Diez

El día siguiente al baile de la Unión los ánimos estaban decaídos en la esquina de las calles Seis y E. Chase no había ido esa mañana al Senado; en cambio, había seguido ordenando y volviendo a ordenar los libros en su estudio mientras Kate atendía al tapicero en el salón delantero. Los criados entraban y salían. De semejante confusión, había dicho Chase, sombrío, a la hora del desayuno, no podía surgir el orden.

La llegada de Charles Sunmer no mejoró el ánimo de Chase. Los dos hombres parecían uno en tantos asuntos esenciales que nunca tenían gran interés por conversar; mejor dicho, el elocuente Sumner no cesaba de declamar mientras Chase, de vez en cuando, añadía un breve coro al fluido treno del gran actor.

El frac azul de Sumner resplandecía de botones dorados que le daban cierto aspecto levemente absurdo a juicio de Chase, quien prefería un sobrio negro. Sumner entregó su abrigo al criado, y besó la mano de Kate sin afectación, para leve envidia de Chase. Pero era natural: él no había nacido en una rica familia de Boston; no había llegado a conocer Europa mejor aún que los Estados Unidos, ni había tratado a los hombres más famosos y las mujeres más elegantes a ambos lados del Atlántico. Los hombres célebres intrigaban a Chase, que coleccionaba sus autógrafos. Cuando en una ocasión Sumner le leyó una nota de Longfellow, Chase no pudo dejar de pedirle humildemente, no la carta, que no era evidentemente asunto suyo, pero sí la firma al pie. Sumner se había mostrado divertido y también generoso. Regaló a Chase la carta entera. Chase se sintió feliz y, al mismo tiempo, lleno de desdén por sí mismo: resultado inevitable, se dijo como un eco del obispo Philander Chase, de una pasión desenfrenada, en su caso, por la caligrafia de los grandes.

—Recuérdemelo —había dicho Sumner, dos años antes— y le daré una carta de Tennyson. —En dos ocasiones, Chase había recordado discretamente a Sumner su promesa, pero no había aparecido ningún autógrafo.

Después de diez años en el Senado, Sumner era la figura más brillante de la Cámara; sin embargo, había pasado inválido tres de esos diez años lejos de Washington. Un congresista sureño había atacado a Sumner con un bastón cuando estaba sentado ante su escritorio en el Senado. Hombre vigoroso, Sumner había logrado ponerse de pie y arrancar del suelo, al que estaba clavado, el escritorio. Luego la conmoción cerebral lo había derribado. Después de años de penosas curas, Sumner había vuelto al Senado.

Cuando entró en el estudio de Chase, miró los libros recién colocados y manifestó su aprobación ante el volumen de los discursos de John Bright.

—El hombre más elocuente del parlamento británico.

—¿Lo ha… lo conoce usted?

Sumner asintió; quitó el polvo de una silla de donde se acababa de retirar una pila de libros; se arregló de modo algo moroso el frac después de sentarse rígidamente, y entonó:

—«El ángel de la muerte ha recorrido el país».

Chase asintió y recitó la línea siguiente de ese famoso discurso contra la guerra de Crimea:

—«Casi se puede oír el rumor de sus alas». Pero usted no puede haber oído ese discurso. Lo pronunció hace apenas seis arios.

—No. Pero he leído y aprendido sus discursos, como usted mismo, por lo que he podido comprobar. Conocí a Mr. Bright durante la anulación de las Leyes del Trigo. Siempre vestía como un cuáquero. Supongo que aún lo hace. Ocasionalmente nos escribimos.

El corazón de Chase latió con mayor rapidez.

—¿No tendrá usted, quizás…, una tirita de papel con su nombre anotado? ¿Una tarjeta? —Chase, que no pediría a Lincoln un puesto en el gabinete, se arrodillaba ante Sumner por un autógrafo.

—Por supuesto. Buscaré algo. —Sumner miró al azar los retratos de dos mujeres colgados uno al lado del otro sobre la pequeña repisa del hogar.

—Mi primera mujer —dijo Chase—. Y la tercera. La segunda, la madre de Kate, está en el salón. Soy tres veces viudo —agregó Chase, con más asombro que autocompasión.

—Así como yo soy tres veces soltero —dijo Sumner; a Chase le pareció una respuesta algo desalmada a su propio destino trágico.

—¿Nunca ha sentido tentaciones? —preguntó Chase.

—No lo creo. No lo sé. Creo que verdaderamente ignoro a las mujeres si no tenemos algún tema en común. Le contaré lo que una vez me dijo una señora de Boston. —Sumner casi sonreía; como no tenía ningún sentido del humor, nadie supo jamás qué podía significar su sonrisa—. Me preguntó algún chisme acerca de una persona conocida y respondí: «Temo que ya no tengo el menor interés por la gente como tal», y ella respondió: «Pero senador, ni siquiera Dios ha ido tan lejos».

Chase rió, y Sumner con él, aunque más por cortesía, pensó Chase, que por el reconocimiento del ingenio de la dama.

—Debe permitirme que lo lleve a su nuevo hogar —dijo Sumner después de una pausa, durante cuyo transcurso había estudiado el nombre y el autor de casi todos los libros de la biblioteca.

—Oh, creo que hoy será mejor que permanezca aquí, como Aquiles en su tienda. —Chase intentó el desenfado, y fracasó—. La cosa aún no está resuelta.

—Temo que sí. ¿Pero por qué temer nada? Ser senador por Ohio, como lo es usted por Massachusetts, es mucho más importante que pertenecer al gabinete de ningún presidente.

—Verdad —dijo Sumner, y agregó con exquisita falta de tacto—: pero como usted desea ser presidente, y yo no, el Tesoro es el mejor lugar para usted. Y —Sumner podía carecer de tacto, pero no de buenas maneras— allí es donde yo quiero que esté para el bien del país.

Kate entró; en una bandeja traía todo lo necesario para el té. Sumner se puso de pie para ayudar. Si Chase no hubiera sabido que era misógino, habría pensado que hallaba interesante a Kate. Aunque Chase no sabía qué le ocurriría si Kate se casaba —la idea de una cuarta Mrs. Chase le hacía sentirse como Barba Azul—, no podía imaginar mejor marido que Charles Sumner, quien iba, como él, afeitado. Desde que Lincoln se había dejado crecer la barba, unas curiosas excrecencias florecían en los rostros políticos.

Kate sirvió el té; Sumner ayudaba.

—La estuve buscando en el baile, anoche, Miss Kate.

—Me buscó usted en vano. No estaba allí. ¿Padre? —Ofreció a Chase una taza que él tomó y llenó de azúcar.

—¿No será secretamente secesionista?

—No, Mr. Sumner. Al contrario. Soy una verdadera abolicionista. —La sonrisa de Kate era malévola—. Como no son tantos de nuestros hombres de Estado.

—Oh —dijo Sumner, frunciendo el ceño—. Eso es un fuerte coscorrón.

Recordando la historia reciente de Sumner, Chase hubiera pensado que una referencia a un golpe en la cabeza no era oportuna; pero Sumner estaba tan pagado de sí mismo que no tenía por qué demostrarlo.

—Y un punto importante. Ayer, cuando Mr. Lincoln citaba la letra de la Constitución, y no su espíritu, sentí gran pesadumbre. Pero si es débil, mayor motivo aún tenemos para reunirnos a su alrededor.

—¿Y fortalecer el apoyo que él da a la esclavitud? —dijo agudamente Kate. Habría sido una excelente abogada, pensó Chase. Sin duda, la mente legal de ella era superior a la suya propia, pero había que recordar que él se había preocupado de que recibiera una educación también superior. Le asombraba que pudiera medirse intelectualmente con Sumner, que no toleraba a las personas brillantes si eran menos brillantes que él—. Para guiarlo. Para equilibrar el peso de Mr. Seward, el primer ministro…

Chase asintió.

—Hoy Seward es la administración de este país.

—Y nadie puede equilibrar ese gabinete —empezó Sumner.

—Excepto Mr. Chase —terminó Kate.

—Pero yo no estoy en él —dijo Chase.

—Seward sí —dijo Kate.

Sumner parecía preocupado.

—Me han dicho que Mr. Seward sueña con una guerra entre nosotros y toda Europa, destinada a distraer nuestra atención del tema de la esclavitud. Me ha hablado del modo más alarmante acerca de la influencia de España en América del Sur y de Francia en México. —Sumner gimió—. Piensa que deberíamos invocar la doctrina Monroe y expulsarlos del hemisferio occidental, con el apoyo de los estados sureños que, presumiblemente, extenderían luego la esclavitud a todo el sur del hemisferio.

—Gracias a Dios —dijo Chase— que es usted el presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores.

—Es curioso cómo ha cambiado Seward. —Sumner estaba pensativo—. Pronunció el mejor discurso en defensa de un hombre negro…

—El caso Freeman —dijo Chase.

—William Gladstone me escribió que ese discurso era la mejor pieza forense en lengua inglesa.

—¿Gladstone le escribe con frecuencia? —Inadvertidamente, Chase tuvo un estremecimiento de placer.

El criado entró en el estudio; murmuró algo al oído de Kate.

—¿Quién? —preguntó ella.

—Ha dicho que su nombre es Mr. John Hay…

—Oh, padre. —Kate se puso en pie de un salto—. Lo haré pasar.

—No te muevas. Quédense aquí los dos. —Salió deprisa.

Sumner asintió gravemente.

—Es la llamada, Mr. Chase.

—No cuento con ella.

En el vestíbulo, Kate se asombró al ver a un joven bien parecido apenas uno o dos años mayor que ella.

—¿Miss Chase?

—Sí, señor. ¿Y usted es Mr. Hay? ¿El secretario del presidente?

Hay asintió.

—Uno de los dos, Miss Chase. —Hay estaba preparado para la juventud de Kate, pero no para su hermosura, ni para su mirada directa. No había nada de femenino en la forma en que lo miraba, como si deseara hendir su frente y descubrir qué sabía. A pesar del pelo dorado oscuro, la cintura flexible, la piel luminosa, Kate era simplemente otra perspicaz política, tan distinta de la Marie-Jeanne de anoche como el alba del crepúsculo, pensó Hay, con intención poética. ¡Oh, por fin se encontraba sumergido en la vida!

—¿Podría ver al senador Chase?

—Por supuesto. —Pero Kate no se movió. Lo miraba: ojos castaños clavados en ojos castaños. Hay estaba todavía electrizado, o electrochocado, para emplear la palabra que habían hecho popular las máquinas de choques eléctricos, de moda entre los hombres debilitados y las mujeres neurasténicas. Hay no vio motivo para no aplicar esa seducción recientemente cargada de energía a esa muchacha de aspecto encantador, aunque no del todo encantadora. Mientras miraba fijamente sus ojos, Hay se permitió retornar al estado de ánimo de la noche anterior. Y de pronto, como si hubiera recibido un impulso eléctrico, Kate dejó escapar un breve grito y palideció—. Oh, pase, pase. —Es virgen, decidió Hay, con la clara intuición del hombre que sabe, con una sola mirada, todo lo que hay que saber acerca de las mujeres.

Hay no se sorprendió al encontrar al senador Sumner en el estudio del senador Chase. Ambos políticos se pusieron de pie, muy lentamente, cuando el joven entró. Kate permaneció en la puerta; ni era parte de la reunión ni dejaba de serlo.

—Señores. —Hay les dio la mano.

—Usted estaba en… Brown —dijo Sumner, para asombro de Hay. No había creído que el gran hombre pudiera recordarlo.

—Sí, señor. Le oí hablar allí.

Chase se aclaró la garganta. Estaba en el momento crucial de su carrera. Tenía conciencia de que el temblor que a veces agitaba su mano izquierda había comenzado. Metió la mano en el bolsillo, como el primer Napoleón.

—Mr. Hay… —empezó.

—Mr. Chase —interrumpió el joven—, el presidente me manda para informarle de que, esta mañana, ha enviado su nombre al Senado para la confirmación en el cargo de secretario del Tesoro.

—¡Bravo! —Sumner aplaudió. Hay escuchó el suspiro de Kate; ahora era un experto en suspiros de mujeres.

Chase estaba muy pálido.

—Debe decirle al presidente que es costumbre preguntar de antemano a la persona designada para un cargo si acepta esa designación.

—Pero, señor —Hay estaba preparado para esto—, el presidente suponía, por su conversación con usted en Springfield, que no tendría usted inconveniente en aceptar el cargo.

—Eso fue hace varios meses. —Chase estaba furioso, y no podía imaginar por qué. Anhelaba ese puesto. Pero no quería aceptarlo de Lincoln. No era tan importante que él, Chase, fuera superior moral e intelectualmente. Después de todo, esperaba sucederle en la próxima elección. Pero ser utilizado, ésa era la palabra adecuada, por un inferior; verse suspendido en el aire hasta el último momento… Era insoportable—. Ahora —se oyó decir Chase— he prestado juramento como senador de los Estados Unidos, y aspiro a servir junto a hombres de honor y moral supremos, como el senador Sumner…

—Mr. Chase. —Sumner dirigió una mirada de advertencia a su colega—. Mr. Lincoln se ha visto empujado hacia uno y otro lado desde su llegada de Springfield. Pero sé una cosa: él me ha dicho que no conocía a otra persona más apropiada para el Tesoro.

Kate intervino.

—Mr. Hay: creo que el presidente debería conceder uno o dos días a mi padre para que decida a quién desea entregar su lealtad. Al pueblo de Ohio o al pueblo de toda la Unión.

—Hay se inclinó ante Chase y Sumner; luego, Kate lo acompañó hasta el vestíbulo, donde el criado aguardaba para abrirle la puerta.

—Diga al presidente que todo esto es un poco apresurado.

—Se lo diré. —Hay sintió de nuevo el impulso eléctrico, pero esta vez comprendió que sólo partía de él. Kate había dejado de ser una mujer joven y deseable para convertirse en el duro gestor político de una campaña presidencial a largo plazo.

—Gracias, Mr. Hay. Buenos días, señor.

Cuando Hay se marchó, Kate corrió al estudio; y mientras él tornaba el tranvía de caballos para retornar a la Casa Blanca, contemplando en una extática bruma las claridades y oscuridades de los cuerpos femeninos, ella se unió a Sumner no tanto para hacer cambiar de idea a Chase como para buscar el modo de que ese hombre orgulloso y obstinado pudiera aceptar el puesto que tan desesperadamente quería de manos de un hombre a quien despreciaba tan profundamente.

—Aceptará dentro de uno o dos días —dijo Hay a Nicolay—. Dios mío, es un espectáculo, esa hija suya.

—Así dicen. Felicitaciones: ahora eres empleado de la oficina de pensiones del Departamento de Interior.

—¿Qué? —Hay estaba sorprendido.

Nicolay rió.

—El Congreso no le permite al presidente que tenga dos secretarios, de modo que te hemos incluido en el presupuesto de Interior. Mil seiscientos por año.

—Una fortuna —dijo Hay. Era verdad.

Ambos se encontraban en el despacho de Nicolay, con vistas a la plaza Lafayette y a la estatua rampante de Thomas Jefferson a caballo; era la peor escultura ecuestre del mundo, según el senador Sumner, quien siempre hacía jurar a los recién llegados a Washington, con toda solemnidad, que jamás la mirarían por cerca que estuvieran de ella.

El despacho de Hay no era más que un cubículo en comparación con la espaciosa habitación de Nicolay, pero con la puerta intermedia abierta, Hay se sentía menos encerrado; y como sus tareas se superponían, ambos iban y venían constantemente de un despacho a otro. El centro de su actividad era un enorme sécretaire traído del sótano. Hacían lo posible por tener ordenadas en sus docenas de cajones unas dieciocho mil solicitudes de puestos del gobierno. En una gran mesa, frente a la ventana, se colocaban diariamente los periódicos de toda la nación, incluso el Sur. Era obligación de Hay preparar un resumen diario para el presidente acerca de todo lo que podía interesarle, que era muy poco.

La sala de espera estaba repleta desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Un empleado, detrás de la balaustrada, tomaba los nombres antes de permitir a los postulantes el paso a la sala de espera; abajo, el portero, elViejo Edward, seleccionaba a los visitantes. Normalmente, podía distinguir a quienes sólo estaban locos por un empleo de los locos a secas. Luego, los aceptados subían las escaleras hasta la sala de espera y llenaban el oscuro pasillo que iba desde las habitaciones privadas del presidente hasta los despachos. Mary ya había hecho una escena esa mañana cuando media docena de futuros jefes de correos habían irrumpido en el Salón Oval donde ella y sus parientas se encontraban en peinador.

—McManus, ¡no toleraré esto! —le había gritado al Viejo Edward mientras ahuyentaba a los despavoridos exfuturos jefes de correos. El Viejo Edward había subido con un guardia permanente «que tirará a matar, señora, si alguien intenta entrar en sus habitaciones sin permiso».

Mary ya había recobrado en parte el humor.

—A las señoras no les agrada que las vean extraños por la mañana —dijo. El Viejo Edward respondió que lo comprendía.

Mary se echó a reír apenas cerró la puerta. Las parientas también rieron. Ninguna de las mujeres estaba correctamente vestida. No llevaban crinolinas ni miriñaques, y aunque a todas les agradaba lucir sus batas mañaneras, los hombres extraños estaban excluidos de estos misterios femeninos.

—Mary llevaba un peinador rosado de cachemira, con la parte delantera acolchada, y un turbante rojo en el pelo, como Dolley Madison, o, según decía a menudo la prima Lizzie, «como un zuavo».

Desde el desayuno, las señoras estaban analizando el baile de la noche anterior. La hermana de Mary, Mrs. Edwards, más alta que Mary pero menos rolliza, adoptó la línea dura con las señoras de Washington.

—Tienen pésimos modales —dijo, mientras servía café de un gran samovar de plata que había pertenecido, o eso juraba la prima Lizzie, a Martha Washington.

—Las pocas que asistieron —dijo Mary, frunciendo el ceño. Durante toda la mañana había sentido que en cualquier momento podía ser víctima de La Migraña, que temía más que a la muerte. Cuando ese aro de fuego rodeaba su cabeza, no podía ver de dolor, y con frecuencia caía al suelo cuan larga era y vomitaba. La. Migraña, como ella la llamaba siempre para diferenciarla de los dolores de cabeza ordinarios, había aparecido varios años antes. Muchos creían que fingía, y ella no lo ignoraba; su marido no estaba entre ellos. Si podía, se quedaba con ella, por terrible que fuera su conducta, semejante, como Mary sabía, o mejor dicho, como le habían contado, a la de una demente. Pero si La Migraña estaba cerca, aún no estaba a punto de derribarla, y si así ocurría, estaba rodeada de familiares y amigas, mujeres que conocían el problema.

Mientras tanto, el contingente de Springfield y Lexington estudiaba meticulosamente la conducta de las señoras de Washington.

—Aparentemente, creen —dijo una de las sobrinas— que venimos de cabañas de troncos, y que jamás hemos salido de los bosques.

—Bueno —dijo Lizzie—. El primo Lincoln tiene toda la culpa de eso. Ese disparate de que ha nacido en una cabaña de troncos… Como si en ese tiempo y en esa parte de Kentucky se hubiese podido nacer en otra cosa. ¿Y acaso los periódicos publicaron alguna vez durante la campaña fotos de la mansión del primo Lincoln en Springfield?

—No creo que Mr. Lincoln lo hubiese considerado conveniente —dijo Mary. Había mantenido una discusión al respecto con su marido, y la había perdido—. De todos modos, las mujeres locales me parecen provincianas así como desde luego no lo son las señoras de Springfield y de Lexington. Aunque sólo sea porque tenemos buenos modales. ¿Habéis leído el artículo en que me critican porque siempre trato a los caballeros de «señor»? Desde luego, eso no es provinciano.

—Aunque quizás algo anticuado —dijo Lizzie.

—Es decididamente sureño, y a mí me parece muy bien —dijo la media hermana de Alabama—. De todos modos, Mary, estamos emparentadas con las dos únicas familias verdaderamente importantes de aquí, los Blair y los Breckinridge, y de eso no se pueden jactar estas vulgares mujeres de tenderos.

Las señoras aplaudieron este homenaje a su propia familia.

—Es curioso —dijo Mary— que, cuando yo era niña, todo el mundo estuviera en Lexington, excepto Mr. Lincoln, que vivía cerca, en Indiana. Allí estaba Mr. Clay en su residencia de Ashland. —Sonrió ante el recuerdo—. Harry del Oeste; así lo llamaban todos. Como si fuera el rey de nuestra tierra, que era realmente o hubiera debido ser. Y también ese muchacho de ojos claros que ahora es…, que era hasta ahora el vicepresidente Breckinridge. Y recuerdo a un guapo joven de la Universidad de Transylvania, muy pálido y elegante, que pronunció un discurso titulado «Amistad» el día de la graduación, justo antes de ingresar en West Point.

—¿Quién era? —preguntó Lizzie. Ella lo sabía, pero no las más jóvenes.

—Jefferson Davis —respondió Mary, mientras una criada abría la puerta del dormitorio adyacente al Salón Oval y decía:

—Mrs. Lincoln, ha llegado la costurera.

Mary se excusó y pasó a su dormitorio, donde encontró a una mulata bien vestida, que le hizo una pequeña reverencia.

—Soy Elizabeth Keckley, Mrs. Lincoln. Oí decir que necesitaba usted alguien que pudiera hacerle un vestido, y he venido aofrecerme. Tengo buenas recomendaciones. —Abrió su bolso y dio a Mary varias cartas. Mary las tomó, pero no las miró. Estudió cuidadosamente el rostro de la mujer, y le agradó lo que veía. Era un rostro fuerte y nada negroide. La nariz era larga y aquilina, la boca recta. Parecía estar a principios de la mediana edad—. No me puedo permitir ninguna extravagancia —dijo Mary—. Como usted sabe, y como todo el mundo dice, somos del remoto Oeste, y muy, muy pobres. Lo sabe usted, ¿verdad?

—Sí, Mrs. Lincoln. —Elizabeth Keckley sonrió.

—Muy bien. Empezamos a entendernos. Todos los viernes debemos ofrecer una recepción por la noche. Se espera eso de nosotros. —Sin pensar, Mary empezó a hacer la cama, y Elizabeth la ayudó. Ocupaban esa habitación dos de las señoras de Springfield, y sus ropas de la víspera estaban por todas partes y en desorden—. Necesitaré un vestido…

—Sólo quedan tres días —dijo Elizabeth, tornando a su exclusivo cargo la tarea de hacer la cama.

—Ya sé que es muy poco. Pero me han dicho que no sólo trabaja usted bien, sino rápido. —Mary estaba junto a la ventana. Miraba las cartas que tenía en la mano.

—¿Tiene la tela?

—Sí, y también el patrón. La tela es un muaré antiguo, color rosa, y… —Mary encontró una letra familiar—. Ha trabajado usted para Mrs. Jefferson Davis. ¡Qué extraño! Hace un instante estaba hablando de Mr. Davis.

—Sí. Trabajé para Mrs. Davis. —La cama ya estaba hecha—. Yo la quería mucho.

—Entonces, ¿por qué no se fue al Sur con ella?

—Pues… míreme —dijo Elizabeth.

—La estoy mirando.

—Soy de color.

—Pero libre.

—Incluso así, no podría vivir en un estado esclavista. Soy abolicionista. En verdad, debo advertirle, Mrs. Lincoln, que soy muy política.

—Oh, también yo lo soy. —Mary estaba encantada—. Aunque, por supuesto, debo ser muy cuidadosa con lo que digo. La prensa vampira siempre está dispuesta a atacarme. —Mary había echado a andar de un lado a otro ante la ventana, con su vista del incompleto monumento a Washington—. Es cómico. Dicen que soy pro Sur y proesclavitud y que intento influir sobre Mr. Lincoln, que es, dicen también, un abolicionista disimulado. Y es casi al contrario. Mr. Lincoln no sabe nada sobre la esclavitud, aparte de lo que ha oído de mí y de mi familia en Lexington. Sí, teníamos… y tenemos esclavos. Pero no hemos traficado con ellos, y eran ellos quienes gobernaban nuestras vidas, y no a la inversa. Nelson era el mayordomo. Hacía los mejores mint julep de Kentucky, lo decían todos, y Mammy Sally nos educó y nos dio las zurras más concienzudas que se pueden imaginar. Todavía la estoy viendo… —Mary hizo una pausa; luego frunció el ceño—. Vivíamos en la calle Mayor. Uno de mis primeros recuerdos es el de los esclavos; los llevaban, encadenados, al palco de la subasta, en un ángulo de la plaza central de Lexington, la plaza del tribunal, y en otro ángulo estaba el poste de los azotes, de unos tres metros de alto y de oscura madera de algarrobo, ennegrecida aún más por la sangre. Oh, aún puedo oír los gritos. —Mary cerró los ojos, recordando—. Teníamos una marca en la casa, una marca secreta: significaba que Mammy Sally daba de comer a los esclavos fugitivos. Ella trataba de evitar que yo los viera, pero desde luego los veía. Y hablaba con ellos. Veía sus cicatrices, y me enteraba de cómo habían sido separados de sus familias. Y allí vivía entonces el juez Turner…

Mary se apartó de la ventana; el Potomac parecía de plata a la distancia.

—Eran nuestros vecinos. Mrs. Turner era de Boston. Una mujer corpulenta, llamativa, violenta. Golpeó hasta matarlos a siete esclavos que nosotros conocíamos. Tiró por la ventana a un chico de seis años y le rompió la espalda. Mi padre estaba furioso; tenía considerable autoridad politica en Kentucky. Consiguió así que un jurado investigara la cordura de Mrs. Turner. Pero mientras el jurado estaba reunido, el juez Turner envió a su mujer al hospicio. Y cuando el jurado estuvo listo para actuar, el hospicio ya la había dejado libre, asegurando que era perfectamente cuerda. Y sin duda así era, porque con frecuencia los monstruos lo son. Cuando el juez Turner murió, dejó los esclavos a sus hijos. Pero puso en el testamento que ninguno debía pasar a su esposa, quien se llamaba Caroline, porque ella lo torturaría hasta la muerte. Pero ella pasó por alto el testamento y se quedó con los esclavos, y entre ellos, un jovencito guapo, de piel clara, más clara que la suya, que era su cochero. Richard sabía leer y escribir, y sin duda, ahora habría sido libre. Esto ocurrió hace diecisiete arios. Pero una mañana, ella lo encadenó y empezó a golpearlo, a muerte. Y él sufría a tal punto que arrancó del muro el gancho que sujetaba sus cadenas, y después aferró a ese monstruo por la garganta, y la ahogó allí mismo.

—Un final feliz —dijo Elizabeth, sombríamente.

—Un final justo para ella, pero no para Richard. El sheriff, es curioso, un primo de Mr. Lincoln, lo arrestó. Fue juzgado por asesinato y murió en la horca.

—No hay justicia en la tierra.

—Alguna habrá, cuando Mr. Lincoln termine su tarea en este mundo.

Elizabeth Keckley sonrió.

—Hace usted que parezca el Señor.

—¿De veras? —Mary rió—. Sin embargo, si es el Señor, no debe de ser un Señor cristiano. Cuando Mr. Lincoln fue elegido para el Congreso, su adversario era un predicador metodista que lo acusaba todo el tiempo de ser un infiel. Una noche, durante la campaña, el predicador lanzaba en la iglesia un sermón lleno de fuegos del infierno cuando Mr. Lincoln entró y se sentó en un banco en el fondo. El predicador decidió atrapar a Mr. Lincoln, y gritó: «Aquellos de vosotros que esperéis ir al cielo, ¡poneos de pie!». Mr. Lincoln no se movió. Entonces, el predicador apuntó con el dedo a Mr. Lincoln, para que todos supieran que estaba allí. «Aquellos de vosotros que esperéis ir al infierno, poneos de pie». Y Mr. Lincoln no se movió. Entonces, el predicador dijo a la congregación: «Todos los que creen que irán al cielo y todos los que creen que irán al infierno se han levantado, pero Mr. Lincoln no se ha movido. ¿Adónde cree usted que irá, Mr. Lincoln?». Mr. Lincoln se puso de pie y dijo: «Pues… Yo espero ir al Congreso», y salió de la iglesia.

—Las dos mujeres rieron. Luego Mary dijo:

—Pida la tela al ama de llaves. Y recuerde siempre, aunque le digan otra cosa, que yo soy aquí la que quiere suprimir la esclavitud de una vez por todas, mientras Mr. Lincoln piensa que es una cosa mala, pero nada que justifique un escándalo si esto se puede evitar.

—No la pintan como es —dijo Elizabeth, con cierta sorpresa.

—¿Alguna vez lo hacen? Pero este mundo sólo es una comedia pasajera, Mrs. Keckley.

—Llámeme Lizzie, señora.

—Lizzie.