Exactamente a las nueve en punto de esa noche, Salmon P. Chase, exgobernador de Ohio y senador electo, aguardaba ante la suite Seis con la delegación de la Conferencia de Paz. Chase no había visto a Lincoln desde que, poco después de la elección, el presidente electo lo había llamado a Springfield. En esa ocasión, Lincoln dio varias vueltas y luego propuso a Chase —o quizá no le propuso— que integrara el gabinete.
Habían caminado entonces por la calle que pasaba ante la cómoda mansión de Lincoln, tan distinta, pensó amargamente Chase, de aquellas reproducciones de la legendaria cabaña de troncos donde Lincoln había nacido y que se habían difundido de un extremo a otro de la Unión. Lincoln se había mostrado cortés pero cauteloso; y Chase, que nunca lo había considerado un hombre fuerte, había quedado convencido de que el futuro presidente era peligrosamente débil.
—Naturalmente, aspiro a un gabinete equilibrado —dijo Lincoln, quitándose automáticamente el sombrero de copa ante una señora que pasaba. En ese momento, Chase advirtió que Lincoln llevaba un ordenado archivo de papeles dentro del sombrero. Por lo menos, ese hombre era tan corriente como decía ser; la mediocridad era genuina. Por otra parte, Chase no estaba tan seguro acerca de los puntos de vista de Lincoln. Había pensado que era en esencia un oportunista. Sin embargo, era Lincoln quien se había impuesto en la convención, y el gobernador de Ohio quien ahora seguía por la calle al hombre alto—. Mr. Seward, el segundo más votado en la convención, es obviamente el hombre que prefiere el partido como secretario de Estado.
—¿Ha aceptado?
—Sí. —Lincoln no dio más explicaciones—. Usted, señor, ha sido el tercero en la votación.
Chase dejó de respirar: allí estaba el ofrecimiento del Tesoro. Pero Lincoln cambió de dirección.
—Y después vienen Bates, de Missouri, y Cameron, de Pennsylvania.
—Señor, Mr. Simon Cameron es un hombre corrupto.
—Eso me han dicho —respondió Lincoln, severamente—. Desde luego, controla Pennsylvania. —Chase espoleó a Lincoln.
—Pero yo soy el «Honesto Abe» —replicó Lincoln con lo que Chase consideró una débil sonrisa, y luego cambió de tema—. Quiero un sureño en el gabinete. Un verdadero sureño. Preferiblemente de Virginia. Seward lo está buscando.
—¿Con algún resultado?
Lincoln se detuvo. Miró a Chase, un hombre robusto, afeitado, con una cabeza de busto romano, casi por completo calva.
—Señor, le haré una curiosa proposición. Quiero que sea usted el secretario del Tesoro, pero todavía no puedo ofrecerle el cargo.
Chase contuvo su indignación. Había hecho, hasta ese momento, una espléndida carrera; y si hubiese sido más expeditivo y menos moral, él, y no Lincoln, habría sido el candidato republicano. A falta de crema, buena es la leche, había sido siempre su sabiduría práctica. Pero ahora Lincoln sugería que quizá ni siquiera el despreciado platillo de leche llegaría a sus manos. Como Chase no había delatado su decepción, los dos hombres se separaron amistosamente. Por fortuna, la complaciente legislatura de Ohio estaba más que dispuesta a designar a Salmon P. Chase para el Senado de los Estados Unidos, de modo que por lo menos tendría algún cargo oficial en esa república en desintegración.
Ahora Chase estaba ante la puerta de Lincoln mientras los delegados de la Conferencia de Paz se situaban detrás de él. Los sureños tenían particular avidez por ver al demonio. Cuando el reloj del vestíbulo dio las nueve, Nicolay abrió la puerta, se inclinó ante Chase e indicó a la delegación que entrara al salón donde Lincoln, a solas, aguardaba delante del hogar.
—¡Mr. Chase! —El apretón de manos de Lincoln era más cálido que su voz, pensó Chase, incapaz de interpretar el sentido augural de esto. Ya había oído decir que Cameron no quedaría a cargo del Tesoro sino del Departamento de Guerra, y se suponía que Lincoln estaba reconsiderando el asunto. El Tesoro, después de la presidencia, era lo que más quería Chase. Bates, de Missouri, no era adecuado, y ningún sureño lo aceptaría. Los Blair de Maryland, el padre loco y los dos hijos locos, también se esforzaban por capturar a Lincoln, pero aunque Chase pensaba que Lincoln era débil, estaba igualmente convencido de que era en extremo astuto. Chase no conocía aún los detalles del Plan Albany. Si los hubiera conocido, habría caído en la desesperación. Chase temía a Seward y al mentor de éste, Thrulow Weed.
Chase entregó a Lincoln una carta del jefe de la Conferencia de Paz, el expresidente Tyler.
—Le envía sus cumplidos, señor. Espera visitarlo en otro momento.
—Yo lo visitaré, por supuesto. —La cortesía de Lincoln era definitiva. Se volvió al semicírculo de delegados, que lo contemplaban como si fuera alguna especie de animal raro—. Señores, conozco personalmente a algunos de ustedes, y a todos por su nombre y su reputación. Me alegro de que la Conferencia continúe, y haré todo lo que pueda para asegurar a los estados del Sur que no abrigamos la intención de hacerles daño. Es verdad que he sido elegido para evitar la extensión de la esclavitud a los nuevos territorios de la Unión. Pero está más allá de mi poder, y de mi deseo, alterar el statu quo de los estados del Sur.
Aunque siempre había sido evidente para Chase que Lincoln no era un hombre capaz de dirigir una cruzada contra la esclavitud, quizá, con la ayuda de un gabinete poderoso… Así como Seward soñaba que sería el primer ministro de Lincoln, Chase se veía como un canciller, por el estilo del austríaco Metternich.
Un congresista del Sur desafió a Lincoln.
—¿Cumplirá usted las leyes, eso que no han hecho presidentes anteriores? ¿Suprimirá usted a las personas como Mr. John Brown y el reverendo Garrison, que predican la guerra contra nosotros y contra nuestras propiedades?
—Bueno, hemos colgado a Mr. Brown, y metido en la cárcel a Garrison. —Lincoln hablaba suavemente—. Eso me parece una cantidad razonable de supresión.
—Pero las leyes de la propiedad… —continuó la voz.
Chase cerró los ojos; su hija Kate llegaría la noche siguiente y estaba impaciente. Esa hija de veinte años era la vida entera de Salmon P. Chase, tres veces viudo a los cincuenta y tres años; Nettie, de trece años, no había tenido aún tiempo de conquistar su vigoroso afecto paternal. Pero la hermosa y dotada Kate había sido el ama de casa cuando él era gobernador de Ohio, y lo sería también en Washington. Para complacer a Kate acababa de alquilar en la ciudad una casa grande y costosa aunque estaba, como siempre, endeudado. Como su amigo Sumner, Chase no se ocupaba de política sino de moral. Pero la moral pagaba poco. Chase no podía recordar un momento en que no hubiese estado tan ansioso por los problemas económicos como tranquilo acerca de la moral.
De pronto la voz de Lincoln arrancó a Chase de su ensueño. El presidente electo respondía a uno de los sureños:
—Sólo hay una diferencia entre nosotros. Ustedes creen que la esclavitud está bien y que conviene difundirla. Nosotros pensamos que está mal y que conviene restringirla. Esto de ningún modo justifica que nos enojemos.
Si eso no era miel suficiente para el oso del Sur, pensó Chase, ¿qué podía serlo?
—Entonces, explíquenos, señor —dijo otra voz sureña—, ¿por qué, desde su elección, seis estados…?
—¡Siete! —gritaron una docena de voces.
—¿… siete estados, con Texas, que lo ha anunciado hoy oficialmente, han abandonado la Unión?
—Eso deben explicarlo ellos, y no yo. —Lincoln estaba asombrosamente frío, dadas las circunstancias. Pero no debía olvidarse que era un abogado experimentado. Era curioso, pensó Chase, qué poco se sabía realmente acerca del nuevo presidente—. Sin embargo, me gustaría recordarles que, antes de mi elección para la presidencia, el gobernador de Carolina del Sur anunció que ese estado se retiraría si yo era elegido. Y así ha ocurrido. Y otros le han seguido, como ustedes mismos han dicho. Y además, esos elementos en rebelión contra el gobierno federal —a Chase le agradó el uso de la palabra «elementos» en lugar de estados. La distinción era suficientemente delicada para permitir que todo el mundo pudiera revisar su opinión, aunque nadie estuviera dispuesto a hacerlo— se han apropiado…, han robado, para emplear la expresión exacta… —Lincoln miró en la dirección de Chase; durante un instante, Chase, alelado, se preguntó si el presidente electo estaba leyendo su mente. Pero la mirada era casual. Cuando Lincoln hablaba, tenía siempre cuidado de mirar a todos los sectores del público. Primero, sus soñolientos ojos grises miraban un punto; y luego, como si hubiera descubierto algo que le interesara, toda la cabeza giraba lentamente siguiendo su mirada—. Han robado, repito, tres barcos del Tesoro, cuatro aduanas, tres casas de moneda, seis arsenales con todo su contenido, y un astillero íntegro. Todo esto es patrimonio del pueblo entero de los Estados Unidos, y no de un elemento aislado de la población.
Se alzaron voces. ¿Consideraría el gobierno federal la posibilidad de vender la propiedad «robada»? Lincoln pensaba que era una idea mejor devolver lo que se había robado, y olvidar el asunto. Les deja todas las vías de huida posibles, pensó Chase, quien aceptaba el punto de vista religioso de que el mal debe ser castigado. Su religión era ojo por ojo.
Cuando se le preguntó acerca del fuerte Sumter, en la entrada del puerto de Charleston, Lincoln elogió el valor de su comandante, el mayor Anderson. No, no preveía instrucciones para el mayor porque «aún no he prestado juramento. Sólo diré que el mes pasado me… impresionó, como a todo el inundo, que el general Scott enviara un barco mercante con refuerzos para el fuerte Sumter y que el gobernador de Carolina del Sur fuera capaz de impedirles el paso».
¿Intentaría Lincoln enviar refuerzos al fuerte Sumter? No podía responder. Mientras tanto, tomaba seriamente el esfuerzo de Virginia por lograr la paz entre ambas regiones del país. Estaba en comunicación con los elementos pro Unión de Virginia y de Maryland, cuyo gobernador era un hombre de la Unión. No, no había leído el discurso pronunciado por Jefferson Davis cuando había sido elegido presidente de los Estados Confederados de América, cinco días antes.
—Pero esta misma mañana he leído un informe sobre el discurso pronunciado por mi viejo amigo y colega del Congreso Mr. Alexander Stephens, de Georgia.
—¿Quiere usted decir el vicepresidente Stephens? —preguntó una voz desafiante.
Lincoln fingió no haber oído.
—Mr. Stephens admite que Thomas Jefferson, uno de los fundadores de la Unión, consideraba falso el principio de la esclavitud. Pero afirma que los elementos a quienes apoya han llegado a la conclusión de que la verdad es exactamente lo opuesto; y de que el principio correcto consiste en que, si el hombre negro es inferior al blanco, debe ser el esclavo del blanco. De ningún modo faltaré al respeto a mi viejo amigo si digo que entre su flamante, y a mi juicio peculiar principio, y el viejo principio de Thomas Jefferson de Virginia, debo apoyar a mi predecesor en el cargo de presidente de los Estados Unidos.
¿Adónde irá?, se preguntaba Chase mientras los delegados desfilaban ante el hombre alto, que dedicaba algunas palabras personales a cada uno. A Chase le dijo:
—Querría continuar nuestra conversación de Springfield.
Como siempre, se le ocurrieron a Chase varias respuestas imprudentes que, como siempre, fueron reemplazadas por la habitual prudencia que no lo hacía del todo indigno de admiración.
—También yo, señor. Virginia… —Chase bajó la voz, porque había varias personas cerca, y Lincoln inclinó la cabeza para escuchar mejor— se quedará en la Unión si deja usted en paz al fuerte Sumter.
—¿Un estado a cambio de un fuerte? —Lincoln sonrió—. Me parece bastante buen negocio para el dueño del fuerte.
—Sí, señor. —Chase se alejó. Había recibido la respuesta que temía, aunque esperaba. Lincoln cedería ante el Sur, después de cierta dosis de jactancia calculada.
Mary estaba despierta en la cama cuando Lincoln se reunió con ella. Los restos de la delegación de paz se habían marchado, le dijo, «en estado de beligerancia».
—Ven a la cama. Pareces muy cansado.
—Tú debes de estar cansada, Molly. —Lincoln empezó a desvestirse.
—Pensé que lo estaba. Entonces me metí en la cama, traté de dormir y no pude. Demasiado cansada para dormir. Supongo que demasiado excitada, ¿y tú?
Lincoln apagó la lámpara de gas suspendida del techo. Otra, situada al lado de la cama con dosel, ponía luces azules y blancas en el rostro de Mary.
—¿Qué piensas de la Old Club House? —preguntó Lincoln, mientras se ponía una camisa de noche demasiado corta para él, aunque, desde luego, todas las compradas en las tiendas eran demasiado cortas para él. Mary había querido encargar algunas a medida, o hacerlas ella misma. Pero Lincoln estaba perfectamente satisfecho con sus largas piernas desnudas «de cigüeña», como decía ella con desaprobación.
—¿La Old Club House? Ah, la Old Club House del gobernador Seward. Un nombre apropiado.
—Sí. Era un verdadero club hasta hace poco. —Lincoln se miró la barba en el espejo; ociosamente, la separó.
—Lo sé. Allí llevaron a morir al pobre Mr. Key, cuando le dispararon. Nunca pude confiar en ese hombre. ¡Nunca!
—¿En Mr. Key? ¿O en su asesino, Mr. Sickles? —Lincoln volvió a unir su barba.
—El gobernador Seward, padre. Tú sabes qué pienso de él. —He observado que parecías a gusto en su cena.
—Oh, la comida era espléndida… Ya tengo abundantes carnes, ¿no es verdad? —Desanimada, Mary contrajo el brazo y miró con aflicción el bulto que tensaba el encaje blanco de su camisón.
—A mí me pareces muy hermosa.
—Oh, padre, dirías lo mismo si fuera como… como el general Scott.
—Por supuesto, lo diría. Pero no sería verdad. —Lincoln entró en el cuarto de baño adjunto. Mary ya había reparado en la comodidad y modernidad del Willard. No eran necesarias las bacinillas en ninguna de las suites. ¿Sería igual la Casa Blanca?
—Padre —dijo ella—, ¿te fastidio con los nombramientos?
—Sí —dijo la voz desde el cuarto de baño.
—¡No es cierto! Lo dice la prensa vampira porque soy sureña y se supone que debo creer en la esclavitud cuando soy la única abolicionista de la familia y tú sólo eres… dulce y tierno.
Lincoln regresó, secándose el rostro con una toalla decorada con la «W» del Willard.
—Cualquier hombre llamado Watson o Wilcox tendría motivos para robar una de estas toallas —dijo.
—O Washington. ¿Le has dado a leer tu discurso al gobernador Seward?
Lincoln asintió.
—Dijo que agregaría notas.
—No lo escuches.
—Yo escucho a todos. Y él me gusta, en conjunto.
—Se cree muy inteligente.
—Bueno, tiene todo el derecho de creerlo. Es inteligente.
—Aunque no lo bastante para librarme de Simon Cameron.
—Creí que habías decidido mantener a Cameron fuera del gabinete.
—Así es. Y luego decidí otra cosa. De todos modos, no estará en el Tesoro. —Lincoln se metió debajo de las mantas—. Estará en el Departamento de Guerra.
—Entonces te sugiero que evites la guerra.
—Es lo que me propongo, Mary.
—¿Quién estará en el Tesoro?
—Salmon P. Chase.
—¿Ese abolicionista fanático? Quiere ser presidente.
—Como todos. Por eso los he puesto adonde puedo verlos. En el gabinete —suspiró Lincoln.
—Supongo que tendrás razón, padre. La tienes por lo general. Eventualmente, de todos modos. Ah, la prima Lizzie se quedará en la Casa del Presidente durante las primeras semanas. Es una maravilla con los tapiceros y demás. Dicen que la Mansión está completamente abandonada. Como el país, respondí, con la esperanza de que la prensa vampira no lo recoja, aunque es verdad. Mr. Buchanan ha sido un desastre, y gracias a Dios, serás tú quien ocupe su sitio y no el juez Douglas, por brillante que sea. Es raro que yo pudiera casarme con él. ¿Sabes?, todo el mundo pensaba que yo debía hacerlo. Yo misma lo creía, pero luego te conocí en ese baile en casa, y tú te acercaste y me dijiste, por toda presentación, que deseabas bailar conmigo «de la peor forma posible», ésas fueron exactamente tus palabras, y luego bailamos, y le dije a todo el mundo que sin duda lo hacías de la peor forma posible. ¡Oh, padre! —Mary sonrió ante el recuerdo, y se volvió a su marido, que dormía profundamente boca arriba. Por la fuerza del hábito, ella le tocó la frente; siempre le tocaba la frente a sus seres queridos, temiendo las señales de la fiebre que había matado a su hijo Eddie, de tres años. Pero el rostro de Lincoln estaba fresco. De pronto inspiró profundamente y, mientras exhalaba, gimió.
—Pobre hombre —dijo ella a su marido, y se preguntó si los sueños del hombre dormido eran ahora tan espantosos como habían sido los de ella, sin que él lo supiera, durante tantos años.