Once

El secretario del Tesoro estaba frente al hogar en el salón delantero, mirando con fascinación las brasas ardientes y rogando a Jesús, en voz suave pero desagradable, que lo llevara a su morada. Cuando la sotto voce estaba a punto de convertirse en voce, dos brazos lo rodearon.

—Por fin, estás lista —dijo.

—¡Por fin! —dijo Kate. El orgulloso padre se volvió y se sintió aún más orgulloso cuando la vio con su vestido blanco y oro—. ¿Te parece bien? —Kate giró.

—Espléndida. Pareces…

—La emperatriz Eugenia. Te oí cuando elogiabas su retrato, y me sentí tan celosa que hice hacer este vestido para ganarla.

—La has ganado.

Un criado les abrió la puerta de la casa y otro, más joven, la del espacioso coche nuevo, cerrado, de Brewster, de NuevaYork. De mala gana, Jay Cooke le había confesado que el coche costaba novecientos dólares. Chase había insistido con firmeza en que se hiciera un contrato de préstamo. Por un momento, había sentido la tentación de aceptar ese coche como un obsequio, pero la probidad nunca se alejaba de él por mucho tiempo, ni tampoco la eterna conciencia de lo importantes que eran las apariencias.

La belle des belles —dijo Chase en su mal francés, citando lo que decía el Frank Leslie’s Illustrated Newspaper de la primera aparición de Kate en la Casa Blanca en febrero cuando, al conocer a Mrs. Lincoln, Kate había respondido a la cortés invitación de la mujer mayor, «Por favor, visítenos cuando lo desee, Miss Chase», diciendo: «Usted puede visitarme cuando quiera, Mrs. Lincoln». Kate había jurado a su padre que no se proponía ofender a Mrs. Lincoln; pero la primera dama no se cansó nunca de censurarla rudeza de Kate.

—¿Por qué es tan secreta la reunión? —Kate miró a Chase, que miraba por la ventana la fea pero imponente fachada del Brown’s Hotel, con todas las luces encendidas a esa hora.

—Lo sabré cuando haya terminado. —Chase le había dicho a Kate que después de la cena, el gabinete mantendría una sesión secreta. No debía habérselo dicho, pero sabía que ella era la discreción misma, no como su padre.

—Supongo que tendrá relación con el fuerte Sumter.

—O con Virginia. Siguen pidiendo cosas. Y Lincoln se las da.

—Yo los expulsaría de la Unión —dijo Kate enérgicamente.

—Quizá no sea indispensable —dijo Chase, mientras el coche entraba a la Casa Blanca; el Viejo Edward estaba en el portal.

Condujeron al padre y a la hija al Salón Rojo, donde se reunían los invitados. Chase estaba encantado con el efecto que causaba Kate. Los hombres se apresuraban a saludarla; las mujeres miraban críticamente el vestido nuevo y murmuraban detrás de sus abanicos. Las flamantes lámparas de gas, mal instaladas, silbaban de un modo muy parecido al de las señoras que analizaban el aspecto de Kate.

Chase se detuvo debajo del retrato de Washington que dominaba la habitación a conversar con Mrs. Grimsley, la agradable prima de Mrs. Lincoln, que le dijo:

—Las demás señoras han regresado a sus hogares. Creo que todas nosotras nos hemos quedado demasiado tiempo. Sé que el primo Lincoln parecía cada vez menos complacido cuando nos encontraba a las siete en bata, ocupando todas las sillas del salón del piso alto.

—Nunca he visto las habitaciones privadas —dijo Chase mirando a Kate, que en ese momento seducía a los tres Blair. El severo Viejo Caballero mostraba una mueca de agonía o quizás una sonrisa: esta última expresión era tan rara en él que nadie podía identificarla con seguridad. El jefe general de correos, Montgomery Blair, con aire resplandeciente, contaba a Kate una historia en dialecto negro, y su hermano el diputado Francis Blair, junior, chasqueaba los dedos. Kate parecía embelesada con esos tres hombres delgados, flexibles, ambiciosos, que estaban visiblemente embelesados con ella.

Una persona que no había sucumbido al encanto de Kate estaba ahora ante el gran espejo de su dormitorio, ajustando la fina labor de Lizzie para que descubriera apenas más sus hombros pecosos. Mientras lo hacía, Lincoln se acercó furtivamente desde atrás y le alzó la falda.

—¡Padre! —exclamó, golpeándole la mano—. ¿Qué sabes tú de elegancia?

—Tú eres una mujer muy elegante, Molly. ¿Una hermosa mujer elegante? —Lincoln le respondió con un beso en el pelo.

—Es curioso —dijo Mary, mirándose al espejo—; cuando era joven no tenía ninguna vanidad, y ahora no puedo pensar en otra cosa que en mi aspecto. ¡Cuánto querría parecer joven!

—A mí me lo pareces. No has cambiado.

—Pero nunca me miras. ¿Cómo puedes saberlo, entonces? —Mary se volvió, y de puntillas ajustó la corbata de su marido.

—¿Junto a quién me sentaré? —preguntó él.

—Al lado de esa terrible Miss Chase, no. Supongo que te parece bonita.

—Ni siquiera lo había advertido. —Lincoln sonrió, empezó a revolverse el pelo con los dedos y enseguida lo pensó mejor.

—Ni de Mrs. Douglas, que es demasiado hermosa. Ni de las Blair. Ni de…

—Tendré que estar al lado de alguien.

—Bien puede ser la prima Lizzie —dijo Mary, con una dulce sonrisa, y le tomó del brazo. Juntos desfilaron por el pasillo, donde silbaban las llamas azuladas de gas. Juntos descendieron la escalinata, él con fingida altanería y ella tan erguida como la reinaVictoria, con quien la había comparado reciente y halagadoramente el New York Herald. Cuando llegaron abajo, el Viejo Edward los precedió hasta el Salón Rojo y anunció:

—¡El presidente y Mrs. Lincoln!

Las mujeres y los hombres se pusieron de pie. Mary estaba ya acostumbrada a este fenómeno. Lincoln simulaba encontrarlo embarazoso, aunque siempre había dado por sentado que sería el centro de la atención, se levantara o no la gente cuando él entraba.

En la mesa, el protocolo exigía que Kate, como la dama de mayor jerarquía presente, estuviera a la derecha del presidente, y Mrs. Douglas a su izquierda. Mary estaba entre Seward y Chase, los dos políticos que menos le agradaban. Aunque ella estaba a favor de la abolición de la esclavitud, no era una abolicionista, distinción que a juicio de su marido era aún más misteriosa que la Trinidad. Pero Mary había decidido mucho antes, con toda claridad, lo que convenía hacer. ¿Acaso no había crecido en la vecindad de Henry Clay, el ídolo de los whigs, el único político que había oído elogiar con sinceridad a su marido como orador y como moralista? Quienes ahora eran esclavos seguirían siendo esclavos; pero sus hijos, cuando llegaran a la mayoría de edad, serían libres. En una sola generación esa terrible institución terminaría, y a los propietarios de esclavos les resultaría muy dificil sostener que les habían robado su propiedad.

Cuando el camarero sirvió tortuga a Chase, Mary advirtió que una expresión de verdadera gula pasaba por el rostro del hombre.

—Esto es algo que no teníamos en nuestra parte del mundo —dijo Mary.

—No, no en Ohio. ¿Pero sin duda habrá tortugas de agua dulce en Lexington, Kentucky?

—Pensaba en Springfield. Oh, sí. Y también teníamos toda clase de caza. ¿Conoce la ciudad, señor?

Chase asintió.

—En verdad, vi una vez a su padre, hace muchos años. En mi época de abolicionista.

—¿Que no ha terminado todavía?

Chase estaba sereno.

—El gabinete apoya unánimemente al presidente en todo. —¿Qué se votaría esa noche?, se preguntó—. Yo estuve implicado en el llamado escándalo de Fairbank, que estuvo a punto de iniciar una guerra civil en Lexington. Hace casi veinte años.

Mary estaba de pronto muy atenta.

—¿Calvin Fairbank, señor? ¿El sacerdote?

—Así es. Muchos de nosotros, en Ohio, reuníamos dinero para comprar esclavos y ponerlos luego en libertad. Mr. Fairbank era una especie de agente.

—¡Eliza! —exclamó Mary—. Yo estuve allí ese día, en la subasta de esclavos de la plaza del tribunal.

—Me han dicho que nadie de los allí presentes ha podido olvidar lo que ocurrió.

—¿De modo que usted, señor, estaba detrás de Mr. Fairbank?

—Por supuesto. Cuando me enteré del caso de Eliza, le di el dinero para que la comprara.

—No lo sabía, señor. —Por primera vez, Mary miró a Chase con algo parecido a la admiración. Eliza era una muchacha esclava perteneciente a una familia rica; había sido bien tratada y bien educada. Cuando el matrimonio murió, los herederos, parientes lejanos, pusieron a Eliza en venta. Normalmente, ésta sólo hubiera sido una historia familiar, aunque deprimente, pero la prensa habló mucho de Eliza porque era una chica encantadora de dieciocho años y piel blanca que sólo tenía una parte negra sobre sesenta y cuatro. En la subasta, el reverendo Fairbank había pujado contra un francés de Nueva Orleans que, según se rumoreaba, poseía un burdel. La plaza estaba llena de gente. Muchos habían venido desde lejos. Los abolicionistas habían amenazado con tumultos violentos. Con horror, Mary había asistido a la subasta. Cuando las ofertas del francés empezaron a decaer, pues el precio había ascendido hasta los mil dólares, el rematador había gritado: «Pero vamos, caballeros, no seáis mezquinos… ¡Mirad lo que tenemos aquí!». Y le había arrancado la blusa a la chica. Mary recordaba todavía la horrorizada queja de la multitud. Muchas señoras se habían retirado. Y sin embargo, si se desnudaba a una mujer negra, nadie parecía advertirlo. La puja se reanimó y luego decayó de nuevo. Esta vez, el rematador alzó las faldas de Eliza revelando sus muslos desnudos. Hubo gritos de furia entre una parte del público, y silbidos en la otra. Finalmente, el reverendo Fairbank adquirió a la muchacha por mil cuatrocientos ochenta y cinco dólares. Mary aún oía la voz del rematador cuando dijo: «Mil cuatro ochenta y cinco… Se va… Se va y ¡se fue! ¡Y es condenadamente poco!».

Cuando Fairbank fue a buscar a la muchacha, llorosa, al pie del palco de la subasta, una voz gritó:

—¿Y qué va a hacer con ella?

—¡Ponerla en libertad! —respondió el reverendo Fairbank. Y casi estalló la guerra civil ahí mismo, en la plaza del tribunal de Lexington, como había dicho Chase.

Cuando le tocó hablar con Seward, Mary le dirigió la leve sonrisa que estaba practicando desde que la prima Lizzie le había dicho que, si se oponía a ser retratada como una pequeña anda nade cara de luna, debía reprimir su sonrisa, que tendía a redondear sus mejillas «como las de una ardilla, prima Mary».

—¿Qué noticias tiene de su esposa, señor?

—Sigue gozando plenamente de su mala salud, Mrs. Lincoln, Está en su casa de Auburn, Nueva York.

—Me encantaría que estuviese aquí para ayudarme. —Inadvertidamente, Mary miró a Kate, que de algún modo había logrado hacer reír ruidosamente al presidente. Esto era algo que las mujeres rara vez conseguían, o porque él las temía o porque nunca las tomaba tan en serio como a su audiencia de siempre, los hombres.

—Se arregla usted muy bien, Mrs. Lincoln. Me gustan las nuevas lámparas de gas.

—Hacen un ruido espantoso. —Mary frunció el ceño—. ¿No cree usted que pueden tener escapes?

—¿Cuánto tiempo hace que están instaladas? —Diez días.

—Si tuvieran escapes de gas, Mrs. Lincoln, Mr. y Mrs. Hannibal Hamlin estarían ahora a la cabecera de esta mesa.

—Oh, Mr. Seward, ¡realmente! —A Mary le disgustaba la total falta de seriedad de Seward—. Señor, ¿se opone usted aún al aprovisionamiento del fuerte Sumter?

Seward la miró de soslayo por encima del pato. ¿Qué sabía ella de la reunión de esa noche? Uno de los numerosos defectos del nuevo presidente era su incapacidad de guardar un secreto, al contrario que Seward, cuya reserva le había otorgado, cuando era gobernador, el título de Esfinge de Albany.

Fue la Esfinge de Albany quien contestó:

—Pues bien, hace tres semanas, en nuestra primera reunión de gabinete, el presidente nos pidió a cada uno un memorándum acerca de si debíamos aprovisionar o no al fuerte Sumter y como usted sabe, yo aconsejé que no hiciéramos nada de carácter provocativo.

—¿Piensa lo mismo ahora? —Mary no ignoraba que habría esa noche una reunión secreta de gabinete; pero Lincoln no le había dicho más ni ella había hecho preguntas. Sabía que él se había preocupado gravemente por algo que le había dicho Lamon esa mañana. Lamon acababa de regresar de Charleston, adonde lo había enviado Lincoln en misión privada, para ver al gobernador de Carolina del Sur. Era evidente que la reunión de esa noche tendría relación con el fuerte Sumter, la última propiedad controlada por el gobierno federal en ese estado, y con la guarnición allí acantonada.

—Bueno, supongo que eso depende de las circunstancias —respondió vagamente Seward—. Lo cierto es que todo el gabinete, excepto Mr. Blair, votó por abandonar el fuerte Sumter.

—Creo que Mr. Chase estaba a favor de abandonarlo si eso significaba la paz, y en contra si eso podía significar guerra.

—Sigue usted de cerca estos asuntos, Mrs. Lincoln. —Ahora, Seward pensaba que ella sabía más sobre la reunión—. Creo que el informe de Mr. Lamon será interesante. —Intentaba tirarle de la lengua. Durante todo el día había tratado de descubrir qué le había dicho Lamon al presidente, pero si alguien lo sabía, nadie se lo había contado. Incluso el joven Johnny Hay se había mostrado evasivo.

—No he hablado con Mr. Lamon. Y el presidente no me dice nada. —Con esto, Mary cambió de tema.

Cuando se retiraron los últimos platos, Mary se puso de pie, como Lincoln. A ninguno de ambos les agradaba la costumbre europea de permitir que las señoras se retiraran mientras los hombres se quedaban en la mesa.

—Para un hombre que no bebe, eso es una tortura —había observado Lincoln después de una cena reciente en la legación británica. Aunque le había divertido una anécdota del extravagante canciller Benjamin Disraeli narrada por el ministro inglés, lord Lyons. También Disraeli odiaba permanecer con los hombres después de la cena y, siempre que podía, insistía en que todos se levantaran junto con el ama de casa. Después de una cena particularmente incomestible, Disraeli, pensando que el ama de casa había hecho el gesto de levantarse, se puso de pie, pero ella dijo:

—Todavía no, canciller. Falta el champán.

—Al fin —se oyó murmurar a Disraeli— algo caliente.

Los veintiocho hombres y mujeres se retiraron al Salón Azul oval, donde esperaban Hay, Nicolay y Lamon. El plan era que los miembros del gabinete, uno por uno, se despidieran de Mrs. Lincoln y subieran al despacho del presidente a esperarlo, porque en esta ocasión, contraviniendo por una vez el protocolo, él sería el último en abandonar a los invitados.

Ni Hay ni Nicolay tenían la menor idea de lo que Lamon había dicho al presidente, ni Lamon dijo otra cosa que «Trataron de lincharme en la calle, hasta que pasó un viejo amigo y les dijo que tendrían que entenderse con él». Laman se echó a reír. «Después me llevó a un bar y celebramos mi salvación exageradamente».

Mientras el grupo se dispersaba en la habitación, Hay saludó a Kate, que le devolvió el saludo con una brillante sonrisa, y se dirigió luego hacia el senador Sumner, que parecía a punto de perder su reputación de misógino.

Hay y Nicolay debían acudir a la sala del gabinete apenas se marchara el último de sus miembros. Pero por el momento, Hay se encontró sentado en una rígida silla contra la pared curva, muy cerca del presidente, sin duda inconsciente de su presencia, y del viejo Francis Blair. Hay trató de no escuchar, pero sin esforzarse demasiado.

—Es extraño; cuanto más cambia este salón, más igual parece —observó el Viejo Caballero. Debido a la ausencia de ciertos dientes esenciales, tendía a escupir mientras hablaba, un hecho del que, a diferencia de muchos ancianos, tenía perfecta conciencia; siempre llevaba en la mano un pañuelo listo para secar su arrugado mentón—. Todavía espero ver aparecer por esa puerta al general Jackson, después de una de sus cenas de arroz. Tenía, como yo, problemas con sus dientes, y además, escaso apetito, que yo no tengo.

—Pues a mí no me molestaría de ninguna manera que entrara por esa puerta; pondría en sus manos todo este condenado asunto y me marcharía a Springfield. —Aunque el tono de Lincoln era humorístico, Hay había observado en él durante toda la última semana creciente ansiedad y, lo que era peor, indecisión.

—Lo primero que él le diría, señor, sería que se atuviera usted a sus cañones. —El Viejo Caballero secó sus labios, y miró con sus ojos velados al presidente, que apartó la vista, con angustia.

—El problema es… a qué cañones.

—Debe conservar el fuerte Sumter hasta el fin.

—¿Cómo imagina usted el fin?

—Yo entiendo que usted tratará de aprovisionar la guarnición.

Lincoln lo miró un instante y, como respuesta, no respondió.

El viejo Blair asintió.

—Comprendo, señor. Permítame que lo diga de otro modo. Si usted intenta aprovisionar la guarnición o, mejor aún, a mi juicio, aumentar sus efectivos, los rebeldes abrirán fuego; y entonces tendrá usted el derecho de restaurar la Unión por la fuerza.

—Y entonces, ¿quién habrá iniciado la guerra? ¿Yo, al provocar un ataque a la propiedad federal, o ellos, al responder a mi provocación?

—Señor presidente, el vencedor nunca explica cómo ni por qué ha vencido, y tampoco si ha sido o no el agresor. —Hay padeció un escalofrío premonitorio. Mientras escuchaba esa débil voz sureña, sintió que el fantasma de Andrew Jackson estaba verdaderamente en el Salón Azul, aconsejando a sus sucesores; una voz ancestral que profetizaba la guerra.

—Mr. Blair, soy un presidente minoritario. No soy el primero, desde luego, y aun así soy el único presidente legítimo entre las fronteras de México y el Canadá. Pero debo pensar en la minoría que me ha elegido. Seward y Chase fueron rechazados porque, justa o injustamente, el público los veía como abolicionistas resueltos a la guerra. De modo que el partido, y después la nación, se volvieron hacia mí, un hombre del estado esclavista de Kentucky, un supuesto discípulo de Henry Clay de Lexington, Kentucky, donde además ha nacido Mrs. Lincoln, un hombre que ha dicho que no toleraría la extensión de la esclavitud, pero que no tenía el poder de abolir la esclavitud en los estados donde ahora florece. Mr. Blair, ¿qué diré a esos hombres que me han votado con la esperanza de que cumpla mi palabra y mantenga la paz?

El viejo Blair se apartó levemente de Lincoln, poniéndose frente al retrato de Dolley Madison, con su turbante.

—Podría decirles lo que dijo hace dos años, cuando aceptó la designación de senador: «Creo que este gobierno no se puede sostener permanentemente mitad esclavo y mitad libre».

De pronto, Lincoln parecía irritado. Hay había observado ya su disgusto cuando otros lo citaban, lo que era extraño porque tenía el hábito, típico de los políticos, de citarse a sí mismo.

—Yo ponía el acento en el adverbio «permanentemente», Mr. Blair. Y por supuesto, no se puede sostener mitad esclavo y mitad libre; y en el curso normal de los acontecimientos, cambiará.

—Entonces, ¿cuál es el curso normal de los acontecimientos?

—Todavía no he tenido una visión. —Lincoln sonreía apenas—. Pero he dicho: «Espero que la casa no se derrumbe».

—Y también ha dicho usted, señor, «Espero que la Unión no se disuelva». Y la Unión se ha disuelto.

—Yo no reconozco esa disolución. —La voz de Lincoln era fría y deliberada. Hay jamás había oído antes ese tono—. Es verdad que ciertos elementos se han rebelado contra la autoridad federal. Como la rebelión debe cesar, es preciso que atraiga esos elementos a mi forma de pensar. Lo único que necesitamos ahora es paciencia. —La voz se suavizó—. De todos modos, los estados algodoneros nunca serán más que un plato de lentejas.

—Lo serán si Virginia y Maryland y su Kentucky y los demás estados de frontera se retiran. Una confederación que los incluya será una respetable montaña de lentejas.

—Por eso hablo con los virginianos todos los días.

—¿Algún progreso?

—Bueno, sí. En realidad, ahora desarrollan una lógica diferente. Es más o menos así: si yo abandono el fuerte Sumter, y si permito que Carolina del Sur y los demás estados se mantengan fuera de la Unión, entonces Virginia se quedará en la Unión. ¿No es brillante?

—Tienen su propio estilo. —El Viejo Caballero secó sus labios—. Habrá guerra, por supuesto. Los hombres preparan sus armas en todo el Sur. Aquí mismo, en Washington, se están adiestrando. —Blair se volvió para mirar de frente a Lincoln—. Señor, cuando destruyó usted al partido demócrata, asumió la responsabilidad por todo el sistema político de este país. Ahora, usted es todo lo que queda de la república original. Si no se impone —Blair hizo un gesto que incluía el Salón Azul, la casa, la ciudad, la idea en que se fundaban—, todo esto habrá llegado a su fin.

Lincoln dio un paso atrás, como alejándose de una estufa demasiado caliente. Hay se preguntó qué respondería, qué podía responder en esas circunstancias. Todavía resonaba en los oídos de Hay el juramento de la investidura, la voz aguda que había gritado literalmente la palabra «defender».

—¿Qué quiere usted decir —preguntó con suavidad Lincoln cuando afirma que he destruido al partido demócrata?

—Usted destrozó al juez Douglas en aquellos debates.

—Yo tenía la impresión de que él me había derrotado en la elección subsiguiente.

—Mr. Lincoln, usted es el hombre más sutil que he encontrado en el campo de la política. Oh, no quiero decir que no le falte experiencia en muchos aspectos, y en particular en lo que se refiere a los nombramientos…

—A nadie le gustan los nombramientos de ningún presidente; ni siquiera a los designados. ¿Pero cómo destrocé al juez Douglas?

—¿Admite usted que hace dos años él era el líder natural de los demócratas, y que debía ser su candidato presidencial?

—Yo mismo lo decía en ese momento. —Lincoln asintió y frunció el ceño, como si supiera lo que vendría, y no le gustara.

—¿Admite usted que ya pensaba en obtener para usted mismo la designación de los republicanos?

—Supongo que tenía ese sabor en mi boca.

El juez Douglas, que era muy popular en el Sur, habría mantenido unido al partido demócrata, y habría conquistado el Sur y ganado las elecciones si no le hubiera hecho usted esa pregunta en Freemont, durante los debates.

—Lincoln alzó las dos cejas.

—¿Se cuenta usted entre quienes piensan que esa pregunta era una astuta celada en la que el juez cayó?

—Sí, señor. Eso es justamente lo que pienso. Cuando preguntó usted al juez Douglas si los habitantes de un territorio podían legalmente excluir la esclavitud antes de que el territorio se convirtiera en un estado, usted sabía que respondería «sí», porque ésa era la respuesta popular en Illinois en ese momento, y le ayudaría a vencer. Pero también sabía que en el momento en que dijera «sí» perdería el Sur dos años más tarde, como ocurrió cuando el partido demócrata se partió en dos, permitiendo que usted fuera presidente, un presidente minoritario.

—¿Cree usted que yo hago planes tan anticipados? —La voz de Lincoln era remota. Ahora era él quien miraba a Dolley Madison.

—Sí, señor, lo creo.

—Pues bien, Mr. Blair: ahora no tengo ningún plan.

Blair rió, un sonido agudo y penetrante.

—Entonces, ¡ése es su plan! Y le deseo éxito.

Lincoln se volvió hacia Hay.

—Vamos, Johnny, esas grandes orejas se le mueven. Sin duda tiene usted trabajo arriba.

Hay se ruborizó; se inclinó ante el Viejo Caballero; salió apresuradamente mientras el presidente y Mrs. Lincoln despedían a sus invitados. Hay encontró a Nicolay ante su mesa de trabajo.

—¿Qué es lo que supones?

—Que abandonamos el fuerte Sumter —dijo Nicolay—. Deberías haber oído al viejo Blair, hace un instante. Acaba de encender una hoguera debajo de Lincoln.

En la sala del gabinete, debajo del globo de una lámpara de gas, el rostro de Lincoln estaba lleno de sombras. Parecía triste, solemne y hasta simiesco, pensó Hay, deslealmente: la prensa de la oposición había empezado a llamar a Lincoln «Honest Ape».

De los siete miembros del gabinete, sólo seis estaban presentes. El secretario de Guerra, Mr. Cameron, estaba ausente, como anotó Hay en el acta de la reunión. Nicolay estaba sentado frente a Hay. También él tomaba notas; y estaba además a cargo de los documentos que podía requerir el presidente.

Lincoln estaba en la cabecera de la mesa; Seward a su derecha y Chase a su izquierda. Junto a Chase estaba el secretario de Interior, Caleb B. Smith, de Indiana, otro estado de frontera; había sido impuesto a Lincoln por los dirigentes del partido. Smith, como de costumbre, estaba ceñudo y fuera de lugar. Frente a él estaba sentado el imponente Gideon Welles, que complementaba hermosamente su vasta barba gris con la peluca más elaborada de todo Washington, una obra maestra de rizos e inesperadas olas marinas. Le seguía el barbado fiscal general, Edward Bates, de Missouri; también él había sido candidato de un estado de frontera en la convención y se había resentido con amargura ante la designación de Lincoln; ahora llevaba una barba exactamente igual a la de Lincoln, aunque más larga, hirsuta y presidencial; era el miembro más viejo del gabinete. Enfrente de Bates estaba Montgomery Blair; aunque los Blair provenían originariamente de Kentucky, el Viejo Caballero había instalado su reino en Maryland, en tanto que sus dos hijos, Montgomery y Francis, Junior, o Frank como todos lo llamaban, habían decidido abrirse paso en Missouri. Montgomery había sido alcalde de St. Louis, y Frank era miembro del Congreso. Ese «gabinete de coalición» llenaba a Hay de respeto. Hacia Lincoln. Si el presidente sabía de antemano en qué se había metido al reunir a todos sus rivales, tenía, aunque sólo friera eso, el valor de un león.

—Señores, Mr. Lamon acaba de regresar de Charleston. Creo que deberíamos escuchar su informe. ¡Ward! —Lincoln alzó la voz y Lamon vino desde el despacho presidencial—. Siéntese. —Lamon puso su silla junto a la de Lincoln y procedió a narrar, primero, su entrevista con el jefe de correos de los Estados Unidos en Charleston, que se había pasado a los rebeldes; segundo, su entrevista con el mayor Anderson en el fuerte Sumter, que había sido permitida por los rebeldes.

—El mayor espera órdenes. Tiene comida para dos semanas. Después de eso, se verá obligado a rendirse. O a pelear. —Lamon miró a Lincoln, que se limitó a juguetear con el pelo hasta que se erizó en mechones como plumas de pavo. Lamon continuó—: El gobernador de Carolina del Sur me dio un mensaje para el presidente, cuya médula era… Un mensaje muy florido, cuya…

—Cuya espina —sugirió Lincoln, para indignación de Chase: ¿alguna vez hablaba en serio ese hombre?, era que, si tratarnos de reforzar el fuerte Sumter, habrá guerra.

—Gracias, Ward.

Lamon salió de la habitación. Lincoln se puso las gafas; tomó una hoja de papel.

—El motivo de esta reunión es que el general Scott me ha enviado la siguiente advertencia: haríamos bien si abandonáramos el fuerte Sumter y también el fuerte Pickens, en Florida.

—¡Buen Dios! —La voz de Montgomery Blair era casi tan aguda como la de su padre, pensó Hay—. ¿De qué lado está el general Scott?

—Está de nuestro lado. Sólo que no confía mucho en nuestras posibilidades. Ha explicado todas sus razones; la principal es que no tenemos barcos suficientes para salvar el fuerte Sumter, ni los veinte mil hombres que él considera necesarios para someter Charleston. Pero aun así, queda el problema de aprovisionar o no a la guarnición que ya está allí. He hablado con un marino… Mr. Welles y yo hemos hablado con él. —Lincoln indicó con un gesto a su secretario de Marina—. He dicho a este oficial, el capitán Fox, que deseo tener antes del 6 de abril una expedicion lista para partir. Ya me ha presentado su plan. Lo he encontrado plausible. Ademas, el capitan Fox ha estado hace poco en Charleston, y ha hablado con el mayor Anderson. Confia en que podremos enviar proviciones al fuerte. Pero debemos movernos con rapidesz. Quería, senores que entre este momento y la reunion de manana del gabinete, cada uno de ustedes escriba sus puntos de vista acerca de lo que conviene hacer. Pero como estamos aquí, y todos ustedes conocen ya el concejo militar del general Scott, siento curiosidad por conocer sus impresiones. ¿Mr. Seward?

—Bien, señor, yo tomo en serio lo que dice el general Scott. Si no tenernos los medios necesarios para un combate victorioso en Charleston, prefiero que se abandone el fuerte.

Hubo un ladrido de Blair; Hay no encontró forma de transcribirlo, de modo que anotó: «Blair: ladrido». Más tarde, siempre se podrían borrar esas palabras. Seward pasó por alto el sonido.

—Esto no significa que esté a favor de dejar que la Confederación se salga con la suya. Creo que debemos prepararnos para la guerra, pero con la idea de extender nuestro dominio por el sur, a México. Por esto, me concentraría en Florida y Texas. Estos estados pueden ser fácilmente recuperados, y eso nos permitirá mantener a los franceses fuera de México y expulsar a los españoles de Cuba y otros países del sur.

—¿Y qué harán —preguntó Blair, con la expresión de sarcasmo de la familia— los estados que se encuentran entre nosotros y Florida o Texas mientras combatimos contra Francia y España? Ya me ha presentado su plan. Lo he encontrado plausible. Además, el capitán Fox ha estado hace poco en Charleston, y ha hablado con el mayor Anderson. Confía en que podremos enviar provisiones al fuerte. Pero debemos movernos con rapidez. Querría, señores, que entre este momento y la reunión de mañana del gabinete, cada uno de ustedes escriba sus puntos de vista acerca de lo que conviene hacer. Pero como estamos aquí, y todos ustedes conocen ya el consejo militar del general Scott, siento curiosidad por conocer sus impresiones. ¿Mr. Seward?

Seward mordisqueó un momento su cigarro, todavía no encendido por consideración al presidente. Ya había mantenido una conversación privada con el general Scott. Sabía perfectamente qué se debía hacer, pero ese novato en política se interponía en su camino. Lincoln le gustaba bastante; pero aún no había observado en el carácter del presidente la más mínima señal de algo que no fuera timidez o vacilación.

—Creo, señor, que una guerra en el nombre de la doctrina Monroe hará que se unan a nosotros.

La respuesta de Blair fue un sonido sofocado. Hay escribió: «Sonido sofocado».

Chase estaba espantado por Seward.

—Voté sí y no la última vez que se habló de este asunto. Ahora voto porque se aprovisione el fuerte Sumter, a cualquier precio.

Cuando todos hablaron, Lincoln sumó los votos: Seward, Smith y Bates favorecían la evacuación del fuerte; Chase, Blair y Welles estaban por aprovisionarlo.

Ahora Lincoln tenía las rodillas debajo del mentón, los tobillos apretados contra el borde de la mesa.

—La división que hay entre ustedes, señores, se parece mucho a la que yo tengo dentro de la cabeza.

Seward escuchó con desesperación a este Hamlet presidencial. Debe de haber algún medio, pensó, de excluir a Lincoln del poder ejecutivo real o, en su caso, del poder no ejecutivo. Quizás él mismo y Chase podrían formar alguna clase de regencia…

Chase pensaba algo semejante. Evidentemente, el presidente no estaba a la altura de la tarea inminente. Carecía por completo de las bases morales indispensables para cumplir cualquier gran misión en el mundo. Era sólo un político de tantos, al estilo del Oeste. Podía haber sido un espléndido gobernador de Illinois, pero nada más. Y allí, en el salón donde habían estado sentados Jackson y Polk, parecía… improbable. Ésa fue la palabra más amable que Chase pudo evocar. Se preguntó de qué se habrían reído Kate y el presidente durante la cena. A Mrs. Lincoln no le había gustado nada. Por otra parte, Chase sentía que había ganado algún terreno con ella. Era extraño que hubiese estado en Lexington el día de la subasta de Eliza. El Sur debía ser destruido. Ya no había ninguna otra alternativa real. ¿Qué decía el presidente?

—Mr. Welles, he preparado para usted la siguiente orden. —Lincoln extendió una hoja de papel a Welles, que la leyó, sonrió y asintió hasta que la enorme y falsa melena se agitó como un maremoto a punto de inundar la mesa del gabinete.

—¿Cuál es la orden, señor? —preguntó Seward, bruscamente inquieto. Mejor era que el presidente no actuara en absoluto, y no que hiciera algo equivocado en un momento de peligro.

—Acabo de ordenar al capitán Fox que se prepare para zarpar de NuevaYork en cualquier momento, antes del 6 de abril, con medios suficientes para aprovisionar el fuerte Sumter, y quizá superiores.

Seward mordió su cigarro y arrojó las dos mitades a la escupidera que había a sus pies.

—Pero señor presidente, yo pensaba que el gabinete estaba dividido en partes iguales, y que deseaba usted de nosotros una opinión meditada por escrito, y que la partida del capitán Fox se demoraría y…

Chase respondió por Lincoln.

—Mr. Seward, si no se hacen ahora mismo los preparativos, no habrá tiempo de hacerlos. ¿No es así, señor presidente?

Lincoln asintió, de modo algo ausente, pensó Hay.

—Pueden ocurrir muchas cosas entre esta noche y el momento en que la flota del capitán Fox llegue a Charleston. Pero más nos conviene tener una variedad de opciones que ninguna.

—Conozco al capitán Fox —dijo Blair—. Es un excelente oficial. Estuvo en la Academia Naval de Annapolis no mucho después de que yo pasara por West Point.

En la medida en que la naturaleza esencialmente jesuítica de Seward le permitía que alguien le agradara o desagradara, no le gustaba ninguno de los Blair. Pero se acercaba la hora, pensaba Seward, en que debería quitarse la máscara y hablar abiertamente del peligro de una presidencia sin rumbo claro. Ya había medido lo que Blair, evidentemente, no había medido: la partida del capitán Fox no significaba nada en sí misma. El fuerte Sumter sería evacuado, pacíficamente, mucho antes de que llegara el capitán Fox; o reducido a escombros; o mejor todavía, olvidado.

—El capitán Fox puede tener alguna dificultad para obtener fondos para sus barcos. —Lincoln miró a Chase—. Quizá sea necesario buscar algo en la alacena.

—No hemos recibido exactamente una alacena repleta. —Chase, muy complacido por la repentina demostración de actividad del presidente, disimuló la gravedad de la situación. El Tesoro era un caos. Si sobrevenía la guerra, Chase no tenía aún idea de cómo financiar la organización militar. A través de los Cooke, empezaba a conocer a los magnates del mundo de la banca: encontraba que sus personalidades eran tan extrañas para él como la suya para ellos. Carecía de todo sentido mencionar en su presencia la palabra moral.

Lincoln se puso de pie, se desanudó la corbata, bostezó.

—Señores, les deseo buenas noches. —Los demás se levantaron y permanecieron en la habitación hasta que el presidente se marchó. Seward se volvió hacia Chase.

—¿Quiere usted acompañarme a casa a pie?

—Por supuesto. Kate se ha llevado nuestro coche…

Seward ocupaba ahora toda la parte de la Old Club House que daba a la plaza Lafayette. La torre de la iglesia de St. John parecía un clavo de hierro contra el cielo. Seward señaló la iglesia.

—Podría ir a rezar en cualquier momento —dijo.

—¿El presidente ha vuelto a St. John?

—No, pero estoy tratando de que lo haga. Creo que ahora asiste a la iglesia presbiteriana. —Mientras atravesaban el parque arbolado y húmedo, se apagaron las luces de la Casa Blanca; un solo farol alumbraba la calle que bordeaba el parque.

Cuando los dos hombres entraron en la casa, los recibió el perro grande y entusiasta de Seward, Midge, heredero de diversos linajes caninos. Midge los guió al estudio, donde estaba trabajando Frederick, el hijo de Seward, en mangas de camisa, al lado de un fuego abrasador. El joven saludó a Chase y se retiró. Mientras Chase se instalaba en un sofá ante el hogar, Seward se sirvió un vaso de coñac.

—Estoy tan sediento como el Sáhara —dijo.

—Yo no tengo el hábito —dijo Chase—. Ni sed —precisó.

Seward se sentó frente a Chase, haciendo girar el vaso entre las manos.

—Estamos en desacuerdo acerca del fuerte Sumter; pero sólo en lo que se refiere a los medios y al momento oportuno.

—Quizá tampoco estamos de acuerdo acerca de la necesidad urgente de abolir la esclavitud —dijo suavemente Chase.

—¿Iría usted a la guerra por eso?

—Si fuera necesario, sí.

—¿No preferiría la guerra contra España para conquistar Cuba?

—¿Y contra los franceses para conquistar México?

—Preferiría conquistar Charleston.

—Con México, tendríamos rodeados a los estados algodoneros. —Seward era persuasivo y sutil. Chase escuchó atentamente. El concepto era ingenioso. Quizá, finalmente, él, Chase, lograría realizar su eterno sueño de matar dos pájaros de un tiro.

—Diré —dijo Chase cuando Seward terminó de esbozar su proyecto imperial— que estoy abierto a la idea en general. Pero en particular…

—Hay un tronco en el camino, Mr. Chase. ¿O debería decir un raíl? —Chase asintió.

—Es evidente para mí que Mr. Lincoln es un hombre bien intencionado pero inadecuado.

—Y para mí es evidente que usted y yo, juntos, podríamos administrar mejor que él este país; y que si hubiera guerra, podríamos conducirla también mejor que él.

—De acuerdo. —A Chase nunca le había gustado Seward ni su moral, o su carencia de moral. Pero Seward era el más consumado político del momento. Con la astucia de Seward y con sus propios principios morales, verdaderamente sería posible llevar adelante una buena administración y, si era menester, una guerra triunfante. Chase lo reconocía—. Pero —añadió el detalle obvio— es él quien ha sido elegido presidente.

—Y porque lo ha sido, hemos perdido, o perderemos, casi la tercera parte de nuestra población. Se han retirado siete estados. Otros les seguirán. La minoría que lo eligió dividió el país. Si hubiera guerra, tan grave emergencia impondría que se designara, con el acuerdo de Lincoln, por supuesto, alguna combinación de personas para conducir el gobierno.

—Nos tiene a nosotros, el gabinete compuesto. —Chase estaba tan cerca de la ironía como toleraba su temperamento.

—Lo tiene a usted y me tiene a mí. Y nosotros, ¿lo tenernos?

Seward miró de soslayo a través del humo del cigarro.

—¿En qué sentido? —Chase empezaba a sentirse como Casio escuchando a Bruto. ¿O era a la inversa?

—Mr. Chase, pienso proponer abiertamente al presidente que nos permita dirigir la administración a usted, a mí, o a los dos. Basta de votaciones empatadas. Basta de historias cómicas. Basta de postergaciones.

—¿Le pedirá que renuncie?

—Desde luego que no. Él no dejará de ser lo que es, el presidente. Pero nosotros seremos el verdadero motor de esta administración. —A Seward le sorprendía su propia magnanimidad mientras ofrecía a Chase que compartiera con él esa especie de consulado (ambos tendían a pensar en términos romanos). Pero sabía que Chase era una figura formidable, y nada fácil de hacer a un lado.

—Sentiré gran curiosidad por saber cómo responde él a esa propuesta. —Chase era siempre lento para adoptar nuevas ideas. Pero cuando las había absorbido, se convertían en parte de su ser. Con esa frase neutra, Chase levantó su considerable carne del sofá y pidió que se llamara un coche. En política, como en amor, los opuestos se atraen; y los malentendidos consiguientes tienden a ser amargos y, como en el amor, definitivos.