Nueve

Hay estaba ante el portal de la Casa Blanca esperando a que llegara el presidente. Mary, sus familiares y los niños ya estaban explorando la casa, y Nicolay había ido hasta el dormitorio que compartiría con Hay, en el mismo pasillo donde estaba el del presidente. Hay se había mudado esa misma mañana, más temprano. El Viejo Edward le había ayudado con el equipaje, reclamando luego una propina, que Hay le había dado. Era la primera vez que la Casa Blanca le parecía exactamente lo que era: una decaída posada para políticos. Pero el dormitorio que compartía con Hay tenía una bella vista de la plaza Lafayette, y la cama doble parecía cómoda. Por lo menos, había sólo dos personas para esa cama. Lincoln solía recordar, con cierta nostalgia, los viejos días de sus giras por Illinois, en que cinco abogados compartían una sola cama, y en que necesitaba toda su célebre astucia para quedarse con el borde exterior, donde leía, a la luz de una sola vela, mientras los demás roncaban.

Había una muchedumbre ante el portal de la Casa Blanca; los guardias rodeaban los carruajes a su llegada. El general Scott estaba en lo alto de la escalinata, orgulloso de su obra. Hubo aplausos cuando el coche de Buchanan y Lincoln atravesó ruidosamente el portal. Los dos hombres alzaron sus sombreros de copa. Cuando el coche se detuvo, el Viejo Edward ayudó a descender primero a Lincoln, luego a su predecesor.

Mientras los dos hombres, acompañados por Hay, subían las escaleras, Buchanan dijo a Lincoln:

—Si es usted tan feliz al entrar en esta casa, mi querido señor, como lo soy yo al dejarla para volver al hogar, será usted el hombre más feliz de esta tierra.

Lincoln sonrió.

—Quizás el segundo, entonces.

El general Scott saludó al nuevo presidente.

—Bienvenido, señor, a la Mansión Ejecutiva.

—Gracias, general. Y mis felicitaciones.

—Dije que hoy tendríamos un presidente, como fuera. Y lo tenemos. He cumplido la misión, señor. —El general Scott saludó y se alejó, con un tintineo de metales y un susurro de galones dorados.

Mientras tanto, Buchanan miraba, con la cabeza ladeada, el establo de ladrillos, a su izquierda. Cuando Scott se marchó, se volvió hacia Lincoln.

—Mi sobrina, señor, ha preparado algo de comer para su comitiva. —Desearía que usted y su sobrina se quedaran con nosotros.

—Señor —dijo Buchanan con cierta calidez—, no quiero volver a poner los pies en esta casa.

—¿Es verdaderamente tan mala?

—No, la casa está bien. Necesita algunas reparaciones, por supuesto. No, señor. Lo que no me gusta es la función que he cumplido y que ahora debe cumplir usted. —La voz de Buchanan se convirtió en un murmullo—. Mr. Lincoln, la función de presidente de los Estados Unidos no es apropiada para un caballero.

—Supongo que eso es afortunado para mí. —Lincoln bromeaba, pero el anciano hablaba en serio.

—Ya verá qué quiero decir, señor. Y ahora, adiós; que Dios lo bendiga y bendiga a los suyos. —Mientras el decimoquinto presidente subía a su coche y se alejaba, el decimosexto lo saludó con la mano hasta que desapareció.

La comida fue algo desorganizada. Diecisiete personas se sentaron a la mesa en el llamado comedor familiar de la planta baja. A Miss Lane le gustaba la cocina sencilla, lo que era del agrado de Lincoln pero no de Mary ni las demás señoras, que habían soñado con langosta, pato salvaje, cangrejos de caparazón tierno y sábalo del Potomac con sus huevas, y no con un rotundo roast beel.

Mary comentaba los horrores de la Casa Blanca.

—El piso alto es abominable. Es como la peor fonda que has visto.

—Eso es imposible, madre —dijo mansamente Lincoln, sirviéndose una patata hervida—. He visto fondas que…

—Sabes lo que quiero decir, padre.

—Es verdad, primo Lincoln. —La prima Lizzie acudía siempre al rescate de Mary—. Sólo hay un mueble decoroso en el dormitorio presidencial; es una cama francesa de caoba, pero la cabecera está partida en dos.

—Es lo que más me conviene para dormir —dijo Lincoln, pero sólo Hay comprendió la alusión. Las señoras estaban demasiado ocupadas con su relación de lo que habían encontrado o no habían encontrado durante la inspección.

—Y tampoco hay lámparas de gas. —Ahora Mary hablaba en tono dramático—. ¡Ni siquiera una! Solamente velas, en estos tiempos. Y aunque los grifos giran, sólo sale fango y herrumbre.

—¿Cómo es su habitación? —preguntó Lincoln a Hay.

—Como Versalles, señor.

—¿Conoce Versalles?

—No, señor.

—Tampoco yo. Por lo tanto, podemos afirmar que vivimos con el esplendor de los monarcas.

Mary se puso de pie antes de que se retiraran los últimos platos de la mesa.

—Tenemos que vestirnos para el baile, todos. No queda mucho tiempo. —Mientras las mujeres salían deprisa, sus anchas faldas con miriñaques chocaban entre sí como barcos en un estrecho, pensó Hay, que se había aficionado mucho a los barcos en Providence.

Lincoln indicó a Hay y a Nicolay que lo acompañaran.

—Vamos a dar un vistazo al infierno de Mr. Buchanan —dijo, abriendo la marcha escaleras arriba.

Los tres hombres recorrieron el largo y sombrío corredor hasta la balaustrada que señalaba el principio de los despachos presidenciales. No había nadie a la vista, ni siquiera el negro Edward, cuya tarea consistía en vigilar a los visitantes a quienes enviaba arriba el Viejo Edward desde el portal principal. En el primer despacho, una lámpara de petróleo arrojaba largas sombras. La sala de espera estaba oscura y amenazante.

Lincoln entró en el salón del gabinete. En el centro de la mesa, una sola lámpara tornaba espectral la habitación en que, pensó Hay dramáticamente, tantas administraciones habían tomado tantas decisiones equivocadas los últimos años. Se preguntó dónde trabajaba Jefferson; pero luego recordó que, como los ingleses habían incendiado la casa en 1814, también el fantasma de Jefferson debía de haber ardido.

Lincoln recogió la lámpara y abrió la puerta que llevaba al despacho presidencial. Lo primero que vieron claramente en la oscuridad fue el retrato de Andrew Jackson sobre la repisa de mármol blanco del hogar.

—Muy bien —dijo Lincoln, en tono neutral—, supongo que dejaremos al viejo Andy donde está.

—¿Y un cuadro de Jefferson? —preguntó Nicolay.

—Si Virginia se queda en la Unión, sólo tendré aquí retratos de virginianos. Madison, Monroe, Mason, todos, hasta el último. De otro modo… —Lincoln se había sentado en el sillón presidencial, de castigada madera de arce. El escritorio presidencial era un mueble alto con numerosos cajones; por una de las dos ventanas de la habitación se veía una hermosa imagen del Potomac y, más lejos, las azules colinas de Virginia desvaneciéndose a la caída del sol.

—¿Y un cuadro del general Washington, señor? —Hay pasó el dedo por el marco del retrato de Jackson y recogió un centímetro de polvo—. ¿O es demasiado virginiano?

—No, el padre del país estaría bien. Sólo que podría parecer demasiado ambicioso que lo traiga aquí. —Inconscientemente, Lincoln hundió los dedos en el pelo que Mrs. Lincoln y el peluquero habían peinado con tanto esmero para la ocasión; luego se echó atrás en el sillón, puso los pies en el escritorio y extendió los brazos—. Ésta no es la peor habitación —dijo, apreciativamente.

A la luz de la lámpara, Hay advirtió qué aspecto fatigado tenía Lincoln, aunque sólo había sido presidente durante unas pocas horas. Nicolay sin duda había reparado en lo mismo, porque dijo:

—¿No cree que debería descansar, señor? ¿Antes del baile?

—Bien, veo que no ha quedado ningún asunto en trámite. —Lincoln estaba examinando los cajones y escondrijos del escritorio—. Mr. Buchanan ha limpiado todo con gran cuidado.

—Hoy ha estado en el Capitolio hasta mediodía —dijo Nicolay—, manteniendo audiencias hasta el último minuto.

—Supongo que eso se deberá a que es un caballero. —Lincoln sonrió de pronto a Hay, y éste observó una vez más que, en ese mundo de hombres que fumaban o mascaban tabaco, Lincoln, que no lo hacía, tenía los dientes blancos y no manchados como Madam, quien siempre reprimía levemente su sonrisa para ocultarlos.

Lincoln se puso de pie y fue hasta la puerta que llevaba a la angosta sala de espera. Luego la atravesó y se dirigió al despacho del secretario.

—Tiene casi tanto espacio como yo —le dijo a Nicolay—. Pero sin vista a la plaza Lafayette…

—Ni a la estatua de Mr. Jefferson. —Lincoln estaba ahora en la habitación pequeña, justo al lado del despacho de Nicolay—. Miss Lane se ha llevado sus sábanas, Johnny, de modo que tendrá un sitio para trabajar. —Hay ya había pedido que subieran un escritorio del sótano, donde se guardaba gran cantidad de abandonado mobiliario, como para la subasta final de una bancarrota. Lincoln se volvió súbitamente hacia Nicolay—. Quiero que mañana por la mañana, a primera hora, envíe al Senado el nombre de Mr. Chase para su confirmación como secretario del Tesoro.

—¿Ya se lo ha dicho, señor? —Nicolay estaba sorprendido.

—No exactamente. Por supuesto, se lo he sugerido. Pero debía esperar a que se resolviera el asunto de Cameron, y luego estaba el problema de Nueva Inglaterra… Pero con Mr. Chase tendré uno de cada. Será mi abolicionista extremo, así como Mr. Seward mi centrista extremo…

—¿Y si Mr. Chase no acepta? —Nicolay estaba preocupado—. Está muy ofendido, se lo dice a todo el mundo.

—Oh, no se negará. Pero —Lincoln se dirigió a Hay— usted lo visitará mañana, en mi nombre, para apaciguar la terrible bestia ambiciosa que reside en ese busto romano. Ese busto… ¿Sabe por qué Dios les dio tetas a los hombres?

Esto era nuevo para Hay y también para Nicolay. Dijeron el «No, señor» ritual, que precedía siempre a las historias de Lincoln.

—Pues bien, nada tiene menos sentido, por supuesto, que las tetas de un hombre; pero un predicador, a quien se acuciaba para que explicara este punto, dijo que era posible, dentro de los misteriosos caminos de Dios, y en el momento oportuno, que un hombre diera a luz un niño; y entonces, desde luego, debería estar preparado para alimentarlo.

Con estas palabras, el decimosexto presidente inició el retorno a las habitaciones privadas; el bullicio de las señoras de Springfield recordó a Hay las tardes de la Coterie en la mansión de los Edwards.

Hay llegó solo al baile de la Unión porque se proponía marcharse solo. Por la noche gratificaría su carne, como hacía Mr. Poe, pensó para justificarse. Los poetas debían vivir plenamente la vida de sus sentidos. En su bolsillo estaba la lista de nombres que le había dado su compañero de fraternidad.

El baile se celebraba en un pabellón provisional de madera y muselina blanca levantada detrás del feo ayuntamiento. Había tropas de guardia en todas las entradas, así como en el ayuntamiento mismo, donde se guardaban en la sala del tribunal los abrigos, capas y sombreros de los hombres y, en la cámara del consejo, las vestiduras superfluas de las mujeres.

Hay se abrió paso entre la muchedumbre de bien vestidos invitados del Norte y del Oeste. El oído de Hay era siempre sensible a los acentos; observó enseguida que faltaba el del Sur. Como se preveía, la rancia Washington boicoteaba el baile; la mayor parte de los congresistas del Sur había vuelto a sus hogares en los estados separados de la Unión, o simplemente había omitido asistir, así como habían omitido asistir a la investidura misma. El salón, llamado Palacio de Aladino por los periódicos, estaba relumbrante de candelabros de gas. En una antesala había un monstruoso buffet, cortesía del ubicuo Gautier; en largas mesas sobre caballetes había toda clase de platos exquisitos, y en el centro una diosa de la paz de puro mazapán y con un manto de azúcar hilado, de la mitad del tamaño de una mujer. Pero antes de que los notables pudieran caer como langostas sobre la comida estaban obligados a desfilar ante el presidente y Mrs. Lincoln, situados en el centro del pabellón.

Hay observó que Lincoln aún usaba los guantes de cabritilla blanca con que había llegado; Madam estaba espléndida con un vestido azul, una pluma azul en su pelo elaboradamente peinado, oro y perlas. Detrás de Madam estaban sus familiares, el corazón de la Coterie de Springfield: una hermana, dos sobrinas, la prima Lizzie y dos medias hermanas de Kentucky, de una de las cuales se decía que era secesionista.

—Haría mejor en quitarse los guantes.

Hay se volvió y halló a su lado a Henry Adams.

—Odia los guantes —dijo Hay—, pero el Departamento de Estado insiste en que los use.

—Pero debe quitárselos para saludar. Ése es nuestro estilo republicano.

Como si hubiera oído esta crítica típica de Adams, Lincoln dejó de apretar manos y se quitó el guante derecho, que dejó caer al suelo de modo ausente.

Luego empezó a repartir apretones como si bombeara agua de un pozo. Hay observó que los ojos del Tycoon rara vez miraban a los hombres y mujeres que desfilaban ante él. Por lo general, trataba de decir algo personal; no esta noche.

Madam había resuelto el problema de los apretones de manos sosteniendo firmemente con las dos suyas un enorme ramo de flores. Cuando le presentaban a alguien, sonreía y saludaba con un gracioso movimiento de la cabeza, y esto era todo. Hay tuvo que admitir que, juntos, los Lincoln eran una pareja más bien cómica, tan alto él, tan baja ella. Por eso Madam jamás había permitido que los retrataran juntos.

—Esta mañana, en el Willard —dijo Hay—, el Departamento de Estado nos leyó cinco páginas de las cosas que debemos y no debemos hacer. Hay un montón de ceremonial, ¿no es verdad?

—Sin duda, la democracia exige una buena cantidad. ¿Le parece que él aprenderá?

—Es evidente que usted no lo cree. —Hay había comprendido el estilo sardónico de Adams.

—Para una persona de afuera, todo esto… —Adams señaló el salón repleto, a punto de rebosar ahora con la aparición del general Scott en su uniforme de gala con todos sus dorados.

—No viene de tan lejos. Y de todos modos, aprende rápido, y jamás olvida nada. También hace lo que dice que hará, si se logra hacer que diga lo que se propone.

—¿Cómo en el caso de Mr. Hamlin? —dijo Adams con malevolencia.

—Él mantuvo su palabra y dejó que Mr. Hamlin eligiera al funcionario del gabinete oriundo de Nueva Inglaterra. ¿Se ha sentido su padre… disgustado?

—Mi padre no está jamás disgustado. Ni complacido.

—Espero que tenga su puesto de Londres. Adams se encogió de hombros.

—Como dije en el Willard, éste es el sitio donde hay que estar. Londres sólo es nuestro puesto hereditario.

—¿Cómo la presidencia? —Hay también era malévolo. Costaba recordar que ese joven pequeño era nieto y bisnieto de dos presidentes.

—Oh, no me haga hablar de esto. Si mi padre no va a Londres, creo que me quedaré aquí como… —Se interrumpió.

—¿Cómo qué?

Adams suspiró.

—Supongo que como… periodista. Es para lo único que sirvo, en realidad. Sólo quiero observar el zoológico más grande del mundo. —Adams se alejó.

A su debido tiempo, los apretones de manos se acabaron, en tanto que la cena de M. Gautier se acabó en cosa de minutos, inclusive la diosa de la paz. Hay oyó a dos periodistas que comparaban sus anotaciones:

—¿Qué fue eso que te dijo el viejo Abe cuando hizo reír a todo el mundo?

—Cuando le pregunté si tenía algún mensaje para Mr. Bennett, del New York Herald, respondió: «Dígale que ahora Mr. Weed sabe que Seward no fue designado en Chicago». —Rieron y se alejaron.

Hay se situó en la entrada del salón de baile cuando la banda de la Marina, dirigida por Scala, empezó el «Saludo al Jefe», y Lincoln entró, no del brazo de su mujer, sino del alcalde de Washington. Lincoln, a pesar de las fatigas del día, parecía moderadamente divertido por toda esa incongruencia. Luego entró Madam del brazo del senador Stephen Douglas, cuyo ancho rostro estaba ensombrecido por una enfermiza palidez. Hubo aplausos cuando se apreció debidamente el simbolismo político de esa pareja, que reunía al jefe del partido demócrata del Norte con su antiguo rival, el nuevo presidente republicano.

Cuando Madam pasó velozmente junto a Hay, él vio en el rostro brillante y redondo de ella una extraña y perfecta felicidad. Iba del brazo del hombre con quien habría podido casarse, y era la esposa del presidente. No habrá otra noche como ésta, pensó Hay, entregándose al melodrama, como había aprendido de Poe, y también a la melancolía.

Lincoln se quedó en un extremo del salón, mirando el baile con benevolencia; por lo menos, con un ojo benévolo, porque el párpado del izquierdo empezaba a caer. Hay bailó valses, cuadrillas, una polca y hasta una contradanza, y sudó copiosamente. Y cuando vio que el presidente se marchaba con discreción, poco antes de las doce y media, también él se marchó. En el salón del tribunal se sumó a varias docenas de hombres furiosos que buscaban sus sombreros y abrigos. Después de media hora halló sólo su sombrero y abandonó la búsqueda.

Hay fue del ayuntamiento a la avenida de Pennsylvania, que cruzó hacia el sur. Marble Alley era una corta calle que unía la avenida de Pennsylvania con la de Missouri, a corta distancia del maloliente canal. La noche era fría y lamentaba la pérdida de su abrigo mientras el sudor se le helaba en el cuerpo; pero la idea de los placeres terrenales que le aguardaban hacía tolerable la incomodidad. La avenida estaba llena de coches que esperaban para llevar a sus hogares a los asistentes a la fiesta. También se oía cantar «Dixie» en bares oscuros y amenazantes, y en los callejones pandillas de jóvenes de aspecto violento se tambaleaban, ebrios. Hay se preguntó hasta qué punto estarían ebrios; decidió que en el futuro llevaría un arma. Por suerte, esa noche, la policía federal —unos cincuenta hombres— vigilaba la zona entre el ayuntamiento y la Casa Blanca, y el excelente general Scott mantenía en Washington a todos los soldados que había en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Las tropas montaban guardia desde el Puente Largo hasta el Capitolio y la Casa Blanca.

La noche anterior, Hay había concurrido a la Cueva del Lobo, una casa gobernada por la epónima Mrs. Lobo; ella se había mostrado muy cordial, pero excesivamente locuaz. «Toda la gente distinguida viene aquí», había dicho. Y había enumerado senadores por su nombre hasta que Hay se sintió incómodo; después de pasar por las armas —así le agradaba llamar a sus encuentros venéreos— se marchó con la intención de no regresar. No deseaba que su nombre se agregara a esa lujosa lista. Mientras tanto, había hecho preguntas discretas en el bar del Willard; entre todas las casas, la de Sal Austin había sido la más elogiada por la discreción de la dueña, la riqueza de sus salones, la comodidad de sus dormitorios, la calidad de la comida y la bebida y, finalmente, por el maravilloso conjunto de muchachas.

—Incluso hay un médico —dijo un joven— que las visita dos veces por semana para ver si están libres de enfermedades. Se alzaron copas de coñac en honor de Sal Austin.

Ahora Hay estaba ante un edificio oscuro en una calle oscura donde una cantidad de cerdos inquietos dormían arracimados cerca de un montón de basura, como postulantes a cargos políticos. Después de respirar hondo una vez, Hay golpeó la puerta. Un mayordomo mulato entornó la puerta, examinó la ropa de gala de Hay con mirada experimentada, sonrió, se inclinó, y dijo:

—Por aquí, señor.

Había un pequeño vestíbulo con una angosta escalera cubierta de terciopelo sujeto en su sitio por varillas doradas, que hacía agradablemente silencioso el ascenso y el descenso. A la izquierda y a la derecha del vestíbulo había dos salitas, elaboradamente decoradas con caoba y nogal; en la sala de la izquierda predominaba el rojo y el morado real en la otra. Se oían voces en ambas, decorosas voces de hombre, moduladas voces de mujer. El hombre indicó a Hay que permaneciera al pie de los escalones mientras él entraba en la sala roja y volvía con una mujer alta, grave, de cuarenta años. Vestía de negro como una viuda. Aunque no iba maquillada, el pelo cuidadosamente peinado brillaba como una castaña. Se aproximó con gracia y extendió el brazo derecho, casi como si esperara que le besaran la mano o el enorme anillo de diamantes que llevaba en el anular. Hay tomó la mano, sonriendo estúpidamente, mientras ella decía en voz baja y cordial:

—Soy Mrs. Austin.

—Lo sé —dijo él; la estupidez se le había subido a la cabeza—. Quiero decir, me han hablado de usted. Unos amigos.

—Naturalmente. Pase, por favor, y hablaremos. —Ella estaba a punto de invitar a Hay a entrar en la salita roja, pero él dio un paso atrás. Pareció sorprenderse y luego, para alivio y alegría de Hay, comprendió—. Venga a mi despacho. —Lo condujo hasta el final del vestíbulo, donde una pequeña puerta daba a un gran estudio con una segunda puerta al exterior.

Con aire práctico, Sal se sentó ante un escritorio de persiana y le indicó una silla a su lado.

—La ventaja de este despacho, quiero decir, para ciertos visitantes, es la puerta al patio trasero, que está allí. —Señaló una tercera puerta—. Y por aquí se pasa a lo que yo llamo el mirador. Da a la sala morada. Por una bonita celosía se puede ver, sin ser visto, el interior de la sala. Cuando ve usted a alguien que le intriga, Chester, el mayordomo, se ocupa de que pueda usted reunirse con ella en alguna de las habitaciones del segundo piso, al que se sube por la escalera trasera.

—Me han dicho que es usted la mejor. —Hay estaba lleno de admiración.

—Lo soy —dijo Sal—. Pero incluso aquí han ocurrido accidentes. Por eso le agradecería que me advirtiese de la hora exacta de su llegada con un día de anticipación. Así sería posible conseguir que el mirador estuviese vacío. Nada es más embarazoso que el encuentro de dos… amigos en una ocasión tan íntima. ¿Jerez? —preguntó, tomando una botella de cristal del escritorio. Él asintió y ella sirvió dos copas. Mientras las alzaban, Sal agregó—: Para tener seguridad completa, yo debería saber cuál es usted… ¿Mr. Nicolay o Mr. Hay?

Hay estuvo a punto de sorber el jerez por la nariz.

—¿Qué le hace pensar…? —balbuceó. Sal adoptó un tono maternal.

—Todos sabemos que Mr. Lincoln… y a propósito: yo soy unionista, pero muchas de las chicas no lo son, se lo advierto… ha traído consigo a dos jóvenes. Tres, contando a su hijo. Pero usted es demasiado mayor para ser el hijo y demasiado joven para ser nadie más… ¿Mr. Hay?

Hay asintió.

—¿Sabe usted?, Mr. Nicolay se ha comprometido para casarse —dijo, con brillante estupidez.

—Acepto las palabras tal como suenan, pero realmente no comprendo qué quiere usted decir.

Hay estaba ya convencido de que no estaba hecho para la vida démímondaine.

—Sólo me refería al hecho de que la futura esposa de Mr. Nicolay ha venido a Washington para la investidura, y que no ha podido marcharse. Es natural, entonces, que él no esté ahora aquí, sino con ella.

—Eso es muy moderno —dijo Sal—. No sé si lo apruebo. En mis días, un joven y una mujer eran castos hasta la noche de bodas. Todavía pienso que es una costumbre digna de nuestra raza.

Hay apuró el resto del jerez, consciente de que estaba haciendo el tonto. Pero Sal estuvo a la altura de las circunstancias.

—No he entendido bien —dijo, y se puso de pie—. Ahora lo llevaré al mirador. Pero sólo tendrá treinta minutos para elegir porque vendrá otro hombre, no prometido, me temo, sino decididamente casado.

—Es usted muy amable —dijo Hay, sintiendo que volvía a vivir aquella primera vez en Providence.

Sal abrió la puerta del mirador, de color morado como la sala. Había divanes a los lados y una mesa de madera de teca labrada cubierta de manjares fríos y calientes y gran cantidad de botellas. Por la celosía podía ver todo lo que ocurría en el salón.

—Cuando vea lo que quiere —dijo Sal—, tire de este cordón. —Indicó un cordón de terciopelo morado junto a la pared—. Vendrá Chester y actuará como Cupido.

—No podría haber encontrado una Venus más encantadora —dijo Hay, recuperándose.

—Creo —dijo Sal— que, en términos míticos, me parezco más a Minerva. —Con una sonrisa, se marchó.

Hay se sirvió una copa de coñac, arrancó una pata de pollo, se dejó caer en una silla y miró por la celosía. El salón estaba dividido por tiestos con plantas en cuatro apartados que permitían cierto grado de intimidad. Reconoció uno o dos rostros de hombres que habían estado en el baile de la Unión, pero no logró darles nombre. Las camareras, como se las llamaba, elegantemente vestidas, servían vino y llevaban bandejas de cócteles o simplemente botellas de bourbon a los clientes, que parecían miembros de un club, conocedores de las normas de la casa y de sus visitantes. Chester y dos mujeres negras de edad presidían el inevitable buffet. La gente comía mucho en Washington, pensó Hay, bruscamente hambriento. En los últimos días, la sucesión de inmensos banquetes en el Willard había minado poco a poco su apetito, que sólo ahora retornaba.

Había empezado a devorar pavo deshuesado cuando vio su destino, como le gustaba imaginar a cualquier muchacha que despertaba sus caprichos. Era delgada, de cintura fina y pecho alto; su vestido de seda amarilla realzaba el pelo y los ojos negros, y la piel de color café con leche. Era una mulata, y Hay jamás había atravesado esa imprecisa frontera de color. Llamó a Chester, que acudió sonriendo.

—Marie Jeanne es una criatura deliciosa, señor. —O Sal o Chester habían decidido que actuar como si estuvieran en Nueva Orleans, y a principios de siglo, acrecentaría la magia de aquellos salones. Mientras Hay subía de tres en tres los escalones de la escalera posterior, se alegró de no ser un abolicionista furibundo y de poder gozar con toda buena fe de esa ficción.

Marie-Jeanne lo recibió en la habitación asignada. Con la botella que había tomado de un cubo con hielo llenaba dos copas de champán.

—Buenas noches —dijo, sonriendo. Tenía bonitos dientes—. ¿Quieres un poco de Viuda?

—Hola… Marie-Jeanne. —Hay no estaba seguro del ceremonial adecuado. Pero ella se hizo cargo de todo, y le sirvió el Veuve Clicquot, llamado familiarmente «Viuda» por los clientes y empleados de Sal.

—¿Eres francesa? —Hay habría conversado menos torpemente con la amenazante esposa del más amenazante gobernador.

—Pues, sin duda alguna, un francés pasó hace años por Portau Prince. ¿Eres nuevo en la ciudad?

Hay asintió, contento de que Sal hubiera guardado el secreto. Si la chica supiera quién era, no habría preguntado eso.

—Estaré en el Tesoro. Empleado allí. —A Hay le gustaba mentir a los extraños, inventar una nueva personalidad, completa, con detalles extravagantes como—: Mi madre vino a vivir aquí mientras yo estudiaba en el Norte. Era cantante de ópera, hasta que se rompió la cadera en París. Ahora vive en la calle O, en Georgetown, en una silla de ruedas. Da lecciones de canto. —En el transcurso de esta aria, que a Hay le parecía inspirada, deslizó su brazo alrededor de Marie-Jeanne y la atrajo al diván. Con una sonrisa, ella empezó a desvestirlo, para asombro de Hay. Normalmente, él caía sobre las chicas como Marie-Jeanne con un rugido de león y les arrancaba las ropas, pero ahora debía mantener la circunspección en honor de su madre inválida. ¿Convendría que «madre» tuviera un ojo de cristal? No; era demasiado. Se mantuvo pasivo mientras ella lo desnudaba. Luego, bajando la llama de gas hasta un misterioso resplandor lunar, Marie-Jeanne se desnudó. El cuerpo era maravilloso; nunca había visto uno más bello, ni en Chicago, durante la reciente convención, ni mucho menos en Providence, Rhode Island.

Mientras descansaban en la cama, él, ahora, agradablemente exhausto, y ella sonriente y tierna, Hay pensó que eso era lo que debía hacer un poeta, y preferiblemente varias veces al día. Le acarició la piel color castaño claro y se preguntó si Poe habría tenido alguna vez una mujer tan hermosa. En realidad, si lo que le había dicho su amiga poetisa que había conocido a Poe era cierto, Marie-Jeanne era algo vieja para el amante de Annabel Lee.

Para asombro de Hay, Marie-Jeanne pensaba algo muy parecido. Mientras le pasaba la mano por el liso pecho dijo:

—Eres más joven que yo.

—¿Sí? —Hay se contempló. Durante algún tiempo se había considerado un varón maduro, bien educado y en excelente forma. Ahora se preguntaba si no parecía demasiado juvenil. ¿No debería tener más pelo en el cuerpo? ¿Le convendría dejarse el bigote?

Marie-Jeanne lo tranquilizó rápidamente, y los miembros oscuros se entrelazaron con los blancos.

—Me gustas así —susurró ella; olía levemente a sándalo. Él se preguntó si sería o no su olor natural. Ciertamente parecía que debiera oler a alguna madera exótica, o a flores de la jungla o… Hay dejó de pensar, mientras la muchacha volvía a apoderarse de él. No podía saber que ella había dicho realmente lo que pensaba; que dos años antes había susurrado algo muy parecido al oído de David Herold, de diecisiete años.