Cuatro

La acera del Willard’s Hotel parecía zumbar y latir y John Hay sentíase aún en el tren mientras atravesaba la multitud —en su mayoría de color— que había venido a ver a Mr. Lincoln, quien no estaba a la vista, al contrario que Mrs. Lincoln, que sí lo estaba, junto con los tres niños Lincoln, las seis señoras amigas de Mrs. Lincoln y los dos secretarios de Lincoln, John George Nicolay (nacido veintinueve años antes en Baviera, llevado en la infancia a Illinois y ahora director de un periódico en Pittsfield), y el propio John Hay, de veintidós años, graduado en Brown y licenciado en derecho en Illinois dos semanas antes exactamente, gracias, en parte, al hecho de que su tío era el principal abogado de Springfield y antiguo socio de Lincoln, y en parte, a que Hay había sido compañero de escuela de Nicolay, secretario de Lincoln durante su campaña por la presidencia. Hay había logrado tornarse tan útil a Nicolay durante la campaña que Nico había dicho al presidente electo: «¿No podemos llevar a Johnny a Washington con nosotros?», y aunque Lincoln había gemido «No podemos llevar con nosotros a Washington a todo Illinois», John Hay había sido contratado como secretario presidencial. Pequeño, elástico, guapo, John Hay se proponía gozar tanto como fuera posible de su rápido ascenso en el mundo.

En Brown, Hay se había propuesto ser poeta; y en verdad era un poeta cuyos versos se publicaban. Pero eso no era exactamente una carrera ni un modo de ganarse la vida. Durante un tiempo le había atraído el púlpito, excepto por todo lo que se refería a Dios. Aunque las leyes no eran lo que más le fascinaba, para el joven llamado Hay no había muchas opciones. Trabajaba en el despacho de su tío, donde conoció a un amigo de éste, Mr. Lincoln, de cuyos altibajos se hablaba mucho en Springfield, y particularmente de los bajos. Se suponía que Mr. Lincoln se había vuelto loco durante dos semanas, justamente antes del día previsto para su boda, que debió postergarse. Más tarde había tenido un bajón después de perder su escaño en el Congreso y, a pesar de la campaña que había hecho por el nuevo presidente whig, Zachary Taylor, no se le ofreció otro puesto de gobierno que una secretaría en el territorio de Oregón, que Mrs. Lincoln rechazó por él. De vuelta en Springfield, Lincoln se dedicó a la abogacía junto con el brillante y empedernido bebedor William Herndon, y se dejó caer, afirmaban muchos, en la apatía, mientras ganaba abundante dinero como abogado de los ferrocarriles. Cuando comenzó el gran debate sobre la esclavitud, Mr. Lincoln encontró su voz; y después de desafiar a Stephen Douglas, había llegado a personificar el nuevo partido republicano y la nueva política, fuera ésta la que fuese. Hay nunca supo con certeza adónde se proponía Mr. Lincoln llevar la nación, pero sabía que adondequiera que fuese, él también iría.

En el centro del vestíbulo el gerente del Willard saludaba a Mrs. Lincoln que estaba fatigada y no —Hay podía verlo— del mejor talante. Nicolay y Hay poseían palabras en código para los grandes. Mary Todd Lincoln era conocida, según su humor, como Madam o la Gata Montés. Mr. Lincoln era el Anciano o, en honor a la visita del año anterior a Washington de los primeros embajadores de ese pavoroso mandatario japonés conocido como el Tycoon.[1]

El delgado Nicolay estaba al lado de la Gata Montés, sonriendo sombríamente a través de su larga y juvenil barba en punta. Aunque Hay no podía oír lo que decía la Gata Montés, sospechaba que exponía en detalle una queja. De pronto, Hay se encontró al lado del mayor de los hijos de Lincoln, Robert, estudiante de primer año de Harvard, de diecisiete, que le dijo con placer «Johnny», como si no hubieran pasado los últimos doce días y noches confinados en el tren de Springfield, jugando a los naipes en el vagón de los equipajes y, ocasionalmente, bebiendo un trago de una botella que Lamon siempre llevaba «por las dudas», como él decía, en el enorme bolsillo donde estaban la honda, el par de puños de bronce, el cuchillo de caza y el derringer.

—Creo que Nicolay necesita ayuda —dijo Hay, abriéndose paso entre la muchedumbre hasta Mrs. Lincoln, justamente cuando su rostro de tez normalmente encendida empezaba a adoptar ese fulgor crepuscular que era la primera señal de una tormenta en la Gata Montés—. ¡Mrs. Lincoln! —Hay sonreía como un muchacho; para dolor suyo, con su rostro redondo y juvenil nunca parecía otra cosa. Los extraños solían llamarlo hijo; con frecuencia le daban palmadas en la mejilla; sabía que debía dejarse crecer pronto el bigote, si era posible—. Sus baúles están ya en sus habitaciones. —Era una mentira. Pero conocía el apasionado amor de Mrs. Lincoln a su equipaje y a la integridad de éste.

—¡Oh Johnny! ¡Trae la paz a mi mente! —De pronto, la sonrisa de Mary Todd Lincoln era conquistadora, y Hay fue conquistado; ella le tomó del brazo y juntos atravesaron el salón hasta la escalera principal, mientras el gerente y sus acólitos despejaban el paso para la considerable comitiva.

En el exterior, la muchedumbre se dispersó. David y Annie estaban decepcionados porque no habían visto al archidemonio.

—Dicen que ahora lleva patillas, para que nadie lo reconozca —dijo David mientras caminaban por la calle Trece.

—Pero una vez que la gente se acostumbre, lo reconocerán por las patillas. —Annie era razonable. Ella se detuvo luego ante un cerco de madera basta. Por el hueco entre dos estacas vieron un terreno baldío donde una cantidad de jóvenes hacía ejercicios militares con viejos rifles.

—¿Quiénes son? —preguntó David.

—Los Voluntarios Nacionales —susurró Annie; entre ambos flotaba la nube blanca de su aliento—. Uno de ellos es amigo de mi hermano Isaac.

—¿Para qué se preparan?

—Para el día de la investidura. Vamos. No quiero que me vean.

David y Annie se marcharon deprisa.

—Están locos —dijo él—. No pueden desafiar a todo el ejército de Estados Unidos.

En la suite Seis del Willard’s Hotel se coincidía en que los Voluntarios Nacionales eran realmente unos locos pero, potencialmente, peligrosos: ésta era la información confidencial recibida ya por el principal residente de la suite, el patilludo Abraham Lincoln, sentado ahora en un enorme sillón mientras sus dos hijos menores, Willie y Tad, trepaban sobre él y Hay sonreía dulcemente ante esa escena doméstica: jamás había odiado más a otros niños que a esos dos. No era posible comprender a Tad, de siete años, debido a alguna especie de malformación de su paladar; en tanto que se comprendía demasiado bien al despiadadamente inteligente y elocuente Willie, de diez. Willie era un conversador tendencioso que consideraba a Johnny Hay como un compañero de juegos algo tonto.

Mientras los niños gritaban y golpeaban a su padre, Seward y Lamon estudiaban con Lincoln, como podían, los planes de seguridad. Mary se había retirado a su dormitorio para atender a su equipaje; Hay rezaba porque éste no fuera mítico.

Nicolay estaba en la puerta, con cierta expresión de alarma. Hay vio muy pronto el porqué. Detrás de Nicolay se elevaba la inconfundible figura de Charles Sumner, senador por Massachusetts, heredero de Daniel Webster; el mayor de los eruditos del Senado y orador de tal convicción que se habían visto públicos que pedían, después de tres horas de ese lenguaje capaz de incendiar las zarzas, más llamas incandescentes alimentadas por su única pasión: la convicción de que no había en el mundo tarea más importante que liberar a los esclavos y castigar a sus amos.

Lincoln se puso de pie literalmente de un salto al ver a Sumner, esparciendo a sus hijos sobre la alfombra floreada de Bruselas. Cuando los muchachos empezaron a chillar indignados, Lincoln dijo:

—John, entregue los niños a su madre.

Hay aferró la mano de Tad y lo puso de pie; chillaba mientras Willie corría hacia el dormitorio de su madre gritando «¡Mamá!».

Seward presentó con gracia al senador Sumner. Charles Sumner no sólo era muy bien parecido sino que, cosa insólita en la mayoría de los estadistas modernos, iba afeitado. Hay había enviado ya un artículo curiosamente poco interesante por el servicio telegráfico, señalando que Lincoln sería el primer presidente barbado de la historia de América. La pilosidad facial era ahora respetable o de rigueur, como habría dicho Mrs. Sarah Helen Whitman, la musa francoparlante de Hay y de Providence, Rho de Island. Después de su breve compromiso con Edgar Allan Poe, Mrs. Whitman sólo llevaba vestidos blancos, como mortajas; se perfumaba con éter para sugerir una enfermedad terminal como la que había consumido a Poe, y ejercía abrumador imperio sobre los estudiantes enamorados de la poesía de Brown.

—Lo habría reconocido en cualquier parte —dijo Lincoln—. Por sus retratos.

—Pero yo quizá no lo hubiera reconocido, señor, con esa barba de Abraham, por así decirlo, que tan recientemente ha adquirido. —A los oídos de Hay, Sumner parecía más inglés que americano, como tantos otros mandarines de Boston. A pesar de esto, la voz era singularmente hermosa a su modo, pensaba Hay, oriundo del Oeste, mientras se deslizaba en el dormitorio y encontraba, para su alegría, a Madam y a una criada de color abriendo una hilera de baúles. Cuando Willie entró en el dormitorio adyacente, ella le dijo:

—Llévate a Tad.

—No —dijo Tad.

—¡Sí! —dijo la Gata Montés, con un brusco cambio de expresión que todo el mundo, incluso Tad, tan obviamente consentido, comprendía y temía. Lloriqueando de compasión por sí mismo, el niño obedeció—. Dios mío, ¿no terminará nunca esto? —dijo Madam a Hay—. Estoy mareada del viaje en tren. Odio estos baúles.

—Muy pronto estará instalada en la Casa Blanca. ¿Puedo ayudar?

Pero Madam sostenía en alto un vestido de terciopelo azul; lo examinaba cuidadosamente buscando huellas de deterioro.

—Soy una mártir de las polillas —dijo para sus adentros, pero en alta voz, curioso hábito al que Hay se había acostumbrado durante los días de confinamiento en el tren. Cuando Mrs. Lincoln lo deseaba o cuando podía (Hay no lograba determinar si la conducta errática de ella era o no calculada o simplemente incontrolada), era capaz de seducir a quien quisiera, así como había seducido al joven abogado más ambicioso de Springfield; aunque Lincoln no habría necesitado demasiada seducción, porque ella era una Todd y vivía con su hermana, cuya casa en la colina era el centro de la vida social de la ciudad, y donde había sido cortejada por todos los demás abogados ambiciosos, para no hablar del juez Stephen Douglas, en tanto que, cuando era niña, había conocido en Lexington, Kentucky, a Henry Clay, el único estadista americano a quien, con la excepción del Washington de Parsons Weems, Lincoln había elogiado abiertamente.

Madam dio el vestido a la criada para que lo colgara; se volvió hacia Hay con una sonrisa brusca, casi de muchacha.

—Entre usted y yo, Mr. Hay, en todo esto hay más motivos de diversión de lo que yo habría sospechado, a pesar de la fatiga.

—También yo lo había advertido, Mrs. Lincoln.

Pero entonces la sonrisa desapareció. Ella había oído la voz sonora de la otra habitación.

—¿Quién está con Mr. Lincoln?

—El senador Sumner.

—Oh. —Hay observó que ella se debatía entre la timidez y la curiosidad, dilema que resolvió acercándose a la puerta entreabierta a mirar—. Es tan bien parecido como dicen —añadió en voz baja, esta vez para Hay y no para ella misma.

—No ha dejado de hablar desde que llegó.

—Al menos parece haber alejado a Mr. Seward, ese abolicionista… furtivo. —Mary retornó a la habitación.

—Seguramente, Mr. Seward no es furtivo…

—Bueno, fue un abolicionista furibundo en un tiempo. Ahora, por supuesto, ha cambiado un poco de manchas; pero para bien o para mal, Mr. Sumner no cambia nunca. Espero que ninguno de estos abolicionistas olvide nunca que Mr. Lincoln no está a favor de abolir la esclavitud. Simplemente, pide que no se extienda a nuevos territorios. Y esto es todo. —En los últimos doce días, Hay le había oído decir eso tantas veces que había dejado de oír las palabras. Pero Mrs. Lincoln, había que recordar, estaba en dificil posición. Los Todd eran una gran familia de Kentucky, poseedora de esclavos; y lo que era peor, muchos de los Todd eran secesionistas, y esto era una fuente de considerable embarazo para ella, y aún más para el nuevo presidente—. Quiero que encuentre a Mrs. Anne Spriggs. —Esto era inesperado.

—¿Quién es, Mrs. Lincoln?

—Una viuda que tiene, o tenía, una casa de pensión en Capitol Hill. Allí vivimos cuando Mr. Lincoln estaba en el Congreso. Me han dicho que aún vive, y me encantaría volver a verla y —nuevamente la sonrisa de muchacha— que me viera.

—Entonces —dijo Hay, nuevamente seducido por Madam, que acababa de reemplazar a la Gata Montés— la encontraré, Mrs. Lincoln.

Con un gesto, Madam lo despidió. Va a ser una primera dama muy señorial, pensó él, mientras regresaba al salón con la esperanza de pasar inadvertido. Pero la aparición de Hay detuvo a Sumner en mitad de una frase.

—¿Señor?

—Éste es el secretario de mi secretario, Mr. Sumner. John Hay.

—Ah, sí.

Cambiaron un apretón de manos. Hay sintió cierta impresión al ver de cerca a un hombre tan famoso.

—Le oí hablar, señor —dijo—. Hace dos años. En Providence. Yo estaba en Brown.

—Recuerdo ese discurso. —Sumner perdió el interés. Hay miró a Lincoln: ¿debía quedarse? El Tycoon alzó el mentón, lo que significaba «no».

—Quería saber quién era más alto, Mr. Sumner o yo, pero cuando sugerí que nos midiéramos espalda contra espalda…

—Yo dije —Sumner no pensaba permitir que nadie recitara por él su texto— que ha llegado el momento de que unamos nuestros pechos y no nuestras espaldas ante los enemigos de nuestro país.

—Sí, eso es exactamente lo que dijo. —Lincoln se volvió a Hay—. Palabra por palabra —añadió. Con una inclinación profunda, Hay dejó a los dos estadistas librados a lo que, sospechaba, sería una conversación muy desagradable. Sumner había apoyado a Lincoln para la elección; pero ahora temía el ascendiente de Seward sobre el nuevo presidente. Sumner quería que Lincoln aboliera la esclavitud. Pero Lincoln no estaba dispuesto a hacerlo precisamente cuando Virginia y Maryland estaban al borde de la secesión, y cuando media docena de estados de frontera, inclusive Kentucky, estaban a punto de seguirles. En el tren de Springfield, Hay había observado las multitudes que venían a aplaudir al presidente electo (en todas partes excepto en Nueva York, donde había un poderoso movimiento prosecesionista), y había llegado a pensar en Lincoln como una fortaleza asediada y cañoneada desde todas las direcciones, una fortaleza que esperaba ser liberada por… Pero Hay no sabía por qué. Nadie sabía qué se ocultaba en la mente de Lincoln. Y menos aún los jóvenes ruidosos agrupados en el extremo opuesto del bar del Willard, bebiendo cócteles de diez centavos.

Hay empujó las puertas basculantes del largo bar situado junto al vestíbulo principal del hotel, donde bajo una bóveda dorada las señoras bebían té y dirigían miradas de desaprobación —cuando no de envidia— a los hombres que entraban y salían de la camaradería alcohólica del bar, largo y lleno de humo.

Hay encontró al afeitado Robert Lincoln —el joven podía pero no deseaba dejar crecer sus patillas— hablando con un muchacho bajo y de ojos vivos que ya mostraba señales de calvicie. Robert presentó al joven diciendo a Hay:

—Se graduó en Harvard el mismo año que tú en Brown.

—Ya es un vínculo, supongo —dijo Hay, mientras pedía un brandysmash. El graduado de Harvard examinaba con curiosidad a Hay.

—Usted es uno de los secretarios de Mr. Lincoln, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Todo el mundo dice que Johnny es demasiado joven. Robert sonrió con timidez; porque era tímido, y también algo solemne. Dos años antes había sido apartado de la familia por su padre y enviado al Este, a Harvard. Pero como no estaba suficientemente educado para la gran universidad, se había visto obligado a pasar un año preparatorio en la Phillips Exeter Academy de Nueva Hampshire. Se decía que Mr. Lincoln quería la mejor educación posible para su hijo mayor, precisamente porque él mismo había tenido la peor, es decir, prácticamente ninguna. Después de la confrontación con Douglas y de la elección perdida, Lincoln resolvió viajar al Este para ver cómo se desenvolvía su hijo en la Exeter Academy. Fue en el curso de ese viaje, y prácticamente nadie había dicho nunca que fuera una coincidencia prevista, cuando alguien persuadió a Mr. Lincoln a ser el tercer orador en un debate público en el Instituto Cooper de NuevaYork. Habló allí el 27 de febrero de 1860. El director del Evening Post de Nueva York, el liberal William Cullen Bryant, era el moderador del debate, y entre la concurrencia estaba el periodista de mayor poder de la ciudad, Horace Greeley. Al día siguiente Lincoln era conocido en todo el país. Con su característica elocuencia, había aceptado la esclavitud en el Sur, al tiempo que se oponía a su extensión a ninguna otra zona. Esto agradó a la mayoría de los republicanos, pero despertó grandes sospechas entre los demócratas norteños de Douglas, por no mencionar a los demócratas del Sur. Después de ese éxito en el Instituto Cooper, Lincoln habló en todas partes en el Noreste y, durante esa gira triunfal, arrebató la designación de candidato republicano al poderoso Seward y al apasionado antiesclavista de Ohio, Salmon P. Chase. «De modo que si no hubiese sido que tú, Bob —solía decir Lincoln—, estabas en Exeter, jamás habría sido yo designado ni elegido». Aparentemente, Robert lo creía. Hay no. Desde el comienzo de su estrecha relación con Lincoln —hacía menos de un año pero le parecía toda una vida— había tenido jubilosa conciencia de la infinita astucia del Tycoon. Lincoln nunca dejaba nada librado a la casualidad si podía evitarlo. Era un maestro en el control de la opinión pública, ya directamente, por medio de un discurso premeditado ante un público presente, ya indirectamente, mediante su increíble sensibilidad para utilizar la prensa de acuerdo con sus propios fines. Era también el primer político que había comprendido la importancia y la influencia de la fotografía; los fotógrafos siempre salían de su casa complacidos. Hasta se había dejado la barba para suavizar sus rasgos más bien duros y para convertirse, al menos en su apariencia, en el verdadero padre Abraham de la nación. Por lo tanto, con su característica previsión, había enviado a estudiar a su hijo a Nueva Inglaterra para poder ir al Este cuando llegara el momento, sin otro fin aparente que una sencilla preocupación paternal… y llevarse la corona.

—¡Eh, Johnny! ¡Haschis Johnny Hay! —Hay se volvió y reconoció el rostro pero no el nombre de un hermano de su fraternidad de Brown. Cambiaron el peculiar apretón de manos de la Zeta Delta Ji. Como el joven estaba ebrio, Hay lo empujó para apartarlo de Robert Lincoln, quien gozaba sobremanera de su anonimato, destinado a durar muy poco, sólo hasta que los periódicos publicaran las imágenes de toda la familia Lincoln. Y además Hay no quería que nadie se enterara de su apodo en la universidad.

—¿Qué haces en la ciudad?

Hay recordó que el joven era del Sur; se alegró de que no conociera su cargo.

—Oh, he venido para la investidura —dijo casualmente.

—Si la hay. —El joven ebrio alzó las cejas de modo tan amenazador como su necia cara podía expresar—. Yo volveré a Charleston a luchar, si hay que hacerlo. Supongo que estarás a favor de los yanquis, ¿verdad?

—Así me parece —dijo Hay.

—Bueno… —Las palabras no acudían deprisa al inminente rebelde. Pero en su mano se materializó una hoja de papel—. Tomaré el barco por la mañana. Pero como somos hermanos, te dejaré esto. Es mi legado más preciado.

Hay miró una lista cuidadosamente escrita de nombres y direcciones; algunos eran curiosamente crípticos, como El Henar —le llamó la atención de inmediato—, El Ganso Azul, La Casa del Diablo… Después de cada nombre había un número.

—Están clasificadas de uno, las mejores, a cinco, bastante malas. Tres de nuestros hermanos han reunido esta lista. Les llevó más de un mes. Ahora todos han regresado al Sur. De todos modos, puedes darle una copia a quien quieras. Pero me dijeron que preferirían que sólo los Deltas se beneficiaran de ella. Adiós, Johnny.

Le llevó a Hay algunos días descubrir que había recibido una lista meticulosamente clasificada de las casas de putas de Washington. Quedó eternamente agradecido a su compañero; a los veintidós años, no había mejor regalo que pudiera hacer un miembro de la Zeta Delta a otro. Había una lista similar en la casa de la fraternidad, en Providence, y Hay la había usado de vez en cuando para entretener lo que le agradaba llamar sus «horas libres». Entre esas horas libres, las más legendarias en la fraternidad habían ocurrido cuando Hay había decidido imitar a su ídolo Edgar Allan Poe. Aunque no pudo encontrar opio, halló hachís, que él y sus compañeros fumaron con resultados todavía recordados en Providence como una hora libre que se había expandido, para los fumadores, hasta ser una eternidad libre. Y después de eso, pasó a llamarse Haschis Johnny Hay.

—Hay se reunió con Robert y el joven calvo que era Henry, el hijo de Charles Francis Adams, de Massachusetts, partidario de Lincoln.

—He visto subir a nuestro senador —dijo Henry—. Supongo que iba a ver a Mr. Lincoln.

Hay asintió.

—Los dejé juntos. Creo que Mr. Sumner estaba a punto de pronunciar un discurso.

Henry suspiró.

—Estos días parece demente…

—Bueno, pero le han golpeado la cabeza con un bastón, ¿no es verdad? ¿No fue un sureño? —Robert empezó a pedir otra copa pero Hay hizo un gesto de advertencia y Robert desistió. En ciertas ocasiones Hay sospechaba que había sido contratado, no como secretario del presidente sino como hermano mayor de los muchachos.

—Oh, Mr. Sumner se ha recobrado. Al menos en gran medida. Pero durante estos tres años de invalidez parece que ha hablado demasiado con Dios. Cuando regresó al Senado, anunció: «Yo me ocupo de moral, no de política».

—Eso es aterrador —dijo Hay.

—También yo lo pienso —respondió Henry, y sonrió por primera vez—. Diría que las dos cosas son probablemente antitéticas. Por supuesto, mi padre no está de acuerdo. Soy su secretario. A propósito, está en el Congreso.

—Lo sé. Lo sé. Mr. Lincoln tiene en alta estima a Mr. Adams.

—Así es —dijo Robert—. Incluso, ha dicho que quizá…

—¡Robert! —advirtió Hay.

—Está bien, Johnny.

—Mr. Robert Lincoln… —empezó Hay.

—El Príncipe de los Raíles, como lo llama la prensa. Oh, se divertirán con eso en Harvard —dijo Henry, cuya sonrisa era, en el mejor de los casos, reticente.

—Lo escucharé eternamente. —Robert se ensombreció—. Por lo menos, no me obligarán a decir discursos desde la pla taforma posterior de un vagón de tren. No sé cómo lo hace un padre.

Henry se volvió a Robert.

—Sé que piensan en mi padre como embajador en Inglaterra. Personalmente, preferiría que se quedara aquí.

—¿Y que se pierda Londres? —Hay delataba sus intereses juveniles. Para él, Londres era la literatura: Dickens, Thackeray, quienquiera que hubiese escrito Adam Bede. Y también la historia. Washington sólo era política: zapatos viejos.

—Yo preferiría perderme Londres y no a Lincoln —dijo Henry.

—¿Por qué? —Hay sintió verdadera curiosidad.

—Pues porque, si él fracasa, ya no habrá un país. Y como mi familia cree que nosotros hemos inventado todo esto, ciertamente me gustaría ver qué ocurre con los restos.

—No creo que fracase —dijo Hay, que creía lo contrario, aunque rezaba para que, de algún modo, Lincoln aún consiguiera mantener unido lo que se disgregaba a tan terrible velocidad.

—En ese caso, si tiene éxito, la cosa será todavía más interesante.

—¿Por qué? Será exactamente como era antes.

—No. No puede ser.

—¿Y cómo será?

—Nadie lo sabe. Eso es lo divertido.