Siete

En la esquina de las calles Seis y E, el senador electo y frustrado presidente Salmon P. Chase había alquilado una elegante mansión de ladrillos de tres pisos por mil quinientos dólares anuales. Además de ese alquiler, elevado incluso para Washington, debía pagar el guardarropa de Kate, los criados, la escuela de Nettie, su hija menor… Chase todavía debía dinero a la costosa escuela de Miss Haines en Nueva York, donde Kate había recibido su magnífica educación.

Chase estaba ante el hogar de mármol, como Mario entre las ruinas de Cartago, pensó él sin ninguna analogía histórica precisa en la mente, mirando el sitio donde se colgaría el retrato de la madre de Kate una vez que estuviesen abiertos los baúles, cajas y maletas, y ordenado su contenido. Había trasladado a Washington todas sus posesiones de Ohio. De un modo u otro, pensó, estaría aquí hasta el fin.

El criado mulato, recién contratado, apareció en el umbral de la puerta.

—Mr. Cooke y Mr. Cooke desean verlo, senador.

—Que pasen. —Chase apartó dos sillas y arrimó el enorme sofá de crin que parecía pequeño en la casa del gobernador, en Columbia, pero invadía «Seis y E», como llamaba el senador a su nueva casa. Kate aún no había bajado; había llegado el domingo por la noche, tarde. Tenía bien merecido su descanso, pensó. Trabajaba duro, y para él.

Los hermanos Cooke entraron en la habitación. Henry D. Cooke había sido director del Ohio State Journal, un diario con el que Chase había estado muy vinculado. Chase sólo conocía a Jay, el hermano de Henry, por su reputación; y esa reputación consistía únicamente en que era un hombre rico residente en Filadelfia. Se decía también que Jay Cooke era un firme pilar de la Iglesia episcopaliana, un detalle atractivo para Chase que se había educado en Ohio, en la escuela de su tío, Philander Chase, obispo episcopaliano de piedad notoria.

—Como verán, padecemos aún los sufrimientos de la instalación. —Chase se preguntó por qué, en su primer encuentro con una persona eminente como Jay Cooke, había usado tan estúpidamente una frase tan sibilante de eses y ces, en la que se mostraba de manera ostensible su ceceo, es decir, su martirio personal. A lo largo de los años, había aprendido a elegir de antemano las palabras que planeaba emplear y podía, por lo tanto, evitar el ceceo. Compensó su equivocación entrecerrando los ojos altaneramente, como si aún fuera el gobernador de Ohio y los dos hermanos un par de pedigüeños.

Henry no dio muestras de advertir el ceceo, al que estaba acostumbrado, ni esa mirada, a la que también estaba acostumbrado: todo el mundo sabía que Chase era muy miope, y que jamás había encontrado gafas adecuadas. De ahí su expresión, mientras intentaba descifrar a través de una acuosa niebla los rostros que se enfocaban y desenfocaban de manera turbadora. Pero ahora Chase había logrado percibir —complacido— el aire respetuoso de Jay Cooke.

—Por favor —dijo, indicando las sillas, a la par que evitaba la peligrosa palabra «siéntense».

Henry había venido a la ciudad para la investidurajay sólo estaba de paso, y deseaba saludar al senador electo. Ambos querían información acerca de Lincoln. ¿Qué clase de hombre era? Chase se mostró cauteloso.

—Lo vi anoche, con la delegación de la Conferencia de Paz. No puedo afirmar que veo en él… —Después de sortear la zeta de paz, Chase iba a decir «la fuerza», pero dijo en cambio—: al líder formidable que buscamos. Pero ¿quién lo es?

—Por ejemplo usted mismo, gobernador —dijo Henry D., quitándose ociosamente el barro seco del zapato. Chase se alegró de que no estuviera presente Kate. Ella jamás vacilaba en decir lo que pensaba, en pocas y bien elegidas palabras. Verdaderamente, Miss Haines había educado a Kate a la perfección. Con los demás, Kate se parecía mucho a la imagen que tenía Chase de una duquesa británica. Pero con él era una perfecta hija, consejera y, sí, compañera, en una medida en que no lo había sido ninguna de sus tres esposas. Hay que tener hijas y no esposas: con esta herejía había escandalizado a un salón entero en Columbia. Pero lo pensaba realmente.

Jay Cooke ofreció a Chase un cigarro de tal calidad que no pudo rechazarlo.

—Se dice en la comunidad financiera que será usted el secretario del Tesoro, señor.

—He oído decir lo mismo —respondió Chase, y nada agregó.

—No se me ocurre nadie más apto que usted. —Jay Cooke encendió un cigarro—. Y estoy muy cerca de Mr. Cameron: en verdad, somos vecinos. Pero cuando me habló de su decepción ante el ofrecimiento del Departamento de Guerra en lugar del Tesoro, le dije: «Felicítese, Simon. Usted es un organizador nato», pero la persona de talento demostrado para las finanzas es Mr. Chase. Y él estuvo de acuerdo.

—¿De veras? —Chase no lo creyó. Pero comprendió que Jay Cooke deseaba que él conociera su amistad con Cameron, quizás una figura de mala reputación, pero de gran poder en Pennsylvania. Chase asintió. Se oyó en el comedor el ruido de un plato que chocaba contra el suelo. Chase frunció el ceño, no sólo por la pérdida del plato sino por el recuerdo de que debía comprar una vajilla entera. Eso costaría por lo menos cuatrocientos dólares; por supuesto, los pagaría más tarde, porque las tiendas de Washington trataban con bondad a los senadores recién instalados, pero si a esos cuatrocientos dólares se sumaba el costo de un coche nuevo… De pronto advirtió que le habían hecho una pregunta, y que no la había oído—. Lo siento —dijo entrecerrando los ojos, para demostrar que, si bien era cortés y atento, como siempre, con sus invitados, los asuntos de estado jamás se alejaban de su mente.

—Preguntaba —el suave Henry D. había colocado junto a la pata de la silla una ordenada pila de barro seco— si Mr. Lincoln le había dicho algo acerca del Tesoro, ayer.

—Oh, mencionó el tema. Pero eso fue todo. —Chase canturreó para sus adentros un viejo himno; tenía conciencia del hábito, pero no siempre de que estaba canturreando. Según Kate, nunca, ni siquiera por accidente, acertaba con el tono correcto.

—No puede haber nadie más, ¿verdad? —Por un instante, Jay Cooke tuvo la expresión de un hombre que visita a la persona equivocada.

—Quizá los Blair —dijo Chase, sin amabilidad. Francis Preston Blair era un anciano rico y famoso que había sido amigo de Andrew Jackson; vivía lujosamente en Silver Spring, Maryland; tenía también dos hijos adultos tan ambiciosos como él mismo. Los jóvenes Blair estaban resueltos a capturar al segundo presidente del Oeste así como su padre había capturado, más o menos, a Jackson, el primer presidente del Oeste. Aunque el Viejo Caballero, como se solía llamar a Blair, no tenía ya el poder que había tenido en un tiempo, cuando dirigía el Congressional Globe, era de todos modos uno de los fundadores del partido republicano y, junto con su hijo Frank, representante de Missouri, y con su hijo Montgomery, un influyente abogado de Maryland, había impulsado a los estados de frontera a otorgar su voto a Lincoln en la tercera votación de la convención republicana de Chicago. Por lo tanto el candidato Chase no amaba a la familia que había designado a Lincoln en lugar de designarlo a él. Chase sostenía además el alto principio moral de que ningún hombre de un estado esclavista (como Maryland y Missouri) debía servir en un gabinete republicano. Pero Lincoln quería equilibrio; y también quería agradar al Viejo Caballero, uno de los pocos amigos que había tenido en Washington y, en realidad, en todas partes. Aunque Chase tendía a considerar a Lincoln un gregario narrador de historias del Oeste, rodeado de viejos compinches que bebían asiduamente y mascaban tabaco, ya había observado con cierto asombro que Lincoln no tenía viejos compinches. Quienes lo conocían mejor, como Lamon o Washburne, lo trataban no sólo con deferencia sino con admiración y respeto. Chase había observado esto en Springfield. Por supuesto, Lincoln insistía ad nauseam en sus historias divertidas; pero éstas estaban calculadas, había resuelto Chase, para retener la atención de las personas al tiempo que las mantenían a distancia. Salmon P. Chase, tan frecuentemente acusado él mismo de frialdad, hallaba al presidente electo, a pesar de su encanto folklórico, tan frío y denso como el río Ohio en el mes de febrero.

—Me han dicho que es Montgomery Blair quien será designado —dijo Jay Cooke—. Pero no para el Tesoro.

—¿Fiscal general? —preguntó Henry.

—Quizá. —Jay Cooke miraba a Chase de modo tan especulativo que el estadista casi estaba a punto de decir lo que ya había empezado a decir a sus aliados: «Prefiero mi escaño en el Senado a un puesto en el gabinete», cuando la entrada de Kate impidió lo que, teniendo en cuenta la riqueza de Jay Cooke, podría haber sido un error táctico.

—Señores. —Los tres hombres se pusieron de pie, tanto por obligación como por admiración. El pelo de Kate era dorado oscuro, del color de un panal de miel, como le había dicho en un rapto poético Chase a su hija, que había respondido: «Y casi tan pegajoso». Los ojos eran chispeantes y de color avellana; las pestañas, rubias y largas; la nariz, respingada; la figura, perfecta. En una mano traía un juego de ajedrez. Kate dio la mano a cada uno de los Cooke y un beso a su padre—. He encontrado este ajedrez en mi baúl. Creí que se había perdido. Ahora podremos jugar.

—¿Juega usted al ajedrez, Miss Chase? —Jay Cooke estaba impresionado, o eso quería demostrar.

—Pues claro que sí. He tratado de aprender a hacer punto. Pero eso es realmente trabajo para hombres, así que lo abandoné. Soy más feliz con el ajedrez. Y con los juegos de azar.

—Una señorita que comparte mis gustos. —Sí, pensó Chase, a un tiempo complacido y celoso; Kate había impresionado a Jay Cooke. Chase deseaba de todo corazón una gran boda para ella, y también que no lo abandonara nunca. Cómo se podía lograr esto era un desafio incluso para su mente llena de ingenio.

Kate indicó los muebles dispuestos al azar.

—Acabo de llegar. No ha habido tiempo de deshacer el equipaje. Esto es un campamento.

—Espero que cuando venga a Filadelfia nos visite, a mí y a mi mujer —añadió Jay Cooke—. Tenemos una bonita casa en las afueras. Se llama Los Cedros…

—¡Una casa! —dijo Henry—. Mi hermano vive como el zar. —No, sólo hay un zar en Pennsylvania, y es Simon Carneron. Yo soy apenas un barón de tres al cuarto.

—Iré pronto a NuevaYork y me encantaría conocer a Mrs. Cooke y la… baronía de Los Cedros. Tendré que pasar una semana haciendo compras para esta casa, donde no sirve nada de Ohio. ¡Miren ese sofá! —Ellos miraron y colectivamente lamentaron su enormidad—. Y también debo buscar un coche conveniente…

—Cerrado, sí —dijo Chase, añadiendo el costo del coche a todo lo demás. Desesperadamente, empezó a suspirar más que canturrear «Traed las espigas».

—Pobre padre. —Kate lo besó en la calva—. De algún modo pagaremos. Trataré de encontrar un hombre rico para casarme en Nueva York…

—O en Filadelfia. Tenemos un excelente surtido —dijo Jay Cooke, levemente ruborizado—. Mrs. Cooke le enviará listas con los pedigríes.

—Entonces, todos nuestros problemas se resolverán.

—Preferiría vivir en una cabaña —dijo Chase, dejando caer las últimas espigas.

Los hermanos Cooke se pusieron en pie para marcharse. Las esperanzas de todos estaban en un punto muy alto. La designación para el Tesoro parecía inevitable.

—Cuando esté usted en el Tesoro, señor, llámeme en cualquier momento —dijo Jay Cooke—. El gobierno necesitará dinero de la comunidad financiera, y hombres que lo ayuden. Yo, de buena gana…

—¿Nos dará listas? —preguntó Kate—. ¿Pedigríes?

—¿Qué más, Miss Chase?

Chase guió a los dos hermanos hasta la puerta principal mientras Kate permanecía en el salón, disponiendo los muebles de otra forma.

—Yo mismo los acompañaré —dijo Chase en voz baja. Desde que Kate saliera de la escuela, a él no se le permitía llevar a nadie hacia la puerta; es tarea de criados, había afirmado ella. Chase abrió: el viento frío inundó el vestíbulo.

Jay Cooke apretó la mano de Chase con todos los signos de la calidez.

—Si desea usted comprar un coche, ¿sabe?, yo tengo uno que quizá le agradaría.

—Ah, pero temo que no habrá coincidencia entre lo que usted posee y lo que yo podría permitirme.

—Acéptelo, señor. Como un regalo.

—Oh, no. No. Gracias, pero no. —Chase era un político demasiado experimentado para no reconocer lo que se le ofrecía. Sin honestidad, él no era nada. Con honestidad era pobre, desde luego; pero era también un futuro presidente. Los hermanos se marcharon. Chase volvió al salón. Kate apoyaba sobre una consola un retrato de su madre—. Es una pena que no esté aquí para verte crecer mientras yo…

Pero Kate no pensaba dejar que cayera en la nostalgia, por estilizada que fuese.

—Solamente se habría interpuesto entre nosotros, padre. Tú lo sabes.

Chase no estaba preparado para la claridad de Kate, y aún menos para su franqueza.

—Oh, Kate… Ella no era así.

—Era una mujer —dijo Kate—. No me gustan las mujeres, ni me fio de ellas.

—Siempre hay excepciones. —Chase besó la mano de Kate; una sonrisa lo recompensó.

—Supongo que no soy justa —dijo ella, suavizando el ataque—. En verdad, no la recuerdo. Sólo que tenía en la mano agujas de tejer, y que nunca tejía.

—Tenía mala salud. —Cuántas veces, pensó Chase, había tenido que repetir esa frase. Durante veinte años había vivido con la enfermedad y la muerte. Había asistido a los funerales de tres esposas y cuatro hijos. Ahora, Kate era todo lo que quería. Y todo lo que ella quería era acompañar a su padre mientras ambos subían hasta la copa del gran árbol—. Los Cooke piensan que seré designado. Yo no lo creo.

—Oh, ¡tiene que nombrarte! —Kate depositó el retrato de su madre con un ruido seco—. Todos sus otros rivales están en el gabinete. ¿Por qué no tú?

—El Senado no es un mal sitio.

—Pero el Tesoro es el centro. Tendrás que conceder cientos de audiencias, más que cualquier otro miembro del gabinete. Hay hombres del Tesoro en cada ciudad, pueblo y aldea, y hasta el último de ellos apoyará a Chase para la presidencia en 1864.

—Miras muy adelante. —A Chase le sorprendió que Kate supiera tanto acerca de la capacidad de maniobra que acompañaba al Tesoro. Por supuesto, él no pensaba en otra cosa. Tendría el privilegio de construir una organización nacional para sí mismo al tiempo que administraba con absoluta honestidad las finanzas del país.

—Y también he previsto mi tarea cuando tú estés en el Tesoro…

—Sí, como Mrs. Seward es una inválida, la mujer o ama de casa del hombre que sigue en la línea al secretario de Estado, que eres tú, será la primera dama del gabinete, ¡y ésa seré yo!

—Imagínate que Mr. Seward desentierre a alguna hermana de edad, y la lleve a vivir con él.

—Mr. Seward es como un soltero feliz en su Old Club House. Lo único que quiere son cigarros, brandy y amigotes.

—Has estado un día en la ciudad, y ya sabes más que yo.

—Uno de nosotros dos debe ocuparse de todas las trivialidades, y eso me toca a mí. Ahora iré a la tienda Woodward, en la avenida de Pennsylvania, y luego a Gautier, y después a Harper y a Mitchell… Pero sólo miraré ropa, porque somos demasiado pobres por el momento, y a Jardin, para conseguir una provisión regular de flores…

—Ocúpate del Tesoro. Es evidente que puedes hacerlo. Y también es evidente que necesitarás todo lo que contiene.

Kate rió.

—No soy tan mala administradora. Nos arreglaremos. Tú recibirás ocho mil dólares anuales.

—Si me nombran.

—Tengo preparado el presupuesto. No te preocupes. —Kate frunció el ceño—. ¿Sabes?, podrías hacer que Mr. Cooke te prestara ese coche.

—Un préstamo es igual a un regalo.

—No lo es. La propiedad no es tuya.

—Pero habría la apariencia de una incorrección.

—Sólo si le hicieras favores. Y como es uno de los hombres más ricos de Filadelfia…

—¿Cómo lo sabes?

—En Columbia, solía hablar con Henry Cooke de asuntos no políticos. Y también oí hablar de Mr. Cooke en la escuela de Miss Haines. Había varias chicas de Filadelfia. De todos modos, pasaré por Los Cedros cuando regrese de NuevaYork. Pase lo que pase, lo necesitaremos para la próxima elección.

Chase siempre había soñado con un hijo en quien pudiera confiar y a quien pudiera transmitir el conocimiento del mundo que él había adquirido. Ahora comprendía que en esa hija extraordinaria tenía también un hijo, aunque sin los problemas que dos voluntades masculinas suelen generar.

—¿Has visto ya a Mrs. Lincoln? —El hijo volvía a ser una hija, curiosa acerca de una mujer a quien ya consideraba una rival social y política.

Chase movió la cabeza.

—No apareció anoche.

—Me han dicho que ha traído consigo a una de sus medias hermanas del Sur, y a seis primas de Springfield. —Kate fue a buscar su abrigo en un armario fondeado en mitad del salón—. También he oído decir que las señoras de Washington se han negado a visitarla.

—Es la esposa del presidente. O pronto lo será. ¿Cómo pueden negarse?

—Son rebeldes. Ése es el porqué.

Chase frunció el ceño.

—A veces pienso que ésta es la ciudad más fanáticamente secesionista del país, y no entiendo por qué no se la devolvemos al Sur.

—¿Y trasladar el Capitolio a Columbia? —Kate le sonrió desde el polvoriento espejo mientras se ponía el sombrero.

—A Harrisburg, a Filadelfia, a Trenton, a cualquier parte que no sea este desierto.

—A mí me gusta bastante lo que he visto. No hay nada terminado, pero el paisaje es hermoso; y lo más hermoso es esa encantadora casa vieja donde tú y yo vamos a vivir un día.

—¿Realmente lo crees? —Chase sintió esperanzas.

—Sí, padre. Para eso vivo.

—¿Para la Casa Blanca?

—Para el presidente Chase. —Kate se marchó.

Chase fue al estudio, donde había cajas y cajas de libros esparcidas en el suelo. Ahora que estaba solo, atacó «La roca eterna» con toda su voz; mientras desempaquetaba los Comentarios de Blackstone, estaba seguro de que esa roca había de abrirse para él de par en par.