sur necesitaba para ganar la guerra. Con la cabeza erguida, caminó hacia Alexandria, cantando «Dixie» casi en voz alta.
Chase estaba ante su inmenso escritorio de nogal contemplando en el muro que tenía enfrente el retrato del primer secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, cuyos problemas habían sido minúsculos en comparación con los que él afrontaba. Chase era un hombre meticuloso y gozaba con el trabajo duro. Esto era una suerte, como le había dicho el presidente con notoria simpatía cuando Chase le contó qué pesadilla era tratar de poner orden en las finanzas de los Estados Unidos en el vasto edificio del Tesoro, donde apenas trescientos ochenta y tres empleados gobernaban las finanzas de los siete departamentos del gobierno, así como de la aduana, los guardacostas, la junta de faros, los hospitales de la marina, y otra docena de actividades misceláneas asignadas a su departamento.
—¿De dónde —preguntó Chase a Jay Cooke, que estaba ahora de pie junto a la ventana, fumando un cigarro y mirando el Willard’s Hotel— conseguiremos el dinero?
—Tomándolo prestado, como haría cualquier otra empresa. Cooke se volvió. Consternado, Chase vio que la ceniza del cigarro caía sobre la alfombra gris perla que su predecesor había hecho colocar en fecha reciente; al mismo tiempo, las seis sillas de nogal de la habitación habían sido tapizadas de un azul, a juicio de Chase, de muy buen gusto. El despacho era mucho más lujoso y bonito que los del presidente o cualquiera de los demás miembros del gabinete. Complacían en particular a Chase las cornisas doradas de las ventanas con el ornamentado sello del Tesoro y la balanza de la justicia.
—No puedo decir que me agrade mucho imaginar al gobierno de los Estados Unidos en manos de los banqueros, si me perdona usted, Mr. Cooke.
—No debe pedírmelo, señor secretario. Odio a esa gente. Por eso he abierto mi propio banco.
—Preferiría conseguir el dinero con un impuesto directo sobre la renta.
—Ningún Congreso ha aprobado nunca un impuesto semejante.
—Ningún Congreso ha tenido que afrontar una crisis semejante. Aquí estamos totalmente aislados del resto del mundo. Las líneas telegráficas derribadas, el tren… —Chase se interrumpió; encontraba dificil creer lo que estaba a punto de decir, pero lo dijo—: Si los rebeldes atacan, tendremos que abandonar la ciudad. —Chase miró compungido el hermoso despacho—. Pero esté el gobierno donde esté, debemos prepararnos para financiar una costosísima guerra.
—¿Cuánto tiempo cree usted que nos llevará derrotarlos? Chase frunció el ceño.
—Unos pocos meses, sólo meses. Pero Mr. Buchanan no actuó contra sus amigos sureños. Y ahora que Virginia se ha retirado, hemos perdido el astillero de Norfolk. Y lo que es peor, el arsenal de Harper’s Ferry. Calculo, por lo tanto, que nos llevará cerca de un año derrotar a los rebeldes, a un costo de cien millones de dólares.
—Es muy pesimista, Mr. Chase. Pero si tiene usted razón, hay aún más motivos para emitir de inmediato bonos federales. Bonos a veinte años, que no se puedan cobrar, digamos, antes de cinco años, con un interés del ocho por ciento…
—Seis por ciento —dijo Chase, automáticamente.
—Digamos siete y medio…
—No soy un subastador. Sea cual fuere el interés, cuanto más bajo mejor será para el país.
—Pero cuanto más alto, mejor para los banqueros que comprarán sus bonos.
Chase se echó atrás en su silla y miró a Alexander Hamilton, en busca de inspiración.
—Me pregunto —dijo, algo inspirado— si no podríamos persuadir al pueblo en general a comprar los bonos de su gobierno. En ese caso, el propietario de cada bono se sentiría involucrado en la guerra, y nuestros éxitos harían más valiosa su posesión…
—Pero nuestras derrotas, no permita Dios que las suframos, harían esos bonos menos valiosos e incluso invendibles.
—Usted es el pesimista, Mr. Cooke. Pero debo decir que, hasta ahora, a las órdenes de nuestro jefe de guerra —Chase se había jurado no criticar a Lincoln fuera del gabinete, pero había ocasiones en que no podía contenerse—, no hemos hecho nada. Anoche, durante la cena, el ministro británico felicitó a los Estados Unidos por su originalidad bélica. La mayoría de las naciones en guerra, dijo, tratan de hacer daño al enemigo. Pero los Estados Unidos sólo se hacen daño a sí mismos. Todo el mundo rió. Y yo me sentí avergonzado. Porque, naturalmente, tiene razón. Desde la proclama del lunes, todo lo que hemos hecho es volar nuestro propio arsenal de Harper’s Ferry e incendiar nuestro propio astillero de Norfolk.
—Bueno, pero así no cayeron en manos de los rebeldes. A propósito, Kate está con mi mujer en Los Cedros.
Chase contrajo su ojo izquierdo para enfocar el nuevo tema.
—No tenía idea de que pensara pasar por Filadelfia después de su orgía romana de compras en Nueva York —suspiró Chase.
—Usted sabe que me sentiré feliz de prestarle lo que desee.
—No, no, Mr. Cooke. Eso no parecería bien. Y debemos también redactar algún tipo de contrato escrito acerca del coche. Sólo puedo tomarlo en préstamo, usted sabe.
—Lo sé.
Chase se puso en pie. Un tranvía de caballos pasó ruidosamente. La acera del Willard estaba desierta.
—La semana pasada había mil viajeros en el Willard. Ahora hay cuarenta. —Pero mientras Chase miraba, aparecieron varios centenares de hombres con rifles y sombreros de piel que venían desde la plaza Lafayette—. Debe de ser el batallón Clay. —Cooke se acercó a Chase, en la ventana. Varios hombres permanecieron de guardia ante el Willard, y el resto entró.
—¿Quiénes son?
—En su mayoría son de Kentucky. Hombres de frontera. Un grupo acampará en la Casa Blanca. Dentro de la Casa Blanca. Dormirán en el Salón del Este. ¡Imagínese! Los muchachos de Pennsylvania acampan ante la Cámara de Representantes. Y no sé dónde han puesto al regimiento de Massachusetts.
—¿Sufrieron bajas en Baltimore?
—Cuatro soldados muertos, y treinta heridos por una horda de plug-uglies. Y pueden considerarse afortunados por haber logrado abrirse paso.
—Si Maryland declara la secesión…
—Abandonaremos la ciudad. —Chase regresó a su escritorio. Recogió un documento—. Y además está el asunto de los espías. —Miró de reojo el papel—. De los cuatro mil cuatrocientos setenta funcionarios civiles y oficiales militares, dos mil ciento cincuenta y cuatro proceden de los estados rebeldes. —Parecería que la representación del Sur es excesiva.
—Sobre todo en el ejército. Según el general Scott, nuestro mejor oficial es un virginiano llamado Lee.
—¿El hombre que capturó a John Brown?
—El mismo. El anciano Mr. Blair es muy amigo de él. El martes, cuando Mr. Blair ofreció al coronel Lee el mando de nuestro ejército, Lee, aunque cree que la secesión está mal, y la esclavitud peor, dijo que no podía participar en la invasión de su estado natal. No comprendo a los sureños. ¿Y usted, Mr. Cooke?
—No puedo decir que lo haya intentado nunca.
La mente de Chase volvió a los negocios.
—Intentaré aplicar un impuesto a la renta personal.
—No creo que se haga usted muy popular si lo hace.
—Oh, si es del dos o el tres por ciento pasará casi inadvertido. Naturalmente, un impuesto superior está fuera de la cuestión.
—Espero que tenga usted razón. No lo olvide: debemos conseguir que sea usted elegido en el sesenta y cuatro.
—Si no es demasiado tarde —respondió Chase sombríamente. Estaba seguro de que Maryland se retiraría en los próximos días; pero de todos modos tenía cuidado de mostrarse más confiado y alegre de lo que en realidad estaba porque la comunidad financiera era un animal delicado y asustadizo que necesitaba permanentemente seguridad. En su fuero interno, Chase estaba aterrorizado. Una vez que Maryland se separara, el gobierno abandonaría la ciudad. Cuando la ciudad quedara en manos de los rebeldes, habría un movimiento para someter a Lincoln a juicio político, que probablemente tendría éxito. Cuando Lincoln fuera desplazado, Seward tomaría el poder, en particular si se trasladaba la capital a cualquier punto al norte de Harrisburg. Y si Seward estaba en el poder, las elecciones de 1864 serían asunto dudoso. A Chase no se le ocurría ningún modo de contener el caos que había empezado a envolver la nunca del todo estable república norteamericana; su Constitución misma disponía las cosas de modo que todos pudieran gobernar para que nadie pudiera, salvo ese inesperado tirano: un pequeño, sonriente y gris neoyorquino que fumaba puros.
Pero el pequeño, sonriente y gris neoyorquino que fumaba puros no tenía precisamente ánimo tiránico mientras salía, la mañana siguiente, con su hijo, de la iglesia casi vacía de St. John’s y caminaba en silencio hasta el portal de la Casa Blanca, donde montaban guardia los vivaces soldados del sexto regimiento de Massachusetts. Mientras padre e hijo trataban de entrar fueron detenidos.
—¿Quién va? —preguntó un sargento. Desde el pórtico, el Viejo Edward gritó: «¡Mr. Seward!».
Los soldados saludaron cuando los Seward entraron: no se dirigieron hacia la puerta principal, sino hacia la derecha, donde un invernáculo de cristales sucios afeaba la vista. En el bosque del Parque del Presidente, cerca del ala oeste de la Casa Blanca con su anexo de cristal, estaban, lado a lado, los viejos edificios del Departamento de Guerra y el de Marina, en tanto que frente al ala este un pequeño edificio de ladrillo rojo alojaba el Departamento de Estado, literalmente a la sombra del palacio del Tesoro.
Había dos marinos de guardia ante el Departamento de Marina. Allí se separaron el padre y el hijo; éste fue al Departamento de Estado, y el padre a una reunión tan secreta que no podía celebrarse en la Casa Blanca, donde pululaban los espías, sino en el despacho de Gideon Welles.
Los marinos reconocieron a Seward, que respondió a su saludo agitando el cigarro. En el pequeño despacho del secretario de Marina estaba ya el presidente a la cabecera de la mesa, con el pelo en estado de alarma. Todo el gabinete estaba presente, excepto Chase. A la derecha del presidente, desbordaba de un sillón especial el general Scott, cuya desmesurada pierna gotosa se apoyaba sobre un taburete. Hay y Nicolay estaban debajo de un cuadro de John Paul Jones, rebosante de olas y espuma.
Seward se sentó junto al presidente y murmuró:
—Corre el rumor de que todas las oficinas telegráficas del Norte fueron asaltadas ayer.
—De todos los rumores que he oído esta semana —dijo Lincoln—, ése es el primero que se funda en la realidad. Ayer, a las tres de la tarde, ordené a la policía de todos los estados que se apoderara del original de todos los telegramas enviados, y la copia de los recibidos, durante los últimos doce meses.
Seward silbó suavemente.
—¿La base legal de la captura…? —Guiñó un ojo con expresión cómica.
—Los poderes amplios inherentes a la Constitución. —Lincoln saboreó la palabra «amplios»—. Sea como sea, ahora tendremos una idea más clara acerca de quiénes son y dónde están nuestros enemigos, particularmente en esta parte del mundo.
Chase entró; se inclinó ante los presentes; tomó su lugar ante la mesa. Entonces, Lincoln comenzó:
—Señores, Mr. Seward y yo estábamos conversando acerca de los rumores, que es casi la única actividad productiva a que podemos dedicarnos por ahora. Acabo de oír uno flamante. General Scott. —Lincoln se volvió a la gran figura anciana que adoptó una actitud aproximada de firmes en su vasto sillón—. Los periódicos de Richmond han anunciado que se le ha ofrecido un alto mando en el ejército rebelde y que usted lo ha aceptado.
—El general Scott alzó los numerosos mentones adheridos a su gran cabeza.
—La primera parte es verdad. Me pidieron que transfiriera mi lealtad a Virginia. La segunda parte es mentira. No acepté. Y dije, además, que desde ahora en adelante, el suelo de miVirginia natal es territorio enemigo.
Lincoln asintió.
—Es como yo pensaba. ¿Ha hecho algún progreso con el coronel Lee?
—No, señor. Hablé con él. Luego Mr. Blair habló con él. El coronel Lee es el espíritu mismo de la cortesía y del honor. Esta mañana recibí un mensaje de Richmond. El coronel Lee es ahora comandante del ejército rebelde.
—Será interesante ver —dijo Lincoln— qué clase de comandante es, puesto que considera la secesión una traición y abomina de la esclavitud.
—Combatirá bien, señor —dijo, sombrío, el general Scott—. Es asunto de honor.
—Comprendo —dijo Lincoln, que evidentemente no comprendía, pensó Hay, mientras tomaba notas—. He convocado esta reunión que espero sea secreta para iniciar la financiación de la guerra. —Lincoln desplegó un papel ante sus ojos; luego se volvió hacia Chase—. Como hay una insurrección armada contra el gobierno federal, pido que se retiren del Tesoro dos millones de dólares, que serán enviados en forma de giros a… —Lincoln se puso las gafas y leyó los nombres de tres personas—. Todos residen en Nueva York. Les diré sus direcciones.
Chase no podía creer que había oído bien.
—¿Debo entender que se enviarán esos giros, sin ninguna seguridad, a tres personas que no conozco?
—Así es, Mr. Chase. Tampoco yo las conozco. Pero he autorizado a estos caballeros a comprar todo lo necesario para abastecer a las tropas que han llegado y llegarán. Le someterán sus cuentas a intervalos regulares; ellos mismos no percibirán ninguna compensación.
—Pero esto es sumamente irregular, señor presidente… —empezó a decir Chase.
—Como corresponde a estos tiempos, Mr. Chase.
—Pero sólo el Congreso puede autorizar un gasto de ese tipo.
—El Congreso no se reunirá hasta dentro de casi tres meses.
—¿Quiere usted que yo no haga nada para defender la ciudad hasta entonces?
—No, señor. Pero…
—Señores. —Lincoln interrumpió a Chase con un gesto de su mano de largos dedos—. Desearía un voto unánime acerca de esta asignación de fondos de emergencia.
—La tendrá, desde luego —dijo Seward, que encontraba este violento ataque al Tesoro singularmente alejado del habitual estilo vacilante y aproximativo de Lincoln. Era obvio que la imagen de la pérdida de la ciudad de Washington había concentrado maravillosamente ese curioso cerebro.
Lincoln preguntó por turno a cada miembro del gabinete si estaba a favor de la asignación, incluyendo a Chase, que no se sentía complacido pero no veía alternativa. Después de la votación, Lincoln se echó atrás en su silla.
—He dispuesto que se envíen estos giros a Nueva York haciendo una especie de rodeo, ya que no se puede confiar por el momento en los trenes ni en los barcos. En cuanto a nuestra situación militar aquí, tiene sus aspectos peligrosos.
Hay estaba impresionado por el aire de serenidad de Lincoln, tan cambiado desde la víspera; Hay, a medianoche, había pasado ante la puerta del presidente, custodiada siempre por Lamon, y oído los más tremendos suspiros y lamentos. Cuando Hay había preguntado a Lamon si el presidente estaba enfermo, Lamon había respondido:
—No, sólo está soñando. Dios sabe con qué.
—Pero ahora el presidente estaba despierto.
—General Scott, ¿qué me dijo usted que necesitarían los rebeldes para tomar el fuerte Washington, río abajo?
—Le dije, señor, que sólo una botella de whisky.
Lincoln sonrió.
—La imagen me pareció adecuada. Esperemos que esa botella enemiga no ataque todavía. Tenemos el sexto de Massachusetts acuartelado en el Senado. Los de Pensylvania están en la Casa Blanca. El general Scott estima que tenemos hombres suficientes para defender el Capitolio y los edificios públicos, en caso de un ataque importante. ¿No es así, general?
Hay observó, como siempre, la forma típica de un abogado en que Lincoln comprometía deliberadamente a los demás. En los asuntos graves, insistía en que cada ministro del gabinete expusiera sus puntos de vista por escrito, o los declarara de modo que constaran en el acta, o que pronunciaran su voto afirmativo o negativo. No permitía que nadie se desprendiera de ese anzuelo singularmente eficaz; como había dicho a sus secretarios: «Cuando las cosas van mal, la gente tiende a decir que me lo habían advertido. Pues bien, me gusta tener la prueba, en sus propias palabras, de que no lo han hecho».
El general Scott carraspeó o rugió un momento; luego habló.
—Esto es lo que sabemos del enemigo con certeza. A seis kilómetros del monte Vernon, río abajo, unos dos mil hombres están construyendo una batería sobre el Potomac, para controlar la navegación en un punto angosto del río. Hay aproximadamente esa misma cantidad de hombres a ambos lados del río, listos para atacar el fuerte Washington. Esta mañana, en vagones especiales, se trajeron de Harper’s Ferry otros dos mil hombres para un ataque general contra la ciudad. Podrían poner, en total, hasta diez mil hombres en pie. Por ahora, podemos contenerlos con las tropas de que disponemos. Luego, podríamos tomar Richmond con las tropas que, según suponemos, están en camino.
—A través de Baltimore. —Lincoln cerró los ojos—. ¿Qué haremos con Baltimore? ¿Qué haremos con Maryland?
Como miembro de rango superior del gabinete, Seward se sintió obligado a expresar su indignación ante el ataque de una turba al sexto regimiento de Massachusetts mientras marchaba de una estación de la ciudad a la otra.
—Yo pondría en la ciudad una guarnición federal —dijo firmemente Seward—. Y mantendría el orden.
—También lo haría yo, Mr. Seward. —Lincoln hablaba suavemente—. Pero en este momento apenas si tenemos a nadie para enviar allá. Mientras tanto, la muchedumbre impera, y el gobernador Hicks, habitualmente bien dispuesto hacia nosotros, da señales de sucumbir a la fiebre local.
—Señor presidente, debemos evitar a toda costa la secesión de Maryland. —Chase parecía tan severo como Seward.
—Ciertamente lo haría, si tuviera un ejército y una marina. Pero no los tengo. Tendré esas cosas. Pero no disponemos de ellas ahora.
Montgomery Blair habló:
—Soy de Maryland. Y sé que en ese estado hay bastante buen sentido para mantener a raya a los secesionistas…
Mientras Blair hablaba, entró en la habitación un oficial de marina que entregó una nota a Lincoln, otra a Gideon Welles, y luego se retiró. Lincoln miró la suya, e indicó a Blair que continuara.
—El primer problema son las turbas de Baltimore, los plug uglies, como los llaman. Son capaces de estrangular la ciudad, que es el único vínculo ferroviario directo que tenernos con el Norte, y también de estrangular al alcalde, Mr. Brown, que está en esta ciudad, por lo que sé, para explicar cómo permitió que nuestras tropas fueran atacadas anteayer. Apoyo la idea de una guarnición en Baltimore lo antes posible. También haría todo lo que se pudiera para evitar que el gobernador Hicks convoque la legislatura del estado, que ahora está mayoritariamente a favor de la secesión.
—Pues bien, todos estamos más o menos de acuerdo acerca de qué hacer. El problema es el cómo. —Lincoln miró, a través de la mesa, al secretario de Marina—. Muy bien, señor Welles; si me dice lo que ha encontrado en esa nota, le diré lo que he leído yo en la mía.
Gideon Welles ajustó su espléndida peluca en un ángulo marcial.
—Señor, el comandante del astillero de Washington me envía su dimisión. Tiene la amabilidad de informarme que él y la mayor parte de su personal se marchan al Sur, como también el oficial al mando de la batería de cañones, que es nuestra principal defensa sobre el Potomac.
Lincoln parpadeó. La apariencia de serenidad empezaba a resquebrajarse.
—Hace tres días, ese comandante de artillería vino aquí y juró lealtad a la Unión. Yo le creí, y lo confirmé en el mando. Pues bien, padre Neptuno; aunque sus noticias eran buenas, las mías son, y con mucho, las mejores. Señores: nuestros amigos de Baltimore han destruido el puente de hierro del Northern Central Railway. No habrá más trenes desde el Norte. Estamos completamente aislados por tierra.
Sólo interrumpía el silencio de la habitación la pesada respiración irregular del general Scott. Lincoln se frotó la cara con el dorso de la mano, como si quisiera, pensó Hay, borrar este mundo de una vez por todas. Luego el presidente se puso de pie.
—Debemos guardar esto para nosotros mismos, en la medida en que sea posible —añadió Lincoln con una mueca—. Uno de nuestros principales problemas en este justo momento es el asunto de la confianza. Las oficinas del gobierno están llenas de rebeldes que empiezan a marcharse a sus casas, por lo que damos gracias. Pero hay toda clase de simpatizantes que se proponen quedarse. Debemos estar en guardia. Harán todo lo posible por meter al enemigo en casa.
Lincoln indicó a Nicolay y a Hay que lo acompañaran de regreso a la Casa Blanca. Mientras los tres hombres pasaban ante el invernáculo de cristal, una multitud de ruidosos gansos les bloqueó el paso.
—Creo que estos gansos son una especie de augurio —dijo Lincoln.
—Quizás… —empezó Nicolay, pero Lincoln le impuso silencio con un gesto.
—Quizá sea mejor que no busquemos interpretaciones. Ya tenemos suficientes dificultades.
El Viejo Edward recibió al presidente con la noticia de que el alcalde Brown, de Baltimore, con una delegación de ciudadanos destacados, lo esperaba en el Salón Azul. Mientras tanto, en el Salón del Este, los voluntarios de Kentucky se preparaban la cena en el hogar y cantaban canciones tristes.
Sin una palabra, Lincoln fue hasta el Salón Azul seguido por Hay con su cuaderno de notas. Nicolay regresó al segundo piso. Cuando Lincoln se acercó, el alcalde Brown, un hombre bajo, de voz profunda, se levantó y se adelantó con la mano solemnemente extendida. Hay se asombró al ver que de los siete u ocho notables de Baltimore, tres se quedaban sentados. Mientras Lincoln daba un apretón de manos a Brown, Hay dijo en voz alta la frase ceremonial:
—Señores, el presidente.
De mala gana, los tres se pusieron de pie, y cada uno estrechó, algunos con mayor desagrado que otros, la mano del presidente. Entonces Lincoln les indicó que se sentaran mientras él continuaba de pie, con las manos a la espalda y una suave sonrisa en la cara, siempre una señal de que estaba enfadado, como Hay sabía ahora y el resto del mundo ignoraba.
—Me alegro de que haya podido aceptar mi invitación, Mr. Brown. Y de que también sus amigos estén aquí. Naturalmente, me afligió profundamente el ataque a nuestras tropas el viernes. Yo había esperado que eso no ocurriera…
—Señor, como usted sabe —la voz de Brown resonó en el salón—, le he advertido repetidamente que los sentimientos de nuestro pueblo son muy vivos, y que su proclama del 15 de abril les ha parecido una declaración de guerra contra todo el Sur, lo que incluye, naturalmente, a Maryland.
—Mr. Brown, Mr. Brown —Lincoln quería aplacarlo—, yo no soy un hombre cultivado. Cuando escribo deprisa, como escribí esa proclama, no siempre logro expresar exactamente lo que deseo. —Hay casi se echó a reír. Si algún hombre comprendía los matices de cada palabra y cada frase hablada o escrita, era Lincoln. Pero, por algún especial motivo, el presidente representaba ahora el papel de tonto que le asignaban los periódicos leídos por esos hombres.
—De todos modos, Mr. Lincoln, sea cual fuere la intención precisa de su llamada a setenta y cinco mil hombres, puede imaginar lo que sintieron nuestros briosos ciudadanos cuando se enteraron de que había tropas norteñas a sólo veinticinco kilómetros de la ciudad, en Cockeysville.
—Lo comprendo, Mr. Brown, y si hubiera podido hacerlo, los habría devuelto al punto de partida. Pero no venían aquí a hacer la guerra contra el Sur, sino para defender esta ciudad contra un ataque que podía llegar en cualquier momento.
Hay observó que varios hombres parecían muy complacidos por esta información. Lincoln fingió no advertirlo. En cambio, pidió casi humildemente excusas por las dificultades sufridas por el alcalde y prometió que, en el futuro, las tropas harían un rodeo en torno a Baltimore en su paso hacia la capital.
—¿Podría ponerlo por escrito, señor? —preguntó Brown.
—Por supuesto que sí. —Lincoln hizo un gesto a Hay, que le dio pluma y papel. Lincoln se sentó ante una mesa redonda y empezó a escribir. Sonriendo, dijo—: Ahora que tiene usted mi promesa de que las tropas no pasarán por la ciudad, probablemente volverá usted mañana a decir que tampoco deben pasar alrededor de ella.
—Eso lo decidirá a su tiempo la legislatura de Maryland, señor.
Lincoln firmó y entregó el documento al alcalde.
—A propósito, he sabido que el puente del tren ha sido derribado…
—Sí, señor. El gobernador Hicks y yo concordamos en que debía ser inhabilitado, de modo que ningún tren de tropas pudiera volver a pasar por Baltimore hacia Washington. Después de lo que ocurrió el viernes, no puedo mantener la esperanza de proteger a las tropas norteñas de los…
—Briosos ciudadanos —completó Lincoln, intentando hablar con ligereza.
—De su furia, señor. Somos un estado esclavista, muy vinculado con nuestra vecina Virginia.
—Un estado de frontera, sí. —Lincoln continuó tratando de aliviar la tensión hasta que, a su tiempo, la delegación se marchó. Después de una breve visita a las tropas de Kentucky en el Salón del Este, Lincoln se dirigió a su despacho. Hay no había visto nunca al Tycoon tan absorto en sus pensamientos, fueran los que fuesen. Gracias al temor a una guerra, la sala de espera estaba desierta, y sólo el otro Edward estaba a la vista en su escritorio, detrás de la balaustrada. Cuando Lincoln entró al despacho, dijo:
—Johnny, tráigame un mapa de Maryland.
Hay fue al despacho de Nicolay, donde se guardaban los mapas. Nicolay estaba entregado a la tarea de escribir cartas para que el presidente las firmara. En los primeros días de su administración, Lincoln había insistido en leer cuidadosamente todo lo que firmaba. Ahora apenas leía. Confiaba en que si Nicolay o Hay habían escrito el documento que fuera, éste se ajustaba a la política del gobierno. Es innecesario decir que Seward ya había intentado aprovecharse del presidente; pero sorprendido en el acto, no había reincidido.
—Mapa en mano, Hay entró en el despacho presidencial. Lincoln, de pie junto a la ventana, miraba por un telescopio el lado opuesto del Potomac, donde flameaba sobre Alexandria una bandera confederada.
—¿Sabe, John? Si yo fuera Mr. Beauregard, o Mr. Lee, o quienquiera que esté al mando, atacaría de inmediato.
—¿No cree lo que dice el general Scott, señor? ¿Que él podría defender la ciudad?
—No, no lo creo. —Lincoln dejó el telescopio—. Pero, afortunadamente, ellos no están más preparados para atacar que nosotros para defendernos. Ponga el mapa en el caballete. —El dedo de Lincoln tocó un punto al sudoeste de Baltimore y al noroeste de Annapolis—. Siempre podemos traer tropas por agua hasta la confluencia de Annapolis. Así se puede evitar completamente Baltimore. Llevará más tiempo pero… —Lincoln miró el mapa.
—¿Qué ocurrirá si Maryland se separa?
—Sencillamente, no se lo permitiremos. Eso es todo.
—Si el gobernador Hicks convoca la legislatura, votarán por la secesión.
—Hasta ahora el gobernador Hicks nos ha apoyado. —Lincoln frunció el ceño—. Pero debo decir que fue un golpe saber que había aprobado la destrucción del puente. Si es así, por supuesto. No confío en Mr. Brown. Enviaremos un telegrama al gobernador, diciendo: «El presidente querría saber…».
—No hay telégrafo, señor, ¿recuerda?
Lincoln se sentó ante su escritorio y se frotó la cara con el dorso de la mano. Hay observó que el párpado del ojo izquierdo estaba casi cerrado.
—Bueno —dijo, volviéndose una vez más hacia la ventana y hacia las colinas, para él irresistibles, de un claro color azul verdoso—, los rebeldes han jurado apoderarse de esta ciudad antes del primero de mayo. Faltan nueve días.
—Si vienen, señor, ¿cuál es su plan?
—Mi plan, Johnny, es no tener plan. En particular porque no tengo con qué planear. —Lincoln hizo una pausa—. Qué silencio…
Ambos callaron un instante. Excepto por los movimientos de la milicia del Salón del Este, los ruidos habituales de la ciudad habían cesado. Si los tranvías circulaban, sus campanillas no sonaban. Hay encontró dificil creer que estaba en el despacho del presidente de los Estados Unidos en la capital del país, y que estaban completamente aislados del mundo exterior. Y lo que era aún peor: en todos los lados del cuadrilátero de veinticinco kilómetros cuadrados conocido como distrito de Columbia, estados enemigos preparaban el ataque.
Nicolay entró para anunciar:
—El general Scott está afuera, señor. No puede subir las escaleras y pregunta si podría usted bajar.
—El general Scott estaba sentado en el asiento trasero de su coche, con las charreteras doradas brillando al sol, y el rostro también brillante. Como una berenjena, pensó Hay.
—Perdóneme, señor, si no me pongo de pie. Pero sufro dolores.
—Está bien. —Lincoln se apoyó contra la puerta del coche, como se apoyaría contra una cerca un granjero para hablar con su vecino un domingo por la tarde—. ¿Cuáles son ahora las malas noticias?
—Uno de nuestros correos acaba de atravesar Maryland, desde Annapolis. He venido directamente a decírselo. El octavo regimiento de Massachusetts, a las órdenes del general Benjamin Butler, está embarcado en el ferry Maryland, anclado en el puerto de la ciudad.
Lincoln silbó.
—¿Y cómo embarcó en un ferry? Butler debía venir por tren, o a pie.
—Cuando el general Butler supo lo ocurrido el viernes en Baltimore, se imaginó que los rebeldes cortarían la vía férrea, de modo que requisó un ferry en Havre de Grace y vino por el Chesapeake. Acaba de informar al gobernador Hicks que se dispone a desembarcar en Annapolis.
—Debo decir que me agrada la decisión del general Butler. —La ceja levantada advertía que no se le escapaba a Lincoln la rareza de la situación—. Precisamente Butler… Un demócrata furibundo, que apoyó en las elecciones a Mr. Breckinridge.
—No sigo esos acontecimientos, señor —dijo austeramente el general Scott—. Hasta ahora, nuestra inteligencia estima que es un comandante lleno de recursos. Gracias a su ejemplo, el séptimo regimiento de Nueva York, y el primero de Rhode Island, se acercan también a Annapolis por el Chesapeake.
—Empezaba a pensar que yo había soñado el Norte. Que Rhode Island y NuevaYork no eran más que nombres. —Con un crujido, Lincoln estiró sus largos brazos hasta parecer un espantapájaros—. ¿En qué condiciones están las vías al salir de Annapolis? —Se han levantado treinta kilómetros de vía.
—¿Cree usted que habrán destruido también los raíles?
—Me sorprendería mucho, señor. Creo que apenas el general Butler esté en tierra logrará persuadir a los rebeldes de que reparen las vías. Pero eso llevará tiempo. Mientras tanto, le he comunicado que el grueso de sus tropas debe marchar por tierra desde Annapolis hasta Washington. El resto permanecerá en Annapolis para recuperar la Academia Naval, que está ahora en manos enemigas.
—Si el general Butler puede desembarcar sin incidentes, todavía quedará en Maryland una milicia hostil.
—No creo, señor, que puedan hacerle frente. Él tiene las riendas de la situación. Me han dicho que fue elegido brigadier general por sus propios hombres. Y que el gobernador republicano de Massachusetts no tuvo otro remedio que confirmarlo en su cargo.
Lincoln asintió, más bien desconcertado que de acuerdo.
—¿Dice usted que la Academia Naval ha sido ocupada?
—Sí, señor. Pero con tropas escasas, y el gobernador nos teme más que a sus propios elementos rebeldes.
—¿Todavía no hay telégrafo?
—No para el Norte, señor. Tenemos algunas comunicaciones, por poco que valgan, con el Sur. De todos modos, como no hay telégrafo ni servicio postal desde ni hacia la ciudad, el único vínculo con el resto del mundo son mis correos a caballo.
—Creo que es usted todos los ojos y oídos que me quedan, general. ¿Cuándo cree usted que llegarán los hombres de Butler?
—No después del martes, señor.
El general en jefe saludó al comandante en jefe, y el coche se alejó lentamente del pórtico, como si los caballos se vieran en dificultades para arrastrar el peso de Scott. Lincoln aguardó un momento, mirando la nuca del general Scott. Como de costumbre, Hay se preguntó qué pensaba el presidente; como de costumbre, no tenía la menor idea. Volvieron a la Casa Blanca. Willie y Tad los sorprendieron en el portal; ambos montaban a caballito en dos voluntarios de Kentucky. Al ver al presidente, los dos altos jóvenes depositaron a los niños en el suelo.
—Buenos días, señor presidente Lincoln —dijo uno de los soldados.
El otro meramente llevó la mano a su gorra y enrojeció.
—Jóvenes —dijo Lincoln a los voluntarios—, podéis continuar con vuestra tarea. Y vosotros dos —dijo a sus hijos—, dejad de fastidiar a nuestros defensores.
—Se divierten con nosotros, ¿no es verdad, señor? —dijo Willie, mirando al soldado callado. A Hay le sorprendió el parecido vocal entre el chico y su madre, e incluso la forma en que utilizaba la palabra «señor», más como puntuación que como cortesía.
—Por supuesto, Willie —dijo el joven de Kentucky. Y luego Willie fue izado a la espalda del voluntario, como también Tad, cuya contribución a la escena había sido ruidosa pero incomprensible. Había momentos en que a Hay le parecía que el amado hijo de su amado presidente emitía exactamente la voz de un ganso in extremis. Los voluntarios se alejaron galopando. En la puerta, el Viejo Edward dijo a Lincoln:
—Están cocinando de nuevo. En el Salón del Este, señor.
—Bueno, mientras no usen el mobiliario como leña… —Lincoln se detuvo en el hall de entrada y miró la puerta abierta del Salón del Este, habitado por un centenar de soldados de Kentucky. Brotaba humo del hogar, donde se asaba algo enorme y cuadrúpedo. Los voluntarios parecían de excelente humor; uno tocaba un banjo y los demás cantaban.
—Huele bien —dijo Lincoln, indicando a Hay que lo siguiera hacia el Salón Azul, donde ahora no estaban los delegados de Baltimore sino la Coterie de Mary, como llamaba la prima Lizzie a la pequeña corte que aún rodeaba a la sitiada primera dama de ese país dividido.
Mary estaba en un sillón de espaldas a la ventana mientras el senador Sumner y la prima Lizzie compartían un confidente sin mayores signos exteriores de amor y ni siquiera de cordialidad. En otro confidente había dos hombres; Hay conocía de vista y por su reputación a uno de los dos. Era el osado y bien parecido —la prensa tendía a usar los dos adjetivos cuando se refería al exdiputado por Nueva York, de cuarenta y dos años de edad, ahora brigadier general— Dan Sickles, a quien los ojos fríos y jóvenes de Hay hallaban suficientemente bien parecido, aunque para él cualquier persona mayor de treinta años era ya una merienda de gusanos y no debía tomarse en serio desde el punto de vista de la carne. Sin embargo, ese oficial pequeño, de cintura fina, ojeras profundas e hirsuto bigote era un notorio matador de señoras y también, literalmente, de hombres. Dos años antes, el fiscal de distrito de Washington, el igualmente bien parecido Philip Barton Key, hijo de Francis Scott, autor de la canción patriótica que menos le agradaba a Hay, había dedicado a la esposa del diputado Sickles el tipo de atención que Sickles consideraba intolerable. Un día, mientras Mr. Key paseaba por la plaza Lafayette, Mr. Sickles había disparado contra él. Mr. Key había sido conducido a la Old Club House, donde había expirado en lo que era ahora el comedor de Seward; esto fascinaba al Premier, a quien le encantaba, sobre todo en la mesa, representar la horrible agonía de Key.
El juicio subsiguiente divirtió a toda la nación. Defendía a Sickles el futuro fiscal general Edwin M. Stanton, que hizo llorar al jurado mientras narraba los sufrimientos de su cliente al descubrir los cuernos que habían colocado sobre su frente inadvertida e inocente. Tan abrumado quedó el jurado que aceptó una cosa inventada por Stanton y por él llamada «demencia temporal»; no había duda de que era temporal en grado sumo, porque si hubiera durado más de uno o dos días Mr. Sickles se habría visto obligado a renunciar al Congreso. Como dijo Seward a Lincoln, en presencia de Hay: «Un abogado capaz de hacer lo que hizo Mr. Stanton en ese caso, es probablemente capaz de cualquier cosa». Lincoln admitió que jamás había creado en una corte un milagro semejante.
—Hechas las presentaciones, Sickles dio la mano a Hay, muy de hombre a hombre. Sickles tenía problemas con el gobernador de Nueva York por la brigada que había reunido. Se suponía que el presidente debía interceder, gracias al principal cortesano y antiguo favorito de Madam, un tal Henry Wikoff a quien se llamaba el Chevalier, viejo amigo de Sickles. Mientras Lincoln hablaba con Sumner, Hay se acercó un momento al Chevalier, hombre robusto de rostro sincero y ojos y pelo grises y bigotes castaños que sin duda habrían sido también grises si se les hubiera concedido la oportunidad.
—Conocí a Mr. Sickles…, debería decir el general Sickles, en Londres. —Wikoff sonrió con encanto. Hablaba con el acento que Hay llamaba mandarín bostoniano de Sumner—. Cuando Mr. Sickles estaba allí en nuestra legación, en los años cincuenta, nos veíamos mucho. Y cuando estuvo en el Congreso, tenía íntima relación con mi viejo amigo el presidente Buchanan.
Hay notó que Wikoff llevaba un libro, en parte oculto por su frac.
—¿Qué es ese libro, señor?
Wikoff se ruborizó.
—Un presente para Madam. ¿Le parece presuntuoso que le regale mi propio libro?
Wikoff mostró a Hay el delgado volumen titulado Aventuras de un diplomático vagabundo, por Henry Wikoff. Hay abrió el libro; volvió las páginas; dijo cortésmente:
—Ha recorrido usted muchos países, señor. ¿Su título…?
—Oh, un buen americano no puede tener un título, señor.
—Pero solía divertir a Mr. Buchanan llamarme Chevalier, porque la reina Isabel de España me honró con el título de caballero a cambio de un pequeño servicio.
Para Hay, toda noticia del gran mundo del otro lado del Atlántico era fascinante. Envidiaba a Henry Adams, que pronto iría a Inglaterra con su padre, apenas el Anciano se decidiera a nombrarlo.
—¿Ha conocido usted al emperador Napoleón? —La vista de Hay había sorprendido más de una vez el nombre al volver las páginas.
—Oh, sí. Siempre he sido bonapartista. Conocí primeramente al tío del emperador, José Bonaparte. Yo estaba en la legación americana de Londres. Era más o menos en 1836, años antes de que Mr. Sickles estuviera allí. Yo era agregado, es decir, un joven disoluto con más dinero del que le conviene y afán de aventuras. A partir de entonces, lo que perdí en dinero lo gané en aventuras, comenzando con una misión para José, consistente en sacar de Francia de contrabando algunas joyas de la primera emperatriz. Fui recompensado con una copa de plata y la amistad de la familia. Durante los seis años en que Napoleón III estuvo prisionero en la fortaleza de Ham, lo visité con frecuencia y le llevé mensajes del mundo exterior. Y cuando llegó a ser emperador, me hizo caballero de la Legión de Honor.
—¡Dos veces caballero! —dijo Hay, muy impresionado—. Y entonces, ¿qué lo ha traído a…? —En la mente de Hay flotaba la expresión «este sitio prosaico» o algo así, pero recordó que por oscuros, poco excitantes y republicanos que fueran los Estados Unidos, estaban en presencia de su cordial y poderoso jefe de estado, de modo que suprimió el adjetivo—. ¿A Washington?
—Mi amor a la aventura, supongo. Y la amable invitación de Mr. Sickles. Lo vi por casualidad en casa de Mr. Bennett…
—¿Del New York Herald?
—El mismo. Somos amigos hace tiempo, Mr. Bennett y yo. De todos modos, Mr. Sickles dijo: «Venga a Washington y verá la guerra desde la primera fila». Y he venido. Estoy en el Kirkwood, mirando por la ventana con mi telescopio, buscando huellas de la réforme y de Lamartine. Pero no —agregó rápidamente— porque Mr. Lincoln sea un nuevo Louis Philippe. Al contrario.
—¿Estaba usted en París en 1848? —Hay estaba maravillado.
—Oh, sí. Como agente secreto para los ingleses, contratado personalmente por lord Palmerston. Encontrará usted un capítulo dedicado a mí en Las barricadas de 1848, de Charles Schermerhorn Schuyler, que reside en París… Pero todo esto es el ayer. Aquí —Wikoff hizo un gesto amplio que incluía a Lincoln, en ese momento de espaldas— está ahora la aventura.
—Supongo que sí. —Pero Hay no lograba percibir ningún romanticismo en los sombríos acontecimientos que sobrecogían a la república americana. Madam se les acercó.
—Como le he advertido varias veces, Chevalier, ésta no es la corte de Francia. —Mary sonrió a Wikoff, que se inclinó profundamente.
—No cambiaría a nuestra reina republicana —dijo él— por dos emperatrices de los franceses.
—Vous étes tellement charmant, Chevalíer. Mais, l’on dít, l’Impératrice Eugéníe est si belle que tous les hommes…
Sorprendió a Hay que el francés de Madam fuera tan fluido y razonablemente libre de acento. Él había aprendido francés en la escuela y alemán, en su infancia, de los alemanes de Warsaw, Illinois. Estaba tan encantado como Madam con los cuentos del Chevalier acerca de las cortes de Francia y España, así como con la curiosa y larga narración de los quince meses que había pasado en una prisión genovesa en la que había caído, el Chevalier estaba seguro, a causa de la duplicidad británica. Como Madam, Hay sólo conocía el mundo europeo por los libros, en tanto que Wikoff había logrado vivir en Europa al menos el contenido de un libro, que procedió a regalar a la reina republicana. Ésta se tornaba rápidamente adicta a la adulación en gran escala, que proveía en ese momento el senador Sumner, cuyo francés era el más elegante, y que conocía aún más grandes figuras europeas que el mismo Chevalier. Pero Hay advirtió pronto que Sumner no aprobaba del todo tanta vinculación con la realeza y tan poca con el mundo de la mente. El Chevalier hablaba de la emperatriz Eugenia, y Sumner deVictor Hugo y Lamartine. Mary estaba muy excitada por la alegría; citó aVictor Hugo con incorrecta extensión, permitiendo que Sumner venciera en el intercambio.
Hay se sintió casi aliviado cuando la sencilla prima Lizzie lo rescató del rincón francés para decirle:
—El primo Lincoln debería enviar a la familia al Norte.
—La familia no irá, Mrs. Grimsley. Ya ha oído a Madam… A Mrs. Lincoln. —Hay vaciló; los apodos eran solamente para Nicolay y para él mismo.
—Afortunadamente, la prima Lizzie creyó que él se refería al despliegue de fuegos de artificio en francés debajo del retrato de Mrs. Monroe.
—Oh, la prima Mary puede charlar horas en francés. Iba a esa academia francesa de Lexington, dirigida por esas dos viejecitas maravillosas llamadas Mentelle. Luego recibió las lecciones especiales de un viejo obispo episcopaliano que la encontraba muy lista, cosa que ella es. —Un camarero sirvió elegantes pastas francesas, para acompañar, pensó Hay, tanto la conversación como el té. Mrs. Grimsley, una mujer corpulenta a quien le agradaba comer, se había puesto notablemente más gruesa durante su prolongada estancia en la Casa Blanca—. La prima Mary tiene el valor de un león, y no se irá si hay peligro. Pero tienes dos niños, nle digo yo. ¿Qué les ocurrirá si los rebeldes atacan?
—Esperamos que eso no suceda —dijo Hay, razonablemente convencido de que si los rebeldes no atacaban en los próximos días, antes de la llegada de los regimientos norteños, la ciudad estaba a salvo. Pero tendía a estar de acuerdo con el presidente cuando afirmaba que si él fuera el general enemigo, atacaría tan pronto como fuera posible, y aún mejor, inmediatamente; porque a pesar del optimismo oficial del general Scott la única parte de la ciudad que se podía defender por cierto tiempo era la Casa Blanca y el vecino y enorme edificio de piedra del Tesoro, donde había obuses en los pasillos y grano en los sótanos. Los preparativos para el sitio habían comenzado.
—Le agradecería que se lo sugiera al primo Lincoln. Que al menos envíe al Norte a los niños.
—¿Cómo? —A Hay le divertía alarmar a Mrs. Grimsley.
—En tren, supongo.
—No hay trenes para el Norte. Y no hay barcos por el bloqueo.
La boca de Mrs. Grimsley se contrajo involuntariamente. Luego rió.
—Los caminos hacia el Sur están libres, ¿verdad?
—Oh, sí. Incluso hay barcos, a pesar del bloqueo.
—Entonces, se podría enviar a los niños a Lexington. Kentucky seguramente se quedará en la Unión.
—Mr. Lincoln sólo obtuvo dos votos en Lexington. El resto fue para Breckinridge.
—La prima Mary y yo todavía estamos tratando de saber quiénes eran los dos. Nosotras pensamos que uno era el medio hermano mayor de ella… Oh, Ben Helm ha aceptado la invitación a venir de visita. —La mirada inexpresiva de Hay inspiró a la prima Lizzie un vuelo genealógico—. Es el marido de Hermanita, la media hermana Emilie, a quien la prima Mary adora. Emilie se casó con Ben Hardin Helm, graduado de West Point, y la prima Mary ha hecho todo lo posible para que ellos vengan aquí y él acepte un cargo en el ejército de la Unión. Y ahora hemos sabido, por un amigo de Kentucky que llegó el jueves al Willard, que los Helm vienen hacia aquí.
—¿Aceptará servir en el ejército de la Unión? —Hay había oído hablar bastante de la familia secesionista de Madam, y en particular de los tres medio hermanos y las tres media hermanas que aún vivían en el Sur, y muchos en Lexington, bajo el vigilante matriarcado de la madrastra de Mrs. Lincoln. Mrs. Grimsley se sirvió otra pasta de Gautier.
—Sí, creo que sí. Y ruego por ello. En primer término, es embarazoso para el presidente. —Miró a Hay, como si quisiera que él dijese que no lo era; pero Hay nada dijo. Ella continuó, mientras sus mandíbulas se movían regularmente—: Y es terrible para Mary que todos esos hermanos y hermanas más jóvenes, a quienes consideraba como sus propios hijos, estén en guerra contra ella.
—No puedo imaginar nada más trágico —dijo Hay, sinceramente.
—Escucha, cuando Hermanita y Ben lleguen, estoy segura de que las cosas mejorarán. Yo, de todos modos, no puedo quedarme para siempre. La prima Mary amenaza con ir a Nueva York el mes próximo, en algún momento, y hacer algunas compras para este… en fin… —Mrs. Grimsley miró a su alrededor, hacia el deteriorado Salón Azul, con marcas de manos grasientas manchas de escupitajos de tabaco de mascar— caserón deprimente. —Entonces bajó la voz—. No viviría aquí aunque me pagaran una fortuna. Tenemos mejores casas en Kentucky, por no hablar de Virginia. Pero una vez que estemos en NuevaYork trataré de tornar el tren a Springfield. —Mrs. Grimsley miró a través de la habitación a Mary, que aún hablaba jubilosamente en francés—. Temo por ella en este lugar.
—¿Por los rebeldes?
—Oh, no. Es una Todd. Puede entenderse perfectamente con un ejército invasor. No, es por esas terribles señoras de Washington, que no tienen modales. Pero es natural: como dice su madrastra, Mrs. Todd, se requieren siete generaciones para hacer una señora. Aquí, la mayor parte de las mujeres están en el primer salto.
—¿Dispuestas a ser cazadas? —Hay no pudo resistir la tentación de esa peligrosa metáfora cinegética.
—Con siete generaciones a sus espaldas, Mrs. Grimsley prefirió dejar sin respuesta esa pregunta retórica.
—Mary sufre también por esa viciosa prensa que no tiene piedad y sí, en cambio, un infinito talento para la invención.
—Mr. Lincoln prácticamente ha dejado de leer periódicos del Norte. Dice que, como sólo contienen especulaciones acerca de él mismo, nada nuevo aprendería.
—Querría que Mary fuese igualmente sabia. Pero lee lo peor que escriben acerca de ella y de su marido, y le duele. Necesita tener amigos aquí. Usted es demasiado joven para recordar la Coterie…
—Pero ahora lo sé todo.
—Ahora todos somos viejos. En aquel tiempo éramos jóvenes; la prima Mary era el centro de todo, la más encantadora e ingeniosa del grupo y, no le diga nunca esto a nadie, excepto a Mr. Nicolay, devastadora cuando hace imitaciones. Anoche nos hizo morir de risa con su pantomima de cierta orgullosa joven.
—¿Miss Chase? —Hay dejó caer el nombre.
—Yo no he dicho nada, Mr. Hay.
—El Salón Azul se tornó bruscamente estruendoso con la entrada de Willie y Tad, acompañados por Elizabeth Keckley, que pasaba la mayor parte del día en la Casa Blanca, ayudando a Mrs. Lincoln con los niños, con la renovación de la decoración y con la empecinada burocracia que gobernaba la Casa Blanca de un extremo al otro. Hay y Nicolay sospechaban que el jefe de jardineros era sumamente corrupto —las cuentas que presentaba eran increíbles— y, en menor medida, también el Viejo Edward, el ama de llaves y el cocinero principal. Madam había pedido además una secretaria, a quien le pagaría el comisionado de edificios públicos, un funcionario que ella había elegido personalmente aunque era amigo personal de Mr. Seward.
Mientras los encantados padres miraban cómo Willie y Tad molestaban a todo el mundo con sus cabriolas, Hay preguntó al presidente si podía retirarse.
—Sí, Mr. Hay. Sí.
Cuando Lincoln estaba preocupado, siempre lo llamaba Mr. Hay; cuando su estado de ánimo era normal, lo llamaba Johnny. ¿Qué —se preguntó Hay— le habría dicho Sumner?
—Esa noche, más tarde, Hay estaba sentado a su mesa, en el dormitorio, mientras Nicolay roncaba en la cama, cuando Lincoln apareció en la puerta con un abrigo y pantuflas, y sin pantalones. Hay se puso de pie, pero Lincoln le indicó que se sentara. Luego el presidente se instaló en el borde de la cama, cruzó sus largas piernas flacas y preguntó:
—¿Lleva usted un diario?
Hay asintió y se ruborizó como si hubiera sido sorprendido haciendo algo vergonzoso.
—Si tiene usted mucho que escribir, peor para mí. Querría que fuera usted mañana a la Biblioteca del Congreso a ver qué puede encontrar acerca de los poderes del presidente en tiempo de guerra.
—Sí, señor.
—Porque —suspiró el Anciano— Mr. Sumner piensa que en el caso de una guerra civil, como es ciertamente ésta, puedo liberar a los esclavos por «necesidad militar».
—¿Lo haría usted, señor?
—Bueno… Lo haría Mr. Sumner.