David Herold miró la primera plana del Evening Star y luego hizo una cosa que no había hecho nunca: compró un ejemplar al viejo negro que había vendido periódicos en la esquina de las calles H y Seis durante los diecinueve años que tenía David.
—Mira esto —dijo el anciano, riendo—. Ha entrado como un ladrón de gallinas.
Mientras David caminaba por la calle H, leyó el artículo especial del Star sobre el viaje secreto del presidente electo a la ciudad. No había muchos hechos. Aparentemente, por la tarde llegarían, tal como estaba planeado, Mrs. Lincoln y sus tres hijos, así como el resto de la comitiva del presidente electo. Pero, por razones todavía desconocidas, Mr. Lincoln y dos policías habían llegado en el tren nocturno y habían sido vistos en el Willard’s Hotel aproximadamente a las siete de la mañana.
David se detuvo ante el número 541, una angosta casa de ladrillos de cuatro pisos, de color plomizo, que tenía al lado un terreno con un cobertizo de madera y cierta cantidad de gallinas aburridas. Una escalera exterior daba acceso desde la calle al segundo piso y sombreaba permanentemente la planta baja. Arriba dos manos vigorosas extraían música de un piano algo desafinado.
—¡Eh, Annie! —gritó David; luego volvió a gritar. La cabeza de una muchacha de dieciocho años asomó a una ventana.
—Estoy practicando.
—¡Lincoln está aquí! Ha llegado esta mañana. ¡Cómo un… —David buscó algo novedoso, pero sin energía suficiente—, como un viejo ladrón de gallinas! Está en el Star.
—Sube.
David subió corriendo los escalones de ladrillo y se encontró cara a cara con la madre de Annie, que llevaba una bandeja de comida.
—Oh, Mrs. Surratt, soy yo…
—Ya te he oído, David. Y también que Mr. Lincoln está aquí.
Mrs. Surratt era una hermosa mujer de pelo castaño rojizo y el cuerpo de una Juno, según la expresión corriente en las novelas románticas de tapa amarilla que David solía leer. En algunos sentidos, le agradaba más Mrs. Surratt que su hija; y esa curiosa preferencia lo convencía de que probablemente él era ese monstruo de depravación que sus siete hermanas aseguraban que era.
—¿Cómo está Mr. Surratt? —La evocación de sus siete hermanas le recordó sus buenos modales.
—Estoy tratando de hacer que coma. Tenemos esperanzas. Pero él… se apaga. —Mrs. Surratt indicó a David que pasara antes que ella al salón.
David atravesó la alfombra floreada de Bruselas, incómodamente consciente del estado irreversible de sus rotos zapatones de cuero.
En el salón Annie estaba ante el piano con una mano alzada sobre el teclado. Bonita como un cuadro, pensó David, que había visto el cuadro que ella imitaba en el escaparate de la tienda de música de Jarman, en la calle O; era el anuncio del pianoforte Chickering.
—Aquí está el periódico —dijo, mientras lo ponía en la mano estudiadamente colocada de la muchacha—. Lo he comprado —agregó. Normalmente David pedía prestados los periódicos, o los robaba. A pesar de la dulzura de su madre, viuda de un funcionario del gobierno que la había dejado con ocho hijos y una casa en Capitol Hill, David había crecido con una pandilla de gamberros de Washington, todos ellos sureños, o southron, como se llamaban a sí mismos, entregándose a toda clase de desmanes. Apenas estaban un punto por encima de los plug uglies de Baltimore, verdaderos matones de las calles que amenazaban ahora con invadir la ciudad para perturbar la investidura del presidente.
—Supongo que fueron los plug-uglies quienes lo obligaron a pasar furtivamente por Baltimore.
Annie leyó el periódico como si fuera una música dificil. En el salón posterior se oía la voz baja de Mrs. Surratt, rogando a su marido que comiera. Él se limitaba a toser. Tosía tanto que ya casi nadie advertía la tos, ni, para el caso, a Mr. Surratt. Invisible para el mundo, ya no era parte de él.
La familia Surratt era propietaria de un próspero huerto en Maryland, cerca de Surrattsville, un pueblo que llevaba su nombre. Ahora que Mr. Surratt estaba enfermo —que se estaba muriendo, dicho con mayor propiedad—, Mrs. Surratt se ocupaba del gran carro que traía las hortalizas al Mercado Central mientras Annie asistía al seminario católico. David, protestante, no sabía por qué Mr. y Mrs. Surratt se habían convertido, pero lo habían hecho muchos años antes, y ahora su hijo menor, John, de dieciséis años, se preparaba para el sacerdocio en St. Charles Borromeo, en Maryland. Isaac, el hijo mayor, era ingeniero.
Los Surratt y los Herold se conocían desde hacía casi una generación. Eran sureños y consideraban Washington una ciudad sureña, cosa que era, y una ciudad de Maryland, lo que implicaba una población algo más volátil que la de la vecina y sobria Virginia, cuya aspiración a la ciudad era casi tan fundada como la de Maryland. El distrito de Columbia era un anómalo paralelogramo de unos quince kilómetros de lado arrancado a Maryland, y limitado porVirginia y por el río Potomac.
Annie dejó el periódico y se volvió hacia David, que estaba recostado en una mecedora; el paño negro de sus pantalones, observó él, hosco, estaba tan brillante que reflejaba en sus pliegues la opaca luz de febrero. David miró sin placer sus piernas cortas. Era demasiado delgado y recientemente había dejado de crecer, justamente a dos centímetros de la altura adecuada. Incluso así gustaba a las chicas. ¿Y por qué no? Tenía siete hermanas. No había nada en el mundo que ignorara acerca del otro sexo. Si tan sólo hubiera tenido un hermano…
—Tienes que arreglar esos zapatos, David.
—Annie hizo una mueca. Era obvio que olían mal para los demás.
David escondió los pies debajo de la mecedora; rara vez se bañaba entre la Navidad y la Pascua. Si no hubiera sido por ciertas jóvenes de Marble Alley, jamás se hubiese bañado y habría tenido el mismo olor del resto de su pandilla, un olor nada desagradable a tierra mojada y humo de tabaco.
—Creo que tendré que aceptar ese trabajo en la farmacia de Thompson.
—¿Preparador de recetas?
David asintió. Estaba emparentado con el propietario de la farmacia Thompson, casi en la esquina de la calle Quince y la avenida de Pennsylvania, cerca de la Casa Blanca. Durante muchos años David había prestado servicios ocasionales a Mr. Thompson. Ahora, ante la insistencia de Mrs. Herold, sería preparador de recetas y se «ganaría la vida», como llamaba ella a lo que hacía, así como las hijas solteras, para mantener la casa de Capitol Hill. Mrs. Herold era dueña de una tienda de muebles.
—Ya era hora —dijo Annie, y le sonrió. De todas las muchachas bonitas que David conocía, era la que más le gustaba. Le agradaba escuchar cuando ella tocaba el piano, y le gustaba la idea de que ella era la que más le gustaba—. Es una locura que haya venido aquí. —Annie plegó el periódico como si realmente fuera una partitura y lo colocó junto a «Escucha al pájaro burlón», canción escrita para la sobrina del presidente Buchanan.
—¿Quién?
—Lincoln. Lo matarán.
—¿Quién lo matará? —preguntó Mrs. Surratt, que emergía del salón posterior con la bandeja intacta.
—Todos, madre. Ya sabes cómo piensan aquí los matones.
Mrs. Surratt depositó la bandeja en una mesa redonda cubierta de terciopelo verde, donde los retratos de la familia, enmarcados, rodeaban un crucifijo y un rosario.
—He oído decir —comenzó— que había un plan para matarlo en Baltimore. Quiero decir que lo he oído antes de hoy. Ya sabéis cómo habla la gente en el bar de Surrattsville.
—¡Y cómo bebe! —dijo severamente Annie—. Pero Maryland se va a separar en cualquier momento, y también Virginia; y entonces, ¿para qué quiere Mr. Lincoln estar en Washington? Quiero decir, ésta es una ciudad sureña; y si esos dos estados salen de la Unión, es una ciudad sureña en mitad de la Confederación.
—En Richmond dicen que nuestro presidente, Mr. Davis, desea que Washington sea su capital. —Mrs. Surratt recogió el rosario y empezó a pasar ociosamente las cuentas—. Isaac dice que Mr. Lincoln no recibirá aquí la investidura…
—¿Qué le obligará a marcharse? —preguntó David.
—Ni en ningún otro lugar de la tierra —concluyó Mrs. Surratt. Luego susurró una plegaria, y David apartó la vista, avergonzado como siempre por cualquier señal exterior de una religión extraña. Fascinado, miró el corazón sangrante de Jesús, colgado sobre el hogar de la chimenea, y pensó en la cena.
—He visto soldados norteños en la estación. —David hizo su contribución—. Habían apilado tantas sillas de montar que no se podía llegar hasta los vagones.
—Desearía solamente que nos dejaran en paz. —Mrs. Surratt parecía triste y, a los ojos de David, hermosa. Se complacía en pensar que él era una especie de conocedor de la belleza femenina. Desde los catorce años trabajaba en los salones de Sal Austin, donde se podía encontrar a las muchachas más atractivas de la ciudad. Sal, bautizada Sarah, era una vieja amiga de Mrs. Herold; ésta sentía horror por la magnitud y la naturaleza de la caída de Sal en el mundo, pero también respeto por la gran riqueza de su antigua amiga; y cuando Sal ofreció a David trabajo como muchacho para todo en su mansión de Marble Alley, a mitad de camino entre las avenidas de Pennsylvania y Missouri, a Mrs. Herold no le pareció mal. «Porque David es demasiado pequeño para caer en la corrupción». Las hermanas de David pensaban que eso era muy divertido; David también. Durante un año y medio había conocido placeres ignorados por su pandilla, y doblemente ignorados porque él, a pesar de sus catorce años, no era tan tonto como para jactarse y excitar envidias. Jamás dijo dónde trabajaba; jamás hizo un comentario cuando algún gamberro hablaba como un experto de Sal o de su rival Julia, cuyo establecimiento se encontraba también en Marble Alley.
Las muchachas gustaban de David tanto como él de ellas; además lo obligaban a bañarse, actividad poco natural que él aceptaba como un pequeño precio por tantos privilegios carnales. Cuando finalmente Sal contrató a un hombre para cuidar sus dorados salones, le dijo:
—Puedes venir de visita siempre que quieras. —Y él lo hacía de vez en cuando—. Admiro a tu madre, Davey, de verdad. ¡Ocho hijos! Es una mártir cristiana. Porque también ella habría podido vivir su vida. Y no lo ha hecho. ¡Qué despilfarro!
Mrs. Surratt se turbaría, pensó David, si pudiera adivinar la perversidad que se desplegaba en su mente adolescente. Pero Mrs. Surratt era una buena mujer, y sólo pensaba en el asesinato.
—Estoy segura de que intentarán algo entre ahora y la semana próxima…
—¿Quiénes, madre?
—Los secesionistas.
—¿Cómo nosotros? —Annie tocó un compás de «Dixie».
—Como nosotros no, no lo permita el cielo. Pero Isaac me ha dicho que todos los días hay gente que pasa por el Puente Largo trayendo rifles y municiones incluso desde Richmond.
—Un grupo de matones se entrena todos los días —dijo David—. Se dan el nombre de Milicia Nacional.
—¿Crees que intentarán realmente impedir la investidura? —Annie cerró el piano; basta de «Dixie». Mrs. Surratt asintió.
—Sí. Creo que lo intentarán y creo que tendrán éxito.
—Yo pienso lo mismo —dijo David, que nunca había visto a los gamberros locales tan enloquecidos de odio a los yanquis en general y a Mr. Lincoln en particular.
—Los tres permanecieron un momento en silencio; no había otro sonido que la tos seca y regular del agonizante en el otro salón. Luego Mrs. Surratt dijo:
—Isaac ha ido a Richmond, Annie. Y me parece que ha ido allí para siempre.
—¿Quieres decir que nunca volverá?
—No hasta que ésta sea una ciudad sureña, si algún día lo es.
—Pero Virginia todavía está en la Unión, madre.
—Isaac dice que en abril Virginia también se irá. Junto con Maryland.
—Entonces, habrá guerra, ¿no es verdad, madre?
—Eso depende de Mr. Lincoln —respondió Mrs. Surratt—. O de quienquiera que ocupe su lugar como presidente yanqui.
—¡Y todo a causa de esos locos predicadores del Norte que nos piden la libertad de nuestros negritos, cuando ellos no sabrían qué hacer si fueran libres! —Annie se puso en pie de un salto—. Ven, David. Vamos al Willard. Quiero ver bien al diablo antes de que lo maten.
Mrs. Surratt hizo un gesto de advertencia.
—No hables así ante extraños.
—No seas tonta, madre. No soy una idiota.
—En este momento, la nuestra es una ciudad ocupada —dijo Mrs. Surratt, mientras se persignaba y colocaba el rosario en su sitio, sobre el crucifijo.