A las once en punto de la mañana, Seward y Lincoln —quien aún no había sido reconocido— cruzaron la calle desde el Willard hasta la Mansión Ejecutiva, conocida por los pocos americanos que no utilizaban el inglés latinizado prevaleciente entre los oradores nacionales como la Casa del Presidente o, simplemente, la Casa Blanca. El único guardia de la puerta ni siquiera miró a los dos estadistas sobriamente vestidos que se acercaban por el helado camino de acceso lleno de surcos al pórtico principal; la pintura de las columnas estaba resquebrajada, y los cristales de las ventanas cubiertos de polvo.
—La última vez que estuve aquí fue en 1848. —Lincoln miró la fachada con cierta curiosidad.
—El inquilino era entonces su amigo, Mr. Polk.
Lincoln asintió.
—Sólo que nunca se mostró amistoso, en particular después de mi ataque a su guerra mexicana.
—Ah, los inevitables discursos de la juventud… —Seward hizo una cómica mueca—. Oirá usted hablar mucho de ese discurso todavía.
Lincoln devolvió la mueca.
—Lo sé, lo sé. Las palabras son rehenes entregados a la fortuna, dicen. El único problema es que nunca sabemos de antemano cuál será la fortuna.
En la puerta delantera, un ujier irlandés, bajo y anciano, los detuvo.
—Declaren el motivo de su presencia, señores, por favor. No podrán ser recibidos por el presidente. Está en una reunión de gabinete.
—Diga al presidente —pidió Seward— que Mr. Abraham Lincoln ha venido a visitarlo.
El rostro del ujier se volvió muy rojo.
—¡Por el cielo, si no es el viejo Abe en persona! Oh, perdón, Su Excelencia…
—Es al cielo a quien no puedo perdonar, por hacerme viejo.
—Pues bien, señor, a mí me llaman el Viejo Edward. Edward McManus. He sido el portero desde el presidente Taylor.
—Entonces dejaré la puerta tal como está, en sus buenas manos.
El Viejo Edward sonrió, revelando sus pocos dientes y sus negras encías. Los condujo por el mohoso hall de entrada al Salón Rojo, justamente al pie de la gran escalera.
—Si espera aquí, señor, iré a buscar al presidente.
Mientras el ujier subía deprisa las escaleras, Lincoln y Seward examinaron el Salón Rojo, fiel a su nombre en cuanto al color, aunque astroso. Lincoln tocó una cortina de damasco rojo de la que se habían arrancado trozos.
—Los visitantes quieren recuerdos —dijo Seward—. Cuando era gobernador de Nueva York, ponía un guardia armado junto a cada cortina durante las recepciones.
—¿Y fue reelegido?
Seward rió.
—Así fue. En realidad…
Pero en ese momento, el presidente James Buchanan entró apresuradamente —como un huracán, pensó Seward— en la habitación. Era un hombre alto, de pelo blanco y con el cuello torcido, lo que significaba que su mejilla izquierda siempre parecía a punto de apoyarse en el hombro izquierdo. Un ojo bizqueaba, y con frecuencia la gente creía que se trataba de un guiño de complicidad para expresar que sus palabras no debían tomarse con seriedad.
—¡Mr. Lincoln! ¡No lo esperaba hasta mañana! Y Mr. Seward, también. Un gran honor para nosotros. ¿Dónde está mi sobrina? —Formuló esta pregunta directamente a Lincoln, quien respondió con gran seriedad:
—Por mi honor, señor presidente; yo no he escondido a su sobrina.
—Por supuesto que no. No la conoce usted. Ni yo. Y además no sé dónde se encuentra en este momento. Está ansiosa de mostrar la Mansión a Mrs. Lincoln. —Asistía a Buchanan, soltero toda su vida, su sobrina Harriet Lane, de quien se había oído decir a algún ingenio de Washington: «Y tampoco hay un poder detrás del trono».
—Solamente he venido a presentar mis saludos, señor… —Lincoln empezó a moverse hacia la puerta. Pero Buchanan le tomó firmemente el brazo.
—Debe conocer al gabinete. Mantenernos una reunión especial. Texas ha abandonado la Unión esta mañana. Acabamos de gil recibir la notificación oficial.
Estaban ahora en el salón principal. Aparecían criados —blanIfi cos y negros— que deseaban ver por un instante al nuevo preinidente.
—¿Qué respuesta dará usted a los… secesionistas? —Seward había observado ya que Lincoln usaba habitualmente la palabra «rebeldes»; pero como el demócrata Buchanan mantenía estrecha relación con el ala sureña de su partido, representada por el vicepresidente John C. Breckinridge, Lincoln empleó el término más suave.
—Esperemos que sea usted quien nos inspire. —Buchanan se inclinó ante Seward, quien no pudo dejar de pensar que ese experimentado político de Pennsylvania no había encontrado como presidente su verdadero marco, sino cuando era embajador americano ante Inglaterra.
Mientras los tres hombres subían por la escalera principal, Buchanan dijo:
—La casa es bastante más pequeña de lo que parece. En realidad, estamos muy apretados aquí. Nuestras habitaciones privadas están de ese lado, y los despachos en el extremo opuesto, y este pasillo que conecta unas y otros es para mí como la laguna Estigia. Todos los días paso como un alma condenada a través de muchedumbres de personas que esperan recibir algo por nada.
Estaban ya en la parte superior de la escalera, con el amenazador pasillo oscuro al frente.
—Jamás he estado aquí antes —dijo Lincoln.
—¿No tenía usted asuntos privados con Mr. Polk? —Seward encendió un cigarro; luego se dirigió al presidente—: ¿Me permite usted?
—Desde luego, señor. —Buchanan indicó cuatro grandes puertas a la izquierda y dos a la derecha—. Éstos son los dormitorios. Y ése es el cuarto de baño. Por supuesto, los grifos no funcionan. Nada funciona aquí, en verdad. —Buchanan los condujo por el polvoriento pasillo, cuya única iluminación provenía de una sola ventana situada al final de las habitaciones privadas. A mitad de camino a los despachos, el presidente indicó un saloncito oval que seguía la forma del Salón Azul del piso inferior. Estaba tristemente amueblado con sillones de crin y bibliotecas vacías. En las paredes había varias pinturas, tan oscurecidas por el tiempo y el polvo que era dificil saber qué o a quién representaban—. Ésta es nuestra única sala privada. E incluso aquí la gente irrumpe.
Luego el presidente los guió por el pasillo hasta una baranda de madera con una puerta.
—Aquí comienza el Hades —dijo, abriendo el picaporte. Detrás de la baranda había un escritorio vacío, y más allá una sala de espera con bancos que siempre recordaba a Seward la estación ferroviaria de un pueblo pequeño—. Aquí se instala siempre el otro Edward, aunque no está. No se me ocurre por qué. Es un hombre de color, y muy respetable. Él decide quién pasa a la sala de espera. Y aquí, a la izquierda, está el despacho del secretario, tan grande como el mío, con una pequeña habitación adjunta, que es donde Harriet, mi sobrina, guarda las sábanas. ¿Desean ver estas habitaciones?
—No, señor. —Seward podía afirmar que Lincoln estaba listo para la fuga. Pero el viejo Buck, como se llamaba popular e impopularmente al presidente, era inexorable.
—El salón del gabinete está aquí, junto al despacho del secretario, como verán, y unido al despacho presidencial, que está en el ángulo y es un poco más grande, gracias al cielo.
Buchanan había abierto la puerta del salón del gabinete. Media docena de hombres sentados ante una mesa cubierta con un tapete verde se pusieron de pie cuando el presidente introdujo en la habitación a Lincoln y a Seward.
—Señores, el presidente electo.
Vivamente, Lincoln dio un apretón de manos a cada uno de los hombres. Seward advirtió que se detenía un momento mientras saludaba al fiscal general, Edwin M. Stanton, un hombre corpulento, calvo, asmático, de gafas con montura de metal y desagradable expresión desdeñosa, en ese momento frente a Lincoln, que le decía en tono vagamente humorístico:
—Volvemos a encontrarnos, Mr. Stanton.
—Así es…, señor.
Lincoln se volvió a los demás.
—Hace cinco años éramos un par de abogados que trataban de establecer si la trilladora de Mr. McCormick era de él o de alguna otra persona.
—Lo recuerdo, señor. —Stanton estaba bien erguido; su abultado vientre temblaba levemente.
—Sí, Mr. Stanton. También yo.
—Buchanan llevaba ahora a Lincoln a la ventana, que daba al lado sur de la propiedad presidencial, limitado por el viejo canal —ahora una cloaca descubierta— y, más lejos, por el río Potomac.
—En verano, señor, el olor del canal es absolutamente insoportable —dijo Buchanan—. Les he dicho que lo desequen. O que lo rellenen. Naturalmente, el Congreso no hace nada. Pero me permiten usar una casita de piedra en el Hogar del Soldado. Paso allí los veranos, y le sugiero que la utilice también usted, si no quiere contraer una fiebre.
Lincoln miraba una pila de bloques de mármol blanco en cuyo centro se elevaba la base de un obelisco.
—¿Todavía no han terminado el monumento a Washington?
—No, señor. Aquí no se termina nunca nada. El Capitolio no tiene su bóveda. No hay pavimento en las calles. Ni alumbrado. Nada se ha terminado jamás, señor, excepto una cosa. —La cabeza del anciano estaba ahora apoyada en su hombro, y el ojo malo estaba completamente cerrado mientras señalaba por la ventana, con serena alegría—. Allí —dijo—. ¡Mire!
Lincoln miró una inmensa pared de ladrillo rojo.
—Lo único que decididamente le faltaba a la Mansión Ejecutiva desde los tiempos de Mr. Jefferson era un buen establo. Pero no un establo de madera, señor. No, señor. No un establo que pudiera incendiarse o pudrirse. No, señor. Un establo de ladrillo. Un establo construido para durar más que el tiempo. No sabe usted qué placer he sentido a lo largo de estos cuatro años cuando veía crecer lentamente este hermoso establo sobre la ciénaga que recibe el nombre de Parque del Presidente.
—Y hacerse añicos la Unión —dijo Lincoln a Seward mientras ambos atravesaban el Parque del Presidente hacia el Departamento de Guerra.
—Es un hombre bienintencionado el viejo Buck —dijo Seward, dejando caer el epitafio político definitivo—. ¿Qué fue eso que le ocurrió con Stanton?
Lincoln rió.
—Verá, Mr. Stanton era un importante abogado de Ohio en un caso sencillo… más o menos dentro del campo de usted, ahora que lo pienso. Y yo era el abogado pueblerino llamado para ayudarle, porque tenía relaciones políticas en Chicago, donde debía celebrarse el juicio, según se suponía. Pero cuando el tribunal se trasladó a Cincinnati, yo ya no era necesario, como me dijo con absoluta claridad. En verdad, me eliminó de inmediato.
—Es un hombre desagradable —dijo Seward—. Pero es el mejor abogado del país. Y es uno de los nuestros.
Lincoln miró de soslayo a Seward.
—¿En qué sentido? Es un demócrata. Estaba a favor de Douglas, o eso dice la gente. Él mismo no lo ha reconocido nunca, según me han dicho.
—La semana pasada dijo al presidente que si perdía sin lucha el fuerte Sumter merecería la impugnación.
—Bien, bien —dijo Lincoln, y no agregó nada. El pequeño Departamento de Guerra estaba rodeado por treinta ruidosos gansos que un campesino intentaba obligar a moverse, para deleite de los dos soldados que más o menos montaban guardia—. No haré referencias a Roma ni a los gansos del Capitolio. —A Seward le encantaban las alusiones clásicas. Conocía a Tácito, y amaba a Cicerón.
—No, por favor. —Lincoln miró con cierto disgusto la inesperada escena rústica.
—En realidad, el general Scott posee un flamante Departamento de Guerra allí, en la calle Diecisiete. Este edificio será para el ejército, así como aquél, allá —Seward señaló un segundo pequeño edificio de ladrillo—, será para la marina. Pero todo será gobernado desde la calle Diecisiete. —Juntos, los dos hombres cruzaron la planicie de barro helado que era la calle Diecisiete, hasta un gran edificio con un pórtico de seis columnas jónicas, y ningún guardia; ni siquiera gansos. Era el Departamento de Guerra. Mientras se acercaban al portal, Seward preguntó a Lincoln quién debería ser el ministro de Guerra.
La respuesta de Lincoln fue cortante.
—Ciertamente, no el hombre más calificado. Creo que eso estaba claro, ¿verdad? —A pesar de la serena cordialidad de Lincoln, Seward detectó una arista repentina de verdadera amargura. Como presidente minoritario, Lincoln sólo podía reinar si aplacaba a ciertos grandes poderes y dominios. En cuanto a reinar… Seward pensaba, esa mañana del sábado 23 de febrero de 1861, que Lincoln sería afortunado si lograba completar su mandato como presidente aparente de un mero cuarto trasero de los Estados des Unidos. Como el talento y la riqueza de ese fragmento restante de la Unión original estaban en el Norte, específicamente en NuevaYork y en Nueva Inglaterra, ese inexperto forastero del Oeste necesitaría un primer ministro capaz, del sector de los ricos: Seward mismo, el jefe del partido. Pero Seward no tenía prisa por imponerse ni por imponer el así llamado Plan Albany a Lincoln. Estaba convencido de que, en los nueve días siguientes, tumultuosos acontecimientos lo harían tan imprescindible para el nuevo presidente que podría afirmar su autoridad, evitar la guerra contra el Sur en que Lincoln podría caer, excluir del gabinete a Chase y a los demócratas, y comenzar la creación de ese nuevo imperio norteamericano, y también sudamericano y de las Indias Occidentales, ¿por qué no? Para Seward, compensaba con creces la pérdida de los estados esclavistas.
Seward no era ya el abolicionista que había sido en un tiempo. Ahora era a la vez más y menos ambicioso de lo que era cuando, el mismo año en que Lincoln atacaba a Polk por hacer la guerra contra México, Seward decía en una reunión de Cleveland que «la esclavitud debe ser abolida, y somos ustedes y yo quienes debemos hacerlo». Ahora era conciliatorio en general, y hermosamente vago en particular. Por otra parte, Lincoln aún luchaba contra las palabras que él mismo había arrojado orgullosamente al rostro del presidente Polk: «Cualquier pueblo de cualquier parte —había proclamado ante el Congreso el diputado Lincoln—, si posee el poder y esa inclinación, tiene derecho a levantarse y derribar al gobierno existente». Seward conocía de memoria el así llamado discurso del derecho a la revolución, como todos los sureños; y no pasaba un día sin que esas palabras se utilizaran para desafiar al hombre alto y de movimientos torpes que en ese momento entraba por primera vez en el Departamento de Guerra.
A sus setenta y cuatro años, Winfield Scott era el general en jefe de los ejércitos de la Unión; y a su metro noventa y dos centímetros, medio centímetro más alto que el nuevo presidente. Las estimaciones de su legendario peso rara vez bajaban de los ciento treinta y cinco kilos.
El general Scott recibió al comandante en jefe electo en su despacho de la planta baja: era ya demasiado corpulento y anciano para subir escaleras con facilidad. Aunque estaba enfermo de gota, amaba la comida y el vino, y también la gloria, y se amaba a sí mismo. El rostro rojo y mofletudo era vasto y manchado, y una telaraña de diminutas lineas violáceas apresaba su nariz. Scott usaba un elaborado uniforme de su propio diseño, resplandeciente de trencillas doradas y grandes charreteras. Ahora se erguía como una montaña brillante ante un cuadro de sí mismo como el héroe de la guerra de 1812. Cuando Lincoln entró en la habitación, el general cojeó hacia delante; se dieron la mano debajo del cuadro de Scott conquistando México en 1847.
—Viene usted en un momento, señor, en que, como nación, estamos en el filo de la navaja. —La voz del anciano era todavía profunda, pero tendía a ser trémula cuando evocaba alguna emoción, real o simulada.
—Es un gran privilegio conocerlo, general. —Lincoln miró la pintura en que Scott arrasaba Chapultepec, y apartó la vista. No era un buen principio, pensó Seward. Lincoln detestaba la guerra de México.
—Siéntese, señor. —Scott se dejó caer en un trono diseñado para que un hombre muy corpulento pudiera entrar y salir de él con relativa facilidad—. Debo confesar, señor, que no he votado por usted.
—¿Porque es virginiano?
—No, señor. Soy un hombre leal a la Unión, y por eso me alegra que esté usted aquí para evitar más desUnión. Y no he votado por usted porque no voto jamás.
—Sin embargo, general, yo voté por usted en 1852, cuando era usted el último candidato whig a la presidencia, y yo aproximadamente el último buen whig de Springfield. —Seward se preguntó si esto era cierto o no. Durante la mañana, había observado correctamente que Lincoln tenía el don del halago, forma de insinceridad que Seward tendía a considerar la más delicada de sus propias artes. En cuanto a Scott, Seward lo veía como su propia obra. Había sido idea de Seward que compitiera por la presidencia, y era Seward el autor de cada uno de los discursos pronunciados por Scott a lo largo de esa desastrosa campaña.
—Recibí —dijo el general, en una voz de mando militar que adoptaba el tono de un político— un millón trescientos ochenta y seis mil quinientos setenta y ocho votos. Franklin Pierce —cuando el anciano pronunció ese nombre, el rostro rubicundo oscureció— tuvo doscientos veinte mil votos más que yo. Y ahora nos enfrentamos a una guerra civil. Porque si yo hubiera sido elegido, señor, habría consolidado los fuertes federales del Sur. No hubiéramos tenido problemas en el fuerte Sumter porque yo habría hecho inexpugnable el vecino fuerte Moultrie, y Charleston sería aún lo que estaba previsto que fuera: un puerto de los Estados Unidos.
—¿Qué se debe hacer? —La voz de Lincoln era suave.
Scott hizo un gesto a un asistente que puso un mapa de la Unión en un caballete. Scott tomó un puntero situado al lado de su trono y señaló los diversos establecimientos militares del Sur. Scott dio sin rodeos las malas noticias. Con la excepción de los fuertes Sumter y Pickens, todos los fuertes federales estaban en manos rebeldes, o lo estarían muy pronto. Seward esperaba que Scott siguiera el plan que habían establecido juntos. Lincoln debería decir al Sur: «Id en paz, hermanas descarriadas». Aunque Scott no aconsejó esto, tampoco se mostró precisamente entusiasta.
—No tenemos nada que pueda llamarse una flota. La administración ha debilitado deliberadamente nuestras fuerzas militares. Y se explica: Mr. Floyd, el anterior ministro de Guerra, es un secesionista y un traidor. ¿No le molesta mi franqueza, señor?
—No, general. Yo mismo he llegado a igual conclusión. Ahora bien, si hubiera guerra… —Lincoln se interrumpió. Seward estaba sentado en el borde de su silla. Jamás se le había ocurrido que Lincoln tuviera realmente un plan, ni que ese plan involucrara una acción militar contra los estados rebeldes. Como la mayor parte de los hombres inteligentes, Seward pensaba que todos los hombres inteligentes, ante un mismo conjunto de hechos, reaccionarían como él. Durante las últimas horas, había empezado a apreciar la inteligencia de Lincoln, si no el rústico estilo del Oeste; ahora, ese hombre de rostro demacrado, desparramado en un sillón, con las rodillas en camino al mentón, decía—: Si hubiera guerra, ¿cuánto tiempo nos llevaría organizar un ejército, construir una flota y hacer todos los preparativos necesarios?
—Seis meses, señor. Nos faltan buenos oficiales. Los mejores de nuestros titulados de West Point son sureños. Desde Jefferson Davis, presidente de la Confederación, hasta…
Lincoln interrumpió bruscamente al anciano.
—General, yo no empleo ni reconozco ese título; y la Confederación es un lugar que no existe. ¿Está claro?
Seward se irguió vivamente. Ese hombre, Lincoln, era duro de veras, o lo aparentaba. Y los hombres inteligentes eran flexibles, o así prefería creerlo Seward.
—Sí, señor. Tiene usted razón, señor. De todos modos, desde Mr. Davis hasta el coronel Lee, el Sur tiene a nuestros mejores oficiales.
—Quizá debería haber ascendido usted a unos pocos más hombres del Norte… Y del Oeste.
—Bueno, señor… —Scott hizo un gesto vago con el puntero, que a su vez le recordó el mapa—. Señor: yo he trazado ya un plan por si fuera necesario restaurar la Unión mediante el uso de la fuerza. —Se detuvo, esperando alguna respuesta de Lincoln, pero no hubo otra que la atención.
Scott continuó sin la señal esperada.
—Si Virginia y Maryland se retiran de la Unión, estaremos obligados a trasladar la capital a Harrisburg o a Filadelfia… —Scott se interrumpió. Lincoln no habló; su rostro era impasible. Seward se sintió decididamente inquieto. ¿Cuál era el juego de ese hombre? Seward, a quien agradaba el póquer, tendía a creer que Lincoln esta vez sólo se permitía un farol. Al menos, eso esperaba.
Scott, nuevamente sin una señal, procedió a dividir el Sur con el puntero.
—No creo que un asalto directo contra Maryland yVirginia tuviera éxito. Virginia es el más poblado de los estados del Sur, el más rico, el mejor preparado para la guerra. Deberíamos infligir aVirginia todo el daño que pudiéramos; pero yo diría, señor, que nuestra esperanza está en el Oeste. El río Mississippi es la clave. Apoderarse del río. Mantener a Mississippi fuera de la guerra, y a las partes de Tennessee y de Kentucky que pudieran oponerse a nosotros. Dividir al Sur en dos partes; cada una de las dos morirá por la falta de la otra.
Scott calló. Lincoln se enderezó lentamente.
—Supongo que lo mejor seria persuadir a Virginia y a Maryland de que permanezcan un poco más de tiempo en la Unión. —Seward dejó escapar un audible suspiro de alivio. Ése era el Lincoln que había inventado en privado desde la elección: un hombre cauto y vacilante; un verdadero jesuita del Oeste.
Mientras Lincoln se levantaba, un asistente ayudó a Scott a ponerse de pie.
—A propósito, general, ¿qué haría usted con el fuerte Sumter?
—Resistiría todo lo posible.
—¿Y después?
—Evacuaría el fuerte. De otro modo, el mayor Anderson y todos sus hombres morirían o serían capturados. No disponemos de poder naval para dominar el puerto de Charleston.
—Un honor conocerlo, general. —Lincoln se volvió a Seward—. Mi esposa y el resto de mi familia llegarán en cualquier momento.
—El mayor estará en la estación, aunque no llegue usted a tiempo.
Lincoln frunció el ceño.
—Debería haberme quedado con los demás.
—Fue por consejo mío, señor —dijo Scott—, que vino usted en el nocturno. Confío en mi gente de Baltimore. Me juraron que no habría salido usted con vida.
—Aunque tuviera usted razón, general, no sé con certeza si me ha hecho usted un bien.
—No podíamos correr riesgos —dijo Seward.
El general Scott asintió.
—Y por eso también estuve de acuerdo con Mr. Seward cuando dijo que estaría usted más seguro en el Willard que en una casa particular.
—¿Había sido idea suya? —Lincoln miró a Seward con cierta diversión—. Creí que había sido idea del general Scott.
Seward se sorprendió al ruborizarse, mientras balbuceaba algo acerca de la seguridad. En realidad, el Plan Albany recomendaba el traslado de Lincoln de una casa particular a un hotel, donde Seward y los demás tendrían acceso a él y a su comitiva. El general hizo el saludo militar mientras se alejaban.
El débil sol se había desvanecido detrás de las que parecían nubes de nevada. Lincoln y Seward caminaron en silencio por la calle Diecisiete hasta la esquina de la avenida de Pennsylvania, como siempre atestada a esa hora. Coches y carros pasaban repiqueteando, mientras los tranvías de caballos rechinaban sobre los raíles entre el sonido de las campanillas.
—No hay soldados —dijo Lincoln, mirando el tránsito.
—No hay guerra. Todavía.
—En qué aprieto estamos —dijo el presidente electo, mientras pisaba la acera de ladrillo junto a la verja de hierro de la Casa Blanca donde pronto estaría instalado (más bien, pensó Seward, enjaulado); y por un breve instante, muy breve, en verdad, se alegró de que Lincoln, y no él mismo, hubiese sido elegido decimosexto presidente de lo que restaba de los Estados Unidos de América.