La farmacia Thompson cerró a mediodía del domingo 14 de abril. Normalmente, no hubiera estado abierta un domingo; pero había tanto revuelo en la ciudad que a Mr. Thompson le había parecido insoportable tener la tienda cerrada cuando, después del bar del Willard, la farmacia Thompson era uno de los mejores centros de difusión de rumores. Esa mañana, el portero de la Casa Blanca, Mr. McManus, había venido con una receta para Mrs. Lincoln, cuyos nervios exigían láudano, y a llevar una provisión de Masa Azul para mover con mayor regularidad el vientre presidencial.
Mientras David preparaba la receta en la trastienda, Mr. Thompson y media docena de clientes habituales interrogaban ávidamente a Mr. McManus.
—¿Qué cree usted, señor, que hará el presidente? —Mr. Thompson siempre trataba con deferencia a todas las personas vinculadas con la gran casa del otro lado de la avenida.
—Sin duda, habrá severas represalias. Pero, por supuesto, no debo decir qué forma adoptarán. —McManus siempre fingía conocer los profundos arcanos de la presidencia, y Mr. Thompson lo consideraba un oráculo; pero David, en las pocas oportunidades en que había visto al viejo irlandés, jamás le había oído decir algo que no se pudiese leer en el periódico.
—¿Qué ocurrirá con el mayor Anderson y la guarnición? —preguntó un cliente.
—Se dice que los rebeldes piden rescate por él, como bandidos comunes. —David lo dudaba; cualesquiera que fuesen los defectos de sus compatriotas, y así consideraba a los habitantes de Carolina del Sur, no eran bandidos, sino hombres de honor.
—Ha sido heroico —dijo Mr. Thompson, ordenando los medicamentos de marca registrada en un estante especial, según su tamaño. Su pasión era la simetría. Treinta y cuatro horas de bombardeo rebelde. La bandera en llamas. El fuerte en llamas…
—Habría sido bastante más heroico si hubieran peleado hasta la muerte dijo una voz distintamente sureña.
—¿Para qué? —preguntó McManus. El general Beauregard tiene miles de hombres en el puerto de Charleston. Lo he visto en el mapa del despacho del presidente. Lo tiene colocado en un caballete, como si fuera un cuadro.
—¿Por qué —preguntó Thompson, mirando un ejemplar del Star— no llegaron a tiempo los barcos para aprovisionar el fuerte?
—Llegaron, Mr. Thompson; llegaron justamente cuando empezó el bombardeo.
—Y entonces, ¿por qué no devolvieron el fuego de los… rebeldes? —dijo la burlona voz sureña.
David entró en la tienda con dos paquetes en la mano. McManus tenía la cara más roja que de costumbre.
—Porque los detuvo la marea. Hay una barra de arena en la entrada del puerto. Hasta que sube la marea, no se puede entrar en el puerto.
—Esto no estaba en ninguno de los periódicos que David había leído. Quizá McManus sabía algo, después de todo; y si así era… David dio a Mr. McManus los paquetes.
—Gracias. Buenos días, Mr. Thompson, señores.
Mr. McManus salió de la tienda.
—Nunca he visto tanta gente en la Casa Blanca un domingo —dijo uno de los clientes regulares—. Han desfilado por ella todas las vacas sagradas de la ciudad.
—Por eso se oían tantos mugidos por las calles —dijo el sureño maliciosamente. Mr. Thompson emitió un sonido de protesta. Se cuidaba mucho de tomar partido en política; vendía sus píldoras y polvos y tónicos a todos por igual.
Mientras Mr. Thompson y David procedían a cerrar la tienda, David recibió la desagradable noticia de que, esa tarde, debía ir a Alexandria, al otro lado del río.
—Acabo de recibir un mensaje urgente de la anciana Mrs. Alexander; tú sabes que la ciudad lleva el nombre de su familia, y yo soy el único que puede preparar la receta para que pierda la cantidad exacta de agua que debe perder a causa de su hidropesía. Aquí está. —Mr. Thompson señaló un paquete junto al frasco de porcelana que contenía esencia pura de menta—. Lleva la dirección escrita.
—Pero hoy es domingo, Mr. Thompson… —empezó David, y se interrumpió enseguida. Debía ir a pie hasta Alexandria, por el Puente Largo. No, no tendría dinero para un coche. Era joven, y el ejercicio valía más que todas las mercancías de Mr. Thompson reunidas en una vasta píldora, dijo el propietario, quien odiaba caminar a tal punto que alguna vez había esperado el tranvía una hora para ir desde la calle Diez hasta la Quince.
El día era agradable y el aire tibio. Habían florecido las primeras lilas en el Parque del Presidente. David se detuvo ante el portal de la Casa Blanca. Coches abiertos y cerrados depositaban figuras solemnes que Mr. McManus saludaba con reverencia e invitaba a entrar. La guerra había comenzado finalmente. Aunque David sabía de qué lado estaría, la idea de servir en un ejército, en cualquier ejército, no le apetecía. Y tampoco deseaba unirse a los pandilleros, que, ostensiblemente, no habían asesinado el 4 de marzo a Mr. Lincoln. «Los guardias del Puente Largo no nos dejaron entrar en la ciudad hasta que ya era demasiado tarde», se había quejado uno de ellos. De todos modos, la mayor parte de los gamberros se había marchado ya al Sur para enrolarse en el nuevo ejército confederado. Quizás él podría ser algo así como un espía. Estaba bien situado en la farmacia de Thompson. Cuando Annie regresara de Surrattsville le pediría consejo. Sabía que Isaac se había desvanecido; según la gente decía, en Virginia. Pero ni Mrs. Surratt ni Annie mencionaban jamás a Isaac. Eran una familia reservada, no como la de David. David gimió audiblemente al recordar esa casa de mujeres, mujeres encantadoras, a la que lo habían consignado y condenado el destino y la irreflexiva muerte de su padre.
Un coche que llevaba a un hombre pequeño, de robusto pecho y gran cabeza, pasó repiqueteando junto a David y entró por el portal; David volvió sobre sus pasos y se dirigió lentamente al Puente Largo.
Mr. McManus hizo una profunda inclinación ante el hombre pequeño.
—Senador Douglas, el presidente le está esperando. En el Salón Rojo.
—Me alegro de verlo, Viejo Edward. —La resonante voz de bajo era tan firme como siempre, pero en el rostro no había color. Y la mano que el hombre tendió a Lincoln era fría y débil.
—Pues bien, señor presidente, aquí está usted.
—Aquí estamos los dos, juez —dijo Lincoln, indicando a Douglas una silla debajo del retrato de Washington—. Nosotros dos, como en los viejos tiempos.
—Dadas las circunstancias, Mr. Lincoln, me alegra que sea yo quien lo visita, y no al contrario.
Lincoln mostró una sonrisa fatigada.
—¿Sabe, juez?, tengo la sospecha de que dice usted exactamente lo que piensa.
—¿Qué puedo hacer? —Douglas se sentó muy erguido en su silla; parecía más alto de lo que era.
—Quiero que oiga algo. Después hablaremos. —Lincoln sacó un documento de su bolsillo—. Es una proclama. Leeré los puntos principales. Comienza condenando a los elementos de los estados de Carolina del Sur, Georgia, Alabama, Florida, Mississippi y Louisiana por obstruir el cumplimiento de la ley…
Abogado perspicaz, Douglas recogió la palabra «cumplimiento».
—Invoca usted deliberadamente su juramento de cumplir la ley. ¿Es así?
—Sí, juez. Ese juramento es mi baluarte, mi escudo y mi… espada. —Lincoln miró el texto—. Por lo tanto, yo, Abraham Lincoln, presidente de los Estados Unidos…
Douglas parpadeó rápidamente, como si hubiese despertado de un sueño para descubrir que su rival había ocupado su sitio y que él no estaba en ninguna parte.
—En virtud de los poderes que me confieren la Constitución y las leyes…
—El juramento —murmuró Douglas, asintiendo. Empezaba a comprender qué hacía Lincoln, y también los peligros que implicaba el avance hacia un fin que nadie en el mundo podía anticipar o siquiera imaginar.
—… considero conveniente llamar, y por lo tanto llamo, a las milicias de los diversos estados de la Unión hasta la cifra total de setenta y cinco mil hombres, para impedir esas actividades y hacer que las leyes sean debidamente cumplidas. —Lincoln alzó la vista—. ¿Y bien?
—Otra vez cumplidas. —Douglas asintió, y logró extraer una sonrisa del rostro redondo y enfermizo—. Usted puede llamar a todas las milicias que quiera. ¿Pero vendrán?
—No tienen opción si las llamo para que preserven, protejan y defiendan la Unión. —Lincoln deletreó las palabras, como si estuviera grabando su propio epitafio en mármol.
—Si, vendrán —reconoció Douglas—. Pero no será fácil. Y setenta y cinco mil es poco. Pida doscientos mil hombres.
—Primero debo demostrar que es necesario. —Lincoln miró el papel—. Luego explico que se requieren esas tropas para recobrar nuestros fuertes y demás, pacíficamente, por supuesto. —Lincoln suspiró—. Y luego me dirijo a los así llamados gobiernos de la rebelión diciendo: «Ordeno por tanto a las personas que integran los mencionados grupos que se dispersen y retiren pacíficamente a sus respectivos hogares dentro de los veinte días siguientes a la fecha de hoy», que es la de mañana, 15 de abril de 1861.Y luego convoco al Congreso para el Cuatro de Julio.
—Se da usted tiempo hasta el Cuatro de Julio para hacer de dictador; le sugeriría también que hiciera usted todo lo que considere necesario para aplastar la rebelión antes de que se reúna el Congreso.
—No lo había pensado exactamente en esos términos, juez.
Lincoln sonrió y empezó a revolver su pelo hasta obtener el característico y salvaje desorden.
—Es verdad que no quiero aquí al Congreso hasta que sepa quién lo integrará; y no lo sabré hasta ver qué otros estados deciden abandonar la Unión. Calculo que para el Cuatro de Julio ya sabremos lo peor.
Douglas asintió.
—Ciertamente, Virginia se retirará. ¿Maryland?
—Estoy dispuesto a retener Maryland por la fuerza.
—¿Puede usted?
—Si no puedo, perdemos esta ciudad. El gobernador de Maryland está con nosotros, contrariamente al gobernador de Kentucky, que trabaja para la secesión. Por suerte, nuestro amigo, el viejo doctor Breckinridge, ¿recuerda?, el tío de John C., apoya firmemente la Unión y tiene gran peso. Y también ayuda que nuestro primer, y único, héroe, hasta el momento, el mayor Anderson, sea un hombre de Kentucky.
—¿Qué ocurrió ayer? ¿Fue capturado?
—No. Eso lo dijeron nuestros amigos de la prensa. El mayor entregó el fuerte a Mr. Beauregard, antes oficial del ejército de los Estados Unidos, quien lo puso, así como a sus hombres, en uno de nuestros barcos. Ahora viene hacia aquí.
—¿Por qué disparó Mr. Beauregard contra el fuerte Sumter, si lo único que pensaba hacer usted era reaprovisionarlo?
—Tendrá que hallar usted algún medio de penetrar en la mente de Mr. Jefferson Davis, quien dio esa orden a Mr. Beauregard. Hace una semana, envié a Charleston a un funcionario del Departamento de Guerra para leer una nota mía al gobernador Pickens. La nota decía que si él no intentaba impedir que aprovisionáramos el fuerte, nosotros de ningún modo aumentaríamos el personal militar ni su poder de fuego. El funcionario entregó mi nota al gobernador, quien la envió a Mr. Davis, que ordenó entonces a Anderson abandonar el fuerte. Anderson se negó. Siempre me han dicho que Mr. Davis, cuando se lo conoce bien, es uno de los más condenados tontos que han existido nunca, lo que ahora creo. —Lincoln plegó la proclama y la guardó en el bolsillo.
—Pues bien, usted ha dicho que jamás sería el agresor, y supongo que no lo es. —En los labios de Douglas apareció una leve sonrisa.
—¿Qué significa esa sonrisa? —Con la ceja izquierda levantada, Lincoln dirigió a Douglas una mirada de cómica suspicacia.
—Después de la profunda tumba que cavó usted para mí en Freeport, aunque no soy, como Mr. Davis, un condenado tonto, sospecho que usted… ha maniobrado hábilmente.
—Oh, juez, no es así. No es así. —Lincoln, de pie, echó a andar por la habitación, tironeándose el pelo—. Es verdad que podía haber abandonado el fuerte. ¿Qué diferencia significa la posesión de un fuerte inútil para nosotros, y casi seguramente también para ellos, si llega la guerra?
—La guerra ha llegado, señor presidente.
Lincoln se detuvo ante la ventana; regresó al interior de la habitación.
—Sí, ha llegado.
—Y ahora, usted tiene la oportunidad de recrear la república.
Lincoln se sorprendió.
—¿Qué quiere usted decir?
—Bueno, mientras me preparaba para esa última serie de debates con usted, revolví un poco y encontré un ejemplar de un viejo discurso que pronunció en el Liceo de Springfield.
—Por Dios, juez; yo era un muchacho entonces.
—Tenía veintiocho años, una edad a la que Alejandro el Grande se mostraba notablemente activo. Usted lo mencionó, a propósito. Y también a Julio César. Y a Napoleón, creo…
—Sí, como tiranos, pero…
—Como tiranos, sí. —Douglas era inexorable. En cierto modo, ésta era su venganza del hombre que lo había marginado definitivamente—. Dijo usted que los fundadores de la república habían alcanzado toda la gloria posible y que quienes vinieran después nunca serían otra cosa que meros funcionarios, y que esto no era suficiente para satisfacer «a la familia del león ni a la tribu del águila».
Lincoln miró fijamente a Douglas. No había expresión en su rostro; parecía congelado en una actitud de atención, y nada más.
—Su león y su águila no pueden soportar la idea de seguir los pasos de ningún predecesor, o de nadie en general. Ese gran hombre que usted quiere «arde de sed de distinción, y si es posible la tendrá, al precio de emancipar a los esclavos o de esclavizar a los hombres libres». De todos modos, aprendí mucho de ese discurso.
Lincoln continuó mirando a Douglas, que saludó a medias a la figura erguida entre él y la ventana más alejada de la habitación.
—Bien, es usted el águila y el león. Y suyo es el poder, gracias al don que el juramento le ha otorgado inadvertidamente, de liberar a los esclavos o de esclavizarnos a todos. ¿Cuál será su opción?
Lincoln sacudió la cabeza como si hubiera estado soñando.
—Ya he entregado la proclama a la Associated Press. —El tono era natural—. Mañana aparecerá en todos los periódicos.
—¿No me responderá?
—No hay nada que responder, juez. Pero creo recordar que terminé ese discurso con la esperanza de que retornáramos a George Washington y jamás violáramos sus principios.
—Pero dijo también que esos principios casi se han desvanecido, y que ahora necesitamos otra cosa. —Douglas esperó una respuesta, pero no la hubo—. Y bien, sea lo que sea esa cosa que necesitamos, usted la tiene ahora.
—Sí. —Lincoln asintió; apartó la vista; habló como para sí mismo—. La tengo ahora.
Hay estaba en la puerta.
—Mr. Seward, señor.
—Dígale que espere en la sala del gabinete.
—¿Qué puedo hacer para ayudar? —repitió Douglas.
—Una declaración de que apoya usted la proclama y la Unión.
—¿Y el águila y el león?
—Yo no abundaría en metáforas zoológicas, juez. —Lincoln sonrió.
—Diré que todos somos republicanos, que todos somos demócratas. A mí no me molesta imitar a los fundadores.
—¿Cree usted que a mí sí?
—Jamás le he oído elogiar a ningún presidente o líder político, excepto en esa única ocasión en que lo invitaron a pronunciar el obituario de Henry Clay.
—Sin embargo, hay uno a quien siempre elogio, cuando lo recuerdo. —Lincoln señaló el retrato de Washington.
—El primero de todos. Roguemos porque no sea usted el último.
—Roguemos porque se acabe lo que hemos estado soportando durante medio siglo.
—¿No le basta ser como James Buchanan?
—¡Oh, juez! ¡Si sigue usted así, verdaderamente oirá rugir al león!
Riendo, los dos hombres salieron del Salón Rojo. Mientras atravesaban el hall de entrada, Mary y Lizzie se acercaron a ellos desde el Salón del Este.
—¡Mary Todd! —Douglas abrió los brazos.
—¡Juez Douglas! —Impulsivamente, Mary abrazó al hombre con quien hubiera podido casarse. Luego se apartó de él—. Oh, padre, ¿qué estoy haciendo? —Se volvió hacia Lincoln.
—No hablaré de esta escandalosa demostración al Departamento de Estado, siempre que no les digas cuántos pares de guantes de cabritilla blanca he perdido.
—Honras a esta casa, Mary Todd. —Douglas la miró. Ella observó, como siempre que estaban cara a cara, que tenían la misma altura y que podían mirarse a los ojos horizontalmente. Luego Douglas se volvió a Lincoln—. Si ella hubiera consentido en casarse conmigo, yo estaría aquí, y no usted.
—Pero juez, ¿y si se hubiera casado con John C. Breckinridge? Entonces, él estaría aquí.
Mary rió, divertida y orgullosa.
—No creo que jamás otra mujer haya estado en igual situación, con tres pretendientes designados para la presidencia el mismo año.
—Y también —dijo Douglas—, si hubiese sido algo mayor, podría haberse ido con Jefferson Davis cuando él estaba en la Universidad de Transylvania, y ahora sería la reina del Sur. Lincoln rió.
—O algo menor, y entonces se habría casado con Montgomery Blair. También él estaba en Transylvania.
—Vas demasiado lejos, padre. Yo no buscaba un político, sólo un hombre brillante. Haber sido cortejada por vosotros dos es un honor más que suficiente para mí.
—Fue una alegría para mí —dijo Douglas, temblando ligeramente.
—¿Estás bien? —Mary le tomó del brazo. Lincoln se adelantó y le sostuvo el otro brazo.
—Debería volver a la cama, juez —dijo Lincoln—. Ahorre energías y recóbrese. Tenemos mucho trabajo. —Lincoln apretó la mano de Douglas con sus dos manos.
—Lo sé. —Douglas echó a andar hacia la puerta. Lincoln indicó al Viejo Edward que lo ayudara—. Escribiré mi mensaje de inmediato y lo entregaré a los servicios telegráficos. Me ocuparé de que aparezca al mismo tiempo que su proclama.
—Gracias, juez.
Cuando Douglas se marchó, Mary se volvió hacia Lincoln.
—Padre, se está muriendo.
Lincoln asintió.
—Ésa es también mi impresión.
—Nuestro pasado nos abandona, ¿verdad?
—Bueno, supongo que nosotros mismos nos estarnos marchando.
—¡Padre!
—No he dicho que sea hoy, Molly. Ahora debo ir a trabajar. Seward miraba por la ventana de la sala del gabinete el abandonado jardín del sur, salpicado ahora de narcisos y campanillas e invadido por altas hierbas. Al otro lado del río, las sierras de Virginia eran celeste humo, como el humo de un buen puro, pensó, mientras retiraba la colilla apagada de sus labios y Hay abría la puerta y anunciaba:
—Señor, el presidente.
Lincoln entró con el pelo erizado. Cuando se sentó a su lado ante la mesa del gabinete, Seward observó que por lo menos hacía dos días que no se afeitaba. Advirtió también varias hebras grises en las hirsutas patillas negras, junto a la barba.
—Acaba de estar aquí el juez Douglas. Piensa que yo debería haber pedido doscientos mil hombres. Pero temo que habrá bastantes problemas para conseguir los que he convocado.
—¿Le dará apoyo públicamente?
Lincoln asintió.
—Hará una declaración mañana.
—Tiene mucho peso, y en particular en Nueva York, donde serán mayores las dificultades.
—Pero yo pensaba que su alcalde de Nueva York…
—Señor, no es mi alcalde.
—Mr. Seward, considero que todo el estado de Nueva York es su propia casa. De todos modos, el alcalde acaba de enviarme un mensaje: dice que le gustaría que la ciudad de Nueva York se retirara de la Unión y se convirtiera en lo que él llama «una ciudad libre».
Seward suspiró.
—Es un gran tonto. Pero es astuto, y muchos neoyorquinos piensan como él. Son todos esos inmigrantes, y sobre todo los irlandeses papistas. Debo decir que siempre me han querido. Probablemente, demasiado para mi propio bien. —Seward sonrió—. Ellos terminaron con mi carrera política, ¿sabe? Yo pensaba que debíamos dar dinero del estado a sus escuelas. El obispo me consideraba una excelente persona. No así el Oeste. ¿Qué le ha respondido al alcalde?
—Le dije que no pensaba permitir a la puerta principal que pusiera casa propia.
Seward se echó a reír, auténticamente divertido, y también desconcertado. El primero de abril había escrito a Lincoln un largo memorándum donde examinaba los problemas a los que la administración se enfrentaba e impartía ciertas «verdades dolorosas», como las había descrito a Chase, y temía que pudieran haber ofendido a Lincoln. Habían pasado casi dos semanas sin que Lincoln mencionara el memorándum. Seward presumía que la razón porque había sido llamado, precisamente ese día, era el análisis de esas verdades. Seward estaba en lo cierto.
Lincoln puso las manos, con los largos dedos oscuros entrelazados, detrás de su cabeza.
—Me he tornado cierto tiempo para responder a las ideas que sometió usted a mi consideración el primero de abril.
Seward se preguntó si eso podía ser una referencia intencionada al Día de los Inocentes, pero si lo era, Lincoln no lo subrayó.
—Le escribí una carta el mismo día. Pero pensé que debíamos conversar antes de que la leyera. En su… acta de acusación, dice usted que, después del primer mes de administración, aún no tenemos política exterior ni interior aun cuando nos hemos reunido, presidente y gabinete, siete u ocho veces, y hemos tomado conjuntamente decisiones en que usted ha participado. Hoy, por ejemplo, he pedido tropas a los estados. ¿Piensa usted, como creo, que he hecho lo que correspondía?
—Sí, señor. Naturalmente, yo le escribí antes de que decidiera usted aprovisionar el fuerte Sumter, y por supuesto el ataque…
Lincoln lo interrumpió de modo algo brusco.
—He tomado de su memorándum dos puntos esenciales. El primero es que deberíamos iniciar una guerra continental contra las potencias europeas como una gran maniobra de diversión, incluyendo la declaración de guerra a España. No dice usted cómo derrotaremos a las guarniciones españolas de Cuba y Santo Domingo cuando no podemos defender siquiera uno de nuestros propios fuertes en Carolina del Sur.
—En el caso de una guerra, habría, desde luego, una leva de tropas y se construirían barcos, tal como usted está haciendo ahora. Y yo cuento, señor, con un principio de unificación que tendría su efecto sobre todos los americanos si entráramos en guerra con Francia y España.
—Respeto su opinión, Mr. Seward, como siempre. —Lincoln hablaba con suavidad mientras sacaba de un bolsillo interior el (fatal, empezaba a pensar Seward) memorándum—. Usted destaca que deberíamos desplazar el problema entre los rebeldes y nosotros del tema de la esclavitud al de la unión o la desunión. Yo tenía la impresión de que eso era exactamente lo que yo había hecho en el discurso de investidura. —Lincoln miró a Seward directamente a los ojos. Aunque esos ojos grises estaban tan soñolientos como de costumbre, el párpado izquierdo estaba más alzado de lo que era habitual.
—Son los ojos de un cazador, pensó Seward, y modificó su ángulo.
—Quizás he sentido, señor, que otorga usted demasiada atención a los abolicionistas, y que esto provoca la ansiedad de los estados de frontera.
—Su opinión es valiosa para mí, Mr. Seward. —Los ojos continuaban clavados en él, y el secretario de Estado simuló una tos de fumador para poder extraer su pañuelo y escapar de esa mirada curiosamente equitativa y al mismo tiempo desconcertante por entero—. Creo que Mr. Chase y Mr. Sumner y todos los así llamados abolicionistas del país le dirán que me he preocudo demasiado por la sensibilidad de los propietarios de esclapa vos. Pero el punto que más me inquieta, Mr. Seward, es el último. —Lincoln miró el papel que tenía en la mano—. Usted dice que, sea cual sea la política que adoptemos, debe ser desarrollada enérgicamente.
—Creo, señor, que en eso estamos todos de acuerdo. No debemos ir a la deriva…
—La deriva… —Lincoln miró por la ventana—. Qué extraño que use usted esa palabra. Anoche soñé que estaba en una balsa en un río tan ancho que no podía ver las riberas, y que no tenía una pértiga, y que estaba a la deriva. —Lincoln se volvió hacia Seward—. Es evidente, Mr. Seward, que me ha visitado usted en sueños. Y ahora viene lo que encuentro más extraño. —Lincoln se puso las gafas y leyó—: «O bien el presidente debe hacerlo él mismo, con incesante actividad, o bien ceder la tarea a algún miembro de su gabinete». —Por un instante, Lincoln miró por encima de la montura de sus gafas a Seward, que mantuvo su sonrisa jesuítica. Lincoln siguió leyendo—: «Una vez adoptada esa política, debe cesar todo debate y todos deben concordar y apoyarla. No es mi especial jurisdicción. Pero ni busco ni asumo la responsabilidad». Es un documento muy extraño, Mr. Seward. Insólito. —Lincoln estrujó un poco el papel y lo guardó ociosamente en su bolsillo—. Usted dice que necesitamos un jefe fuerte elegido dentro del gabinete y que todos debemos obedecerle cuando, por ejemplo, reúne una flota para atacar la costa de Francia.
—Señor, no veo alternativas a ese tipo de liderazgo.
—¿Preferiría usted que yo no consultara al gabinete? ¿Que no escuchara los puntos de vista de todos?
—En mi opinión, creo que puede haber demasiada discusión y demasiada poca acción.
—Es posible. Pero no tengo el hábito de lanzarme apresuradamente a una gran acción, y menos cuando es muy probable que desencadene una guerra, en un momento en que no tenemos un ejército ni una marina dignos de mención, y en que el Tesoro está prácticamente vacío…
—De todos modos, una acción firme y decisiva…
Lincoln golpeó la mesa con un largo dedo, y Seward se detuvo como si hubiera oído restallar un látigo.
—Nada es más firme ni decisivo, y me temo que tampoco menos irrevocable, que mi convocatoria de tropas. Comprendo ahora su punto de vista: nuestro partido ha cometido un significativo error al designarme a mí y no a usted…
—Señor, jamás he dicho tal cosa.
Lincoln sonrió.
—Estoy seguro de que usted es un miembro tan leal de la administración que nunca lo diría. Pero en cambio me lo ha escrito confidencialmente. —Lincoln hizo una pausa.
—Seward sintió que de algún modo había perdido el control de una situación que había creído tener firmemente dominada.
—Señor, con toda buena fe le he hecho conocer mi opinión más profunda…
—Lo que le agradezco. Ahora procederemos como si esta conversación no hubiera ocurrido. Seward se puso de pie.
—En ese caso, señor, creo que lo mejor será que renuncie.
—Yo no lo creo. Sencillamente, permanezca en su puesto. Tenemos trabajo de sobra para dos. —Lincoln acompañó a Seward hasta la puerta de la sala del gabinete, que Seward abrió; luego se apartó para que el presidente pasara primero. Lincoln lo miró un instante—. Me parece mejor que nos guardemos esto para nosotros mismos. ¿Quién más tiene noticia de su memorándum?
—Sólo mi hijo Frederick.
Lincoln asintió.
—Nicolay y Hay lo han visto. Pero serán tan silenciosos como una tumba. No querríamos —dijo Lincoln con media sonrisa— que Mr. Chase se enterara de esto, ¿verdad?
—Por supuesto que no. No. —Seward exhibió su sonrisa de conspirador, mientras Nicolay se acercaba para escoltarlo entre la muchedumbre, rara en un domingo, que se había reunido en la sala de espera a escuchar las últimas noticias de Charleston.
—Lincoln indicó a Hay que se reuniera con él en el despacho presidencial. Era tarea autoimpuesta de Hay liberar a Lincoln cuando los visitantes se demoraban demasiado. Hay nunca pudo comprender la infinita paciencia de Lincoln incluso con los más audaces, aburridos o pesados. «La mayoría de ellos recibe muy poco», decía Lincoln, como para justificar el tiempo perdido.
—Una vez en su despacho, Lincoln se hundió en su silla. «La sede del cargo», decía Lincoln de ese ajetreado mueble cuando recibía visitas y les mostraba el despacho.
—Diga al general Scott que desearía una máquina telegráfica instalada en la habitación pequeña. —Lincoln indicó el cubículo de su despacho que correspondía, en el despacho de Nicolay, al armario que contenía a Hay.
Luego Lincoln entregó a Hay el memorándum de Seward.
—Guarde esto en la caja fuerte. No creo que Mr. Seward desee que nadie más lo vea. —Lincoln rió—. Piensa que me maneja a su gusto. Y no tiene nada de malo, supongo, que lo piense.
—Señor, el amigo del senador Hale ha venido a verlo. Quería el consulado de Liverpool, y le dimos el de Veracruz. No está contento.
—Que pase.
El futuro cónsul era un joven de Nueva Inglaterra, bien vestido, con cadenas de oro sobre el precoz abdomen.
—Lincoln, señor. Es un honor, señor.
Lincoln le estrechó la mano.
—Siéntese, amigo. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Pues bien, señor. Yo esperaba ir a Liverpool, y el senador Hale dijo que ya estaba todo arreglado con Mr. Seward. Y entonces recibí la carta oficial donde dice que debo ir a Veracruz, y he oído decir que allí los bichos se comen vivas a las personas…
—En esa infortunada situación, señor, sólo puedo decir que se perderán un traje excelente y una espléndida cadena de reloj…
—De pronto, una voz incorpórea y temblorosa resonó en la habitación.
—Papá, ¿nunca te cansas de la gente?
—El futuro cónsul saltó en su silla.
—Tenernos un fantasma en la Casa Blanca —dijo Lincoln, empujando suavemente a Tad con el pie; en los últimos días, el chico se había acostumbrado a esconderse debajo del escritorio—. Pero, aparentemente, es un ser benigno.