La mañana siguiente, bolsa en mano, el gobernador Seward llegó al Willard’s Hotel, se abrió paso a través del repleto vestíbulo y las repletas escaleras y el repleto pasillo hasta la suite Seis, donde Lamon lo hizo pasar a una habitación ocupada por dos niños jugando a tocar y parar mientras Lincoln, sentado junto a la ventana, las gafas sobre la nariz, leía los periódicos.
—Veo que sus admiradores llenan el hotel. —Seward entregó la bolsa a Lincoln.
—Jamás había pensado cuántos hombres están ansiosos por servir al país en cargos bien rentados que está en mi mano conceder. —Lincoln tomó la bolsa, que recuperaba con ostensible alivio.
—¿Cómo se las arregla con ellos?
—Mis dos secretarios, pobres muchachos, entrevistan a todos.
—Cada persona que pide audiencia se presenta a ellos en la suite Uno y entrega sus credenciales. Hablando de credenciales, ¿qué piensa usted de las mías? —Lincoln dio un golpecito al bolso. Willie dio un golpecito a Tad en la cabeza. Tad gritó. Lincoln se volvió a Lamon—. Devuelva los niños a su madre. —A pesar de sus violentos gritos de protesta, el enorme Lamon se llevó a los dos chicos de la habitación.
—Pues bien, señor, es una causa muy bien defendida. —Seward se tomó su tiempo para encender el cigarro. Todavía no estaba seguro de haber comprendido bien el discurso ni a su autor.
—¿No es nada más que una causa legal? —Lincoln pareció herido en su orgullo de autor, lo que divirtió a Seward.
—Por supuesto que es más. Aclara usted de una vez por todas que no ha sido elegido presidente para abolir la esclavitud en el Sur…
—No puedo repetirlo bastante, ¿verdad? Sin embargo, cuanto más lo digo, más violentos se ponen los sureños.
—Ellos creen que nos proponemos acabar con la esclavitud más adelante y, en consecuencia, tratan de acabar antes con nosotros, abandonando la Unión.
—Cosa que no pueden hacer. ¿También eso está bastante claro?
—Seward asintió, y sacó del bolsillo de su levita las notas que había hecho al discurso inaugural.
—Supongo que este pasaje es el punto principal de su… resumen. —Seward sonrió; Lincoln no.
Seward leyó:
—«Sostengo que, de acuerdo con la ley universal y la que emana de la Constitución, la Unión de estos estados es perpetua. La perpetuidad está implícita, cuando no expresa, en la ley fundamental de todos los gobiernos nacionales. Se puede afirmar con seguridad que ningún verdadero gobierno ha formulado jamás, en su ley orgánica, una disposición que establezca su propio fin».
—Sí, ése es el punto principal de mi… resumen.
—Pero los estados del Sur consideran que la organización de la Unión es más flexible. Así como entraron por su propia voluntad, también pueden retirarse.
—Pero la Constitución no contiene ninguna disposición que permita su alejamiento.
—Ellos dicen que es un derecho implícito.
—Una cosa tan sorprendente y fundamental nunca habría quedado fuera de la Constitución. —La voz de Lincoln se elevó levemente. Seward había leído en alguna parte que, cuando Lincoln pronunciaba un discurso, su voz era como una trompeta; una trompeta de guerra, pensó Seward, consciente por primera vez de que ahora la guerra era una posibilidad, y de que las capacidades que la tradición imponía a los hombres de su carácter, en particular, las de negociar y conciliar, de nada podían servir. Tanta gente había hablado durante tanto tiempo de un conflicto incontenible, para usar su propia frase, que la inminencia del conflicto quitó su sabor al puro que apretaba entre sus dientes. Lo que era peor, bien podía ocurrir que esa figura alta y delgada sentada frente a él, recortada sobre la luz invernal, fuera quien resolviese la cuestión. El Plan Albany debía tener éxito a toda costa.
Seward empezaba a medir el calibre de Lincoln, y estaba asustado. Volvió a mirar sus notas.
—Su razonamiento es correcto. —Después leyó—: «Si una minoría… prefiere la secesión a la aceptación, creará un precedente que a su vez la dividirá y arruinará, puesto que cualquiera de sus propias minorías podrá separarse cada vez que la mayoría se niegue a ser dominada por esa minoría». Esto es evidente.
—Todo es muy evidente, Mr. Seward. Eso es lo peor. Pero hago todo lo posible para aclararlo cuando digo que, físicamente, no podemos separarnos. No es el caso de un marido y una esposa que se divorcian y reparten sus propiedades.
Seward asintió y leyó:
—«Imaginad que vais a la guerra: no podréis luchar eternamente; y cuando, después de grandes pérdidas por ambos lados, y ninguna ganancia para nadie, dejéis de luchar, volverán a caer sobre vosotros los mismos viejos interrogantes acerca de los términos del intercambio». Supongo que esto lo dice todo.
—Decir no es hacer.
—Decir lo que es verdad es hacer mucho en política. —Seward rió; por algún motivo, el pánico había desaparecido—. Aunque no tengo gran experiencia en esto.
Para alivio suyo, Lincoln también rió.
—¿Quién la tiene?
—Me da miedo el final —dijo Seward, que ahora iba al grano.
—¿Demasiado duro?
Seward asintió y leyó:
—«En vuestras manos, mis descontentos compatriotas, y no en las mías, queda la tremenda opción de la guerra civil. El gobierno no os acosará». —Seward alzó la vista—. Eso me gusta. Que ellos disparen el primer tiro, si es que debe haber tiros, aunque ruego que no. —Y continuó leyendo—: «No tendréis ningún conflicto si no sois vosotros los agresores. Vosotros no habéis registrado en el cielo el juramento de destruir al gobierno, en tanto que yo he jurado solemnemente «preservarlo, protegerlo y defenderlo». A vosotros, y no a mí, toca responder a la grave pregunta: «¿Tendremos la paz, o la espada?»».
—Ésta es la situación. Ésta es mi situación.
Seward inhaló con lentitud y satisfacción el humo del cigarro.
—Nunca hay que terminar un discurso con una pregunta. —Lincoln sonrió.
—¿Por temor a recibir la respuesta incorrecta?
Seward asintió.
—La gente es perversa. Yo suprimiría todo lo que acabo de leer.
—Es demasiado amenazante. He escrito un párrafo para reemplazarlo.
—Está dentro de la bolsa.
Lincoln abrió la bolsa, sacó el discurso que, en el mayor secreto, había hecho componer por un impresor para que los servicios telegráficos tuvieran copias exactas y no los habituales errores de los periodistas y los taquígrafos, ni las confusiones debidas a su propia letra, no siempre clara. Lincoln leyó en silencio el florido final de Seward. Asintió.
—Puedo usar parte de esto. Si no le importa que lo ponga en mis propias palabras.
—Es suyo, señor. ¿Eliminará el otro texto?
—No puedo suprimir lo que se refiere a mi juramento de sostener la Constitución. Eso es lo que me da, y da a la Unión, legitimidad a los ojos del cielo.
—No creía que fuera usted un hombre religioso, Mr. Lincoln.
—No lo soy en un sentido habitual. Pero creo en el destino, y en la necesidad. Creo en la Unión. Supongo que éste es mi destino. Y mi necesidad.
—Es un hombre de corazón —dijo Seward—. No lo sabía. —Seward se puso de pie—. Como siempre ha existido el rumor de que no es usted buen cristiano ni asiste a la iglesia…
—Fundados, me temo, en mi incorrección y en mi ausencia crónica de la iglesia.
—Yo, en mi carácter de importante miembro laico de la Iglesia episcopaliana, lo llevaré a St. John’s, donde el sacerdote y la congregación podrán ver que está usted en paz con Nuestro Señor Jesucristo, y difundirán luego esa buena nueva.
Lincoln rió y se puso de pie. Advirtió entonces la pila de periódicos que había al lado de su silla. Frunció el ceño.
—¿Ha leído el New York Times?
Por principio, Seward dijo que no, mientras hacía lo posible por anticipar la respuesta de Lincoln.
—Señor —empezó Seward—, no había ninguna duda acerca de la conspiración de Baltimore.
—Si hubo una conspiración, ¿por qué no fueron atacados los vagones donde se suponía que yo viajaba?
—Porque, para ese momento, ya todo el mundo sabía en Baltimore que usted había salido de allí.
—No. He cometido un error que no expiaré jamás. Según el Times, llegué a la ciudad usando gorra y capa escocesas. ¿Qué ociosa malevolencia puede inventar una cosa así?
—Está en la naturaleza de los periódicos. Supongo que ese periodista quería facilitar el trabajo del caricaturista.
—Lo ha conseguido. Apareceré con esa gorra y esa capa de un extremo a otro del país. Ésas son las mentiras —dijo Lincoln sombríamente— que difunde todo el tiempo el telégrafo.
—Son los azares de nuestra profesión, señor. ¿Vendrá Mrs. Lincoln con nosotros?
—No, ella irá a visitar la ciudad con sus primas, lo que es una ironía, porque es ella la concurrente asidua a la iglesia de nuestra familia.
—Entonces, si su alma ya está salvada, no es necesario que venga con nosotros a St. John’s.
Luego, Seward y Lincoln, juntos, custodiados por el atento Lamon, atravesaron la plaza Lafayette, donde David Herold estaba entre la muchedumbre reunida: el sacerdote había difundido ya la noticia de que el presidente electo asistiría al oficio de la mañana. David miró al hombre alto que caminaba despacio, quitándose el sombrero para saludar a la gente que lo aclamaba. David pensó que ese anciano parecía sorprendentemente agradable y amistoso. En cierto sentido, era una vergüenza que muriese asesinado justo antes del juramento de la investidura, a manos de dos matones que en ese preciso instante practicaban tiro al blanco al otro lado del río, en Alexandria, Virginia.