El día de la investidura, el 4 de marzo, David Herold se despertó de madrugada. Como era un día que no se podía perder, había dormido con todas sus ropas, incluso los zapatos en desintegración. Dormía en una litera, en una especie de alacena situada junto a la cocina, y no había escaleras crujientes que pisar con cuidado. En toda la casa podía oír la pesada respiración y los movimientos del sueño de ocho mujeres, todas carne de su carne. Al contrario de Chase, que estaba satisfecho con una hija que era también como un hijo, David, a sus dieciocho años, aún ansiaba un hermano con quien compartir algunas cosas, como…, bueno, ir al Capitolio a ver cómo mataban al viejo Abe.
La mañana era nublada, y no muy fría. El barro helado se había fundido y brotaban las primeras florecillas de la estación. En el Capitolio, a pocas calles de la casa de David, no había aún una muchedumbre, ni señales de ella. Pero sí había soldados por todas partes. Algunos vestían el uniforme oficial azul; otros, de verde oliva, tenían los rifles reservados a los tiradores expertos. Parecían buscar… ¿jóvenes matones?, se preguntó David, feliz de ser un mero espectador.
Nadie trató de detener a David mientras caminaba directamente hasta la pequeña plataforma de madera construida en los escalones del este del Capitolio. La plataforma tenía techo, presumiblemente para evitar que nadie pudiera disparar contra Lincoln desde lo alto. Luego David fue hacia el lado norte del Capitolio, donde, para su sorpresa, se habían erigido un par de largas paredes de madera entre la plaza y la entrada a la cámara del Senado. Esto significaba que, cuando Lincoln descendiera de su coche, quedaría protegido por dos muros de tablones hasta que entrara en el Capitolio.
David todavía recordaba vívidamente la última investidura. Él y los gamberros habían pasado un día maravilloso, gritando, vitoreando al presidente, el viejo Buck; y en una carroza que precedía a su coche una mujer hermosa representaba a la diosa de la Libertad, y en la carroza que venía detrás había un barco de guerra entero lleno de marinos. Pero hoy no había señales de galas semejantes. Pocas banderas a la vista, y ninguno de esos tradicionales lazos rojos, blancos y azules que ornamentaban el palco de los oradores el día de la investidura. Y por otra parte, nunca había visto tantos soldados.
Mientras David se dirigía por la avenida de Pennsylvania hacia la calle Quince, la ciudad despertaba. La habitual población negra se sumaba a los miles de forasteros que llenaban los hoteles. A pesar de que era muy temprano, había una muchedumbre reunida ante el Brown’s Hotel y, como siempre, el Willard era el centro de una gran actividad. David miró las ventanas de las habitaciones de Lincoln. La suite presidencial estaba justamente sobre la puerta principal, y en una ventana flameaba la bandera americana.
—Hola, David. —Se volvió y vio la redonda cara de querubín de Scipione Grillo, un músico profesional que acababa de abrir un restaurante junto a uno de los teatros más populares de la ciudad.
—Hola, Skippy. —Era el apodo universal de Mr. Grillo—. ¿Qué haces tan temprano?
—Voy al Mercado Central. A comprar provisiones. Hoy tenemos la casa llena para todas las comidas.
—¿Qué hay en el teatro?
—No lo sé. Pero sea lo que sea, no nos faltará público.
—Skippy sostenía que siempre podía saber qué obra se representaba por lo que pedía en el bar su clientela. Por ejemplo, bebían vino o champán antes y después de una buena comedia, en tanto que un drama exigía champán antes y whisky después. Pero si se trataba de una ópera, la gente bebía poco o nada porque los americanos, decía Skippy, nada sabían de música; y por eso había abandonado la música para dedicarse al comercio de comidas y bebidas.
David conocía a todos los empresarios teatrales de la ciudad. Como consecuencia de esto, casi siempre podía conseguir entradas gratis para el gallinero. Si llevaba a Annie Surratt o a alguna otra chica, pagaba un solo billete. Si no le quedaba dinero después de asistir a una representación en el Ford, Skippy le daba una cerveza por nada. A cambio de eso, David devolvía pequeños servicios. También trabajaba para los empresarios teatrales, cuando se necesitaba un ayudante para cargar o descargar un decorado. El teatro le fascinaba. En realidad, si hubiese sido más alto y si sus dientes no hubieran sido tan salientes, habría sido actor, o quizá, director de teatro.
—¿Irás a ver el desfile de la investidura, Skippy?
—¿Cómo podría? Tengo que preparar la cena. Y de todos modos, habrá sólo dos bandas de música. Si hubiera tres, estaría allí. Pero por la noche tocaré el violín en el baile de la Unión. Mr. Scala me necesita, dice. La banda de la Marina no tiene suficientes cuerdas.
—Así que verás a todo el mundo.
—Sólo podré ver las hojas de música. Estos bailes nuevos…
Mientras Grillo atravesaba la plaza Lafayette, David se dirigió a la farmacia Thompson, en la avenida de Pennsylvania, cerca de la calle Quince. Aunque la tienda aún no estaba abierta al público, David sabía que «William S. Thompson, Propietario» estaba ya muy ocupado preparando recetas y vigilando a la negra que hacía la limpieza.
David abrió la puerta y respiró hondo. Aunque sólo fuera eso, siempre le había gustado el olor de las farmacias. En los últimos tres años había trabajado de vez en cuando como recadero y luego como preparador de recetas de Mr. Thompson. Ahora estaba a punto de entrar al servicio del farmacéutico de modo estable. La idea le afligía infinitamente, pero no tenía opción.
—Buenos días, Mr. Thompson. Soy yo, Davie. —David parpadeó en la habitación en penumbra; una pared entera estaba ocupada por un mueble de madera que contenía mil pequeños cajones y, paralelamente a ella, había un mostrador de madera muy pulida con dos balanzas y seis enormes jarros de porcelana que exponían su contenido en latín y en letras góticas doradas. David había aprendido en su último año en la escuela suficiente latín para leer una receta médica; era casi lo único, de todo lo que había aprendido, que le había servido de algo, por poco que fuera. Mrs. Herold había llorado con amargura cuando él había abandonado la escuela. Pero como la familia no tenía dinero, era inevitable. Vivía en casa; trabajaba cuando necesitaba dinero; se divertía de formas que habrían espantado a su madre, pero como decía siempre Sal, ella era una santa y los santos sufren.
Mr. Thompson emergió de la trastienda. Era un hombre alegre que usaba gruesas gafas con diminuta montura metálica. Estaba de algún modo emparentado con el padre de David. Pero David estaba emparentado con media ciudad: con la mitad pobre, solía decir Annie, que consideraba señoriales a los Surratt de Surrattsville, aunque según la frase de Mrs. Herold no lo eran: simples granjeros con un poco de dinero.
—Muy bien, David. ¿Estás preparado para convertirte en un hombre? —En el pasado, Mr. Thompson se había preocupado por la nada disimulada falta de seriedad de David acerca de cualquier clase de trabajo.
—Sí, señor. Ahora quiero trabajar y sentar cabeza.
Mientras David decía esto con perfecta insinceridad, sentía cerrarse a sus espaldas la puerta de una cárcel. Sólo tenía diecinueve años; nunca había estado en ninguna parte ni hecho nada interesante, y ahora iba a trabajar durante el resto de su vida en una farmacia de la avenida de Pennsylvania, frente al Tesoro y junto al Willard, donde los magnates hacían el amor a sus hermosas mujeres y bebían y ganaban fortunas con los naipes, los dados y la política, sin saber que muy cerca el esclavo David Herold preparaba recetas para ellos nueve horas al día, cinco días y medio por semana, con el domingo libre para recuperar todo lo que había perdido el resto de la semana. David sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Sin duda, algo o alguien lo salvaría en el último momento. Ningún joven, en las obras de teatro que había visto, había terminado así.
—Está bien, Davie. Empezarás hoy. Debes llegar a las siete en punto de la mañana. Te daré la llave. Luego, abrirás la puerta a Elvira a las siete y cuarto… —Elvira emergió de la trastienda. Gruñó al ver a David, que le devolvió el gruñido. Elvira no era afecta al lenguaje humano.
—Me preguntaba, señor, si no podría comenzar mañana. Esta noche debería ayudar, como camarero, en el baile de la Unión. —David era un embustero rápido y experto. Había aprendido a mentir, en parte, de los actores, cuyo trabajo había estudiado cuidadosamente; pero sobre todo de sus hermanas, en lo que se refería a sus enamorados. Entre lo que ellas les decían personalmente, y lo que comentaban a sus espaldas, había un abismo aterrador. Cuando David les reprochaba esto, ellas se reían de él y le sugerían que se ocupara de sus propios asuntos, cosa que a él de ningún modo le disgustaba hacer.
—Bueno, hoy sólo trabajamos medio día. —Mr. Thompson hablaba cordialmente—. De modo que puedes quedarte durante la mañana, ayudarme a cerrar a las doce, y todavía llegarás a tiempo de oír a Mr. Lincoln.
—No puedo decir que me interese demasiado.
—Vamos, vamos, Davie. Es el presidente.
—Jefferson Davis es nuestro presidente.
Mr. Thompson frunció el ceño y sonrió.
—Preferiría que no se dijeran palabras secesionistas en esta tienda. Perjudican a mi digestión… y a mi negocio.
—Pero usted no es de la Unión, Mr. Thompson. Usted es de Virginia, como nosotros.
—Lo que pueda haber en el fondo de mi corazón, Davie —ahora Mr. Thompson estaba solemne—, me lo guardo para mí; y te sugiero que hagas lo mismo, a causa de nuestros muchos clientes distinguidos.
—¿Mr. Davis era uno de sus clientes?
—Uno de los mejores, pobre hombre. Nunca he conocido a otra persona que sufriera tanto de los ojos. En el verano estará ciego, le dije al doctor Hardinge, si no cambia usted la medicación. Pero no se le puede decir nada al doctor Hardinge. Por mi propia cuenta le di belladona a Mr. Davis para calmar el dolor…
—Entonces, él es también el presidente para usted.
—Si tuviera mi farmacia en Montgomery, Alabama, sí, lo sería. Pero como estoy aquí, con mi familia, en la esquina de Quince y la avenida de Pennsylvania, y como soy el farmacéutico oficial de los presidentes de los Estados Unidos, así como he atendido a Mr. Buchanan y a Miss Lane, quien temo que no llegará a vieja, atenderé también a la familia Lincoln, que por fortuna es una familia grande, y de mala salud, maravillosamente mala a juzgar por lo poco que vi de ellos ayer. —Mr. Thompson sonreía sin saberlo, pensó David, consciente de que las artimañas de los actores no eran privativas de los actores.
—Quizá no tenga usted esa oportunidad. Se dice que hoy lo matarán.
—Oh, los gamberros. —A David le decepcionó el desdén de Mr. Thompson por los esforzados y jóvenes Voluntarios Nacionales—. El general Scott los llenará de agujeros a todos antes de que termine el día. Y ahora que recuerdo, prepara el medicamento para su hidropesía y llévaselo al Departamento de Guerra, el nuevo. La receta está en la trastienda.
Cuando David entró en la familiar trastienda, sintió que dejaba atrás su vida. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Mientras preparaba la receta para el general Scott, jugueteó con la idea de ir al Sur, a Montgomery, y unirse al ejército que, según se suponía, Mr. Davis estaba organizando. ¿Pero no era el ejército otra forma de prisión? David quería conquistar un mundo, cualquier mundo, por pequeño que fuera. Ociosamente se preguntó si podía seducir a Annie; decidió que podía, pero entonces caería en la peor de las cárceles: el matrimonio, los hijos, años de preparar recetas para gente como el general Scott. Ya era tarde para que pudiera aspirar a ser el general Scott; había que ir a West Point, o servir largo tiempo en filas. Si hubiera sido menos feo, podría haber sido actor. Después de todo, podía aprender un texto, y era bastante más capaz de simular que muchos actores de las compañías ambulantes que venían a la ciudad. Pero ¿cómo empezar? Una sola y cálida lágrima se agregó inadvertidamente al medicamento del general Scott.
Mientras David Herold gozaba de una cantidad tolerable de autocompasión, John Hay estaba ya trabajando con Nicolay en la suite Uno. Había dos grandes cajones en el suelo, y Hay Ponía en ellos archivadores llenos de solicitudes, testimonios, propuestas, amarillentos recortes de periódico y plegarias fervientes que sacaba de un armario.
—Hemos recibido novecientas doce solicitudes de trabajo —dijo Hay, estudiando el último archivador.
—Más bien parecen nueve mil. —Nicolay aún conservaba un leve acento alemán que a Hay le encantaba imitar. Nicolay, en una mesa, escribía un informe para el presidente acerca de las solicitudes que parecían más prometedoras.
—¿Cuánto tiempo durará esto?
—Hasta que abandonemos nuestros cargos.
—No tenía idea —dijo Hay, que realmente no la tenía—. Yo creí que se presentarían unas cuantas personas, que él les daría puestos de cartero, y que eso sería todo. Pero tendremos que atender a los treinta millones de americanos antes de que nos marchemos.
—Excepto los doce millones a quienes debe dar trabajo Mr. Davis. —A la distancia había un premonitorio redoble de tambores.
—¿Sabías que Mr. Seward era muy amigo de Mr. Davis hasta muy pocas semanas antes de que se marchara de la ciudad y de la Unión?
Nicolay asintió.
—El Tycoon quería que los dos hablaran todo lo posible.
Hay frunció el ceño.
—¿Te parece que Mr. Seward habla en serio de retirarse del gabinete? —Hay había estado en el despacho de Lincoln durante la revelación del Plan Albany. La delegación de Nueva York, eco de Seward, había insistido en que Lincoln excluyera a Chase de un gabinete que debía estar integrado exclusivamente por whigs, en lugar de los cuatro demócratas y los tres whigs que Lincoln pretendía. Cuando Lincoln recordó a los neoyorquinos que él también era un whig, lo que equilibraba las fuerzas, ellos se mantuvieron intransigentes. Advirtieron al Tycoon que Seward no aceptaría la presencia de Chase, a lo que respondió Lincoln que lamentaría abandonar su primer proyecto de gabinete en favor de una segunda lista que había preparado; pero en ese caso, designaría a un buen whig, Mr. Dayton, secretario de Estado, y Mr. Seward sería embajador en Londres, la ciudad que había tomado por asalto el verano anterior.
Alarmados, los neoyorquinos se habían marchado. Su Plan Albany era, por el momento, un fracaso.
La furia de Seward cuando le repitieron las palabras de Lincoln lo indujo a enviar su renuncia al gabinete. Lincoln no aceptó la renuncia, y respondió con una esquela cortés en la que pedía a Seward que se quedara donde estaba. Mientras la firmaba, dijo, mitad a Hay, mitad para sus adentros:
—No puedo permitir que Seward haga la primera trampa.
—Personalmente —dijo Nicolay—, preferiría que Seward no estuviera en el gabinete. Pero…
Se abrió la puerta, y el vasto Lamon ocupó por completo el marco.
—Quiere verlos. —Lamon desapareció.
—¿Qué será Lamon en el gobierno? —preguntó Hay.
—Jefe de policía del distrito de Columbia, lo que significa que podrá seguir siendo guardaespaldas.
—Esperemos que uno entre muchos.
La ciudad estaba llena de informes alarmantes. El presidente sería asesinado durante el camino al Capitolio. El presidente sería asesinado en el Capitolio. El presidente sería raptado en el baile de la investidura, llevado por el Puente Largo a Virginia y retenido como rehén. De todos estos rumores, el último era el que a Hay le parecía el más plausible. También había preocupado al general Scott, que había situado a dos tiradores en cada ventana que daba al pórtico este del Capitolio, y otros a lo largo de toda la avenida de Pennsylvania, por no hablar de los policías de paisano que pululaban por todas partes.
Lincoln parecía indiferente. Durante los últimos días había estado inquieto acerca de los virginianos, que mantenían una convención en Richmond para decidir si se retiraban o no de la Unión. Hay había oído varias veces a Lincoln mientras hablaba con un virginiano tras otro. Los restantes sureños del Congreso estaban particularmente excitados por algo que se llamaba Proyecto de ley de fuerzas, que otorgaría al presidente el derecho de llamar a las milicias y aceptar voluntarios en las fuerzas armadas. Lincoln había manifestado privada —y, a juicio de Hay, débilmente— que rechazaría el proyecto si eso complacía aVirginia. El viernes, siguiendo instrucciones de Lincoln, y justo antes de que se votara el proyecto, Washburne solicitó el receso de la Cámara. Así expiró el trigésimo sexto Congreso. Pero no antes de que el partido de Lincoln apoyara —tendiendo una vez más la mano al Sur— la moción de no interferir jamás con la institución de la esclavitud en aquellos estados donde ésta era legal. Con esa nota de conciliación, la Cámara de Representantes cerró sus sesiones el lunes 4 de marzo, el día de la investidura de Lincoln. El Senado continuaba en sesión.
Nicolay y Hay se dirigieron por el pasillo, entre dos hileras de policías, hasta la suite Seis. Lincoln estaba en su silla, delante de la ventana, con la luz atrás y las gafas sobre la nariz. Mrs. Lincoln, sus tres hijos y su media docena de parentela femenina casi llenaban por completo la habitación.
Hay jamás había visto a Mr. Lincoln tan elegante. Usaba un traje negro nuevo que aún le caía perfectamente. Pero Hay sabía que cuando ese cuerpo inquieto y anguloso hubiese terminado de torturar el paño con sus codos y rodillas, ese traje se parecería a todos los demás. Mientras tanto, la blancura de la camisa resplandecía como la nieve, y a su lado, junto al importantísimo bolso de mano, había un nuevo bastón con gran puño de oro. Hay constató que el buen gusto costoso de Mrs. Lincoln se había impuesto.
—Señores —Lincoln saludó formalmente a sus secretarios—, pronto vendrá el jefe de policía, que nos conducirá a nuestros coches, nos indicará dónde debernos sentarnos y nos dará órdenes… —Se oyó una ovación fuera de la ventana. Luego, una fanfarria de trompetas. Lincoln se puso de pie y miró—. Pues bien, si no es el presidente en persona, se le parece mucho.
Mary corrió a la ventana.
—¡Es Mr. Buchanan! Viene a buscarte.
—En cierto sentido. —Lincoln sonrió—. Ahora necesitaré toda la dignidad —señaló con un gesto de la cabeza a algunas familiares de Mrs. Todd— de Illinois y de Kentucky.
El jefe de policía apareció en el umbral de la puerta. Durante un segundo, Hay temió que Lamon no lo dejara pasar.
—Mr. Lincoln, el presidente —proclamó el jefe de policía.
El anciano Buchanan, el rostro tan blanco como su pelo, se acercó al centro de la habitación. Lincoln caminó a su encuentro. Cambiaron un cálido apretón de manos.
—He venido, señor —dijo el presidente—, para acompañarlo al Capitolio.
—Le agradezco su cortesía, señor presidente.
Los dos hombres salieron juntos de la habitación. En la puerta, Buchanan cedió el paso a Lincoln, pero éste se hizo a un lado y el presidente todavía en ejercicio traspuso la puerta.
El jefe de policía explicó quién debía ir en qué coche. Habría un policía, con una cinta azul y una roseta blanca, para Mrs. Lincoln, para cada uno de sus hijos y de las señoras. Afortunadamente se permitió a Hay y a Nicolay seguir a Buchanan y a Lincoln escaleras abajo hasta el vestíbulo, donde la policía contenía a una considerable multitud. Hubo aplausos cuando llegó Lincoln.
—Nuestros solicitantes —dijo Hay a Nicolay.
—Espera a que salgamos —dijo sombríamente Nicolay.
Buchanan y Lincoln, ahora tomados del brazo, se detuvieron en el portal del Willard. Una súbita tempestad de vítores —y de abucheos— fue inmediatamente sofocada por la banda de la Marina del comandante Scala, que atacó el «Saludo al Jefe» mientras el presidente y el presidente electo subían a su coche descubierto. Un nervioso policía condujo a Hay y a Nicolay a otro carruaje, donde ya estaban Lamon y Washburne.
Hay encontró inquieto a Washburne y curiosamente relajado a Lamon. Pero estaba claro: Lamon había dejado a su amigo a cargo del ejército de los Estados Unidos y, si éste no podía protegerlo en esta ocasión, nadie podría. Washburne miraba por la ventana la angosta muchedumbre de la acera de ladrillo en el lado norte de la avenida de Pennsylvania. No había acera ni casi ninguna otra cosa en el lado sur que, después de unas pocas manzanas de casas y de la Institución Smithsoniana, gótica, de ladrillo rojo, se convertía en una especie de ciénaga a causa del desbordamiento del canal que terminaba en las aguas fangosas del Potomac, en cuyas orillas crecían robles y guirnaldas de hiedra ponzoñosa como siniestros laureles.
—Es una muchedumbre peligrosa. —Washburne miraba por la ventana. Estaba ahora frente al Kirkwood Hotel. Hasta allí no había habido aplausos ni abucheos para los dos presidentes que iban en el primer coche.
—En esta ciudad todo el mundo es secesionista —dijo Lamon, cuyo pronunciado acento virginiano parecía incongruente a Hay.
—Y quiere pelea —agregó Washburne.
—Mire la caballería. —Lamon señaló las dos filas de jinetes que flanqueaban el carruaje presidencial. Los hombres cabalgaban tan próximos que una persona de la acera apenas podría tener otra cosa que una vislumbre de los ocupantes del coche—. ¿Ve que los caballos son muy espantadizos? —Lamon sonrió con satisfacción—. Eso ha sido idea mía. Cuando los caballos se mueven tanto, una persona con un arma no puede hacer puntería.
David Herold pensó exactamente lo mismo. Llevando del brazo a Annie, frente a la tienda Woodward, miraba el desfile, extrañamente silencioso.
—No se puede ver a ninguno de los dos —se quejó.
—Los veremos perfectamente bien cuando suban las escaleras del Capitolio.
—Pero entonces… —empezó David; Annie le pidió silencio pellizcándole el brazo.
Sólo había una carroza alegórica tirada por cuatro caballos blancos: su tema era la asociación republicana. Muchachas vestidas de blanco representaban los estados de la Unión que ya no existía.
—Desde las aceras aplaudían a las chicas, pero no a la Unión.
David y Annie caminaron junto a la carroza hasta la plaza situada frente al Capitolio. Desde el mediodía había empezado a afluir el público, y había ahora unas diez mil personas. Los muchachos habían trepado a los árboles. Un fotógrafo había construido una plataforma de tablas donde trataba afanosamente de situar su cámara mientras rechazaba a los chicos y adultos que intentaban subir.
Abriéndose paso a codazos y empujones, David y Annie se encontraron pronto a pocos metros del palco de los oradores, donde una sola hilera de soldados contenía a la multitud. En el palco, sobre la escalinata, los ujieres guiaban a sus asientos a las personas importantes de Washington. David miraba con admiración a los diplomáticos extranjeros, con sus uniformes que parecían hechos de oro o plata puros, y a las señoras, resplandecientes en sus abrigos de piel y sus capas de terciopelo. Empezaba a hacer frío.
—Dios mío —susurró Annie—, ¿has visto alguna vez tantos soldados? —En verdad, había tropas en todas partes, bajo la mirada del general en jefe, sentado en solitario esplendor en su coche, en una altura próxima. Winfield Scott había jurado con vigor que este presidente asumiría el mando como fuera.
Se oyeron aplausos en el pórtico del norte, que no podían ver desde donde estaban.
—Están entrando en el Senado.
—Ya lo sé —dijo Annie—. He leído el mismo periódico. ¿Has empezado a trabajar con Mr. Thompson?
—Sí.
—Me alegro.
—¿Por qué?
—Todo el mundo debe trabajar.
—Tú no lo haces.
—Todavía estoy en la escuela. Pero cuando me gradúe, seré profesora de música y… Oh, mira, ¡los Zuavos!
Una compañía de soldados de uniformes rojo fuego, al mando de su inusitadamente bien parecido instructor, Elmer E. Ellsworth, de pelo crespo y veintitrés años, favorito de la familia Lincoln, empezó a entretener al público con un intrincado y algo excéntrico ejercicio de orden cerrado. David se sintió transportado y lleno de profunda envidia. ¿Por qué no llevaba él ese extraordinario uniforme? ¿Por qué no hacía esos extraordinarios ejercicios? ¿Por qué no conseguía que Annie y todas las chicas de la multitud quedaran boquiabiertas e impresionados los pandilleros mismos, dispersos entre la gente y listos como siempre para la violencia, preferiblemente espontánea…?
En la cámara del Senado, John Hay no sentía la menor envidia de Hannibal Hamlin, que acababa de prestar juramento como vicepresidente de los Estados Unidos. Desde su butaca en la atestada galería, contemplaba con agrado el recinto. Quizás el Capitolio no tuviese nunca la bóveda adecuada, pero el Congreso se había preocupado porque el Senado y la Cámara de Representantes estuvieran espléndidamente alojados en grandes espacios de mármol decorados en rojo y dorado y con relumbrante cristalería, donde se destacaban las ropas oscuras de los solemnes estadistas, cada uno provisto de un sillón, un escritorio, una escupidera y una caja de rapé.
Hannibal Hamlin habló con elocuencia y precisión y, por un momento, Hay realmente miró y escuchó al nuevo funcionario; tenía la tez tan oscura que, según se comentaba, el vicepresidente saliente, John C. Breckinridge, de Kentucky, sentado junto a él en el alto estrado, había dicho que consideraba muy propio de un gobierno radical como el de Mr. Lincoln un vicepresidente mulato. Pero mulato o no, Hamlin era un exsenador demócrata de Maine que había ayudado a fundar el partido republicano. Lincoln y el candidato a vicepresidente no se habían conocido antes de la elección. A Hay le sorprendía siempre constatar que los hombres del Norte apenas se conocían entre sí, en tanto que los sureños parecían haberse criado todos en la misma cuna.
Después de la elección, Lincoln había invitado a Chicago al vicepresidente electo. Se habían entendido bien, desmintiendo la vieja máxima de Washington: «Allí va el vicepresidente, pensando sólo en la salud del presidente». Hamlin había iniciado a Lincoln en las ostras; Lincoln había dicho: «Pues bien, supongo que también con éstas debo llegar a un acuerdo». Los dos hombres se habían entendido tan bien que Lincoln, dispuesto a incluir en el gabinete a un solo miembro de Nueva Inglaterra, había pedido a Hamlin que lo eligiera. La elección había recaído en el director de un periódico de Connecticut llamado GideonWelles. Con cierta reticencia, Lincoln lo había designado secretario de Marina.
Hay miró al grupo presidencial. Buchanan y Lincoln estaban sentados, juntos, en el centro de la galería. Lincoln parecía tan negro como Buchanan blanco. A pesar de que todos lo llamaban elViejo Abe, la mayoría de las personas que veían a Lincoln por vez primera se asombraban al descubrir que, a sus cincuenta y dos años, no tenía un solo pelo gris en la negra pelambre momentáneamente contenida por el arte del peluquero y la firmeza de Mary con el cepillo. Pero apenas estaba lejos del público, los largos dedos solían meterse al azar en la negra mata y, en un instante, tres remolinos contradictorios daban a su cabeza el aspecto de un gorro indio de combate.
Lincoln parecía distraído; sin duda, pensaba en su discurso, que había sido enviado en secreto al Viejo Caballero de Silver Spring, leído, admirado y devuelto. ¿Hasta qué punto estaba Lincoln cerca del viejo Mr. Blair? ¿Hasta qué punto estaba cerca de nadie? Hay conocía muy poco las relaciones de Lincoln con otras personas, pero muchas de esas relaciones eran muy recientes. Y Hay se preguntaba cómo haría Lincoln para afrontar la crisis presente, viviendo en una ciudad sureña, con un gobierno donde predominaban los sureños y un gabinete de rivales. Era obvio que Lincoln también estaba preocupado. Había momentos en que se ausentaba en mitad de la conversación; el párpado de su ojo izquierdo, que siempre indicaba su estado de ánimo, caía a medias y él ya no estaba presente. Pero hoy ese ojo parecía despierto, por lo que Hay podía ver desde su sitio en la Cámara, donde la colonia de los hombres y el perfume de las mujeres no enmascaraban del todo el olor rancio de los cuerpos imperfectamente lavados. Hay tenía un fino olfato; sus principios higiénicos eran elevados.
Finalmente, Hamlin concluyó. Dio la mano al sombrío Breckinridge. Luego los dos presidentes se pusieron en pie, y el jefe de policía se acercó para escoltarlos hasta el pórtico del este.
Hay siguió las negras togas de los jueces de la Corte Suprema hasta las escaleras del Capitolio; aspiró agradecido el aire fresco. Se había levantado viento y le aterrorizó súbitamente la idea de que arrancara el discurso de las manos de Lincoln. Si eso ocurría, ¿podría recordarlo? No. El discurso estaba tan cuidadosamente redactado que si una sola palabra quedaba fuera de su sitio, media docena más de estados se retirarían de la Unión.
Con una toga flameando en su cara, Hay bajó los escalones del Capitolio. La mitad de los notables ya estaban sentados. La otra mitad había estado en el Senado. Miembros del Congreso, de la Corte Suprema, del futuro gabinete, así como jefes de las misiones extranjeras y oficiales de alto rango del Ejército y la Marina, con sus familias, se reunían para participar en la historia. Hay se sentó al lado de Nicolay, en un costado del palco. Nicolay señaló la multitud.
—Mr. Lincoln reunió dos veces más gente en Albany.
—Bueno, el estado de Nueva York votó por él —dijo Hay—, y estas personas no. Debe de haber… ¿Cuántos? ¿Diez mil?
—¿Has visto los rifles? —Nicolay señaló una pensión en el lado opuesto de la plaza del Capitolio. En cada ventana se veía un hombre con un rifle.
—Todos apuntados contra nosotros —respondió Hay. La idea del asesinato siempre le había parecido excitante. Pero de pronto comprendió, con un escalofrío en modo alguno debido al viento de marzo, que estaba apenas un escalón por encima del palco de los oradores con mil rifles militares apuntándole, por no mencionar las pistolas, los derringer y los cuchillos de quién sabía cuántos pluguglies listos para una masacre. Se echó el sombrero sobre los ojos, como buscando protección.
Aplausos poco entusiastas saludaron la aparición de Lincoln y Buchanan. Ni David ni Annie movieron siquiera sus manos cuando el hombre alto de pelo oscuro se sentó ante una mesa baja. David observó que Lincoln se movía con torpeza. No era un actor, pensó David con desdén mientras veía que Lincoln se quitaba el sombrero y lo sostenía con la misma mano que el bastón, al que estaba ostensiblemente poco habituado, al tiempo que, con la otra mano, sacaba de un bolsillo interior su discurso y debía pasar el discurso a la mano en que ahora sostenía bastón y sombrero. Loco y viejo como era, Edwin Forrest ciertamente podía enseñarle a Lincoln a moverse, pensó David; y también a morir.
David miró a los hombres subidos a los árboles, pero no halló rostros conocidos. Sin duda los Voluntarios Nacionales no se habían dado por vencidos. Apostaría hasta el último centavo —era el que tenía en el bolsillo— a que harían su tentativa. En ese momento sentía la misma excitación que en el teatro cuando comenzaba la obertura con predominio de los timbales.
Una vez que todos los dignatarios estuvieron en su sitio, un anciano de aspecto distinguido se puso en pie y se adelantó en el estrado; y en una voz de barítono, grave y dramática, que David aprobaba, y —lo que era todavía mejor— con los brazos abiertos, como hacía Edwin Forrest, para deleite del auditorio, cuando atacaba con furia maravillosa a su mujer en el entreacto de la obra que se representaba esos días, el anciano proclamó:
—¡Conciudadanos: os presento a Abraham Lincoln, presidente electo de los Estados Unidos!
Hasta David sintió el deseo de aplaudir al anciano, quienquiera que fuese. Mientras tanto, Lincoln luchaba con el sombrero, el bastón y el discurso. Durante un momento intentó manipular las tres cosas, y luego un hombre bajo y robusto, a quien David reconoció como Stephen Douglas, el candidato demócrata derrotado, se inclinó y tomó el sombrero de manos de Lincoln, que le dirigió una sonrisa de gratitud. Luego Lincoln colocó el bastón sobre la mesa, se puso las gafas, avanzó hacia el frente, a la derecha de la mesa, que parecía el banquito de un ordeñador al lado de un hombre tan alto, y empezó a leer.
—Mira —susurró Annie—, le tiemblan las manos.
—¿No te temblarían a ti? —Annie dio a David un codazo en las costillas.
Hay padecía miedo a las tablas en lugar del Tycoon, cuya voz nunca había parecido tan vacilante y hasta temblorosa. Sin embargo, Hay sabía que esa voz podía oírse de un extremo a otro de la plaza. Lincoln estaba acostumbrado a las vastas multitudes al aire libre.
—Conciudadanos de los Estados Unidos. —La voz era alta y trémula—. En cumplimiento de una costumbre tan vieja como el gobierno mismo, comparezco ante vosotros para pronunciar unas breves palabras y para tomar, en vuestra presencia, el juramento prescrito por la Constitución de los Estados Unidos. —Hay sintió alivio al comprobar que la voz de Lincoln perdió su temblor apenas mencionó la Constitución. Entraba ahora en su formidable terreno: la defensa de la Unión.
Entre los senadores, Salmon P. Chase no pudo dejar de pensar qué distinto hubiera sido su propio discurso ese día. En primer lugar, jamás habría leido la disposición constitucional en virtud de la cual los esclavos deben ser devueltos a sus legítimos amos. Chase se estremeció mientras Lincoln la explicaba.
—Casi nadie duda que la mente de quienes formularon esta disposición pensaba en la devolución de los que llamamos esclavos fugitivos; y la intención del legislador es la ley.
—Vergonzoso —murmuró Chase a Sumner, que estaba a su lado, muy erguido. Sumner asintió, sin dejar de escuchar atentamente.
—Todos los miembros del Congreso juran su apoyo a toda la Constitución; a esta disposición tanto como a cualquier otra.
Sumner se volvió a Chase.
—Lo que está haciendo es entregar los esclavos para restablecer la Unión.
—Eso es inmoral.
—Peor aún —dijo Sumner—. Es imposible.
Para Mary, el discurso era el mejor que había oído; y ella había oído a Henry Clay y al juez Douglas, y también a su marido cuando afirmó que una casa dividida no se puede mantener, perdiendo así su escaño de senador, que cedió a Douglas, pero ganando para sí la presidencia. También le gustaba que el traje nuevo le quedara tan bien, y anticipaba el momento de mostrar su nuevo guardarropa a las señoras de Washington que, hasta ese momento, se habían negado a visitarla porque, como había leído en los periódicos, la despreciaban por ser inculta, del Oeste, y desconocedora de las aristocráticas costumbres de Washington. A ella, a Mary Todd, de la gran familia Todd de Kentucky, primera dama de Springfield incluso antes de casarse, cuya invitación era el sueño de todas las señoras de Illinois, aunque sólo fuera para ver a Mary presidir su ingeniosa y elegante corte conocida en todas partes como la Coterie. ¡Inculta!
Se oyó el seco chasquido de un arma de fuego. Mary abrió la boca. Lincoln se interrumpió. Mary sólo pudo pensar una cosa: ¿Lo han herido? Pero Lincoln, mudo, seguía de pie. Un murmullo recorrió la muchedumbre. Hay se inclinó para ver si Lincoln estaba bien. Aparentemente lo estaba, pero su rostro parecía blanco como la tiza.
—David, de puntillas, miró hacia la izquierda, de donde había venido el disparo.
—¿Quién ha sido? —susurró Annie—. ¿Puedes ver?
—Soldados, creo. —David vio que seis soldados se acercaban convergentemente a un árbol. Luego uno de ellos alzó una gruesa rama. Un hombre de aspecto desconcertado se quitaba el polvo. Hubo risas.
—Se ha quebrado una rama —dijo tristemente David— bajo el peso de alguien.
Annie sintió igual decepción.
Lincoln continuó su discurso. Cuando se acercaba al final, Seward se inclinó hacia delante, ansioso por saber qué parte de su propio texto había eliminado Lincoln, y qué parte del texto de Seward había utilizado.
—No podréis tener un conflicto si no sois vosotros los agresores. Vosotros no habéis registrado en el cielo el juramento de destruir el gobierno… —Seward frunció el ceño: eso era duro, demasiado duro— en tanto que yo he registrado mi solemne juramento de «preservarlo, protegerlo y defenderlo».
Seward esperó el desafio: «A vosotros, y no a mí, toca responder a la pregunta: ¿Tendremos la paz o la espada?». Para su inmenso alivio, Lincoln había eliminado esa peligrosísima pregunta, y en su lugar apareció el texto de Seward, podado despiadadamente de sus más bellas flores.
—No quisiera terminar. No somos enemigos, sino amigos. No debemos ser enemigos. La pasión puede poner a prueba, pero no debe romper nuestros lazos afectivos. Los místicos acordes.
Seward, con los ojos cerrados, entonó suavemente la frase que había escrito originalmente: «Los majestuosos acordes surgidos de tantos campos de batalla y tantas tumbas de patriotas atraviesan nuestros corazones y nuestros hogares…». Las lágrimas afluían a los ojos de Seward cada vez que declamaba ese pasaje particular, ensayado por vez primera muchos años antes, en Utica. Pero Lincoln había cambiado las palabras. Con cierta irritación, Seward oyó que la voz, como una trompeta, afirmaba:
—Los místicos acordes de la memoria que reúnen cada campo de batalla, cada tumba de un patriota, con cada corazón y hogar viviente, en todo este gran país, henchirán una vez más el coro de la Unión cuando vuelvan a ser tocados, como sin duda lo serán, por los mejores ángeles de nuestra naturaleza.
Lincoln calló; se quitó las gafas; guardó el discurso en su bolsillo. Mientras Seward aplaudía cortésmente, no podía dejar de pensar cuán extraño era que algunos hombres tuvieran el don natural del lenguaje elevado y otros carecieran de él por completo. Lincoln había destrozado su pieza oratoria más espléndida. Como cada discurso de Seward podía vender cerca de un millón de ejemplares, tuvo bruscamente una visión de abandono, peor aún: la de una belleza plantada ante el altar por un hombre tosco e indigno. Pero él, Seward, terminaría por vencer. El Plan Albany podía haber empezado mal; pero como él continuaba creyendo en el principio en que se fundaba, había retirado su carta de dimisión. Sería secretario de Estado y, quizá, primer ministro.
Chase se volvió a Sumner.
—¿Qué ha querido decir?
Sumner estaba desconcertado.
—Aceptará el retorno del Sur… Con sus esclavos incluidos. Cualquier cosa, para conservar la Unión.
—Gracias a Dios, ellos no volverán.
—Gracias a Dios, no volverán sin una guerra sangrienta. El discurso fue bastante bien recibido por la multitud de la plaza. Lincoln había recuperado el color, observó Hay, mientras estaba de pie junto a la mesilla esperando a que el anciano juez supremo le tomara el juramento oficial.
A sus ochenta y tres, Roger B. Taney era varios años más viejo que la Constitución, cuyo intérprete había sido durante un cuarto de siglo como quinto juez supremo de los Estados Unidos. Seward tenía peculiar conciencia de la ironía de la situación actual. Si ese juez frágil y marchito no hubiese dicho, al explicar la sentencia que devolvía un esclavo a su amo, que el Congreso no tenía el derecho de prohibir la esclavitud en ningún territorio, Abraham Lincoln no sería ahora presidente. Lincoln miró gravemente al hombre que miraba, no hacia él sino hacia la Biblia que sostenía en la mano derecha. En voz inaudible, Taney solicitó el juramento. Entonces Lincoln, con la mano en la Biblia, se volvió del juez a la muchedumbre reunida e, ignorando la tira de papel donde estaba impresa la respuesta, declaró en una voz que infundió calor incluso a la sangre fría de Seward:
—Yo, Abraham Lincoln, juro solemnemente cumplir la función de presidente de los Estados Unidos y, con toda mi capacidad…
Lincoln retiró la mano de la Biblia para enfrentarse a la multitud de la plaza barrida por el viento, y la famosa trompeta de guerra de su voz, hasta ahora muda, proclamó su declaración y lo que él deseaba expresar como justificación para todos los tiempos:
—Preservar, proteger y… defender la Constitución de los Estados Unidos.
Como si hubiese estado decidido de antemano, junto con la palabra «defender» la primera batería de cañones disparó una salva; luego la segunda; luego todos los cañones saludaron al nuevo presidente, que se mantuvo en posición de firmes durante todo el bombardeo.
—Dios mío —dijo Hay a Nicolay—, habrá guerra.
—Hace algún tiempo que lo sé —respondió Nicolay—. La pregunta es, en realidad, ¿cómo nos irá en ella?